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En-claves del pensamiento

versão On-line ISSN 2594-1100versão impressa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.2 no.3 México Jun. 2008

 

Reseñas y noticias

 

Ética persona y sociedad

 

Jacob Buganza*

 

Dora Elvira García y Jorge Traslosheros, coords., Ética, persona y sociedad. Una ética para la vida. México, Porrúa/Tecnológico de Monterrey, 2007, 144 pp.

 

*Profesor de la Universidad Veracruzana. jbuganza@hotmail.com

 

Fecha de recepción: 16/01/2008
Fecha de aceptación: 28/02/2008

 

Desde hace ya algunos años, la ética ha vuelto a retomar una fuerza que pretendidamente había perdido. ¿La razón? Parece que hay muchos motivos que han causado que la ética renaciera de sus cenizas. De entre las razones que pueden explicar esto pueden constarse las dos siguientes. La primera es que la ética no puede estar separada de la vida humana, de la vida concreta: necesitamos pensar y/o reflexionar sobre nuestras acciones y sobre sus repercusiones. La segunda es que hoy nos encontramos en una sociedad que cada vez tiene más poder sobre la vida de los otros; una decisión individual puede abarcar las vidas de muchos seres humanos, muchos más que en el pasado, como lo ha sugerido, por ejemplo, Hans Jonas.

En el marco de la misión 2015 del Tecnológico de Monterrey, se han insertado en el currículo académico de prácticamente todas las carreras profesionales algunas materias de formación humana. Una de estas materias es "Ética, persona y sociedad", al que el libro homónimo trata de dar orientación y respuesta. Los autores, todos ellos especialistas en la filosofía moral, nos brindan un texto que yo me reservaría en llamar "libro de texto" porque, a pesar de que expone el currículo de la materia y lo hacen de una manera muy pedagógica, los temas y la profundidad con que lo hacen no tiene nada que ver con una denominación así.

El primer capítulo estuvo a cargo de Dora Elvira García. Su capítulo lleva por título "Dimensión ética de la vida humana". Aquí, la autora inicia aclarando qué es la ética y cuál es su importancia. De ahí, utiliza el concepto de persona como "eje para la ética", en donde sigue muy de cerca a Mounier y Kant, considerando que las personas no pueden ser cosificadas porque tienen una dignidad especial, es decir, la persona no debe ser tomada como una cosa, como algo intercambiable, como medio; "las personas, por su dignidad, sólo pueden ser fines en sí mismas y no medios para obtener algo más. Esa dignidad excede con mucho a los meros objetos, los desborda y sus cualidades son infinitamente superiores a ellos" (p. 7). García González también sostiene que la persona es una realidad intencional, es decir, apunta hacia fuera; se encuentra en relación con los demás, con los cuales se crea a sí misma. "De ahí que la persona es movimiento hacia los otros en la comunión y la valorización mutua" (p. 8). La persona se humaniza a sí misma, pero se humaniza con los otros y nunca de manera aislada. De ahí que la ética esté siempre presente en la realidad humana.

La ética tiene que lidiar y considerar, siempre, a la persona humana. Y es lo que García González apuntala poco a poco, especialmente al hablar de las diferencias entre ética y moral, haciendo ver que la ética está inmiscuida en la vida humana misma, y que sus reglas no tienen por qué estar en desacuerdo con ella. La ética se articula en la vida, y ésta se articula mediante las acciones que el hombre concreto realiza. Y la ética, además, busca orientar la vida, "constituye una guía de la acción"; la ética está entrelazada a la vida, y sin aquélla esta última no podría concebirse porque pocas realidades, si no es que ninguna, pueden ser neutras (la ética, en cambio, critica, juzga). De hecho, el vínculo inseparable entre vida y ética se puede ver claramente en la pregunta fundamental de la ética: ¿cómo hemos de vivir? "Por eso, si la pregunta radical sobre cómo hemos de vivir nos ubica en el punto en que sopesamos las diferentes formas de vivir, nos pone frente a los problemas éticos más fundamentales, y nos lleva a las preguntas éticas que nos dicen cómo hemos de actuar y cuál es esa buena vida, la eubios de la que hablaba Aristóteles que, sin realizarse en solitario sino siempre en relación, nos hará ser realmente personas, realmente humanos" (p. 14).

