INTRODUCCIÓN
El presente trabajo tiene como objetivo analizar la manera en que las mujeres se fueron apropiando del espacio público en el establecimiento del orden a través de la vigilancia en la primera mitad del siglo XX en la ciudad de Oaxaca. 1 Así, se inserta más dentro de la historia de las mujeres que dentro de la historia de la policía; no obstante, que no deja de lado esta última línea, revisando un periodo que, como ya ha señalado Diego Pulido, tiene escasos trabajos históricos. 2 Asimismo, forma parte de una antigua discusión feminista sobre lo público y lo privado que analiza el actuar de un grupo de mujeres en particular (las celadoras, las vigilantes de prostitución y las primeras policías), pero también las relaciones de poder implícitas en la conformación de los espacios y los géneros. 3 En consecuencia, es una primera aproximación a un proceso de transición de una actividad poco analizada desde la historia que deja todavía muchas cuestiones sin respuesta. La mayoría de los trabajos que estudian la participación pública de las mujeres en México desde finales del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, se ha centrado en aquellas que, a través de su voz se han apropiado del espacio público y se han ocupado en tareas que anteriormente eran consideradas “masculinas”. Los temas incluyen a las mujeres dentro de la política o los movimientos sociales, 4 así como su participación en la literatura, la prensa y la radio. 5 Además, están aquellos estudios centrados en el trabajo femenino y, particularmente, en el papel de las mujeres en la industria o en la burocracia, 6 en los cuales uno de los elementos que más se resalta es, precisamente, el de la manera en la que el trabajo femenino dejó de asociarse a las labores del hogar.
La irrupción de los cuerpos femeninos a través de actividades realizadas a “cielo abierto”, al “aire libre” o en las calles como, por ejemplo, la venta callejera, han llamado por el contrario muy poco la atención. 7 Menos aún ha sido atendida la presencia de las mujeres como figuras de autoridad o como vigilantes y garantes del orden en la vía pública. Así, a excepción de algunas menciones esporádicas en textos generales, o del artículo de Rodrigo Meneses, “Mujeres en la policía: género y orden público (1930)”, 8 en el cual el autor destaca la fase de este grupo como “funcionarias” de la capital, prácticamente no existen estudios históricos en México cuyo centro de análisis sean las vigilantes. 9
Cabe señalar que en México los textos sobre la burocracia se concentran en la capital y muy rara vez toman como centro de análisis a las mujeres. 10 Una excepción son los trabajos de Susie Porter en los cuales estudia a las trabajadoras de cuello blanco de la capital en un periodo que va de 1890 a 1950. 11 Sin embargo, si bien es cierto que las vigilantes formaron parte del creciente grupo del “personal de apoyo”, 12 y posteriormente, de los empleados públicos de los diferentes gobiernos, no fueron simples “burócratas” que llegaron a realizar única y exclusivamente labores de oficina. Su papel, como se evidenciará en el presente trabajo, fue un poco más complejo y variable en función del tiempo y del lugar. Realizaron labores en oficinas, pero también en otros espacios como en las calles, en algunos casos llegaron a gozar de gran poder y autoridad e hicieron tareas que anteriormente habían sido un “privilegio” exclusivo de los varones, más allá de que algunas tuvieron a su cargo a otros empleados.
La manera en la que este grupo en particular logró insertarse y apropiarse de una labor mayoritariamente masculina como lo era la vigilancia en los espacios públicos, la forma en la que fueron ganando terreno y ejercieron la autoridad y el poder característicos del puesto, así como lo que implicó que se impusieran como “garantes del orden” en las calles y algunas de sus diferencias en relación con sus colegas varones, 13 son cuestiones que todavía no se han estudiado desde la perspectiva histórica en México, y sobre las cuales este trabajo pretende abonar, todavía de una manera general, problematizando los conceptos de lo público y lo privado, pues si bien, hoy en día resulta llamativa la presencia de mujeres uniformadas y con armas, vigilando la seguridad pública y haciendo patrullaje en las calles, demostrando su autoridad y mando, 14 así como actitudes y comportamientos asociados a “lo masculino”, tales como la “valentía”, el “coraje”, la “fuerza” o la “violencia”; 15 lo cierto es que las tareas que realizaron, por lo menos durante la primera mitad del siglo XX, no se alejaron mucho del rol que tradicionalmente les había sido asignado.
Desde el periodo colonial, la división sexual del trabajo llevó a las mujeres a realizar labores de vigilancia sobre grupos específicos —mujeres, niños, enfermos— en espacios cerrados como hospicios, cárceles y corregimientos, 16 espacios de los que fueron transitando lentamente hacia una vigilancia generalizada, hacia el ejercicio de su autoridad sobre “la población en general” y hacia una presencia cada vez más frecuente en diversos espacios públicos en la primera mitad del siglo XX. Pero, ¿Hasta qué punto realizar labores de vigilancia en el espacio público o en las calles generó para este tipo de mujeres un cambio importante?, ¿Qué tan público fue el espacio público para las vigilantes mujeres en la primera mitad del siglo XX?, y ¿Qué implicó su introducción en una serie de labores consideradas tradicionalmente masculinas?
Como pretende corroborar este trabajo, el proceso de transición del espacio “privado” al espacio “público” no significó un cambio radical en la manera de concebir su “rol” tradicional, especialmente en el caso de las celadoras y las vigilantes. Tampoco fue un proceso lineal o evolutivo, de tal suerte que la “celadora” y las labores de vigilancia que realizaba en espacios cerrados desde el último tercio del siglo XIX (se tienen datos desde 1874), continuaron operando durante la primera mitad del siglo XX, al mismo tiempo que surgieron otras vinculadas a la vigilancia en espacios abiertos como fueron la vigilante de prostitución, que apareció en 1905 y se mantuvo hasta 1960 en la ciudad de Oaxaca, y la policía, que apareció en la ciudad de México en 1930 y en Oaxaca hasta 1950.
