SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.2 número3El regreso a lo humano: Entrevista a Javier Darío RestrepoÉtica persona y sociedad índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


En-claves del pensamiento

versión On-line ISSN 2594-1100versión impresa ISSN 1870-879X

En-clav. pen vol.2 no.3 México jun. 2008

 

Entrevista

 

Renacimientos y humanismos

 

Javier Darío Restrepo*

 

*Periodista de amplia trayectoria en prensa escrita (49 años) y televisión (25 años). Experto en ética periodística, catedrático de las universidades Javeriana y de los Andes.

 

Fecha de recepción: 3/12/2007
Fecha de aceptación: 15/02/2008

 

 

En la catedral de Florencia permaneció abandonado durante 40 años un gran bloque de mármol al que le había comenzado a dar forma el escultor Agostino di Duccio. Después de él nadie se atrevió a cincelarlo, hasta que un joven artista de 26 años, llamado por los administradores de la catedral, en 1504 extrajo de aquella enorme piedra informe la figura de un adolescente desnudo.

Viéndolo aparecer gradualmente, golpe tras golpe de martillo y de cincel, el noble rostro de fuerza contenida coronado por la abundante cabellera ensortijada, el pecho amplio y fuerte, las manos al parecer desmesuradamente grandes y los brazos fuertes, las piernas atléticas, rematadas en unos pies grandes y bien plantados sobre el suelo, este David, de Miguel Ángel, se convirtió en símbolo y expresión del espíritu del Renacimiento, cuando, según la expresión de Friederich "sólo importa el hombre. Sólo en él se había roto el anillo de la creación y sólo en él podía volver a cerrarse".

Donatello extrajo de sus hornos de fundición otra imagen de David adolescente de parecidas características, de exaltación y loa del cuerpo humano, armonioso, fuerte y de proporciones perfectas. La audiencia de los artistas del Renacimiento no se detuvo sólo en esa narcisista contemplación del cuerpo humano. Bajo el mandato impaciente del papa Julio II, Miguel Ángel emprendió la decoración de la capilla Sextina. Al cabo de cuatro años, inspirado en la imaginería bíblica, entregó una obra inmortal en la que no hay calvario ni redención, pero en la que domina el esplendor de la figura humana, apenas si atenuado en unos casos por sutiles velos. El mismo Cristo Juez, que domina la escena del juicio, es otro David, de espléndida y soberbia desnudez, que hizo rezongar a los críticos, porque según ellos, se trataba de una imagen pagana. En efecto, si el David se había inspirado en Hércules, y el Cristo Juez en Zeus, toda aquella abigarrada muchedumbre que desde entonces puebla los techos y paredes de la capilla papal, reproduce en los siglos XV y XVI los dioses y diosas del Olimpo. Había vuelto a nacer una imagen del hombre.

Fueron los artistas de la época los que aportaron la mayor parte del humanismo renacentista. De Dante se dijo que en sus tercetos de La divina comedia, así como el cristianismo había colocado en el centro de la creación, él lo había situado en el centro de su poema. Ésa fue, entre otras, la contribución de los artistas del Renacimiento al proceso de humanización.

Así como Fidias el escultor, y David, el adolescente judío, habían revivido en las manos y el genio de Miguel Ángel, el pensamiento y la estética de los griegos renacieron después de los siglos oscuros de la edad media. Según las cuentas de Leonardo Broni fueron siete siglos de tinieblas; Mateo Palmieri contabiliza ocho, Giannozo Manett asegura: "per nonigentos circiter annos", o sea un siglo más, pero aún se queda corto porque Biondo asegura que fueron mil años que van desde el 412 hasta 1412. Para entonces ya refulgía en Dante la luz renacentista, Manuel Crisóforos había enseñado el griego y los clásicos en Florencia, Aristóteles había estrenado una segunda vida en la escolástica, y las obras de la literatura griega alentaban el renacer helénico en Italia. Toynbee observa, sin embargo, que el Renacimiento ejerció una influencia más duradera en lo político que en lo literario y artístico." Maquiavelo fue, quizá, el más cabal representante de ese espíritu político de este periodo. Sorprende en su exhortación a la penitencia, su invocación humanística: "todas las cosas fueron hechas y creadas para beneficio del hombre." ¿Es la viga maestra de su política?