Pasa enseguida García González a hablar de algunos problemas éticos a los que la humanidad se enfrenta en la actualidad. El principal de estos problemas es, a mi juicio, el nihilismo, que puede entenderse como equivocismo ético. El nihilismo es "Una actitud para la que no hay nada por lo que valga la pena luchar, ni valores que puedan servir de guías valiosas para la vida, ni asideros desde los cuales sostenerse, sino que todo es posible incluso lo que cualquiera rechazaría por inhumano" (p. 17). Existen diversos tipos de nihilismo, de los cuales Dora Elvira García destaca dos: el nihilismo radical o extremo, que sostiene que la moralidad no es más que una ilusión; y el nihilismo moderado, que sigue manteniendo "la incorrección de los juicios morales", lo cual va en contra de nuestra experiencia cotidiana, en la que se considera que los juicios morales son o verdaderos o falsos. García González también destaca otros problemas: el de la desigualdad que se da en el seno del pluralismo, y el consumismo, que elimina la libertad humana pues las acciones de la persona aparecen como si fueran "teledirigidas".

Pasa después la autora a revisar las diversas tendencias de la ética en cuando a: (i) sus dos aspectos, (ii) su fundamentación y (iii) su temática. Con respecto a (i), la ética puede o ser teleológica o deontológica, es decir, puede poner el acento en la finalidad de la vida humana (la felicidad) o en la obligatoriedad de las normas (el imperativo categórico). Aristóteles es el representante de la primera vertiente, y Kant el de la segunda. Con respecto a (ii), la ética puede ser o laica o religiosa. Ciertamente una excluye a la otra, pues la ética laica pretende no tener fundamentos religiosos, y la ética religiosa sí los tiene. La ética religiosa es muy importante porque se ha permeado en la vida cotidiana, como el principio de "fraternidad" que impactó por ejemplo en la Revolución francesa. Con respecto a (iii), "hablar de las temáticas éticas, significa que hay discursos éticos específicos para cada ámbito de la vida", como la bioética, la ética empresarial, la ética ecológica, la ética del desarrollo, entre otras.

El segundo capítulo tiene como objetivo tratar el difícil tema de los fundamentos de la ética, y está a cargo de Alberto Hernández. Lo primero que hace el autor es la distinción entre la materia y la forma, y aplicar tal diferenciación al campo de la ética, de donde surgen las éticas materiales y las éticas formales. Como es bien sabido, las éticas materiales son las que se refieren a los bienes, la vida buena y la felicidad, mientras que las éticas formales se refieren a la estructura de la moralidad. Pasa después a hablar de la voluntariedad de los actos, en donde distingue entre acto humano y acto del hombre. Estos últimos no son voluntarios, sino situaciones que "pasan" en el ser humano. Los actos humanos, en cambio, son libres: se conocen, se quieren y por ello se realizan. "Lo que decimos —dice el autor— es que solamente las acciones humanas, a saber, las que existen gracias a la libertad, son acciones que pueden ser calificadas éticamente" (p. 38). Esto es de suma importancia al elegir, que es la concretización de la elección.

