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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.69 Michoacán ene./jun. 2019  Epub 19-Mar-2020

 

Artículos

Visiones contrapuestas sobre las independencias hispanoamericanas: Manuel Abad y Queipo y Manuel Lorenzo de Vidaurre 1

OPPOSING VISIONS ON SPANISH AMERICAN INDEPENDENCE: MANUEL ABAD Y QUEIPO AND MANUEL LORENZO DE VIDAURRE

POINT DE VUE CONTRASTE SUR L’INDÉPENDANCE HISPANIQUE AMÉRICAINE: MANUEL ABAD ET QUEIPO ET MANUEL LORENZO DE VIDAURRE

Marco Antonio Landavazo* 

*Instituto de Investigaciones Históricas. Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. Correo electrónico: marcolandavazo@yahoo.com.mx


Resumen

Los procesos de separación de los virreinatos y capitanías generales hispanoamericanos respecto de la corona española provocaron un gran debate a ambos lados del Atlántico, acerca de la naturaleza y perspectivas de los vínculos entre España y sus antiguas posesiones americanas, sobre las causas de las rebeliones americanas, sobre el curso de las guerras civiles que se libraban en el Nuevo Mundo, y sobre las medidas más adecuadas que debían tomarse para enfrentarlas con éxito. Este artículo busca adentrarse en este debate, a través de una interesante polémica que se produjo entre 1815 y 1820 y que involucró a dos personajes tan importantes como significativos del periodo: el asturiano radicado en la Nueva España Manuel Abad y Queipo y el peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre.

Palabras clave independencia; guerra; España; Hispanoamérica; Abad y Queipo; Vidaurre

Abstract

The processes of separation of the viceroyalties and captaincies general hispanoamericanos with respect to the Spanish crown provoked a great debate on both sides of the Atlantic, about the nature and perspectives of the links between Spain and its former American possessions, on the causes of the American rebellions , on the course of the civil wars that were fought in the New World, and on the most appropriate measures that should be taken to face them successfully. This article seeks to delve into this debate, through an interesting controversy that took place between 1815 and 1820 and that involved two important and significant figures of the period: the Spaniard based in New Spain Manuel Abad and Queipo and the Peruvian Manuel Lorenzo of Vidaurre.

Keywords independence; war; Spain; Spanish America; Abad y Queipo; Vidaurre

Résumé

Les processus de séparation des vice-royautés et capitaines généraux hispanoamericanos vis-à-vis de la couronne espagnole ont provoqué un grand débat des deux côtés de l’Atlantique, sur la nature et les perspectives des liens entre l’Espagne et ses anciennes possessions américaines, sur les causes des rébellions américaines , sur le cours des guerres civiles qui ont eu lieu dans le Nouveau Monde et sur les mesures les plus appropriées qui devraient être prises pour y faire face avec succès. Cet article cherche à approfondir ce débat, à travers une intéressante controverse qui a eu lieu entre 1815 et 1820 et qui impliquait deux personnages importants et significatifs de la période: l’Espagnol basé en Nouvelle-Espagne Manuel Abad et Queipo et le Péruvien Manuel Lorenzo de Vidaurre.

Mots clés indépendance; guerre; Espagne; Amérique latine; Abad et Queipo; Vidaurre

INTRODUCCIÓN

Los procesos de separación de los virreinatos y capitanías generales hispanoamericanos respecto de la corona española provocaron un gran debate a ambos lados del Atlántico, acerca de la naturaleza y perspectivas de los vínculos entre España y sus antiguas posesiones americanas. En el seno del gobierno metropolitano y de las Cortes, y entre intelectuales, políticos y publicistas, se expusieron puntos de vista, a veces contrapuestos, sobre las causas de las rebeliones americanas, sobre el curso de las guerras civiles que se libraban en el Nuevo Mundo, y sobre las medidas más adecuadas que debían tomarse para enfrentarlas con éxito.