Se trata de tres grupos con lógicas y tiempos diferentes, pero a la vez interconectados por su labor, cuya documentación no es homogénea. En relación con ello, es importante hacer una acotación metodológica ya que, aunque la documentación es abundante para las celadoras y para las vigilantes de prostitución, no lo es para las policías, las cuales, fueron reconocidas como tales muy tardíamente en el caso de Oaxaca. Es por ello que se tomó como punto de referencia el caso de la ciudad de México y la institucionalización y conformación del Cuerpo de Policía Femenil en el año de 1930, en el cual las policías, pese a que logran su reconocimiento oficial como garantes del orden, continuaron estando limitadas en cuando a sus labores y espacio de acción, más allá de que perdieron autoridad en relación con las celadoras y las vigilantes de prostitución, pues dejaron de tener a otros empleados a su mando.
El trabajo está dividido en tres apartados que no avanzan en un orden cronológico estricto. El primero se centra en la figura de las “celadoras” y su papel como cuidadoras y guardianas de otras mujeres y de niños en espacios cerrados en los cuales fueron ganando cierto poder y autoridad desde el último tercio del siglo XIX. Posteriormente, se revisan las características de otro tipo de vigilantes, las de prostitución, que emergieron en 1905 en un contexto de cumplimiento de una serie de normativas encaminadas al ordenamiento y control sanitario de la ciudad y, que tuvieron como rasgo distintivo su vinculación a los espacios públicos y a tareas que, hasta ese momento, solo habían realizado los varones. Y finalmente, el último apartado se centra en la institucionalización de la vigilancia en femenino y en la introducción oficial y reconocida de las primeras mujeres a los cuerpos policiacos y a la policía en general, en México y en Oaxaca, posterior a 1930.
CELADORAS, VIGILANCIA Y CUIDADO EN ESPACIOS CERRADOS
La vigilancia, entendida como una práctica de observación continua y exhaustiva, es una tarea que las mujeres han venido realizando desde hace mucho tiempo como parte de los roles que les fueron asignados culturalmente. Las mujeres han sido las cuidadoras y las guardianas por “excelencia” de otras mujeres —madres, sobrinas, tías, parientas en general— y niñas o niños de la familia y fuera de ella, así como las vigilantes del orden dentro del espacio privado o familiar. 17
Sin embargo, en ninguna época se enfatizó tanto ese rol como durante el siglo XIX, y particularmente en el último tercio, que fue cuando proliferaron un sin fin de discursos sobre las mujeres —de clase alta, que intentaron permear hasta las clases más bajas—, 18 como amas del hogar que tenían el “deber” de cuidar al esposo y educar a los hijos o hijas y cuando la idea del “espacio privado” como el espacio “apropiado” para ellas se consolidó. 19 Tales discursos estuvieron encaminados a promover los ideales y anhelos de la época reproduciendo un orden social y de género con marcadas desigualdades, pues mientras a ellas se les asignaron las tareas domésticas y formar a los futuros ciudadanos haciendo que su papel de educadoras, vigilantes y cuidadoras adquiriera sentido y se volviera positivo e instrumental, a los hombres se les asignaron las tareas públicas altamente valoradas, tales como la política y el ámbito “productivo”. 20
Lo que interesa destacar aquí, es que ese papel o rol culturalmente asignado a las mujeres se trasladó a otros espacios, tales como escuelas, instituciones de beneficencia pública e instituciones de punición y “corrección”, en las cuales ellas se insertaron como parte del proceso de secularización y de conformación del nuevo Estado Nación. 21
En el caso específico de Oaxaca, las mujeres empezaron a cubrir puestos como vigilantes, cuidadoras o guardianas de otras mujeres y niños en la cárcel, el hospicio de la ciudad y algunas escuelas desde finales del siglo XIX, no obstante que, desde el periodo colonial, la existencia de lugares como los “corregimientos” había implicado la presencia de las mujeres como cuidadoras. 22 En todo caso, en el siglo XIX va a ser el Estado, y no la iglesia, quien se va a encargar de “contratar” a dichas mujeres, que ya no fueron religiosas. Ello implicó que, con el paso del tiempo, la vigilancia se fuera conformando como una labor más dentro de las ocupaciones del Ayuntamiento —la de celadora— que, si bien, no fue completamente reconocida, si adquirió cierta oficialidad.
Como otras tantas labores, inicialmente se realizó de manera “honoraria”, pero con el tiempo quienes la llevaron a cabo, empezaron a recibir una paga. Los datos aportados por los documentos señalan, por ejemplo, que hacia 1890 una celadora del Hospicio de la Vega 23 ganaba 8 pesos mensuales, mientras que para 1916 ya recibía 3 pesos con cincuenta centavos al día. 24 Así, fue un trabajo remunerado como cualquier otro, para un pequeño grupo de mujeres (el puesto fue individual, pero rotativo) de la ciudad de Oaxaca, que se convirtieron en empleadas del gobierno municipal.
¿Quiénes eran estas mujeres? Algunos autores han marcado, para el caso de Buenos Aires e Inglaterra, que la participación “irregular” y “asistemática” de mujeres en la vigilancia se caracterizó por incluir a “madres, esposas o amantes” de los policías o celadores. 25 En este caso no contamos con información que permita corroborar este hecho, probablemente las celadoras de la cárcel —más que las vigilantes de las escuelas o del hospicio—, pudieron haber presentado esta característica. En todo caso, eran mujeres cuyo perfil implicaba saber leer y escribir y tener una amplia disponibilidad para llevar a cabo tareas que requerían mucho tiempo, e incluso, tiempo completo, 26 tales como: cuidar y vigilar a ancianos, otras mujeres y niños, el registro y la salida de las instituciones por parte de los mismos, el cuidado de su alimentación, vestuario y comportamiento, la vigilancia de sus deberes y de todo aquello estipulado por los reglamentos, la consignación en el caso de que cometieran algún tipo de falta, entre otras tareas.
