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En-claves del pensamiento

versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.8 no.16 México jul./dic. 2014

 

Reseñas

Ana Torres Arroyo, Rufino Tamayo: identidades pictóricas y culturales, Universidad Iberoamericana, México, 2011.

Dina Comisarenco Mirkin1 

* Docente-investigadora de la Universidad Iberoamericana, México, dina.comisarenco@gmail.com

Torres Arroyo, Ana. Rufino Tamayo: identidades pictóricas y culturales. Universidad Iberoamericana, México: 2011.


En el muy apasionante y apasionado campo del arte, de la crítica y de la histoira del arte mexicano, Rufino Tamayo (1899-1991) ocupa un lugar central y controversial por antonomasia, pues es amado por muchos y repudiado por tantos otros, y muy comunmente y en cambos casos más por cuestiones ideológicas que estéticas. Considerado por los primeros como el único artista mexicano capaz de expresar por fin lo universal, y tildado frecuentemente por los segundos como europeizante e incluso derivativo o vendido por haber sido uno de los artistas oficiales del gobierno mexicano en los años cincuenta, lo cierto es que la riqueza formal y la profundidad filosófica de la obra de Tamayo, hacen ver a todas estas polémicas como mezquinas e insignificantes. Sin embargo, en vida Tamayo tuvo que librar muchas batallas para ganar su más que merecido y muy destacado lugar profesional, y todavía hoy, a más de veinte años de su muerte, continúa la enfervorizada lucha, ahora en lo que a estudios críticos e históricos se refiere.

La Dra. Ana Torres Arroyo, especialista en arte mexicano del siglo XX de la Universidad Iberoamericana, en su libro Rufino Tamayo: identidades pictóricas y culturales, no sólo cuestiona algunos de los prejuicios heredados por la historiografía tradicional sobre Tamayo, en gran parte responsables de estas enardecidas y dicotómicas respuestas en relación con nuestro artista, sino que al hacerlo, pone bajo una muy necesaria inspección a la historiografía misma del arte nacional, a un nivel mucho más general. Con rigor académico, con una argumentación razonada y sólida, basada en el análisis de fuentes primarias y secundarias bien localizadas, leídas e interpretadas, y también con la valentía que hace falta para romper paradigmas y prejuicios de todo tipo, Torres Arroyo cuestiona los fundamentos conceptuales historiográficos de nuestro pasado reciente, logrando así sobrepasar los límites impuestos por el criterio de autoridad, ese pesado lastre académico que, triste y frecuentemente, una y otra vez inmoviliza a gran parte de la historiografía del arte mexicano hasta la fecha, obligándonos a leer lo mismo, una y otra vez a través del tiempo.

Uno de los aportes principales planteados por Torres Arroyo en su libro es el desafío que propone a la muy difundida idea según la cual Tamayo es considerado como un artista "de ruptura," afirmación que tomada de forma excesivamente literal llevó a muchos estudiosos de distintas etapas a reconstruir su vida y obra como la de una figura completamente aislada del resto de sus colegas artistas mexicanos, e incluso de los intereses propios a su generación. Torres Arroyo señala justamente en cambio que si bien Tamayo no estaba de acuerdo en algunos temas importantes con respecto a muchos de sus colegas artistas de su época, compartía también con ellos muchas otras afinidades fundamentales. Acertadamente afirma entonces en su libro, que es un error separar a Tamayo -y de hecho a cualquier artista que se estudie a profundidad- del contexto artístico y político en el que vive, pues efectivamente muchas de las preocupaciones y anhelos expresados por los artistas en sus obras son no sólo individuales, sino fundamentalmente sociales. Con justeza Torres Arroyo concluye así que Tamayo fue un artista del movimiento artístico postrevolucionario, principalmente en lo que al contenido político y cultural de sus obras se refiere, y que consiguientemente su obra constituye una parte ineludible del contexto de la mexicanidad y del nacionalismo que caracterizaron a una buena parte del arte mexicano del siglo XX.

Para demostrar su tesis, la autora analiza un conjunto significativo de obras de Tamayo tomando en cuenta cinco dimensiones fundamentales que va examinando cuidadosamente en cada uno de los capítulos que conforman su texto: 1) las relaciones de Tamayo con la mexicanidad y con la modernidad artística, 2) su participación en el nacionalismo posrevolucionario, 3) en el primitivismo 4) en las ideas filosóficas de la época y finalmente, 5) en la representación visual misma, principalmente en lo que al "mexicanismo indigenista" y al muralismo se refieren. Si bien es cierto que la mayor parte de estos temas, principalmente los conceptos del mexicanismo versus la universalidad, de la pintura de caballete versus la pintura mural, y del realismo versus la abstracción, habían sido puestos ya sobre la mesa en 1962, por el gran historiador del arte Justino Fernández en su obra clásica El hombre: estética del arte contemporáneo, lo interesante del libro de Torres Arroyo reside justamente en su capacidad para escudriñarlos a todos con nuevos ojos, explicitando al hacerlo muchos de los prejuicios contenidos en la historiografía tradicional. La fuerza de sus argumentos resulta muy convincente, y siento como lectora que después de leer el texto puedo acercarme a Tamayo de forma renovada.

