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En-claves del pensamiento

versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.7 no.13 México ene./jun. 2013

 

Artículos

 

El quiasmo y el dilema. Las encrucijadas de la secularización en Tocqueville

 

Juan Antonio González de Requena Farré*

 

* Doctor en Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, Académico de la Universidad Austral de Chile, Chile, <jagref8@gmail.com>.

 

Fecha de recepción: 08/08/2011
Fecha de aceptación: 22/03/2012

 

Resumen

La "secularización" ha llegado a ser una significante clave de nuestros tiempos modernos, a pesar de su ambivalencia: algunas veces el concepto preserva un continuo teológico-político y despliega una narración lineal de la revolución democrática moderna; otras, se refiere a un desplazamiento de todo lo sagrado fuera de la esfera pública. Tocqueville no desarrolló explícitamente una teoría de la secularización, pero analizó sutilmente las complejas vías de la experiencia religiosa en una sociedad democrática y su relación con los hábitos sociales y las instituciones políticas. En este artículo exploramos cómo, más allá del vínculo y del bloqueo teológico-político, Tocqueville descubre cierto tipo de Providencia en nuestra revolución democrática moderna: una inevitable condición de incertidumbre que nos urge a decidir.

Palabras clave: secularización, religión, política, revolución democrática, incertidumbre.

 

Abstract

"Secularization" has become a key signifier of our modern times, though its ambivalence: sometimes the concept preserves a theological-political continuum and displays a linear narration of the modern democratic revolution; other times, it refers to a displacement of everything sacred out of public sphere. Tocqueville didn't explicitly develop a theory of secularization, but he analyzed subtly the complex religious ways of experience in a democratic society and their relation to social habits and political institutions. In this article we explore how, beyond the political-theological link and lock, Tocqueville discloses some kind of Providence in our modern democratic revolution: an inevitable condition of uncertainty which urges us to decide.

Key words: secularization, religion, politics, democratic revolution, uncertainty.

 

Las ambivalencias de la secularización

El significante "secularización" se ha inscrito tan profundamente en los imaginarios sociales modernos, que parece anudar muy diferentes cabos de las tendencias a la escisión o desplazamiento de lo religioso en el espacio público. El léxico de la secularización concentra significaciones que remiten al Anal de las formas de autoridad política emanadas de la presencia divina o de un tiempo superior y trascendente, pero también connota las formas en que los órdenes mundanos del beneficio económico, la esfera pública o las agencias colectivas han sido investidos como manifestaciones de la Providencia divina. Designa el desencantamiento, desdivinización y racionalización que nos confinan en un exilio profano; pero también da cuenta de la sacralización de la vida cotidiana y refiere el despliegue de toda acción social en un tiempo secular del que no están excluidas las identificaciones religiosas o la apertura de nuevos espacios para la religión en la vida pública.1 Como término clave filosófico-político sobrecargado de sentidos, la "secularización" no sólo significa la pérdida de los modelos tradicionales de consagración de la autoridad, sino que designa la erosión de los fundamentos teológico-metafísicos y la apertura a la contingencia de la acción mundana. En fin, estamos ante un significante elusivo, que ha pasado del ámbito jurídico-político al campo de la filosofía de la historia, para terminar caracterizando cierto escenario de desencantamiento, desmitificación y extrañamiento del mundo.2

En el contexto de la primera modernidad la secularización se concibe como un proceso jurídico-político de exclusión de la autoridad eclesiástica de ámbitos de la actividad pública, de manera que el poder temporal y la actividad política conquistan su autonomía. Ya en este primer escenario de afirmación de una jurisdicción política autónoma, la secularización encierra una paradoja de fondo. Y es que la afirmación de una soberanía intramundana constituye un efecto perverso derivado de las formas de investidura sagrada del poder real que caracterizaban a la teología política medieval; pero, además, la paradoja es doble, pues la diferenciación entre lo político y lo religioso se traduce en un juego especular, en virtud del cual la Iglesia se estataliza y el Estado se sacraliza.3 En efecto, ya la teología política medieval había llevado a cabo un desplazamiento decisivo en la investidura del poder real. De una realeza "cristocéntrica", que concebía al rey como personificación de Cristo y gemina persona (o doble naturaleza, imagen humana de Dios, mediador entre cielo y tierra), de manera que la realeza se representaba litúrgica y sacramentalmente como vicaría sobre las almas; se pasó progresivamente a una realeza "iuscéntrica", que representa al rey como encarnación de la equidad e imagen del Derecho (un monarca, a un mismo tiempo, señor y siervo de la ley, personificación de la justicia y mediador entre las leyes divinas y humanas). Hasta que, finalmente, se consagró una realeza "politicéntrica", de modo que el Estado soberano —la esfera pública impersonal del fisco y la continuidad de la Corona— resultó consagrado como corpus mysticum secular, al mismo tiempo que la Iglesia se constituía como una corporación política.4

Una segunda puesta en escena del significante "secularización" tiene lugar en la filosofía de la historia decimonónica, que disuelve en el curso inmanente del tiempo secular toda forma de trascendencia y de dualismo mundano-espiritual. Así pues, —tal y como ocurre en la estela del hegelianismo— la historia universal será concebida como la mundanización del Espíritu a través del despliegue efectivo del acontecer epocal.5 Bajo esta acepción de la secularización, la fe cristiana en la salvación constituiría el trasfondo de una filosofía de la historia que esboza cierto sentido progresivo de los acontecimientos y consagra el juicio de la historia como tribunal supremo; de ese modo, se trasladan al mundo secularizado expectativas de sentido mesiánicas y escatológicas, que terminan proyectándose en los ámbitos post-cristianos del progreso universal, la revolución mundial o algún salvador político.6 Y cuando la moderna filosofía de la historia no proyectó expectativas mesiánicas bajo el aspecto de una apuesta futurista, introdujo toda una teodicea secular cuyos motivos fundamentales fueron la "tribunalización" del mundo (como si toda realidad de la vida requiriera justificación y legitimación), la "autonomización" (esto es, la consagración de la autonomía como descargo del Dios creador, en beneficio de la auto-creación humana), o la "bonificación" de la maldad y la compensación por lo malo (formas de "desmalificación" del mal, que trivializan el sufrimiento, la enfermedad y el dolor, consagran la finitud y la fragilidad, o prometen cierta restitución y equilibrio).7

