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En-claves del pensamiento

On-line version ISSN 2594-1100Print version ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.13 n.25 México Jan./Jun. 2019

 

Artículos

La corrupción desde el mirador republicano: Un concepto filosófico

Corruption from the Republican Perspective: A Philosophical Concept

Lucero Fragoso Lugo* 

* UNAM, México. Correo electrónico: lucerofragoso@hotmail.com


Resumen

El propósito de este trabajo es formular un concepto de corrupción desde una perspectiva filosófica que permita examinar el tipo de vínculo entre el Estado y los ciudadanos detrás del manejo anómalo de la actividad gubernamental. Así, con fundamento en el pensamiento republicano, se argumenta que la corrupción es una práctica de dominación estatal basada en la interferencia arbitraria de los funcionarios públicos en el diseño y ejecución de las leyes y políticas, lo que socava la legitimidad del poder político y, en consecuencia, las razones de los individuos para adherirse a normas formales. Este enfoque considera las dimensiones valorativas y prácticas del término, y también la forma en que la corrupción coarta la libertad de las personas para definir sus intereses y concretarlos.

Palabras clave: corrupción; republicanismo; no dominación; interferencia arbitraria; instituciones; legitimidad

Abstract

The purpose of this paper is to formulate a concept of corruption from a philosophical perspective that allows us to examine the kind of link between the State and its citizens behind the anomalous handling of government. Thus, based on Republican thinking, we argue that corruption is a practice of State domination based on the arbitrary interference of public officials in the design and execution of laws and policies, which undermines the legitimacy of political power and, consequently, the reasons for individuals to adhere to formal norms. This approach considers the evaluative and practical aspects of the term, and also the way in which corruption restricts people’s freedom to define and accomplish their interests.

Keywords: corruption; republicanism; institutions; non-domination; arbitrary interference; legitimacy

Este ensayo pretende proponer un concepto de corrupción que enmarca este fenómeno de estudio como una forma de relación entre el Estado -sus instituciones y quienes detentan los cargos de gobierno- y los ciudadanos, la cual pone de manifiesto una diferencia considerable de poder entre ambos. En este sentido, la idea de corrupción que aquí se delinea se apoya en la perspectiva teórica del republicanismo que advierte en la transformación del vínculo Estado-sociedad la principal estrategia de combate a esta anomalía de la actividad gubernamental. La tradición republicana pugna por una noción de ciudadanos que, más allá de buscar la simple satisfacción de sus preferencias, se pregunten por las razones y los argumentos detrás de las leyes, de las políticas y de su ejecución, y busquen que estas les permitan cultivar la libertad sin dominación, es decir, ser tratados como iguales para definir e interpretar sus intereses. Por lo general, se habla de los intercambios corruptos como dañinos para la economía de un país o para el bienestar de los individuos, pero, detrás y antes de ello, hay una forma específica de hacer uso del poder relativa a la manera en que se concibe el papel de los ciudadanos en el espacio público y sus posibilidades para definir sus proyectos de vida, de ahí la importancia de examinar este tema desde una perspectiva filosófica.

Así, se argumenta que la corrupción es una forma de dominación estatal, basada en la interferencia arbitraria del servicio público en la elaboración de leyes y puesta en marcha de las tareas de gobierno, que desgasta la legitimidad del poder político y, con ello, las razones de los individuos para adherirse a las normas formales; esto deteriora el carácter cívico de la convivencia en el espacio común y, a la larga, distintos aspectos de la vida de las personas. Este diseño del concepto de corrupción toma en cuenta tanto las inquietudes por la dimensión valorativa del término como por el adecuado ejercicio del trabajo gubernamental.

El objetivo de este texto no es ofrecer un estado del arte del concepto de corrupción ni abarcar la mayor parte de las perspectivas desde las que se ha estudiado el fenómeno. Lo que se pretende es ir construyendo un concepto con base en una de las vertientes del republicanismo cívico que nos remite a determinada forma de organización del Estado que resulta apta para frenar la capacidad de actores privados de corromper a sus autoridades. Para ello, nos apoyaremos en algunas características de la corrupción que ya han sido identificadas en la literatura y que hacen aportaciones relevantes al enfoque desde el cual dotamos de contenido a nuestra idea de corrupción.

La exposición se divide en cuatro apartados: en el primero se pone en contexto la idea de corrupción sobre los principios teóricos del republicanismo, en particular, el relativo a la no dominación; en el segundo, se identifica en dónde ocurre la corrupción y quiénes intervienen en ella, y se subraya el carácter político e institucional del problema; en el tercer apartado se describen las prácticas estatales de dominación que se conectan con los actos corruptos: la sujeción patrimonial y la discrecionalidad parcial; y, por último, en la cuarta sección se habla del perjuicio que la corrupción causa a la legitimidad, es decir, al sustento moral del poder político.

Un marco para el concepto

Sin la distinción entre el ámbito público y el privado, entre el interés general y el individual -que implantó el pensamiento político de la modernidad-, difícilmente se hablaría de corrupción. Este término se ha definido en gran parte de la literatura sobre el tema, de forma sintética y con distintas salvedades según el autor, como el uso de los medios, funciones o recursos públicos para beneficio privado. Respetando esta noción general, lo que se considera un comportamiento corrupto puede variar de una sociedad a otra o de una época a otra.1 Es importante subrayar, una vez más, que el propósito de este ensayo es acuñar un concepto propio de corrupción desde una de las corrientes de pensamiento del llamado neo-republicanismo -la de Philip Pettit, como se explicará más adelante-, por lo que esta idea general de corrupción sólo nos sirve como referente común de nociones más específicas del término, pero no nos limitamos a ella. Volviendo a nuestro tema, detrás de esta definición tan condensada -el uso de los medios, funciones o recursos públicos para beneficio privado- está una idea amplia y compleja de sometimiento de la esfera política a la económica, o de los valores que respaldan el bien público al impulso de las ganancias individuales.2

A favor de la autonomía del espacio público respecto de ventajas particulares y del principio de dar preeminencia a los asuntos de orden común y de provecho general, Huntington afirma que para aminorar significativamente la corrupción es necesario organizar y promover la participación política de modo que los intereses de los diversos grupos sociales sean tomados en cuenta; la forma por antonomasia de estructurar los intereses en conflicto es, señala el estudioso, la vía partidista. La corrupción, agrega, “es inversamente proporcional a la organización política”;3 incluso, en los países en donde los recursos públicos se han desviado hacia la construcción de partidos, la corrupción es menor que en las naciones con un sistema partidario endeble. Tanta es su fe en los partidos como garantes de la solidez de lo político que no tiene empacho en aseverar que “los partidos, los cuales al principio son las sanguijuelas sobre la burocracia, al final se convierten en la barca que la protege de la aún más destructiva langosta de la camarilla y la familia”.4 Y es que la confianza en los partidos no reside propiamente en lo que puedan hacer para disminuir la corrupción, sino en el “reconocimiento de la obligación pública”5 -opuesta al secretismo y al camuflaje de los intereses particulares- que es la base de la filiación partidaria y de los vínculos que por su conducto se establecen.

La organización política de la vida pública, en efecto, puede convertirse en uno de los más eficaces antídotos contra la corrupción, pero no, o no sólo de la forma como la concibe Huntington. Por un lado, cuando la institucionalización de sus funciones es endeble y el manejo de sus recursos no se supervisa de forma eficaz, los partidos políticos dejan de representar a una fracción de la sociedad con fundamento en el interés público, para transformarse en un medio que garantiza la permanencia de un mismo conjunto reducido de personas en puestos de poder o, incluso, en un negocio familiar. Ello facilita que estas instituciones cedan a presiones de actores externos hacia los que dirigen recursos públicos a cambio de prebendas para su liderazgo. Por otro lado, la actividad política vista, única o principalmente, como el encauzamiento de intereses de grupo mediante los partidos acota el problema político a un asunto de bienestar, en donde a los ciudadanos se les considera “clientes o consumidores” que, en todo caso, conciben el bien público solamente en función de sus propias ventajas económicas o materiales; un credo de este talante, lejos de auspiciar la participación de los ciudadanos en la elaboración de reglas y mecanismos para la toma de decisiones, puede alejarlos de las discusiones políticas sustantivas.