En las Cortes extraordinarias reunidas en Cádiz a partir de septiembre de 1810, por ejemplo, se expresó muy pronto la preocupación sobre la situación americana y la necesidad de tomar al respecto medidas adecuadas. Una ya conocida “Representación de los Diputados por América, sobre los medios que deben emplearse para la pacificación de aquellos dominios”, firmada por un grupo de legisladores entre quienes se encontraban Dionisio Inca Yupanqui, José Miguel Guridi y Alcocer, Ramón Power y Blas Ostolaza, fue leída en la sesión secreta del 23 de agosto de 1811. 2

Al año siguiente se publicó en Cádiz el Examen imparcial de las disensiones de la América con la España, de los medios de su reconciliación, y de la prosperidad de todas las naciones, de Álvaro Flórez Estrada, procurador general de Asturias, luego intendente de Sevilla y años después diputado a Cortes. 3 Ese mismo año, por citar un ejemplo más, salió a la luz pública en México el Ensayo sobre el origen y remedio de nuestros males, de Martín José de Barandiaran, 4 alférez de granaderos del Regimiento Provincial de Dragones de Michoacán y comandante de la Compañía de Lanceros de la parcialidad de San Juan de México. Flórez Estrada reconocía las actitudes despóticas de la monarquía española, sobre todo en tiempos de Carlos IV, la desigualdad comercial y fiscal que lastimaba los intereses americanos y los errores cometidos por los gobiernos de España —los provisionales de esos años y los anteriores—, que derivaron en una desigual representación política en los cargos públicos y en las Cortes; sin embargo, estaba en contra de las insurrecciones y de la idea de independencia, postulaba la existencia de un interés mutuo entre España y América, sobre todo en las circunstancias de guerra contra Francia, y proponía zanjar el diferendo americano con una nueva y más equitativa relación económica, comercial y fiscal. 5

Los diputados americanos, por su parte, aunque lamentaron las insurrecciones las encontraron justificadas por un deseo genuino de independencia, fruto de la opresión política y económica que resultaba del mal gobierno: restricciones económicas y comerciales, preferencia de europeos en los empleos “de la patria” y despótica actuación de los gobiernos locales durante la crisis de 1808-1809; además, negaron el espíritu de división de las rebeliones, afirmaron la fidelidad americana, rechazaron las salidas militares y pugnaron por medidas políticas y económicas que tendieran a la igualdad entre América y España. Barandiaran, por el contrario, redujo la rebelión a una “soez insurrección” de seguidores de Bonaparte que practicaban el robo y el asesinato, que sería pronto derrotada por las armas del Rey, aunque criticó el “vicioso sistema de población” novohispano y afirmó que muchos de quienes se unieron a la insurrección lo hicieron oprimidos por la miseria y propuso la creación de “demarcaciones económico-militares” en las Intendencias, para reactivar la agricultura y la industria y reforzar la seguridad. 6

Textos como los que acabo de citar son expresión no solo de esa temprana preocupación por el estado de insurrección en América, sino también de la falta de consenso a la hora de valorar ese estado y de encontrar salidas al mismo. Por ello, las posturas contenidas en esos escritos prefiguraron de alguna manera los términos de un debate sobre las independencias americanas y mostraron los extremos que cabía esperar. Una cuasi-polémica interesante que se inscribe en ese debate se produjo entre 1815 y 1820, e involucró a dos personajes tan importantes como significativos del periodo: el asturiano radicado en la Nueva España Manuel Abad y Queipo y el peruano Manuel Lorenzo de Vidaurre. De ella nos ocuparemos en las páginas que vienen a continuación.

UN DEBATE Y DOS CUASI-POLEMISTAS

En junio de 1815, Abad y Queipo escribió una carta a Fernando VII antes de embarcarse a la península, a donde había sido llamado por el propio monarca, en la que después de realizar un diagnóstico sobre las insurrecciones hispanoamericanas propuso algunas medidas para enfrentarlas. Radicado en Madrid, Vidaurre conoció el texto de Abad y dio a las prensas en 1820 una apasionada e inteligente respuesta, reimpresa en México en la imprenta de Alejandro Valdés, en la que defendió el punto de vista criollo.

