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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.78 Michoacán jul./dic. 2023  Epub 14-Sep-2023

 

Reseñas

RAMÍREZ LÓPEZ, Javier Eduardo, El centro del universo: historia económica y social del Conjunto Conventual de Tezcoco, Texcoco, Diócesis de Texcoco (Biblioteca Texcocana 4), 2021, 219 pp.

Jessica Ramírez Méndez1 
http://orcid.org/0000-0003-1587-6649

1Instituto Nacional de Antropología e Historia

RAMÍREZ LÓPEZ, Javier Eduardo. El centro del universo: historia económica y social del Conjunto Conventual de Tezcoco. 2021. Diócesis de Texcoco (Biblioteca Texcocana 4), Texcoco: 219p.


Siempre que nos acercamos a reconstruir y reinterpretar la vida de un edificio eclesiástico, especialmente las iglesias, es inevitable recordar como desde 1513 ya se instruía a los conquistadores para que en los nuevos asentamientos lo principal fuera la iglesia; basta asomarse a las Instrucciones dadas a Pedrarias Dávila en ese año para su viaje y gobernación de Castilla del Oro.

Igualmente, viene a nuestra mente el conocido grabado de «el atrio ideal» que acompañó la obra del escritor franciscano Diego Valadés, Retórica cristiana. Como se recordará, en ella se observa un amplio patio amurallado en el que se representó el proyecto de evangelización. En el centro está la iglesia primitiva que llevan en hombros los padres seráficos. En el patio se distribuyen siete escenas donde los franciscanos enseñan a grupos indígenas, llevan a cabo un entierro y, en general, «cuidan de esos neófitos» desde la administración de sacramentos: así como bautizan y casan, confiesan, dan la comunión o la extremaunción. Pero más allá de la alegoría, la imagen nos recuerda que estos recintos se convirtieron en articuladores de la vida de los lugares (desde en un minúsculo pueblo hasta una gran ciudad), pero no solo desde la actividad de conversión, como veremos a continuación a partir de El centro del universo: Historia económica y social del Conjunto Conventual de Tezcoco, sino también desde un espacio que se desarrolló con la propia historia del reducto mesoamericano (Tetzcoco), virreinal (Tezcoco) y municipal (Texcoco).

Texcoco fue la cuna de la evangelización de la Nueva España —como de hecho se titula el primer capítulo de esta obra— y su conjunto conventual un irradiador de novedades, experimentos y proyectos ante el proceso de Conquista, aún antes que en la Ciudad de México. Así, esta investigación nos recuerda el papel que tuvo Texcoco en las primeras tentativas de organización del virreinato. Al respecto, cabe recordar, como bien señala el autor, que un año antes de los doce, llegaron tres franciscanos flamencos — fray Pedro de Gante, fray Juan de Tecto y fray Juan de Aora— que fueron ubicados por Cortés en este lugar. Pero no fue todo, una vez que se sumó el contingente de los doce, se decidió atender, además de México, a Tezcoco, Tlaxcala y Huejotzingo, es decir, durante los años inmediatos a la Conquista el lugar del que trata este impreso tuvo un papel protagónico.

El nodo central de la jurisdicción que estamos abordando era su conjunto conventual. Este binomio, de manera general, englobaba por lo menos un templo, un convento y un atrio, pero en el caso del de Texcoco, tenemos cinco edificios que lo componen y a los que el autor del libro se aproxima: 1) la Capilla de Nuestra Señora de la Esclavitud; 2) la Archicofradía del Santísimo Sacramento; 3) la Parroquia de San Antonio de Padua (actualmente sede de la catedral de la Inmaculada Concepción); 4) la capilla abierta; 5) el convento de San Antonio de Padua; y 6) el edificio de la Tercera Orden.

¿Qué nos dicen estas edificaciones? Como muchos otros conjuntos conventuales de la época, el de Tezcoco era el corazón de un microcosmos, pues desde él se articuló la traza y, con ella, el centro de población. El templo y sus edificios adyacentes dotaban de sentido la vida de sus habitantes con sus fiestas, programas iconográficos, el calendario litúrgico, el redoble de sus campanas y la música en sus coros. Al respecto, el libro nos acerca a la riqueza de sus lienzos y de los icónicos pintores novohispanos que trabajaron en el lugar como Cristóbal de Villalpando que realizó unos cuadros de la pasión, Juan Correa, Juan Sánchez y hasta Miguel Cabrera con una pintura de la virgen.

Además, los conjuntos conventuales eran parte de una cartografía devocional que hacía partícipe a la población del plan divino. En este mismo sentido, desde él, los frailes ayudaban a bien morir, daban sepultura —como queda claro en el apartado de criptas y mausoleos— y oraban por el alma de los difuntos para liberarlos del purgatorio. Asimismo, marcaban las etapas de la vida a partir de los sacramentos como el bautismo o el matrimonio, del que los cronistas franciscanos consignan que fue precisamente en Tezcoco donde se realizó el primer matrimonio público en Nueva España.

Aparte del significado religioso y simbólico, los conjuntos conventuales hacían en gran medida posible la vida diaria de los pobladores, ya que desde ellos se brindaba apoyo médico con su botica y se dotaban de educación.

En esto último destacó Tezcoco, para lo que basta aproximarse al capítulo 2 del libro. Fue aquí donde fray Pedro de Gante instituyó la primera escuela para indígenas que se convirtió en el prototipo de centro educativo franciscano para indígenas, especialmente para la nobleza. Este modelo después se perfeccionó en San José de los Naturales y tuvo su clímax en el Imperial Colegio de Santiago de Tlatelolco. Pero no solo eso, el espacio tezcocano albergó una rica biblioteca de la que poco nos queda, así como una imprenta de la que el tiempo borró su rastro. Asimismo, aún es posible ver las huellas de algunos testimonios pictóricos que debieron enriquecer las paredes del convento, haciéndolas "partícipes" de la vida de los frailes.

