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En-claves del pensamiento

versão On-line ISSN 2594-1100versão impressa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.11 no.21 México Jan./Jun. 2017

 

Artículos

Posibilidad de una fundamentación absoluta de la moral. La ética de la inmortalidad de Quentin Meillassoux

Possibility of an Absolute Foundation of Morality. The Ethics of Immortality of Quentin Meillassoux

Mario Teodoro Ramírez* 

*Director del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México marioteo56@yahoo.com.mx.


Resumen:

Exponemos aquí la propuesta del filósofo francés Quentin Meillassoux (n. 1967) de que es necesario y posible asumir una idea de justicia absoluta y, por ende, fundamentar de modo absoluto nuestro compromiso con la acción justa y con el resto de los valores morales. La argumentación de Meillassoux no deja de ser novedosa, pues va a contracorriente no sólo de las diversas concepciones modernas de justicia y de fundamentación moral, sino, en general, de las concepciones sobre moralidad y justicia que se han dado en la historia del pensamiento y la cultura. Para precisar el significado de la ética de la inmortalidad de Meillassoux hacemos hacia el final una comparación con la ética kantiana, mostrando de qué manera la primera resuelve problemas no resueltos por la segunda. Esta comparación, y tal puede considerarse el aporte de nuestro trabajo, permite además precisar el significado y alcance de la propuesta de Meillassoux y de los temas en cuestión.

Palabras clave: justicia; absoluto; moral; inmortalidad; Meillassoux

Abstract:

We report here the proposal of French philosopher Quentin Meillassoux (n. 1967) that it is necessary and possible to assume an idea of ​​absolute justice and therefore justify in an absolute way our commitment to righteous action and other moral values. The rigorous argument of Meillassoux, still novel and surprising, goes against not only various modern conceptions of justice and morality, but also against general conceptions of morality and justice that have occurred in the histories of thought and of culture. His basic thesis, as we present it here, will be displayed through a concept neither theological nor religious of the "divine," (the "virtual God") but a philosophical-rational one (and yet not opposed to science), also it is a refutation of modern atheism and its variants. To clarify the meaning of Meillassoux’s ethics of immortality towards the end we compare them to Kantian ethics, showing how the first solve problems unsolved by the second.

Keywords: Justice; Absolute; Moral; Immortality; Meillassoux

Los hechos de injusticia absoluta, es decir, definitivamente irreparables, como los asesinatos absurdos y horrorosos de inocentes (caso Ayotzinapa y otros genocidios en la historia), plantean un problema grave a nuestra conciencia moral: parece que nuestro sentido y nuestra capacidad de hacer justicia se encuentra limitada irremediablemente, que nos movemos insuperablemente en una condición de justicia renca, de justicia necesariamente insuficiente, incompleta, de injusticia al fin. ¿Podemos seguir manteniendo un ideal de justicia, es decir, de reparación del daño, si a la vez asumimos que la justicia plena es imposible o que ella posee un límite intrínseco (nuestra humana finitud)? Parece en todo caso difícil, y la historia nos ha mostrado que el ser humano al constatar la imposibilidad de la justicia se siente justificado para optar por la injusticia o para no luchar decididamente contra ella. Si algo puede significar el nihilismo como rasgo del mundo contemporáneo -el mundo del desencantamiento extremo- es esta renuncia a la posibilidad de la justicia, a la asunción de la justicia como efectivo valor básico de nuestras prácticas y ordenaciones sociales.

En este contexto queremos exponer y desarrollar la propuesta de Quentin Meillassoux1 en el sentido de que es necesario y posible asumir una idea de justicia absoluta y, por ende, fundamentar de modo absoluto nuestro compromiso con la acción justa y con el resto de los valores morales (bajo la asunción de que la justicia es el valor moral fundamental). La rigurosa argumentación de Meillassoux no deja de ser novedosa, pues va a contracorriente no sólo de las diversas concepciones modernas de justicia y de fundamentación moral, sino, en general, de las concepciones sobre moralidad y justicia que se han dado en la historia del pensamiento y la cultura. Su tesis básica, como mostraremos aquí, se desplegará a través de una concepción de lo “divino” ni teológica ni religiosa, sino filosófico-racional (y no contraria a la ciencia), pero también a través de una refutación esencial del ateísmo moderno y sus diversas variantes.

Analizaremos particularmente la refutación que Meillassoux hace tanto del ateísmo como de la religión, pues más allá de la viabilidad de su propuesta específica de fundamentación absoluta de la idea de justicia y de la moralidad en general, planteamiento abierto ciertamente a generar una gran polémica, creemos que la refutación que hace de la religión y el ateísmo es difícilmente desdeñable o inaceptable. Así, consideramos que tener por lograda y aceptada tal refutación es un avance fundamental, aunque la consecuencia que se siga, esto es, la solución que Meillassoux ofrece, se pudiera considerar todavía discutible. No obstante, detallaremos, a partir del propio filósofo francés, dentro de qué límites tiene un sentido indiscutible la tesis de una fundamentación “divinológica” (absoluta) de la justicia y la moral y cuál es o puede ser su valor, aún dentro de tales límites. Cabe aclarar, desde ahora, que Meillassoux entiende por divinología una reflexión que no sustancializa lo “divino” en la figura de un dios (esto es teología, religión), por ende, que se centra en sus cualidades éticas: el Bien, la Bondad, la Justicia, etc. Ante todo lo que importa saber es si estas cualidades pueden ser reales o consistentes,2 esto es, no meramente “ideales” (puro “deber ser”) y, al fin, inconsistentes con el “ser” o el “poder ser”. Es importante aclarar que la “divinología”, lo “divino” o la “ética divina” de Meillassoux son propuestas estrictamente filosóficas, de ninguna manera religiosa (“irreligiosa”, la llama, en la medida en que, si bien se apoya en nociones religiosas, ofrece una reconstrucción e interpretación filosófica de tales nociones que se aleja de los modalidades dogmáticos e irreflexivas de la ideología religiosa).

Antes de exponer la forma específica de refutación de la religión y el ateísmo por parte de Meillassoux3 vamos a ofrecer un marco general de esta problemática. Aunque suponemos que el filósofo francés tiene detrás de sus planteamientos los aspectos de ese marco general, no está de más explicitarlos por nuestra cuenta, según nuestro punto de vista, de manera que podemos ubicar en el horizonte más amplio del pensamiento filosófico y la historia cultural de la humanidad la novedad de su propuesta y el carácter radical con que se plantea.

