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En-claves del pensamiento

On-line version ISSN 2594-1100Print version ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.13 n.25 México Jan./Jun. 2019

 

Artículos

De la medicina clínica a la clínica psicoanalítica. Breve reconsideración epistemológica

From Clinical Medicine to Psychoanalytic Clinic. Brief Epistemological Reconsideration

Kaira Vanessa Gámez* 

* Universidad Católica Andrés Bello, Venezuela. Correo electrónico: kvgamez.m@gmail.com


Resumen

Alzar el vuelo de un texto destinado a conceptualizar las condiciones históricas de emergencia del psicoanálisis es una tarea que exige atender tanto a una consideración de orden discursivo, relativa a la doble relación de ruptura y continuidad, en que se sitúa su campo con la tradición médico-científica de la época, como a otra análoga, destinada a precisar en qué medida -tal como afirmó Lacan- el campo freudiano sólo pudo constituirse a partir de la emergencia del sujeto cartesiano de la ciencia. Como veremos, ambos aspectos coinciden de cierto modo. Ubicar los fundamentos históricos del psicoanálisis equivale a establecer la estructura de sus relaciones tanto con la filosofía cartesiana como con el discurso científico, en el que se apuntaló ese saber médico del que el pensamiento freudiano es heredero y desertor. En las siguientes líneas se desarrolla esta hipótesis mediante un recorrido por las principales ideas del pensamiento cartesiano, foucaultiano y lacaniano que permiten dilucidar las condiciones epistemológicas del surgimiento del psicoanálisis en el marco de sus relaciones con la medicina científica del siglo XIX.

Palabras clave: psicoanálisis; sujeto; epistemología; medicina; historia

Abstract

Writing a text intended to conceptualize the historical emergency conditions of psychoanalysis is a task that requires attention to two considerations. One of discursive order, relative to the double relation of rupture and continuity in which its field is situated within the medical-scientific tradition of the time, and another destined to specify to what extent, as Lacan affirmed, the Freudian field could only be constituted from the emergence of the Cartesian subject of science. As we will see, both aspects coincide in a certain way. To locate the historical foundations of psychoanalysis is to establish the structure of their relations both with Cartesian philosophy and with the scientific discourse in that medical knowledge to which Freudian thought is both heir and deserter. This hypothesis is developed through a tour of the main ideas of Cartesian, Foucauldian and Lacanian thought that allow elucidating the epistemological conditions of the emergence of psychoanalysis within the framework of its relations with scientific medicine of the 19th century.

Keywords: psychoanalysis; subject; epistemology; medicine; history

Introducción

Que el psicoanálisis es una experiencia que emerge como desgajo del discurso médico es un hecho discursivo del que se desprende aquella ineludible y siempre renovada necesidad de clarificar El lugar del psicoanálisis en la medicina.1 En 1966, ante un público conformado por médicos y psicoanalistas, Jacques Lacan decidió acometer esa labor interrogando los fundamentos que sustentan la relación entre el psicoanálisis y la tradición médica que lo precede.

Aquel fue un intento teórico de fuerte orientación estructuralista que estuvo signado desde el comienzo por un importante recurso a la filosofía de Michel Foucault. El psicoanalista francés comenzó invocando la que denominó la gran obra de Foucault, El nacimiento de la clínica, para disponerla como referencia principal al momento de hacer inteligible aquello que caracterizaba a la práctica médica “en su exhorto doctrinal y científico”. Lacan aseguraba no tener necesidad de repetir lo que ya había sido muy bien aportado por el filósofo francés con relación a lo que implica la promoción de una mirada que se fija sobre el campo del cuerpo;2 mas, ¿cómo comprender la relevancia que entonces suponía el análisis foucaultiano para el maestro francés del psicoanálisis?

El psicoanálisis adquiere su carácter y se configura como tal a partir de la experiencia médica que constituyó la clínica del siglo XIX, opina Lacan.3El nacimiento de la clínica había logrado descifrar las condiciones históricas que hicieron posible la aparición de la experiencia clínica como forma de conocimiento cientifizada, poniendo de manifiesto la posibilidad de estudiar, en clave estructuralista, las transformaciones históricas sufridas por la praxis médica. La intención de Foucault se materializó así en una obra que implicó, para Lacan, la posibilidad de desplegar una reflexión profunda sobre los modos de estructuración del conocimiento del individuo enfermo a lo largo del tiempo, sentido en el cual, el punto de llegada foucaultiano -la medicina clínica del siglo XIX- aparecía como constituyendo el origen mismo de esa nueva configuración histórica que Freud hizo surgir al promover el habla del paciente como instrumento esencial de la cura psíquica.

Así pues, sobre la base del análisis estructural que Foucault llevó a cabo en torno al objeto de la experiencia médica, Lacan intentó comprender una modificación posterior dentro del campo de la medicina, estructuralmente análoga a la descrita por el autor de El nacimiento de la clínica, y estrechamente vinculada con las consecuencias -teóricas y prácticas- que implicaba el tratamiento científico de las enfermedades para el sujeto que se constituía como objeto del discurso médico vigente. Para Lacan resultaba apremiante signar el tránsito que vinculaba y desvinculaba a la medicina clínica -cuya emergencia y racionalidad había esclarecido Foucault- con la aparición de esa novedad terapéutica en el campo de la cultura que trató por primera vez al objeto de la experiencia médica como un sujeto del inconsciente y de la palabra.

En virtud del carácter meramente fenoménico que se le atribuía a la enfermedad en el siglo XVIII, los médicos de entonces solían concebir la enfermedad como una “experiencia histórica”4 sin trascendencias. La tendencia del momento apuntaba a circunscribir la enfermedad a partir de aquello que se observaba de ella, lo que derivaba en un corpus de conocimiento que hacía coincidir la esencia de la misma con las formas visibles del padecimiento: “una inflamación local no era sino la yuxtaposición de sus elementos”.5 Bajo tales coordenadas, resulta comprensible la ausencia del pensamiento sintomático, la causa y el efecto de la enfermedad estaban solapados en un mismo espacio delineado por la pura clasificación descriptiva, de modo que el ‘mal’ no podía ser más que lo que se miraba y lo que precedía, por ende, a todo saber. En un escenario tal no había modo de que la enfermedad remitiese a alguna causa supuesta. Pero a principios del siglo XIX, esa medicina unidimensional que maniobraba con signos despojados de toda significación, tomó por horizonte la figura de la normalidad y, en su intento de constituir un saber sistemático y universal sobre el hombre saludable, trató de ilustrarse a sí misma avanzando hacia una nueva discursividad en la que el individuo tomaría progresivamente el estatuto de objeto.

Es justo ese momento histórico en el que Lacan ubica el paso de la medicina a la ciencia.6 La clínica, para Foucault, era un intento -el primero desde el Renacimiento- de formar una ciencia que se sostuviese únicamente sobre el campo perceptivo, y una práctica que hiciera lo propio sobre el ejercicio de la mirada: “Es menester, tanto como es en sí, hacer a la ciencia ocular”,7 pero la mirada invocada en ese enunciado no era ya una mirada desprovista de remisión, sino un vistazo tan profundo como objetivo, capaz de satisfacer la condición esencial de la ciencia: el periplo por las causas.