Esto no quiere decir que los partidos políticos hayan dejado de ser la unidad básica de la democracia de nuestros días, o que tengan que dejar de serlo, sino que, si se quiere socavar los cimientos de la corrupción y llegar a controlarla, es necesario cambiar el enfoque de la política afincado en una sociedad consumidora -centrado en la repartición de bienes y servicios-, a uno en que el que sea viable someter a debate los fundamentos de la relación entre los ciudadanos y el Estado y los procesos para definir asuntos cruciales. En otros términos, en lugar de que el trabajo de los partidos se centre en negociar con los grupos de presión las preferencias que deberán considerarse incontrovertibles, habría que privilegiar el debate sobre la concepción y las condiciones del bien público, no en términos de preferencias agregadas y metas ya definidas, sino en función de argumentos.6

Acuñar un concepto de corrupción, por tanto, tiene que tomar en cuenta la aspiración a una forma distinta de concebir a los ciudadanos y a las metas que persiguen con relación a las figuras que ejercen el poder. De acuerdo con esto, la perspectiva teórica desde la que este trabajo se aproxima a la corrupción es la del republicanismo contemporáneo de Philip Pettit, para el cual la participación democrática es valiosa en la medida en que ayuda a impulsar la libertad como no dominación.7

Al respecto, es importante señalar que el primer rasgo de nuestra idea de corrupción es que constituye una práctica de dominación producto de una considerable diferencia de poder entre el Estado y la sociedad -una forma de acopio de privilegios por medios ilegales o ilegítimos (más adelante se discutirá esto) por parte de las élites-, que se corresponde con inercias institucionales y sociales más que con la “volición personal8 de los actores involucrados.

Si se considera al Estado como un conjunto de instituciones desde las cuales se ejerce el poder político, y que mediante cargos o puestos las personas gobiernan en distintas dosis según sus tareas,9 entonces es la función pública el ámbito donde se forja este modo de dominación. Para gran parte de la teoría política inglesa y estadounidense de fines del siglo XVII y del XVIII, es el Estado y sus leyes los que hacen posible la libertad como no dominación; sin embargo, los funcionarios podrían dejar de atenerse a los principios y normas oficiales, por lo que se vuelve imprescindible la vigilancia constante a su desempeño en aras de seguir siendo libres.10

La dominación tiene lugar cuando un agente -personal o colectivo- tiene poder de interferencia sobre otro (el agente dominado es siempre una persona o varias personas individuales que pueden tener una identidad de grupo) y, en específico, si ese poder está “arbitrariamente fundado”. Un vínculo de dominación se caracteriza por tres aspectos.

El primero es que el agente que domina tiene la capacidad real de interferir intencionalmente -el adjetivo “real” significa que la dominación podría ejercerse de inmediato y no requiere desarrollarse- para empeorar la situación del dominado al modificar la gama de opciones a la que puede acceder, controlar los resultados de dichas opciones y al alterar los beneficios que se esperan de ellas.

El segundo se refiere a que la capacidad de interferir debe ser arbitraria. Un acto arbitrario no contempla los puntos de vista o “los intereses de los afectados” -con base en el juicio de ellos mismos-, sino que reside sólo en la opinión o decisión del agente que lo ejecuta, quien puede hacer “lo que le plazca”. Para que el poder del Estado no sea arbitrario es preciso que atienda a “los intereses compartidos de los afectados” de acuerdo con su propia interpretación de esos intereses -al menos en un sentido procedimental-, y no al bienestar de quienes detentan el poder. Cuando determinados intereses o interpretaciones son parciales o “faccionales” no deberían guiar la acción estatal, según la tradición republicana. Y la única forma de reconocer si algo es parcial o faccional es por medio del debate público, en donde las personas definan sus aspiraciones y las de los grupos que representan.11

En otros términos, los intereses y las interpretaciones que orientan la actuación de los órganos del Estado no son incuestionables: pueden ser combatidos y criticados por cualquier grupo de la sociedad. En este sentido, definir si la interferencia estatal es arbitraria “es un asunto esencialmente político”,12 pues de acuerdo con Philip Pettit:

lo que se requiere para que no haya arbitrariedad en el ejercicio de un determinado poder no es el consentimiento real a ese poder, sino la permanente posibilidad de ponerlo en cuestión, de disputarlo. […] siempre tiene que estar abierta la posibilidad de que los miembros de la sociedad, procedan del rincón que sea, puedan disputar el supuesto de que los intereses y las interpretaciones que guían la acción del Estado son realmente compartidos; y si el cuestionamiento de ese supuesto es sostenible, tiene que alterarse la pauta de acción del Estado.13

Pettit prevé dos estrategias para evitar la dominación. La primera es la del “poder recíproco”, esto es, igualar lo más posible los recursos del dominador y del dominado, de manera que éste último sea capaz de defenderse de la interferencia del dominador. La segunda estrategia es la de “la prevención constitucional” y se refiere al concurso de una autoridad constitucional para impedir la interferencia arbitraria de las partes y que éstas puedan castigar dicha interferencia; así, la autoridad constitucional no sólo pone fin a la dominación entre los involucrados, sino que tampoco los domina ella misma: esto significa que su interferencia responde a los intereses de las partes por ellas interpretados. Del mismo modo, los preceptos constitucionales impiden la discrecionalidad en la interferencia de los funcionarios públicos y, si estos deben tomar decisiones con base en su propio juicio u opinión, pueden ser sancionados en caso de favorecer intereses parciales.14 La idea misma de libertad como no dominación exige que el Estado de derecho sea constitutivo de la libertad de las personas, y no una amenaza a ella.15 Del papel que Pettit le otorga a la autoridad constitucional como protectora de los intereses ciudadanos, se infiere que estos también se encuentran codificados, en diversas ocasiones, en la ley -tras la fase propiamente política de discusión y delimitación de tales intereses según el criterio de los implicados-.

En síntesis, y para los fines de nuestro concepto de corrupción, cabe precisar que el Estado interfiere arbitrariamente cuando se presentan de manera simultánea los siguientes escenarios:

  • a) Cuando un poder público resuelve sobre un asunto específico sin considerar los intereses de los afectados (según la interpretación de los propios afectados), es decir, cuando el poder toma decisiones faccionales -que favorecen las ventajas particulares de un individuo o segmento de individuos en detrimento del bien común. Este rasgo de la interferencia arbitraria tiene para Pettit un carácter deliberativo, puesto que las determinaciones de la autoridad pueden ser rebatidas por los ciudadanos para precisar sus intereses reales. En temas de corrupción, sin embargo, esta vena política se posterga o matiza ante la evidencia y la urgencia de los asuntos a los cuales afecta, pues los intereses de las personas aparecen de forma casi inminente. Para ilustrar lo anterior, consideremos este ejemplo de corrupción: en los hospitales públicos se distribuyen pruebas falsas para detectar el VIH y las empresas a las que se compran dichos productos, con las que se firmaron contratos que excedían los costos regulares de las pruebas, están vinculadas a la familia del ministro de salud. Aquí es muy claro que el interés de los ciudadanos, manifiesto al solicitar la prueba, es comenzar un tratamiento médico que salve sus vidas en caso de estar contagiados; contrario a ello, la decisión faccional que tomó el poder arbitrario fue favorecer a la familia de un alto funcionario y a los servidores públicos participantes en la transacción, entre los que se repartió el sobreprecio. Tras el descubrimiento de un caso como este, el debate público convendrá en identificar los intereses compartidos que han sido trastocados los cuales, además, coinciden con las estipulaciones legales que los protegen.

  • b) Cuando la intervención de un poder público contraría las reglas establecidas por el sistema jurídico-político, o bien, cuando aun sujetándose a dichas reglas, la intervención no está controlada por estándares de igual respeto y consideración entre ciudadanos, y entre el Estado y la ciudadanía, lo que equivale, como se ahondará más adelante, a rebasar los márgenes de la legitimidad.16 En el ejemplo de las pruebas falsas de VIH se pueden reconocer fácilmente incumplimientos a disposiciones legales de corte pretendidamente universal para cualquier entidad política: no atentar contra la integridad física de los ciudadanos y pagar el precio de mercado justo por los productos adquiridos. Si la compra de pruebas de VIH se sujeta a las normas establecidas en cuestiones de respeto a los derechos humanos, calidad y precio, pero los proveedores siguen siendo las empresas de la familia del ministro de salud ya que, por alguna razón, la norma de ese lugar no especifica que en la licitación no pueden participar parientes de los trabajadores de cierto rango de ese sector, entonces la acción (la compra) es arbitraria en el sentido de que está favoreciendo alevosamente a un grupo cercano al poder y no se está tratando con igual consideración a otros ciudadanos cuyas empresas pudieron haber suministrado las pruebas.

El tercer aspecto que caracteriza a un vínculo de dominación se refiere a que ésta tiene lugar sólo en “determinadas elecciones” que alguien pueda realizar, o en cierta área o período de la vida de una persona; tiene también distintos niveles de amplitud e intensidad, y en algunas esferas causa más daño que en otras.

