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En-claves del pensamiento

versão On-line ISSN 2594-1100versão impressa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.6 no.11 México Jan./Jun. 2012

 

Artículos

 

Verdad y política en Hannah Arendt

 

Alejandro Sahuí Maldonado*

 

* Profesor-Investigador. Universidad Autónoma de Campeche, México, alesahui@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 17/05/2010
Fecha de aceptación: 24/01/2011

 

Resumen

Hannah Arendt desconfiaba del papel de la verdad en la política debido a que consideraba que el espacio público era el lugar de la acción, que en su pensamiento es libre, espontánea y contingente. Para la filósofa, estos caracteres se oponen a los atributos de objetividad, firmeza y necesidad, implicados en la idea de verdad. Por esta razón Arendt estimaba que el lugar de la verdad debía ser ocupado por la opinión, que es el reflejo de los puntos de vista plurales de una sociedad. Sin embargo, en sus estudios del totalitarismo, Hannah Arendt muestra que este tipo de regímenes se ocupó de destruir datos y registros fiables, para falsear la realidad y quitar todo piso Arme a la crítica pública. En este texto se intenta demostrar el papel positivo de la verdad para la política democrática.

Palabras clave: Arendt, espacio público, verdad, opinión, democracia.

 

Abstract

Hannah Arendt was suspicious of the role of truth in politics because she believed that public space was the scene of action, which in his mind is free, spontaneous and contingent. These characters, she thought, are opposed to the attributes of objectivity, stability and necessity, involved in the idea of truth. For this reason, Arendt believed that opinion must replace truth, because it reflects social plurality. However, her studies about totalitarianism show that such regimes destroy data and reliable records to distort reality and weaken the bases for public criticism. This essay attempts to demonstrate the positive role of truth for democratic politics.

Key words: Arendt, public sphere, truth, opinion, democracy.

 

En este texto se pretende reflexionar sobre la relación difícil entre la verdad y la política, según Hannah Arendt. El motivo atañe a un problema de filosofía práctica, política, que tiene que ver con el modo en que los individuos se relacionan con sus creencias y opiniones, y con cómo las blindan contra las de otras personas, solicitando para ello el recurso a la violencia gubernamental. Asimismo, tiene que ver con la pregunta por la legitimidad o justificación de semejante uso de la fuerza. Aquí se defiende el valor de la pluralidad, aún en contextos donde las diferentes creencias sustantivas son de difícil conciliación y, además, son caras a las personas que las poseen, pese a su ánimo sincero de dialogar. Por lo común, éste es el caso de las creencias religiosas y de las doctrinas políticas, debido al carácter sagrado o absoluto que se suele atribuir a sus pretensiones. Dado que cuando se cree algo se asume que el objeto de la creencia es verdadero, no resulta nada fácil tomar distancia de ellas. Parece que fue José Ortega y Gasset quien observó que, mientras que se tiene ideas, en cambio se está en las propias creencias, queriendo indicar con ello que éstas se suelen presentar con una evidencia a priori.

Pese a que la modernidad ha ayudado a ser cautos con las pretensiones de verdad de las creencias propias, nadie es tan reflexivo como para sospechar de manera sistemática y sin un motivo importante sobre la validez o corrección de aquéllas.1 Ello aunque se sea consciente de que siempre uno puede ser presa de un error o autoengaño.

En la primera parte de este ensayo se discute la afirmación de Hannah Arendt acerca de que la verdad y la política ''nunca se llevaron bien'' y que la veracidad no se cuenta entre las virtudes ''propiamente políticas''. Se argumenta que el problema señalado por Arendt no tiene tanto que ver con la verdad en sí, como con el modo en que se la suele defender: como si fuera definitiva, absoluta, y más allá de toda crítica. Quien no se rindiera ante su evidencia sería ignorante, obtuso, cuando no doloso. El punto de vista de los otros, de quienes sostienen posiciones distintas, es importante porque revela perspectivas nuevas que al Anal podrían mostrar que se estaba en el error. Pero esto no significa, y en esto se toma distancia de Arendt, que la opinión —doxa— goce de idénticas o mejores credenciales que la verdad para la vida política. No se sustituye verdades por opiniones, sino por otras verdades; aunque a priori no se pueda saber cuál es el caso. Como la propia Arendt señaló, la historiografía ''verdadera'', que nace con Homero, al ''cantar por igual la gesta de troyanos y aqueos'', de la que se hace eco Herodoto, tiene un significado propiamente político porque permite construir un mundo público —artificial, pero no por ello meno— real.2

En la segunda parte se expone la crítica de Arendt al fenómeno totalitario por su utilización sistemática de la mentira en la vida pública. A diferencia de otras formas de gobierno tiránicas, en las que la mentira, engaño u ocultamiento es una estrategia deliberada para mantener el orden o sacar provecho personal, la mentira totalitaria busca hacerse pasar por verdad. Dicho de otro modo, mientras que la mentira corriente busca su sintonía con los datos duros de la realidad, esforzándose en ser verosímil, la mentira totalitaria busca ajustar los datos a ella, o mejor desaparecerlos.3 Con ese propósito destruye expedientes, sustituye registros, elimina personas, reemplaza datos auténticos. El efecto de este proceder en el mediano plazo, es la pérdida de referentes confiables para establecer la cooperación interpersonal (la ruptura del mundo). De nuevo, la verdad y no las meras opiniones, se constituyen como baluartes para la acción política.