En efecto, dice Foucault, la nueva clínica se dispuso a levantar una comprensión causal y significativa de la enfermedad según la cual, lo que antes aparecía como mera forma del mal adquiría ahora un valor sintomático respecto de una condición subrepticia y heterogénea. El signo comenzaba a juzgarse como tal a través de los diversos casos, y las supuestas causas quedaban indicadas como interioridad y antecedencia lógica de lo visible, haciendo posible un pensamiento sobre el ser de la enfermedad. Y es que, según el filósofo, ese escenario, donde la precisión cualitativa del discurso racional orientaba la atención del médico hacia el plano visible, demandaba articular la etiología de la enfermedad en un lugar que le diera a esta nueva disciplina, a la vez, su objeto y su forma.

El paso decisivo de la nueva clínica para Foucault no fue sino aquel que le permitió anclar su naciente etiología al organismo humano. La redistribución objetiva del mal sólo rehabilitó el pensamiento etiológico y sintomático haciendo coincidir el espacio de configuración de la enfermedad con el de su localización para luego superponerlos en el cuerpo anatómico. De lo que se trató para los médicos decimonónicos fue de tomar el cuerpo como “espacio de origen y de repartición de la enfermedad” pero, como bien precisa Foucault, ello no fue más que una contingencia de la época, un rasgo transitorio, una de las tantas maneras de espacializar la enfermedad con las que cuenta y seguirá contando la medicina.8 Lo que de esta modificación fue estructuralmente determinante es que se hallaba inserta en una redistribución general de la episteme que le permitió constituirse tal y como lo hizo.

La medicina clínica del siglo XIX se subordina en este punto a lo que, en Las palabras y las cosas, es llamado “un acontecimiento general en el orden del saber”.9 Según el filósofo francés, el verdadero trasfondo de la corporalización del mal es una profunda mutación epistemológica que tuvo lugar en dos órdenes distintos: 1) a nivel de la relación del hombre consigo mismo -el sujeto se convirtió en objeto ante la mirada y el saber-; y, 2) a nivel de la relación entre el lenguaje y el mundo -las palabras y las cosas se asumieron enlazadas-.10 Desde ese momento, el cuerpo le dio su objeto y su forma a la medicina científica del siglo XIX, permitiéndole definirse como discurso médico de la objetividad.

Ahora bien, ¿en qué consiste dicho discurso médico de la objetividad?; ¿es posible, a partir de él y de los rasgos estructurales que lo definen, dar cuenta de la emergencia del psicoanálisis como praxis? Para comenzar a responder estas preguntas, es importante destacar que, de acuerdo a nuestros autores, el anclaje filosófico de esa estructura discursiva cuya principal característica es la objetivización de lo humano, se halla en la concepción dualista prefigurada para las ciencias por la filosofía cartesiana.11 No obstante, es significativo que no haya sido sino hasta el siglo XIX que se materializó la posibilidad, profundamente cartesiana, de convertir al sujeto en objeto del discurso médico. Esta realidad nos exige comenzar interrogando y explorando las condiciones concretas que imposibilitaron en el siglo XVII esa decisiva “encarnación del mal” que se materializaría tan decididamente en el siglo XIX.

Descartes: La mirada creadora de su objeto

Ciertamente, Descartes y Malebranche fueron responsables de una nueva teoría de lo espacial; de una concepción sobre el espacio visible que repercutió directamente en la discursividad científica de la época. Pero las suyas fueron conjeturas que no constituyeron más que una “dióptrica del cuerpo” -en palabras de Foucault-. Ambos erigieron una geometría nueva pero que al fin y al cabo dependía de cierta luz -proveniente de un más allá inefable y originario- que garantizaba la adecuación de las cosas a su esencia previa y a la forma en que eran captadas por la razón.12 Ahora bien, que el método cartesiano está gnoseológicamente fundado en la figura de Dios es algo ya tópico. Efectivamente, a partir de Descartes lo que el entendimiento conoce no son ya cosas -en detrimento del realismo gnoseológico- sino ideas, a saber, modificaciones de la propia subjetividad cuya existencia queda asegurada en tanto objetos del cogito.13 Pero el padre de la filosofía moderna requería materializar el sentido de esa sustancia, que es el cogito, y lo consiguió haciendo intervenir a Dios como figura que hace que las cosas sean, concursen y se mantengan en la existencia.

En primer término, la regla general que afirma la verdad de las cosas que concebimos muy clara y distintamente, se funda en que Dios existe, en que es un Ser perfecto, y que todo lo que hay en nosotros procede de Él; de donde se sigue que nuestras ideas y nociones, puesto que se refieren a cosas tales y proceden de Dios en lo que tienen de claras y distintas, no pueden menos de ser verdaderas.14

Este recurso a Dios le otorga un paradójico fundamento al cogito cartesiano, tanto más cuanto que presupone que todo aquello que existe en el pensamiento del hombre no es tan autónomo e infundado como la propia operación del cogito lo sugiere. Dios ilumina desde el exterior el conocimiento humano garantizando su verdadera adecuación a las estructuras de la realidad. Según Foucault, este aspecto de la filosofía cartesiana desdibuja al sujeto que conoce en su facultad visual, impidiendo que efectivamente cree su dominio fundado en la objetividad,15 lo que nos invita a distinguir entre una estructura de razonamiento, como ésta, que recurre a un ente ideal para garantizar el acuerdo perfecto entre la razón y el mundo, y otra -que, aunque antitética, no se encuentra tan distante de la primera- donde emerge la mirada del médico/científico como creadora de su objeto.

De acuerdo con este razonamiento, no resulta concebible la mirada médica en el mundo cartesiano si allí el ojo percibe los fenómenos en virtud de una luz que la imposibilita y la anula. Para Descartes ver era percibir, de modo que su acto, y su método, fundamental consistía en lograr que esa percepción, propia del cuerpo sensible, fuese transparente para el espíritu.16 No obstante, ese pensamiento que recurrió a Dios como garante de un ordenamiento prestablecido fue el mismo que situó por primera vez al yo como fuente y lugar de inteligibilidad del ser en su conjunto. Como precursor de la ciencia y de la filosofía moderna, Descartes es también el responsable del viraje epistemológico que hizo posible la llegada de la ciencia al campo médico a finales del siglo XVIII. En ese sentido, la distinción foucaultiana entre percepción y mirada es una puntualización epistemológica de gran valor histórico que permite diferenciar los avatares de una consciencia que se impresiona por realidades esencialmente preconstituidas, del vistazo moderno que, en su acto descriptivo, preforma a su objeto. En palabras de Foucault este último “es un uso absolutamente nuevo del discurso científico. La fórmula de descripción es al mismo tiempo gesto de descubrimiento”.17 Dice Descartes:

Lo más ventajoso de este método era, a mi juicio, la seguridad de que mi razón intervenía como principalísimo elemento en la labor científica, desechando prejuicios y rutinas, preocupaciones tradicionales y errores arraigadísimos que obscurecen la inteligencia, interponiendo un velo entre ella y la verdad.18