Varios autores se han ocupado de alguno de los textos de los “cuasi-polemistas” aquí estudiados, pero no de la “cuasi-polémica”, con la excepción de Lillian Estelle Fisher, quien menciona muy brevemente el texto de Vidaurre en su biografía pionera del obispo michoacano; y de David A. Brading, quien refiere muy de pasada, en un par de textos de su autoría, que Vidaurre condenó vigorosamente las propuestas de Abad y Queipo de enviar tropas a América. Por su parte, Edmundo A. Heredia, autor de un viejo pero todavía útil libro sobre los planes de España para reconquistar sus antiguas posesiones americanas, se ocupa de ambos autores pero sin relacionarlos; y aunque revisa el “Testamento” de Abad y Queipo, no cita la respuesta de Vidaurre. Se trata pues de una “cuasi-polémica” tan interesante como dejada de lado por la historiografía. 7

Personaje controvertido, Abad y Queipo era en 1815 obispo electo de la diócesis de Valladolid de Michoacán. En los años anteriores se había distinguido como autor de textos de muy diversa índole —representaciones, escritos, proclamas, edictos y cartas pastorales—, pero significados todos ellos por su inteligencia y su audacia: lo mismo cuestionaba decisiones oficiales tenidas por equivocadas, que atacaba duramente la insurrección, o hacía llegar al gobierno propuestas muy puntuales. Es muy conocida, sea por caso, la representación que a nombre de labradores, mineros, comerciantes y artesanos de la Intendencia de Valladolid envió en octubre de 1805 al virrey en su carácter de presidente de la Junta Superior de Consolidación; un escrito con el que impugnó la aplicación de la real cédula de 1804 sobre consolidación de vales reales, que había sido puesta en práctica en la Península en 1798, por medio de la cual se enajenaban y tomaban en préstamo los bienes raíces y el capital circulante que la Iglesia administraba. 8 O la carta que envió a la Regencia española en mayo de 1810, cuatro meses antes del inicio de la insurrección de Miguel Hidalgo — una muestra palmaria de su mirada penetrante—, en la que aseguraba que el sentimiento independentista habría de ir en aumento por el avance militar de Napoleón y las divisiones entre criollos y españoles exacerbadas por el golpe de Estado perpetrado por Gabriel de Yermo. 9

Durante los más de cuatro años y medio previos a su salida a Madrid, que eran los mismos de la guerra civil iniciada por Hidalgo, el obispo michoacano tuvo una actuación principalísima, habida cuenta que el cura rebelde y su curato pertenecían a su diócesis: se vio obligado a ser así el primero en descalificar la rebelión, a través de un edicto publicado ocho días después de su estallido, en el que la acusaba de promover la anarquía, el odio, el homicidio y el robo, y en el que terminó por decretar la excomunión del liderazgo insurgente y de quienes se le unieran. A mediados de octubre de 1810, tuvo que huir a la ciudad de México ante la inminencia de la entrada de Hidalgo y su ejército en Valladolid; pero recuperada ésta por tropas realistas a inicios de 1811, el obispo regresó a su ciudad donde continuó combatiendo la rebelión predicando en el púlpito y entregando a la imprenta sus textos.

Como obispo estuvo envuelto siempre en la polémica. La dirigencia insurgente lo desconoció como prelado, con el argumento de que su nombramiento, hecho por la Regencia en febrero de 1810, no había sido ratificado por el Papa, cosa cierta pues Pío VII había sido aprehendido por órdenes de Napoleón Bonaparte y puesto en cautiverio en Francia, al igual que el rey Fernando. Al mismo tiempo, tuvo una relación difícil y conflictiva con autoridades civiles, militares y eclesiásticas de alto rango: el ministro de Indias Miguel de Lardizábal y Uribe, el virrey Félix María Calleja, y el inquisidor Isidoro Sáinz de Alfaro. Por si fuera poco, el Tribunal del Santo Oficio le abrió un proceso por su amistad con Hidalgo, por su “relajamiento” y por tener y prestar escritos “ateístas”. 10