Ciertamente este tipo de trabajo no implicó una calificación técnica o especializada como la requerida a las mecanógrafas, porque las tareas que tenían que realizar eran consideradas una extensión de su rol dentro del hogar; sin embargo, era común que tuvieran que vivir en la institución en la que trabajaban, por lo que se esperaba que no tuvieran compromisos familiares. Así, una parte de ellas eran viudas o mujeres jóvenes “solteras” que quizá se empleaban temporalmente mientras cambiaba su situación. 27 Hubo, incluso, asiladas, en el caso del hospicio, que llegaron a pasar de vigiladas a vigilantes permaneciendo dentro de la institución con el estatus de asalariadas. 28
Aunque en la ciudad de Oaxaca hubo celadoras en diversas instituciones que dependían del Ayuntamiento tales como la cárcel municipal, 29 el Hospicio de la Vega y algunas escuelas de párvulos, 30 las del Hospicio de la Vega —institución que se fundó en 1874 y que se mantuvo hasta la década de 1970— tuvieron, sin duda, características particulares. Todas realizaron las mismas labores en relación con su misión principal que fue la de cuidar, vigilar y controlar a las poblaciones de las instituciones para las cuales trabajaban (generalmente mujeres y niños); sin embargo, en el caso de las celadoras del Hospicio, éstas gozaron de mayor poder y autoridad.
Las celadoras de la cárcel y las de las escuelas de párvulos estuvieron en el mismo rango e incluso uno inferior que otros trabajadores (por ejemplo las celadoras de la cárcel tenían menos autoridad que los bastoneros), pero las del Hospicio de la Vega no. Éstas, le rindieron cuentas únicamente a la directora de la institución y cuando ésta llegaba a faltar o se ausentaba, la celadora podía ocupar su lugar, 31 por lo cual, llegaron a decidir sobre temas relevantes relacionados con la institución. 32 Y quizá por ello, contrataron a ayudantes mujeres que solían apoyarlas en todas las tareas que tenían que cubrir. 33
Como se había señalado, la institución llegó a recibir a niños y niñas —ya fuera mendigos o huérfanos—, 34 y en casos extraordinarios, a ancianos desamparados, por lo que su principal tarea fue cuidarlos y vigilarlos. Pero, además, tenían la obligación de vigilar y controlar a otras empleadas, tales como las nodrizas, las cocineras y las sirvientas o ayudantas. 35 Según el reglamento de 1910, debían:
Cuidar bajo su más estrecha responsabilidad el departamento Núm. 1 durmiendo en él.
Vigilar porque en dicho departamento exista un escrupuloso aseo.
Cuando hubiere nodrizas, ver que el médico las examine y revise su leche, por lo menos cada quince días para ver si reúne las condiciones de sanidad y nutrición.
Vigilar que las nodrizas a las que se refiere la fracción anterior se bañen, aseen y alimenten convenientemente y que le den de mamar a las criaturas a las horas fijadas.
Cuando las criaturas sean alimentadas con biberón, cerciorarse de que las botellas y utensilios estén perfectamente lavados y limpios y que los alimentos estén bien cocidos y condimentados.
Vigilar que las criaturas de su departamento se bañen diariamente, que se peinen y en general todo lo que concierne a la higiene se ejecute con presteza.
Enseñar prácticamente a las criaturas a vestirse, lavarse y todo lo referente al aseo personal.
Vigilar que las ayudantes entreguen personalmente en los colegios, talleres, etc., a los niños y niñas que se les confíen, informándose de la conducta que observa cada uno fuera del establecimiento para informar a la directora.
Cuando sea requerida a cualquier hora del día o de la noche, atenderá a los niños que por enfermedad lo necesiten dando parte a la directora en los casos graves para que ésta resuelva lo conveniente.
Vigilar en unión de las ayudantas que, cuando se de el toque de silencio, cada criatura se acueste en su respectiva cama, no permitiendo que dos se acuesten juntas.
No permitir que los asilados de un departamento entren en otro si no es que tengan permiso expreso de la directora.36
Como se observa, sus tareas estaban en la misma línea de lo que se esperaba de las mujeres en aquella época, con especial atención a la higiene y la conducta de sus vigilados. Sin embargo, dado que se trataba de una institución de “encierro”, —como lo eran las cárceles o las correccionales—, su cumplimiento conllevó actos de coerción e imposición, así como ejercicios frecuentes de autoridad y poder.
El hospicio no solo fue una institución asistencial, también fue una institución de disciplinamiento y control social. Las celadoras y su labor, se insertaron dentro de lo que Foucault llamó la “tecnología política del cuerpo”, es decir, “el saber y el dominio que hacen que el cuerpo se convierta en una fuerza útil”. 37 Así, era común que en el manejo de la disciplina y en la sanción de las conductas “correctas” o “incorrectas” dentro de un espacio claramente delimitado, tuvieran problemas con la población a la que vigilaban.
Los abusos podían ser frecuentes y en algunos casos llevar a su destitución. El 28 de septiembre de 1917, por ejemplo, el cabildo acordó la destitución de la celadora debido a que trataba “con mucha dureza” a los niños del Hospicio. 38 La población más pequeña estaba completamente a la merced de las celadoras, pero en el caso de los y las adolescentes, éstos tuvieron la posibilidad de enfrentar, negociar y quejarse de sus actitudes. 39 Por otro lado, las responsabilidades de tales mujeres fueron también muy grandes y era frecuente que fueran amonestadas o castigadas por actitudes permisivas o descuidos. Por ejemplo, el 17 de mayo de 1905, la celadora fue amonestada por la fuga de las asiladas Rosario Hernández y Margarita Trápaga, “previniéndole que de repetirse el caso sería cesada”. 40
La vigilancia y el cuidado en tales espacios no eran tareas fáciles, pero la permanencia de las celadoras a través del tiempo, no solo en el Hospicio sino en otras instituciones de encierro, como la cárcel y las correccionales, demuestra que, aunque el discurso sobre la privacidad y el deber ser de la mujer —asociado a las tareas del hogar— trató de imponerse como un ideal para las mujeres a finales del siglo XIX, algunas salieron del mismo para trabajar, entre otras cosas, en la vigilancia en instituciones públicas.