No queda duda de que en ese punto el pensamiento ha pasado de ser una mera percepción pasiva del mundo, a un principio activo dotado de una evidencia perfecta y suficiente. Ahora bien, es porque tal pensamiento autosuficiente está presupuesto como primer principio de la existencia que todo aquello que se constituya como objeto suyo no le prexiste -ni viene dado por la divinidad-, sino que emerge en el momento mismo en que el cogito lo engendra. Allí aparece la agudeza del espíritu científico pretendiendo penetrar en un mundo que ha surgido en segundo grado, como objeto de su pensamiento, y gracias a una tendencia antiontológica latente y poderosa19 que, no obstante, le supone al objeto un ordenamiento predeterminado en virtud del cual se autoriza para estudiarlo, analizarlo e incluso explotarlo. El cogito cartesiano deja en silencio al mundo para luego confiar en que la razón podrá servir como vía para leer en él un cierto logos, lo cual supone -de forma enigmática- que “el significante está allí organizado según ciertas leyes”.20 Esta disposición no es tan importante para situar los antecedentes históricos del psicoanálisis, como lo es el hecho de que bajo tal arreglo epistemológico, aquello que se ubique en el lugar del objeto de la ciencia será sometido por una voluntad que lo hará padecer los efectos del tratamiento que ejercerá sobre él. Es por ello que la clave de la diferencia estructural que dio lugar a la medicina clínica según Foucault, se encuentra en la disposición histórica operada por Descartes, pues el soporte epistemológico de la medicina clínica no es otro que el que permitió hacer ciencia por primera vez: la emergencia del objeto como supeditación -supuesta y virtualmente logificada- del cogito: “El ojo se convierte en el depositario y en la fuente de la claridad; tiene el poder de traer a la luz una verdad que no recibe sino en la medida en que él la ha dado a la luz”.21

Siguiendo a Foucault hemos podido ver cómo la disposición del hombre como dador de luz a través de su palabra inauguró un período −el de la ciencia− que trae al mundo la noción de objeto como producto de una actividad meditativa que se cierne implacablemente sobre lo que no es ella misma. Por ahora. Hacia el siglo XVIII, la ciencia aún no había conquistado el campo de lo humano, el sujeto todavía no había sido objeto de conocimiento ni soporte de un ordenamiento supuesto que aboliera su propia cualidad subjetiva; per contra, el sujeto se vería en posición de objeto cuando la luz del lenguaje lo hiciera surgir como tal, desatando con ello el empirismo de una nueva clínica que sólo pudo materializarse como empirismo gracias a la posibilidad decimonónica de articular “un lenguaje sobre la enfermedad”22 y más específicamente, sobre la enfermedad humana.

En última instancia, la separación cartesiana entre sujeto y objeto fue la condición sine qua non para que la relación entre el acto perceptivo del sujeto que conoce y el elemento del lenguaje pasase a un primer plano. La estructura de las relaciones que el clínico establece con su objeto es, como demuestra Foucault, fundamentalmente lingüística. Para sostener la posibilidad de alcanzar el ser de la enfermedad, el médico tuvo que fundarse en un dominio nuevo: el de una correlación perpetua y objetivamente establecida entre lo visible y lo enunciable que permanece filosóficamente incuestionada. El clínico del siglo XIX, a diferencia del médico cartesiano que invoca a Dios como garante, no se pregunta por el elemento que posibilita el isomorfismo del cual parte, lo único que nos da es una estructura que articula espacio y lenguaje, y en ella, la condición histórica de una medicina que se da y que recibimos como positiva.23

El ser no se deja ver en manifestaciones sintomáticas, por consiguiente esenciales, sin ofrecerse al dominio del lenguaje que es la palabra misma de las cosas. [...] A la presencia exhaustiva de la enfermedad en sus síntomas, corresponde la transparencia sin obstáculo del ser patológico para la sintaxis de un lenguaje descriptivo: isomorfismo fundamental de la estructura de la enfermedad y de la forma verbal que la crea.24

Bajo esas circunstancias,

La mirada no es ya reductora, sino fundadora del individuo en su calidad irreducible. Y por eso se hace posible organizar alrededor de él un lenguaje racional. El objeto del discurso puede bien ser así un sujeto, sin que las figuras de la objetividad, sean, por ello mismo, modificadas.25

Así pues, al dibujar la emergencia de la mirada científica, Foucault nos ha dado dos claves fundamentales en la introducción a las coyunturas históricas que atestiguarán la emergencia del psicoanálisis. Para que fuese posible esa reorganización del discurso médico que le dio origen a la experiencia clínica, a partir de la cual se constituiría el psicoanálisis, tuvieron que mutar principalmente dos aspectos: la relación del hombre consigo mismo y, como hemos visto, la relación del lenguaje con las cosas. Ilustraremos ambas vertientes y sus consecuencias interrogando una de las últimas ramas científicas nacidas del cuerpo médico a mediados del siglo XIX.

La clínica mental, silencio y acosmismo

Como resultado del concomitante empuje a la objetivización que traía consigo el surgimiento de la medicina moderna, el campo médico se abocó a la construcción de un lenguaje pletórico en descripciones, síntomas, signos, frecuencias y localizaciones que se ramificaría hasta dar lugar a la distinción práctica entre síntomas somáticos y síntomas psíquicos. Llegado ese punto, los problemas anímicos y mentales se abrirían al campo de la investigación científica como cobrando autonomía propia.26 Era sólo cuestión de tiempo para que una práctica sistemática y altamente tecnificada orientada a la ιατρεία27 se apropiara de las virtudes de la ciencia para dirigirse exclusivamente hacia la ψυχή28 humana. Como racionalidad objetivizada de males meramente subjetivos, el nacimiento de la psiquiatría es uno de esos sucesos históricos que testimonia la enorme transformación discursiva de la que hemos venido dando cuenta; su surgimiento es una manifestación efectiva de la novedosa posibilidad de construir un discurso objetivo y racional sobre el pathos subjetivo.29

Como rama de la medicina, la psiquiatría se acercó a las enfermedades mentales emancipada de la magia y de la religión para colocar la locura bajo escrutinio científico mediante un corpus teórico laicizado que forjaría categorías capaces de agrupar a los casos concretos. Lacan coincide con Foucault en su análisis sobre la medicina cartesiana, y asegura que el pasaje de la medicina al plano de la ciencia es un franqueamiento que cierra el acceso a todo rostro sagrado en el tratamiento de los padecimientos humanos.30 La clínica se tornó ciencia objetiva y, en consecuencia, tanto el médico como el paciente quedaron enfrentados al dolor y al sufrimiento humano con nada más que “una mirada límpida a la superficie exterior e interior del cuerpo”.31 El silencio de Dios, y en cierta medida el del mundo, devino como consecuencia lógica de la constitución de un lenguaje objetivo en torno a la enfermedad física y mental.

Fue esa docta aunque inexpugnable soledad a la que quedaron arrojados tanto quien padecía como quien curaba, lo que hizo que la nueva medicina dependiera del levantamiento de cuadros clínicos elaborados a partir de elementos directamente observables por el médico, incluyendo los datos que proporcionaba la anamnesis del paciente. Desde luego, no hubo que esperar demasiado para que la clínica mental engendrara ese nuevo sujeto que, como señala Márquez, comenzó a ser capaz de hablar del mal que lo aquejaba, de dirigirse a un médico que en apariencia escuchaba atentamente su sufrimiento; “Y decimos en apariencia pues hay que hacer el ejercicio de pensar [...] para percatarse de que la palabra del paciente no es para el clínico sino un modo de enterarse de su objeto, la enfermedad, y no es siempre la manera principal”.32