Tras retornar a Madrid en 1814 y ocupar nuevamente el trono, el joven monarca español emitió el 13 de septiembre de ese año una Real Orden por la que se llamaba a Abad y Queipo a la Corte. La orden fue entregada en la ciudad de México al virrey el 25 de enero de 1815 y fue recibida por el obispo el 2 de febrero. 11 Se supone que el motivo del llamado era informar personalmente al rey acerca del estado de la revolución; y aunque era un motivo honroso, dice Lucas Alamán, se le tuvo en realidad “por un pretexto para sacarlo del país”. 12 Antes de salir de la Nueva España, y para “prevenir los riesgos a que pudiera estar expuesto en el viaje”, Abad dirigió al soberano un informe secreto “muy poco favorable al ministro Lardizábal y al virrey Calleja, en el que recopiló todas las acusaciones que el público hacía a este último, atribuyendo a sus manejos interesados la continuación de la revolución”. Agrega Alamán que la salida del obispo electo, acaecida el 22 de junio, fue celebrada por los insurgentes. 13

La respuesta al informe de Abad y Queipo provino de la pluma de Manuel Lorenzo de Vidaurre y Encalada, un destacado jurista y político que pertenecía a una de las familias distinguidas y acomodadas del Perú, nacido en ese virreinato en mayo de 1773. Entre 1807 y 1813 vivió en la Península, por lo que pudo atestiguar la incursión del ejército francés y la resistencia militar española. En 1814 regresó al Perú con el cargo de oidor de la Audiencia del Cusco, pero cuatro años más tarde y a consecuencia de sus escritos cada vez más críticos, el virrey Joaquín de la Pezuela lo envió de nuevo a la metrópoli; aunque fue nombrado muy pronto oidor en la Audiencia de Puerto Príncipe, lo que le permitió una breve pero fecunda estadía en Filadelfia. Regresó al Perú a instancias de Simón Bolívar, en donde instaló el Tribunal de Justicia de Trujillo para presidir más tarde la Suprema Corte. Fue representante de su país en el Congreso de Panamá de 1826, junto a Manuel Pérez Tudela, y al año siguiente, por unos meses, ministro de Gobierno y Relaciones Exteriores. Fue diputado del Constituyente de 1827, volvió a presidir la Suprema Corte en dos ocasiones (1831-1834 y 1837-1839) y encabezó de nuevo el ministerio de Gobierno y Relaciones Exteriores en 1832. 14

Fue un autor, más que prolífico, hemorrágico como dice L. M. Glave. Solo su bibliografía —que Alberto Tauro consigna en el prólogo del tomo I, vol. 5 de la Colección documental de la independencia del Perú, y que no considera sus escritos inéditos y sus numerosas cartas— alcanza casi los 200 escritos, entre libros, opúsculos, manifiestos, representaciones, notas periodísticas, discursos, dictámenes, proyectos y oficios. 15 Entre ellos destaca su “Plan de las Américas” —escrito en Cádiz en mayo de 1810 para el ministro de Gracia y Justicia de la Regencia y publicado en Filadelfia en 1823 con añadidos, correcciones y un nuevo título: Plan del Perú—, en el que presenta un diagnóstico del mal gobierno peruano y ofrece algunas medidas correctivas. También sus Cartas americanas, políticas y morales que contienen muchas reflexiones sobre la guerra civil de las Américas, publicadas también en Filadelfia en el mismo año de 1823, en las que se ocupa de una diversidad de asuntos —políticos, jurídicos, religiosos, civiles, personales— pero en las que se advierte, como ha notado Rafael Rojas, la incorporación de un enfoque republicano que pervive con referencias a la tradición ilustrada del monarquismo representativo. 16