En la tercera y última parte se intenta rescatar el papel político de la verdad. En ello se toma en cuenta algunas de las reflexiones de la propia Hannah Arendt, pero se intenta avanzar conclusiones diferentes a las suyas. Se defiende que a pesar de que la verdad contenga pretensiones fuertes, absolutas, en relación con las que no debe transigirse, esto no significa que quien las defiende sea un tirano o dictador, ya que esa verdad ha de poder atravesar el tamiz de la crítica pública. Lo que se muestra es que ciertos asuntos son demasiado importantes para ser ''negociados'', sin arriesgar el mundo que se comparte. Mundo que es el asiento de acciones y discursos, y, por ende, condición de posibilidad de la democracia.

 

Verdad y política

El desencuentro entre verdad y política señalado por Hannah Arendt parece tener que ver con la manera en que la filósofa entiende la naturaleza de la verdad,4 así como de la autoridad.5 Más que rechazar a priori la verdad en la vida pública, Arendt sospecha de una autoridad que se pretenda poseedora y guardiana de ella. Asimismo, desconfía del filósofo que asuma que un saber, cualquiera que sea, pueda reemplazar la deliberación y discusión de todos los ciudadanos; incluidos aquellos a quienes se toma por más ignorantes. El objeto de su crítica principal es la filosofía política de Platón, quien, ante el juicio y condena de Sócrates hubo de comenzar a pensar en la debilidad de la filosofía, de la argumentación y la persuasión, para la vida pública.

Tras la muerte de Sócrates, Platón empezó a considerar que la persuasión era insuficiente para guiar a los hombres y para buscar algo que los comprometiera sin necesidad de usar medios exteriores de violencia. En su búsqueda, pronto habrá descubierto que la verdad, es decir, las verdades que llamamos evidentes, constriñen la mente y que esa coacción, aunque no necesita violencia para hacerse efectiva, es más fuerte que la persuasión y las razones.6

Arendt critica que Platón, al describir el vínculo entre gobernantes y ciudadanos, haya usado como símil un tipo de relación fundada en el conocimiento experto —como el timonel de un barco y sus pasajeros; el médico y el paciente; o el amo y el esclavo—. Dado que en todos estos ejemplos el saber está de un solo lado, nadie espera razonablemente que una decisión pueda ser controvertida. Para Arendt esta asimetría entre quien tiene los conocimientos y quien no, pone de manifiesto que la autoridad se basa en un principio jerárquico. Y aunque en apariencia constriñe sin coacción, en realidad indica una forma de dominación que no es admisible en una comunidad de iguales.

Pero además, el universo político, por la contingencia que en él introduce la acción libre, no debería sujetarse a un tipo de verdad que, como la de las ciencias positivas, busque extraer leyes necesarias, lógicas o causales. La filósofa rechaza con ello el interés científico por predecir y controlar el curso de los asuntos humanos. En esto radica la distinción entre labor, trabajo y acción.7 Mientras en los dos primeros ámbitos cabe bien el uso de técnicas, por referirse al cuidado de procesos naturales de reproducción de la vida, y a la fabricación del entorno artificial; en la esfera política, donde discurre la acción, que debe ser espontánea y estar abierta al horizonte infinito de posibilidades, ningún tipo especial de saber parece relevante. El espacio público no refleja un orden externo contra el que pueda ser evaluado; ni obedece a ningún proceso natural o histórico allende las acciones contingentes de las personas.

Arendt cree que la verdad, al igual que la autoridad, demanda obediencia sin violencia externa. Las dos obligan por sí mismas, por ser auto-evidentes. La primera se basa en la contemplación directa de hechos e ideas puras; mientras que la segunda, se apoya en la tradición, la doctrina, o el carácter ''natural'' de ciertas asociaciones, como la familia.

Debido a que para los griegos —quienes representan el ideal de la vida política en Arendt— la democracia significaba antes que nada la participación incluyente de todos los ciudadanos, había que atribuirles igualmente competencia para deliberar e intentar persuadir a los demás. Tal vez por esta razón Arendt dio por sentado que esa atribución sólo podía ser cierta si el contenido de las discusiones políticas versaba sobre asuntos no relacionados con la verdad. Es decir, si en ellas se trataban asuntos de mera opinión, donde cada uno puede tener la suya, sin rendir cuentas por ellas a nadie. Al Anal, la obligación política devendría del acuerdo de opiniones, porque no habría un modo —no autoritario— de discriminar entre ellas.

Hannah Arendt rechaza el cognitivismo en el campo de la política. Esto significa que niega que sus enunciados puedan ser calificados como verdaderos o falsos; correctos o incorrectos. Lo que importa es posibilitar el mayor número posible de opiniones en la esfera pública. Entiende que recurrir a conceptos fuertes como ''verdad'' para referirse al dominio de la política es peligroso, toda vez que lo que se juega es la apertura ilimitada del mundo para una libertad humana, que se entiende como total espontaneidad. Las acciones humanas, entonces, no deben ser medidas por criterios ajenos a la opinión y juicio de sus espectadores. Nadie yerra o se equivoca, como tampoco nadie es ignorante en asuntos políticos, toda vez que sólo cuentan las opiniones de la gente, y éstas son siempre mudables.