En la masiva circulación contemporánea del significante secularización, se han multiplicado tanto las acepciones como los contextos de inscripción, al mismo tiempo que se han desgastado los grandes relatos o las interpretaciones unívocas del concepto; como si estuviera en curso cierta secularización de la secularización. En el marco de la sociología comprensiva de Weber, el concepto de secularización adquiere un sentido descriptivo típico-ideal que remite a la forma específica de racionalismo occidental (característica de la actividad económica capitalista, de la técnica y la ciencia, así como de la organización formal del Derecho y la administración estatal). En este sentido neutro y descriptivo, la secularización involucra la extensión de esa racionalidad instrumental que subyace al moderno desencantamiento del mundo y a la exclusión de medios mágico-sacramentales de salvación. Paradójicamente, a esa secularización —entendida como desencantamiento— habrían contribuido decisivamente la ética económica y las ideas religiosas del protestantismo, que consagraron el ascetismo intramundano, la valoración de la profesión y el imperativo del trabajo profesional, así como la conducta metódica, el cálculo práctico y el control sistemático.8

Además, en el contexto del pensamiento político contemporáneo, el concepto de secularización ha generado cierto conflicto de interpretaciones, que oscilan entre las tentaciones de retorno a la teología política (al establecer una continuidad ininterrumpida entre teología y política) o la asunción de la separación entre la esfera política moderna y el ámbito de la religión. Por una parte, topamos con cierto teorema de la secularización, esto es, la tesis schmittiana de que todos los conceptos relevantes de la teoría moderna del Estado serían traslaciones —o secularizaciones— de conceptos teológicos (como ocurre con el concepto de "soberanía").9 Como contrapartida, Hannah Arendt cuestiona aquellas interpretaciones de la secularización que afirman una transformación de las categorías religiosas y de los sentidos trascendentes en finalidades y normas mundanas inmanentes. Para Arendt, la secularización no designaría sino la separación de religión y política; ésta afecta a ambos aspectos de tal manera, que no es posible una traducción de categorías religiosas en conceptos seculares: la escisión de la Iglesia y del Estado excluye las sanciones religiosas de la vida pública y despoja a la religión de sentido político. En ese sentido, la secularización despejaría el ámbito de la actividad política y restauraría su sentido inmanente, al margen de las creencias privadas o de la fe profesada en público.10 Por lo demás, —como Lefort plantea— tal vez la revolución democrática moderna ha fracturado esa formación político-religiosa que generó tanto la secularización de la Iglesia y la institución mundana de la comunidad religiosa, cuanto la sacralización del poder y la investidura religiosa del cuerpo político. En efecto, al llevar a cabo la desincorporación del poder, de la ley y del saber, la sociedad democrática no puede ordenarse en la pura inmanencia, ni concebirse como la encarnación de alguna instancia trascendente; no puede remitirse a un afuera sagrado, ni clausurarse en la interioridad orgánica de la comunidad. Según Lefort se trataría de articular cierta división que instituye tanto un espacio común cuanto un ámbito de conflicto. En fin, si la sociedad democrática ha hecho cierta experiencia de la secularización, ésta no habría que representarla como una transferencia de lo religioso a lo político, más bien, consistiría en la ruptura de la formación política-religiosa, en la dislocación del juego de lo teológico politizado y de lo político teologizado, así como en la asunción de la incertidumbre trágica de la condición moderna.11

La literatura contemporánea sobre la secularización ha desplegado un complejo repertorio de enunciaciones que desdibuja cualquier relación unívoca o narración maestra: la afirmación del ocaso de la religión; la tesis de la mundanización de las instituciones religiosas y de la conformidad con el mundo por parte de las comunidades de fe; la idea de una desacralización del mundo; la descripción de un desinterés cada vez más marcado de la sociedad por la religión y de una creciente privatización de la experiencia religiosa; o la conocida tesis de una transposición de creencias y modelos de conducta desde la esfera religiosa al ámbito secular.12 A modo de colofón, bajo el planteamiento de una "secularización de la filosofía" se ha intentado articular cierta experiencia de la transmisión histórica —una auténtica filosofía de la secularización—, que renuncie a las grandes narraciones fundacionales, a la legitimación bajo metarrelatos y a la fundamentación metafísica u ontoteológica; se trata de dar opción al pensar rememorante de los sentidos transmitidos, es decir, a la asunción y distorsión de nuestro legado histórico, que se nos da eventualmente como memoria y opción contingente, como debilitamiento de los presupuestos estables y oscilación entre el extrañamiento y la pertenencia.13 Sin duda, semejante secularización, que no es sino la apuesta por el desgaste de toda legitimación fundacional, nos sitúa en el umbral de un imaginario social posmoderno.

 

El lugar de la religión en la revolución democrática moderna

A pesar de no explicitar una teoría de la secularización, el pensamiento de Alexis de Tocqueville elabora una sofisticada cartografía de las relaciones entre la religión en el mundo moderno y, por otra parte, la política y sociedad democráticas. No en vano, la preocupación intelectual de Tocqueville no pasa únicamente por comprender los alcances de esa revolución democrática que —como pudo apreciar en el estado social de la democracia americana— va generando una creciente igualación de condiciones en todos los ámbitos: igualdad material, de propiedad y de fortuna; igualdad intelectual, difusión de la ilustración y nivelación de los conocimientos; igualdad política, soberanía popular y extensión de derechos iguales; igualdad social y abolición de los privilegios; movilidad social creciente, así como generalización de las costumbres y las convicciones compartidas.14 Ni se trata únicamente de remarcar la encrucijada abierta con el despliegue de la igualación de condiciones y la revolución democrática moderna, a saber: la conservación de la libertad y el gobierno pacífico de la mayoría, o la concentración del poder y el despotismo ejercido —en nombre del pueblo o de la sociedad— sobre una muchedumbre indiferente.15 No estamos únicamente ante una meditación de la más clásica filosofía política (quizá tangencialmente ligada a la extraña condición biográfica de un aristócrata en tiempos democráticos) que nos enfrente de modo ambivalente a la dicotomía entre aristocracia y democracia, esto es, entre justicia e igualación de condiciones o, por otra parte, grandeza, independencia y libertad.16 Y es que, ante el carácter irresistible de la revolución democrática moderna, Tocqueville dice estar conmovido por una "especie de terror religioso" frente al espectáculo que el curso de la igualación de condiciones pueda ofrecer en el universo cristiano y en los pueblos cristianos.17 Como si las dudas religiosas de Tocqueville (su oscilación entre la falta de fe en los dogmas católicos —bajo los cuales se había formado— y cierto cristianismo existencial, que canalizaba su inquietud espiritual; o el vaivén entre una visión antropológica de la trascendencia religiosa y una concepción pragmática de los rendimientos socio-políticos de la religión)18 resonaran manifiestamente a través de la comparación entre el escenario de irreligiosidad imperante en su Francia natal y, por otra parte, el rol fundamental de la fe religiosa en la democracia americana.