En este caso, la posibilidad de que las celadoras realizaran las mismas labores que se esperaba de las mujeres en general —o que tales labores fueran consideradas una “extensión de su vida privada”—, aunado al hecho de que se llevaran a cabo en espacios cerrados, 41 permitió que fueran mucho más aceptadas y que permanecieran a través del tiempo. Pero, además de las labores realizadas por estas vigilantes, existió en la ciudad de Oaxaca otra figura femenina dentro de los puestos de vigilancia, que también dependió del Ayuntamiento, aunque, a diferencia de las celadoras, estuvo directamente vinculada a los espacios públicos y a la realización de tareas que, hasta ese momento, solo habían efectuado los hombres, esta es la “vigilante de prostitución”.
VIGILANTES DE LA PROSTITUCIÓN: ENTRE EL ESPACIO PÚBLICO Y LA AUTORIDAD
Barbosa señala, para el caso de la ciudad de México, que “las últimas décadas del siglo XIX y los primeros años del siguiente fueron testigos de una mayor especialización en los cargos que hizo a la administración pública cada vez más compleja y estratificada”. 42 Esto no fue privativo de la capital del país, pues se presentó en todas las ciudades y Oaxaca, por supuesto, no fue una excepción. De esta manera, como parte de los puestos creados “para ejercer la autoridad y vigilar el cumplimiento de las normativas de ordenamiento y control sanitario”, 43 que en el caso de Oaxaca habían empezado a imponerse desde 1880, emergió la figura del “vigilante de prostitución”.
La cantidad de reglamentos y de personas encargadas de poner en práctica la maquinaria de control del Estado fue de hecho significativa. Tan solo en la Verde Antequera 44 se elaboraron en el periodo que va de 1891 a 1908, 28 reglamentos, 45 y se crearon al menos seis tipos de vigilancias, 46 ocupadas en su mayoría por varones. Al mismo tiempo, bajo el propósito de modernizar la ciudad y extender su poder, Porfirio Díaz creó una gendarmería masculina, jerarquizada, uniformada y armada, llamada Los Guardianes de Oaxaca, que quedó bajo el control directo del jefe político. 47 Sobra señalar que tradicionalmente todo lo que tenía que ver con la vigilancia y el resguardo de la ciudad —y lo que esto implicaba—, era asignado a grupos de hombres que actuaban como “resguardos”. 48
Las mujeres, como se vio en el apartado anterior, solo fueron aceptadas en los puestos de vigilancia cuando se trataba de grupos “vulnerables” y cuando se llevaba a cabo en espacios cerrados. La vigilancia de la población en general y de los espacios públicos fue un “privilegio” masculino derivado de una construcción social de la autoridad que se mantuvo hasta bien entrado el siglo XX, por lo que no es extraño encontrar que los primeros vigilantes de la prostitución fueron varones.
Sin embargo, aunque dicho puesto se creó como una labor masculina que llevaron a cabo dos personas desde 1892 con apoyo de la gendarmería, 49 los problemas derivados del mal comportamiento de tales empleados con las mujeres a las que se supone tenían que vigilar, esto es, a las prostitutas, 50 aunados a los problemas comunes de los empleados de bajo rango como el alcoholismo, la corrupción o el abuso de autoridad, llevaron al Cabildo a tomar la decisión, hacia el año de 1903, de destituirlos y a poner en su lugar a mujeres “de edad madura”. 51
Cabe señalar que, no obstante que el grupo al que estaba enfocada esta fuerza de vigilantes eran mujeres, las concepciones tradicionales en torno al espacio público, la sexualidad y todo lo que implicaba la prostitución, llevaron, de entrada, a eliminar toda posibilidad de que la vigilancia fuera también femenina. La concepción tradicional señalaba que las mujeres solo podían vigilar a otras mujeres en privado, hacer dicha tarea en espacios públicos era impensable y menos aún si se trataba de un grupo vinculado a los bajos fondos y a todo lo opuesto al ideal de “feminidad”. Lo interesante del caso Oaxaqueño es, sin embargo, que fueron las mismas autoridades municipales las que decidieron emplear a mujeres y las que rompieron dicha percepción, basados mucho más en una urgente necesidad de lograr los objetivos de orden, limpieza y progreso de la época, que en una demanda. 52 De esta manera, independientemente de las posturas opuestas que tal medida pudo haber generado, desde 1903, empezaron a trabajar como “vigilantes de la prostitución” Luisa Mondragón y Bernarda Cortés. 53 Al igual que sus antecesores fueron siempre dos personas, que cambiaron continuamente hasta el año de 1947 que duró el puesto, 54 no obstante que, desde la década de 1920, tales mujeres contaron con ayudantes varones —puesto creado por el ayuntamiento para su apoyo—, normalmente dos, aunque fueron aumentando como resultado de la sobrecarga de trabajo, el aumento de sitios de prostitución, de mujeres y otros actores dedicados al comercio sexual. 55
Por los registros fotográficos del personal y la documentación existente podemos saber que se trataba de mujeres grandes, la mayoría arriba de los 40 años y hasta los 64, que dijeron ser viudas o solteras. Algunas posiblemente ya habían ocupado algún cargo dentro del Ayuntamiento, otras señalaron ejercer otras ocupaciones antes de entrar al puesto, tales como costurera, comerciante o “quehaceres domésticos”. 56 En todo caso, eran mujeres que residían en la ciudad de Oaxaca y que llegaron a recibir un salario de 90 centavos a un peso con cincuenta centavos diarios hacia la tercera década del siglo XX. 57 En efecto, su salario no cambió mucho y fue más bajo que el de otros trabajadores. Incluso, hubo algunas que realizaron las tareas de manera “honoraria”. 58
Como las celadoras, éstas no formaron parte de los empleados públicos o de aquellos que “desempeñaban funciones dentro de la administración”, sino del “personal de apoyo”. 59 En este sentido, se encontraron en un punto intermedio entre tales empleados públicos, como el médico, el presidente, los concejales y los gendarmes de calle, pero sin el salario, el reconocimiento o la posibilidad de algún ascenso social. A este respecto es importante señalar que no contaron con ninguna preparación o entrenamiento, no portaron ningún distintivo, ni usaron armas o uniforme, aunque tampoco lo hicieron sus antecesores varones u otro tipo de vigilantes, con excepción de los gendarmes. Ello explica porque no podían hacer “arrestos” o “consignaciones” —por ejemplo, de aquellas mujeres que ejercían la prostitución clandestina— sino únicamente vigilar, advertir, controlar; y, cuando se daba el caso podían, según lo marcaba el reglamento, llamar o disponer del gendarme más cercano. Asimismo, a diferencia de las celadoras, éstas no podían imponer castigos directamente porque esa era una función que solo le correspondía al presidente municipal.