Injusticia absoluta. El fracaso de la religión y del ateísmo

¿Cómo emergió en la historia la creencia en Dios? ¿De dónde surgió la necesidad de un ser absoluto, omnipotente, trascendente, eterno, esto es, el Dios tal y como lo han concebido, presentado y difundido al menos las tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo, Islam)? Quizás, y es una hipótesis abierta a la discusión, tal creencia surgió frente a hechos de injusticia absoluta, que hacían sentir a los humanos una impotencia y un dolor inconmensurables, inefables en verdad. No fue la muerte, la “muerte natural”, las muertes inevitables, sino las muertes injustas de inocentes, por agresión, por asesinatos, por genocidios, o bien muertes de niños o jóvenes por enfermedad o accidentes inesperados o incomprensibles, es decir, muertes terribles, inaceptables que producen desolación, tristeza y profunda desesperanza. Estos sentimientos se incrementaban ante la muerte de personas especiales, extraordinarias por su bondad y sabiduría, por su conducta justa y dadivosa, por su vida ejemplar; alguien que, como se dice, “no hacía daño a nadie” y más bien lo contrario. Es probable que de ahí haya surgido, a través de procesos hermenéuticos de mitificación, la figura de los hombres-dioses, de los humanos divinos o divinizados, capaces de sobrevivir a la muerte (como Cristo).

Si es plausible lo que hemos apuntado, entonces podemos decir que no es la muerte propia, mi muerte y el deseo para mí de la inmortalidad lo que da origen a la necesidad de Dios; después de todo el individuo sólo sabe lo que es la muerte viendo y sintiendo la muerte de otros, nunca la propia. Es la muerte de otros lo que nos hace percibir el dolor y la injusticia de la muerte. Es de esta experiencia que nace la necesidad de creer en un ser todopoderoso que sería capaz de evitar la muerte o bien de ofrecer la resurrección o la sobrevivencia del alma en un “más allá”. La necesidad de Dios es una necesidad humana, interhumana o social. No es una necesidad sólo individual, una necesidad cognoscitiva o de carácter práctico -un dios para resolver problemas de la vida, asuntos circunstanciales, el deseo de venganza, todas éstas cosas que los seres humanos pueden resolver por sí mismos o bien recurriendo a una deidad menor (las religiones “de petición de favor”, las llamaba Kant).4 Pero la justificación de la apremiante necesidad de un Dios todopoderoso sólo puede provenir del sentimiento de injusticia absoluta, de la sensación de estar ante lo absolutamente irreparable, lo definitivamente irremediable, lo evidentemente imposible.5

No obstante, la “solución” pronto se revela inconsistente. Las injusticias, el sufrimiento y dolor no se detienen, no terminan. Dios parece comportarse de forma extraña, por decir lo menos. El Antiguo Testamento cuenta varias historias donde los humanos sufren de un Dios que parece gustar de producir más bien la injusticia o, al menos, de mostrar que su asunto principal no es ofrecer justicia a los humanos sino requerir su fidelidad absoluta. O mostrarnos que, como sostiene Isabel Cabrera, la moral humana y la religión divina son dos cosas totalmente distintas y quizá no tengan nada que ver entre sí6. Pero esto sólo puede pensarse bajo el supuesto de una moral de las intenciones, como la de Kant, donde el problema de la realización efectiva y completa del valor (por ejemplo, de la justicia) en el mundo no se plantea, cuando ese problema, el problema práctico de la vida humana, es el realmente importante. El sujeto moral kantiano es racional y autónomo, tiene un criterio para decidir sobre lo correcto y lo incorrecto, pero esto no quiere decir -el equívoco del kantismo- que baste ese criterio para que la acción moral sea posible y efectiva. No es la posibilidad conceptual de la moral lo que hace a los humanos requerir de un Dios sino la experiencia de la imposibilidad real de la moral, esto es, la experiencia de la injusticia y, más todavía, de la injusticia absoluta, es decir, del fracaso humano, la tragedia, el vacío. Lo que la historia de Abraham muestra, por ejemplo, no es el abismo entre religión divina y moralidad humana, sino el carácter moralmente contradictorio de Dios, el de ser lo “absoluto”: causa de la justicia tanto como de la injusticia, el de poseer a la vez una dimensión moral, humana y una dimensión cósmica, incomprensible e insondable. El “soy el que soy” quiere decir también “soy lo que es7 (y no hay nada más que lo que es). La divinidad queda convertida en un espejo de la propia incertidumbre humana (de la incertidumbre cósmica) y el problema de la injusticia absoluta queda escamoteado, no resuelto. Esperar la justicia es parte de la creencia en Dios, aceptar la injusticia, también. En fin, en su inescrutable operación, como decía Ludwig Feuerbach, Dios no es nada más que la naturaleza misma: vida y muerte, bien y mal, juntos y a la vez:8 ceguera moral insuperable.

De la conciencia de la injusticia absoluta de la muerte de inocentes el ser humano pasó quizá a la conciencia de la injusticia de la muerte en general. Pues lo que en todos los casos de rechazo de la muerte, de rebelión contra la finitud, lo que se expresa es el principio o el sentido básico de la condición humana: el amor ilimitado a la vida, el deseo de inmortalidad, de vida eterna contra la condena a la insuperable muerte. La existencia humana consiste en una verdadera paradoja, una tragedia: el humano es el viviente al que le es otorgado el premio de ser consciente de su vida, de la vida en general (de amarla, de afirmarla, de celebrarla), junto con el castigo de ser consciente también de su muerte (de su fin, de su acabamiento). La alegría le dura poco. Es esta doble conciencia, o esta conciencia dividida, más que cada momento aislado, lo que caracteriza a la condición humana. Es lo que parece que los animales no entienden de los humanos: ese desapego, ese desasosiego, a veces tristeza o simple resistencia a entregarse a la pura, plena y momentánea vida (como hace el animal). Tal es, sin embargo, nuestra condición y no hay manera de eludirla. Pues el deseo de vida total y las diversas formas de eludir la muerte es lo que funda y mantiene viva la cultura, la humanidad genérica. Es el sentido de la vida, como se ha pensado desde el origen de la filosofía hasta Heidegger: la conciencia de la muerte como condición precisa de la vida humana. Pero hay que agregar que se trata de una vida dominada por el signo de la muerte. ¿Hay manera de escapar a eso? Al menos, podemos, si no evitar la muerte, por lo menos cambiar la concepción que tenemos de ella, es decir, el supuesto de que la muerte es absoluta y nada hay qué hacer. Éste último es, como sabemos, el supuesto, la tesis del ateísmo.