Con base en esa fuerte objetivación del mal que se apoyaba en los datos fácticos e históricos del paciente, la ciencia médica construyó para el hombre una suerte de acosmismo que pondría de manifiesto la sorprendente tolerancia -e incluso adaptación- del hombre a unas condiciones que le son extrañas. Lo que Lacan se esfuerza por visibilizar es que el precio que tuvo que pagar el sujeto por secularizar los males de su cuerpo fue el de conceder-se a un discurso hegemónico y ajeno que se autorizaba a diseñar para él, en tanto objeto, una serie de condiciones acósmicas sobre la base del progreso ilimitado que prometía la ciencia experimental y empírica. De esta manera, el análisis foucaultiano nos ha llevado al lugar en el que el pensamiento lacaniano comienza a desplegar, con base en su adscripción estructuralista, uno de sus pilares teóricos esenciales. Como demuestra Milner, en la enseñanza lacaniana puede ser claramente reconocida una teoría de la ciencia -de confesada base koyreiana- en la que al mismo tiempo que se afirma que entre la ciencia y el sujeto se establece un vínculo desproporcionado -acósmico-, se asegura que la ciencia es esencial para la existencia del psicoanálisis.33

De la res cogitans al sujeto del inconsciente

Si hubiésemos de rescatar el punto nodal donde se encuentran el análisis foucaultiano de la medicina clínica y la comprensión lacaniana sobre el surgimiento del psicoanálisis, la siguiente afirmación foucaultiana resultaría esencial: “la importancia de la medicina en la constitución de las ciencias del hombre no es sólo una importancia metodológica; es también una importancia ontológica en tanto toca al ser del hombre como objeto de saber positivo”.34 En efecto, el psicoanálisis -según Lacan- vendría a constituirse como una praxis curativa centrada en la subjetividad de ese ser que se ha hecho objeto de su propio conocimiento, de modo que lo que allí estará en cuestión no es otra cosa que el ser del hombre en tanto objeto -ahora sujeto- de saber.

En ese sentido, al discurrir sobre el impacto de la medicina clínica en el campo de las ciencias humanas, no se trata para nosotros de determinar sus efectos sobre la esencia general del hombre. Si hay una importancia ‘ontológica’ en el surgimiento de la medicina clínica y del psicoanálisis, no es en virtud de las determinaciones predicativas que éstas procuren atribuirle al hombre en tanto tal, sino de “la configuración sorda en la que se apoya el leguaje” con el que lo circunscriben, o lo que es lo mismo, de “la relación de situación y de postura entre el que habla y aquello de lo cual se habla”.35 De tal arreglo discursivo depende la aparición de modos de tratamiento muy diversos de lo humano que nunca carecen de consecuencias.

Al analizar de cerca tal redistribución de las relaciones entre la ontología y el objeto, salta a la vista el presupuesto estructuralista, según el cual el sujeto aparece definido en virtud de su lugar en el discurso, y del modo en que dicho posicionamiento toca su ser. La serie de disciplinas científicas entre las que se encuentran la medicina clínica y las ciencias humanas, se constituye como un cuerpo de conocimientos que toma por objeto al hombre en lo que tiene de empírico,36 lo cual pone de manifiesto, tanto para Foucault como para Lacan, que la ciencia moderna, apoyada de manera crucial en el cogito cartesiano, estructura de manera interna la materia misma de su objeto. En tal sentido, una vez que se decidió hacer pasar al hombre al campo de los objetos empíricos, éste se constituyó como aquello que hay que pensar y que hay que saber, quedando exorcizado por medio de ese acto de cualquier vestigio de voluntad indeterminada que contradijera la nueva forma epistemológica bajo la cual aparecía como un objeto más del mundo, organizado según cierto logos cerrado y aún desconocido.

Es por ello que para Lacan el tratamiento de la noción de sujeto que comporta el psicoanálisis -al igual que la noción de sujeto propia de las ciencias naturales y humanas- reposa, en última instancia, sobre el hecho de que “Descartes da a ver, por el ordenamiento interno de su obra, aquello que el nacimiento de la ciencia moderna requiere del pensamiento”.37 Todo ese colosal desarrollo científico en torno a la enfermedad física -y mental- tuvo su origen en Descartes, en la medida en que su pensamiento introdujo un problema fundamental que requiere para existir como pensamiento científico: la exclusión de la subjetividad. Esto es lo que Jean-Claude Milner ha expresado muy bien como “la hipótesis [lacaniana] del sujeto de la ciencia”: “la hipótesis de que la ciencia moderna, en tanto ciencia y en tanto moderna, determina un modo de constitución del sujeto”38 según el cual éste queda forcluido del campo discursivo.

Ahora bien, es precisamente en el cogito, que queda como residuo tras la suspensión de toda creencia por parte de Descartes, que Foucault capta el fundamento mismo de las ciencias humanas y que Lacan sustenta el sujeto al cual se dirige el psicoanálisis. El discurso científico requiere de aquello que el cogito testimonia: un punto de ser que es al mismo tiempo sujeto, pero, sobre todo, objeto de su acto. Sin embargo, esta doble faz es problemática para la constitución de las ciencias humanas: la irrupción histórica de la ciencia moderna en el campo de lo humano da cuenta de un suelo epistemológico en el que la pregunta por la causa es subsanada mediante el establecimiento de relaciones causales sobre el hombre que, paradójicamente, acaban por abolir el punto de absoluta indeterminación que las fundamenta, a saber, el cogito como principio a partir del cual todo conocimiento pudo constituirse en su evidencia inmediata.

Dicho en palabras de Foucault,

El modo de ser del hombre tal como se ha constituido en el pensamiento moderno le permite representar dos papeles; está a la vez en el fundamento de todas las positividades y presente, de una manera que no puede llamarse privilegiada, en el elemento de las cosas empíricas.39

El argumento principal de la lectura crítica de Descartes, que Lacan emprendió a partir de 1949, se organiza precisamente alrededor de ese doble estatuto del sujeto implícito en el cogito cartesiano. El yo [mí mismo] se hace merecedor de una suerte de certidumbre autoevidente en el pensamiento del filósofo francés que el descubrimiento freudiano del inconsciente ha puesto de manifiesto como un aserto de doble filo. Veamos ambos procesos en las meditaciones cartesianas:

Pero enseguida advertí que si yo pensaba que todo era falso, era necesario que yo, quien lo pensaba, fuese algo. Y notando que esta verdad: pienso, luego existo era tan firme y cierta que no podían quebrantarla ni las más extravagantes suposiciones de los escépticos, juzgué que podía admitirla, sin escrúpulo, como el primer principio de la filosofía que buscaba.40

¿Qué soy, pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es esto? Una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también y que siente. No son estas pocas cosas, si me pertenecen todas. Pero ¿por qué no habrían de pertenecerme? ¿No soy acaso el mismo que ahora duda de casi todo quien, sin embargo, entiende y concibe ciertas cosas, quien asegura y afirma que sólo éstas son verdaderas, quien niega todas las demás, quien quiere y quien desea conocer más, quien no quiere ser engañado, quien imagina muchas cosas, incluso algunas a pesar suyo, y quien siente también muchas cosas como por intermedio de los órganos del cuerpo? ¿Alguno de estos atributos, puede ser distinguido de mi pensamiento o puede decirse que exista separado de mí mismo? Pues es de suyo tan evidente que soy yo el que duda, el que entiende y el que desea, que no es necesario añadir nada aquí para explicarlo.41

En un primer momento, el cogito cartesiano funda la certeza de la existencia en la actividad meditativa del sujeto que la ejecuta. Es por descubrirse pensando que Descartes afirma su propia realidad, de modo que la duda pudo extenderse y reproducirse vastamente pero sólo hasta el punto en el que alcanzó los límites de la actividad que ella misma ponía de manifiesto: un pensamiento. La duda es una forma del pensamiento y al arribar a ese punto, emerge una certeza posible para el sujeto: algo -este pensamiento- está teniendo lugar en algún punto del plano que constituye la existencia, aun cuando no sea del orden de los objetos materiales.