Por lo general, las condiciones de la dominación son notorias no sólo para los involucrados en un proceso de este tipo, sino para la sociedad, ya que los recursos para ejercer poder sobre otros son visibles e identificables; sin embargo, cuando las personas dominadas “no pueden expresarse por sí mismas” y el agente que domina tiene la capacidad de “manipular subrepticiamente” las opciones o los beneficios, se vuelve muy difícil reconocer el control del poderoso y la vulnerabilidad del sometido.17

Por último, en lo que concierne a la dominación, hay que agregar que esta no requiere de manera forzosa que la interferencia arbitraria se lleve a cabo sino, simplemente, que alguien tenga la capacidad de interferir arbitrariamente. La dominación sin interferencia ocurre, por ejemplo, cuando el amo o el poder dictatorial son “benefactores”; en estos casos, por más benevolente que sea la autoridad dominadora, los dominados siguen a merced del poderoso, con la conciencia de que dependen de su juicio, de su estado de ánimo o de su buena voluntad.18

La interferencia sin dominación, por su parte, equivale a la injerencia del Estado en la vida de las personas para atender a sus requerimientos e interpretaciones, encontrándose limitado en su actuar por mecanismos preventivos y de sanción, de tal forma que no siga intereses parciales o facciosos. La interferencia sin dominación es el ideal de comportamiento de los funcionarios públicos ya que, si bien interfieren apoyados en “leyes coercitivas”, lo hacen al servicio de las demandas de los ciudadanos y tomando en cuenta su parecer, además, puesto que opera un orden jurídico que los restringe, no hay visos de arbitrariedad en su intervención.19

La concepción de libertad que abraza la interferencia sin dominación -por contradictorios que parezcan los términos libertad e interferencia juntos- es la “libertad como no dominación”, la cual se opone al ideal de “libertad como no interferencia”; ambas formas de pensar la libertad surgen del debate entre dos concepciones distintas del derecho. La “libertad como no interferencia” considera que la coerción estatal o jurídica es perjudicial -tanto como cualquier otro tipo de coerción- así esté acotada y controlada; sus defensores sostienen que toda clase de coerción compromete la libertad, por lo que el Estado sólo puede justificar una dosis mínima de restricciones si esta reduce la coerción que se pueda ejercer en el plano social o general. La “libertad como no dominación”, en cambio, afirma que, si la coerción estatal se ciñe a “la estructura jurídica adecuada”, y si puede ser objetada, entonces la coerción no es arbitraria, es decir, no se guía por intereses o interpretaciones “hostiles y no compartidas”; sus defensores no van en contra de la interferencia como tal, sino sólo en contra de la interferencia arbitraria, la que no está controlada ni restringida por un sistema jurídico funcional.20

En regímenes de dominio, la diferencia de poder como punto de partida entre el dominador y el dominado suele ser enorme -como en el caso de márgenes muy amplios de discrecionalidad sin control, que hacen viables actos de corrupción sin que los afectados puedan defenderse por sí mismos de la interferencia arbitraria de otros. Debido a ello, en la percepción del dominado -y muy probablemente en los hechos-, las autoridades encargadas de impedir la dominación están de parte del status quo que favorece a quien tiene más poder. Para que un régimen como este empiece a adquirir rasgos de no dominación, la parte más débil debe poder expresar su desconfianza y cuestionar la parcialidad de la interferencia, o bien, “eludir el ordenamiento” de la autoridad y hacerle frente “en un escenario de balance de poderes”. En un contexto de corrupción rampante, las figuras dominantes piensan que ellos nunca llegarán a encontrarse en una situación de vulnerabilidad frente a otros y que su posición ventajosa está asegurada pues, en el fondo, tienen la creencia genuina de que son distintos o superiores al resto (particularmente en casos de corrupción de altos vuelos). La no dominación, por su parte, es también un modo de ejercer poder que se extiende a todos los ciudadanos, pero, paradójicamente, reduce el diferencial de poder entre estos y el Estado. La no dominación permite que las personas dirijan sus metas y su destino, sean inmunes a interferencias arbitrarias -o al menos, logren defenderse de ellas- y estén en condiciones de prevenir escenarios no deseados.21

Antes de terminar este apartado, daremos un ejemplo hipotético de cómo se despliega la capacidad de interferencia arbitraria -la dominación- sobre un sujeto particular, en determinados ámbitos, en donde la corrupción aparece como una forma de dominación que repercute de forma negativa en la vida de alguien y, en específico, en su imposibilidad para trazar por sí mismo la ruta de su propia existencia.

James Mwangi vive en Kenia. Este hombre joven emigró del campo a Nairobi para trabajar en la industria de la construcción en busca de un mejor nivel de vida. Mwangi se enfrenta cotidianamente a actos de corrupción como el hostigamiento de la policía con sobornos menores, el pago de un tercio de su salario al capataz de la obra a fin de garantizar el trabajo del día y cuotas a la pandilla de la “ciudad perdida” por concepto de “protección”. Aunado a ello, Mwangi ahorra lo que le sobra, tras cubrir sus gastos de subsistencia, para juntar una cantidad significativa y que el capataz lo incluya en el staff permanente de empleados; con ello, tendría derecho a botas y casco de trabajo (aunque no a un equipo completo de seguridad). Los servicios de salud del Gobierno son muy básicos y Mwangi no aparta ningún porcentaje de su salario para emergencias, de forma que si se enfermara tendría que perder un día de trabajo esperando ser atendido. Y si tuviera que ser hospitalizado, a menos que ofreciera un soborno, tendría que dormir en una cama sin colchón o en el piso, y sin recibir comida -si bien algunas “organizaciones de caridad” vigilarían que le dieran al menos algo de pan-.22

En una situación como esta, los funcionarios del Estado intervienen arbitrariamente para empeorar las condiciones de vida de Mwangi, sin considerar sus intereses, de varias formas. Mwagi trabaja en condiciones precarias y sin equipo porque los servidores públicos encargados de inspeccionar a la empresa constructora reciben un pago para obviar en sus reportes la falta de aplicación de las leyes de seguridad laboral, sin importarles los riesgos que corren los trabajadores; asimismo, las autoridades del hospital público no tienen ningún empacho en que los empleados cobren por comida y camas, ya que es muy probable que parte de esos recursos lleguen a las manos de los directivos. Aunque este tipo de interferencia arbitraria alude a la corrupción todavía de bajo rango, en la que el dominador -si bien respaldado o solapado por funcionarios de mayor jerarquía- no ostenta una gran dosis de poder, tiene al menos tanto como para afectar la capacidad de control de las personas sobre sus experiencias vitales a cambio de ganancias que van de pequeñas a medianas. No obstante, la diferencia de poder entre dominadores y dominados resulta abismal cuando interfieren funcionarios de alta jerarquía; en este caso, los fondos de ayuda que el Estado recibe para mejorar el sistema educativo, la vivienda, los servicios médicos, vigilar que se apliquen las normas que regulan el trabajo y poner en marcha esquemas de crédito han sido desviados, presumiblemente, para beneficio privado de los funcionarios públicos -algunos de ellos accionistas de las firmas constructoras- y los actores privados que participan en proyectos conjuntos con el Gobierno. Además, la inversión nacional y extranjera que podría haber creado empleos y promovido la capacitación laboral para Mwagi y sus compañeros se ha frustrado debido al manejo deficiente de la economía y la inseguridad en el país.23

La interferencia arbitraria -de hecho- de funcionarios públicos de distintos niveles -o de particulares, con la anuencia o la indiferencia de las autoridades estatales- en el ámbito laboral de Mwagi -pero que resulta un aspecto tan importante que, en conjunto, restringe sus opciones también en otros ámbitos de su desarrollo o, de plano, las nulifica- mediante actos repetidos de corrupción producen en él un “sentimiento de impotencia” y desesperación ante las escasas posibilidades de mejorar sus condiciones de vida y sin acceso a los medios para ser escuchado ni siquiera en la esfera local.24 De este modo, la corrupción, y la dominación que la acompaña, acotan a tal punto la libertad de las personas -ante la pasividad de las instancias jurídicas que deben garantizarla- que las vuelven incapaces de opinar, de hacer valer sus aspiraciones y sus interpretaciones en el espacio público y, menos aún, de tomar las riendas de su destino.

El lugar y los agentes de la corrupción

La corrupción es una práctica que ocurre en las instituciones, a las que también nos referimos en este texto como organizaciones. Sólo las instituciones protegen el interés público o general mediante una serie de limitaciones y la regulación del comportamiento; los particulares, como individuos, no establecen por sí mismos, de manera más o menos sistemática o formal, modos de comportamiento hacia los otros, y los conflictos entre ellos se restringen casi siempre a la afectación de sus propios intereses.