Puesto que su número era pequeño, no existió ningún tipo de jerarquía entre ellas, pero si frente a los ayudantes y los gendarmes, a los cuales podían mandar y utilizar en sus pesquisas o en algún otro asunto que requiriera del uso de la “fuerza”. 60 Según el reglamento de prostitución de 1894, que era el que estaba vigente en el momento en el que el puesto se feminizó, sus principales tareas serían:
Vigilar con eficacia los burdeles a fin de evitar escándalos e impedir que concurran a ellos menores de edad o mujeres clandestinas.
Perseguir a estas, aprehendiéndolas cuando por sus hechos den lugar a ello, dando aviso inmediato a la Presidencia Municipal.
Rendir parte diario a la presidencia y regidor comisionado del ramo de las novedades ocurridas el día anterior.
Asistir por turno a las visitas médicas para conducir al Hospital a las mujeres que resultaren enfermas y prestar los demás servicios que fueren necesarios.
Cumplir con todas las comisiones que se le encomienden relativas al ramo.61
Sus actividades y responsabilidades fueron, por supuesto, aumentando con el paso del tiempo y es imposible dar cuenta de todas ellas, aunque sin duda se ciñeron a las principales preocupaciones que dieron lugar a los reglamentos de prostitución, esto es: el control de las enfermedades venéreas, la vigilancia de la moral pública y el cuidado de la imagen de la ciudad. 62 Desde esta perspectiva, se puede decir que no fueron muy diferentes a las que realizaban las celadoras —si se recuerda, las del Hospicio tenían que poner suma atención a la salud, la higiene y la moral de los asilados y las nodrizas—, salvo por el hecho de que eran más, la vigilancia se hacía todo el día en lugares públicos como calles, paseos y jardines, así como en espacios no “apropiados” para las mujeres “decentes” como burdeles, cantinas y centros de diversión, y el grupo al que tenían que vigilar (matronas y prostitutas), era mucho más complejo por su frecuente movilidad y resistencia o insubordinación a las normas.
Ciertamente la prostitución quedó constreñida, por lo menos en términos discursivos, a determinados espacios (el burdel, el hospital, determinadas calles o paseos, etc.) y las prostitutas fueron doblemente vigiladas (por el Estado y por las matronas o padrotes), pero no estuvieron propiamente “encerradas” dentro de una institución. Y, sin duda, vigilar a determinado grupo, por muy problemático que fuera, en un espacio cerrado, no era lo mismo que vigilarlo en el espacio público. Aunque en uno y en otro los objetivos de control nunca se cumplieron, en este caso la vigilancia se hacía mucho más difícil porque la calle era un espacio de mucha interacción. Ello implicó para las vigilantes un esfuerzo mayor de planeación y elaboración de estrategias de “persecución” e intervención sobre la “geografía urbana”, no solo porque la sexualidad se desparramaba con una gran facilidad involucrando a la población en general, sino porque además de las prostitutas “registradas” —es decir las que pagaban impuesto y llevaban a cabo su registro—, tenían que vigilar a las que se fugaban o simplemente ejercían la prostitución sin registro. Éstas fueron llamadas “clandestinas” y representaron un verdadero dolor de cabeza para las autoridades y las vigilantes que, gracias a ellas, vieron multiplicar sus tareas, 63 pero también su poder y autoridad.
El puesto mismo implicó la realización de rondines y el chequeo constante de los burdeles existentes en la ciudad en turnos que podían realizar de día o de noche, algo extraordinario para las concepciones y labores de vigilancia en femenino que se habían realizado hasta ese momento. En ese sentido, no hubo ninguna distinción de género, por lo menos en este aspecto, lo cual llama la atención por las ideas que se tenían en torno a los burdeles, las calles y la noche. 64 Sin embargo, con el aumento de las clandestinas, las vigilantes tuvieron que recorrer y supervisar, además de paseos públicos, parques y jardines, sitios de diversión, plazas y mercados e incluso casas particulares, a las cuales tuvieron acceso “oficial” para verificar que no fueran sitios de prostitución clandestina o que escondieran a mujeres que ejercían sin estar registradas. 65 Asimismo, si bien empezaron interactuando solo con las prostitutas y las matronas, con el tiempo tuvieron que vigilar también a otros personajes: clientes, hoteleros, gendarmes y niños. 66
Las situaciones a las que se tuvieron que enfrentar fueron en este sentido múltiples, desde peleas en los burdeles, riñas o diferencias entre prostitutas, escenas sexuales en la calle, enfrentamientos con las mujeres públicas por sacar de los burdeles a los infantes, etc. La vigilancia de la prostitución era un trabajo difícil y sumamente demandante, tenían la obligación de entregar partes diarios, realizar turnos nocturnos, tomar decisiones y coordinar a aquellos que quedaban bajo su mando, así como hacer que se cumplieran sus órdenes, ya que ellas decidían a quién consignar, queì burdel visitar, en dónde vigilar, entre muchas cosas más. Sus retratos dan cuenta de una gran fuerza y carácter. 67
El espacio público implicó para estas mujeres desarrollar capacidades de mando e imponerse como figuras de autoridad, casi a la par que lo hacían los gendarmes. Ello también lo podemos encontrar en las celadoras del Hospicio de la Vega, pero quizá, a diferencia de las primeras que combinaban labores de vigilancia con labores de cuidado, para este grupo lo central fue la “persecución” y el control de sus vigiladas. Además, las vigilantes de prostitución incursionaron en un espacio masculino vinculado a lo público y en elementos culturalmente asignados a los hombres en el mismo y, en este sentido, estuvieron más cerca de sus colegas varones que de las mujeres que realizaron labores de vigilancia en escuelas, cárceles y hospicios.