Hernández sigue muy de cerca a santo Tomás en la descripción de la elección. En realidad, son cuatro los pasos que sigue la inteligencia humana para elegir algo y realizarlo. Si puede decirse así, hay tres etapas internas y una externa. La primera etapa la llama "intención": la inteligencia capta algo como bueno, y la voluntad tiende naturalmente hacia tal objeto. Esta etapa brinda la primacía temporal del entendimiento sobre la voluntad, pues "una vez que se conoce la cosa, puede despertar el deseo por ella". La segunda etapa se denomina "consejo", y consiste en la búsqueda de más información que lleva a cabo el individuo; además, se da a la tarea de encontrar los medios para alcanzar aquel proyecto con lo que concluye la primera etapa. Puede ser que se conozca y desee más, pero también puede ser que mientras más se conozca el objeto, menos llegue a desearse. La voluntad aprueba o desaprueba lo que el entendimiento le presenta. "Si la voluntad está conforme con ese camino y lo acepta, está dando su consentimiento" (p. 44). De esta manera, primero se conoce el fin; posteriormente puede quererse el fin; después se da consejo para alcanzar tal fin; y, finalmente, se puede querer aquello que se necesita para alcanzar el fin. Santo Tomás lo dice así: "en el orden de lo que se puede obrar, hay que poner en primer lugar el conocimiento del fin; después el apetito del fin; después el consejo de lo que es para el fin; finalmente, el apetito de lo que es para el fin" (Suma de Teología, I–II, q. 15 a. 3). La tercera etapa es la "elección", que es el resultado de todo lo anterior. El agente elige el objeto previamente conocido y deseado, y elegir es un acto de libertad. Por eso, lo que se elige es, a final de cuentas, un acto humano. A la última etapa le llama Hernández "uso", que es realizar lo que se ha elegido.

Inmediatamente después, Alberto Hernández examina la estructura del acto moral o acto humano para evaluarlo. Para ello, sigue la clásica distinción del objeto, el fin y la circunstancia de la acción. El objeto es aquello que se realiza (por ejemplo, robar); el fin es el propósito que persigue el agente moral (ayudar a los pobres); y la circunstancia incluye "tanto el entorno en que se da la acción como los medios de los que se vale el que actúa, y los instrumentos o las acciones físicas" (p. 48). Cuando se evalúa una acción, es necesario revisar estos tres aspectos, aunque la carga valorativa primordial se encuentra en el objeto, es decir, en aquello que se hace (robar, matar, ayudar al prójimo, etcétera). "La calificación básica viene dada por el objeto, pero el mérito y la culpa pueden ser alterados por el fin subjetivo" y, también, por la circunstancia o los medios con los cuales se realiza el objeto (robar amordazando, etcétera).

Hernández pasa a revisar, después de la evaluación del acto humano, la conocida clasificación de desarrollo moral establecida por Kolhberg. Este psicólogo y filósofo estadounidense establece que hay tres niveles de razonamientos morales. El primero es el nivel preconvencional, donde el agente sólo se preocupa por sus intereses y en cómo llevarlos a cabo; el segundo es el nivel convencional, donde el agente moral ya es capaz de incluir a otras personas en sus decisiones, en especial a las personas que se encuentran a su alrededor, además de que el criterio moral de tal agente corresponde con el grupo al que pertenece; finalmente, el tercer nivel es el postconvencional, donde el agente es capaz de "considerar a todas las personas que son afectadas por la actuación, también aquellas que se encuentran más allá de los límites del grupo al que pertenece el individuo" (p. 52). Algo importante que apunta Hernández con respecto a esto es que "cada uno de los niveles corresponde a un momento evolutivo, pero hay cierta clase de acciones de las que difícilmente puede esperarse que se encuentren en otro nivel distinto de aquel en el que aparecieron desde el primer momento" (p. 52), como cuando alguien delibera sobre qué platillo escoger en un restaurante; es claro que no es necesario aplicar un razonamiento posconvencional con referencia a tal problema.

Estos elementos comentados por Hernández se complementan con lo referente al razonamiento práctico. El autor comienza hablando de las falacias en general, las cuales pueden encontrarse también en el razonamiento práctico. Pero cabe advertir que el razonamiento práctico tiene como finalidad una acción, como ya lo advertía Aristóteles. El razonamiento práctico no es demostrativo, como sí lo es el razonamiento teórico, propio de las ciencias; "En el razonamiento práctico la conclusión no se deduce necesariamente de las premisas", simple y sencillamente porque las premisas son diferentes. Estas últimas pueden incluir dentro de su formulación al deber, lo cual las hace diferentes de las premisas puramente teóricas. Para Hernández, "cuando se esquematiza un razonamiento práctico en forma de silogismos, la premisa mayor expresaría una obligación general, mientras que la premisa menor corresponderá a los medios o a las circunstancias para conseguir aquello que se contiene en la premisa mayor" (p. 58). Como puede verse, todo esto sirve mucho para analizar los actos humanos o acciones, objeto material de la ética.