Agitado por su propia inquietud espiritual, Tocqueville aborda las relaciones entre religión y política de un modo tan sutil como riguroso. Su análisis social parece sostenerse en la creencia de que todas las dimensiones de la vida social (el derecho, las instituciones, la economía, la cultura, las costumbres y, por supuesto, la religión) interactúan recíprocamente de tal modo que cada ámbito expresa la totalidad social. En ese sentido, el estudio de las manifestaciones religiosas no responde tan sólo a una inquietud personal, sino también a la convicción de que las creencias religiosas de una comunidad reflejan toda su organización social. Y es que la sociedad parece conformar un intrincado móvil —siguiendo la afortunada metáfora de Boesche— cuyas partes engranan arquitectónicamente, de modo que, si algún aspecto cambia u operan causas circunstanciales, se reconfigura el conjunto. Además, al analizar los hechos sociales (incluida la religión y su relación con la política y el estado social), Tocqueville no descuida la interpretación de los trasfondos de significado y los hábitos compartidos, del espíritu y las costumbres, pero combina la comprensión con la explicación de ciertos mecanismos políticos e históricos; sobre todo, al dar cuenta de las pasiones e intereses, las disposiciones y tendencias que dan forma a los procesos histórico-sociales.19 La construcción del análisis exhibe una notable capacidad para anticipar tendencias y está a la altura de la complejidad social de la revolución democrática en curso, así como permite dar cuenta de la diversidad de roles que puede cumplir la religión en la sociedad moderna.

No en vano, las reflexiones de Tocqueville arrojan una luz diferente y matizada sobre el significado de la secularización y sobre el protagonismo de la religión en la vida social moderna. Tan pronto se reconoce en la religión una condición inicial y un trasfondo de sentido de los procesos asociados a la revolución democrática en América; como se analiza la religión en tanto que institución política decisiva para la democracia americana (con una incuestionable eficacia política en el mantenimiento de la república democrática), o se abordan las influencias indirectas de la religión en la vida social americana, vinculadas al juego de las pasiones, intereses y necesidades que la creencia satisface.20 Tan pronto Tocqueville da cuenta de las influencias del estado social democrático en las creencias religiosas de los americanos, y se explican las complejas tendencias religiosas de la sociedad americana, como se abordan los rendimientos funcionales que la religión tiene en las costumbres cotidianas de una sociedad democrática.21 Tan pronto se reconoce un sentido implícitamente religioso en la Revolución Francesa, como se explican las causas de la irreligión en la Francia revolucionaria, a partir de la influencia política que ejercía en el Antiguo Régimen.22 En fin, Tocqueville agrupa —en su reflexión sobre la revolución democrática moderna— muchos de los tópicos que se asocian al concepto de secularización: el papel de la religión protestante en la conformación de cierta ética económica y de la iniciativa intramundana; las formas de interacción que existen entre lo político y lo religioso, cuando ambas esferas se han separado; la privatización de la experiencia religiosa y su sometimiento a la esfera pública; la transferencia de sentidos y expectativas religiosas a los procesos políticos modernos, o la institucionalización de la religión como una esfera políticamente influyente.

De entrada, Tocqueville resalta el papel crucial que desempeñó el protestantismo de los peregrinos americanos para la fundación y conformación de la vida política norteamericana. Formados en las disputas religiosas del Viejo Continente, los puritanos habían adquirido una cultura profunda, reflexiva y argumentativa, así como costumbres depuradas, que fueron la base de su independencia espiritual y de su iniciativa intramundana en América.23 En ese sentido, el entusiasmo religioso de los peregrinos puritanos se concilió sin problemas con la ilustración intelectual y con el cultivo de la libertad civil y moral; de hecho, las profundas convicciones religiosas compartidas les permitieron disponer de un ámbito de seguridad y certeza, libre de prejuicios políticos, mientras en su actividad política se dedicaban a ejercer las libertades públicas e innovar instituciones. Además, este doble entusiasmo religioso y mundano les permitió a los peregrinos compatibilizar el bienestar material, el cultivo de la libertad y la expectativa de salvación. En fin, la fe sectaria suministró una reserva de sentido y una fuente de hábitos morales, que apoyaron la autoinvención democrática de los americanos.24

En todo caso, Tocqueville observa que ese espíritu sectario puritano también se tradujo en formas de fundamentación religiosa —y de extremo rigorismo— de los códigos morales y penales, que paradójicamente eran reproducidas por quienes habían escapado de la persecución religiosa.25 Cabe afirmar, por tanto, que si bien el legado de los pioneros puritanos resultó decisivo para la conformación de una próspera comunidad democrática sustentada en la fe y comprometida con la libertad e igualdad, sin embargo, encerraba una marcada ambivalencia: armonizaba con el espíritu de libertad y el genio de la autoinvención democrática, pero también propiciaba el fanatismo intolerante y rigorista.26 No en vano, se ha señalado que en la versión de Tocqueville de la era democrática se encuentra implícito un relato muy distinto de la fábula liberal que prometía la disipación de las pasiones religiosas. Con el énfasis de Tocqueville en la pervivencia del entusiasmo religioso, se patentiza cierto impulso hacia el fundamentalismo, hacia una experiencia religiosa sin mediaciones y hacia la crisis de la autoridad religiosa, en la sociedad democrática norteamericana.27 Semejante impulso fundamentalista en la sociedad democrática puede ser atribuido al intento de conjurar la contingencia e incertidumbre derivada de la igualación de condiciones, a través de la búsqueda de certezas literales y mediante el prejuicio epistemológico que lleva a buscar verdades simples y evidentes. Por otra parte, el desprecio a las formas externas y a las autoridades religiosas, que es propio de la vida democrática, promueve la búsqueda de experiencias religiosas intensas y no mediadas institucionalmente. En suma, existiría cierta convergencia paradójica entre el ethos democrático y el impulso religioso fundamentalista, que desmiente las versiones lineales de cierta narrativa de la secularización. Al fin y al cabo, también el fanatismo o la exaltación religiosa constituyen una tendencia observable en el curso de la vida democrática norteamericana, que parece introducir una compensación por la rutinaria búsqueda del bienestar material.28