No obstante, dicha constatación que apareció como punto culminante de la duda, le fue luego atribuida al yo como instancia que la produce: “todo lo que un yo piensa es verdadero -con verdad evidente- como ‘acto de pensamiento’ de ese yo”.42 En un segundo momento, Descartes elabora una suerte de caracterización del yo que determina al sujeto de la duda como una sustancia pensante, como un alma, como un entendimiento, como una conciencia. Desde luego, lo que queda más allá de toda duda no es, pues, el cogito como puro devenir, sino el yo en tanto ‘cosa que piensa’ y que soporta al cogito y que puede ser conocida como tal. Éste es un movimiento inesperado y hasta cierto punto paradójico en el hilo de la argumentación cartesiana. Allí donde había surgido el subjectum de la premisa ‘pienso, luego existo’, Descartes identificó el acto descrito por el verbo con la instancia -supuesta- que lo sostiene, operando con ello el primer intento de objetivación de la subjetividad, necesario para la futura constitución de una ciencia sobre el hombre en tanto ‘yo’. En este punto seguimos a Guy Le Gaufey, quien desde una perspectiva gramatical demuestra que en la filosofía cartesiana el sujeto puede, paradójicamente, convertirse en objeto de su acto, puesto que la voz reflexiva implícita en el cogito tiene la peculiaridad de operar una identificación sutil entre el sujeto y el objeto, toda vez que sus actantes -el causativo y el recesivo- coinciden en ser la misma persona, lo cual puede conducir a afirmar equívocamente su radical indistinción.43 Al caracterizar al sujeto como una ‘sustancia pensante’, Descartes desplegó la posibilidad, implícita en su constatación reflexiva, de convertir al sujeto que se hallaba en su base en un objeto, o lo que es lo mismo, en un sujeto cualificado.44 Es justo a este respecto que Lacan se pronuncia para sentar postura en cuanto atañe su propio campo: “La promoción de la conciencia como esencial al sujeto en la secuela histórica del cogito cartesiano es para nosotros la acentuación engañosa de la transparencia del Yo [Je] a expensas de la opacidad del significante que lo determina”.45

Para el psicoanálisis, lo que hay que destacar del pensamiento cartesiano es la opacidad del lugar desde el cual se ha afirmado lo que luego el yo toma como propio. Es opaco para el saber aquello que lo fundamenta, tanto más cuanto que el ‘pienso’ se dispuso originariamente como el límite mismo de la causalidad y de la determinación racional. Al fundar el cogito como principio del conocimiento, Descartes resguardó al sujeto de la ciencia del discurso de la ciencia que él mismo inauguraba: el sujeto pensante demostraba no pertenecer al plano de los objetos que reciben determinaciones. Lejos de suponer alguna causa enigmática tras el cogito, el filósofo lo dispuso como la única y principal certeza que podía tener sobre algo, por lo que en última instancia éste aparece como un puro acto subjetivo que se postula de forma axiomática para superar su propia tendencia al infinito. De tal suerte, el pensamiento cartesiano no autoriza a trabajar por una explicación -ni científica ni filosófica- para el cogito. La certeza de estar pensando, ésa que le permite al filósofo concluir que existe y luego, que puede conocer algo de la res extensa, nació siendo e implicando ella misma un límite a la explicación, y eso a la ciencia le gustaría olvidarlo. Es en ese sentido que el cogito cartesiano encierra una paradoja: en su vertiente de certeza es el fundamento del conocimiento, pero en su vertiente de acto es una oscuridad inexplicable. Esto trae como consecuencia la constitución de la ciencia como un derrotero bifronte: por un lado, habrá quienes intenten volcarse al sujeto oscuro -tanto como al mundo- para explicarlo; mientras que, por otro, habrá quienes verán en tales intentos una imposibilidad inherente que persiste siempre, sin importar cuánto se avance en la explicación. A efectos de las pretensiones de las ciencias humanas, la emergencia histórica del psicoanálisis reveló que el sujeto oscuro que resolvió que dudaba parece dar siempre un paso atrás por cada paso adelante que da el yo en su intento de explicarlo.

De cierto modo, puede sostenerse que el movimiento lacaniano consiste, pues, en refutar a Descartes para visibilizar su movimiento esencial. Para Lacan, aquello que puso de manifiesto el descubrimiento freudiano del inconsciente no es sino ese punto de agencia esencial donde el sujeto sólo actúa -piensa- permaneciendo aún como un fundamento inefable. Ciertamente, en ese sentido la filosofía cartesiana y el psicoanálisis coinciden en sostener la existencia del sujeto, pero para el psicoanálisis tal existencia no acontece allí donde aquel se convierte en objeto de su consciencia, sino más bien donde la opacidad significante impide que él devenga perfecto objeto y que quede abolida, en consecuencia, su capacidad electiva. De lo que se trata para Lacan es de es reconocer la autocaptación de la que da testimonio el cogito a fin de mostrar cómo el psicoanálisis organiza su discurso a partir de ella asignándole un nuevo lugar: “el lugar donde el sujeto puede reconocerse, de manera imaginaria, como un sujeto”.46

Así pues, ese vasto desarrollo sobre el cogito cartesiano sólo tiene sentido en tanto esclarece la hipótesis estructural de un parentesco discursivo entre el psicoanálisis y la ciencia moderna. Para el psicoanalista francés, en la filosofía cartesiana se halla implícito ese tratamiento del yo [en tanto je] que fue condición necesaria para la conceptualización freudiana. El proceso subjetivo del que da testimonio el cogito comienza con una afirmación -que es anticipación con relación a la certidumbre posterior-, luego de la cual se precipita una verificación lógica que hace que la conclusión resultante ya no se funde en la subjetividad asertiva, sino en la objetividad del pensamiento. Este segundo movimiento hace que el aserto se dessubjetive hasta el grado más bajo,47 de donde se desprende que el sujeto de la ciencia pueda ser llamado simultáneamente, con toda legitimidad, sujeto cartesiano y sujeto freudiano.

Siendo la conciencia el plano de manifestación y desconocimiento esencial de ese punto electivo que ella misma no puede develar, el lugar donde procede el psicoanálisis no podría ser otro que el fundado por Descartes: ese instante del cogito que no es el contenido del pensamiento sino un espacio de certidumbre anticipada que ata un punto de ser im-pensado en el corazón de la consciencia y que el discurso de la ciencia excluye de su consideración. El subjectum que queda asegurado justo en ese momento donde aún no es duda, pensamiento, sentimiento, ni ninguna otra cosa, es el sujeto forcluido por la ciencia y acogido por el psicoanálisis.

