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En-claves del pensamiento

versão On-line ISSN 2594-1100versão impressa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.4 no.7 México Jun. 2010

 

Entrevista y reflexiones

 

Un pequeño sacrificio, pero creo que lo valgo. Reflexiones alrededor del culto al cuerpo

 

Mónica Salcido*

 

* Profesora de la Escuela de Humanidades y Ciencias Sociales del Tecnológico de Monterrey (RZMCM). filomedusa@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 09/12/2009
Fecha de aceptación: 18/12/2009

 

La posmodernidad, según Lipovetsky, es una "edad del deslizamiento" remontada en un ala delta: las bases sólidas se evaporaron, las ideologías perdieron su crispación, la antigua presión disciplinaria se ha difuminado. Más aún, el deslizamiento sobre una pluralidad de criterios de referencia hace del contacto con el absoluto un imposible: vivimos una existencia "a la carta" modulada en función de las motivaciones y gustos individuales. Sin embargo, puesto que el sinsentido y la finitud aún se nos presentan como amenazas psíquicas y la provisionalidad como una guerra de nervios en el ámbito de la ética, nuevas formas de encontrarse con el absurdo han hecho su aparición para distraernos de los efectos del nihilismo: quizá no hemos dinamitado el trono de Dios y sólo lo hemos dejado libre para que otros ídolos demandantes lo ocupen. Es innegable que en el culto posmoderno a la diferencia los modos de vida se han diversificado, haciéndonos sentir pilotos de nuestra existencia, responsables de nuestra capacidad para obtener todo lo que la nueva sociedad nos ofrece. No obstante, en el universo hedonista donde reina la afirmación de la propia singularidad y la estimulación de las necesidades privadas, el control acontece de forma subterránea y silenciosa y, por ello, más peligrosa, generando nuevas estrategias restrictivas que no son ya impuestas sino inoculadas en nuestra mente con las herramientas de la seducción: la coerción se apropia de nuestra vida sigilosamente, no por la vía de la tiranía espiritual sino por la de la permanente estimulación del deseo.

El cuerpo como centro de gravedad del individuo es objeto privilegiado de la soñada afirmación de sí de esta actualidad engañosamente liberal. Lejos del ideal epicúreo, es el ídolo protagonista de un nuevo culto masivo, el blanco de ataque de un moralismo socio–liberal, de un cristianismo reloaded que suplanta con el cuerpo joven, sano y bello al espíritu como forma inmortal y garantía de nuestra salvación; el cuerpo es la nueva obsesión, el receptáculo de nuestras neurosis, la materia que puede ser moldeada como símbolo contra la muerte. Luchar contra la degradación que forma parte de la vida es el nuevo imperativo categórico, la nueva exigencia del hombre impoluto.

La carne mortificada del cristianismo ha sido rediseñada: el cuerpo que lucha contra la grasa sustituye al que se esconde bajo el hábito, la liposucción al látigo, las dietas para reducir medidas o aumentar la masa muscular al ayuno, todo ello con miras a hacernos dignos de la absolución divina del mercado mundial. En el empeño por alcanzar las exigencias de la moda —esa huída hacia un mundo ideal— el cuerpo es concebido como primer reflejo de nuestra personalidad, transformándose exactamente en lo contrario: un búnker tras el cual nos parapetamos para ocultar la miseria interna y hacernos dignos de ser valorados y admirados. Querer permanecer jóvenes devela un temor al tiempo que todo lo disgrega y puede conducirnos a un continuo desconocimiento del cuerpo como punto de anclaje inmediato dentro del devenir de nuestra existencia, estigmatizando con ello lo precario de nuestra ontología. Y es que, en todo caso, la reconciliación con la materia, con las pulsiones y los instintos depende en gran medida de afirmar la vida que transcurre, que nos hace heterogéneos en la historia y la precariedad del cuerpo, marcado por los pliegues que los anales emotivos han impreso en nuestro rostro.

Curiosa ironía: construyendo nuestro cuerpo hasta el cansancio e integrando el placer como exigencia permanente de la cotidianidad, anestesiamos nuestra capacidad de disfrutar la vida, transformando el goce en una tierra árida en la que somos incapaces de reconocernos a nosotros mismos. Nos entregamos con fervor al trabajo y al gimnasio, terrenos donde no caben ni el ocio ni la ausencia de metas, donde el éxito se calcula en cuentas bancarias y tallas con las que exhibimos la excelsitud de nuestras virtudes, pero ¿no es esta búsqueda frenética de sentido una forma de cubrir el horror vacui ? Si es así, el culto a cierta interpretación de la belleza es una inversión, no una transvaloración, de los valores platónico–cristianos que niegan el cuerpo y, por ello, la homogeneización en estéticas plásticas tiene la misma carga ascética del control social sobre las almas. La publicidad y la mercadotecnia, profetas de la verdad monoteísta de las potencias mundiales nos exigen ser diferentes y brillar a todas luces en un cuerpo decoroso, haciéndonos esclavos de la moda y, por tanto, dependientes de la solvencia económica. Dinero, Belleza, Éxito: nueva trilogía divina, camino al cielo prometedor del consumismo, ética represiva que, a través del bombardeo informativo, nos hace devotos de la religión de la apariencia, donde la vida transcurre como un casting que hipoteca nuestra existencia por un auto del año, por un look actual y casi "heroico". Pero ¿y el pensamiento? ¿Y la "gran razón del cuerpo"? Una vez más, la desconexión entre una constitución notable y la finura de los instintos desemboca en una vida de rebaño.

Si a lo largo de la historia de Occidente, esencialmente cristiana, el cuerpo ha sido un lugar de subversión, actualmente corre el peligro de pasara formar parte de los estupefacientes colectivos que adormecen la conciencia de sí y la activación de la voluntad. Otra ironía: el ideal del cuerpo perfectamente "activo" puede convertirnos en seres sedentarios. El amor propio en la afirmación y cuidado de la corporalidad va más allá del bótox y el colágeno: implica ser permisivos con nuestros caprichos y extravagancias así como utilizar las armas del entendimiento para distinguir entre las exigencias de la maquinaria económica y las de nuestras pulsiones y anhelos.

Así pues, nuestro hedonismo moderno poco tiene que ver con la configuración estética de la propia vida y si con la sumisión y la ofuscación de nuestra inteligencia. Vivimos angustiados por las exigencias de nuestra época y lo que está en juego no son sólo unos kilos o unas arrugas de más o de menos, sino la capacidad de discernir entre qué es lo queremos de la vida y que es lo que nos han dicho que debemos querer. Finalmente, la vida siempre está ahí para desarmar los sueños metafísicos del ideal de Belleza. El cuerpo es destino: pese a su anhelo de perfección, las almas domesticadas que desfilan por la pasarela de la moral burguesa siempre se toparán con los desvíos propios de la finitud.

 

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