Tenía Vidaurre, como su oponente Abad y Queipo, una personalidad recia y controvertida, y una natural predisposición para la polémica. Era relajado, exhibicionista y provocador, hasta el punto en que, al igual que el obispo michoacano, tuvo que comparecer ante el Tribunal de la Inquisición en tres ocasiones por acusaciones de herejía y lectura de libros prohibidos. Era un gran lector que abrevó en el enciclopedismo francés, en la ilustración italiana y española, y en el utilitarismo angloamericano e inglés; y fue uno de los pocos americanos conocedor de la obra de Nicolás Maquiavelo. Estando en España despachado por Pezuela, leyó ahí el informe de Abad y Queipo y escribió su respuesta, que dio a la imprenta en Madrid en 1820 —que fue reimpresa en la ciudad de México el mismo año—, antes de partir a la isla de Cuba tras su designación como oidor de Puerto Príncipe. Se produjo así la “cuasi-polémica” que ahora nos ocupa.

ANTICRIOLLISMO Y MILITARISMO: LAS PROPOSICIONES DE ABAD Y QUEIPO

El escrito de Abad y Queipo, que él mismo calificó de “última disposición” a la manera de un testamento, 17 resumía de alguna manera ideas y propuestas que había hecho en años anteriores. Por ejemplo, el largo escrito que envió al virrey Calleja, el 6 de septiembre de 1813, en el que en 25 fojas y 19 puntos describió el estado de la insurrección en Nueva España y propuso un detallado plan militar y administrativo para enfrentarlo. O el aguerrido oficio que envió en octubre de 1814 al influyente ministro universal de las Indias Lardizábal, en el que le pidió leer sus edictos y cartas pastorales para hacerse una idea clara de los motivos de la insurrección y en el que terminó proponiendo el envío de 8 o 10 mil soldados y un nuevo virrey de “probidad y carácter”. 18

Aunque el “testamento” del obispo no está formalmente dividido, se pueden observar tres grandes partes que lo componen, precedidas de una breve introducción. Una primera en la que plantea cuatro interesantes hechos que pide al monarca tener presentes; una segunda más extensa en la que ofrece su visión de las causas de la insurrección, aderezada con detalles puntuales de acontecimientos y circunstancias referidos al caso novohispano, considerados por el autor como ejemplos de los desaciertos cometidos en el combate de la rebelión; y una tercera y última en la que expone las medidas puntuales que en su opinión deberían tomarse de inmediato por el rey.

El obispo empezó explicando los motivos de su escrito: temía ser víctima del odio de los insurgentes en el trayecto hacia Veracruz para embarcarse, o de la prepotencia de un ministro en clara alusión a Lardizábal, como represalia porque, afirmaba, su pluma había estado siempre consagrada a la verdad; por ello consideraba una posibilidad cierta la de no poder informar de viva voz al monarca y de ahí la necesidad de dejar testimonio escrito de “verdades” que creía debían ser conocidas por el soberano, a quien se las haría llegar a través de su Consejo Supremo. De ahí también que considerara el texto como su última voluntad: “vendrá a ser mi testamento”, escribió.

Entró pronto en materia, refiriendo un hecho notorio que estimaba desconocido por el rey en virtud del forzado cautiverio que había padecido hasta hacía muy poco: que las Américas eran presas del “mortífero contagio” de la rebelión, la que parecía agrandarse y ocasionar en cualquier momento, aseguraba, la separación para siempre de la metrópoli. Calificaba ese peligro de muy grave y muy ejecutivo, y su remedio punto menos que imposible, no porque fuese el monarca incapaz desde luego, sino porque existían obstáculos que le dificultarían distinguir y adoptar las medidas necesarias y poder aplicarlas con total oportunidad. 19

Para una más clara inteligencia del rey y para el mejor acierto de sus resoluciones, Abad y Queipo pedía a Su Majestad poner atención en cuatro importantes hechos. El primero era la enormidad que caracterizaba a las Américas en su tamaño físico, en la distancia que la separaba de la metrópoli y en su demografía, 12 millones de habitantes; solo el virreinato de la Nueva España, hacía notar, cuadriplicaba en habitantes a la Península, pues se calculaba su población en cinco millones. Por lo demás, era la joya de la corona, la de mayor utilidad, interés y cercanía. El segundo hecho era relativo al carácter tan diverso de su población, compuesta de varias castas —esta es su clasificación: españoles, indios, negros esclavos, negros mulatos libres—, y sobre todo el desbalance numérico entre ellas: los españoles, que formaban “la raza dominante”, eran aproximadamente dos millones que equivalían a la sexta parte, de los cuales solo doscientos mil eran de origen europeo; los nueve décimos restantes eran hijos del país o españoles americanos.