El tercer capítulo se titula "Universalismo y relativismo en la ética", a cargo de Alberto Constante. Desde el principio, el autor expone tres temas que va a desarrollar: el relativismo moral, la existencia o no de las normas morales universales y, finalmente, la libertad. Ahora bien, Constante considera que el hombre por naturaleza tiende al bien, aunque lo dice utilizando estas palabras: "No temo equivocarme al escribir que nuestra tarea, la única verdadera tarea de nuestro corazón, radica en alcanzar lo que es bueno y rechazar lo malo, propósito siempre amenazado por la vastedad de proporciones del mal, por su argamasa irremediable con el bien y por nuestra incompetencia para elegir y consolidar lo que en cada caso es preferible. Si elegir y elegir bien fuera lo mismo el corazón del hombre no tendría la zozobra doliente de tener que elegir" (pp. 6364). Aquí Alberto Constante parece recurrir a la sindéresis tomista, aunque no lo haga de manera explícita. La sindéresis es el principio de orden práctico que todo hombre tiene ("se debe hacer el bien y evitar el mal"), y a partir de éste se desprenden las conclusiones prácticas que, como se vio en el ensayo de Hernández, son acciones. Claro que hay errores en la elección de lo que es mejor, pero éstos se deben a otras limitaciones relacionadas con la frágil naturaleza humana.

Con respecto al relativismo, dice que éste "niega la existencia de verdades absolutas acerca del bien [y] el mal, pues piensa que éstas limitan la libertad" (p. 71). El relativismo es un equivocismo que pretende la inexistencia de valores absolutos (e incluso de maldades absolutas). Para el relativismo o equivocismo ético no hay valores universales y, en consecuencia, cualquier cosa es considerada válida. El problema que conlleva esta postura es mayúscula en el orden práctico: puede eliminarse, por considerarse relativa, la dignidad de la persona humana ("persona humana" no es un pleonasmo, pues buena parte del origen del discurso sobre la dignidad del ser humano proviene de la semejanza entre "persona humana" y las "personas divinas"). Constante escribe: "La dignidad humana es una realidad objetiva, reconocible por todo el mundo. Por eso no se debería someter a nadie a normas en cuya elaboración no haya participado de algún modo. El relativismo a ultranza es inadmisible en ética. Es éticamente inadmisible una cultura que permita el infanticido o el geronticidio; que agravie a las mujeres o admita la esclavitud" (p. 73), que son ejemplos prácticos de lo que el relativismo propone en la teoría. Para este autor, el argumento de la diversidad no avala al relativismo, pues puede haber mejores creencias que otras; casi parafrasea a Savater cuando dice que quien emite su opinión es respetable, pero tal vez su opinión no lo sea. Esto se relaciona con las normas universales, con su existencia o inexistencia, pues, si éstas no existen, el relativismo tiene carta de entrada en la ética. Sobre esto escribe: "Si no ponemos un freno al relativismo, nos veremos abocados al escepticismo moral. Acabaremos aceptando el todo vale, que es la negación de la ética misma" (pp. 77–78). No es que los juicios morales sean universales de facto, pero sí universalizables; la finalidad de tales juicios universalizables conlleva a respetar la dignidad de la persona humana, que tiene la característica de valer siempre y en todo momento, a juicio de quien esto escribe.

Finalmente, entra al tema de la libertad, que los autores anteriores también han tratado, y la considera "la cualidad fundamental del ser humano"; la libertad está en el hombre, y en realidad no puede renunciar a ella, pues hacerlo sería un acto de libertad, lo cual es paradójico. Por eso Constante no acepta el determinismo moral, el cual es la negación de la libertad, brindando este ejemplo: "Si un criminal determinista llega ante el juez y le dice "he matado a mi esposa, pero usted no puede condenarme porque yo estaba totalmente determinado a matarla", el juez le puede responder sencillamente "y yo estoy totalmente determinado a condenarlo". Cuando se plantean argumentos deterministas, en general se apela a determinismos sólo en un aspecto; se asume en un plano lo que se niega en otro" (p. 83). Es verdad que hay ciertas limitaciones o condicionamientos históricos o psicológicos, pero siempre hay margen de libertad: la libertad es innegable, y por ella es que puede haber ética. Y es que la libertad se relaciona con "los otros", con los demás seres humanos, los cuales, para Constante (al parecer siguiendo muy de cerca a Buber), son el destinatario de mi acción, y es esto último una condición indispensable para que yo sea yo. Dice Constante: "Todo lo que soy me viene de un tú", pues sin el tú yo no puedo ser yo.

El siguiente capítulo lleva por título "Ética y sociedad", elaborado por Sofía Reding. La autora se plantea como objetivos el tema de la influencia de los factores externos en la construcción de la personalidad o subjetividad, además de adentrarse en forma más profunda al problema de la convivencia con los otros. Primero habla de las fuentes de moralización, en donde hace una descripción antropológica y brinda las bases para comprender la importancia de la tradición en la conformación de la personalidad. Escribe lo siguiente: "En razón de esa tradición, podemos apropiarnos de las valoraciones de los otros —y compartir así un patrimonio cultural—, es decir, de lo que ellos han considerado como valioso" (p. 93); sin embargo, la tradición no se da de una vez y para siempre, sino que se encuentra en constantes transformaciones o reelaboraciones, que la enriquecen o la empobrecen, según la opinión de quien esto escribe. De igual forma, Reding juzga de suma importancia al Estado en la conformación de la subjetividad, especialmente a partir de la modernidad; cabe recordar a Hobbes, quien consideraba al Estado civil como un freno para los instintos depredadores de canis lupus que todo hombre lleva dentro. El Estado se encarga de establecer límites para la convivencia de sus ciudadanos. Relacionados con la tradición y el Estado, hay otros medios de moralización que es importante destacar. El primero es la familia, célula de la sociedad, donde la "conciencia moral" del niño comienza a brotar. También está la religión, que tiene ciertas normas, llamadas comúnmente normas religiosas, y que tienen la intención de orientar el comportamiento de las personas que pertenecen a cierto culto. La escuela también es necesario considerarla como parte de la moralización (el Estado se relaciona con la educación a partir de que, en el siglo XIX, como apunta Reding, éste toma en sus manos la instrucción de su pueblo), pues "impone una moral más o menos homogénea, introyectada a los educando de diversas formas (disciplina, libros de texto, fomento de una moral cívica)" (p. 97). Otros medios de moralización más actuales son los medios masivos de información (que también son de formación), como el cine y la televisión.

La autora pasa a hablar de la construcción de la ciudadanía. Para esto, sitúa al lector en la perspectiva pluralista que se vive hoy en día, y el consecuente problema del etnocentrismo, que entiende la autora como exterminio cultural. En la configuración del mundo de hoy, es claro que las culturas conviven entre sí compartiendo lugares comunes. Y es en estos lugares comunes donde pueden darse diversas manifestaciones frente a la alteridad. El etnocentrismo es una de esas manifestaciones, y Reding considera que no es el camino que debe seguirse. La propuesta de la autora es el diálogo intercultural, el cual presupone poder interpretar las diferentes culturas, "lo que significa que hay que estar dispuestos a preguntar, esto es, abrirse a otras propuestas con una actitud interrogante, lo que es, a fin de cuentas, el objeto de la hermenéutica" (p. 101). En otros términos, lo que pide Reding es estar abiertos a los otros para ver qué tienen que decir. Siguiendo esta senda, la autora rescata la propuesta de la ética cívica, entendida como una ética de mínimos, a saber, una ética que propone unos principios que todos deben aceptar, pues son condiciones necesarias para la pluralidad.