Ante esta situación, surge la inquietud sobre cómo los individuos excluidos o marginados por ciertas decisiones y acuerdos, quienes sufren consecuencias negativas contra su voluntad, podrían criticarlo desde una perspectiva que no fuera meramente idiosincrásica. Es decir, cómo podría decirse que un arreglo político es injusto, incorrecto, falso; y no sólo que no les parece o gusta. Pero además, en razón de qué estarían obligados a obedecer, si el convencimiento no tiene nada que ver con la corrección de la norma propuesta. Arendt guarda silencio respecto de ello. Debido a lo anterior, Jürgen Habermas ha criticado que, después de insistir en un tipo de acción comunicativa, la filósofa rechace que el espacio entre verdad o corrección, por un lado, y creencias u opiniones, por el otro, pueda ser salvado mediante argumentaciones. Observa Habermas:

La base del poder la ve en el contrato suscrito por libres e iguales con el que las partes se obligan recíprocamente. Para asegurar el núcleo normativo de la originaria equivalencia que establece entre poder y libertad, Hannah Arendt acaba fiándose más de la venerable figura del contrato que de su propio contexto de praxis comunicativa.8

Hannah Arendt busca reconciliar a la verdad con la política mediante el recurso de distinguir dos tipos de verdades.9 Una de carácter factual, referida a los hechos duros verificables por los sentidos; y otra de carácter racional, que tiene que ver con ideas intangibles, susceptible de apreciación sólo argumental. Defiende que la primera de dichas verdades, la factual, tiene una significación política porque su objetividad es apreciable inmediatamente por todos. La otra, en cambio, la racional, admite según ella una mayor manipulación al no estar al alcance de cualquiera.

Aunque sin duda, algunas verdades de razón son de difícil acceso, ello no les resta objetividad. Nadie diría razonablemente que como las operaciones matemáticas al hacerse más complejas producen un incremento de errores, en esa medida se hacen menos objetivas. Por otra parte, sería muy sospechoso quien negara que las ideas que defiende como verdaderas fuesen susceptibles por principio de ser comunicadas eficazmente a otros.

Por otro lado, no es cierto que las verdades de razón se aparezcan a los individuos en solitario, en el ''diálogo interno consigo mismos'' —como Arendt solía creer—. Las verdades de razón no son revelaciones incuestionables, como las de la fe, pese a que eventualmente puedan ser tenidas por tales. Por ello, también el diálogo real, la pluralidad y la publicidad, funcionan en el ámbito de la ciencia y la filosofía como controles de la objetividad de toda pretensión de verdad.

Lo anterior obliga a revisar la afirmación de Arendt relativa a que en cuestiones de opinión, pero no de verdad, el pensar es ''genuinamente discursivo''.10 Todo lo contrario, la multiplicación de las opiniones en el espacio público es sólo ruido o monólogos pautados, si ninguna de ellas está dispuesta a aprender del resto. No se trata empero de renunciar a priori a las opiniones que se tiene, sino de reflexionar sobre ellas, y descubrir si son capaces de resistir a la crítica pública. Es igual de arbitrario quien pretende imponer por la fuerza física una verdad probada, que quien sostiene que por ser todo opinión, puede al Anal creerse lo que se quiera y actuar en consecuencia. Como la misma Arendt se encargó de mostrar, el totalitarismo fue posible al haber destruido la objetividad del mundo común, indispensable para discriminar opiniones y verdades.

Las verdades filosóficas o de razón no se convierten en opiniones cuando entran a la calle, como Arendt manifiesta.11 Lo que les sucede es que deben ser todavía discutidas para conseguir el público asentimiento. Entretanto, sólo tienen la misma apariencia que las opiniones. Y si se defienden con mayor denuedo que las creencias u opiniones irreflexivas, es porque se sabe bien lo que valen, no por un defecto de carácter del filósofo, ni porque se sea un tirano.

No obstante, nada autoriza inmediatamente al filósofo, ni a la autoridad política, a imponer lo que cree que es verdad mediante la violencia, contra la resistencia de quien no puede o quiere reconocerla. El orden de la verdad y el de la fuerza no se tocan. Arendt tenía razón al defender que el acuerdo de los ciudadanos es fundamental. La esfera pública es el lugar de la acción libre. En este sentido hace relevante la voluntad individual. Sin embargo, no todo en política depende de dicha voluntad. Antes es necesario que existan las condiciones para poder vivir juntos. Incluso los griegos —y esto lo dice Arendt en otro lugar— creían que la ''ley'' y la ''muralla'' eran indispensables para la existencia del espacio público. Por esta razón, ellas no dependían del concurso de los ciudadanos, sino de la competencia de sus artífices, sin que importara si se era extranjero.

Lo anterior ha sido bien visto por John Rawls, quien comprende su concepción de la justicia política como una reconstrucción veraz de las condiciones que en sociedades con democracias liberales, han hecho posible la cooperación recíproca y respetuosa del más plural espectro de creencias y modos de vida. Dicha reconstrucción es ofrecida por el filósofo, no en calidad de un experto en política, ni de poseedor de un dogma, sino en el papel de un ciudadano que quiere que sus ideas, que considera verdaderas, sean validadas públicamente. En cualquier caso, la verdad de la doctrina no depende del acuerdo; como tampoco la violencia en torno a ella depende de que llegue a ser verificada. La verdad depende invariablemente de la calidad de los argumentos, mientras que el uso de la fuerza, del acuerdo. La legitimidad, como creencia común en que la violencia ha sido empleada de manera adecuada, aún contra de las opiniones e ideas de algunos, dependería de que el relato y las razones en que se apoyen sean admitidos como verdaderos, correctos o justos.

En resumen, puede decirse que la democracia incorpora dos dimensiones importantes: una práctica, relacionada con la participación incluyente de todos; y otra epistémica, asociada a la deliberación. No hay democracia auténtica si se excluye a priori a ciertos individuos o grupos; pero tampoco si, estando todos incluidos, no existe diálogo entre ellos. La tiranía, en el primer caso, es monárquica u oligárquica; pero en el otro, es demagógica.

 

La mentira y el totalitarismo

En virtud de lo anterior, no sorprende que Arendt haya atribuido un papel específicamente político a la verdad frente al fenómeno totalitario. Lo primero que hizo el totalitarismo fue suprimir la manifestación de las opiniones plurales, y esto podía haber sido suficiente para destruir la vida pública. Sin ella, el sentido común, que nace en el espacio entre los hombres (inter-homines-esse), no puede constituir un asiento firme para juzgar lo que estaba sucediendo. Pero Arendt dice mucho más. Lo que señala de manera explícita es que fue la destrucción sistemática de la verdad, no su ocultamiento, lo que hizo el mayor daño al espacio público.