Asimismo, como en el caso de otros vigilantes o policías, estuvieron también cerca de prácticas de corrupción, favoritismo o incumplimiento. A este respecto, son constantes los documentos de quejas por infracciones al reglamento por parte de las vigilantes, 68 incumplimiento de sus labores, 69 o “estafa de meretrices”. 70 En este sentido, es importante señalar que, aunque llegaron a realizar labores consideradas “femeninas” dentro de espacios cerrados como la oficina de registros o la oficina del médico de sanidad —checando por ejemplo que las mujeres llevaran a cabo su “reconocimiento” o incluso realizando labores de limpieza en un inicio—, 71 su lógica de “funcionamiento cotidiano” estuvo más cerca de lo que algunos autores han llamado “burocracia callejera” o “de banqueta”, para hacer referencia a esa posición intermedia entre la población y el poder que está “formalmente codificada por las normas y regulada principalmente por las interacciones con la sociedad” y se manifiesta a través de acciones cotidianas discrecionales como la imposición de multas, los arreglos, la omisión de faltas, etc. 72 Como los varones, las vigilantes no se salvaron de cometer faltas, pero a diferencia de ellos, no fueron tan duramente cuestionadas ni cesadas tan fácilmente de sus puestos. 73
En suma, sus labores, ciertamente, estuvieron encaminadas a 1) resguardar la privacidad de la sexualidad y a mantenerla dentro de determinadas zonas cuidando que las prostitutas no ejercieran en espacios prohibidos o que el comercio sexual no se desbordara; 2) ser agentes utilitarias del Estado y salvaguardas de concepciones y valores tradicionales en torno a la moral, el orden y la higiene, por lo que no se alejaron de lo que tradicionalmente se esperaba de las mujeres en aquella época; y 3) vigilar a un grupo en particular, al igual que las celadoras. Sin embargo, no se puede negar que fueron ganando autoridad y poder en un ámbito y una actividad tradicionalmente masculina y que su papel en el espacio público fue trascendente.
En este sentido, su incursión, apropiación y ejercicio de autoridad en el espacio público marcaron, sin duda, un parteaguas en la vigilancia en femenino, pues muchas de las labores que realizaron para una población delimitada, las vamos a ver posteriormente reconocidas e institucionalizadas en los primeros cuerpos de mujeres policías.
LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA VIGILANCIA EN FEMENINO: LAS PRIMERAS MUJERES POLICÍAS
Durante las primeras tres décadas del siglo XX, el sector de los empleados públicos de gobierno fue adquiriendo cada vez más peso, formalidad y reconocimiento. 74 Así, mientras la celadora y las vigilantes de prostitución realizaban labores de apoyo, otro conjunto de mujeres dedicadas al trabajo en oficinas iba creciendo en diversas partes del país.
La revolución mexicana representó, hasta cierto punto, una revolución para las mujeres y muchos espacios laborales se abrieron o expandieron para ellas, uno esencial fue el de la burocracia que, según señala Susie Porter, alcanzó una “creciente importancia dentro del gobierno” en la década de 1930, no obstante que las mujeres habían empezado a ocuparse como empleadas desde finales del siglo XIX. 75 Por los registros fotográficos del Archivo Histórico Municipal de la ciudad de Oaxaca, podemos notar que este fenómeno también se dio en la Verde Antequera con un registro cada vez más frecuente de mujeres ocupando puestos como escribientes y taquimecanógrafas. 76 De hecho, como señala Mario Barbosa, a nivel nacional, los habitantes que formaban parte de la burocracia, se incrementaron de 4.5% en 1900 a 9.6% en 1930. 77 En este tenor, no es extraño que la entrada “oficial” de mujeres a la policía moderna, institucionalizada, jerárquica y académica que ya venía conformándose desde el siglo anterior, por lo menos en la capital del país, se haya dado primero a través de la vía burocrática y posteriormente, a través de la conformación de cuerpos armados y organizados.
Los registros de empleados depositados en el Archivo de la ciudad de México, muestran casos esporádicos de mujeres contratadas como “agentes confidenciales” en la primera década del siglo XX, que quizá pudieran haber realizado labores de investigación; 78 pero la mayoría corresponden a oficinistas, y específicamente a escribientes segundas y primeras, taquígrafas y telefonistas de diferentes dependencias policiacas que realizaban funciones administrativas. 79 Además, Rodrigo Meneses, da cuenta de las técnicas “en el ramo de identificación criminal”, dactiloscopistas del gabinete de identificación, archivistas y agentes del servicio secreto, que sin duda tuvieron una mayor preparación y un papel cada vez más relevante dentro de la investigación criminal, pero poca o nula presencia pública. 80
Los cuerpos femeninos de policía, que llevaron de lleno a las mujeres a las calles tardaron un poco más en aparecer. El caso más temprano de un intento de formación de una fuerza de este tipo, que hasta el momento se conoce, es el del “Cuerpo de la policía femenil”, por lo cual, me parece importante detenerse un momento en el mismo y revisar lo que conllevó para el proceso de institucionalización de la vigilancia en femenino ya que la información para el caso oaxaqueño es muy escasa.