Discípulo de los romanos, lector de Plutarco, encarna e infunde la idea política renacentista que le da prioridad a la formación de hombres, antes que a la de ciudadanos; a la inteligencia, antes que a la fuerza, que debe estar al servicio de la inteligencia. Por eso la política gana en humanidad cuando se lleva a la práctica como una partida de ajedrez y no como un asalto armado. Al trazar el perfil del príncipe, Maquiavelo esboza a César Borgia, brillante resultado de su tiempo, como hombre que se ha modelado a sí mismo.

De hecho el mundo teocéntrico de la edad media, cuando los reyes eran mirados y acatados como dioses, y como tales dieron lugar al asombro de los reyes taumaturgos, ese mundo, digo, poblado de milagros y de santos, dio paso a una historia antropocéntrica, deslumbra por los prodigios de la condición humana. Pico della Mirandola saludaba al hombre artífice de sí mismo y con capacidad de esculpirse en la forma que prefiera: "nada más admirable que el hombre, grande es milagro es el hombre, milagro grande y un animal ciertamente admirable... podrá degenerar en las cosas inferiores que son los brutos; podrá regenerarse según decreto de su espíritu", clamaba en su oración hacer de la dignidad del hombre.

Tomaso Campanella, en la carta de Galileo se admiraba por la aparición de un nuevo hombre, de nuevas estrellas, de nuevos sistemas, de nuevas naciones que nacen en un siglo nuevo. Un siglo después se mantenía el maravillamiento. Vico exclamaba: "el mundo rejuvenece, cuántos inventos nuevos, cuántas nuevas artes, cuántos hallazgos nuevos de la ciencia".

¿Qué clase de hombre es el que comienza a reinar en la historia?

Marshall Breenan (Todo lo sólido se desvanece en el aire) se lo preguntaba y cree encontrar la respuesta en el mito de Fausto, el héroe cultural que en 1587 había creado Johan Spies y que Christopher Marlowe reeditó en 1588. Goethe lo recreó en 1832. Este doctor Fausto es la metáfora del hombre que quiere excederse a sí mismo como respuesta a la vocación implícita en su condición humana.

Fausto, doctor, abogado, teólogo, filósofo, hombre de ciencia, profesor y administrador, todo lo ha probado, es un humanista, nada de lo humano le es ajeno; el espíritu de la tierra lo llama superhombre, pero el epíteto suena a burla porque él mismo lo sabe: no es superior a sí mismo. Es un personaje que expresa la crisis de esos años y de los siglos anteriores. No es el desarrollo de las ciencias y de las artes, ni de la política lo que responderá a esa vocación humana de superarse a sí mismo, tampoco será el sentido religioso. Es memorable la escena de Fausto a punto de darse muerte con el frasco de veneno cuando en el interior de la cámara de su mundo interior ha roto los lazos que lo atan a la vida. En ese momento suenan las campanas de la Pascua. "Acostumbrado desde chico a oír ese repique, me hace aún ahora, volver a la vida," exclama. Pero Goethe se burla del contenido religioso de esas campanas porque a Fausto lo rescata su reencuentro con la infancia y con sus sentimientos perdidos.

Con todo, ni esto, ni sus logros en la ciencia o en las artes, ni siquiera su alianza con Mefísto, ni el amor de Margarita, ni sus obras de progreso, le obtienen respuesta. Exclama, por tanto: "¡oh desdicha! Que soy yo si no puedo alcanzar la corona de la humanidad, que meramente se burla del anhelo de nuestros sentidos como una estrella".