Además de constituir una fuente y una garantía para la libre iniciativa democrática, la religión —según Tocqueville— sería una de las principales causas en el mantenimiento de las instituciones democráticas americanas. En tanto que conforman las costumbres, disposiciones morales y hábitos intelectuales de los norteamericanos, las creencias religiosas seguirían cumpliendo el rol decisivo que desempeñaron desde la fundación de la democracia americana. A pesar de las diferencias en los cultos, la sociedad americana se beneficia de la religión, en la medida en que ésta introduce obligaciones morales y vínculos interpersonales. En ese sentido, las creencias religiosas ejercerían una notable influencia indirecta en la sociedad norteamericana, aunque se mantengan al margen de los asuntos públicos y las maquinaciones políticas: introducen cierto sentido de trascendencia y elevan al espíritu humano más allá de la mera búsqueda de bienestar material y de la autoabsorción individualista.29 Además, moderan las costumbres, sobre todo en el entorno familiar que sirve de refugio y de sustento para la vida pública; pero también moderan las opiniones e introducen convicciones compartidas, un consenso moral al cual las personas se adhieren, aunque sea por temor a la desaprobación.30 Uno de los más interesantes rendimientos práctico-políticos de la religión consiste en habituar a las personas a conducirse bajo la perspectiva del porvenir, a preocuparse del futuro y a situar sus expectativas en el largo plazo. En efecto, según Tocqueville, la fe religiosa suministra dicha y serenidad en esta vida, al canalizar la esperanza en otra vida. La creencia religiosa no sólo descarga de la inquietud e inestabilidad de los insaciables deseos que afectan a las personas en tiempos de igualación de condiciones y de igual competencia; a la vez, introduce un impulso de trascendencia y de elevación que tensa nuestra iniciativa, así como nos aleja de la indiferencia abúlica hacia el porvenir.31 Es tal la afinidad de las creencias religiosas con la sociedad política democrática, y se logra así armonizar lo celestial y lo terrenal hasta tal punto, que la religión puede ser considerada la primera de las instituciones políticas que enmarca y modera los usos de la libertad, así como suministra un sólido lazo moral cuando los vínculos políticos son tan inestables como en la vida democrática.32 En ese sentido, se ha observado que Tocqueville sostiene una visión paradójica de la religión americana, pues aprecia la separación del Estado y las Iglesias, al mismo tiempo que considera a la religión como la primera de las instituciones políticas de la democracia estadounidense.33

Como se puede comprobar, la defensa que Tocqueville realiza del rol de la religión en la vida pública de la democracia americana se caracteriza por su sentido pragmático y su concordancia con los más relevantes intereses humanos. Según Tocqueville, la creencia religiosa permite moderar las costumbres y opiniones mundanas, no se aleja de la doctrina del "interés bien entendido", que valora la virtud e introduce un cálculo y regulación de las pasiones, por su utilidad para lograr un éxito más duradero o una felicidad más estable. En fin, el interés bien entendido y la creencia religiosa coinciden.34 Al fin y al cabo, el interés propio bien entendido introduce una conciencia del lazo que une nuestros intereses con los intereses y derechos ajenos, de manera que el mero interés se enriquece con la comprensión de los derechos justos y de los deberes colectivos. Y así como el interés bien entendido nos faculta para ejercer cierto autogobierno sobre nuestros inestables deseos, parece necesaria la convicción religiosa, para establecer una forma de autogobierno trascendente, que emana de los intereses espirituales y hace posible la más alta autocomprensión del horizonte de sentido de nuestros intereses, más allá del trivial cálculo materialista. Así, pues, cabe pensar que, para Tocqueville, tanto el ejercicio de la libertad política, como el ethos democrático, florecerían de mejor modo si se abren al trasfondo de sentido suministrado por las convicciones religiosas, el entusiasmo espiritual y la fe en algo otro.35

A partir de esta perspectiva pragmática sobre los rendimientos funcionales que la religión tendría desde el punto de vista moral, las creencias religiosas de los peregrinos puritanos permitieron fundar un régimen político de libertad, al introducir en las costumbres sociales la disciplina, el espíritu de independencia, la iniciativa intramundana, e incluso, cierto ethos emprendedor. De ese modo, el mismo puritanismo religioso que introdujo una férrea moral y un rigorismo extremo, puede consagrar el individualismo intramundano, así como desencadena la mentalidad calculadora y el afán adquisitivo. De ahí que, para Tocqueville, exista una mayor afinidad entre la revolución democrática moderna y las creencias católicas; al fin y al cabo, el catolicismo consagra en su máxima expresión la igualdad de todas las personas, la nivelación de las inteligencias, fortunas y condiciones, bajo el altar y a los ojos de Dios.36 Además, la posición de los creyentes católicos en América, la situación de una minoría pobre, los hace más proclives a valorar la igualdad en el acceso a las libertades políticas, para así poder aspirar a ejercer sus propios derechos.37 Al separar escrupulosamente los dogmas revelados y los asuntos políticos, la Iglesia católica norteamericana suministra una forma de fe, en que se introduce la creencia de un poder único, simple e igual para todas las personas, con una autoridad religiosa uniforme; eso explicaría —según Tocqueville— el progreso del catolicismo en Norteamérica y la conversión de muchos protestantes al credo católico.38 Resulta indudable que, para Tocqueville, existe una marcada solidaridad entre el cristianismo y la sociedad democrática, debido a los rendimientos morales que la fe cristiana aporta (tanto en su versión protestante como en la católica), al consagrar la independencia y el igualitarismo. Claro que, desde el punto de vista de los rendimientos morales, cierta ilustración obtenida por medio del cultivo de hábitos democráticos, así como a través de la experiencia práctica y de la participación en la vida democrática, sería mucho más eficiente a la hora de moderar los excesos no sólo del individualismo posesivo, sino también del fanatismo y del fundamentalismo religiosos.39

En todo caso, el rol más decisivo de la religión en la vida pública no consiste simplemente en sus rendimientos funcionales para la moderación de las costumbres y para la inducción de virtudes cívicas. El poder más profundo de la religión en la sociedad proviene de su arraigo en la naturaleza humana y de la respuesta que proporciona al muy humano deseo de inmortalidad. Al fin y al cabo, la condición humana está marcada por la insatisfacción permanente y el disgusto por existir, tanto como por el inagotable deseo de vivir, la esperanza y el temor a la nada. La religión no es sino una figura de la esperanza consustancial a la condición humana, que nos impulsa a perseguir la inmortalización y siembra la expectativa de otro mundo. Así pues, el más influyente poder de la fe religiosa es universal e inherente a toda la humanidad, por más que ocasionalmente la religión pueda aportar rendimientos funcionales —morales y cívicos— en la vida social, o atraer la influencia de las instituciones socio-políticas. En todo caso, semejante alianza entre la influencia religiosa y los poderes temporales o la autoridad resulta fatal, según Tocqueville, pues pone en riesgo el poder legítimo de la fe, que radica en una aspiración universal y en una esperanza de largo aliento, más que en el tráfago de los fugaces intereses mundanos y en la inestabilidad de los efímeros poderes temporales. Por eso, la religión prosperó en la democracia americana y logró una influencia social decisiva, en la medida en que renunció a involucrarse directamente con el poder político y afirmó toda su fuerza en su propio dominio y en su inextinguible significado para la condición humana. Por el contrario, en Europa la fe religiosa dio paso a la incredulidad y al rechazo de la fe, a causa de la alianza de la Iglesia con el poder político.40