Este cuerpo se creó por iniciativa del jefe de la policía que, motivado por los avances de la década de 1920 y siguiendo el ejemplo de las policías de otros países, decidió contratar a 50 mujeres para crear un “cuerpo femenil”, que andarían a pie o a caballo, tal como lo venían haciendo los varones. 81 Asimismo, al igual que los policías varones portarían uniforme (consistente en falda blanca, blusa azul marino y un sombrero de fieltro negro), placa, e incluso pistola de corto calibre. En apariencia, tendrían la misma preparación y, al igual que ellos saldrían a las calles para vigilar el orden y garantizar la “seguridad pública”, realizando rondas por diversas zonas de la ciudad. Su presencia, sin embargo, fue mínima frente a los 2,552 policías de a pie que para ese momento existían el Distrito Federal.82 Ellas representaban apenas un 1.95% de los policías peatonales, en una fuerza conformada por peatonales, montados, reservados o secretos y bomberos. 83
Sin embargo, su entrada generó múltiples opiniones y un seguimiento en los principales diarios de la capital. 84 Y es que, el simple hecho de imaginar a un grupo de mujeres caminando por las calles como figuras de autoridad en una actividad que implicaba poder y que había sido hasta ese momento privilegio masculino, era completamente perturbador. No obstante, como en el caso de otras labores femeninas, es importante matizar esta imagen ya que las concepciones en torno al “deber ser” de las mujeres llevaron a las autoridades desde un inicio a limitar su rango de acción. Según el Código de Organización, competencia y procedimientos de la policía, sus obligaciones serían:
Art. 118. – El servicio de las mujeres policías estará encargado particularmente del cumplimiento de las leyes relativas a la protección de la moral pública, a la prevención de la delincuencia de las mujeres y niños y al desempeño de los demás deberes que el jefe de la Policía les señale y se regirá estrictamente por lo dispuesto para el servicio de la policía en general. 85
Además, realizarían labores dentro de la comisaría inspeccionando a las detenidas en sus celdas, informando sobre sus condiciones físicas, recluyendo en los separos “a las detenidas que ordene el oficial 1º” y manteniendo en buenas condiciones sanitarias la oficina de la estación de policía. “Los ancianos, los niños y las mujeres ya estén en la calle o sean conducidos a la comisaría”, señalaba un diario capitalino, “necesitan especial cuidado”. 86 De esta manera, aunque sus labores eran más amplias que las realizadas por las celadoras o las vigilantes de prostitución (por ejemplo ellas si podían realizar aprehensiones), continuarían estando dirigidas a grupos considerados vulnerables o “apropiados” para la vigilancia de las mujeres y no a la población en general, más allá de que su movilidad se centraría en espacios como parques y jardines. Esto hacía una gran diferencia con sus colegas varones que se movían por toda la ciudad, recorriendo calles durante el día y la noche, impidiendo la formación de aglomeraciones, el comercio ambulante o cualquier actividad que entorpeciera el tránsito o vigilando espacios de esparcimiento y sociabilidad masculina. 87 Y también en relación con las vigilantes de prostitución de la ciudad de Oaxaca que se movían más ampliamente.
La diferenciación en razón de su sexo se puede observar, por otro lado, en los criterios de selección que fueron impuestos para entrar al Cuerpo de Policía Femenil, pues además de exigirles que fueran mexicanas, no menores de 21 años, ni mayores de 35, con una talla mínima 1.55mts y peso mínimo 45 kilos, se les pidió, en caso de ser casadas, que su solicitud fuera acompañada del consentimiento de su marido, 88 requisito que por supuesto, no fue exigido a los varones al ingresar a un cuerpo policial. 89 Asimismo, a diferencia de los varones que recibían un salario mensual de 94 pesos, el pago de ellas oscilaría, entre los 80 y 90 pesos, es decir, sería menor. 90
Así, aunque la conformación del Cuerpo de Policía Femenil significó la entrada “formal” de las mujeres al aparato institucional de la policía (hecho que implicó formar parte de un sistema esencialmente masculino), a la estructura jerárquica y a una serie de espacios y actividades hasta ese momento solo realizadas por varones, lo cierto es que su posición siguió siendo subordinada en relación con los varones y, como en el caso de las celadoras y las vigilantes de prostitución, sus tareas no se alejaron mucho que lo que tradicionalmente se esperaba de ellas como mujeres.
Su entrada a los cuerpos policiacos solo significó la institucionalización de una serie de tareas de vigilancia que otras mujeres ya venían realizando en el pasado —entre ellas las vigilantes de prostitución— y por consecuencia, su reconocimiento “formal” frente a la institución, su presencia pública como figuras con cierta autoridad —más por el hecho de portar los símbolos que esta implicaba, como la placa y el uniforme, que por las labores que realizaban—, y su intervención en la “prevención del delito”.
Sin embargo, si realizamos una comparación con las vigilantes de prostitución, podremos notar que dicha autoridad estaba igual o más reducida, pues no tenían a otras personas a su mando, los espacios públicos por los que se movieron estuvieron también limitados y sus horarios estuvieron más apegados a concepciones tradicionales en torno a las mujeres y la calle (a diferencia de las vigilantes que realizaban turnos nocturnos), más allá de su escasa experiencia y edad. En todo caso, lo que hay que reconocer es que este primer intento fue trascendental para el reconocimiento de la presencia pública de las mujeres como vigilantes.
En el caso de la ciudad de Oaxaca, ese proceso de entrada, formalización e “institucionalización” de la vigilancia en femenino siguió un camino un poco diferente, pues si bien las mujeres empezaron a ocupar cada vez más puestos burocráticos en el Ayuntamiento, no las encontramos como oficinistas de la policía sino hasta bien entrado el siglo XX. Tampoco existen noticias de que se haya creado un cuerpo armado femenino en la primera mitad de dicho siglo. En cambio, la presencia de las vigilantes de prostitución fue una constante.
Como se vio en el apartado anterior, dichas trabajadoras fueron ayudantes o auxiliares, pero estuvieron encargadas de realizar labores de vigilancia en el espacio público muy similares a aquellas que llevaría a cabo el primer cuerpo de policía especializado, organizado y formal de la capital, con la excepción de que eran muy pocas y estaban enfocadas a un grupo particular. Sin embargo, fue seguramente su experiencia en las calles y su conocimiento de la ciudad lo que las llevó a ser de las primeras en ingresar a la policía después de muchos años de servicio dentro del Ayuntamiento, pasando de un puesto relativamente “informal” a uno “formal” y reconocido a cargo de la autoridad gubernamental.