Guiado por Marshall Breenan he recogido con algún detalle el pasaje de Goethe porque en él parece tomar cuerpo y significación el proceso de humanización que late en el Renacimiento, comienzo de los humanismos que después han mantenido esa interminable búsqueda del hombre nuevo. Entre las neblinas de la historia antigua, Homero había buscado y creído encontrar ese paradigma en Héctor, o en Aquiles, o en Odisea; Harold Bloom, el crítico literario neoyorquino, alude a David, el personaje bíblico, como un par de Aquiles, o de Hamlet; a su manera Cervantes delinea esa figura en don Quijote y Sancho; hay un afán por encontrarlo porque se sabe que le hombre es todo eso, y que tantos brillantes hallazgos no han logrado agotar la enumeración de las sorpresas que se esconde en el ser humano. Los romanos lo vislumbran en los guerreros vencedores, la iglesia lo exhibe en los santos, el racionalismo echó mano de los científicos y pensadores; nuestra era no agota su capacidad de asombro y señala hacia los astronautas unas veces; otras hacia los grandes empresarios; les rinde culto a los cantantes, a los deportistas, a las modelos. Es una larga búsqueda que no ha logrado disminuir la persuasión sobre el misterio y la riqueza inagotable del ser humano. Con todo, al final del desfile de los paradigmas, se repite la descantada expresión de Fausto: "¿qué soy yo si no puedo alcanzar la corona de la humanidad?"

La historia ha sido marcada por esos humanistas que reflexionan y velan por que el hombre sea humano y no inhumano, según la expresión de Heidegger que Juliana González cita y comenta: "se trata de procurar la humanidad del hombre humano". Procura necesaria en todos los tiempos, pero más indispensable que siempre cuando lo humano corre el peligro de degradación, como sucede en las guerras. En una guerra, la de Troya, encontró Homero los protohéroes, excelsa expresión de lo humano; en la Segunda Guerra Mundial se produjo este manifiesto de fe en el hombre, escrito por Jean–Paul Sartre en el que nuevamente aparece este pensamiento característico y renovador de los humanismos de nuestro tiempo: el poder del hombre posible. Escribía Sartre en La república del silencio:

[...] jamás hemos sido tan libres como bajo la ocupación alemana. [Y mencionaba la pérdida de todos los derechos, inclusive el de hablar; recuerda deportaciones, la propaganda ubícua y concluye, provocador] a causa de todo ellos éramos libres. Puesto que el veneno nazi se deslizaba hasta nuestro pensamiento, cada pensamiento justo era una conquista; puesto que una policía todopoderosa trataba de constreñirnos al silencio, cada palabra se volvía tan preciosa como una declaración de principios; puesto que estábamos acosados, cada uno de nuestros gestos tenía el peso de un compromiso y la elección que cada uno hacia de él mismo era auténtica pues se hacía en presencia de la muerte... Así el problema de la libertad estaba planteado y estábamos en la frontera del conocimiento más profundo que el hombre puede tener de sí mismo.

En las situaciones de crisis el hombre se ve obligado a transitar por las estrechas cornisas de lo posible, única vía de salvación entre los abismos de la muerte y de la indignidad. Quizá ésa sea la razón por la que aparece la feliz evidencia de que el ser humano puede ir más allá de sus límites. La literatura de guerra (Dos Passos, Hemingway, Remarque, entre otros) ha contribuido al descubrimiento humanístico de nuestros tiempos, mismo que Ortega y Gasset resaltaban: "no podemos decir que el hombre es, sino que está en vías de ser esto o aquello". Pappenheim, a su vez, comentaba al español: "el núcleo de la existencia humana es la posibilidad; dirigido hacia el futuro, el hombre está continuamente adelantado a sí mismo".

Adelantarse a sí mismo, subirse sobre los propios hombros, rebelarse contra la realidad para corregirla, dejar el ser para buscar el deber ser, son distintas formas de expresar la misma idea e idéntica agonía: la de estarse dando a luz todos los días.

Hay, pues, un elemento que distingue el humanismo que se está construyendo en nuestro tiempo: el hombre no es sólo lo que es, es lo que puede ser; estamos en la era del hombre posible.

Y esto significa dejar atrás la idea de que una persona, aquí y ahora, se puede aceptar como algo acabado y definitivo; al ser humano se le está mirando como proyecto, como obra en permanente construcción; el presente adquiere una dinámica imparable porque está en movimiento hacia el futuro. No hay lugar para el reposo, ni para la autosatisfacción, ni para la resignación, siempre habrá algo por construir, una posibilidad por desarrollar, una perfección en proceso. José Antonio Marina se detiene a comentar con alegre asombro: "la realidad no nos basta. La inteligencia inventa sin parar posibilidades reales. La realidad entera queda en suspenso esperando que el ser humano acabe de darla a luz". Y concluye: "híbridos de la realidad y de la posibilidad, somos ciudadanos compartidos de la realidad y el deseo".