Es sabido que la mayoría de los regímenes políticos tiránicos y autoritarios operan mecanismos de censura contra la expresión de las ideas y opiniones de la gente.12 Todo hace suponer que la función de gobierno, para ser eficaz, demanda que sus imperativos no sean puestos en duda. Como Arendt supo ver con claridad, las autoridades, con independencia de su naturaleza política o religiosa, al apoyarse en un principio de jerarquía —y no de igualdad— asumen la validez a priori de sus mandatos, y niegan que por debajo de ellas pueda alguien tener facultades para criticarla. La batalla por la Ilustración, supuso que los individuos, sirviéndose de su propia razón, eran capaces de informar el juicio de sus gobernantes, como de cualquier otra autoridad presunta. Para ello era menester, sin embargo, que dicha razón se sometiera a la criba de la deliberación pública —''uso público de la razón''—, donde su argumentación habría de ganar consistencia.13

Lo que la autoridad rechaza por definición es que el principio de su mando sea puesto en duda. No interesa tanto aquí —aunque no es menos importante— el constante uso de secretos que se califican como útiles en determinados actos de gobierno; ni el engaño recurrente a adversarios y detractores políticos. Más bien se quiere llamar la atención sobre un tipo de censura singular que suele ser presentada como una defensa de la verdad. En el primero de los casos ocurre un disimulo u ocultamiento de una verdad cuyo conocimiento público podría erigirse en amenaza para la estabilidad del gobierno -verbigracia, la presunta ''guerra sucia'' del gobierno mexicano para combatir a la disidencia política, armada o civil-; pero en el segundo, que es el de mayor gravedad para Arendt, la verdad es distorsionada con el objetivo de hacérsela irrebatible. Pero como los hechos históricos son datos duros que resisten bien la manipulación, por estar ''a la vista de todos'', la defensa de la Verdad llevada a cabo por el régimen se manifiesta entonces, sobre todo, como batalla de interpretaciones u opiniones; o como una destrucción organizada de los datos.

De este modo, por ejemplo, al ser descubierto que Irak no poseía arsenal nuclear o armas de destrucción masiva, ''dato duro'' que habría servido de sustento a la invasión norteamericana, el gobierno del presidente George Bush se vio en la necesidad de cambiar su discurso inicial hacia uno de carácter más metafísico y religioso, que incluía a dicho país en un supuesto ''eje del Mal''. Con ello, dicho discurso se hacía mucho más resistente a la crítica. ¿De qué manera puede ser falsada una afirmación semejante?

Llevado a ese lugar el discurso político avanza por peligrosos derroteros, que fue lo que Arendt supo anticipar. Lo que aquí se defiende es que se puede continuar defendiendo la pertinencia de la noción de verdad en la vida política, incluso cuando no se trate con el tipo de datos verificables por la experiencia sensible. El ejemplo anterior en realidad no niega que el campo de las ideas sea inmune a la crítica racional, o no admita criterios de corrección-verdad. Lo que pone de relieve es una tergiversación del discurso político, así como el desbordamiento injustificado de sus límites. Porque, más allá de si es o no posible conocer a ciencia cierta lo que es el Mal,14 y si en el universo del mismo se halla Irak o cualquier otro país, se ha de discutir previamente si un gobierno, del orden secular, debe tener como competencia la guerra contra el Mal, más allá de las amenazas particulares de sus supuestos representantes. Es entonces la confusión —deliberada en el fenómeno totalitario— de lo que puede ser dicho válidamente como una pretensión de verdad y lo que no, lo que ocasiona la pérdida del suelo firme sobre el que pueden construirse los acuerdos entre ciudadanos.

Una afirmación como la anterior sobre el Mal, con mayúsculas, metafísico, no es susceptible de verificación ni de falsificación. No apela a los hechos — aunque intente acomodarlos en un relato coherente. Sin embargo, en sentido estricto tampoco apela a la razón. Busca más bien movilizar con elocuencia los sentimientos de la gente, concitando sobre todo afectos y temores. Cuando así procede se convoca también a la unidad de la comunidad, y se alerta contra una disidencia ignorante o perversa. Sobre el particular, Richard J. Bernstein señala:

Quisiera examinar esta nueva popularidad tan de moda del discurso sobre el bien y el mal y decir que constituye un abuso del mal, un abuso peligroso. Es un abuso porque, en lugar de invitarnos a cuestionar y a pensar, el discurso del mal es utilizado para reprimir el pensamiento. Esto es muy peligroso en un mundo complejo y poco seguro. El nuevo discurso sobre el bien y el mal carece de matices, de sutileza y de discernimiento sensato [...] Nuestras declaraciones sobre el mal y el ''eje del mal'' tienen su paralelo en el discurso fanático de una jihad decidida a eliminar a los malvados infieles.15

La crítica del principio jerárquico, traducida en la negativa a reconocer la igual competencia de todas las personas para conocer la verdad, o para distinguir el bien del mal, saca a la luz la fragilidad de una autoridad que se autocomprende ajena al juicio de esas personas. Por esta razón importa tanto a toda autoridad política o religiosa, el relato de los orígenes. Los mitos de la revolución y de la revelación; héroes y santos; traidores y demonios; deben ser defendidos a toda costa como dogmas de fe, ha de ser inmunes a toda crítica. Ello es así porque en ellos se juega la supervivencia misma de dicha autoridad.