Discusión: La posición distintiva del psicoanálisis

La disposición científica de la medicina, a través de ese ejercicio de la mirada que crea un cuerpo y una mente imaginarios sobre el cual hurgar inquisitivamente, pone de manifiesto esa implícita vertiente del discurso cartesiano donde habita la posibilidad de convertir el acto subjetivo en un objeto de estudio. Al excluir del universo simbólico todo posible atisbo de responsabilidad subjetiva -aunque inconsciente- en la propia enfermedad, la clínica sentó las bases para el sometimiento del sujeto a un acosmismo objetivo que anula la verdad que se teje en su palabra. Desde la emergencia de las ciencias sociales, del positivismo y de la medicina clínica en el siglo XIX, el sujeto convertido en objeto comenzó a cimentarse de acuerdo con el lenguaje de la racionalidad, haciendo callar aquello que dentro de él formaba un punto de elección innominado capaz de sostener su propia constitución. De este modo, la sustitución del aserto subjetivo por la cualificación objetiva del mismo, operó la exclusión de algo que “retornaría del exilio justamente en el momento en que el cuerpo irradiaba recién por estar enteramente fotografiado, radiografiado, calibrado y diagramatizado”.48

Tras el nacimiento de la psiquiatría moderna, esa situación de exclusión histórica desembocó en un rompimiento excepcional. Exiliado y olvidado, el sujeto vendría a protestar contra el hecho de que siendo un sujeto hablante, se le tratase -a él y a su palabra- como mero objeto, como “la suma de un objeto precioso y una persona indiferente”.49 No obstante, protestaría pese a su conciencia, pese a su voluntad, pese a su propia adaptación y tolerancia a las condiciones acósmicas que la ciencia le había ofrecido, y a las que se sometió. En palabras de Laín, “la protesta del enfermo contra esta pura objetivación tiene un nombre: es la neurosis”.50

Bien es sabido que es a consecuencia del fenómeno histérico y de la recepción que la neurología y la medicina de la época eran capaces de ofrecerle, que el creador del psicoanálisis llegaría a producir el sisma que produjo en el interior de los círculos científicos de los que provenía. Toda esta época, entre 1870 y 1890, estaba tomada por el inexpugnable secreto de la neurosis histérica. Cerca de 6000 mujeres así diagnosticadas llenaban las salas de la Salpêtrière51 desafiando a las doctas miradas que se posaban sobre ellas en busca de una respuesta científica que explicara su condición.

En este punto brillan, certeras, estas palabras de Thomas Mann:

Y todo este horripilante mundo patológico -altamente productivo en lo cultural- [...] lo investiga Freud con la sonda delicada y cuidadosa, pero inexorable, del médico, iluminándolo con el análisis. Todo eso incita a reflexionar sobre muchas cosas. [...] Todo eso hace pensar, ante todo, en el autor mismo y en el puesto que él ocupa en la historia del espíritu y el lugar al que pertenece.52

¿Cuál es ese lugar al que Sigmund Freud y su creación pertenecen? En los albores de la experiencia psicoanalítica, la psiquiatría francesa, liderada por la fama de Jean Charcot, había logrado avances sorprendentes en torno al problema de la histeria; avances que persuadieron al joven neurólogo vienés que era Freud de trasladarse a París para ampliar sus estudios junto a él. No obstante, formado en la más pura concepción anatomoclínica del saber médico, Charcot erigía una teoría sobre la histeria que, pese a la marcada ausencia de correlatos orgánicos, insistía en localizar su causa en el sistema nervioso, reduciendo el hecho a estructuras descriptivas de la tipicidad.53

Apoyados en el análisis foucaultiano, vemos allí la estructura discursiva de ese saber médico que organizaba configuraciones visuales a partir de observaciones y registros particulares pero generalizables. El diseño del cuadro más amplio dependía de la habilidad del médico para dotar de sentido lo observado proponiendo un collage armonizado que contuviese la larga lista de signos y síntomas útiles para agrupar a todos los pacientes y, al mismo tiempo, para explicar su estado. Ante esta racionalidad del ‘para todos’, el sujeto aparecía como una sombra cuya palabra sólo era estimada en tanto contribuyera a la construcción objetiva del cuadro. Pero no va a ser esa la posición de Freud. La experiencia psicoanalítica surge justamente “en el borde en el cual la clínica de la mirada descree del discurso de ese individuo que ha creado, cuando este sin embargo le enuncia un sufrimiento real e irreductible a su medicina”.54

En 1890, frente a la tentativa médica de considerar los aspectos visuales de la enfermedad, Freud retomó los vínculos que el adjetivo ‘psíquico’ guardaba con su etimología griega para llamar la atención sobre el equívoco de cernir las afecciones del alma a lo corporal del hombre. En su temprano entender, ésta era una orientación desacertada que conducía a los médicos al fracaso constante por no poder localizar -ni en vida, ni tras la muerte- ninguna lesión orgánica que marcara la pauta de un tratamiento efectivo para la neurosis.55 Por esta razón, valiéndose de la antigua separación entre lo psíquico y lo orgánico, Freud emprendió su camino derogando el supuesto naturalista que invitaba a concebir el organismo como sustento material de la dimensión psíquica, al tiempo que sugería la posibilidad de que lo anímico estuviese organizado a partir de modos propios. Pero, ¿cómo salvarse en ese punto del riesgo de concebir lo anímico como un nuevo objeto a ser penetrado por la racionalidad científica? ¿Qué fue lo que impidió que Freud se enlistara en las vastas filas de la psiquiatría moderna? La gran novedad del psicoanálisis no residiría tanto en su intento de dotar de autonomía objetiva al campo anímico, como en su restitución de aquello a lo que la medicina clínica renunciaba en su abordaje de la neurosis: 1) la posición subjetiva del enfermo, y 2) el poder curativo de la palabra.

‘Psique’ es una palabra griega que en alemán se traduce como “Seele” (“alma”). Según esto, “tratamiento psíquico” es lo mismo que “tratamiento del alma”. Podría creerse, entonces, que por tal se entiende tratamiento de los fenómenos patológicos de la vida anímica. Pero no es este el significado de la expresión. “Tratamiento psíquico” quiere decir, más bien, tratamiento desde el alma -ya sea de perturbaciones anímicas o corporales- con recursos que de manera primaria e inmediata influyen sobre lo anímico del hombre. Un recurso de esta índole es sobre todo la palabra, y las palabras son, en efecto, el instrumento esencial del tratamiento anímico.56

En esta época de gestación de las principales nociones psicoanalíticas, el padre del psicoanálisis deja ver su interés por distinguir el tratamiento anímico del tratamiento de las manifestaciones, reivindicando el antiguo poder terapéutico de la palabra como punto de origen de una práctica que abordaría otra cosa que los fenómenos patológicos -corporales y anímicos-. En el alemán original del texto, Freud expresa esta idea como sigue:

Psyche ist ein griechisches Wort und lautet in deutscher Übersetzung Seele. Psychische Behandlung heißt demnach Seelenbehandlung. Man könnte also meinen, daß darunter verstanden wird: Behandlung der krankhaften Erscheinungen des Seelenlebens. Dies ist aber nicht die Bedeutung dieses Wortes.57

La palabra elegida por joven médico vienés para designar aquello de lo que el tratamiento anímico no se ocupa fue Erscheinungen, traducida al español como fenómenos -en este caso, patológicos y anímicos-; un término cuyas principales resonancias en alemán son: ‘apariciones’ y ‘visiones’.58 Esta elección nos remite directamente -en lo que excluye- a los derroteros de la ciencia de la mirada que, posada sobre el cuerpo del paciente, trabajaba por construir el mejor cuadro diagnóstico de su enfermedad; reverso exacto de las intenciones médicas del joven Freud en su retorno al alma que estaba siendo excluida del tratamiento psíquico. Más allá de las quimeras de la etiología objetiva, aparecía asimismo la palabra como medio curativo sintomático de una modificación histórica en el lazo social que trocaba el tratamiento la aparición que ocurría ante los ojos del médico, por el hacer con lo distinto que se dice en el padecimiento. Desde luego, el lugar desde el cual se abordaría la enfermedad no era ya el de la mirada del sabio. Freud fundó un nuevo campo de experiencia al asegurar que el nuevo médico del alma no podía serlo en virtud de su talento para reducir a su mirada aquello que escapaba de ella, y es que el afán por espacializar la enfermedad no hacía sino fracasar en captar el anudamiento con el que el sujeto sostiene su propia condición. Para Freud no se trataba, pues, de buscar en el cuerpo la causa del mal psíquico, y no sólo porque fuera ésta una orientación desacertada que conducía a obliterar los principales problemas de dualismo, sino porque ya se había constatado que mirar -en el cuerpo o en el alma- no rendía los frutos procurados.