Por otra parte, existen otras fuentes de la creencia religiosa y de su poder decisivo, que también arraigan en la propia condición humana, más que en las influencias políticas o en los rendimientos institucionales artificiales. Al fin y al cabo, las creencias dogmáticas resultan indispensables para la vida individual y colectiva, satisfacen la necesidad de disponer de ideas fundamentales u opiniones compartidas, que permitan sobrellevar la incertidumbre, proporcionen un punto de partida para la búsqueda confiada de la verdad y orienten la acción colectiva concertada, sin enfrentar el permanente disenso. En vista de las limitaciones de la razón humana y del constante ajetreo de los asuntos humanos, resulta precisa alguna fuente de autoridad intelectual y moral.41 En ese sentido, las creencias religiosas aportan algunas ideas generales —compartidas y simples— acerca de la condición humana, de las relaciones con Dios y de nuestros deberes mutuos. Según Tocqueville, las religiones no deben abandonar ese núcleo legítimo de sus dogmas generales de fe, pues se arriesgan a hacerse cargo de asuntos humanos (legales, políticos o científicos) que no les conciernen, perdiendo así su propia credibilidad. En una sociedad democrática las creencias religiosas fundamentales han de ser especialmente contenidas, así como las religiones deberán resultar flexibles y sobrias en sus formas exteriores y opiniones de sobre la actualidad; han de respetar la independencia del espíritu humano en lo que concierne a los intereses temporales o a las preocupaciones de la época, al bienestar mundano o a los planteamientos mayoritarios de la opinión pública.42

En su análisis del significado de la religión en el curso de la revolución democrática moderna, Tocqueville no se limita a examinar el impulso fundacional que la fe aportó al entusiasmo por la libertad e igualdad, ni se detiene únicamente en la explicación de las influencias que ejerce la religión cuando se separa de la política (ya se trate de sus indirectos rendimientos morales y cívicos, cuanto de su respuesta propia a la inherente necesidad humana de sentido). Asimismo, interpreta sutilmente el modo en que algunos procesos políticos modernos se revistieron de un significado religioso, y registra la transferencia de pautas de significado religioso al ámbito profano de la actividad histórica. En ese sentido, Tocqueville considera que la Revolución Francesa fue una revolución política que se desarrolló bajo la forma de una revolución religiosa. Si la mayoría de las revoluciones políticas se circunscriben a un territorio, la Revolución francesa trascendió todas las fronteras y generó una comunidad imaginaria que convocaba a todos los pueblos y personas; como las revoluciones religiosas, se caracterizó por un proselitismo universal, que predicaba para todo el orbe. Y es que, así como las religiones se hacen cargo en abstracto de la condición humana (del hombre en general, de su relación con Dios y con sus semejantes), y no refieren sus creencias y reglas de conducta a algún contexto social o nación particular, las revoluciones religiosas no conocen fronteras ni regímenes sociales. Del mismo modo, la Revolución francesa consideró al ciudadano de modo abstracto y general, independientemente de los estados sociales particulares, y apeló a los derechos civiles y políticos de la humanidad, más que a los derechos del ciudadano francés. Bajo el aspecto de revolución religiosa, terminó obrando como una nueva religión con sus propios mártires.43 Por lo demás, aunque la máxima incredulidad y el ataque ilustrado a los privilegios políticos de la Iglesia le imprimieron parte de su carácter a la Revolución francesa, otras creencias y sentimientos cuasi-religiosos inspiraron la actividad de los revolucionarios. En efecto, los revolucionarios franceses acometieron heroicamente el intento de transformar la sociedad y las instituciones políticas, alentados por algo semejante a una religión nueva, basada en la creencia en sí mismos, la fe en su virtud, la confianza orgullosa o la creencia en la perfectibilidad humana.44 Nadie ha sabido interpretar mejor que Tocqueville el rol del mesianismo escatológico en el curso de la Revolución francesa, así como la opacidad de la actividad humana y del cambio histórico, para sus propios actores: cuando ya estaban encauzadas de modo irreversible las transformaciones sociales que daban curso a la igualación de condiciones y a la centralización política, la Revolución se limitó a traducir la ideología escatológica de una ruptura fundacional y de una regeneración abrupta.45

 

El quiasmo y los dilemas de la secularización

Sin duda, los análisis de Tocqueville sobre los derroteros de la religión en el curso de la revolución democrática parecen desmentir el relato ilustrado de una secularización lineal, en que la fe religiosa se extinguiría a medida que se extendieran el cultivo de la razón y la libertad.46 Tocqueville tiene muy presente el avance de la incredulidad en Europa, pero lo atribuye a causas circunstanciales, a saber: el cuestionable protagonismo político de la Iglesia en el Viejo Continente,47 así como el resentimiento de los intelectuales ilustrados, tanto ante la tutela confesional que la Iglesia ejercía sobre los espíritus, como debido a la persecución intolerante que habían sufrido librepensadores y hombres de letras.48 Por otra parte, resulta patente que, bajo el igualitarismo de las sociedades democráticas, las personas no buscan alguna fuente superior de autoridad intelectual y moral, sino que cada cual busca en sí mismo los criterios para sus juicios (ese es precisamente el método intelectual que la filosofía francesa predicó y que la democracia americana puso en práctica). De ahí que Tocqueville considere probable que las sociedades democráticas sean poco proclives a erigir nuevas religiones, más bien, cabe esperar que descrean de misiones divinas o profetas, y que legitimen sus ideas desde la propia razón, pero, sobre todo, a partir del juicio de la mayoría y de la opinión pública. En ese sentido, en la sociedad norteamericana es tal el peso de la opinión pública, que la religión termina siendo más una opinión mayoritaria, que una doctrina revelada o una auténtica convicción personal;49 incluso se hace frecuente la hipocresía de quienes profesan la religión por temor a parecer que no creen como los demás.50