Si la autoridad se apoya en este tipo de relatos que buscan hacerse pasar por verdaderos, suprimiendo cualquier crítica, Arendt habría hecho bien al defender que en el espacio público prevaleciera el mayor número de perspectivas posible, en conceder a todos la libertad de expresar sus puntos de vista sobre la verdad. Su pesimismo contra la noción de verdad era una consecuencia de los intereses particulares de ciertos profesionales por acomodar sus saberes al relato de la autoridad, dotándole de coherencia y prestigio argumentativo.

Pero tal vez el problema de fondo no sea si los miembros de una comunidad política están de acuerdo en atribuir firmeza a los principios sustantivos de una revolución o revelación, o la decisión conjunta de mantener sus postulados a toda costa. Lo que el totalitarismo demostró es que con independencia de la adhesión colectiva a una decisión semejante, como algo distinto pero vinculado a ella, permanece como problema práctico la cuestión de la verdad del relato fundacional. La revolución tendría quizá otros héroes y traidores. Asimismo, la revelación divina, cuya originalidad y autenticidad se vería tal vez amenazada con nuevos datos, admitiría una infinidad de interpretaciones razonables.

Por esta razón son los datos que arruinarían la plausibilidad de la narrativa, los que se eliminan o reemplazan. Son ellos los que la autoridad procura censurar. Pero para lograrlo no compite en igualdad con quienes pretenden contradecirla. La autoridad no da la batalla en la arena de las argumentaciones, y en ese sentido no juega limpio. Ya antes se había dicho que la autoridad se basaba en el principio de jerarquía. En tal virtud, al defender sus pretensiones no dice nada en favor de su contenido o consecuencias prácticas, sino que se refiere a la superioridad de ciertas cualidades intrínsecas; a su infalibilidad, sabiduría, expertiz, etcétera. Esto al menos cuando tal autoridad no tiene a su alcance los suficientes recursos como para ejercer una violencia efectiva contra ''herejes y librepensadores''. En cambio, si los posee, no duda en eliminar adversarios y disidentes, destruir registros o fabricar datos.16

Para Arendt, entonces, contra su afirmación de que verdad y política ''nunca se llevaron bien'', y pese a la desconfianza que sentía hacia filósofos y expertos alejados de la esfera pública, la verdad impone límites infranqueables al discurso político. Uno no está autorizado a opinar cualquier cosa, si al hacerlo pasa por alto los datos objetivos de la realidad. Por esta razón, reconoce:

Los hechos dan origen a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y ser legítimas mientras respeten la verdad factual. La libertad de opinión es una farsa, a menos que se garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos. En otras palabras, la verdad factual configura al pensamiento político tal como la verdad de razón configura a la especulación filosófica.17

Debido a que la acción política ocurre en el mundo de los fenómenos, que es por definición contingente, los gobernantes pueden con relativo éxito, obrar sobre sus verdades mediante la destrucción o sustitución de los datos. No obstante, son incapaces de afectar directamente, mediante el recurso de la sola violencia, el universo de las verdades de razón. Esto no quiere decir que no lo pretendan, sino que sus recursos son menos efectivos en este dominio. Por este motivo, una de las estrategias empleadas para anular este tipo de verdades, cuando la censura fracasa —o cuando el propio gobierno la considera ''políticamente'' incorrecta— es buscar convencer que, en el plano de las ideas, las verdades valen lo mismo que las opiniones.

Se diría que es aún más inquietante el que, en la medida en que las verdades factuales incómodas se toleran en los países libres, a menudo, en forma consciente o inconsciente se las transforma en opiniones, como si el apoyo que tuvo Hitler, la caída de Francia ante el ejército alemán en 1940 o la política del Vaticano durante la Segunda Guerra Mundial no fueran hechos históricos sino una cuestión de opiniones. En vista de que esas verdades de hecho se refieren a asuntos de importancia política inmediata, lo que aquí está en juego es algo más que la quizá inevitable tensión entre dos formas de vida dentro del marco de una realidad común y comúnmente reconocida. Lo que aquí se juega es la propia realidad común y objetiva y éste es un problema político de primer orden, sin duda.18

Al igual que Hannah Arendt, George Orwell fue consciente de esta estrategia deliberada de transmutar las verdades en meras opiniones. La misma podía ser descubierta en las sociedades liberales, y no necesariamente impuesta por una autoridad política tiránica, sino incluso por el monopolio privado de los medios de comunicación, los burócratas, el cine, la economía, etcétera: ''[...] para que el totalitarismo corrompa no es necesario vivir en un país totalitario. El mero predominio de ciertas ideas puede diseminarse como una especie de veneno, que hace que un tema tras otro se vuelva imposible''.19

 

Verdad y democracia deliberativa

Para Hannah Arendt, en términos históricos, el conflicto entre verdad y política habría surgido a partir de dos modos de vida diametralmente opuestos: la vida del filósofo y la vida de los ciudadanos. Lo que aquí se sostiene es que esta oposición no es resultado en estricto sentido de la naturaleza del trabajo filosófico-científico. En primer lugar, depende de una concepción del proceso de pensamiento como si ocurriera en solitario, lejos de la mirada y el diálogo con otros.20 Como si el filósofo hablara únicamente consigo mismo, y su sola responsabilidad fuese la coherencia interior. En segundo lugar —y aquí Arendt sí tendría buenos motivos para desconfiar— se refiere a la tentación autoritaria de los ''profesionales de la verdad'', reflejada en el deseo de imponer a toda costa sus ideas, y a su corriente desinterés por discutirlas con la ''gente vulgar''. La actitud de superioridad otorgada por alguna competencia singular o diploma universitario, que demanda adhesión a priori, no es poco frecuente en el gremio académico. No obstante, se cree que hay una gran diferencia entre rechazar la dominación de sabios, sacerdotes o expertos, y excluir las pretensiones de verdad incorporadas en sus ideas, doctrinas o teorías.

