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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.73 Michoacán ene./jun. 2021  Epub 21-Mayo-2021

 

Reseñas

GUARDINO, Peter, La Marcha Fúnebre. Una historia de la guerra entre México y Estados Unidos

Moisés Guzmán Pérez1 

1Instituto de Investigaciones Históricas Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

GUARDINO, Peter. Zamudio Vega, Mario. La Marcha Fúnebre. Una historia de la guerra entre México y Estados Unidos. 2018. Universidad Nacional Autónoma de México, Grano de Sal, México: 534p.


Hacía tiempo que la guerra entre México y los Estados Unidos de América había dejado de llamar la atención de los estudiosos del pasado. Las preocupaciones habían estado más orientadas a otros temas y problemas, y no necesariamente sobre los conflictos armados decimonónicos, una asignatura ineludible para los especialistas en esa centuria. ¿Por qué volver la mirada sobre este asunto? Simplemente, porque desde el punto de vista académico había que abordar esa guerra con un enfoque diferente, desde la perspectiva de la historia militar y de género, que hiciera visibles a los actores y los protagonistas reales del conflicto, no solo en su contexto, sino en el marco de una cotidianidad bélica. Pero además, porque era necesario disponer de un relato que reuniera la versión mexicana y la versión estadounidense de la guerra; una interpretación que superara las visiones parciales, sesgadas muchas veces por argumentaciones y opiniones infundadas que tocaban las fibras sensibles del nacionalismo en ambos países.

Peter Guardino, reconocido historiador mexicanista adscrito a la Universidad de Indiana, escribió este libro motivado por el interés de develar los altos costos humanos y las consecuencias que trajo para ambas naciones aquella guerra. La obra es aportativa por el énfasis que pone en los aspectos sociales y culturales que afloraron durante el conflicto, en el que figuran los soldados y los civiles; mujeres, niños y ancianos, actores reales, seres de carne y hueso con nombres y apellidos que viven y sufren el conflicto. Pero además, se enriquece por el análisis comparativo que hace de la situación que guardaban los dos países, al desarrollar de forma explícita sus diferencias antes y en el transcurso de las hostilidades.

Otra virtud que tiene el libro: trata la guerra entre México y los Estados Unidos de 1846 a 1848, y no de la “Guerra del 47”, como prevaleció por muchos años en cierta historiografía, sujeta por un lado a una tradición de resistencia patriótica ocurrida en el Castillo de Chapultepec, en la cual tomaron parte los alumnos del Colegio Militar aquel año; y por el otro, a una concepción distorsionada de los estadounidenses que asociaban el avance democrático con la prosperidad, sin tomar en cuenta que las guerras de conquista —como bien dice el autor y cuya opinión comparto—, “están asociadas a la tiranía y a la inmoralidad” (p. 14).

El lector que se acerque a esta obra encontrará temas atractivos e inte- resantes relacionados con las mujeres y los distintos roles que desempeñaron en esa guerra; las formas de reclutamiento en ambos ejércitos, un aspecto que requiere ser profundizado con nuevos estudios en períodos más largos; el desastre fiscal de los distintos gobiernos mexicanos, asunto en el cual ya se ha avanzado gracias a nuestros especialistas en historia económica; el papel de los batallones de polkos y la rebelión que protagonizaron en la capital en pleno conflicto armado, situación que posibilitó la toma de Veracruz por los estadounidenses y que, luego del bombardeo que hicieron del puerto, lanzaran la invasión al centro de la República; y desde luego, lo relativo al mítico y legendario Batallón de los San Patricios que aquí se muestra en toda su complejidad.

El estupendo libro de Guardino refiere también al armamento inglés, viejo e inservible heredado de las guerras napoleónicas usado por el ejército mexicano, y lo compara con el moderno armamento de los estadounidenses que se fabricaba en Springfield y Virginia, el cual, además de ligero, era más potente y efectivo, capaz de demoler las piedras de los muros en Veracruz; asimismo, hace visibles las diferentes tácticas de combate que se pusieron en práctica, desde el rol desempeñado por los ejércitos de línea hasta el de los cuerpos irregulares protagonizados por las guerrillas. Sitios a las plazas y fortalezas, ataques frontales en campo abierto, bombardeos a las ciudades, movimientos envolventes, asedio por los flancos, así como emboscadas y ataques sorpresivos por parte de los grupos guerrilleros, se explican con cierto detalle.