El ateísmo hace algo más que negar la creencia en la existencia de Dios: niega la trama sobre la injusticia y la justicia que, como hemos descrito, subyace a tal creencia. Para el ateo la idea de una justicia absoluta -que niegue la injusticia absoluta de la muerte de inocentes y, en general, de toda muerte- es una posición que no tiene sentido, ninguna viabilidad. La muerte es parte de la vida natural y nada puede superarla. La justicia absoluta, es decir, la negación / superación de la muerte, es imposible. El ateo da por supuesto un orden natural del mundo que es tan o más insuperable e incuestionable que el orden Del dios existente. Para el ateo sólo cabe una justicia relativa, parcial, si acaso progresiva, aunque limitada siempre por el orden natural, es decir, nunca será posible una justicia absoluta, total y plena. Tal posibilidad está eliminada del orden del mundo. El mundo es por naturaleza injusto o, en el mejor de los casos, parcialmente justo, y no hay nada qué hacer. Al aceptar el carácter insuperable de la muerte, el ateo no nos deja sino una noción de justicia también precaria.

La religión y el ateísmo padecen pues de una misma y sustancial incapacidad para afrontar el asunto de la injusticia absoluta. La primera nos dice que las injusticias de este mundo, y las mismas muertes injustas, obedecen a un designio inescrutable de la voluntad divina, que en todo caso son pruebas (extrañas pruebas) que Dios nos pone para medir nuestra fidelidad, nuestra capacidad de fe. No obstante, hemos de aceptar el hecho injustificable de una injusticia que él pudo haber evitado o atenuado. La promesa de una vida en el “más allá” no nos garantiza -pues estaremos viviendo bajo el mando directo de ese Dios-- que allá no habrá injusticias. De ahí la afirmación de Meillassoux, a primera vista paradójica y extraña: creer en un Dios existente es la peor de las blasfemias.

Decir que Dios existe es la peor de las blasfemias, es tanto como decir que Dios reina sobre el mundo con una suerte de política absoluta, sin nunca haber sido lo bastante débil como para modificar sus designios y poder prevenir las atrocidades que han ocurrido en la tierra. Esto significa que este mundo es como Dios lo ha querido, con proyectos impenetrables a los simples humanos, y mediante una crueldad que no puede ser entendida […] De la blasfemia de creer en la existencia de Dios podemos inferir la esencial idolatría de ‘toda’ religión.9

El ateísmo, por su parte, renuncia de principio a toda posibilidad de solución. Su típica formulación tiene ya un carácter nihilista, conformista: “no hay nada más que…” este mundo, la naturaleza, la materia, es decir, una realidad de suyo reducida, impotente, insuficiente, sin ninguna posibilidad de trascendencia (de ningún tipo) y, al fin, sin ninguna valor ni sentido. La vida social moderna, sustentada en el sistema económico capitalista, es la realización completa del conformismo ateo y su derivación en última instancia nihilista: nada hay qué hacer, nada que ser, nada vale en serio.

Existe, no obstante, la opción humanista del ateísmo que, en principio, se propone anular el conformismo y el nihilismo. El humanismo moderno -humanismo prometeico, lo designa Meillassoux10- cree que el Hombre, el ser humano, tiene la capacidad de vencer por sí mismo el desorden y la injusticia y alcanzar en el futuro una sociedad humana totalmente justa y feliz (la sociedad comunista, por ejemplo). Pero el ateísmo humanista sólo puede fundar su proyecto y su promesa en una “decisión”, es decir, en la pura voluntad humana; a la vez, al igual que todo ateísmo, el humanismo no tiene respuesta a la pregunta por la superación definitiva de la injusticia absoluta, de la muerte. La injusticia natural (las injusticias naturales, la muerte) seguirá existiendo en la sociedad comunista (que sólo podrá abrogar las injusticias “humanas”). Quizá la suma de humanismo comunista y utopías tecnológicas lleguen a establecer la posibilidad de la prolongación indefinida de la vida humana, incluso la inmortalidad. Lo que, ciertamente, la utopía humanista no podría plantearse (pues lo considera “sobrenatural”) es la posibilidad de la resurrección de los muertos, es decir, la justicia para quienes tuvieron muertes injustas y para todos los que han muerto, la justicia absoluta. Esta condición es el requisito último (la posibilidad absoluta como posibilidad de lo imposible) de la ética divina de Meillassoux.

La opción humanista tiene, pues, una doble falla. Falla al inicio: no hay ningún fundamento objetivo de su propuesta; y falla al final: aún con todo su voluntarismo debe aceptar los límites infranqueables de las “leyes naturales”, es decir, la imposibilidad de la inmortalidad y de la resurrección de los muertos. El humanismo termina siendo, al igual que la religión, una mera ilusión, un compromiso con la justicia demasiado hipotecado al surgimiento efectivo de una nueva sociedad. En cuanto se enajena a la realización forzosa de la utopía, el humanismo ateo puede terminar en una simple dictadura autoritaria, justificada en el cometido de cumplir su caro ideal. Los resultados de esa pretensión autoritaria sólo llevan (sólo llevaron a) la injusticia a sus formas más aberrantes, más éticamente decepcionantes.

Dios no existe, todavía (la contingencia absoluta y el Dios virtual)

La opción que Meillassoux nos propone es original y hasta puede sonar, en un primer momento, fantástica. Podríamos puntualizar su argumentación en el siguiente orden:

  1. La posibilidad de la justicia absoluta (superación de la injusticia absoluta) es condición para nuestro compromiso (absoluto, serio) a favor de la justicia. Superar la injusticia implica superar las muertes injustas y la muerte como tal.

  2. Pero de acuerdo con el orden de las leyes naturales del mundo la muerte es insuperable, luego la justicia absoluta es imposible.

  3. Sólo Dios podría hacer posible la suspensión de las leyes naturales y, por ende, la superación de la muerte y el establecimiento de un orden de justicia absoluto para todos.

  4. Pero Dios no existe (o el Dios que ha existido, en el que se ha creído hasta hoy, se ha mostrado impotente si no es que complaciente con las injusticias existentes).