Los primeros contratos de la “Jefatura de Policía” de los que se tiene noticia son los de Heladia Pinacho Salinas, de 37 años de edad, quien al parecer era cercana al oficial de la policía del Estado, Vicente Castillo Ballesteros pues le proporcionó una de las dos cartas de recomendación que eran exigidas al entrar al puesto; 91 posteriormente aparece el de María de Jesús Sandoval, que había dedicado gran parte de su vida a la vigilancia de la prostitución y pasó de servir en el Ayuntamiento a servir en el Gobierno Constitucional a sus 64 años de edad; y finalmente, el de Faustina Alcázar Contreras, quien a diferencia de las dos primeras era mucho más joven (28 años), casada y había prestado sus servicios anteriormente como empleada del Ayuntamiento. 92
Tales contratos, aunque escuetos, confirman la incorporación institucional de algunas mujeres a la Jefatura de Policía del Gobierno del Estado al iniciar la década de 1950. De hecho, están firmados por personajes como el encargado de la policía, el jefe de detall y el inspector. Después vendrían algunas más, aunque, ciertamente, no con el propósito de conformar una compañía como la de los varones. Para ello tendrán que pasar todavía un par de décadas, pero este sería, sin duda, el inicio del camino hacia la validación formal de las mujeres en la ciudad de Oaxaca como garantes del orden y figuras de autoridad en el espacio público.
CONCLUSIONES
El proceso de transición del espacio privado al espacio público en el caso de las mujeres vigilantes, fue lento e implicó avances y retrocesos. Si bien las mujeres tradicionalmente habían realizado labores de cuidado y vigilancia, es a finales del siglo XIX que las vemos, por lo menos en el caso de la ciudad de Oaxaca, cubriendo el puesto de guardianas de otras mujeres, niños y de poblaciones vulnerables en espacios cerrados como la cárcel, el hospicio y algunas escuelas.
Las llamadas “celadoras” formaron parte del personal del Ayuntamiento, primero de manera honoraria, y después, de manera semi-formal, realizando tareas que fueron consideradas una extensión de su papel en el hogar. Tal labor implicó el ejercicio de cierta autoridad y poder, pero siempre dentro de un espacio limitado y una población en particular. Esto último no cambió con la aparición de las vigilantes de prostitución, pero si la posibilidad de ejercer una mayor autoridad y realizar labores de vigilancia en el espacio público. La vigilancia de la prostitución que inicialmente fue un puesto masculino, conllevó para las mujeres el hecho extraordinario de salir a las calles para realizar labores de vigilancia con un alcance mayor. Vigilar, advertir y controlar dejó de ser una tarea constreñida a unas cuantas instituciones para expandirse a espacios públicos y ámbitos que hasta ese momento habían sido fundamentalmente masculinos, tales como realizar rondines, catear casas, cubrir turnos de noche o tener personas a su mando. Esto implicó para ellas un mayor esfuerzo de planeación y elaboración de estrategias, intervención sobre la geografía urbana, desarrollo de capacidades de mando, vigilancia de otros grupos además de las prostitutas, interacción cotidiana con los mismos, enfrentamiento de múltiples situaciones, desarrollo de una gran fuerza y carácter, así como de capacidades de mando, y lo más importante, su imposición como figuras de autoridad.
Aunque las vigilantes, como las celadoras, entraron dentro de lo que se ha llamado “personal de apoyo”, realizaron labores muy parecidas a las que posteriormente llevaron a cabo los cuerpos de mujeres policías o las guardianas del orden como empleadas públicas, institucionalizadas y reconocidas, e incluso a aquellas desarrolladas por los policías varones, incluyendo prácticas de corrupción, favoritismo e incumplimiento. Como traté de evidenciar con el caso del Cuerpo de Policía Femenil de la ciudad de México, la conformación de tales agrupaciones si bien significaron la institucionalización de la vigilancia en femenino y el reconocimiento formal de la autoridad de las mujeres como guardianas del orden público, con todo lo que ello implicó —uso del uniforme, placa, arma, etc.—, no conllevaron un cambio tan radical en relación con lo que ya venían efectuando las vigilantes de prostitución. En todo caso, su conformación en la ciudad de Oaxaca fue muy tardía.
En el proceso de transición del espacio privado al espacio público, se insertó también la entrada formal de las mujeres a la policía por el lado del ámbito burocrático, en el cual ejercieron labores de oficina en espacios cerrados. En este caso, lo central fue la especialización y preparación técnica más que la vigilancia y contacto con otros grupos. Las mujeres no solo se dedicarían a archivar y a identificar, sino también a investigar ocupando puestos como agentes especiales que conllevaron una mayor preparación y jerarquía, pero una escala o nula presencia en el espacio público. Sin embargo, nuevamente esto fue mucho más evidente en el caso de la ciudad de México que en la ciudad de Oaxaca. En esta última, el proceso fue mucho más simple y fueron las mismas vigilantes de prostitución las primeras en pasar a un puesto formal y ser reconocidas como “policías”, sin la preparación o especialización que tuvieron las mujeres en la ciudad de México, pero con la experiencia de haber realizado labores de vigilancia en las calles.
Sin duda, tanto las vigilantes de prostitución como las policías empezaron a participar en espacios fuertemente masculinizados, y su autoridad se fue haciendo cada vez más patente en el espacio público. Pero, si concebimos el espacio público como aquel en el que cualquier puede circular o realizar actos y manifestaciones que resultan notorios o vistos por todos, al final, encontramos que éste no fue tan público para los dos grupos, ya que, pese a la formalidad que fue adquiriendo la vigilancia femenina, su libertad para circular con el fin de llevar a cabo sus labores estuvo siempre limitada, así como las tareas que tenían que realizar, las cuales, independientemente de la época y de la autoridad que fueron ganando, estuvieron constreñidas a aquello que se considero “propio” de las mujeres o adecuado a su rol tradicional.