Tocqueville sintetiza la compleja situación que enfrenta la religión en la revolución democrática bajo la forma de un quiasmo: "los hombre religiosos combaten a la libertad, y los amigos de la libertad a las religiones".51 Se trata de un tropo retórico muy acorde con la encrucijada histórico-social que Tocqueville describe: una antítesis cuyos elementos aparecen en posición cruzada52 y se disponen especularmente,53 conforme a cierto tipo de paralelismo inverso. No es el único tipo de antítesis que encontramos cuando se caracterizan los destinos de la religión en la sociedad democrática: "unos la atacan y otros no se atreven a defenderla" —dice Tocqueville, al retratar el conflicto aparente entre los hombres religiosos y los partidarios de la libertad.54 Semejante tipo de antítesis no sólo opone a los sujetos de los enunciados, sino que, además, les atribuye predicados opuestos, resaltando tanto el contraste, como lo irresistible del resultado para todas las partes. También en la Revolución francesa Tocqueville plantea una antítesis de este tipo, cuando describe la falsa apariencia de colapso de la religión, que se impuso "al gritar los que negaban el cristianismo y al callar los que aún no creían en él".55 Por lo demás, la retórica de la antítesis marca, en general, el estilo de las descripciones de las encrucijadas de la era democrática: "se presenta a la imaginación del pobre el deseo de adquirir el bienestar, y el temor a perderlo al espíritu del rico" —escribe Tocqueville acerca de la preocupación por el bienestar material en la sociedad americana.56 O bien: "los hombres se agitan sin cesar, pero el espíritu humano parece casi inmóvil" —plantea a propósito del dinamismo aparente de la sociedad democrática.57 En este tipo de antítesis (frecuente en la escritura de Tocqueville), los sujetos de los enunciados antitéticos se oponen como la parte al todo: "cada individuo está aislado y desvalido; la sociedad es ágil, previsora y fuerte" —dirá Tocqueville sobre la igualación de las condiciones en la sociedad democrática.58 Y añadirá: "las grandes riquezas desaparecen; aumenta el número de las pequeñas fortunas".59 El curso providencial de la revolución democrática moderna, su conmovedor impacto en los pueblos cristianos, resulta descrito también a través de una antítesis decisiva: "el movimiento que los arrastra ya es bastante fuerte para no poder ser contenido, y no es aún suficientemente rápido para desesperar de dirigirlo".60

La retórica de la antítesis no constituye un simple ornamento escritural, sino que resulta funcional a un estilo intelectual basado en la comparación, que — en Tocqueville— introduce una condición del pensamiento claro y distinto, así como de la opción informada. En efecto, cabe sostener que Tocqueville afronta las encrucijadas de la revolución democrática moderna y del cristianismo en Occidente, a través de un análisis comparativo que remarca las opciones y dicotomías, así como permite redescribir las alternativas políticas y culturales.61 Y también, se podría señalar que la retórica de las antítesis es la expresión de un pensamiento y una obra (o, quizá, de una biografía) bifrontes, atrapados en la disyunción entre la aristocracia y la democracia, entre el conservadurismo y el liberalismo, entre la hostilidad hacia la revolución y el reconocimiento de sus logros. No en vano, el estilo intelectual de Tocqueville parece una incitación a vivir en la duda y en la contradicción; en su pensamiento hay toda una apuesta por hacerse cargo de la incertidumbre que caracteriza a la condición humana (particularmente, debido al curso de la revolución democrática) y por asumir la tensión interna entre igualdad y libertad, que caracteriza a la sociedad moderna.62 En todo caso, pese a su pretendida neutralidad —a la hora de afrontar las encrucijadas de su época— y a su resistencia a posicionarse sobre la superioridad absoluta de alguna condición social (aristocracia o democracia, libertad o igualdad, etcétera), Tocqueville no deja de reconocer que el curso de la revolución democrática es irrefrenable, de manera que hay que preocuparse por concebir su mejor realización y su perfeccionamiento. De ese modo, la neutralidad intelectual no sólo va acompañada de un Arme compromiso moral y político con las encrucijadas de la sociedad democrática; además, la aparente imparcialidad se respalda en la afirmación "políticamente correcta" de la inevitabilidad histórica de la revolución democrática, que le permite situarse al margen de las partes en conflicto.63

Aparentemente las antítesis que remarcan las disyuntivas de la revolución democrática moderna no responden a ese tipo de enunciación disociativa que implícitamente jerarquiza los términos de la oposición;64 no se trata de, tanto de oposiciones subordinantes cuanto de opciones decisivas o de alternativas trazadas con neutralidad. Pero, en última instancia, las antítesis de Tocqueville operan como dilemas en que la ambivalencia aparente y la alternativa abierta dan paso a una conclusión tan irresistible como el curso de la revolución democrática. Así, por ejemplo, el dilema que se plantea entre una democracia americana protestante (que promueve la independencia), o un avance del catolicismo (que consagra la igualdad) en los Estados Unidos,65 ni cuestiona la irrefrenable influencia del cristianismo en la sociedad norteamericana, ni deja en suspenso el nexo entre el entusiasmo religioso y la autoinvención democrática de una sociedad igual y libre. Análogamente, el dilema entre cisma e indiferencia religiosos, que remarca los riesgos que enfrenta el cristianismo en la sociedad democrática, no deja de ser una alternativa aparente con una única conclusión. Y es que el cisma sólo implica un cambio en el objeto de la fe, pero no la irreligiosidad. Por su parte, la indiferencia y la duda incrédula no implican un desconocimiento de la utilidad humana de la religión, de manera que el incrédulo termina añorando la fe y no se pronuncia públicamente sobre su duda; de ese modo, la religión perdura en la opinión común.66 Por lo demás, aunque Tocqueville transfiere a la opinión pública cierta condición de nueva religión compartida, que en tiempos de igualdad constituye una fe "cuyo profeta sería la mayoría",67 esta alternativa aparente a la religión no hace más que consagrar la creencia religiosa dentro de la mayoría y en la opinión común (en parte, por salvar las apariencias y por temor a la desaprobación). El aparente dilema entre la convicción religiosa auténtica y la fe en la opinión común se resuelve a favor del curso inevitable de una revolución democrática en que la religión no puede dejar de lado la opinión común, ni debe interferir en la opinión pública.

Una de las encrucijadas más acuciantes que Tocqueville enfrenta —a la hora de concebir el encauzamiento decente y libre de la revolución democrática— se despliega en el ámbito de las pasiones democráticas, y concierne al dilema entre individualismo y materialismo.68 Por una parte, en la era democrática, la pasión del egoísmo (esto es, el amor excesivo por uno mismo) da paso a un sentimiento más apacible y reflexivo: el individualismo, que nos aísla en el seno de la privacidad de la vida familiar y de las amistades íntimas.69 El sentimiento individualista no sólo involucra cierta privatización de los afectos democráticos (o su repliegue en la intimidad), sino que también presupone un déficit de comprensión y un juicio erróneo, el cual nos recluye en pequeños círculos sociales conformados por el gusto personal. En ese sentido, el individualismo introduce la confusión entre el aislamiento y la libertad, así como malentiende la relación entre lo personal y lo público. Por otra parte, existe una pasión democrática generalizada, que consiste en el anhelo de bienestar material, esto es, en el afán de satisfacer todas las necesidades y de proveer todas las comodidades.70 El gusto por el bienestar material (pasión eminentemente igualitaria) es particularmente intenso e insaciable en las sociedades democráticas, pues desencadena un deseo siempre inestable, inquieto e insatisfecho, así como persigue un goce material igual al de los demás y en competencia con los otros. En ese sentido, el materialismo trivializa la existencia humana, degrada los gustos (a expensas de los anhelos sublimes y de las pasiones más elevadas) e introduce un temor incesante a perder el confortable goce material; Analmente, se sume en la desgana, el disgusto y el hastío por la búsqueda banal de pequeños placeres intrascendentes.71 Ambas pasiones democráticas —el materialismo y el individualismo— parecen opacar todo cuanto hay de grandeza y justicia en la democracia: empobrecen la igualdad, tanto como hacen indecente la libertad, al incitar el aislamiento confortable y el confort en un aislamiento intrascendente. En todo caso, Tocqueville pretende contener estas impotentes y debilitadoras pasiones democráticas a través de los remedios que la misma revolución democrática ofrece. Ésta resulta tan irresistible, que sólo la democracia podrá salvarse a sí misma a través de medios políticos como las garantías institucionales, los hábitos democráticos compartidos y el cultivo de las libertades públicas; pero también, mediante el reconocimiento de lo indecidible de la democracia, de su incertidumbre constitutiva y de la apertura a ciertos trasfondos de sentido que desbordan tanto la construcción autorreferente del artefacto político, cuanto la clausura de lo social mediante la conformidad de una mayoría autosatisfecha.