En cualquier caso, pese a la querencia de Arendt por el modelo ateniense de una democracia ampliamente deliberante, tampoco del lado de los ciudadanos hay suficiente evidencia de mayorías dialogantes, incluyentes y respetuosas. Si el ciudadano no se empeña tanto en sostener sus opiniones, tal vez sea porque no tenga buenas razones a su favor; no por ser más amable. La tiranía de los ciudadanos podría resultar mucho más sutil, pero igual de efectiva. Si se cree que a Anal de cuentas no importa mucho la verdad o corrección del juicio, sino tener a la mayoría de parte de uno, la política quedará peligrosamente comprometida. El desprecio de la actividad del pensamiento; el abandono de la política cultural, científica y tecnológica en una comunidad; la supresión de la verdad histórica y la memoria colectiva; conllevan un riesgo enorme para la libertad de los seres humanos.

Debido a que la intuición de Arendt está concernida con la máxima apertura del espacio público, lleva razón al defender con firmeza la aparición de todas las opiniones y puntos de vista en público. La pretensión de que quien sostenga una perspectiva o creencia distinta a la mayoritaria debe ser capaz de articular un argumento irrebatible para convencer al resto, es absurda y excluyente.21 Quienes sufren marginación, pobreza, desigualdad, difícilmente disponen de medios para que sus denuncias sobre lo que perciben como dañoso, sean integradas en un discurso plenamente coherente. Su sola aparición en público constituye un reto para una política distanciada de las necesidades humanas más urgentes, y enfocada sobre todo a satisfacer intereses y preferencias.

Sin embargo, nada autoriza a rechazar en el espacio público el tipo de saberes que permitieran descubrir esas circunstancias de daño y vulnerabilidad como errores políticos. Quizá sea ésa la mejor arma que pueda brindar la ''verdad'' a los seres humanos en desventaja. Por esta razón, el propio Carlos Marx —quien siempre insistió en el deber de transformar el mundo, y no sólo de pensarlo— observó con agudeza: ''la ignorancia nunca le ha hecho bien a nadie''.22

Si se considera lo anterior, el enunciado de que ''la verdad nos hace libres'', defendido por la iglesia católica, puede entenderse de un modo benévolo. No es ''La Verdad' como un dogma incuestionable o como un dato autoevidente,23 sino una concepción de la verdad que es el resultado más o menos seguro de un proceso deliberativo libre e incluyente del mayor número de perspectivas; de lo que en cada caso se da por sentado como firme, hasta que no aparezca nueva información para revisarla. La misma Arendt terminará por adherirse a una concepción similar para referirse a la verdad como un límite de la esfera política, y, por esta razón, como condición de la libertad humana:

Sin embargo, lo que aquí quiero demostrar es que, a pesar de su grandeza, toda esfera es limitada, que no abarca la totalidad de la existencia del hombre y del mundo. Está limitada por las cosas que los hombres no pueden cambiar según su voluntad. Sólo si respeta sus propias fronteras, ese campo donde tenemos libertad para actuar y para cambiar podrá permanecer intacto, a la vez que conservará su integridad y mantendrá sus promesas. En términos conceptuales, podemos llamar verdad a lo que no logramos cambiar.24

Si esto es así, ¿cómo podría la verdad ser reconciliada con la autoridad —lo que era el problema inicial?, ¿no acaso también se considera un logro moderno el reconocimiento de que ''la autoridad y no la verdad hacen la ley''? Permítaseme para concluir, indicar que esos enunciados se oponen sólo en apariencia. El objeto principal de la autoridad política está en la atribución de mandar y exigir el cumplimiento de sus órdenes aún mediante el recurso a la violencia. Dicha atribución, para ser legítima, no puede ser deducida, a partir de la modernidad, sino de los principios de autonomía y autodeterminación individuales. Estos dos principios se asocian a la voluntad, no a la inteligencia humana. Y aunque la voluntad sólo actúa responsablemente junto a ésta, ello es algo que no puede ser garantizado allende los propios individuos. En cualquier caso, no con el uso de la fuerza.

Quienes confían en los procesos deliberativos de la democracia, asumen que el solo hecho de la convivencia cooperativa, más o menos ordenada, pacífica y respetuosa de las minorías, es mejor que cualquier orden ético-moral impuesto por la fuerza, trascendente a la inteligencia y voluntad unidas de la mayoría de los ciudadanos. Lo anterior no contradice la imagen del poder que tenía Arendt, que no es sinónimo de violencia o fuerza. Sobre todo porque dicho poder es reconstruido en su dimensión comunicativa, que atribuyó a la capacidad de los hombres de hablar y actuar juntos en calidad de iguales.25 Lo que hizo posible esa capacidad fue el hecho de compartir un mundo en común, que operó como el asiento normativo de sus juicios y opiniones. El ciudadano de la polis no discutía sobre los temas del técnico, experto o filósofo, no porque fueran poco importantes, sino porque se daban por sentados por una organización jerárquica apoyada en el dominio de unos pocos.

Si esto era o no producto de la injusticia, es otra cuestión. En cualquier caso, muestra que los asuntos acerca de la verdad que afectan el universo de la política, no pueden en ningún caso ser ignorados. Alguien tiene que ver por ellos, ya que el mundo social y natural impone constricciones precisas que no pueden ser obviadas sin consecuencias.

Lo anterior —contra Arendt— no debe entenderse en términos de exclusión entre verdad y política; entre filósofos, ciudadanos y gobernantes. Aquéllas se cuidan y apoyan entre sí. Es su confusión o su olvido lo que representa una auténtica amenaza a la libertad de la gente.