En esta obra queda demostrada la tesis del autor, al plantear que la causa de la derrota de México frente a los Estados Unidos no fue debida a las divisiones de su clase política, porque esta existía en ambas naciones. La diferencia estuvo en la prosperidad económica de los estadounidenses, lo cual le permitió generar suficientes ingresos para soportar las necesidades de una guerra de expansión. Los impuestos modestos que estos pagaban bastaban para que el ejército estuviera debidamente vestido, mejor equipado en armamento y contara con dinero suficiente para comprar comida y alimentar a su tropa. En cambio, el sistema fiscal de México era insuficiente para sostener una lucha prolongada, y dependía, en buena medida, de los ingresos que generaban las aduanas marítimas y los préstamos patrióticos. A pesar de todo, la guerra fomentó la identidad nacional de los mexicanos; no fue por falta de patriotismo que perdieron, sino por las decisiones de sus jefes militares y la clase política que se vio envuelta en luchas intestinas, lo cual impidió que se contara con el dinero suficiente para sostener a sus soldados.

Además de los retratos y litografías de presidentes y generales estadounidenses y mexicanos que ilustran el libro, los dibujos de Samuel Chamberlain resultan igualmente interesantes porque muestran distintas facetas del conflicto. Vemos allí escenas de violencia, como los “soldados estadounidenses [que], atados y amordazados, observan una flagelación” y “la masacre de la cueva” donde tropas de Arkansas asesinaron a varios civiles mexicanos cerca de Agua Nueva; acciones bélicas, en donde figuran “guerrilleros mexicanos capturando una caravana de carromatos” y la “captura de los cañones de O’Brian por tropas mexicanas en la Angostura”; pero también, aspectos cotidianos como aquel de los “soldados estadounidenses [que] observan el paso de las soldaderas”; el transporte de “unos soldados mexicanos heridos” o “el fandango en el norte de México”. Si bien hay diversidad en ellas, creo que el libro se habría enriquecido aún más de haber incorporado las imágenes publicadas en el Calendario de Abraham López para 1849. Allí se observa, por ejemplo, escenas del “entierro de los americanos” en el Portal del Águila de Oro; los “azotes dados por los Americanos” a una persona que está atada de espaldas y de pie, en plena plaza principal de la ciudad de México; “la trinchera ambulante” de los mexicanos y el momento en que los estadounidenses “enarbolan el pabellón mexicano” en Palacio Nacional.

Todo libro que trate sobre esta materia estaría incompleto si no incluyera en sus páginas una cartografía de la guerra. Guardino tuvo el tino de presentarnos un conjunto de mapas militares renovados, elaborados con base en las antiguas cartas de los protagonistas en la contienda, pero también, enriquecidos con la propia interpretación que ofrece la información disponible. Son 13 en total, de los cuales 10 se refieren a los enfrentamientos entre las tropas mexicanas y estadounidenses en diversas partes del territorio, como Palo Alto, Resaca de Palma, Monterrey, Angostura, la campaña por el centro de México, Cerro Gordo, valle de México, Contreras-Padierna y Churubusco, y Molino del Rey. El resto, representan a Norteamérica en 1846, en el que atinadamente se incluye el actual territorio de la República mexicana; se ilustran las regiones que se consideraban ricas en el cultivo de productos agrícolas y figuran las rutas de comunicación que había entonces en los Estados Unidos y México.

Las fuentes de información en las que el autor apoyó su investigación son diversas, comprenden testimonios recopilados en repositorios mexica- nos y norteamericanos. Una docena de archivos, varios periódicos, visitas de campo a los teatros de la guerra acompañado de personas conocedoras del terreno —como en Cerro Gordo y la Angostura, por ejemplo—, así como el diálogo abierto con académicos de distintas geografías e instituciones, las opiniones de aficionados e incluso familiares, contribuyeron a la manufac- tura de este importante libro. El aparato crítico resulta, pues, impresionante. El problema lo tendrá el lector que desee conocer los títulos y autores espe- cíficos que Guardino consultó, porque no se pusieron al final de la obra y en sección aparte, como suele hacerse, sino que se insertaron en las distin- tas notas de cada capítulo al final del libro.

Ahora bien, como toda buena investigación, la lectura de La marcha fúnebre da pauta para otro tipo de reflexiones y disquisiciones que se inscriben en esa misma línea de “la nueva historia militar” desarrollada por Guardino, y que él mismo concibe como:

[…] aquella que se ocupa de las causas de la guerra, la opinión de los políticos, así como en batallas y campañas imaginadas, pero sobre todo, centra su interés en descubrir quiénes eran los soldados y los civiles, y cómo las guerras fueron moldeadas por las sociedades que participaron en ellas (p. 15).

Si el autor quiso indicar solo ciertos aspectos de interés, o trató de puntualizar aquellos que más llamaban su atención, está bien. Empero, si su intención era ofrecer una especie de conceptualización sobre lo que es y de lo que trata la historia militar, la explicación resulta no solo ambigua, sino muy reducida. Pienso que, como enfoque de análisis, la historia militar implica otros aspectos que van más allá del contexto de una guerra, imposible de desarrollar aquí; aun así, quiero referirme a tres de ellos porque están —o deberían estar— estrechamente ligados con el contenido del libro.