¿Qué hacer, entonces? Parece que no hay salida, es decir, parece que estamos condenados a la injusticia, al mal. La inverosímil propuesta de Meillassoux consiste en sostener que Dios y las condiciones concomitantes de la justicia absoluta (inmortalidad, resurrección de los muertos, igualdad plena) son posibles en este mundo, aunque bajo una figura del mundo radicalmente distinta a su figura actual. En principio, bajo la condición de una modificación profunda de nuestra concepción de la realidad y el pensamiento. Esta modificación estriba, ante todo, en arribar a una noción ontológica de posibilidad absoluta: todo puede ser, “Dios puede llegar a existir”, al menos no hay manera de negar esa posibilidad. Esta noción de posibilidad absoluta se fundamenta en un giro respecto a las relaciones entre las nociones de necesidad y contingencia.11

Para Meillassoux, todo es posible porque todo es contingente, es decir, porque no existe nada necesario en el orden del Ser, o bien porque lo único necesario es la absoluta contingencia de lo que existe.12 Ni existe el ente absolutamente necesario (Dios), ni existe ningún ente necesario en el mundo, ni existen tampoco estructuras o regularidades (leyes) necesarias en la Naturaleza. Y no existen no sólo en virtud de una enseñanza de la experiencia, sino en virtud de un razonamiento especulativo (es decir, puramente conceptual): las nociones de “necesidad” y “existencia” son lógicamente excluyentes, pues un ser necesario sería aquel que podría existir en distintos momentos, ser y no ser a la vez, es decir, un ente que no tendría ninguna limitación en sus modos de ser. Pero un ente así atentaría contra el principio lógico de no contradicción y, además, contra el principio ontológico de que existir es estar sometido al tiempo, ser temporal (un ente que no existe en el tiempo, simplemente no existe). De aquí deduce Meillassoux la novedosa tesis (pues contraviene todo lo que hasta ahora se había tenido por válido y entendido) de que el principio lógico de no contradicción es el que rige el orden temporal de la existencia. El principio de no contradicción es el principio lógico-ontológico mismo: principio del pensamiento y principio del ser temporal existente. Es el ente temporal y no el ente intemporal (necesario) el que respeta el principio lógico de no contradicción, pues es el único ente que puede ser dos cosas distintas a la vez por la simple razón de que no las es al mismo tiempo. Sólo porque existe el tiempo, porque el ente es temporal, el principio lógico de no contradicción puede funcionar en el mundo. Dice Meillassoux:

Creo que esta idea común, que relaciona la contradicción al devenir y a Heráclito, es profundamente falsa. Puesto que no hay en el devenir, en los procesos temporales en general, ninguna contradicción: una cosa es eso, después aquello, después otra cosa incluso; una cosa temporalizada que no contiene nunca al mismo tiempo propiedades contradictorias, sino que las contiene sólo sucesivamente. Es necesario sostener la proposición rigurosamente inversa. No: un ser temporal no está́ sometido a la contradicción, pero, por el contrario, un ser contradictorio se encontraría insumiso a toda temporalidad. Un ser realmente contradictorio dejaría de ser temporal porque le sería imposible modificarse al estar sometido a cualquier devenir.13

Pero el filósofo francés no se conforma con decir que todo es contingente, aún más, afirma que todo es necesaria y absolutamente contingente. Es decir, la contingencia de lo existente es una verdad absoluta. Su argumentación también es especulativa (no experiencial o científica). La afirmación de la contingencia de todo no puede ser ella misma contingente, pues entonces se negaría a sí misma, sería auto-contradictoria. De otra forma: la contingencia no es contingente, o más bien, es no-contingente. En términos de la noción de facticidad (condición concomitante de la contingencia) hay que establecer, dice Meillassoux, la no-facticidad de la facticidad, es decir, que la facticidad, el ser “hecho” de lo que existe, la existencia en su aparecer ontológico, no es un hecho como tal. La facticidad en sí misma no es fáctica, pues si fuera así, se negaría en su calidad de facticidad. Luego entonces facticidad y contingencia son absolutas y necesarias (“archihecho”, archifacticidad, supercontingencia, son los términos que usa Meillassoux). Esto quiere decir que ontológicamente no hay opción, es decir, que no hay (en absoluto) ningún ente que pueda ser no-fáctico, no-contigente, necesario en sí. Todo lo que existe es contingente y no hay ninguna razón o causa necesaria de lo que existe (principio de “irrazón”).

Cabe aclarar que la necesidad de la contingencia de la que habla Meillassoux es un principio lógico: en vista de que la contingencia es absoluta no hay nada (ningún ente) que sea absoluto. Y, en segundo lugar, es un principio ontológico: en tanto que todo lo que existe es contingente (existe en el tiempo), es decir, puede ser de un modo o de otro, puede existir o no existir, por ende, lo que existe, existe de forma absoluta, esto es, independientemente de nosotros, de nuestra conciencia, nuestro lenguaje y todas nuestras determinaciones epistémicas y culturales. Lo absoluto es para Meillassoux esto: no un ente o cierto ente en particular (Dios) sino la cualidad de cualquier ente de ser absolutamente, desde sí mismo, por sí mismo y para sí mismo, sin determinación ni condición ni finalidad.

Un punto clave en la argumentación de Meillassoux es la crítica del principio de causalidad del pensamiento clásico y, en general, a la suposición de la inmutabilidad de las leyes de la naturaleza. Este cuestionamiento es clave para la idea de la posibilidad absoluta y del Dios virtual. De esta manera, el filósofo francés retoma la discusión entre Hume y Kant, radicalizando la postura humeana y cuestionando la solución kantiana.14 Mientras Hume argumenta escépticamente que no hay ningún fundamento objetivo para nuestra creencia en la causalidad (que es, pues, una mera “creencia”), pues nada puede garantizarnos que de una causa no se podrían seguir multitud de efectos,15 Kant sostiene, como es sabido, que la noción de causalidad es un principio lógico-trascendental que es condición de posibilidad del conocimiento fenoménico.16 Si no presuponemos ese principio el conocimiento sería imposible. La solución de Meillassoux es radical: si no tenemos certeza objetiva de la causalidad es porque la causalidad no existe, porque no hay un orden necesario en lo existente. La realidad es un devenir inmanente o una inmanencia en devenir. En cuanto rebasa toda causalidad necesaria, la realidad puede ser cualquier cosa. Las leyes de la naturaleza no pueden tener un carácter absoluto y definitivo, pues esto requeriría que hubiera una razón o causa de esas leyes (una Ley de las leyes) ajena a la propia naturaleza, exterior a la propia realidad existente. Pero como no existe tal cosa, debemos concluir entonces que las leyes de la naturaleza son sólo regularidades estables y que nada impide a priori que puedan cambiar.