Ahora bien, en el irrefrenable curso de la revolución democrática moderna, el entusiasmo espiritual y las creencias religiosas enfrentan otro dilema crucial, ante dos tipos de doctrina que calan profundamente en el intelecto y la imaginación democráticos: el difuso panteísmo y el rígido materialismo.72 Por una parte, el clima intelectual de las sociedades democráticas favorece la formulación de ideas generales y conduce a concepciones tan simples y unificadas, como homogéneas; de ese modo, la imaginación democrática nivela en un único sistema a Dios y al mundo, al creador y a la creatura.73 Por otra parte, las doctrinas materialistas legitiman la inquieta búsqueda del bienestar material de las sociedades democráticas, al sostener que todo es materia en movimiento y mera existencia física (al tiempo que la obsesión democrática por el bienestar material induce la idea de que todo es material);74 de esa manera, también el materialismo introduce una visión de la realidad tan unificada como reduccionista. Tanto el materialismo como el panteísmo deniegan la existencia independiente de Dios, e introducen cierta vanidad en el espíritu humano (aunque el materialismo involucre la modesta creencia de que no somos más que materia). Eso sí, el materialismo mantiene al menos la independencia intelectual y la autonomía del pensamiento científico, aunque sea de modo autocontradictorio, pues excluye al intelecto científico de un mundo reducido a materia. En el caso del panteísmo y de la vaga divinización sentimental de la naturaleza, se desdibuja la individualidad en el seno de la unidad cósmica, y se consagra la autoindulgencia indiferente, borrando toda forma de grandeza espiritual.75 En todo caso, pese al atractivo de estas doctrinas para la imaginación y el intelecto democráticos, no se trata más que de variantes truncadas del espíritu que anima una incontenible revolución democrática, en que el entusiasmo religioso, la pasión por la libertad y la pasión por la igualdad cruzan sus caminos de manera tan incierta como impredecible. Nuevamente, los dilemas de Tocqueville nos enfrentan a una conclusión inevitable y al mismo tiempo indecidible, pues depende, en última instancia, de la decisión circunstancial de los actores históricos.

Ciertamente, a través de la comparación histórica, así como de la interpretación y explicación de la filigrana de las causas y trasfondos sociales, Tocqueville devela un curso inevitable, que se manifiesta en las diferentes naciones y estados sociales, a pesar de sus diferentes puntos de partida y de las diversas alternativas que enfrentan. En ese sentido, este despliegue tan universal, como irreversible e inevitable, tiene, según Tocqueville, un carácter providencial; la igualdad democrática orienta inexorablemente la marcha de la sociedad y de sus instituciones políticas, tanto como crea y transforma hábitos, creencias e ideas. Resultaría tentador ver una transferencia de la idea cristiana de Providencia en la afirmación de Tocqueville de que el desarrollo de la igualdad constituye un hecho providencial; tal vez, cabría pensar que el terror religioso de Tocqueville ante el panorama confuso del mundo cristiano encuentra cierto consuelo al refugiarse en la visión de un sentido providencial. Al fin y al cabo, el propio Tocqueville señala que el reconocimiento del desarrollo progresivo de la igualdad nos lleva a entrever "el carácter sagrado de la voluntad del soberano Señor", contra la cual no se puede luchar (habría que acomodarse a la divina Providencia).76 Sin embargo, el curso providencial a que Tocqueville se refiere no parece tener el sentido sagrado que podría atribuírsele,77 más bien se trata del carácter universal, duradero, continuo y acumulativo de un proceso que "escapa siempre a la potestad humana, así como todos los hombres sirven a su desarrollo".78 Tampoco sería correcto atribuirle una visión determinista de la inevitabilidad histórica a un pensador que desmiente —como "falsas y cobardes"— las teorías que impugnan las opciones e iniciativa de los actores históricos.79 El curso providencial de los acontecimientos históricos introduce un plexo de causas, trasfondos, circunstancias y tendencias, pero, dentro de esas limitaciones, deja espacio para decidir nuestras opciones; no desmiente el rol de lo inesperado, lo no planificado y lo no deseado en los asuntos humanos. En ese sentido, el avance de la igualdad democrática resulta irreversible, pero nos enfrenta a múltiples dilemas que nos instan a hacernos cargo de su curso; de los actores históricos depende que la igualdad conduzca "a la servidumbre o a la libertad, a la civilización o a la barbarie, a la prosperidad o a la miseria".80 Así pues, Tocqueville nos brinda la oportunidad de concebir una Providencia histórica que no es simplemente una transferencia religiosa. Más allá de todo relato lineal de la secularización —que tenga como asunto el nexo teológico-político—, Tocqueville no sólo esboza la compleja cartografía de las tendencias secularizadoras asociadas a la revolución democrática moderna; además, devela una Providencia histórica que nos expone inexorablemente a una condición paradójica: la inevitabilidad de la incertidumbre y la urgencia de decidir sobre lo indecidible.