El tercero de los hechos era una suerte de inclinación natural de las provincias lejanas de un imperio a separarse de su metrópoli, cuando han sido previamente naciones independientes, o cuando consideran que tienen la población y la fuerza suficientes para serlo. Pero con una peculiaridad, decía el obispo: por lo general, las “razas subalternas” conspiran contra “la raza dominante”, pero en América ocurrió lo contrario, porque los españoles americanos eran quienes habían conspirado contra los españoles europeos y contra España. Es verdad, agregó, que existían provincias que se han conservado leales a la Corona, sobre todo en la Nueva España en donde la parte más distinguida combatía a la insurrección con armas y dinero; pero aquella peculiaridad permanecía y habría de ser, según Abad, el único motivo por el cual la metrópoli perdería sus posesiones de ultramar.

El cuarto y último hecho, relacionado con el anterior, era un duro juicio del gobierno de Carlos IV. Por tres siglos se había reprimido esa tendencia conspirativa criolla y antieuropea por la acción de un gobierno prudente y sabio, pero ese sistema práctico, criticaba el obispo, se acabó con la muerte de Carlos III, y lo que se tenía ahora era un relajamiento que influía poderosamente en las novedades del día. Por ello, para conservar las Américas, era necesario contar con un gobierno que hiciese gala de sabiduría, justicia y energía, comunicado con el sistema general del gobierno de la monarquía, que tuviese la capacidad de imponer la ley en todas las provincias de Ultramar. 20

Después de estas consideraciones geográficas, sociodemográficas y políticas, Abad y Queipo abordó el tema principal de su testamento: la gravedad de la rebelión y la dificultad de su remedio. Caracterizó entonces a la insurrección como el fruto de un grupo de conspiradores que se dedicaba a promover la independencia, que se distinguía por ser profundamente astuto y refinadamente maquiavélico, y por adoptar actitudes propias de los francmasones. Eran agitadores terriblemente eficaces, pues en la Nueva España, aseguró, habían puesto en estado de insurrección a más de un millón de hombres en cosa de dos semanas, manipulando diestramente a indios, negros y mulatos, a quienes habían convertido en feroces bestias que reducían todo a sangre y fuego, después de haber sido personas de una apacibilidad y sumisión proverbiales. 21

Vemos aquí entrar en escena a un Abad y Queipo furioso y de miras reducidas, que encuentra fácilmente los orígenes de la insurrección en la acción criminal y apasionada de un pequeño pero temible número de conspiradores; un escritor que ha hecho a un lado la sagacidad crítica e informada de aquel obispo que deslumbraba por sus valientes razonamientos. Un Abad y Queipo que no dudará como antaño en poner en cuestión a autoridades sin importar su rango, pero que también dejará ver sin rubor sus filias y sus fobias ideológicas, políticas y personales.