Meillassoux llama hípercaos o supercaos a la realidad absoluta, en cuanto a que puede dar lugar tanto al orden y la regularidad como a la inestabilidad y al cambio. Si el Ser es contingente, no hay ninguna razón por la que una modalidad u otra serían preferibles. Por ende, no hay determinación absoluta, cualquier cosa puede suceder o puede no suceder. En esta tesis ontológica se funda la concepción divinológica de Meillassoux. Dios no existe pero puede llegar a existir (bajo el principio de que no es imposible que cualquier cosa pueda llegar a ser). Ahora bien, Dios puede llegar a ser o puede no llegar a ser. Dios puede llegar a surgir en el movimiento contingente de la existencia o puede no llegar a surgir. Esto significa que el Dios posible o Dios virtual -el Dios de Meillassoux- es contingente y no necesario. No hay predeterminación teleológica-teológica (por ejemplo a la manera de la teología evolucionista de Teilhard de Chardin). No obstante, la razón por la cual podemos y quizá debemos suponer la posibilidad de un Dios no es ontológica o cosmológica sino ética. Para comprender el universo podemos pasárnosla muy bien sin la hipótesis teológica, no así para afrontar el tema de la justicia, el asunto ético de nuestro compromiso con la justicia, y el asunto lógico-filosófico de una fundamentación fuerte de ese compromiso. Para Meillassoux lo podemos encontrar en la idea del Dios virtual.

Para entender de forma más precisa la propuesta de Meillassoux cabe referir su teoría del “cuarto mundo”. Según él, existen hasta ahora tres mundos, o tres ámbitos de la realidad: la materia, la vida y el pensamiento. Respecto a estos, el filósofo francés sostiene la tesis (derivada de su rechazo a la causalidad necesaria) de que cada uno de estos mundos es irreductible a, e inexplicable por el anterior o los anteriores. La vida es una irrupción creadora (como decía Bergson) que nunca podrá explicarse por la realidad físico-material, pues, al fin, si fuera así, querría decir que todo es materia física y que, propiamente, la vida no existe. La misma argumentación podemos hacer respecto al pensamiento: es irreductible a la vida, particularmente en su dimensión cultural, espiritual, cognitiva y moral (cabría decir que incluso la dimensión biológica del ser humano, en cuanto constitutivamente transfigurada por los procesos culturales, es irreductible a la pura vida biológica). La perspectiva atea de Meillassoux consiste en sostener que cada ámbito, empezando por el de la propia materia, ha emergido espontánea y creadoramente, sin la necesidad de una intervención trascendente (divina). El ser (el universo, etc.) incluye la potencia creadora como constitutiva de su propia realidad (esto es el “emergentismo”). La existencia es de suyo potencia de irrupción, posibilidad absoluta, como hemos dicho. Ahora bien, ¿qué sería un cuarto mundo? Según nuestro filósofo sería el mundo de la justicia absoluta, de la inmortalidad y la renovación total (el “rebautizo”) de lo existente, es el mundo “divinológico”. No es una cuestión de teleología necesaria, no es que forzosamente vayamos a llegar a ese mundo (como no era forzoso que apareciera la vida en el mundo físico o el pensamiento en el mundo biológico). Hemos asumido que ontológicamente no existe necesidad ni finalismo de ningún tipo. Simplemente, dada la contingencia absoluta de lo existente no podemos negar la posibilidad de ese advenimiento. Pero ¿todo queda al azar? ¿Es un advenimiento que va a darse de suyo, de forma puramente azarosa, arbitraria, independientemente de nuestra voluntad y de nuestra acción? Meillassoux piensa que la función del ser humano (en el tercer mundo) es operar desde sí mismo, a través de la consecutiva y eficaz lucha por la justicia, el advenimiento del cuarto mundo, el advenimiento de lo divino, el reino de Dios en la tierra. Manteniendo ese compromiso, esa fe racional, que es fe a la vez en la contingencia y en la potencia de lo real, el humano puede convertirse en el “medio” del advenimiento de lo divino.

Así pues, el rasgo ético importante y requerido del Dios virtual sobre cualquier divinidad que se concibe como ya existente es el de su absoluta bondad, su carácter bondadoso sin reticencias, ambigüedades o dudas. Sólo un Dios que no existe puede ser bondadoso, absolutamente bondadoso. Pues sólo un Dios así, un dios inocente del mal y la injusticia existentes, podrá responder a la exigencia ética de justicia absoluta, es decir, podrá asegurar la definitiva superación de la injusticia a través de la resurrección de los muertos y el don de la inmortalidad. Esto no es religión, ni siquiera religión filosófica o filosofía religiosa. Es filosofía irreligiosa, que tampoco es simple ateísmo.

Sostengo que la posibilidad de la inmortalidad sólo es pensable siendo irreligioso, y que una filosofía de la inmanencia verdadera pasa no por un pensamiento de la finitud sino por una ética de la inmortalidad. Otra manera, más clásica, de formular esta tesis consiste en afirmar que la irreligión filosófica no es un ateísmo sino la condición para un acceso auténtico a lo divino.17

Ahora bien, para Meillassoux lo importante desde el punto de vista ético es que nosotros podemos fundar en la creencia en ese Dios posible -una fe especulativa, racional- nuestro compromiso con la justicia y la moralidad en general (la libertad, la igualdad, la solidaridad, la rectitud, el amor, la alegría). Este compromiso no posee un carácter meramente subjetivo, emocional, irracional. Está sustentado en toda la argumentación ontológica que el filósofo ha elaborado. Ciertamente, una fe especulativa no tiene ninguna certeza de que vaya ocurrir el advenimiento de lo divino (por eso es fe), pero su insistencia y persistencia abre el espacio de la posibilidad en el propio ser humano de ese advenimiento. La fe racional en una humanidad renovada abre la vía a una humanidad “divina”, a una súper-humanidad o sobre-humanidad que es ya el orden mismo de lo divinológico, el reino inmortal de la justicia absoluta.