 

Notas

1 Charles Taylor, Imaginarios sociales modernos. Barcelona, Paidós, 2006, pp. 213-223.         [ Links ]

2 Giacomo Marramao, Cielo y tierra. Genealogía de la secularización. Barcelona, Paidós, 1998, pp. 12-14.         [ Links ]

3 Ibid., pp. 22-26.

4 Ernst H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval. Madrid, Alianza, 1985.         [ Links ]

5 G. Marramao, op. cit., pp. 30-38.

6 Karl Lbwith, El hombre en el centro de la historia. Barcelona, Herder, 1998, pp. 158-159.         [ Links ]

7 Odo Marquard, Apología de lo contingente. Valencia, Alfons el Magnánim, 2000, pp. 27-47.         [ Links ]

8 Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Madrid, Sarpe, 1984.         [ Links ]

9 G. Marramao, op. cit., pp. 67-71.

10 Hannah Arendt, Entre el pasado y el futuro. Barcelona, Península, 2003, pp. 111-115.         [ Links ]

11 Claude Lefort, La incertidumbre democrática. Barcelona, Anthropos, 2004, pp. 66-69 y 98-106.         [ Links ]

12 G. Marramao, op. cit., pp. 121-122.

13 Gianni Vattimo, Ética de la interpretación. Barcelona, Paidós, 1991, pp. 37-53.         [ Links ]

14 James T. Schleifer, "Un modelo de democracia: lo que Tocqueville aprendió en América", en Eduardo Nolla, ed., Alexis de Tocqueville. Libertad, igualdad, despotismo. Madrid, Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, 2007, pp. 20-21.         [ Links ]

15 A. de Tocqueville, La democracia en América 1. Madrid, Alianza, 2006, pp. 451-452.         [ Links ]

16 Pierre Manent, "Tocqueville filósofo político", en E. Nolla, ed., op. cit., pp. 269-288.

17 A. de Tocqueville, op. cit., p. 34.

18 Doris Goldstein, "The religious beliefs of Alexis de Tocqueville", en French Historical Studies, vol. 1, núm. 4. Minneapolis, University of Minnesota, 1960, pp. 379-393.         [ Links ]

19 Roger Boesche, "Why could Tocqueville predict so well?", en Political Theory, vol. 11, núm. 1. Nueva York, Germantown, 1983, pp. 79-103.         [ Links ]

20 A. de Tocqueville, op. cit., cap. 2 de la primera parte y cap. 9 de la segunda.

21 A. de Tocqueville, La democracia en América 2. Madrid, Alianza, 2004, caps. 5-7 de la primera parte y caps. 9-17 de la segunda.         [ Links ]

22 A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución. Madrid, Alianza, 2004, cap. I del Libro primero y cap. II del Libro tercero.         [ Links ]

23 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, p. 63.

24 Ibid., pp. 81-82.

25 Ibid., pp. 74-76.

26 Sanford Kessler, "Tocqueville's Puritans: Christianity and the American Founding", en The Journal of Politics, vol. 54, núm. 3. Cambridge, 1992, pp. 776-792.         [ Links ]

27 Joshua Mitchell, "Tocqueville on Democratic Religious Experience", en Cheryl B. Welch, comp., The Cambridge Companion to Tocqueville. Nueva York, Cambridge University Press, 2006, pp. 276-302.         [ Links ]

28 A. de Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 171-172.

29 Ibid., p. 35.

30 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, pp. 419-420.

31 A. de Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 190-193.

32 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, pp. 421-424.

33 S. Kessler, "Tocqueville on Civil Religion and Liberal Democracy", en The Journal of Politics, vol. 39, núm. 1. Cambridge, 1977, pp. 119-146.         [ Links ]

34 A. de Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 162-164.

35 William E. Johnston, Jr., "Finding the Common Good Amidst Democracy's Strange Melancholy: Tocqueville on Religion and the American's 'Disgust with Life'", en The Journal of Religion, vol. 75, núm. 1. Chicago, 1995, pp. 44-68.         [ Links ]

36 Donald J. Maletz, "Tocqueville on Mores and the Preservation of Republics", en American Journal of Political Science, vol. 49, núm. 1. Oxford, 2005, pp. 6-7.         [ Links ]

37 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, pp. 415-416.

38 A. de Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 42-43.

39 D. J. Maletz, "Tocqueville on Mores and the Preservation of Republics", en op. cit., p. 12.

40 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, pp. 426-432.

41 A. de Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 19-20.

42 Ibid., pp. 32-41.

43 A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, pp. 42-46.

44 Ibid., pp. 189-191.

45 Franpois Furet, Pensar la Revolución francesa. Barcelona, Petrel, 1980, pp. 200-207.         [ Links ]

46 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, p. 424.

47 Ibid., p. 32.

48 A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, op.cit., pp. 183-188.

49 A. de Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 22-23.

50 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, pp. 419-420.

51 Ibid., p. 41.

52 Heinrich Lausberg, Elementos de retórica literaria. Madrid, Gredos, 1993, pp. 195-198.         [ Links ]

53 Bice Mortara Garavelli, Manual de retórica. Madrid, Cátedra, 2000, pp. 282-283.         [ Links ]

54 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, p. 40.

55 A. de Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución, p. 189.

56 A. de Tocqueville, La democracia en América 2, p. 166.

57 Ibid., p. 328.

58 Ibid., p. 421.

59 Idem.

60 A. de Tocqueville, La democracia en América 1, p. 34.

61 Seymour Drescher, "Tocqueville's Comparative Perspectives", en Cheryl B. Welch, comp., The Cambridge Companion to Tocqueville, Nueva York, Cambridge University Press, 2006, pp. 21-48.         [ Links ]

62 Eduardo Nolla, "Teoría y práctica de la libertad en Tocqueville", en E. Nolla, ed., Alexis de Tocqueville. Libertad, igualdad, despotismo. Madrid, Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales, pp. 179-200.         [ Links ]

63 Marvin Zetterbaum, "Tocqueville: Neutrality and the Use of History", en The American Political Science Review, vol. 58, núm. 3. Cambridge, 1964, pp. 611-621.         [ Links ]

64 Chaim Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca, Tratado de la argumentación. Madrid, Gredos, 2000, pp. 640-643.         [ Links ]

65 A. de. Tocqueville, La democracia en América 1, pp. 415.

66 Ibid., pp. 430-431.

67 A. de. Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 23.

68 Johnston, "Finding the Common Good Amidst Democracy's Strange Melancholy: Tocqueville on Religion and the American's 'Disgust with Life'", en op. cit.

69 A. de. Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 128-129.

70 Ibid., pp. 165-167.

71 Ibid., pp. 173-177.

72 Peter Augustine Lawler, "Tocqueville on Pantheism, Materialism, and Catholicism", en Perspectives on Political Science, vol. 30, núm. 4. Abingdon, Oxfordshire, 2001, pp. 218-226.         [ Links ]

73 A. de. Tocqueville, La democracia en América 2, pp. 44-45.

74 Ibid., pp. 184-185.

75 P. A. Lawler, "Tocqueville on Pantheism, Materialism, and Catholicism", en op. cit.

76 A. de. Tocqueville, La democracia en América 1, p. 34.

77 Edward T. Gargan, "Tocqueville and the Problem of Historical Prognosis", en The American Historical Review, vol. 68, núm. 2. Chicago, 1963, pp. 332-345.         [ Links ]

78 A. de. Tocqueville, La democracia en América 1, p. 33.

79 A. de. Tocqueville, La democracia en América 2, p. 424.

80 Idem.

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