En principio, llama la atención que el adiestramiento para combatir en orden de batalla por parte de los oficiales estadounidenses, se basara únicamente en los manuales y las lecturas históricas de las guerras europeas, sin que se diga nada más al respecto (p. 45). ¿Quiénes escribieron esos manuales?, ¿a qué lecturas históricas en concreto se refiere el autor?, ¿realmente eran solo europeas? Esto nos remite al mundo de los libros, las librerías, los espacios de sociabilidad formal e informal, las prácticas de lectura y sus lectores, algunos de los cuales, con el paso del tiempo y dada su formación, se convertirán en autores. En conjunto, los puntos que señalo representan un aspecto fundamental que no puede pasar inadvertido en cualquier investigación que se plantee con ese enfoque de historia militar y que priorice el aspecto cultural y social de la guerra.

En cuanto a los libros de carácter militar que circulaban en los Estados Unidos, hay estudios que demuestran que entre 1800 y 1820 se leían en francés o inglés el Tratado de fortificaciones del mariscal Sébastien Le Prestre, marqués de Vauban; el Tratado de Artillería de H. O. de Scheel; los Ensayos Matemáticos y Físicos del capitán Jared Mansfield, mismos que contenían un capítulo sobre artillería y problemas fundamentales de la balística; El Artillero Americano . Elementos de Artillería, de Louis de Tousard, cuyo libro se convirtió en el manual básico para los artilleros estadounidenses; y desde luego, las Instrucciones militares del rey Federico de Prusia a sus generales, editado este último por Cruttwell en enero de 1818.

Respecto a las librerías, es de notar que desde 1776 existía en Boston, Massachusetts, la Librería de Londres propiedad del coronel Henry Knox, aquel que propuso por primera vez la necesidad de que los Estados Unidos contara con una academia militar; y que hacia 1815 la Librería de Filadelfia vendía decenas de ejemplares del Artillero Americano escrito por Tousard a precios bastante accesibles al público. En esos negocios debieron adquirir sus libros aquellos interesados en la carrera de las armas, sobre todo los oficiales que deseaban servir en el ejército de los Estados Unidos. Aunque a decir verdad, falta mucho por investigar en este campo. Por lo que toca a los espacios de sociabilidad, en el transcurso de 1802 West Point albergó tanto a la Academia creada en marzo de ese año, como a la Sociedad Militar Filosófica de los Estados Unidos, fundada meses después por el superintendente Jonathan William y reabierta nuevamente en 1805, luego de un cierre temporal; estaba orientada a asuntos estrictamente castrenses pero dispuesta a incorporar nuevos conocimientos generales.

Lo significativo de ambas instituciones, es que en dicha Sociedad se hallaba la mejor colección de obras técnicas del país, algunas de las cuales habían pertenecido a Benjamin Franklin; poseía el único ejemplar conocido en Estados Unidos de los tratados de fortificación de Montalambert en 10 volúmenes; las obras de Bacon, Newton, el mariscal Saxe, Vignola, Villeneuve y desde luego, el Tratado de gran táctica del barón Henri Antoine Jomini, además de ocho volúmenes manuscritos relativos a la campaña del general Anthony Wayne en la India. En cuanto a la Academia de West Point, para 1815 ya contaba con la primera biblioteca especializada en temas militares; unos mil volúmenes, numerosas cartas y mapas que habían adquirido el mayor Sylvanus Thayer y el teniente coronel William McRee en su viaje a París, gracias a un crédito de cinco mil dólares que les dio el gobierno de los Estados Unidos.

En relación con los lectores, que después se convirtieron en autores de obras que formarían a los futuros militares estadounidenses, tenemos a Claudius Berard que publicó su propia Gramática francesa; Claude Crozet, que escribió en 1821 un Tratado sobre geometría descriptiva y Dennis Hart Mahan, sin duda el más importante de todos, no solo por haberse inspirado en el teórico suizo Antoine Henri Jomini, sino porque estuvo en West Point de 1832 a 1871 al frente de la clase de ingeniería y sus textos estuvieron en uso durante más de 40 años, destacando entre ellos Un tratado del campo de fortificaciones, Notas sobre ataque y defensa, Notas sobre arquitectura y el famoso Curso de Ingeniería civil. Fue de Mahan de quien los futuros oficiales y generales aprendieron el arte de la guerra, mismo que pondrían en práctica durante el conflicto con México y en la llamada “Guerra de Secesión”.