Es así como Torres Arroyo, en el capítulo I, "Miradas e imaginarios", cuidadosamente reconstruye la historia de la crítica artística sobre la obra de Tamayo, comenzando con la de Xavier Villaurrutia y la de Luis Cardoza y Aragón, quienes reconocieron en el artista una tendencia lírica y formal que lo distingue de la pintura narrativa y política del muralismo mexicano; y cómo, cuando a finales de los años cuarenta Tamayo comenzó a representar sus imágenes de figuras conectadas con el infinito, se profundizó la polémica entre quienes veían en esta tendencia una virtud y quienes, como Antonio Rodríguez, lo reprobaban por considerar que su arte se había deshumanizado, pues se había vuelto abstracto y ajeno al pueblo. Continúa narrando la especialista, como en 1947 estalló la disputa pública con Orozco y con Siqueiros, quienes lo tildaron de realizar una pintura extranjera, burguesa y abstraccionista, y cómo Tamayo se defendió señalando que lo que le interesaba era realizar una pintura universal con acento mexicano. En este recuento historiográfico, Torres Arroyo continúa refiriendo entonces el famoso texto de Octavio Paz de 1951, Tamayo en la pintura mexicana, que señalaba la famosa "ruptura" de la obra del oaxaqueño, pues si bien el artista no negaba el valor de la obra de los iniciadores, sino que por el contrario la continuaba señalaba también que lo hacía transitando por otros caminos.1 Esta interpretación reforzada más adelante, según señala Torres Arroyo, por otros muy destacados estudiosos del arte nacional como Oliver Debroise, Jorge Alberto Manrique y Teresa del Conde, que identificaron la ruptura de Tamayo en el aspecto formal, llevó a consolidar la idea de que Tamayo fue el iniciador de la "ruptura" misma en contra de la así llamada Escuela mexicana.

En contraposición con esta visión canónica de Tamayo, Torres Arroyo se propone en su libro demostrar que el pintor tuvo más afinidades que diferencias con el movimiento artístico posrevolucionario, tanto en lo que hace al tema del indigenismo, como en cuanto al interés por definir visualmente la identidad nacional, y en lo que se refiere a los múltiples contactos que todos los artistas de entonces tuvieron con el arte moderno internacional y con la idea de universalidad misma.

En el capítulo 2, "Corazón salvaje que late en la dinámica de la modernidad", con mucho detalle, Torres Arroyo traza los contactos que Tamayo fue estableciendo desde muy temprano con el arte prehispánico, principalmente a partir de su trabajo como dibujante en la Sección de Fomento de las Artes Industriales y Aborígenes del Museo Nacional de Arqueología, Historia y Etnografía, y cómo en contacto con las vanguardias artísticas internacionales de aquel entonces, especialmente a través de su primer estadía en Nueva York, su "primitivismo" fue adquiriendo sus características propias. Una vez más llama la atención cómo la crítica contemporánea, tanto la extranjera como la nacional, comienzan a relacionar este primitivismo con las raíces indígenas del artista hasta que finalmente es Tamayo mismo quien se identifica no sólo con la pureza formal del arte mesoamericano, sino también porque su inspiración se convierte en una forma de expresar el dolor, la tragedia y el horror que vivieron las culturas originarias de México. Comienza a esbozarse así esta tan singular y recurrida mezcla de lo nacional y lo universal en la pintura de Tamayo. Torres Arroyo prueba su hipótesis de las muchas afinidades que unen a este primer Tamayo con las numerosas posibilidades expresivas abiertas a los artistas en la etapa posrevolucionaria. Una vez más resulta fascinante revivir a través del texto, cómo fue conformándose el proceso creativo de Tamayo, no sólo a partir de su propia voluntad artística, sino en contacto con un abanico enorme de posibilidades y respuestas por parte de la crítica que el artista fue seleccionando y decantando hasta hacerlas propias.