En lo cotidiano, los conjuntos conventuales eran un espacio de convivencia desde sus atrios, participaban además en la acción crediticia y, con ella, en el flujo comercial, de mano de obra y en la activación del mercado; esto paralelo a su incidencia en obras públicas como la apertura de calles, la construcción de atarjeas, el retiro de basura o la composición de tomas de agua, entre otras. De hecho, la ubicación del convento de Tezcoco, al norte, fue estratégica, ya que quedó en la principal entrada de agua potable de la ciudad. Pocos de estos datos han llegado hasta nuestros días, pues fueron muchos los avatares de sus acervos. El propio autor recorrió grandes distancias entre México, Estados Unidos y Europa para dotarnos de esta historia constructiva que hoy nos comparte.

Pero la investigación no solo nos aproxima al enlace que generaba el conjunto conventual con la sociedad tezcocana, sino que también rescata la vida cotidiana en su interior a partir del día a día de los frailes y el uso de los espacios. Tenemos una aproximación intimista en torno a los propios religiosos, pero al mismo tiempo este libro nos abre la puerta a otros procesos y temáticas amplias, como la llamada conquista espiritual, la organización social a partir de asociaciones de seglares, los primeros pasos educativos en Nueva España, etcétera.

Igualmente, Javier Eduardo traza puntos comparativos con la Ciudad de México en la que también se estaban insertando los hermanos menores. Muestra de ello es el paralelismo entre el nuevo convento franciscano que se hizo en la Ciudad de México, al tiempo que los mismos frailes seráficos en Tezcoco mandaron a construir su convento sobre el tecpan de Nezahualpilli, convirtiéndose en la sede del Convento de San Antonio de Padua. Otro punto de encuentro entre ambos emplazamientos es que, mientras en Tezcoco fray Pedro de Gante logró crear su Roma mesoamericana desde las advocaciones de las siete ermitas en las que estaba organizado el territorio, en la Ciudad de México no logró materializarse en su totalidad al asentarse una organización espiritual cuatripartita. Al respecto, cabe recordar a Roma como sede de la conversión pagana a la cristiana, rodeada por siete colinas en las que se establecieron siete templos, luego convertidos en basílicas: San Juan de Letrán, San Pedro Vaticano, Santa María la Mayor, San Pablo Extramuros, San Sebastián, Santa Cruz de Jerusalén y San Lorenzo Extramuros, mismas que dieron nombre a las ermitas principales tezcocanas.

Así, sin darnos cuenta y con una pluma ligera, el autor nos abre un abanico de posibilidades desde la "modesta" historia constructiva del conjunto conventual texcocano. Un devenir complejo que devela como los procesos de construcción y reconstrucción de los edificios conllevan no solo su planeación y conseguir los permisos para su erección, sino también solventar aspectos económicos —que por cierto el autor va rescatando de manera puntual—, geográficos, de recursos y de tramas de poder y de procesos históricos que han permitido la supervivencia de algunas de sus partes y la desaparición de otras. En este sentido, cabe destacar el uso que hace Javier Eduardo de fuentes como los libros de cargo y data, donde los religiosos dejaron vertida gran parte de su historia económica, a la vez que sus relaciones a partir de los donantes y hasta aspectos de su vida cotidiana. A la par de esta historia económica está la social, en la que destaca el vínculo con sus patronos o también con los caciques indígenas, especialmente con los descendientes de Nezahualpilli.

Entonces tenemos que el primer capítulo aborda los inicios evangelizadores y constructivos de Tezcoco; el segundo —enfocado en el siglo XVII— muestra cómo quedó conformado el conjunto conventual, los espacios del convento y la vida en su interior; el tercero está centrado en la parroquia de San Antonio de Padua, prestando especial atención en sus bienhechores y en los elementos de sus etapas constructivas; el cuarto apunta la erección y desarrollo de la Tercera Orden; y en el último, hace el análisis, ya comentado, de la Roma tezcocana.

Javier Eduardo cuenta la historia constructiva de este conjunto conventual desde el siglo XVI hasta el siglo XIX —con todo y una detallada descripción arquitectónica de los inmuebles—, que si bien otros autores ya han abordado, lo han hecho desde documentación y perspectivas distintas.

Al respecto, de esta obra tiene que destacarse el uso de algunas fuentes inéditas y hasta inexploradas, lo que abrió la posibilidad de señalar datos o elementos desconocidos o mal consignados por la historiografía. De entre ellos, cabe destacar 1) que las reminiscencias constructivas del convento franciscano corresponden al periodo de 1695; 2) que la primera escuela fundada por fray Pedro de Gante en Tezcoco no es la actual capilla de la Enseñanza, sino que debió estar en el camposanto; 3) que la advocación de la edificación de la Tercera Orden fue la misma que la del templo de Toluca, San Elseario y no San Felipe de Jesús; y por último, 4) que antes de las reedificaciones de finales del siglo XVII, la parroquia de Tezcoco se equiparó con el templo de Salomón, siguiendo las interpretaciones en torno a sus medidas. Además, el libro nos aproxima a grupos concretos como a las asociaciones de fieles, pero también a los comerciantes de esclavos negros a partir del proceso constructivo del inmueble de la Tercera Orden. Este último, un tema poco estudiado para la región.

En conjunto, el autor nos abre la puerta de un rico microcosmos, como lo es Texcoco, a partir de las implicaciones del conjunto conventual que, para nuestra fortuna, en gran medida aún sobrevive.

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