La definición de instituciones que se seguirá en este trabajo se funda en dos conceptos que, nos parece, se complementan. El primero es el de Ann Cudd, quien apunta: “Una institución social establece restricciones que especifican el comportamiento en situaciones recurrentes, restricciones que son tácitamente conocidas por algún subconjunto no trivial de la sociedad y que son además auto-vigiladas o vigiladas por alguna autoridad externa”.25 Por su parte, Douglass North señala que el papel de las instituciones en la sociedad es “reducir la incertidumbre” mediante una “estructura estable” que, pese a ello, puede transformarse constantemente. Como las instituciones siempre están en evolución, alteran las opciones que los ciudadanos pueden elegir -interfieren-; si bien las normas formales pueden transformarse de súbito como consecuencia de decisiones políticas o judiciales, las limitaciones informales ancladas en costumbres, tradiciones y pautas de conducta “son mucho más resistentes o impenetrables a las políticas deliberadas”.26 Una característica importante de las instituciones para North es que protegen la expresión de las ideas y convicciones de los individuos -pero también sus dogmas, ideologías, creencias- por lo que, cuando las instituciones funcionan con cierto grado de fortaleza, el costo que la gente paga por defender sus convicciones es menor y, además, es mucho más probable que dichas convicciones incidan en las transformaciones institucionales y puedan derribar los obstáculos impuestos por inercias conductuales arraigadas por largo tiempo, como los que favorecen la corrupción.27

Tomando en consideración estas posturas, diremos que las instituciones son: 1) una forma de organización estable, que determina las restricciones al comportamiento en situaciones recurrentes y cuenta con mecanismos de vigilancia en su interior y por parte de autoridades externas; 28 y, 2) permiten la protección de expresiones, ideas o convicciones de los ciudadanos y la apertura a su propia transformación mediante la incidencia en su estructura interna de tales expresiones. Mientras la primera parte de la noción expresa la faceta prohibitiva -tanto de conductas no sujetas a las reglas de la estructura institucional como los posibles brotes de cuestionamiento a las decisiones y a la forma de organización-, el segundo rasgo deja ver la faceta desde la que es factible el cambio de costumbres o pautas de conducta disfuncionales para el interés público.

Las instituciones pueden ser de carácter público o privado y, en cualquiera de los dos casos, se persiguen objetivos propios de la organización -distinguibles de metas particulares de las personas que la dirigen o que trabajan en ella- vinculados con el interés de la sociedad en general; esta es una condición esencial e imprescindible en las instituciones públicas. En las privadas, así sean instancias comerciales o con fines de lucro, el interés general es parte de sus principios en la medida en que, primero, los productos o servicios que ofrecen se sujetan a normas, dictadas por poderes públicos, para no dañar la integridad de los consumidores; segundo, operan en un contexto -un territorio regulado políticamente- en el que, en última instancia, se someten al sistema legal que les aplique; tercero, en algunos casos, las empresas privadas hacen uso de bienes de utilidad pública a manera de concesión o con el permiso de las autoridades políticas, o bien, se constituyen con algún sector del gobierno como asociaciones público-privadas. En este sentido, las instituciones están obligadas a atender la parte del interés general que les corresponde.

En ambos tipos de instituciones, públicas y privadas, puede haber corrupción,29 en tanto se transgrede la legitimidad y el ordenamiento jurídico desde las funciones del cargo -como se verá enseguida- para obtener beneficios privados. En los tres escenarios contemplados en el párrafo anterior, que señalan cómo es que una institución privada es también responsable de proteger el bien público, hay corrupción siempre y cuando un funcionario perteneciente a una institución pública esté vinculado con otro adscrito a la institución privada para permitir que algún producto o servicio no cumpla con los estándares determinados por el Estado o violen alguna otra disposición legal. Es importante subrayar que la mera transgresión de las normas por instituciones privadas se refiere a delitos del orden común y se procesa en las instancias legales correspondientes, en general, tomando en cuenta sólo la marcha interna de la organización; sin embargo, es la connivencia con el sector público para cometer actos ilegales o ilegítimos que, por poner un ejemplo, disminuyan los costos de operación o redunden en ganancias privadas para funcionarios de una u ambas esferas, el factor determinante para que una acción se denomine corrupta. Es así que, para que haya corrupción privada, se requiere necesariamente que un funcionario público participe también.

En el tercer caso, cuando la asociación de los privados con entidades públicas trasciende el objeto de la relación, determinado formalmente, y el vínculo institucional entre funcionarios de ambas áreas se vuelve personal y se usa el bien o recurso público para satisfacer intereses particulares de organizaciones privadas, hay corrupción privada. Y también con frecuencia, la corrupción en el terreno público está vinculada en buena parte de los casos a negociaciones o acuerdos con el sector privado en los que funcionarios de los dos ámbitos consiguen ventajas a nivel personal a costa de los propósitos institucionales.

Dentro de las instituciones, se identifican dos figuras que, bajo ciertas condiciones, se convierten en partícipes de la corrupción. La primera es el “principal” quien, en el caso de una institución pública, es el Estado o los ciudadanos si se trata de una democracia; en las organizaciones privadas, el principal es la propia organización o uno de sus actores. A la segunda figura se le denomina “agente” -el funcionario que trabajan para el Estado y los ciudadanos o, en la iniciativa privada, el empleado que labora para la empresa o los dueños- y se caracteriza por recibir una responsabilidad por parte del principal; el agente está investido de la “autoridad legal” u oficial para perseguir los fines del principal y, para ello, emplea las facultades que le otorga el cargo, incluida la de actuar de modo discrecional. Si el agente recibe una recompensa -monetaria o de otro tipo- de un tercero, al que en la literatura se le llama “cliente” -el “mordelón”- a cambio de recursos u oportunidades provenientes de la organización, tiene lugar, entonces, un intercambio corrupto.30 Es así que, en esta acción de tres, principal-agente-cliente, el ejecutor es el agente, el que está obligado a tomar decisiones en nombre y para beneficio del principal. Si vemos la corrupción como una lógica de intercambio, y tomamos en consideración a los participantes en este proceso, se puede decir que es el cliente el que demanda un bien escaso que el agente está en aptitud de proporcionar a cambio de una ganancia adicional a la que normalmente percibe por otorgar dicho bien, pasando por encima de las normas legal o legítimamente aceptadas.31

Ernesto Garzón Valdés coincide en que en los actos de corrupción participa siempre un decisor (el agente), esto es, una persona con facultades para tomar determinaciones en el ámbito de su competencia. Si el decisor ostenta un cargo oficial (gubernamental), está sujeto al cumplimiento de “deberes institucionales”, pero si el decisor se adscribe a un “sistema normativo relevante” -que es, según este autor, un conjunto de reglas que coordinan una práctica social y que no necesariamente están normadas por la legislación, es decir, incluye las convenciones pero también podría incluir lo legal- fuera del gobierno o de alguna entidad jurídica del Estado -un club deportivo, una empresa, una iglesia, un grupo de promotores de la cultura, por ejemplo-, se adhiere a “deberes posicionales”, los que entran en sustitución de los institucionales. Garzón es cuidadoso en distinguir los “deberes naturales” -de los que se ocupa la “moral natural”- que tienen todas las personas sin importar su posición en la sociedad, de los institucionales o posicionales que son propios de un papel que se asume de manera voluntaria en el ámbito gubernamental o social, respectivamente; el tipo de moral al que pertenecen los deberes institucionales (en el gobierno) o los deberes posicionales (en organizaciones sociales) se denomina “moral adquirida”. A los deberes relacionados con la moral adquirida, Garzón propone llamarlos “obligaciones”, y distinguirlos con ello de los deberes naturales que -permanecen en el rubro de la “moral natural”- y para los que se conserva el nombre simple y llano de “deberes”.32

De acuerdo con este hilo argumental, corrupción significa que un individuo en el papel de decisor -en la esfera estatal o social- quebranta una obligación, la cual además constituye un delito o una infracción, y obtiene a cambio “beneficios extraposicionales”.33 Sin embargo, nosotros sostenemos que, para que un acto pueda denominarse corrupto, tiene que tomar parte en él, necesariamente, un decisor con un cargo gubernamental y que deba asumir “deberes institucionales”, no sólo “posicionales”. La intervención de un funcionario público es obligatoria en una maniobra corrupta porque, de otra manera, como se ha señalado antes, se estaría cometiendo tan sólo un delito de orden privado que no afecta a los intereses gubernamentales y tampoco incide en la relación o en el diferencial de poder entre los ciudadanos y el Estado. El desvío de recursos de una empresa para beneficio personal de algunos de sus empleados o directivos no repercute en el desempeño del gobierno ni en el vínculo entre este y las personas a menos, por supuesto, que esta acción haya sido perpetrada con ayuda de un servidor público; de esta forma, aunque dicho desvío de recursos haya ocasionado una disminución en la calidad de los productos de esa empresa y un malestar a los consumidores -los ciudadanos-, esta acción no ocasiona un daño al manejo de la administración de los intereses públicos, sino que se convierte en un delito que tiene consecuencias negativas para los usuarios de los bienes que fabrica la empresa. En cambio, si un funcionario del gobierno certifica que los productos cumplen con las normas de calidad a cambio de cierta suma de dinero proveniente del desvío, a sabiendas de que no es verdad, entonces sí se estaría configurando un acto de corrupción. Un intercambio corrupto se distingue entonces de otras conductas éticamente reprobables por lesionar, en específico, el ejercicio de la administración de la cosa pública -que incluye los tres poderes de Gobierno- al apartar de su cometido las tareas de los recursos humanos involucrados o el destino de los recursos monetarios y materiales; tal perjuicio a la gestión del interés público trae consigo diversas repercusiones negativas a corto, mediano y largo plazo en la vida de las personas y en la convivencia social.