Había llegado el tiempo de trasladar la clínica desde la mirada hacia los oídos.59 Fue así como a finales del siglo XIX Freud fundó el psicoanálisis subvirtiendo la posición tradicional del médico al sostener que hay algo que no sabe sobre su ‘objeto’ y que éste -desde ese momento deja de ser tratado como tal- quizá, a su pesar, sí sepa. Esta novedad discursiva impugnó la pretensión de la medicina científica de atrapar la cosa viva en una red de saber sistémico, lo cual le valió al médico la necesidad de hacer pasar su profesión, tal como hizo Freud, al campo de las profesiones imposibles.60 Al admitir un mínimo y heteróclito punto de responsabilidad subjetiva en la constitución de la enfermedad, el médico renunciaba en el acto a su potestad sobre las supuestas leyes causales que organizaban el ser de la misma, renunciaba a la producción de un saber sobre el hombre y operaba con ello una simplificación -quizá hasta una reversión- de esa experiencia cartesiana que en un punto avanzado invitó a penetrar los objetos para desentrañar su logos. Si curar implicaba desalojar del cuerpo lo extraño, lo particular y lo inexplicable que quedaba como resto tras la inquisición científica, la cura psíquica no podía ser sino imposible en última instancia. Una vez que Freud tomó la imposibilidad de la medicina de su época como un hecho de estructura, el sujeto de la ciencia, el sujeto del cogito cartesiano que había quedado alienado a un discurso que lo objetivaba, comenzó a ser convocado a advenir como artesano de la palabra, como un humilde pero activo escritor compelido a construir un sentido alrededor de ese agujero en su conocimiento que, no obstante, reflejaba los caminos por los que ha optado sin estar del todo advertido.

La histórica vocación científica del psicoanálisis se muestra en ese punto como una disposición estratégica general. Como respuesta a la introducción de la ciencia en el campo de lo humano, el psicoanalista le pide al enfermo que hable suponiendo que hay una ley en lo que dice, de suerte que en el sostenimiento de tal suposición se juega tanto el espíritu científico del psicoanálisis como su radical desproporción con respecto a la ciencia. Es el gesto de poner en el cénit del vínculo social al objeto causa del deseo en calidad de semblante lo que lanza el saber al lugar de la verdad supuesta, haciendo emerger al sujeto de la posición de la pura demanda, del lugar en el que se ubicaba como objeto de deseo del Otro. En las postrimerías del siglo XVIII, la ciencia apareció para plantearle al amo la posibilidad real de hacer aquello para lo que existía en el campo de lo humano: gobernarlo todo,61 de modo que el sujeto convertido en el hombre se ubicó desde entonces en el lugar de lo gobernado y de lo por gobernar, concediéndose a un suelo epistemológico en el que, lógicamente, no se contaba con su propia respuesta. Fue la decisión freudiana de ubicarse en el lugar del docto para hacer otro uso -la del semblante- de esa posición y del saber que le es atribuido, lo que marcó la pauta del camino que le permitiría al sujeto que esta configuración producía como anomalía advenir al vínculo social y hacerse cargo del lugar que ocupa en ese mundo al cual sostiene de cierto modo.

A modo de conclusión

La incitante paradoja de la neurosis -el que un sufrimiento que dependía del curandero para sanar se hubiese hecho invisible e ilocalizable para la mirada objetivadora- desafió al médico decimonónico a inclinarse ante el mal de un modo diferente. A finales del siglo XIX, las condiciones estaban dadas para recibir a quien decidiera finalmente devolver la causa a su enigmático lugar y tomar lo que la ciencia no había podido curar en su carácter de imposible. Fue Freud quien acometió esa tarea crítica desde el suelo mismo de la medicina, al ver en el médico una figura que, de retomar sus vínculos con la palabra, podría tratar efectivamente aquello que no se daba a otros modos. Para Lacan es un hecho declarado que la teoría psicoanalítica

llega a tiempo y desde luego no por azar, en el momento de la entrada en juego de la ciencia [...]. Fue Freud el que inventó lo que debía responder a la subversión de la posición del médico por el ascenso de la ciencia: a saber, el psicoanálisis como praxis.62

En ese sentido, el psicoanálisis surge históricamente como un doble movimiento que, por una parte, anticipa la subversión foucaultiana de la fenomenología simple en la que solía pensarse la experiencia clínica: como un emparejamiento estricto de la mirada del médico y el cuerpo o la mente del paciente, desprovisto de las dificultades del lenguaje y de los discursos que enjaulan a los individuos en una situación común más no recíproca.63 Mientras que, por otra, altera la posición del médico trasladando la fuente del conocimiento hacia el lado del enfermo, quien ya no es enfocado como objeto de estudio, sino escuchado en tanto sujeto del discurso que lo objetiva.

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1Cf. Jacques Lacan, “Psicoanálisis y medicina”, trad. de Juan Bauzá y María José Muñoz (1966). Disponible en http://ascane.org/lecturas/PSICOAN%C3%81LISIS%20Y%20MEDICINA.pdf

2Ibid., 8.

3Ibidem.

4Michel Foucault, El nacimiento de la clínica: Una arqueología de la mirada médica (Buenos Aires: Siglo XXI, 2004).

5Ibid., 20.

6Lacan, “Psicoanálisis y medicina”, 8.

7M. A. Petit, citado en Foucault, Nacimiento de la clínica, 130.

8Cf. Foucault, Nacimiento de la clínica, 16.

9Michel Foucault, Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas (México: Siglo XXI, 2008), 335.

10Foucault, Nacimiento de la clínica, 8.

11Foucault, Nacimiento de la clínica; Lacan, “Psicoanálisis y medicina”; Carlos Márquez, Sujeto, capitalismo y psicoanálisis (Caracas: Grafismo Taller Editorial, 2012).

12Foucault, Nacimiento de la clínica, 130.

13Pilar López, “El idealismo cartesiano”, Thémata, núm. 12 (1994): 227-236.

14René Descartes, Discurso sobre el método. Investigación sobre la verdad (Caracas: El Trébol Siglo XXI, 2010), 40.

15Foucault, Nacimiento de la clínica, 8.

16Ibid., 130.

17Ibid., 275.

18Descartes, Discurso sobre el método, 29.

19Cf. Jean Grondin, Introducción a la metafísica, trad. Antoni Martínez (Barcelona: Herder, 2006), 181 y 193.

20Jacques-Alain Miller, Recorrido de Lacan (Buenos Aires: Manantial, 1990), 50.

21Foucault, Nacimiento de la clínica, 6.

22Ibid., 13.