Por esta razón, una de las principales batallas políticas de los regímenes en transición a la democracia, tiene que ver con el descubrimiento de la verdad. Con una lucha contra la falsificación del pasado, que haría imposible en la vida práctica la reconciliación entre los ciudadanos. Dice Tzvetan Todorov:

Ninguna institución superior, dentro del Estado, debería poder decir: usted no tiene derecho a buscar por sí mismo la verdad de los hechos, aquellos que no acepten la versión oficial del pasado serán castigados. Es algo sustancial a la propia definición de la vida en democracia: los individuos y los grupos tienen el derecho de saber, y por tanto de conocer y dar a conocer su propia historia; no corresponde al poder central prohibírselo o permitírselo.26

Atreverse a pensar por uno mismo, signo de emancipación, pasa por reconocer a todos incluso el derecho a equivocarse, de errar el juicio sin ser objetos de violencia por esa razón. Lo anterior no implica transigir con la ignorancia y el error. Significa más bien la atribución a cada persona, como una condición para vivir juntos en paz, de las facultades de racionalidad y razonabilidad —no de omnisciencia ni infalibilidad. Esa atribución a priori, es cierto, puede ser falsada por el rechazo del diálogo, la intolerancia y la exclusión del extraño. Son tales acciones, y no directamente los errores del pensar y el juicio, las que deben ser prohibidas con determinación por la autoridad política.

Para ello es importante que los ciudadanos lleguen a ponerse de acuerdo —y en esto es fundamental la promoción y cuidado de la ciencia— acerca de los límites de lo que puede ser discutido en términos de verdad en la esfera pública, y de lo que en cambio debe dejarse a la opinión y voluntad mayoritaria. La principal enseñanza de Arendt, su sospecha contra la idea de verdad, entonces, radica en haber subrayado la dimensión contingente del mundo humano. En haber prevenido contra toda idea de naturaleza, historia u orden, en donde la libertad fuese inoperante. Porque si la libertad no se entiende como espontaneidad y radical indeterminación; si no hay otros mundos posibles; o si no es posible dar nacimiento a algo totalmente nuevo, entonces, la política no merece mucho la pena.

 

Conclusiones

Hannah Arendt solía desconfiar de los usos de la verdad en la política. Como es sabido, la imagen de la autoridad proyectada por Platón, según la que los conocimientos expertos estaban del lado sólo de los gobernantes, y no de las personas sujetas a su mandato, contradecía la concepción de Arendt acerca del espacio público. En éste no debía existir asimetría entre los individuos. Por lo tanto, todos estarían en iguales condiciones para participar y deliberar sobre los asuntos de interés común. La idea de que la verdad constriñe en razón de su objetividad, hizo pensar a Arendt que no tenía cabida en el mundo público. Debido a que la política es el espacio de la acción, que por oposición a labor y trabajo, es libre, espontánea y contingente, Arendt supuso que no podía atribuirse firmeza y necesidad a ninguno de sus postulados. Hacer lo contrario implicaría negar la posibilidad de deliberar, de explorar nuevos universos para la acción.

La doxa u opinión se convirtió para la filósofa en el candidato idóneo para reemplazar a la verdad en la vida pública. El ideal político pasaría entonces por la mera multiplicación de las opiniones, la visibilización de todos los puntos de vista lo más abierta posible. Al rechazar el cognitivismo, y con él la oportunidad de discriminar entre dichas opiniones, Arendt hubo de concentrarse en el hecho del acuerdo —lo que Habermas criticó—. Porque si no existe un punto Arme que permita discernir entre lo bueno y malo, lo correcto e incorrecto en política, ¿desde qué lugar puede llevarse a cabo la crítica pública?, ¿cómo podrían las personas y grupos en desventaja denunciar que su situación no es infortunada, sino injusta; o dicho de otro modo, que es el resultado de decisiones colectivas equivocadas?

Hannah Arendt fue consciente de esta dificultad. Al estudiar los regímenes totalitarios, observó justamente que su desprecio por la verdad fue lo que llevó a la destrucción de la esfera política. Destruyendo registros, datos y eliminando personas, el totalitarismo no simplemente mentía, sino que falseaba la realidad. Si la mentira requiere de la verdad para ser verosímil, dichos regímenes crearon una realidad irresistible a la crítica. Hacía falta para ello un punto Arme de apoyo, un mundo compartido como condición para poder juzgar. En los términos de Arendt, era menester algo ''que no se pueda cambiar''. Siempre es debatible quién tuvo culpas en la Segunda Guerra, pero ''lo que no se puede decir es que Polonia invadió Alemania''.

Es esta pretensión de objetividad de la verdad, de firmeza, lo que la convierte en una herramienta fundamental del espacio público. Lo anterior no implica, sin embargo, defender a quien se ostente circunstancialmente como su poseedor o guardián. Sucede todo lo contrario, la noción de verdad es exigente y apela a la inteligencia y crítica racional. No se la puede defender con el mero recurso de la autoridad a la violencia.

Defender la verdad en política tampoco significa que ésta siempre se aparecerá claramente. En muchas ocasiones persistirán las dudas en torno a la calidad de nuestras decisiones. No obstante, como se dijo, que la complejidad de ciertas operaciones matemáticas ocasione que aumenten los errores, no lleva a dudar de su objetividad, ni a instruir a los estudiantes a que resuelvan sus problemas con base en sus apreciaciones personales.

Por otra parte, existe también un reclamo demagógico que niega a la verdad cualquier tipo de virtud en política. Como cuando se afirma que uno no está obligado a justificar sus opiniones y puntos de vista frente al resto de la gente.