Reding enlaza este tema con la democracia. Pluralismo, ética cívica y democracia van de la mano. Y se enlazan porque la ética cívica propone la virtud de la tolerancia para la convivencia intercultural. Para Reding, la tolerancia es el "aprecio por la diversidad", y en la democracia hay consenso pero también hay disenso o desacuerdo. Pero no es el único valor que las enlaza, sino que también están la libertad, la autonomía, la justicia, la solidaridad, el diálogo, la empatía, los cuales "son valores que deben compartirse porque promueven una ética cívica con miras a una convivencia en paz" (p. 103). En estos valores compartidos puede encontrarse una "identidad general", que a su vez es lo mismo que "ciudadanía". Así lo dice Reding: "La función de una ética de mínimos o cívica sería unificar colectivos con diferentes éticas de máximos, en torno a una identidad general que no anula las singularidades sino que las respeta y las promueve: la ciudadanía" (p. 103). Si hay una ética de máximos que no respete los mínimos exigidos, debe ser criticada.

Pero la propuesta no se queda ahí, sino que va más allá. En seguimiento de Adela Cortina, Reding propone la "ciudadanía cosmopolita", en donde la responsabilidad por los demás es algo obligado (una respuesta obligada, dice la autora). La ciudadanía cosmopolita ve más allá de los límites territoriales, y tal ciudadano se interesa por los problemas de todos. El hombre no sólo es ciudadano de su nación, sino que es ciudadano del mundo (como decían algunos estoicos), y "los otros" son sus conciudadanos, por quienes debe actuar solidariamente. La pregunta que se sigue es "¿podemos ser ciudadanos en una época en que el individualismo y el consumismo parecen anular cualquier intento por actuar solidariamente?" (p. 107). La respuesta a esta pregunta parece ser afirmativa para la autora, y llama a la revisión personal e institucional. Con respecto a esto último, habla de replantear las instituciones, pues es en ellas donde se discuten los problemas comunes. Propone igualmente el derecho al desarrollo, que se desprende de la reciente ética del desarrollo. La ética del desarrollo lucha contra la pobreza, la desigualdad y la discriminación, que son factores que imposibilitan el desarrollo de los individuos y de las naciones. La ética del desarrollo defiende "los valores que hacen posible la satisfacción de las necesidades humanas". Pero este asunto no tiene nada de sencillo: tiene que plantear este desarrollo sin el deterioro ecológico. Ya hubo casos exitosos en la India, Namibia y Bolivia, como los recuerda la autora, los cuales hacen ver que es posible vivir mejor y no sólo sobrevivir. El tema de la supervivencia está latente y seguramente generará mayores discusiones ahora que los recursos naturales comienzan a escasear con mayor gravedad. Se comienzan a ver como problemas globales y la ética debe estar en la base de las reflexiones sobre estos asuntos, pues la ética exige responsabilidad por las futuras generaciones, como sostiene Reding. El desarrollo no tiene por qué estar peleado con la ecología, y sobre esto la ética es mediadora. El problema está en la palestra, y de acuerdo a las acciones que tomemos como individuos es como se irá desenvolviendo. Por ello, Reding invita a la reflexión personal sobre lo que hacemos, lo cual debiera ser humanizante; en ello radica que seamos parte del problema o parte de la solución.

El último capítulo, cuyo título es "Ética para la vida", lo escribe Gonzalo Lapuente. Este apartado reflexiona sobre el concepto de proyecto, en el sentido de que la vida de cada uno está lanzada a la búsqueda y consecución de algo. La vida de otros seres no humanos está, por decirlo de algún modo, cerrada; las bestias no tienen posibilidad de ser diferentes. El tiempo, para ellas, es siempre el mismo y el futuro no representa nada. Sin embargo, para el hombre esto es diferente, y lo es porque el tiempo tiene su carga subjetiva insoslayable. En el hombre la libertad es posibilidad, y esta libertad se va actualizando en el tiempo. Ejercitando la libertad es que puede construirse la propia identidad; la identidad se construye eligiendo y actuando, y tal elección y actuación se convierten en una "segunda naturaleza", como la llamaba Aristóteles. El hombre se construye a sí mismo mediante el uso de su libertad y, como ya se vio en otros capítulos anteriores de este libro, porque somos libres somos objeto de una valoración ética. La libertad, al ser constructora, tiene proyectos a largo plazo, que son los "proyectos de vida". Lapuente habla de algunos de estos proyectos y de la necesidad de que éste sea humano. Así lo dice el autor: "Para que mi proyecto de vida sea bueno necesita ser humano, es decir, el proyecto tiene la función de asegurar que mi futuro va a ser un futuro humano" (p. 123).