Es ésta la nueva dimensión humana que ha develado la ética que, a su vez ha ganado en claridad ante este desarrollo humanístico de nuestro tiempo.

Debo hacer un paréntesis necesario para compartir con ustedes el pensamiento de que no hay nada nuevo bajo el sol, ni en las ciencias ni en las artes, ni en la ética. A lo largo de los siglos las ideas han quedado como semillas de trigo que fueron encontradas en la tumba del faraón (¿Tutankamen, quizá?)

El arqueólogo que sin convicción las sembró, creyó asistir a la explosión de un milagro cuando vio que después de siglos, las semillas reventaron, crecieron y dieron frutos. Las ideas resisten más que las semillas y esta dimensión del hombre, que deslumbra como un hallazgo nuevo, es sólo una vieja semilla que germina. Los filósofos, como los corredores de postas, entregan a su relevo las ideas para que ellas hagan su propio camino.

Los viejos pensadores de la ética la vincularon con la idea de la felicidad, otros con la utilidad, hubo quienes la pensaron como parte del orden del mundo, o como el camino para reinsertarse en el Uno; en algún momento brillante se le descubrió obediencia a la naturaleza, o se le vio brillar entre los valores, o como resultado de un imperativo categórico, o como el hallazgo de la comunicación entre los seres humanos.

Como quiera que se le entendiera, la aplicación de la ética a la vida de todos los días fue objetos de las metodologías que Marina llama centrífugas y centrípetas. Al hacerla consistir en una casuística que va resolviendo caso por caso, con un sentido legalista que dice qué es lo prohibido y qué lo permitido, la atención y los criterios sobre lo ético se dispersan en la metodología centrífuga, sin una visión clara del conjunto de los grandes valores y criterios de donde se desprenden principios y normas; es una metodología que sacrifica la libertad a la norma y que tiende a multiplicar los tribunales en perjuicio del tribunal único de la propia conciencia.

Frente a esa dispersión se levanta la ética centrípeta en donde se descubren las vigas maestras que sostienen toda la arquitectura ética de la vida humana. Ésas son las que están emergiendo en esta dimensión humanística del siglo XXI. Ya me refería a uno de sus grandes presupuestos: la existencia y vigencia del hombre posible. Aquí cierro el paréntesis que necesitaba y retomo el hilo de las reflexiones que compartimos.

Hay una interrelación tan estrecha entre ética y humanismo, que para los filósofos y humanistas hablar de humanismo y reflexionar sobre ética, hace parte del mismo ejercicio intelectual.

En el Renacimiento fue un principio inspirador de artistas y de filósofos, que sin el hombre todo carece de sentido y con él —como sucede cuando aparece la luz del amanecer— todo adquiere una razón de ser. Para el artista como para el filósofo, todo gira alrededor del ser humano.

Esta interrelación alrededor del hombre es de complementación cuando el humanismo muestra las raíces de los valores éticos y la ética, al revelar la trascendencia y universalidad de esos valores, deja al descubierto el instinto de perfeccionamiento que alienta en todos los humanos. Puesto que la ética es un saber profundo sobre el ser humano, que se ha acumulado a partir de lo mejor de la experiencia de los hombres, allí se hacen explícitas las posibilidades del hombre, no como una teoría o abstracción sino como un deber: por eso cuando se hace el inventario de las notar constitutivas de lo humano y se intenta responder qué es lo que nos hace más humanos a los humanos, invariablemente derivamos hacia los valores éticos. Así un código de ética llega a ser un catálogo de las posibilidades que le caben al ser humano.

En efecto, el hombre descubre su humanidad, toma conciencia de su ser como humano, con la ayuda de su conciencia y de su perspectiva ética. Por eso, concluye Juliana González, omnipresente en estas reflexiones "lo ético está en el corazón del humanismo, tanto como éste se halla en el de la ética".