En el capítulo 3, "Identidades diversas", Torres Arroyo realiza un recorrido por el repertorio iconográfico del Tamayo temprano, desde la temática indígena, hasta la social, demostrando una vez más, pero ahora desde lo político, como el artista estaba imbuído de la ideología de izquierda que caracterizaba a muchos artistas e intelectuales de aquel entonces, muy especialmente como reacción en contra de la amenaza del fascismo a nivel internacional. Señala la autora que Tamayo participó en algunas de las actividades de la LEAR como el American Artist's Congress en Nueva York al que asistió como delegado, pero a pesar de haberse identificado con los intereses de las clases trabajadores, con el anehlo por una sociedad más justa, y con la defensa de la libertad, nunca fue un artista comprometido politicamente. Compartió con algunos de sus contemporáneos algunos temas y símbolos, e incluso el interés por el arte público, pero quizás justamente porque su actitud en este ámbito nunca fue ni radical ni dogmática, su separación del resto del grupo resultó inevitable. Aunque quizás dicha separación no fue buscada por él de forma deliberada, el reaccionar en contra del autoritarismo de Orozco, Siqueiros y Rivera, llevó a Tamayo a redefinirse a sí mismo, y así fue que comenzó a encontrar y a profundizar en su propia identidad estética y temática.

En el capítulo 4, "Polarización política y artística", Torres Arroyo prosigue con su meticulosa tarea de contextualizar el proceso creativo de Tamayo, y ahora es el turno de sus múltiples relaciones con el arte norteamericano de posguerra, particularmente con el expresionismo abstracto. Apoyándose en especialistas como Serge Guilbaut y Eva Cockcroft, Torres Arroyo señala la construcción crítica que acompañó a esta escuela artística hasta transformarla en un símbolo no sólo estético sino político. En relación con Tamayo, interesa principalmente la manera en que los norteamericanos recurrieron al mito y a la espiritualidad del arte primitivo, como una forma eficiente de expresar las angustias propias de la sociedad contemporánea, proceso que como se señaló anteriormente constituía ya una de las tendencias latentes y cada vez más visibles en la pintura del mexicano. Señala también la autora el impacto decisivo de la exposición retrospectiva de Picasso de 1939 en el MOMA, de Nueva York, a partir de la cual Tamayo reforzó su primitivismo e inició un camino más personal "con un colorido intenso y un mayor simbolismo".2 3

Las diferencias políticas que en México profundizaban las diferencias entre los partidarios del arte figurativo y los del abstracto alcanzaron su punto más álgido con la famosa controversia establecida entre Siqueiros y Tamayo, interpretada, tal y como señala Torres Arroyo, con gran sentido del humor por nuestro artista en su obra Discusión acalorada de 1953. Acertadamente señala también la autora, que en realidad ambos proponían una "nueva pintura" sustentada en el humanismo y el realismo y que ambos realizaron prácticas experimentales con contenidos a la vez plásticos y políticos. Pese a la explicitación de Tamayo en cuanto al realismo de su estética, las diferencias entre la pintura decididamente política del muralismo fundador y la postura más plástica de Tamayo, las posiciones fueron radicalizándose en el contexto de las políticas culturales de aquel entonces.

A continuación, con una gran claridad expositiva, la especialista describe el proceso de institucionalización del muralismo durante la presidencia de Miguel Alemán. Demuestra así como la expresión de la "mexicanidad," como acento nacionalista apropiado para conseguir la neutralización política que se perseguía era lo suficientemente amplia como para dar cabida en ella también a Tamayo, quien efectivamente se benefició del patrocinio gubernamental de aquel entonces, muy especialmente en las exposiciones internacionales en las que se lo invitó a participar junto a los tres grandes. Las contradicciones propias del arte público, entre artista y comitentes, señaladas generalmente por los otros artistas, se hacen palpables en el caso de Tamayo, aunque no hay que olvidar que en el arte público siempre hay contradicciones, pero creo que es justamente en esta negociación estética y temática entre artistas y comitentes, en esta adaptación a las circunstancias sociales de creación de una obra, cuando se supera la subjetividad exagerada del artista, para alcanzar en cambio el estilo que exprese también a su época.

El capítulo 5, "Mexicanidad, existencialismo y universalidad", es sin lugar a dudas mi favorito, pues aquí Torres Arroyo estudia de forma detallada las múltiples interrelaciones entre la filosofía de la época, particularmente la del filósofo y poeta Octavio Paz, con la pintura de Tamayo, caso extraordinario de afinidades intelectuales, que nos permiten visualizar, que no se trata de relaciones establecidas a posteriori por la crítica, gracias a la supuesta "perspectiva histórica" que nos otorga el paso del tiempo, sino de interrelaciones reales que retroalimentaron mutuamente el pensamiento que subyace, tanto a la escritura como a la pintura, de ambos distinguidos mexicanos. Torres Arroyo demuestra así que la cultura es continua y mientras las reflexiones de Paz sobre la existencia humana y el ser mexicano impactaron en la obra de Tamayo, también la obra del pintor ejerció un efecto notable sobre el ensayista.4

Finalmente, en el capítulo 6, "Identidades visuales y filosóficas", y como broche de oro, Torres Arroyo estudia la producción mural de Tamayo, y así como el mismo artista afirma se trataba de "un resumen" de lo que pensaba y hacía, en esta parte del texto la autora realiza una síntesis perfecta de todos los temas e ideas planteadas previamente en su libro.