Lo que aquí se sostiene es que cuando las opiniones son el apoyo de acuerdos y decisiones públicas, cuando tienen consecuencias prácticas sobre la vida de las personas, deben poder ser evaluadas con criterios de verdad y corrección. Negarlo sugeriría que la autoridad de la mayoría, del ''Pueblo'', es inapelable.

La noción de democracia deliberativa pone de manifiesto la dimensión práctica y epistémica de los acuerdos públicos. La primera se refiere a la inclusión de todos y cada uno de los individuos, en respeto de su autonomía; y la segunda a la calidad de sus argumentos. La verdad es una herramienta fundamental para el espacio público democrático.

 

Notas

1 De este modo, señala Ludwig Wittgenstein: ''[...] el que en la práctica no se pongan en duda ciertas cosas pertenece a la lógica de nuestras investigaciones científicas''. (L. Wittgenstein, Sobre la certeza. Barcelona, Gedisa, 1988, p. 44.         [ Links ])

2 Hannah Arendt, ''El concepto de historia: antiguo y moderno'', en Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política. Barcelona, Península, 1996, pp. 49-100.         [ Links ]

3 Sobre el tema puede verse H. Arendt, ''La mentira en política. Reflexiones sobre los Documentos del Pentágono'', en Crisis de la república. Madrid, Taurus, 1998, pp. 11-55.         [ Links ]

4 H. Arendt, ''Verdad y política'', en Entre el pasado y el futuro..., pp. 239-277.

5 Ibid., pp. 101-153.

6 Ibid., p. 118.

7 Cf. H. Arendt, La condición humana. Barcelona, Paidós, 1998.         [ Links ]

8 Jürgen Habermas, ''Hannah Arendt'', en Perfiles filosófico-políticos. Taurus, Madrid, 1986, pp. 221-222.         [ Links ]

9 H. Arendt, ''Verdad y política'', en Entre el pasado y el futuro..., p. 243. EN-CLAVES del pensamiento, año VI, núm. 11, enero-junio 2012, pp. 81-98.

10 Ibid., p. 254.

11 Ibid., p. 250.

12 Sobre este tema, merece la pena el texto de J. M. Coetzee, Contra la censura. Ensayos sobre la pasión por silenciar. México, Debate, 2007.         [ Links ]

13 Immanuel Kant, ''¿Qué es la Ilustración?'', en Filosofía de la historia. Madrid, FCE, 1997, pp. 25-38.         [ Links ]

14 Cf. Richard J. Bernstein, El mal radical. Una indagación filosófica. Buenos Aires, Lilmod, 2004.         [ Links ]

15 R. J. Bernstein, El abuso del mal. La corrupción de la política y la religión desde el 11/9. Buenos Aires, Katz, 2006, pp. 28-29.         [ Links ]

16 Lleva razón por tanto Russell al observar el parecido entre los males de la cristiandad en las edades de la fe y el totalitarismo, en relación con los procedimientos empleados para la defensa de sus doctrinas. La diferencia entre ellos habría sido únicamente de grado, de una mayor o menor eficacia en los instrumentos al alcance. (Bertrand Russell, ''¿Puede la religión curar nuestros males?'', en Por qué no soy cristiano. Barcelona, Edhasa, 1999, p. 299.         [ Links ]) Existe evidencia de esa estrategia destructiva de ciertas verdades de la fe para los americanos nativos, llevada a cabo con eficacia por la iglesia católica. (Serge Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristobal Colón a ''Blade Runner'' [1492-2019]. México, FCE, 1994.         [ Links ])

17 H. Arendt, ''Verdad y política'', en Entre el pasado y el futuro..., p. 250. (Las cursivas son mías).

18 Ibid., pp. 248-249. (Las cursivas son mías)

19 George Orwell, ''Los impedimentos de la literatura'', en Letras Libres, agosto, 2006, año VIII, núm. 92, p. 20.         [ Links ] Desde luego, la extrema destrucción y manipulación de la verdad llevada a cabo por el totalitarismo, y el absoluto control del hombre por el hombre, fueron narrados por dicho autor en su obra —¿de ficción?— 1984.

20 Al respecto, H. Arendt, ''Thinking and Moral Considerations: A Lecture'', en Social Research, 38/3. 1971.         [ Links ]

21 Lo anterior ha sido desarrollado ampliamente por Iris Marion Young, Inclusion and Democracy. Oxford, Oxford University Press, 2002.         [ Links ]

22 Apud Ricardo Cayuela Gally, ''La izquierda y sus dilemas. Mesa redonda con Roger Bartra, Ugo Pipitone, Jesús-Silva Herzog Márquez y José Woldenberg'', en Letras Libres, mayo, 2008, año X, núm. 113, p. 39.         [ Links ]

23 Sobre una verdad semejante, Bernstein ha señalado: ''Para decirlo de una forma más técnica, estoy refutando el hecho de que existan episodios epistemológicos que se autocorroboran: episodios en los que el mero hecho de que éstos existan tengan como resultado un conocimiento genuino. Sellars llama a esto 'el mito de lo dado'''. (R. J. Bernstein, El abuso del mal, p. 34.)

24 H. Arendt, ''Verdad y política'', en Entre el pasado y el futuro..., p. 277. (Las cursivas son mías)

25 En este sentido, la noción de poder de Arendt difiere notablemente de la de Weber, para quien en última instancia, el poder consiste en la capacidad que se posee de imponer un mandato sobre otro, aún en contra de su voluntad. (Max Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva. Madrid, FCE, 1993, p. 43.         [ Links ])

26 Tzvetan Todorov, Los abusos de la memoria. Barcelona, Paidós, 2000, pp. 16-17. EN-CLAVES del pensamiento, año VI, núm. 11, enero-junio 2012, pp. 81-98.         [ Links ]

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