De esta identidad entre ética y humanismo sólo puede resultar un mutuo enriquecimiento del que quiero extraer, como quien escoge lo más valioso de su joyero, ideas destinadas a transformar la visión y la conciencia de ser humanos.

Mencionaba antes la idea del hombre como ser posible. Es el ser de doble rostro que nuestros escultores precolombinos tallaron en sus monolitos, o el que inspira la exclamación de Sófocles en Antífona: "lo más maravilloso y terrible que hay en el mundo es el hombre, de su arte y de su ingenio surgen el bien y el mal". La misma literatura bíblica permite suponer una segunda aurora después del amanecer del día de la creación, la del día en que el hombre descubrió, abiertos para su voluntad, los caminos del bien y del mal; ese deslumbramiento recorre el pensamiento del hombre en la filosofía y el arte, porque es la evidencia del universo de lo posible, puestos bajo control de la libertad humana.

No es sólo la posibilidad de humanizarse o deshumanizarse en la que se detuvo, como paralizado por el terror el pensamiento de los hombres, es la posibilidad de superarse a sí mismo, que Séneca y san Buenaventura destacan con la metáfora del hombre que trepa sobre sus propios hombres. Si durante siglos el hombre ha contemplado con horror y con dolor los abismos de degradación que puede cavar la voluntad torcida de los humanos; parece llegado el momento de mirar esta cara oculta de lo posible, la del ser humano que se construye a sí mismo una obra maestra. Lo suyo no es un movimiento, es un automovimiento, ni es esta tarea con plazos y términos fijos, sino una recreación permanente. La vida humana, desde esta perspectiva, no es algo que se recibe como un bien definitivo, sino como una materia prima que debe ser transformada y transfigurada. Vuelve, desde el siglo XV la voz de Pico della Mirandola: "ni celeste ni terreno, ni inmortal fuiste hecho, a fin de que de ti mismo te plasmes y te esculpas tu mismo en la forma que prefieras [...] Suma liberalidad de Dios, felicidad del hombre a quien es dado tener lo que elija, ser lo que quiera". Es una muy antigua intuición que el pensamiento contemporáneo recupera haciendo eco a la clásica y misteriosa sentencia: hombre, sé lo que eres, en este siglo XXI José Antonio Marina lo afirma: "el ser humano es lo que es, y lo que puede ser". No hay hombres que, como los productos acabados, ya se consideran definitivos. Todo hombre es un proyecto en construcción, obra que se adelanta y progresa día a día. Enriquece esta idea la citada filosofía Juliana González: "al ser humano corresponde la vieja tarea de adquirir humanidad, lo cual significa que el hombre no tiene un ser dado sino que tiene que hacer su propio ser, producirlo y formarlo. En esto se cifra su grandeza o su divinidad: hacerse un hombre nuevo, ser distinto, para ser sí mismo".

Si el Renacimiento nos dejó la imagen de aquellos gigantes capaces de expresar la gloria del hombre en el mármol, en el bronce, en el lienzo o en las paredes de un monumento, este siglo nuestro está creando condiciones para otra obra de gigantes: la del ser humano, escultor de sí mismo y creador de la obra maestra diseñada en la ética. Este humanismo ético, o esta ética humanista, ve al hombre como ser inacabado, como proyecto vivo, como persona siempre en construcción. Ésta es la segunda perla madre, de nuestro joyero.

Que va acompañada por el renacer de las utopías. Tomás Moro al unir las dos palabras griegas, la U que es negación, y topos que es el sustantivo lugar, denominó al lugar que no existe porque tiene que ser creado. Fuera de su hallazgo verbal, extrajo la antigua certeza de que al hombre no le basta lo real porque necesita ir más allá de lo real, ahí donde aparecen los linderos de lo posible, que es donde el hombre se libera de la tiranía de lo que es, para alzar el vuelo hacia lo que debe ser.

La ética, que es el compendio de todas las posibilidades del ser humano, como ya quedó dicho, adquiere la dinámica de la utopía y el carácter de una subversión contra la realidad, no porque exija otra realidad inexistente o imposible, sino una realidad llevada al máximo de sus posibilidades, no por una fuerza externa o ajena, sino por la acción del hombre al que la utopía mantiene en una insatisfacción permanente, en un proceso de crecimiento sin final porque ninguna meta resulta suficiente o satisfactoria para el hombre.