Torres Arroyo nos ofrece así una nueva lectura de Tamayo, muy en particular en relación con el reconocimiento de la dimensión política de su arte, un aspecto que como ella misma reconoce ha sido poco estudiado y que sin embargo, estuvo presente a lo largo de toda su vida y carrera, nutriendo a la riqueza formal de su obra con una profundidad filosófica excepcional. Tradicionalmente se interpreta a Tamayo como un artista de carácter lírico y universal, milagrosamente aislado del movimiento muralista mexicano. En este texto, a través de un análisis exhaustivo de su vida y obra, Torres Arroyo propone recontextuarlo en su época, demostrando así los múltiples nexos y continuidades del artista en relación con el nacionalismo cultural revolucionario, el "primitivismo" y su variante local del indigenismo, como así también con el compromiso social y político característico del muralismo mexicano.

La conclusión general que impone dicho enfoque resulta interesante no sólo para el conocimiento profundo de la obra de Tamayo, sino también para la historiografía del arte mexicano, pues se expanden así las posibilidades de estudio del arte nacional, y se reitera de forma contundente que existen relaciones mutuamente enriquecedoras entre los artistas individuales y sus respectivos contextos históricos.

Como todo buen libro el texto de Torres Arroyo, además de exponer interesantes conclusiones, abre además posibilidades nuevas de investigación, sentando bases muy sólidas para comenzar a indagar el también fascinante problema de cómo la misma historia de la crítica contemporánea de Tamayo y su confrontación ideológica y estética con sus colegas artistas fueron marcando las pautas que el mismo Tamayo decidió adoptar en su carrera, en parte al menos, como respuesta empática o antagónica a lo que los críticos y artistas comenzaban a intuir en su obra rasgos que seguramente fue acentuando para distinguirse así de los que ya ocupaban un lugar demasiado presente en la plástica nacional y que, por lo menos por un tiempo, no parecían dejar el lugar necesario para ningún otro artista semejante. De esta forma, además de todo lo dicho, Torres Arroyo deja claro que intuye el proceso dialéctico que subyace en toda creación artística, entre el carácter individual de todo creador y las circunstancias sociales, políticas y culturales propias del entorno que le toca vivir.

Se trata, pues, de una muy necesaria y bienvenida revisión historiográfica, desde donde seguir reflexionando y construyendo preguntas sobre la muy rica historia del arte mexicano, sus relaciones con la vanguardia internacional, las funciones que las imágenes pueden desempeñar en las sociedades y el proceso creativo mismo de un gran artista.

Referencias

Ana Torres Arroyo, Rufino Tamayo: identidades pictóricas y culturales, Universidad Iberoamericana, México, 2011, p. 161. [ Links ]

1Señala Ana que si bien Paz reconocía al mismo tiempo, la existencia de contenidos filosóficos y universales en la obra de Tamayo, que rompían con la tradición interpretativa de carácter exclusivamente lírico, al relacionar su obra con el tema de la confusión y de la crisis de la vida moderna en la destructiva sociedad industrial, lo ubicaba al mismo tiempo, en un espacio opuesto al desarrollo del movimiento artístico posrevolucionario, como un pintor aislado y solitario.

2Si bien acertadamente señala Ana que hubo muchas más afinidades entre Tamayo con el grupo del informalismo europeo, particularmente con los miembros de CoBra como Pierre Alechinsky y Karl Appel, no profundiza tanto en esta relación, que queda así como tarea pendiente para otros estudios.

3Ana Torres Arroyo, Rufino Tamayo: identidades pictóricas y culturales, Universidad Iberoamericana, México, 2011, p. 161.

4Como nota al margen resulta curioso notar que para un sector importante de la izquierda mexicana, Tamayo es justamente el equivalente de Paz en el campo de la literatura, e igualmente repudiado hasta la fecha, odio a veces fanatizado que una vez más no permite ver la genialidad de una parte importante de su producción creativa.

Recibido: 14 de Noviembre de 2012; Aprobado: 21 de Octubre de 2013

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