23Ibid., 275-276.

24Ibid., 138.

25Ibid., 8.

26Santiago Castellanos, El dolor y los lenguajes del cuerpo (Buenos Aires: Grama Ediciones, 2012), 29.

27Vocablo griego transliterado como Iatréia; se hace inteligible a través del análisis etimológico como curación o tratamiento: Santiago Segura, Diccionario etimológico de medicina (Bilbao: Deusto Digital, 2004), 74.

28Vocablo griego transliterado como Psique; connota directamente alma. Ibid., 71.

29Cf. Pedro Laín Entralgo, El médico y el enfermo (Madrid: Guadarrama, 2006).

30Cf. Lacan, “Psicoanálisis y medicina”, 4.

31Márquez, Sujeto, capitalismo y psicoanálisis, 83.

32Ibid., 82.

33Jean-Claude Milner, La obra clara. Lacan, la ciencia, la filosofía (Buenos Aires: Manantial, 1996), 40.

34Foucault, Nacimiento de la clínica, 277.

35Ibid., 3.

36Ibid., 334.

37Milner, Obra clara..., 41.

38Ibid., 50.

39Foucault, Palabras y cosas, 334.

40Descartes, Discurso sobre el método, 40.

41René Descartes, Meditaciones metafísicas y otros textos (Madrid: Gredos, 1997), 25-26.

42Juan Samaja, El lado oscuro de la razón (Buenos Aires: JVE Psique, 1998), 68.

43Guy Le Gaufey, El sujeto según Lacan (Buenos Aires: Cuento de Plata, 2010), 30. Para demostrar que el sujeto cartesiano puede aparecer como sujeto tanto como objeto de su acto, Le Gaufey acude a una distinción filosófico-gramatical proporcionada por Tesnière y Descombes, según la cual, en lugar de centrarse en la distinción sujeto/objeto, el análisis del cogito debe de recaer sobre el verbo y su número variable de ‘actantes’. Los actantes son el número de personas o cosas relacionadas con el acto descrito por el verbo. En ese sentido, el verbo llover posee un solo actante (sujeto neutro); comer posee dos actantes (yo como algo); dar posee tres (yo doy algo a alguien), y así sucesivamente. El objetivo de tal puntualización es distinguir, con la disposición de los actantes en torno al verbo, la voz causativa y la voz recesiva implicadas en cada proposición. De esta manera, al estar frente a una sentencia reflexiva, en vez de identificar inmediatamente al sujeto con el objeto, podrá ser captado ese punto de no coincidencia entre ambos que mantiene siempre al agente como sujeto de la oración y al que padece los efectos del verbo como el objeto de la misma. Pese a que en la voz reflexiva el sujeto de la oración parezca devenir a la vez en agente y paciente del acto, el análisis de los actantes pone en evidencia que tal equivalencia es ilusoria, puesto que continúan existiendo dos lugares estructuralmente heterogéneos que impiden que el sujeto de la oración pueda devenir perfecto objeto, pese a que a nivel del enunciado así sea afirmado.

44Milner, Obra clara..., 42.

45Jacques Lacan, “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo”, en Escritos 2 (México: Siglo XXI, 2009), 770.

46Lacan, Escritos 2, 770.

47Ibid., 204.

48Lacan, “Psicoanálisis y medicina”, 6

49Laín Entralgo, Médico y enfermo, 122.

50Ibid., 134.

51Élisabeth Roudinesco y Elisabeth Kapnist (Eds.), Sigmund Freud. L' invention de la psychanalyse [Documental], trad. Felipe Aguero y Patricia Castillo. Recuperado de https://www.youtube.com/watch?v=uoSrvxnF7qY

52Thomas Mann, “El puesto de Freud en la historia del espíritu moderno”, en Schopenhauer, Nietzsche, Freud (Madrid: Alianza Editorial, 2010), 141.

53Esta postura puede comprenderse en relación a la profunda influencia que la filosofía naturalista del siglo XIX tuvo sobre las ciencias en general. Desde las perspectivas naturalista y positivista, las ciencias fueron entendidas como conocimientos basados en la experimentación y en la observación sistemática de un mundo material, exterior y neutro, reivindicando con ello tanto el recurso al sustrato físico, como la concreción en la descripción del mundo por encima de la especulación explicativa de carácter metafórico. En este sentido, Freud emite un pronunciamiento ineludible donde le atribuye la mayor responsabilidad filosófica de la herencia que recibió la medicina de su época precisamente a la filosofía de la naturaleza, pero a aquella que Schelling había encabezado entre sus antecesores más directos. Según el joven médico vienés, las ciencias se hicieron naturales gracias al impacto de la escuela panteísta de pensamiento que, en nombre de Schelling, había dominado el pensamiento alemán durante la primera mitad del siglo XIX. Luego la medicina, “bajo el feliz influjo de las ciencias naturales, hizo sus máximos progresos corno ciencia y corno arte, ahondando en el edificio del organismo [...] y así, a raíz de una incorrecta (pero comprensible) orientación del juicio, los médicos restringieron su interés a lo corporal y dejaron que los filósofos, a quienes despreciaban, se ocuparan de lo anímico”. Sigmund Freud, “Tratamiento psíquico (tratamiento del alma)”, en Obras Completas, vol. 1, trad. José Etcheverry (Buenos Aires: Amorrortu, 1992), 115-116.

54Márquez, Sujeto, capitalismo y psicoanálisis, 83.

55Freud, “Tratamiento psíquico...”, 116.

56Ibid., 115.

57Sigmund Freud, “Psychische Behandlung (Seelenbehandlung)”, en Gesammelte Werke, vol. V (Londres: Imago Publishing, 1991), 289 [énfasis en negrita añadido].

58Diccionario Universal Alemán Langenscheidt (Berlín: Océano, 2002), 858.

59Cuando el joven Freud finalmente enuncia su tesis de la etiología sexual del síntoma neurótico, acaba por otorgarle un estatuto diferente a la clínica desmarcando el campo de la medicina —cuya voluntad de curar se mantenía intacta— del imperio de la ciencia que procuraba sanar lo viviente a condición de hacerlo desaparecer en la maquinaria del saber total. El médico se disponía ahora a escuchar lo que el ser hablante tuviese que decir sobre sí mismo y sobre su mal-estar, de modo que su práctica no se dejaría orientar por la necesidad de analizar el cuerpo o el alma para dar con la clave del objeto que le permitiera aniquilar su anomalía, sino por la pretensión de que el sujeto se expresara más allá del saber sistemático que le era impuesto desde fuera. En esta nueva configuración, la palabra no venía a operar sobre la mente convertida en objeto tal como lo hacía un escalpelo sobre el cuerpo enfermo; al contrario, aparecía como una herramienta que convocaba al ser hablante a trabajar en su propia causa.

60Sigmund Freud, Obras completas, vol. XXIII (Buenos Aires, Amorrortu, 1991), 249. Hacemos referencia aquí a la célebre paráfrasis freudiana del aserto antiguo según el cual existen tres profesionales imposibles: gobernar, educar y curar. Para Freud, era más conveniente hablar de gobernar, educar y psicoanalizar.

61Márquez, Sujeto, capitalismo y psicoanálisis, 88.

62Lacan, “Psicoanálisis y medicina”, 7.

63Foucault, Nacimiento de la clínica, 8-9.

Recibido: 14 de Marzo de 2019; Aprobado: 22 de Mayo de 2019

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