La utopía se presenta bajo la forma de mito —ese recurso de las culturas que, como la metáfora, expresa lo que no puede ser dicho sin transgredir la lógica del lenguaje—. Por eso Homero habló de dioses que no eran dioses y de hombres que no eran humanos, porque tenía en mente la utopía del ser superior, que sin ser absoluto como Dios, tampoco desciende al nivel del hombre vulgar. El héroes fue esa encarnación de lo posible, ese guiño de la utopía; y siempre que en el horizonte humano destelló esa estrella, la humanidad saludó como un triunfo la aparición de alguien cercano a la utopía del humano perfecto. Cada vez que esto ha sucedido se ha fortalecido nuestra convicción de que la utopía es posible.

La ética se ha encargado de mantener a la vez la tensión de quien se enfrenta a diario a la obligación de ser hoy mejor que ayer y de llegar a mañana siendo mejor que hoy; y la certeza de que el hombre no nació para resignarse, sino para creer sobre sí mismo, obediente al llamado de la utopía es posible.

La ética se ha encargado de mantener a la vez la tensión de quien se enfrenta a diario a la obligación de ser hoy mejor que ayer y de llegar a mañana siendo mejor que hoy; y la certeza de que el hombre no nació para resignarse, sino creer sobre sí mismo, obediente al llamado de la utopía.

Agregaré a las anteriores, y como joya final de este humanismo ético, la idea consignada por Ana Arendt cuando escribió que "el hombre no nace para morir sino para renacer".

Lo presintieron en el Renacimiento los filósofos que proclamaron la aparición de un nuevo Adán; lo desearon con pasión los revolucionarios que anunciaron el nacimiento del hombre nuevo; las religiones que en sus ritos saludan la llegada y el establecimiento de una vida nueva. Bajo una forma u otra el hombre ha alimentado la certeza de que la vida que se recibe al nacer es apenas el comienzo en bruto de una obra que tiene que ser continuada porque está incompleta, porque su perfección y belleza apenas si están esbozadas. Los educadores entendieron que su tarea era extraer de ese material primario un ser humano enriquecido con los aportes de la cultura. Lo que hoy está revelando este humanismo ético es que cuando el hombre asume la responsabilidad de sus posibilidades emprende una acción equivalente a un segundo nacimiento; que en esto consiste la aventura vital del ser humano. Anota Juliana González: "la humanitas está puesta precisamente en la capacidad creadora de la libertad, en la fuerza de la virtud que permite al hombre trascender lo dado, vencer al destino, transformar el mundo externo e interno". Tal es el nuevo nacimiento, ese en que nos damos a luz a nosotros mismos. A esto llamamos, ahora sí y con un sentido literal, un renacimiento.

Un tallador de esmeraldas de mi país, viejo y experimentado artesano y descubridor de piedras de valor millonario, frente a unos impactantes clientes japoneses, le daba vueltas una y otra vez a una piedra en bruto, que acababan de extraer en el socavón. Al fin uno de los ávidos compradores, contrarió su impasibilidad oriental:

—¿Qué pasa? —Preguntó—. ¿Por qué no comienza la talla?

El viejo esmeraldero lo miró indulgente.

—Lo que pasa —dijo— es que debo estar seguro del posible de esta piedra.

—¿Es posible?, —preguntaron casi en coro.

—Sí, toda piedra tiene un posible, o sea una piedra perfecta. Y es la que trato de descubrir antes de comenzar a romper.

Es la gran tarea que ha acometido la humanidad con diversa fortuna: encontrar el posible de cada ser humano con ayuda de una guía que es la visión ética de la excelencia humana. Cada era histórica ha elaborado y acumulado pistas para hacerlo. Y así como el esmeraldero buscaba la piedra perfecta, convencido de que existe, y como Miguel Ángel emprendió en el enorme bloque de mármol, la búsqueda de la imagen perfecta del ser humano, el humanismo de hoy continúa en esa tarea. Pero el ser humano perfecto no saldrá del mármol, ni del bronce, ni de la piedra; saldrá de él mismo, porque nació con un posible, como un incancelable desafío ético.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons