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En-claves del pensamiento

versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.3 no.6 México dic. 2009

 

Artículos

 

La dicotomía violencia–poder: una defensa de la propuesta arendtiana*

 

Carlos Kohn W.**

 

** Profesor del Instituto de Filosofía, Universidad Central de Venezuela, Venezuela. kohncl@eldish.net

 

Fecha de recepción: 15/10/2008
Fecha de aceptación: 08/03/2009

 

Resumen

Hannah Arendt ocupa un lugar singular en el pensamiento contemporáneo, entre otras razones, por su permanente enfrentamiento con la tradición filosófica y con la teoría social ad usum; y, muy en particular, por la manera como ella caracteriza las categorías fundamentales de la política. Así, su original distinción entre poder, violencia y dominación ha generado sendas polémicas que aún hoy, a más de 30 años de su muerte, siguen permaneciendo sobre el tapete de la discusión. Una de las críticas más vehementes que ha recibido el concepto de "poder" de esta autora ha sido la de Jürgen Habermas (principalmente, la que elaboró en su ensayo: "Hannah arendts Begriff der Macht " [1976]). La ponencia pretende confrontar esta postura. Para ello, expondré primero los razonamientos que utiliza Arendt para contraponer poder y violencia (especialmente, en sus obras: la condición humana; sobre la revolución y sobre la violencia); luego, los 'desaciertos' de la objeción habermasiana (apropiándome para ello, incluso, de algunas 'clarificaciones' del propio Habermas en Facticidad y validez); y, por último, procuraré ahondar en los argumentos de la propia Arendt en defensa de sus planteamientos.

Palabras clave: Filosofía de la violencia, dominación, poder comunicativo, Arendt, Habermas.

 

Abstract

Hannah Arendt has a singular place in the contemporary thought caused by her permanent challenge with the philosophic tradition, with the social theory ad usum; and in particularly, by her special way to characterize the fundamental categories of politics. Her original distinction among power, violence and domination has provoked polemic paths that even today, at 30 years of her death, still remained in discussion. One of the strongest critics for her concept of "power" was done by Jürgen Habermas (mainly in his essay: "Hanna arendt Begriff der Macht" [1976]). The presentation tries to confront this posture. For this, I will expose, frst, the Arendt's reasoning to contrast power and violence (specially, in her works: la condición humana, sobre la revolución and sobre la violencia.); then, the "unwise views" of the habersanian objection (even taking in account the "clarifications" of Habermas in Facticidad y validez) and finally, I will try to go into Arendt's arguments in defense of her approach.

Key words: Philosophy of violence, domination, communicative power, Arendt, Habermas.

 

De cierta guisa, se puede alegar que la teoría política de Hannah Arendt oscila en torno a una suerte de tensión pendular que deriva de la confrontación de conceptos constantemente analizados en relaciones de oposición. Se trata, en efecto, del uso heurístico de dicotomías: vita contemplativa/vita activa; Esfera privada/Esfera pública; Labor y Fabricación/Discurso y Acción; Singularidad/ Pluralidad; Conformismo/Disenso; Violencia/Poder; etcétera,1 que le sirven a Arendt de criterios para leer la realidad con rigor analítico y consistencia crítica excepcionales. Estas categorías no son tales en el sentido kantiano de la palabra, o sea, estructuras a–históricas de la mente; son estructuras históricas, las cuales —a lo largo de sus variadas transformaciones— conservan una especie de identidad flexible que autoriza a definirlas como trazos perdurables de la condición humana. Son antinomias que la autora establece no como una ascesis catártica sino como recurso hermenéutico para dilucidar la relevancia de los fenómenos políticos sobre los cuales discurre.2

La propia Arendt explica las razones que la llevaron a este peculiar modo de reflexión sobre los acontecimientos humanos. Así, en su artículo "Comprensión y política", de 1953, ella plantea la cuestión de cómo poder reconciliarnos con un mundo donde el fenómeno sin precedentes del totalitarismo ha roto con nuestras nociones tradicionales de reflexión moral y de juicio. Según ella, la crisis de comprensión que este fenómeno ha producido nos afecta directamente en la política práctica y le asesta un duro golpe a las teorías políticas ad usum, que persisten en utilizar categorías —cuyos significados han sido distorsionados— como recursos para sus respectivos análisis. Más aún, Arendt admite que las estructuras significantes de nuestro pensamiento —y de nuestra acción— no son fácilmente aprehensibles y, por ende, requieren de libertad de interpretación (sólidamente sustentada, obviamente) y de mor imaginativo. Ella sostiene que los conceptos se hallan incrustados en la experiencia y no son 'impuestos' por el filósofo o por el científico. Obsérvese cómo lo expresa en el siguiente pasaje que se encuentra en el "Prefacio" de 1961 a su libro: Between Past and Future:

[...] mi suposición es que el pensamiento mismo nace de los acontecimientos de la experiencia vivida y que debe mantenerse vinculado a ellos como los únicos indicadores para orientarse [...] Este gradual desplazamiento no es arbitrario, porque hay un elemento de experiencia en la interpretación crítica del pasado, una interpretación cuyo principal objetivo es descubrir los auténticos orígenes de los conceptos tradicionales para poder destilar de ellos nuevamente su espíritu original, el cual se ha evaporado tristemente de las mismas palabras clave del lenguaje político —tales como libertad y justicia, autoridad y razón, responsabilidad y virtud, poder y gloria— dejando tras sí cáscaras vacías con las que ajustar casi todas las cuentas.3

Justamente es esta angustia hermenéutica la que la mueve a analizar críticamente —en su monografía sobre la violencia, escrita en 1969— algunas definiciones clásicas en torno al concepto de Poder, las cuales —en su opinión— más que precisar, confunden a los teóricos de la política. Para ello, Arendt cita profusamente a autores como C. Wright Mills, Bertrand de Jouvenel y R. Strausz–Hupé, entre otros (lista en la que me atrevo a incluir a Jürgen Habermas, tal como lo intentaré mostrar más adelante).

En palabras de Arendt:

[...] la ciencia política [...] no distingue entre palabras clave tales como "poder", "potencia", "fuerza", "autoridad", y, finalmente, "violencia" —todas las cuales se refieren a fenómenos distintos, diferentes, que difícilmente existirían si éstos no existieran— [...] El empleo correcto de estas palabras no es sólo una cuestión de gramática lógica, sino de perspectiva histórica [...] Emplearlas como sinónimos no sólo indica una cierta sordera a los significados lingüísticos, [...] sino que también ha tenido como consecuencia un tipo de ceguera ante las realidades a las que corresponden.4

Parece evidente, entonces, que las categorías arendtianas no son ni "rígidas" (Habermas dixit) ni estáticas, sino que requieren de 'ajustes históricos' permanentes (en el sentido aristotélico de la "prudencial" adequatio intellectus ad rem). Éste es el caso de la dicotomía que nos ocupa en este ensayo, tal como expondremos a continuación.

Como es sabido, la distinción entre poder y violencia —delineada ya años antes en la condición humana—5 aparece desarrollada in extenso en On violence, donde la autora retoma y profundiza la oposición entre las categorías aludidas en correlación a otras que les son concomitantes como fuerza y dominación, mando y obediencia, etcétera. Estas diferencias conceptuales, insiste Arendt, sólo pueden ser captadas por nosotros si rompemos con la tradición que ha identificado el poder con la dominación, y que en consecuencia ha subsumido estos términos indiferenciadamente como manifiestaciones más o menos virulentas de una autoridad. Si concebimos el poder en términos de mando y obediencia, de opresión del hombre por el hombre, entonces el ejercicio de la fuerza o de la violencia no podrán aparecer sino como instrumentos para la consecución o preservación de un dominio.

Sin duda, esa posición tiene una venerable fundamentación: remite tanto al 'poder absoluto', tal como aparece en Bodin o en Hobbes; así como también, a la categorización clásica que define las diferentes formas de gobierno según lo ejerzan uno, varios o muchos hombres; a la tradición judeo–cristiana que exige total obediencia a las leyes divinas; y, last but not least, también recurre a algunas teorías científicas modernas, como la etología, las cuales nos aseguran que existe un instinto innato de dominación en el mundo animal al que también pertenecemos los humanos.6

Empero, Arendt sostiene que existe otra corriente de pensamiento que define al poder de un modo distinto: una tradición que identifica la esencia del poder con el debate público entre opiniones, con la pluralidad y con el consentimiento. "Todas las instituciones políticas son manifiestaciones y materializaciones de poder; se petrifican y decaen tan pronto como el poder vivo del pueblo deja de apoyarlas", 7 arguye la autora en sobre la violencia; e, inmediatamente, añade que éste es justamente el significado que Madison le atribuye al Poder cuando decía que: "todos los Gobiernos descansan en la opinión".8 Más aún, esa forma de definir "el poder" puede reivindicar su filiación con la noción de isonomía, una condición inalienable para los atenienses dentro de la constitución de la ciudad–estado griega, o con la acepción de un gobierno signado por la Res publica bajo la forma de la civitas romana, en la que ha de prevalecer una relación de poder que no lo identifica ni con el mando de una autoridad, ni con la obediencia irrestricta a la ley, sino por la acción discursiva a favor de los acuerdos y en pro de la concertación. La dominación —afirma Arendt— no funda a una república, ésta es producto de la acción compartida entre todos los ciudadanos. Así lo expresa en el siguiente pasaje:

El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y por la acción, y por lo tanto precede a toda formal constitución de la esfera pública y de las varias formas de gobierno, o sea, las varias maneras en las que puede organizarse la esfera pública [...] El poder sólo es realidad [...] donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades. [...] El poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan.9

El poder es entendido, así, como acción concertada y buscado por sí mismo para el ejercicio de las libertades públicas, mientras que la violencia utiliza los instrumentos y abarca los procesos de la coerción física, cuya meta es la sumisión de los individuos que conforman una comunidad política. El poder se gesta en la pluralidad, en lo público y lo común, en cambio la violencia se desarrolla en la esfera privada y en el ámbito de lo social.10 El poder surge de la serie de acuerdos y de compromisos a los que arriban un grupo de ciudadanos que se reúnen con el fin de emprender una acción en defensa de sus derechos. Su estabilidad depende de la voluntad para actuar y de la viabilidad de los asentimientos, no de la fuerza o de la voluntad de dominación. Al erosionarse el poder se incrementa la violencia, sea porque se inició un proceso de monopolización de la violencia (Los Fasci, las S.S., las milicias islámicas, los gangs ...), sea porque el uso de la policía y el ejército para controlar la desobediencia civil ya no cuentan con la debida aprobación de la mayoría de la población. "La forma extrema de poder es Todos contra Uno, la forma extrema de la violencia es Uno contra Todos".11 O, para decirlo con las palabras de Ulrich Beck, en una laudatoria interpretación de esta postura de Arendt:

[...] El límite de violencia y anarquía al que llegan los conflictos del metapoder se sobrepasa como mucho cuando la crisis de legitimación desintegra el monopolio estatal de la violencia. De ahí que, en el juego del metapoder (la incuestionabilidad de) el poder disminuya y crezca el peligro de los estallidos y escaladas de violencia incontrolados.12

Para comprender mejor esta aserción, volvamos nuevamente a la distinción arendtiana entre poder y violencia: si concebimos el poder como aquello que se asienta en la potencialidad del actuar unos–con–otros; si un gobierno poderoso es aquel que se sostiene sobre el consentimiento, no sería difícil entender que la dominación por medio de la violencia puede ser un sustituto del poder; empero, ni la dominación ni la violencia pueden ser instrumentos del poder. Sólo cuando el poder no se constituye, en tanto no se han logrado los acuerdos necesarios —inter homines esse— dentro de un grupo numeroso de individuos reunidos para concertar entre sí, es cuando aparece la violencia como una herramienta para el gobernante, para mantener su dominación. En ese sentido:

[...] la violencia funciona como el último recurso del poder contra los delincuentes o los rebeldes —es decir, contra los individuos singulares que se niegan a ser superados por el consenso de la mayoría— [...] ya hemos visto en Vietnam cómo una enorme superioridad en los medios de la violencia puede tornarse desvalida si se enfrenta con un oponente mal equipado pero bien organizado, que es mucho más poderoso.13

De modo que no se trata de convertir la dicotomía violencia/Poder en compartimentos estancos, como le achacan a Arendt, Jürgen Habermas y otros.14 Para nuestra autora, el poder institucionalizado requiere cierto reconocimiento de autoridad; ninguna sociedad podría funcionar en situación de anarquía, la violencia puede ser un instrumento justificable al servicio de una estructura de poder gubernamental, o de un grupo opositor que desea rebelarse ante una autoridad. "Nadie discute el uso de la violencia en defensa propia". Y aún así, puede sostenerse que, en general, "la violencia aparece donde el poder está en peligro" y, ciertamente, "La violencia puede destruir al poder [empero] es absolutamente incapaz de crearlo".15

En suma, si concebimos el poder como aquello que se asienta en la potencialidad del actuar unos–con–otros, y si un gobierno poderoso es aquel que se sostiene sobre el consentimiento, no sería difícil entender que la dominación por medio de la violencia puede ser un sustituto del poder, pero nunca uno de sus instrumentos: sólo cuando el poder no se constituye —cuando no se han logrado los acuerdos necesarios —inter–homines–esse— dentro de un grupo numeroso de individuos reunidos para concertar entre sí— que la violencia aparece como una herramienta para el gobernante; y, en ese sentido, "la tiranía, como lo descubrió Montesquieu, es [...] la forma de gobierno más violenta y menos poderosa".16

Pero no sólo son poder y violencia, en última instancia, "opuestos", si se les considera en su concurrencia a una forma de gobierno, ellos son conceptualmente de naturaleza diferente: así como el poder corresponde a la esencia de aquellos gobiernos que promueven la felicidad pública, la violencia, siendo instrumental por naturaleza, no puede ser esencia, sino sólo medio para un fin extrínseco. El poder, siendo la condición misma de la acción común de una comunidad política, es su fin en sí mismo y no necesita justificación. La violencia, en cambio, puede ser un instrumento para la dominación pero no puede ser nunca un medio a través del cual se instaura un poder. La violencia puede destruir poder, o asentarse en su ausencia —en la impotencia—, pero no puede generarlo. Sólo el poder como potencialidad, sólo la acción conjunta de los hombres, genera poder.17 De allí la frase lapidaria de Arendt: "[...] la tiranía puede describirse como el intento siempre abortado de sustituir el poder por la violencia".18

De manera que para que el poder no desaparezca, la acción política concertada debe estar dirigida a motivar la voluntad de la mayoría de los ciudadanos a participar en la esfera pública; lo cual exige siempre la preservación de la condición de pluralidad de opiniones de los individuos que cooperan en dicho ámbito.

Habermas sostiene que este concepto arendtiano de poder, tan distinto de otros más generalizados,19 excluye el aparato administrativo del Estado y otros aspectos del funcionamiento político. Así, tras reconocer algunas afinidades entre su modelo y el de Arendt, el filósofo neofráncfortiano expone las dificultades que se desprenden de la identificación irrestricta de ella entre poder y opinión pública y argumenta contra la separación tajante entre poder y aparato del estado.20

En el capítulo 11 de Perfiles filosófico–políticos, en el que Habermas recoge sus críticas a Hannah Arendt, este autor expresa objeciones como la siguiente: "Hannah Arendt desliga el concepto de poder del modelo de acción teleológica".21 Si por telelógica Habermas entiende "instrumental", tal vez tenga algo de razón en su crítica, aunque ello no quiere decir que no hay acción instrumental en Arendt, cuando —como lo hemos señalado supra— ella manifiesta que, en muchas ocasiones, un gobierno debe ejercer su dominio —e incluso la violencia— para mantener el orden y la seguridad de la comunidad. Empero, además, en ningún momento Arendt llega a afirmar que el usufructo del poder no tiene fines; por el contrario, como se puede observar en el siguiente pasaje de su obra sobre la revolución, de 1963 (que el propio Habermas reseñó de manera igualmente crítica en 1966)22 ella adopta "un modelo teleológico" no muy lejano, por cierto, al del propio Habermas.

A diferencia de la fuerza, que es atributo y propiedad de cada hombre en su aislamiento frente a todos los demás hombres, el poder (—arguye Arendt—) sólo aparece allí y donde los hombres se reúnen con el propósito de realizar algo en común, y desaparecerá cuando, por la razón que sea, se dispersen o se separen. Por lo tanto, los vínculos y las promesas, la reunión y el pacto son los medios por los cuales el poder que brotó de su seno durante el curso de una acción o empresa determinada, puede decirse que se encuentran en pleno proceso de fundación, de constitución de una estructura secular estable que dará albergue, por así decirlo, a su poder colectivo de acción,23 [a la práctica de la libertad de los ciudadanos].

Pero, volvamos a Habermas, quien al final del mencionado capítulo 11, resume su crítica a Arendt de la siguiente manera:

El concepto de lo político tiene que hacerse extensivo a la competencia estratégica por el poder político y a la utilización del poder en el sistema político. La política no puede identificarse exclusivamente, como pretende Hannah Arendt, con la praxis de aquellos que discuten y se conciertan entre sí para actuar en común. Y a la inversa, tampoco es admisible la teoría prevaleciente que reduce el concepto de lo político a los fenómenos de competencia por el poder y por el reparto del poder sin hacer justicia al peculiar fenómeno de la generación del poder.24

Más confusa no puede ser esta definición de Habermas. Son, justamente, frases como ésas las que motivaron a Hannah Arendt a escribir su ensayo monográfico sobre la violencia y a construir la dicotomía violencia/poder, objeto de nuestro análisis. Así, obsérvese la paradójica cercanía de Arendt a Weber (a pesar de que la crítica de Habermas se fundamenta, precisamente, en el sociólogo alemán) en el siguiente pasaje "Todo dominio descansa en el poder y necesita de la fuerza (coacción) para mantener en la existencia a este poder. La disolución del poder es completa cuando se ha perdido el control sobre la violencia. [...] la violencia puede suavizarse a través del derecho, aunque en definitiva sólo puede limitarse gracias al poder".25

¿No es más clara esta definición que la de Habermas? Por otra parte, si para éste el "poder comunicativo" y el poder instrumental forman parte de un mismo poder, ¿cómo explicaría él, en qué consiste, por ejemplo, el poder comunicativo o "normativo" que detenta un tirano? ¿No es preferible hacer la distinción, en el sentido arendtiano, justamente, para que la dimensión estratégica y la comunicativa no se solapen (o se confundan) entre sí?

En su libro Facticidad y validez de 1992, Habermas reitera muchas de sus críticas a Arendt,26 pero hay un texto nuevo que modera un tanto su punto de vista: "Contra las teorías sociológicas que se restringen a los fenómenos del poder y competencia por el poder, Arendt objeta con razón que ninguna dominación política puede ampliar a voluntad las fuentes de su poder".27

Y, más adelante, sorpresivamente, viene la frase con la que Habermas reconoce los méritos de la conceptualización arendtiana:

El concepto de poder comunicativo introduce una necesaria "diferenciación" del poder político. La política no puede coincidir ya en conjunto con la práctica de aquellos que hablan entre sí para actuar de forma autónoma. El ejercicio de la autonomía política significa la formación discursiva de una voluntad común, pero no significa todavía la implementación de leyes que "surgen de ella".28

Contrafactualmente, si Arendt hubiese leído este último pasaje de Habermas, conjeturo que perfectamente hubiese podido reforzar el argumento de quien fuera uno de sus más denodados críticos, de la siguiente manera:

"El espíritu de las leyes" como lo vio Montesquieu es el principio por el cual actúan y se ven inspiradas a actuar las personas que viven bajo un específico sistema legal. El asentimiento [...] está basado en la noción de un contrato que liga recíprocamente; [...] y cada asociación establecida y actuante, según el principio del asentimiento basado en la promesa mutua, presupone una pluralidad que no la disuelve, sino, por el contrario, se conforma en una unión —e pluribus unum.29

El contrato y las promesas —productos de la acción comunicativa— no son, para Arendt, al igual que tampoco lo son para Habermas, aquellos que implican que todos y cada uno de los involucrados accedan a ceder algo en aras de un convenio mínimamente aceptable, el cual deja siempre algún resabio de insatisfacción, sino aquellos que se estipularían tras decidir que una norma es moralmente correcta cuando cada uno de los afectados por la implementación de la misma la acepta, porque lo han convencido plenamente las razones aducidas, en el sentido de que las prescripciones enunciadas satisfacen intereses generalizables. Más aún, Arendt, sostiene —Habermas ante litteram— que tal práctica discursiva, generada por la promesa mutua, sólo puede formarse en aquellos espacios públicos no manipulados por una comunicación distorsionada. Todos los ciudadanos debemos estar conscientes de que el poder sólo se genera cuando aparece o se forma una voluntad común dentro de un proceso comunicativo guiado por el afán de alcanzar entendimientos. Y para que el poder político no degenere en una estrategia caracterizada por la coerción o la violencia, éste debe mantener viva la praxis de la que ha surgido, o sea, encausar nuestra acción libre dentro de un espacio público–político no deformado por ningún tipo de acción meramente instrumental, es decir, ideológica o partidista.

Sin la disposición al reconocimiento del otro no podría haber ninguna acción comunicativa; y, por ello, Arendt insiste en que únicamente dialogando en la esfera pública es posible comprender (y concertar) desde una pluralidad de perspectivas, cuáles, y por qué, ciertas acciones se deben tomar y cuáles se deben evitar (o, por qué las realizadas fueron o no fueron exitosas); y también, cuáles decisiones son cruciales a la hora de exigir un cambio en la integración normativa de los individuos dentro de su entorno cultural y político. No hay autoridad, no hay precepto, que no sea la propia voluntad de los ciudadanos reunidos para asegurar la permanencia de la libertad en la esfera pública. Esta capacidad del poder comunicativo de los ciudadanos es el único factor que puede dar espesor a un espacio para la acción política.30

De Facticidad y validez es también el siguiente texto —poco citado por los críticos habermasianos de Arendt—,31 en el que —según mi opinión— se evidencia un giro en la postura del fráncfortiense, que no es sólo de matices, con respecto a su ensayo de 1976. Observemos:

[...] en la práctica de la autodeterminación política de los ciudadanos, la comunidad se torna, por así decir, consciente de sí misma y opera sobre sí misma a través de la voluntad colectiva de los ciudadanos [...] Así, democracia viene a significar autoorganización política de la sociedad en su conjunto [...] En los escritos de Hannah Arendt puede verse muy bien esta dirección de choque [...] contra el privatismo ciudadano de una población despolitizada y contra el autosuministro de legitimación por parte de los partidos políticos estatizados, el espacio de la opinión pública habría de ser revitalizado hasta el punto que una ciudadanía regenerada pudiese volver a hacer suyo, en las formas de una autodeterminación descentralizada, el poder estatal burocráticamente autonomizado.32

En efecto, el 'no–gobierno' arendtiano se bosqueja claramente en el contexto de la ampliación de la acción comunicativa en los intersticios del poder del Estado y apunta sobre todo al fortalecimiento de la participación libre e igual por parte de los ciudadanos en la decisión y en la gestión de los asuntos colectivos. Se trata de una concepción que sostiene que la legitimación de un orden político (de una res publica) no puede provenir de la obediencia ciega, ni del terror, de los ciudadanos ante el Estado, sino de la fabricación de acuerdos solidarios —surgidos de debates públicos y plurales entre las opiniones expuestas por los participantes— con el fin de poner en práctica y defender los proyectos comunes y pautas normativas alcanzados, como espacios políticos vigorosamente conformados.

Si mis argumentos en favor de la propuesta de Hannah Arendt —en especial en cuanto a la consistencia de su dicotomía violencia/poder— tienen, como espero, un buen grado de aceptación, concluyo —afirmando enfáticamente— que con su interpretación, Arendt —a mi juicio— se adelanta a Habermas al proponer un "modelo comunicativo de poder", en términos de generación de acuerdos para la acción y para la evaluación de las normas de la interacción política, en el ámbito de la Öffentlichkeit 33 y que la 'teoría de la acción comunicativa' de Hannah Arendt, que acabo de esbozar, fundamenta, en términos teóricos, la condición dialogal de la democracia deliberativa y participativa; vale decir, aporta a nuestro presente su fuerza crítica y normativa, la obligación de construir espacios públicos y canales institucionales para la deliberación y para la acción política, a través de los cuales los ciudadanos logren desarrollar su verdadera condición: 'la libertad'.

Bajo estas premisas, el poder comunicativo ha de configurarse, en un primer momento, como una práctica emancipadora sustentada en el fomento de la solidaridad, del respeto mutuo, del ejercicio de la crítica, así como, en la valoración de la racionalidad comunicativa del discurso propio y del ajeno y, en un segundo momento, como el medio facilitador para la incorporación activa de los ciudadanos a la vida pública, en un proceso que conllevaría necesariamente a la democratización de las relaciones humanas. Esta doble secuencia, que corresponde a los cometidos de la ética del discurso y de la praxis política, no es otra cosa que el desglose de un único proceso formativo del género humano —en modo alguno lineal o anticipable, sino discontinuo, impredecible, conformado a través de múltiples mediaciones— orientado primariamente a fomentar, siempre dentro del contexto de la interacción social, la capacidad reflexiva del sujeto y la definición de su propia identidad y, desde esta autoconstitución moral —para utilizar una expresión de Foucault— hacia el desarrollo de un sujeto–ciudadano capaz de defender sus derechos y que sea deliberante y participante comprometido en la práctica de la democracia, que la asuma como proyecto de realización colectiva, como una forma de vivir.

De manera que las condiciones de "validez" y "facticidad" de la dicotomía arendtiana entre violencia y poder:

[...] deben buscarse en las condiciones que posibilitan el diálogo y la participación de los individuos en acciones dirigidas a satisfacer fines colectivos. El requisito para incentivar y coordinar la acción libre de los hombres es el surgimiento y la consolidación de una esfera pública, entendida como un espacio de aparición, en la que se manifiesta la pluralidad de identidades e intereses presentes en la sociedad y la cooperación, o esfuerzo mancomunado, para emprender el proyecto político que esa sociedad se ha propuesto realizar.34

 

Notas

* Este ensayo recoge y amplía la ponencia que presenté en la mesa redonda: "Hannah arendt: pluralismo, democracia y violencia" que tuvo lugar en el marco del III Congreso Iberoamericano de Filosofía (1–5 de julio, 2008) organizado por el Instituto de Filosofía de la Universidad de Antioquia, Colombia.

1 La propia Arendt enumera algunas de estas dicotomías en su Denktagebuch, 1950 bis 1973. cf. H. Arendt, Diario filosófico 1950–1973. Barcelona, Herder, 2006, pp. 447–448.         [ Links ]

2 Para una mayor comprensión del modelo interpretativo de Hannah Arendt, cf. C. Kohn, "El problema de la 'verdad' histórica: una aproximación desde la hermenéutica arendtiana", en Episteme NS, vol. 23, núm. 2, 2003, pp. 59–93.         [ Links ]

3 H. Arendt, "Tradition and the Modern Age", en Between Past and Future. Eight Exercises in Political Thought. Nueva York, The Viking Press, 1976, pp. 14–15.         [ Links ]

4 H. Arendt, "Sobre la violencia", en crisis de la República. Madrid, Taurus, 1973, pp. 145–146.         [ Links ]

5 Para el tratamiento del tema del poder que hace Arendt en The Human condition (1958), cf. en particular, H. Arendt, la condición humana. Barcelona, Paidós, 1993, pp. 222–230.         [ Links ]

6 Cf. H. Arendt, "Sobre la violencia", en op. cit., pp. 141–142.

7 Ibid., p. 143.

8 El Federalista, núm. 49, apud idem.

9 H. Arendt, la condición humana, pp. 222–223. cf. también de la misma autora Diario filosófico, p. 40. Un texto de 1950 en el que la autora afirma que "hay dos orígenes de los Estados: 1. Los poderes que nacen es la rebelión y la victoria, en los que un partido domina y oprime siempre a otro [...], y 2. Las constituciones en las que todos consienten voluntariamente, en los que nadie domina".

10 Cf. Cap. v. Acción, § 28, "El poder y el espacio de aparición".

11 Ibid., p. 144.

12 U. Beck, Poder y contrapoder en la era global. Barcelona, Paidós, 2004, p. 100.         [ Links ]

13 H. Arendt, ·"Sobre la violencia", en op. cit., p. 153.

14 La propia Arendt sostiene esta posición en "Sobre la violencia", p. 148. Para la crítica de Habermas, cf. el citado ensayo en Perfiles filosófico–políticos, Madrid, Taurus, 1985, pp. 205–210 y 216–218. Así, creo que Antonio Campillo se contradice cuando sostiene que "la antinomia entre 'poder' y 'violencia' [tal como la define Arendt] nos impide comprender las complejas relaciones de articulación que se dan entre ambos" y poco después en una nota al pie (p. 51) reproduce un texto de Arendt donde se muestra justamente la tensión dialéctica nota entre ambas categorías. Así, en Qué es la política (Barcelona, Paidós, 1997, p. 96), afirma ella: "Y este poder tiene que resultar ciertamente una desgracia cuando, como ocurre en la Edad Moderna, se concentra casi exclusivamente en la violencia, ya que esta violencia se ha trasladado simplemente de la esfera privada de lo individual a la esfera pública de los muchos". (cf. A. Campillo, "Espacios de aparición: el concepto de lo político en Hannah Arendt", en , Revista de Filosofía, núm. 26, 2002, en especial las pp. 182–184.)

15 Cf. H. Arendt, "Sobre la violencia", en op. cit., pp. 148–158.

16 Ibid., p. 144.

17 Cf. H. Arendt, Diario filosófico, p. 263. (Un texto de 1952);         [ Links ] Compárese con sobre la violencia, pp. 153–154. (Un texto de 1969)

18 H. Arendt, la condición humana, p. 226.         [ Links ]

19 En su mentado ensayo de 1976, Jürgen Habermas compara el concepto de poder de Hannah Arendt básicamente con los de Max Weber y Talcott Parsons. (cf. J. Habermas, Perfiles filosófico–políticos, pp. 205–207 y 219.         [ Links ]) Así, en Economía y sociedad (México, FCE, 1969, p. 43) Weber escribe: "Poder significa la probabilidad de imponer la propia voluntad,         [ Links ] dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad". Parsons dice que el poder es la capacidad general de un sistema social de "lograr que se hagan cosas en interés de objetivos colectivos" ("Authority, Legitimation and Political Action", en ID., structure and Process in Modern societies. Nueva York, Free Press, 1960, p. 181).         [ Links ] Uno de los mejores trabajos sobre esta crítica es el de J. M. Ferry, "Rationalité et politique. La critique de Hannah Arendt par Habermas", en ID., J. Habermas. l'étique de la communication. París, puf , 1987, pp. 75–115.         [ Links ]