Kant y Meillassoux: razón práctica y razón especulativa

La propuesta ética de Meillassoux tiene un gran parecido con la ética kantiana. Sin embargo, existen diferencias esenciales. Como sabemos, Kant funda la ética más significativa de la modernidad, de hecho, puede ser considerada la base ética de todo el pensamiento moderno hasta nuestros días. Frente al empirismo utilitario y frente al dogmatismo moral-religioso, Kant establece un programa de fundamentación subjetivo-racional del comportamiento ético. Esto tiene que ver con la famosa definición kantiana de la “buena voluntad” como fundamento del bien y de la acción moral.18 Buena voluntad nos dice Kant, es la única cosa buena que existe, en cuanto se trata de la buena intención con la cual se realiza una acción moral. Lo que vale siempre es que el bien se haga por sí mismo, como un fin absoluto, y no por otra cosa u otra razón (conveniencia, utilidad, acatamiento de órdenes, etc.). De esta manera, Kant no necesita ninguna fundamentación objetiva de la vida moral, es decir, no necesita suponer ninguna concepción ontológica del Bien. Particularmente, no necesita el supuesto de un Dios que proporcionaría (en cuanto Bien supremo) el fundamento de validez del valor moral. Kant introduce en la historia de la filosofía y en la historia de la moralidad la soberbia exigencia racionalista de que aún Dios tendría que someter sus actos a la Ley Moral.19 Por ende, el entendimiento de la ley moral, que nos cabe a los humanos mediante el uso de nuestra capacidad de razón, es primero respecto al establecimiento de cualquier principio absoluto o ente creador. De alguna manera se desprende del planteamiento kantiano que no necesitamos moralmente la creencia de que Dios existe (y que incluso puede ser un estorbo para una moralidad sana y consecuente).

Pero el problema que el kantismo tiene ante sí es el de la realización de la moralidad, el de la posibilidad del actuar moral. Sabemos gracias a Kant en qué consistiría una definición congruente del ser moral; pero no sabemos, también gracias a Kant, si ese ser moral es posible, si puede darse efectivamente en el mundo práctico. La crítica al kantismo (por ejemplo de Hegel, Schiller o Marx) se dirigió al carácter abstracto e irrealizable del imperativo categórico (la norma formal y universal de la ética kantiana) y, en general, a la dicotomía que Kant expandió entre el mundo sensible-natural y el mundo moral-racional. Por causa de la defensa de la moralidad pura, Kant insiste en la contraposición entre el ámbito de las inclinaciones o deseos del sujeto y el ámbito del deber puro, el imperio de la ley moral y la acción racional. Su insistencia llega al extremo de expulsar del campo moral cualquier cosa que tenga que ver con el placer y la felicidad del sujeto (si te gusta entonces no estás actuando por deber, parece ser la secreta exigencia del puritanismo kantiano). Nos deja, así, un abismo entre el mundo natural y el mundo moral, entre el Ser y el Deber ser. Pero más allá de la idea de Ser -necesario, inmutable, puro- y de la idea de Deber ser -perfecto, irrealizable, puro-, y más allá de su insuperable contraposición e irresolución, se encuentra, para Meillassoux, el reino del poder-ser, que es el reino sincrético de las posibilidades, del devenir, el advenimiento y el acontecimiento, es decir, la existencia misma en cuanto contingencia absoluta, en cuanto inmanencia total, por ende, en cuanto poder de innovación y creatividad radical e ilimitada; en cuanto libertad ontológica. El “ser” puro y el “deber ser” puro sólo existen como ficciones que justifican una vida sin porvenir ni solución, sin verdad ni salvación. En este sentido, la falacia naturalista (que reduce el deber ser al ser) tanto como la crítica de la falacia naturalista (que asume que el deber ser nada tiene que ver con el ser) están equivocadas ambas. Hay que pensar en la composibilidad del ser y el deber ser, y esto sólo es factible a partir de una ontología de lo posible en tanto esencia (in-esencia) de lo que existe.

Aunque habría que analizar en otra ocasión la función que tiene la estética (y la teleología) en el sistema filosófico kantiano respecto al asunto moral, es claro que la teoría ética de Kant deja el problema abierto de las mediaciones entre el orden del ser y el orden del deber ser. No hay fundamentación ontológica de la moralidad, lo más que podemos hacer, según el filósofo de Königsberg, es una fundamentación práctico-subjetiva. Ésta consiste en convertir las ideas trascendentales del conocimiento (ideas sobre las cuales la razón pura resultó impotente)20 en ideales de la vida práctica, es decir, hacer de la idea de Dios, del alma y de la libertad, postulados o condiciones ideales de la moralidad.21 Ésta es la manera en que Kant resuelve el problema de la metafísica: ella no tiene en realidad ninguna función en el campo cognoscitivo pero sí en el campo moral. La indisposición de la mente humana para renunciar a las cuestiones metafísicas expresa, para Kant, una necesidad moral, y es en la moral que debemos resolver la metafísica. Los entes metafísicos no son en verdad objetos de conocimiento sino presupuestos y de alguna manera propósitos o ideales de la acción moral.

De esta manera, nos dice Kant, Dios es el postulado de la posibilidad de la realización infinita del acto moral; sin presuponer que hay un ser eterno e infinito que asegura la prosecución indefinida de nuestra búsqueda de la perfección moral, no sería posible ningún acto moral,22 caeríamos fácilmente en el descreimiento y el desánimo: ¿por qué tenemos que insistir en ser buenos, en ser morales, si nuestra finitud y la finitud de la existencia toda define más bien el seguro fracaso de nuestra insistencia moral? Para evitar esta implicación necesitamos la idea de Dios.

Igualmente, el acto moral requiere que supongamos que nuestra alma tiene la posibilidad de ser inmortal, pues, de otra manera, sería insostenible la creencia en que el sujeto es capaz de superar su heteronomía, de llegar a ser autónomo, un alma pura.23 Sin la idea de inmortalidad nuestro comportamiento se entregaría fácilmente al dominio de los placeres y las conveniencias personales (imperativos pragmáticos de la voluntad) y acabaría renunciando al comportamiento moral.

Finalmente, el último presupuesto de la vida práctica es que nuestra voluntad es capaz de actuar libremente, esto es, que la libertad es una condición de la posibilidad de la moral.24 Como sabemos, sin libertad no hay manera de atribuir responsabilidad de sus actos a un sujeto determinado. Sólo si suponemos que el sujeto es libre podemos asumir que es capaz de actuar moral, autónoma y responsablemente. La libertad es concomitante de la autonomía del sujeto moral. Para Kant, ser autónomo no significa no obedecer ninguna norma, tampoco, obviamente, obedecer alguna norma preestablecida; significa, más bien, obedecer la norma que la propia voluntad se impone libremente a sí misma. De ahí la famosa fórmula kantiana de que la libertad y la ley moral son equivalentes, o son dos caras de una misma moneda, de una misma condición. “Voluntad libre y voluntad sometida a leyes morales son una y la misma cosa”, nos dice.25 La ley moral es la expresión máxima de nuestra libertad. Es actuando moralmente que somos realmente libres.