Ciertamente una vida humana es una vida libre, pero Lapuente acentúa acertadamente que no es suficiente, que hace falta ser crítico, que hace falta valorar las diferentes opciones que se tienen. Y es que la inteligencia humana sopesa las opciones con las que cuenta; conoce, y si le parece bueno, lo quiere; y si lo quiere realmente, entonces lucha por alcanzarlo. Hay que tener, en este sentido, y a mi juicio, una vida inteligente.

Con lo dicho por Lapuente, se sigue que es necesario contar con un criterio para juzgar, para sopesar, para valorar. El autor explica varios de estos criterios, a los cuales considera insuficientes por sí solos. El primero es cuando se hace referencia a un hecho; por ejemplo, "¿por qué ayudaste a tu amigo? Simplemente porque es mi amigo". El segundo es cuando se refiere a los sentimientos, como cuando alguien dice que hace algo porque le sienta bien. Otro criterio son las consecuencias de la acción, en donde una acción es buena porque produce consecuencias de esa naturaleza. El código moral es otro criterio, pero es un criterio que no admite crítica. También la autoridad se esgrime como criterio, de tal suerte que lo que se aduce es el juicio de otro. Finalmente, Lapuente hace referencia a la conciencia, lo cual "implica asumir con responsabilidad las propias acciones" (p. 129). Todos estos criterios tiene cierta validez, aunque ninguno asume la antonomasia. Es más, Lapuente se dedica a criticar uno por uno dando argumentos suficientes. lncluso, encuentra que todos los criterios anteriores tienen como presupuesto al sujeto activo, al agente moral, "alguien que se asume a sí mismo y que se plantea fines y que busca realizarlos. Y a este sujeto es a quien corresponde integrar todos los factores indicados en la construcción de su proyecto de vida" (p. 133).

Sin embargo, tal sujeto o agente moral no está aislado, como ya se ha insistido en otros momentos. El sujeto está con los otros, y hay necesidad de integrarlos en el propio proyecto. "El ser humano no es un individuo aislado e independiente de todo vínculo y contexto. Más bien se trata de un sujeto que está ligado estrechamente a los otros, hasta tal punto que sin ellos jamás se habría llegado a constituir como un yo con su identidad propia y, sin ellos, dejaría de ser lo que es" (p. 134). Resuena en esto lo que dice Constante y, antes de él, Buber. El yo no puede existir sin el tú; el tú me constituye, como un elemento insoslayable, en lo que soy. Citando a otros autores, Lapuente saca de lo anterior que el proyecto de cada uno tiene que considerar a los otros necesariamente. Pero no hay que ver a los otros como instrumentos, sino como los conceptuaba Kant: como fines en sí mismos, iguales a mí. Aquí Lapuente recuerda a Kolhberg, que Hernández ya había traído a colación, y el nivel postconvencional. Los otros no pueden ser vistos a través de la razón instrumental, sino desde la perspectiva de la igualdad: también el otro es libre y establece su proyecto de vida. Aquí embona Lapuente con el texto de Reding, pues para el primero "el proyecto de vida debe incluir, como una parte del mismo, el cumplimiento de los deberes y el reconocimiento de los derechos que nos señala la ética mínima" (p. 138). El proyecto de vida que cada uno se plantee no puede estar al margen de los derechos de los otros seres humanos.

Como puede verse, Ética, persona y sociedad es un libro muy completo e interesante. A pesar de la gran maestría pedagógica con que sus autores manejan cada uno de los temas, el trabajo en conjunto también contiene pistas para el lector especialista. No es sólo la presentación de la ética y algunos de sus problemas, sino que los autores brindan soluciones que merecen ser discutidas con toda seriedad.

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