Un segundo aspecto está relacionado con la jerarquía en los cuerpos armados. Sabemos que el Ejército Mexicano continuó adoptando las Ordenanzas Militares de Carlos III con algunas modificaciones y adecuaciones; en este caso, ¿cuál fue el referente doctrinario para los estadounidenses?, ¿de qué manera estaba estructurada su jerarquía militar? Guardino en su obra habla de oficialidad y suboficiales; de sargentos, cabos y soldados; lo cual nos da una idea sobre las diferentes graduaciones de un ejército que, en palabras del autor, “era muy jerárquico” (p. 59). Es conocido que los cadetes podían prestar sus servicios como cabos, sargentos, tenientes, ayudantes de compañía y comandantes de compañía; empero, no queda del todo claro cómo estaba estructurada la que correspondía a la oficialidad y a los rangos superiores, y qué diferencias jerárquicas había entre los ejércitos de mar y de tierra.

El tercer aspecto que me parece importante, y que es necesario mirar con más detalle, es el relativo a los centros de instrucción y los programas de formación que se impartían en el Colegio Militar en México y en West Point, Nueva York. No tanto en su infraestructura y mobiliario, al parecer limitados e inapropiados en ambos casos, sino en las materias y tipos de conocimientos teórico-prácticos que se enseñaban. Guardino afirma que los egresados de la primera de esas instituciones habían llevado “un programa no muy diferente del de West Point” (pp. 59, 67). Sin embargo, una mirada rápida a la currícula, a los autores y obras que se leían, así como a los métodos de enseñanza que se aplicaban, demuestran que existían notables diferencias en ambos planteles. En la Academia de West Point, por ejemplo, no había un plan de estudios fijo y los textos que se usaban en 1801 eran los siguientes: Matemáticas, de C. H. Hutton y Filosofía Natural, de W. Enfield, mismos que se daban de forma introductoria; el Tratado de fortificaciones del marqués de Vauban y el Tratado de Artillería de H. O. de Scheel. No se enseñaba ingeniería civil, pero los cadetes conocían el manejo de instrumentos de agrimensura. Se graduaban cuando los profesores sentían que estaban listos. Años después, la situación de la Academia cambió favorablemente, convirtiéndose en una de las más prestigiadas del orbe. Entre 1817 y 1833, la institución estuvo dirigida por Sylvanus Thayer, y fue él quien introdujo los métodos, técnicas, programas de estudios, medidas disciplinarias, objetivos y metas que permanecieron casi intactos hasta 1960.

Por su parte, en el Colegio Militar establecido en el Fuerte de Perote, cerca de Veracruz, entre 1823 y 1827, se enseñaba ordenanza, táctica de infantería y caballería e instrucción de guerrilla de ambas armas; aritmética, álgebra, geometría y trigonometría; fortificación, manejo de papeles y conocimientos de castrametación; manejo de la lanza, así como esgrima de sable y florete; nomenclatura de monturas y armas, junto con otros aspectos concernientes al caballo. Para 1833, cuando el Colegio Militar funcionaba en la ciudad de México, la enseñanza se impartía en tres períodos de tres años cada uno; el primero, ponía a los alumnos a servir en los cuerpos de infantería y caballería, con varias materias como religión, matemáticas, historia y geografía nacional y general, idiomas, dibujo e instrucción militar; en el segundo, solo pasaban los subtenientes que estaban destinados a las carreras facultativas, recibiendo una instrucción teórica y práctica que debían tener los oficiales de artillería; los cursos eran sobre matemáticas, física y química, dibujo e instrucción militar; el tercero, se impartía a los tenientes que querían convertirse en ingenieros; llevaban matemáticas, dibujo e ingeniería.

Además, en los tres períodos, de manera adicional se les enseñaba equitación, esgrima de sable y florete, el tiro de pistola y el baile. Su actividad comenzaba a las 5:45 de la mañana y terminaba a las 10 de la noche. Cada año debían presentar dos exámenes privados y uno público, este último presidido por el director del Colegio. Vemos pues, que las supuestas semejanzas entre ambos ejércitos no eran tales, por lo que deben analizarse con más detalle.

Terminaré insistiendo en lo valioso y aportativo de esta investigación. El libro de Guardino ha venido a poner en la mesa del debate la pertinencia de nuevos enfoques de análisis; ha enriquecido notablemente nuestro conocimiento sobre los aspectos sociales y culturales de la guerra; de manera equilibrada y juiciosa, ha hecho visible el activismo de una diversidad de actores, especialmente de mujeres, soldados y civiles mexicanos y estadouni- denses; acertó al introducir matices ante ciertas aseveraciones, y pudo demostrar por qué un país ganó la guerra y el otro la perdió. La invitación está abierta para que, a partir de la lectura de esta obra, podamos seguir reflexionando sobre los retos y problemas que nos presenta la historia militar.

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