En resumen, el daño que produce la corrupción se dirige a “la actividad misma de gobernar” y punta al menoscabo del ‘funcionamiento del sistema de gobierno’.34 En este sentido, vale la pena insistir, si determinada empresa no cumple con los estándares de calidad de un producto por ahorrar recursos y lastima a los consumidores, no hay corrupción hasta que un servidor público avala este acto, pues la intervención del funcionario incide directamente en el ejercicio anómalo del gobierno y sólo indirectamente en distintos aspectos de la integridad de las personas.

Una última idea que es importante subrayar de la propuesta de Garzón es que dentro de los sistemas normativos relevantes de corte político, “la democracia representativa institucionalizada en el Estado social de derecho”35 es el que se considera legítimo en nuestras sociedades y, aunque se circunscribe a lo político e institucional, contiene reglas que se adhieren a una “moral crítica o ética”;36 por esta razón, en un arreglo democrático, la deslealtad de los decisores podría calificarse, incluso, de inmoral.37 Y entre las reglas de los Estados modernos, democráticos y de derecho, está la proscripción al agente de recibir pagos ilícitos o indebidos de otros actores en el desarrollo de sus funciones, porque ello socava el interés del principal, que es el interés del correcto ejercicio del gobierno y las ventajas que trae consigo.

Finalmente, cabe precisar que el combate a la corrupción no busca eliminar este fenómeno por completo, al menos por dos razones. Primero, porque castigar de forma rígida cualquier acción que implique transgredir una norma limitaría la capacidad de innovación de quien detenta un puesto en el servicio público, su capacidad de discernimiento ante escenarios complejos así como sus respuestas prácticas ante situaciones imprevistas o modificaciones del contexto.38 La segunda razón por la que, en opinión de Robert Klitgaard, “el nivel óptimo de corrupción no es igual a cero”, 39 es que los costos de disminuir la corrupción de los agentes podrían superar en un grado considerable los beneficios sociales a obtener; ya que la cruzada contra el cohecho es uno de los muchos propósitos de las instituciones, se correría el riesgo de descuidar algunas de sus metas sustantivas si canalizan una gran cantidad de energía y recursos al despliegue de estrategias anticorrupción, lo que acarrearía grandes costos directos -presupuesto, horas-hombre, papeleo, trámites engorrosos- e indirectos -estorbar o impedir el servicio que deben brindar a los ciudadanos-. Por estos motivos, en vez de asegurar que se pretende erradicar la corrupción, se habla sólo de controlarla.

La corrupción y sus prácticas de dominación

La corrupción tiene lugar en las instituciones, públicas o privadas, y en ellas necesariamente participa uno o más funcionarios (los agentes) del Estado (el principal) los que configuran redes de cohecho con actores particulares, empresas o ciudadanos individuales (los clientes). La corrupción, desde esta perspectiva, constituye una anomalía de la organización del trabajo gubernamental, en la que los intereses personales se ponen, de forma ilícita o ilegítima, por encima de los intereses o ideales que persigue el Estado con ayuda de sus instituciones.

En este apartado se argumenta que la corrupción es una forma de dominación estatal que se ejerce en las instituciones con fundamento en dos tipos de prácticas: la sujeción patrimonial y la discrecionalidad parcial. Ambas contravienen lo que Young denomina la “universalización y estandarización de la actividad social o cooperativa” 40 que se sustenta en las tareas colectivas sobre las que la burocracia ejerce control técnico con la mira en los objetivos y principios de las instituciones y no para atender metas personales. Los principales propósitos de formalizar la cooperación y las actividades colectivas son, justamente, evitar el dominio patrimonialista de las organizaciones e impedir que las decisiones de sus empleados se tomen con base en la satisfacción de deseos personales.

La sujeción patrimonial consiste en que quienes detentan los cargos actúan como si fueran los dueños de los bienes, recursos o puestos de las instituciones, es decir, usan “el aparato del Estado como su propiedad o su patrimonio” ,41 ya sea utilizando el trabajo de sus subordinados y los recursos institucionales para requerimientos particulares, o distribuyendo las plazas de determinada organización entre amigos y familiares -en un intrincado y meticuloso sistema de reglas-, prevalece en realidad “la gran familia política ligada por vínculos de parentesco, amistad, compadrazgo, paisanaje [...] la vida privada incrustada en la vida pública”, diría Octavio Paz.42 Para contrarrestar la sujeción patrimonial, se crea la profesionalización laboral que, además de fomentar un alto nivel de conocimiento en tareas específicas, pretende que los funcionarios asimilen principios del servicio público y un sentido elevado de lealtad a la organización.

Desde los estudios teóricos weberianos, el patrimonialismo tiene distintas variantes que dependen de la forma en que se combinan el orden de la tradición -investido de santidad- y la capacidad de poder arbitrario -ligada a los poderes señoriales.43 Es así que la dominación patrimonial se vincula a formas tradicionales de ejercicio del poder -no se cuenta con cuadros administrativos profesionales- y del manejo de la economía -no hay “disposiciones legales racionales” ni confiables ya que éstas pueden cambiar de un momento a otro, por lo que no es posible poner en marcha operaciones económicas de mediano alcance; asimismo, los monopolios públicos frustran el florecimiento de capitales.44 Por tanto, los rasgos más sobresalientes del patrimonialismo son “una amplia esfera de arbitrariedad y la correspondiente falta de estabilidad”, 45 lo que impide hacer cálculos objetivos que son la base de las transformaciones sociales: recordemos que una de las características más importantes de las instituciones es que pretenden reducir la incertidumbre mediante una estructura estable.

En otro sentido, el patrimonialismo se refiere a un “derecho o estado heredado de uno de los padres o antecesores”46 que, trasladado a la política, se expresa en el dominio de una casa real, que gobierna por medio de una “inusual combinación de poder personal y burocrático”,47 si bien esta burocracia lejos de constituirse por un conjunto de funcionarios calificados, consiste en una serie de intermediarios (cobradores de impuestos, mercenarios) que no pertenecen a la aristocracia o la clase terrateniente,48 sino que provienen de un estrato social y económico muy bajo, por lo que están siempre a merced del príncipe o señor. En términos más precisos:

En la relación política patrimonial el cargo está basado en relaciones de subordinación y no [en] deberes objetivos. El funcionario patrimonial es completamente dependiente del Señor, no tiene autoridad personal (a diferencia de la burocracia, donde el saber especializado otorga poder). La estructura del poder político del Señor se fundamenta en un aparato administrativo en el cual el ejercicio del poder está en función de la aptitud individual del Príncipe para imponer su voluntad.49

Aunque con la profesionalización de la burocracia se pretendía que las funciones del cargo respondieran a tareas concretas y no a la voluntad de las personas, de modo que cualquier funcionario poseyera cierta capacidad de decisión y autonomía sobre su trabajo, esta idea se ha desvirtuado en la práctica hasta rozar o, de plano, volver a nutrirse del perfil patrimonialista que quiso combatir.

En la estructura jerárquica de puestos, los funcionarios de menor nivel, por lo general, están sujetos a las decisiones de otras personas e impedidos casi siempre para definir las reglas, el curso o el contenido de su trabajo.50 Llevado al análisis de la corrupción, la forma de dominio en el interior de la burocracia reside en que la lealtad de los funcionarios de escalafones bajos no se mide con base en la utilidad de su trabajo para los fines de la organización -es decir, con base en su desempeño profesional-, sino de acuerdo a su eficiencia para cumplir con los dictados de los puestos dirigentes sin importar que se trate de mandatos a favor del beneficio particular de sus superiores; esto es así porque, en muchos casos, los servidores públicos obtuvieron su empleo por decisión voluntarista del jefe. En consecuencia, se trastoca el sentido de la ética y de la lealtad, puesto que estos valores pierden su dimensión institucional para interpretarse como actitudes que deben estar al servicio de personajes específicos, al servicio de los altos rangos. Los trabajadores que se percatan de esta clase de condicionamiento corren el riesgo de perder su empleo si se atreven a cuestionar esta faceta disfuncional de la ética profesional y la lealtad, lo cual incide en las circunstancias del desempeño profesional de los individuos: sus acciones y el contexto de las mismas están constreñidas por un entorno de señorío patrimonial y particularista; de este modo, la escala jerárquica reaviva la antigua dominación personal. Esta incoherencia de la técnica burocrática es propia de la relación de mandos intermedios y mandos superiores con funcionarios de menor jerarquía de puesto.

La dinámica patrimonialista repercute en el modo en que se ejerce y se distribuye el poder en la sociedad. La relación entre los ciudadanos y las autoridades replica el vínculo de súbdito-señor entre el burócrata subordinado y sus jefes; la persona que demanda un servicio público o la resolución de algún asunto en el ámbito del gobierno o de la autoridad judicial a menudo se ve obligada a satisfacer peticiones personales de los funcionarios para que éstos cumplan con las obligaciones de su cargo y, de negarse a hacerlo, se podría cancelar la opción de obtener lo que legal o legítimamente le corresponde. Esta forma de comportamiento instaura una dinámica de sospecha y desconfianza de los ciudadanos hacia las autoridades con las que tiene contacto, dinámica que suele extenderse también a las relaciones con sus conciudadanos, por lo que la construcción de asociaciones entre pares -con fines de vigilancia de la política o con cualquier otro objetivo- se vuelve escasa y problemática.

La otra práctica de dominación estatal, la discrecionalidad parcial se relaciona estrechamente con la sujeción patrimonial y consiste en el diseño y la ejecución, por parte de los funcionarios públicos, de las leyes y las políticas según criterios y valores individuales, caprichos personales o fallos arbitrarios, de modo que se socava la actuación gubernamental y la legitimidad de las reglas, ya que esta no reside en el interés público sino en las personas. La cara opuesta de la discrecionalidad parcial es la neutralidad.

Por lo que toca a la elaboración de normas, se requiere del juicio de los legisladores sobre lo necesario para que la sociedad funcione mejor en ciertos ámbitos o para transformar la situación concreta de determinados grupos sociales. Sin embargo, en los parlamentos, que deberían ser escenarios deliberativos por excelencia, es frecuente que se sustituya el debate con la negociación, y el afán de ejercer adecuadamente las tareas del gobierno -la que debería estar en la base de la formulación de las leyes- por el compromiso sectorial con los grupos sociales que tienen mayor poder de influencia, es decir, mayor peso económico y capacidad de retribuir a los decisores. Como resultado, la discusión se diluye en aras del mero cálculo de utilidades51 o para corresponder a sobornos.

Conviene resaltar aquí la dificultad para trazar líneas claras de demarcación entre el cabildeo de los grupos de presión en el parlamento y los intercambios de dinero, favores u otro tipo de recursos entre ciudadanos y legisladores a fin de que se apruebe o no determinado ordenamiento legal; la frontera se vuelve porosa porque, mientras algunas organizaciones sociales intentan incidir en la promulgación de leyes para la defensa de derechos, y para ello no utilizan más recursos que argumentos y herramientas discursivas, otros sectores pretenden influir para salvaguardar ganancias particulares y emplean su capacidad económica para lograr que las normas les favorezcan.

En lo que concierne a la aplicación de las leyes en las instituciones, pese al carácter impersonal de las normas, se requiere a menudo del juicio de los funcionarios en casos específicos; en otras palabras, las “reglas formales y universales” -en el caso de que verdaderamente hayan sido elaboradas con estos rasgos-, y los manuales administrativos que se derivan de ellas no impiden que los valores y percepciones individuales influyan en la toma de decisiones.52 Cuando las reglas funcionan, en efecto, como contrapeso a las percepciones individuales y los funcionarios procuran dejar al margen su sistema de creencias y afectos personales, el mecanismo burocrático permanece fiel a su objetivo. Sin embargo, si los códigos administrativos no consideran rutas para identificar y sancionar conductas abiertamente discrecionales -arbitrarias-, los decisores pueden incluso usar las normas, supuestamente neutras, para justificar el uso personal de recursos públicos. Esta disfunción de la neutralidad es propia de cargos con poder real de decisión en muy altos niveles de la estructura estatal y suele estar vinculada de manera muy estrecha a negociaciones o acuerdos no del todo transparentes con actores privados en el manejo de bienes públicos.

El control de la sujeción patrimonial y de la discrecionalidad parcial -distorsiones de la práctica burocrática que dan lugar a la corrupción- requiere, como ya se había indicado con antelación, de un giro en el vínculo entre los ciudadanos y los actores estatales: pasar de un enfoque centrado en el bienestar y en crudos intereses de grupo -que limita la operación burocrática a asuntos distributivos y donde cada sector pugna por ser favorecido en la repartición-, a otro que otorgue mayor importancia a la apertura al debate en la toma de decisiones y a la vigilancia ciudadana.

La corrupción y las buenas razones para acatar la ley: La legitimidad

La corrupción remite a una dimensión normativa que estima la idea de moralidad pública, la idea de que hay algo más sustantivo en el manejo de la política que un conjunto de técnicas administrativas; sin embargo, como se describió al hablar de la discrecionalidad parcial, si las normas que rigen la gestión y las tareas de gobierno se encuentran sujetas a diseños y planes a la medida de las personas, se transmiten una serie de valores que, a su vez, promueven las mismas conductas. La elaboración y aplicación de las leyes según criterios particularistas -de los que se derivan las creencias y pautas de comportamiento que dan sustento a la corrupción- atentan contra la legitimidad del orden legal y también contra la legitimidad de la actuación gubernamental.

La noción de legitimidad que es útil para explicar cómo es que la corrupción socava los principios y la organización del ejercicio del gobierno y, por lo tanto, de la vida pública, es una cuyo eje rector reside en la moralidad del poder político, con ello se atiende no sólo la inquietud por las consecuencias prácticas de la corrupción sino también por su aspecto valorativo.

Desde esta perspectiva, “una entidad tiene legitimidad política si y sólo si está moralmente justificada para ejercer el poder político, donde ejercer el poder político quiere decir procurar hacerse del monopolio, dentro de una jurisdicción, para elaborar, aplicar y hacer cumplir las leyes”.53 Es muy importante subrayar que el poder político debe poseer el monopolio en estas tareas -elaboración, aplicación y cumplimiento de las leyes- sobre todos los ciudadanos porque, primero, el carácter monopólico le permite alzarse por encima de otros grupos o personas que quisieran promulgar sus propias reglas y hacerlas valer; y, segundo, porque precisamente al impedir que otros impongan sus propias normas, el poder político se distingue de la mera coerción. La hegemonía del Estado (si se presume que hablamos del poder político del Estado ya que, según la noción de legitimidad que referimos, este poder puede aludir a otro tipo de entidades como, por ejemplo, una fuerza de ocupación militar) en el ámbito legal -diseño, práctica y castigo- no significa que no deba estar limitado y controlado en sus facultades y en cómo se vincula con los ciudadanos, sino quiere decir que no tiene rival en el territorio de su jurisdicción.

En este tipo de aproximación, para que un gobierno sea legítimo no se requiere que haya alcanzado un ideal democrático y tampoco que la justicia se haya expandido total y perfectamente en todo su territorio. El poder se ejerce porque se necesita recomponer lo que funciona mal en una sociedad para, desde ahí, apuntar a “construir comunidades políticas genuinas y desarrollar instituciones democráticas”.54 Por eso, lo que pretende este acercamiento a la legitimidad es primero, saber cuándo el poder político está justificado moralmente para emplear “la coerción monopólica”55 -la justificación para mandar- y, con ella, lograr que haya orden en la convivencia social, y segundo, “bajo qué condiciones” los ciudadanos tienen “razones suficientes” 56 para obedecer las razones para cumplir.

Tener legitimidad no significa tener derecho a ser obedecido, sino, más bien, que el hecho de emitir una ley constituye en sí mismo “una razón irresistible para cumplir con esa regla” 57 -algo que se denomina capacidad de autoridad [authoritativeness]-, se trata de una justificación para mandar vinculada sólo a “la suficiencia normativa de la justificación para el acto de imponer reglas”.58 Por otra parte, tener “razones suficientes” para cumplir depende “de la calidad” de dichas razones.59

Siguiendo a Allen Buchanan -quien identifica la justicia como el objeto principal del poder político y busca reconciliar su ejercicio con la igualdad-, la calidad de las razones para cumplir con las reglas, o bien, la justificación moral del poder -su legitimidad- se fundan en la convicción de que el objetivo moral del poder político es garantizar o, al menos, hacer todo lo posible para que las personas sean tratadas con igual respeto y consideración -Buchanan diría que esto equivale a ser justos-; así, cualquier individuo puede ser coercionado para tratar a los demás con igual respeto y consideración, porque se trata de una obligación de justicia.60 Ronald Dworkin señala también que la legitimidad del gobierno, en la forma como usa el poder -no en la manera en que lo obtuvo-, radica en que se pueda “interpretar razonablemente que sus leyes y políticas reconocen que el destino de todos los ciudadanos tiene la misma importancia [...y, una vez reconocida esta premisa...] que cada uno es responsable de crear su propia vida”.61

La legitimidad, que es la justificación moral del poder fundada en la calidad de las razones para cumplir con las leyes, encuentra la razón suficiente para suscribir la legalidad en la obligación de igual consideración y respeto que los ciudadanos tienen con sus pares -intuición de raigambre democrática- y que va más allá del autointerés o del miedo al castigo. Así, en un Estado democrático de derecho, el que cada ciudadano reconozca que todos los demás son iguales a él, le provee de una razón suficiente y sustantiva para cumplir con las leyes.62

¿Cómo se relaciona esto con el concepto de corrupción que intentamos acuñar? Detrás de la conducta de alguien que privilegia sus intereses y deseos personales por encima del buen gobierno -el que, en última instancia, favorece el interés o el bien público- descansa la idea de que el resto de las personas no son iguales a él, es decir, son inferiores. Si se analiza la corrupción como un problema político, una actitud como esta, más allá de reflejar la configuración psíquica de un sujeto, da cuenta de un carácter anticívico; en otras palabras, si alguien piensa que es superior al resto de los seres humanos, las leyes y las instituciones democráticas están compelidas a frenar las consecuencias que esta creencia pueda acarrear -una de las más ostensibles es la corrupción- y, además, a transformarla en el ámbito de acción que les corresponde.

La corrupción arremete contra la legitimidad del poder político porque hace que se pierda la calidad de las razones que tienen los ciudadanos para acatar las normas: un acto de apropiación de recursos públicos (sujeción patrimonial) o de arbitrariedad en el diseño y ejecución de leyes y políticas (discrecionalidad parcial) evidencia que los afectados por esta conducta no están siendo contemplados como igualmente dignos de respeto y consideración. Como resultado, la justificación moral del poder se diluye o desaparece, pues descuida su razón de ser: trabajar para que todos sean tratados con el mismo respeto y deferencia.

Estas ideas de corte liberal sobre la legitimidad se encuentran con los principios republicanos porque la interferencia del poder político es legítima mientras no haya dominación, o sea, mientras la intervención, por grande que sea, se realice en los términos de los ciudadanos -en tanto que ellos puedan controlar dicho poder y proteger sus libertades- y en atención a sus derechos como iguales, pero no a voluntad o antojo de la persona en la que recae la autoridad.63

En el examen de la corrupción, la legitimidad, no sólo la legalidad, juega un papel importante porque si bien un comportamiento corrupto normalmente transgrede una disposición legal -por lo que se trata de un ilícito-, al hacerlo también atenta contra la legitimidad del gobierno pues mina la justificación moral del poder político -para elaborar, aplicar y obligar al cumplimiento de las leyes- al negar la igual consideración y respeto a los derechos de otras personas, negación que siempre acompaña a una práctica corrupta.

Hay casos, no obstante, en los que los actos de corrupción se apegan a las reglas -quizás porque la corrupción estaba ya presente en la creación arbitraria de las leyes o porque se logra adecuar el marco normativo a determinados intereses y tendencias actitudinales de las élites-,64 pero aún en la observancia de la legalidad se consideran corruptos. Por esta razón, se dice que la corrupción no siempre viola las leyes pero, en cambio, sí provoca de modo invariable una merma de la legitimidad, que de suyo contempla las razones para acatar la ley, además de otorgar sustento moral al poder.

Para terminar, se alude a un ejemplo que ilustra un caso en el que la corrupción no atenta contra la legalidad, pero sí contra la legitimidad. En 2014, un grupo de periodistas documentó que la esposa del presidente de México, Enrique Peña Nieto, era dueña de una casa -la llamada Casa Blanca- en Las Lomas de Chapultepec con un valor de 7 millones de dólares; el inmueble aparecía en el Registro Público de la Propiedad a nombre de una empresa de Grupo Higa, a cuyo dueño - un amigo del presidente-se le habían otorgado contratos millonarios para obra pública cuando Peña Nieto gobernaba Estado de México y, después, al frente del Ejecutivo. Si bien el traspaso, cesión o venta de esta casa no era ilegal, gran parte de la opinión pública calificó el hecho como ilegítimo, pues se pensaba que con ello el presidente recibía una “recompensa” por haber adjudicado jugosos contratos a Grupo Higa en distintos momentos;65 este hecho, más que a la legalidad, mostraba una enorme afectación a la legitimidad, es decir, al igual respeto y consideración de las personas -del resto de los ciudadanos-, primero, porque se evidenciaba que ese inmueble era consecuencia de un claro favoritismo para ciertos actores empresariales por encima de otros; segundo, porque la explicación de la esposa del presidente de que tenía el poder adquisitivo para comprar una mansión de esas características -por su trabajo como actriz de televisión- no era verosímil; y, tercero, porque la posesión de esa casa por un servidor público resultaba ofensiva en un país con estándares elevados de pobreza y hacía patente el diferencial de poder entre la élite política y económica, y los ciudadanos.

Consideraciones finales

Analizada desde una perspectiva filosófica, con fundamento en el pensamiento republicano, la corrupción es un problema político de dominación que, mediante la ruptura con el buen gobierno, impide a los ciudadanos examinar y participar de las razones que sustentan las normas y las políticas y, con ello, definir sus intereses y alcanzarlos con los recursos públicos destinados para ello. La corrupción implica necesariamente a los actores gubernamentales, por lo que no se puede acotar al ámbito de los particulares ni combatir sólo con instrumentos privados. En un acto corrupto, al menos uno de los agentes -o decisores- es un servidor público que viola sus deberes institucionales e infringe con ello la “moral adquirida” que le demandan sus obligaciones.

El concepto de corrupción que hemos acuñado es el siguiente: una práctica de dominación estatal basada en la sujeción patrimonial y la discrecionalidad parcial, en la que hay interferencia arbitraria en el diseño y ejecución de las leyes y las políticas por parte de algún funcionario público, la cual atenta contra la legitimidad del poder político.

A manera de síntesis, se desglosan sucintamente cada uno de los componentes de esta definición:

La dominación estatal es el resultado de una amplia diferencia de poder entre las instituciones gubernamentales y la ciudadanía, la que se refleja en la capacidad real de interferencia arbitraria del Estado en perjuicio de los ciudadanos.

La sujeción patrimonial implica el uso por parte de los funcionarios públicos del aparato del Estado y de los puestos bajo su mando para satisfacer requerimientos personales, como si se tratara de bienes de su propiedad.

La discrecionalidad parcial consiste en el diseño y ejecución de las leyes y las políticas siguiendo criterios y valores individuales, minando con ello la legitimidad de las reglas y del desempeño gubernamental, los cuales ya no se sustentan en el interés general sino en las personas.

La interferencia arbitraria no toma en cuenta las opiniones o intereses compartidos de los afectados, desde el punto de vista de los mismos, sino que se basa sólo en la voluntad, deseos u opiniones de quienes tienen la capacidad de interferir de esta manera; una interferencia es arbitraria, por tanto, cuando sigue intereses o interpretaciones parciales o “faccionales”. Una interferencia también es arbitraria si va en contra de las normas vigentes en determinado sistema político y legal, o si se atiene a las reglas formales, pero atenta contra principios de la legitimidad.

La legitimidad se refiere a la justificación moral del poder político, la cual se cimienta en la calidad de las razones para cumplir las leyes, o sea, en la obligación de igual consideración y respeto de los ciudadanos con sus pares y de las autoridades del Estado hacia los ciudadanos.

Finalmente, cabe precisar que si bien la dominación y la interferencia arbitraria del Estado se despliegan en distintos ámbitos de la convivencia social -la discriminación por rasgos particulares de las personas, la represión política, las restricciones injustificadas a la libertad de expresión, entre otros muchos ejemplos que podríamos citar-, la característica que distingue la dominación en un intercambio corrupto es, no está de más insistir, la afectación inmediata a la gestión del poder político y de las instituciones del Estado y también a los recursos monetarios, materiales o humanos que estas administran y que están destinados al aprovechamiento general y, de modo indirecto, lesiona distintos rubros de la vida de las personas.

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1Robert Klitgaard, Controlling Corruption (Berkeley: University of California Press, 1988), 3.

2Samuel Huntington, “Modernization and Corruption”, en Arnold Heidenheimer y Michael Johnston (Eds.), Political Corruption. Concepts and Contexts, 3ª ed. (New Brunswick, NJ: Transaction Publishers, 2007), 259.

3Ibid., 262 (salvo que se indique lo contrario, todas las traducciones son propias).

4Ibid., 263.

5Ibidem.

6Philip Pettit, “Liberalismo y republicanismo”, en Félix Ovejero, José Luis Martí y Roberto Gargarella (Comps.), Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad (Barcelona: Paidós, 2004), 131-133.

7Vale la pena mencionar que el republicanismo cívico o neo-republicanismo —al que se adscribe Pettit— se refiere a la corrupción como una forma de “dependencia”; este término tiene dos matices: el de “sujeción a un poder arbitrario” o “dependencia de dominio” —como la concibe Pettit— y el de una “condición de subordinación material” o “dependencia económica”, como la aborda otro notable representante del republicanismo moderno, Quentin Skinner. La “dependencia económica” alude a la captura del Estado por intereses privados mediante prácticas avaladas, incluso, por el sistema legal (un ejemplo típico es el del legislador que cede a las demandas de un sector de la industria a cambio de fondos para su próxima campaña), o bien, por presiones constantes de determinados grupos de interés para que los funcionarios públicos acepten recompensas dentro de un sistema que lo permite. Ello mina la autonomía de las autoridades políticas y las hace vulnerables a poderes económicos y fácticos. La “dependencia económica” ocupa, en el neo-republicanismo, un lugar tan importante como la “dependencia de dominio” o libertad como no dominación. Robert Sparling, “Political Corruption and the Concept of Dependence in Republican Thought”, Political Theory, vol. 41, núm. 4 (2013): 619, 623, 625. Sin embargo, en este ensayo desarrollamos fundamentalmente una propuesta con base en la “dependencia de domino” porque consideramos que, un vínculo de no dominación entre el Estado y los ciudadanos permite afrontar, con los elementos adecuados, a la “dependencia económica”, ya sea de la población respecto a los funcionarios del gobierno, o de las autoridades políticas respecto a poderes económicos o fácticos. Esto es así porque la libertad como no dominación se correlaciona fuertemente con la igualdad económica y de oportunidades, y aumenta los niveles de confianza interpersonal, ambos factores clave en el control de la corrupción. Véase Eric M. Uslaner, Corruption, Inequality and the Rule Of Law. The Bulging Pocket Makes the Easy Life (Cambridge: Cambridge University Press, 2008). En otras palabras, la “dependencia económica” no podría combatirse en un contexto de dominación porque el diseño de instituciones formales y la operación de instituciones informales que se orientan a la dominación —con o sin interferencia— favorecen la inclinación hacia actitudes anticívicas y la presión efectiva de grupos de interés. Esta discusión, no obstante, rebasa los alcances de este texto, por lo que sólo la apuntamos con miras a un debate posterior.

8Irma Sandoval, “From ‘Institutional’ to ‘Structural’ Corruption: Rethinking Accountability in a World of Public-Private Partnerships”, Edmond J. Safra Working Papers, núm. 33 (diciembre 2013): 5, 9-10.

9Allen Buchanan, “Political Legitimacy and Democracy”, Ethics, vol. 112, núm. 4 (2002): 691.

10Philip Pettit, Republicanism. A Theory of Freedom and Government (Oxford, NY: Oxford University Press, 1997), 6.

11Ibid., 52-58.

12Ibid., 56.

13Ibid., 63 (traducción de Toni Domenech, en la versión en español Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno (Barcelona: Paidós, 1999).

14Ibid., 65, 67-68.

15Pettit, “Liberalismo y republicanismo”, 124.

16En un texto posterior a Republicanism. A Theory of Freedom and Government, Pettit manifiesta su preferencia por usar el término “interferencia no controlada” en lugar del de “interferencia arbitraria”. Una de las connotaciones de la interferencia arbitraria, arguye Pettit, es la de no encontrarse sujeta a las normas establecidas, no obstante, la interferencia que obedece a las normas puede aún ser arbitraria si no está controlada por los ciudadanos y sus intereses, de ahí que este autor se decante por la expresión de “interferencia no controlada”. En este trabajo se conserva el término “interferencia arbitraria” en concordancia con la denominación adoptada en las primeras obras de Pettit y por la propia tradición republicana —la interferencia se ejerce según el arbitrium o la voluntad de otro. Sin embargo, se rescata la preocupación de Pettit (y nuestra) por identificar una interferencia que siendo legal conserva su carácter arbitrario; esto se hace mediante el señalamiento a la transgresión a la legitimidad en la acción (así sea legal) de un poder interventor, y la condición de que sean los propios ciudadanos quienes interpreten sus intereses. Philip Pettit, On the People’s Terms. A Republican Theory and Model of Democracy (Cambridge, NY: Cambridge University Press, 2012), 58.

17Pettit, Republicanism..., 59-60.

18Ibid., 63-64.

19Ibid., 65.

20Ibid., 84.

21Ibid., 68-69.

22Stephen Schwenke, “The Moral Critique: Corruption in Developing Countries”, Journal of Public and International Affairs, vol. 11 (2000): 148-149.

23Ibidem.

24Ibid., 149.

25Ann Cudd, Analyzing Oppression (Oxford, NY: Oxford University Press, 2006), 51.

26Douglass North, Instituciones, cambio institucional y desempeño económico (México: Fondo de Cultura Económica, 1993), 17.

27Ibid., 16-17.

28Se elimina aquí la referencia de Cudd a un subconjunto relevante de integrantes de la sociedad porque, a diferencia de la teoría de la opresión que esta autora estudia, la corrupción aquí no se examina como una cuestión relativa a grupos sociales.

29H. A. Brasz, “The Sociology of Corruption”, en Arnold Heidenheimer (comp.), Political Corruption. Readings in Comparative Analysis (New Brunswick, NJ: Transaction Books, 1970), 42.

30Donatella Della Porta y Alberto Vannucci, “Political Corruption”, en Edwin Amenta, Kate Nash y Alan Scott (Comps.), The Wiley-Blackwell Companion to Political Sociology (Malden: Wiley Blackwell, 2012), 131; Klitgaard, Controlling Corruption, 24.

31Ulrich von Alemann, “The Unknown Depths of Political Theory: The Case for a Multidimensional Concept of Corruption”, Crime, Law & Social Change, núm. 42 (2004): 30.

32Ernesto Garzón, “Acerca del concepto de corrupción”, en Miguel Carbonell y Rodolfo Vázquez (comps.), Poder, derecho y corrupción (México: Siglo Veintiuno-ITAM-IFE, 2003), 21-23.

33Los beneficios extraposicionales —la ganancia por una transacción corrupta puede ser de tipo monetario, simbólico o para subvencionar a alguna instancia a la que la persona corrupta quiera beneficiar: un partido político, un gobierno de determinada ideología, una asociación que pretenda cumplir un interés superior. Inclusive, se podría argüir que el abuso de un cargo público, pese a contravenir disposiciones legales, se justifica en aras del interés común o de la razón de Estado. Fernando Escalante, “La corrupción política: Apuntes para un modelo teórico”, Foro Internacional, vol. XXX, núm. 2 (1989): 330.

34Joel Feinberg, Harms to Others. The Moral Limits of the Criminal Law (Oxford: Oxford University Press, 1984), 64.

35Garzón, “Acerca del concepto...”, 42.

36Ibidem.

37Ibid., 42-43.

38David Arellano, ¿Podemos reducir la corrupción en México? Límites y posibilidades de los instrumentos a nuestro alcance (México: Centro de Investigación y Docencia Económicas, 2012), 26.

39Klitgaard, Controlling Corruption, 24-47. Klitgaard cita como ejemplo de los costos del combate a la corrupción el que describe el economista Herman Leonard en su artículo “Measuring and Reporting the Financial Condition of Public Organizations”. En él, Leonard señala que, en Estados Unidos, a raíz de un movimiento por el buen gobierno, se establecieron reglas y revisiones muy estrictas para prevenir el desvío de fondos públicos en las instituciones; no obstante, la incisiva orientación de los contadores del sector público hacia el impedimento de fraudes de corto plazo hizo que pusieran menos atención a “serios problemas de largo plazo como la valoración de activos y deudas públicas, y el manejo de pensiones”. Klitgaard, Controlling Corruption, 25.

40Iris Marion Young, Justice and the Politics of Difference (Princeton: Princeton University Press, 1990), 147.

41Gina Zabludowsky, “Max Weber y la dominación patrimonial en América Latina”, Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, año XXXII, núm. 24 (abril-junio, 1986): 92.

42Octavio Paz, “El ogro filantrópico”, Vuelta, núm. 21 (agosto, 1978): 19.

43Zabludowsky, “Max Weber y...”, 79.

44Max Weber, Economía y sociedad, 2ª ed. (México: Fondo de Cultura Económica, 1964), 192.

45Zabludowsky, “Max Weber y...”, 78.

46Steve Bruce y Steven Yearley, The Sage Dictionary of Sociology (Londres: Sage, 2006), 227.

47Ibidem.

48Ibidem.

49Zabludowsky, “Max Weber y...”, 82.

50Young, Justice and the...,149-150.

51Dominique Leydet, “Pluralism and the Crisis of Parliamentary Democracy”, en David Dyzenhaus (Comp.), Law as Politics (Durham: Duke University Press, 1998), 117.

52Young, Justice and the...,150.

53Buchanan, “Political Legitimacy and Democracy”, 689-690 (traducción propia).

54Ibid., 691.

55Ibidem.

56Ibid., 694.

57Ibid., 692.

58Ibid., 695.

59Ibidem.

60Ibid., 703-704.

61Ronald Dworkin, Justice for Hedgehogs (Cambridge, MA: The Belknap Press of Harvard University Press, 2011), 321-322.

62Buchanan, “Political Legitimacy and Democracy”, 714.

63Pettit, On the People’s Terms, 153.

64Italo Pardo, “Introduction: Corruption, Morality and the Law”, en Italo Pardo (Comp.), Between Morality and the Law. Corruption, Anthropology and Comparative Society (Hampshire: Ashgate, 2004), 6.

65Véase Daniel Lizárraga, Rafael Cabrera, Irving Huerta y Sebastián Barragán, La casa blanca de Peña Nieto. La historia que cimbró un gobierno, pról. Carmen Aristegui (México: Grijalbo, 2015).

Recibido: 24 de Septiembre de 2018; Aprobado: 07 de Marzo de 2019

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