20 Cf. J. Habermas, Perfiles filosófico–políticos, en especial las páginas 210, 214–217 y 220–222.         [ Links ]

21 Ibid., p. 208.

22 J. Habermas, "Die Geschichte von den zwei revolucionen (H. Arendt)", ibid., pp. 200–205.

23 H. Arendt, sobre la revolución. Madrid, Revista de Occidente, 1967, pp. 185–186.         [ Links ]

24 J. Habermas, Perfiles filosófico–políticos, p. 220.         [ Links ]

25 H. Arendt, Diario filosófico, p. 658.         [ Links ]

26 J. Habermas, Facticidad y validez. Madrid, Trotta, 1998, pp. 214–216.         [ Links ]

27 Ibid., p. 217.

28 Idem.

29 H. Arendt, "Desobediencia civil", en crisis de la República, p. 94.         [ Links ]

30 Cf. C. Kohn, "Solidaridad y poder comunicativo: La praxis de la libertad en la filosofía política de Hannah Arendt", en Res Pública, Revista de la historia y del presente de los conceptos políticos, núm. 5, año 3, 2000, pp. 75–84.         [ Links ] Esta posición la asume también Dora Elvira García cuando afirma que: "mediante los acuerdos, las proposiciones que cuentan con el apoyo popular se convierten en leyes. Ellas no han de entenderse como mandatos y órdenes, sino más bien como directrices que regulan las conductas humanas. Para Arendt, las leyes se pueden conceptuar mejor como acuerdos colectivos, como directrices convenidas que en ese sentido poseen su autoridad, razón por la cual los ciudadanos se comprometen a cumplirlas. No se trata de "obediencia", [en el sentido tradicional de la relación gobernante–gobernado, [sino del gobierno] que se compone de hombres a los que el pueblo ha 'conferido poderes' para ejercer la autoridad en su nombre y a los que el pueblo está dispuesto a apoyar" [...] Los ciudadanos deciden si una ley merece su apoyo o no". (D. E. García, "La desobediencia civil en Hannah Arendt: Una propuesta política para la recuperación de la esfera pública y el alcance de la justicia" en ID., comp., Hannah arendt: El sentido de la política. México, Porrúa/Instituto Tecnológico de Monterrey, 2007, pp. 132–133.         [ Links ]

31 Tal es el caso, por ejemplo, de Seyla Benhabib, en The reluctant modernism of Hannah arendt. Nueva York, Sage, 1996, y en muchísimos otros ensayos de su autoría, quien pese a que sostiene la notable influencia de Arendt en Habermas en relación con el desarrollo del concepto de lo público de este último, se afinca en la crítica que el filósofo fráncfortiense le hace a Arendt en el ensayo de 1976. (cf. J. Habermas, Perfiles filosófico–políticos, pp. 199–211).         [ Links ]

32 Cf. J. Habermas, Facticidad y validez, p. 373.         [ Links ] Tal como lo reitera Cristina Sánchez, "Precisamente, Arendt afirma la necesidad de fundar una comunidad política en un contrato horizontal que implica reciprocidad y el consentimiento mutuo de la ciudadanía [...] Ello supone, como señala Habermas, que dentro de este modelo, el ejercicio de la autodeterminación ciudadana es independiente tanto de la administración pública como del tráfico económico privado". (C. Sánchez, Hannah arendt: El espacio de la política. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2003, p. 255.         [ Links ])

33 Ya Arendt, en su obra la condición humana, publicada en 1958, y en varios de sus ensayos escritos entre 1956 y 1967, algunos publicados en la primera edición de Between Past and Future de 1961, comenzó a desarrollar su 'teoría de la acción comunicativa', faltándole sólo acuñar el término; mientras que Habermas inicia su aproximación al tema en su struKturwandel der Öffen–tlichkeit que es de 1962, aunque la teoría como tal la comienza a desarrollar, de manera sistemática, en su libro Teoría de la acción comunicativa, publicado en 1981. Por cierto, Habermas reconoce en una nota marginal, en el capítulo sobre Alfred Schütz) su deuda con Arendt, "De Hannah Arendt aprendí por dónde había que empezar una teoría de la acción comunicativa". (J. Habermas, Perfiles flosófico–políticos, p. 357.         [ Links ])

34 A. Bolivar y C. Kohn, "Diálogo y participación: ¿Cuál diálogo?, ¿cuál participación?", en ID., comps., El discurso político venezolano. Un estudio multidisciplinario. Caracas, CEP–FHE /Tropykos, 1999, p. 105.         [ Links ]

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