Para Kant la libertad es un ideal práctico, pertenece al orden de la vida práctica. La pregunta de si la libertad existe en el mundo, simplemente, no tiene sentido. Pues en el mundo fenoménico todo está regido por determinaciones y regularidades causales, cada fenómeno es lo que sus causas le permiten y nada más. En todo caso Kant propone distinguir dos tipos de causalidad: la que va de un fenómeno a otro y rige en el mundo natural, y la que viene del noúmeno -el mundo de la voluntad libre- al fenómeno -el mundo de las acciones-, de la cosa en sí a lo que se aparece, y es la causalidad de la libertad. En tanto que posee una base nouménica (ideal), la libertad no la podemos conocer directamente sino sólo indirectamente, a través de sus obras, sus manifestaciones o realizaciones. Es por el actuar moral del sujeto humano que sabemos que la libertad existe. La libertad es un supuesto, no una posibilidad real.

Meillassoux parece sostener algo parecido a la ética kantiana. Que las ideas de Dios, de la inmortalidad del alma y de la libertad son condiciones del acto moral. Pero mientras que para Kant se trata de postulados subjetivamente sustentados (creencias) y que no tienen más eficacia que la que puede tener cualquier simulación (“haz como si Dios existiera” nos pide Kant), Meillassoux busca que no sean meros postulados sino verdades a priori sobre el Ser (juicios sintéticos a priori, en terminología kantiana), es decir, aquella posibilidad que precisamente Kant había abandonado como punto de arranque de su filosofía -la posibilidad de la metafísica-. Como hemos visto, Meillassoux funda en un nuevo tipo de racionalidad filosófica la validez de un pensamiento metafísico -una metafísica de la contingencia absoluta y no de la necesidad absoluta-. Los postulados de la razón práctica se convierten, en Meillassoux, en posibilidades reales y objetivas del mundo existente. Dios puede llegar a existir. Podemos llegar a ser inmortales. Podemos llegar a ser totalmente libres. Por ende, no requerimos de ninguna “simulación” (el “como si” de Kant) y nuestro compromiso con la moralidad, con la justicia, puede ser pleno, pues está fundado en una posibilidad objetiva y no sólo en una posibilidad subjetiva (el ansia de Dios); en una realidad y no en una mera idea o “representación”.

Comentario final

Dios no existe, pero puede llegar a existir; no somos inmortales, pero podemos llegar a serlo; no somos plenamente libres, pero cabe que lo seamos alguna vez. Ciertamente, en tanto que posibilidades contingentes, nada hay que las pueda garantizar. Al igual que en Kant, es nuestra decisión comprometida, ahora fundada ontológicamente, la que de alguna manera, y a través de un proceso constructivo, nos puede acercar a aquellas posibilidades. Los seres humanos podremos realizar el reino de Dios -el reino de la justicia absoluta- en este mundo. El ser humano resulta ser, como quería Nietzsche, un puente hacia lo sobre-humano, hacia la vida inmortal (este es el significado del “eterno retorno”, según Meillassoux),26 hacia el “cuarto mundo”. Desde su capacidad de comprensión y asunción de la contingencia del Ser mediante el uso puro de la razón se revela el sentido propio de la dignidad humana: ser capaz de soportar la labilidad de todo lo que existe y, aún así, confiar en la existencia, en sus posibilidades. Es esta confianza, confianza absoluta en las posibilidades del Ser y en las posibilidades del Conocer, lo que otorga la última y esencial dignidad al ser humano. Lo que hace de él un valioso medio para alcanzar la trascendencia en este mundo, para acabar, por fin, con la oposición entre trascendencia e inmanencia. El Ser es potencia, posibilidad, fuerza creadora: lleva en sí el signo de lo divino, la virtualidad de Dios, el Dios virtual, que no existe, pero puede llegar a existir.

Decíamos que la propuesta de Meillassoux rebasa, en cuanto a sus alcances, el mero ámbito del pensamiento filosófico, y pone en cuestión la entera historia del pensamiento y la cultura. En particular, pone en cuestión la “soluciones” religiosas a la problemática humana tanto como también las “soluciones” meramente ateas. Lo que el filósofo francés propone es una síntesis entre razón filosófica (incluso científica) y esperanza religiosa. Esta síntesis sólo es posible bajo el principio de la contingencia absoluta de la existencia y la creencia en un Dios virtual. Pues lo que subyace a la idea de Dios es la idea de la posibilidad de la justicia absoluta, la idea de la posibilidad absoluta de la bondad. Kant había visto bien esto, es decir, el carácter ineludiblemente moral de la idea de Dios, pero no encontró otra opción que la de mantener la idea de Dios como una mera idea, es decir, como una condición sólo subjetiva de la vida moral. Con su propuesta de “divinología”, Meillassoux presenta una alternativa al equívoco kantiano: podemos darle consistencia ontológica a la idea de Dios, a la esperanza del advenimiento de lo “divino”. Con todo lo inverosímil que parezca, esta esperanza es racional y objetiva, y no es contradictoria con el pensamiento científico. Ciertamente, también es condición que nos liberemos del cientificismo, de la suposición de que la ciencia nos proporciona una visión del verdadero orden necesario de las cosas (lo que, simplemente, resulta ser un religión sin dios, un dogmatismo ideológico más). Liberando a la ciencia y a la religión de la idea de “necesidad” (la idea metafísico-dogmática) podemos avanzar hacia un buen entendimiento entre ambas y, quizás, hacia un nuevo estadio del pensamiento humano y de la humanidad como tal.

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1Quentin Meillassoux es una de las figuras principales del movimiento del “realismo especulativo”, surgido en 2007. Ha sido profesor de la École Normale Supérieur, y actualmente es profesor de la Université de Paris. Para una presentación e introducción general a su pensamiento, ver Graham Harman, Quentin Meillassoux. Philosophy in the Making (Edinburgh: Edinburgh University Press, 2011); y Peter Gratton y Paul J. Ennis, The Meillassoux Dictionary (Edinburgh: Edinburgh University Press, 2015).

2Para la exposición de la concepción ética de Meillassoux consideramos los “Extractos” de su tesis de doctorado “L’inexistence divine” (1997) incluidos en el libro citado de Harman. Aunque inédita, es accesible en archivo electrónico a través de internet. Como sea, varias de las ideas contenidas ahí han sido desarrolladas por Meillassoux en diversos artículos e intervenciones a los que haremos haciendo referencia a continuación.

3Sobre la refutación a la religión y al ateísmo, el texto fundamental de la concepción “divinológica” de Meillassoux: “Deuil à venir, Dieu à venir”, Critique, vol. 1, núm. 704-705 (2006): 105-115. Traducido al español como “Duelo por venir, Dios por venir”, incluido en Mario Teodoro Ramírez, coord., El nuevo realismo. La filosofía del siglo XXI (México: Siglo XXI Editores, 2016).

4Immanuel Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón (Madrid: Alianza, 1969), 60.

5La exigencia de justicia, “la eterna indignación frente a lo injusto”, parece ir contra Dios mismo, al grado que el propio profeta le reclama a su Dios que responda (Habacuc I, 13). Esther Cohen, “El silencio de Dios”, en: Isabel Cabrera y Elia Nathan, Religión y sufrimiento (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1996), 79.

6Cf. Isabel Cabrera, El lado oscuro de Dios (México: Paidós / Universidad Nacional Autónoma de México, 1998).

7El estudio científico (sociológico y antropológico) de la religión, ampliamente desarrollado en el siglo XX, muestra esa concepción de Dios como la idea o la imagen de un poder inasible, portentoso, in-humano incluso. Es lo numinoso, el Mysteirum tremendum, de que habla Rudolf Otto en Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios (Madrid: Alianza, 1980); el “todo-poder” de que habla G. Van Der Leeuw en Fenomenología de la religión (México: Fondo de Cultura Económica, 1964); o lo “sagrado” de que habla Mircea Eliade en Lo sagrado y lo profano (Barcelona: Labor, 1967). Acerca de la función sociológica de la religión, ver también: Peter Berger, El dosel sagrado. Elementos para una sociología de la religión (Buenos Aires: Amorrortu, 1971). Quizá no sea una hipótesis aventurada observar que los estudios antropológicos (que tiene por objeto en muchos casos formas religiosas no occidentales y no modernas) influyeron en la visión más “negativa” y de alguna forma más abierta de lo divino (el Dios ausente) que tienen varios filósofos del siglo XX como Heidegger, Wittgenstein, Adorno, Benjamin, Levinas (destacadamente), Derrida, etc. Sobre el giro religioso en la filosofía de fines del siglo XX; ver Jacques Derrida y Gianni Vattimo, La religión. Seminario de Capri (Buenos Aires: La Flor, 1997; incluye además textos de Maurizio Ferraris, Hans-Georg Gadamer, Alda Gargani, Eugenio Trías y Vicenzo Vitiello); Michel Henry, Yo soy la verdad. Para una filosofía del cristianismo (Salamanca: Sígueme, 2001); Gianni Vattimo, Después de la cristiandad. Por un cristianismo no religioso (Barcelona: Paidós, 2013); Jean-Luc Nancy, La declosión (Deconstrucción del cristianismo I) (Buenos Aires: La Cebra, 2008).

8“Pero el ente que no diferencia entre buenos y malos, y justos e injustos, que no distribuye los bienes de la vida basándose en méritos de tipo moral y que, en general, da la impresión de ser un ente bueno justamente porque sus virtudes (por ejemplo, la luz del sol y el agua de la lluvia, que aportan reposo) son la fuente de las sensaciones más beneficiosas, este ente, digo, es justamente la Naturaleza”. Ludwig Feuerbach, La esencia de la religión (Madrid: Páginas de Espuma, 2005), 33.

9Quentin Meillassoux, “Excrepts”, en: Graham Harman, Quentin Meillassoux. Philosophy..., posición 4547 de la edición electrónica. La traducción del inglés es nuestra.

10Ibid. Se refiere a todo el humanismo moderno, desde el Renacimiento y a las figuras cumbres en la filosofía alemana, Kant, Hegel, Marx hasta las destacadas figuras del siglo XX como Jean-Paul Sartre y Erich Fromm.

11Sobre lo posible, lo potencial, lo virtual, ver Quentin Meillassoux, “Potentiality and virtuality”, en Levi Bryant, Nick Srnicek y Graham Harman, The Speculative Turn (Melbourne: re.press, 2011), 224-237.

12Para la concepción ontológica (metafísica) de Meillassoux, cf. Quentin Meillassoux, Después de la finitud. Ensayo sobre la necesidad de la contingencia (Buenos Aires: Caja Negra editora, 2015). Sobre la filosofía de Meillassoux ver los siguientes ensayos incluidos en Levi Bryant, et al., The Speculative Turn: Peter Gratton, Speculative Realism. Problems and Prospects, New York: Bloomsbury, 2014: Alberto Toscano, “Against Speculation, or, A critique of the Critique: A Remark on Quentin Meillassoux’s After Finitud (After Colleti)”; Adrian Johnston, “Hume’Revenge: À Dieu, Meillassoux?”; Martin Hägglund, “Radical Atheist Materialism: A Critique of Meillassoux”; Peter Hallward, “Anything is Possible: A Reading of Quentin Meillassoux’s After Finitude”.

13Quentin Meillassoux, “Contingencia y absolutización de lo uno”, Nombres XX, 25 (2011): 196.

14Meillassoux, “El problema de Hume”, en Después de la finitud, 133-178.

15Cf. David Hume, Tratado de la naturaleza humana, 2 vols. (Madrid: Editora Nacional, 1977), particularmente Libro primero.

16Cf. Immanuel Kant, “La analítica trascendental”, en Crítica de la razón pura (México: Fondo de Cultura Económica / Universidad Autónoma Metropolitana / Universidad Nacional Autónoma de México, 2009).

17Quentin Meillassoux, “L’Immanence D’Autre-Monde”, Ethica, vol. 16, núm. 2 (2009): 40. La traducción es nuestra.

18Cf. Immanuel Kant, “Tránsito del conocimiento moral, vulgar de la razón al conocimiento filosófico”, en Fundamentación metafísica de las costumbres (Madrid: Espasa-Calpe, 1946).

19Esto es lo que significa la religión dentro de los límites de la mera razón, es decir, dentro de la mera moral.

20Cf. Kant, “La dialéctica trascendental”, Crítica de la razón pura, 316 y ss.

21Cf. Immanuel Kant, “Libro segundo. Dialéctica de la razón práctica”, Crítica de la razón práctica (México: Fondo de Cultura Económica / Universidad Autónoma Metropolitana / Universidad Nacional Autónoma de México, 2005), 128 y ss.

22Kant, “La existencia de Dios como un postulado de la razón pura práctica”, en ibid., 148-156.

23Kant, “La inmortalidad del alma como un postulado de la razón pura práctica”, en ibid., 145-147.

24Kant, “Del concepto de un objeto de la razón pura práctica”, en ibid., 68 y ss.

25E. Kant, Fundamentación metafísica de..., 112.

26Cf. Quentin Meillassoux, “L’immanence. D’outre Monde”, pp. 39-71.

Recibido: 06 de Mayo de 2016; Aprobado: 10 de Enero de 2017

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