Dedicó por ejemplo varias páginas de su escrito al caso de la Nueva España, afirmando que aquella “coalición secreta” de conspiradores aprovechó las debilidades y errores de los virreyes de ese virreinato: la ignorancia, violencia, ambición y avaricia de José Iturrigaray, para hacerlo titubear en su fidelidad y tratar de establecer una junta nacional, lo que dio lugar a su deposición y encarcelamiento; o las pocas luces en política del arzobispo-virrey FranciscoXavier Lizana y Beaumont, que lo llevaron a dejar prácticamente en manos del inquisidor Alfaro las riendas del gobierno, quien se enfrentó a los mejores defensores de la monarquía. Del virrey Pedro de Garibay solo señaló que durante su mandato poco pudieron hacer los agitadores porque estaba apoyado por la Audiencia, aunque sí lograron atizar la rivalidad entre europeos y americanos. La sedición tuvo entonces importantes progresos, afirmó el obispo. Los primeros síntomas de la insurrección se presentaron en Valladolid en 1809, con la abortada conspiración que tenía por objeto la proscripción de los europeos y el saqueo de sus bienes. Para ello, los conspiradores propagaron la “atroz, insensata y ridícula” especie de que los europeos querían degollar a los americanos, lo que excitó el odio de la multitud. Se produjo una gran efervescencia, en la que todos hablaban de la independencia, que se veía inevitable por la invasión francesa de la península.

El obispo reprochó acremente la inacción de los sucesivos gobernantes, que no prestaron atención a sus reiteradas recomendaciones. El gobierno de México, ejemplificó, debió aprovechar la disposición de la mayoría de los novohispanos para defender el reino de una posible invasión extranjera, organizando la defensa militar, reprimiendo la sedición y socorriendo a la madre patria con 8 o 10 millones de pesos anuales. Eso mismo planteó a Garibay, al arzobispo-virrey, a la Junta Suprema Central y a la primera Regencia, con “expresiones fortísimas” sobre el peligro inminente que se cernían sobre las Américas. Sin embargo, afirma, ninguna de esas autoridades atendieron sus sugerencias. Y en nota al pie, los califica de imbéciles: en todos estos gobiernos, escribió, faltó notoriamente la energía que exigían las circunstancias críticas y difíciles del Estado; todos ellos “adolecían de imbecilidad, que es el mayor de todos los vicios del Estado y gobierno”. 22

Dedicó muy poco espacio al virrey Francisco Xavier Venegas, su amigo, a quien llama militar y hombre de talento, de mucha instrucción y de probidad notoria, quien resistió los embates de la coalición rebelde. Poco pudo hacer, pues ésta se aprovechó de los errores militares para fortalecerse, intrigó en contra de Venegas en Cádiz y logró finalmente que fuese relevado por Calleja, “hombre muy pagado de su dictamen y muy sensible a la lisonja”. La insurrección aprovechó además, agregó el obispo, la libertad de imprenta sancionada por las cortes españolas, pues se imprimieron multitud de papeles incendiarios y difamatorios del gobierno, de los militares, de las autoridades legítimas y “de todos los hombres buenos”. 23

En contraste con la opinión que tenía de Venegas, se expresó muy duramente de Calleja, como ya vimos. Reconoció que al inicio de su gestión prestó importantes servicios (organizó varios regimientos de caballería y cuerpos de patriotas, las disciplinó y tuvo importantes triunfos militares: Aculco, Guanajuato y Puente de Calderón), pero agregó que tuvo también defectos muy considerables: actuó lentamente, no fue capaz de obtener provecho alguno de sus victorias, permitió partes militares inexactos, perdió mucho de su opinión aumentando la de los rebeldes y lo acusó incluso de participación en las maquinaciones de los insurgentes contra el virrey Venegas. Sin contemplaciones, concluye que, por la conducta del general Calleja como virrey, “es preciso confesar que no merece elogio alguno”. 24

Aunque aceptó que las circunstancias en que llegó al gobierno eran muy difíciles de remediar, las estimó como no insuperables, y dedicó entonces casi cuatro páginas de su escrito a demostrar que el virrey Calleja pudo exterminar la insurrección de Nueva España en 1813, en 1814 y sobre todo en 1815, pero que no lo hizo porque nunca comprendió “las verdaderas bases en que debía fundarse su gobierno”, lo que significaba conocer de manera precisa la fuerza física y moral del gobierno, su situación y los medios de dirigirla, así como los recursos con los que se contaba; y conocer esa misma fuerza física y moral pero del enemigo. A partir de ahí debía establecerse un sistema de la guerra y un sistema “de la adquisición y conservación de recursos”, y elaborar en consecuencia dos reglamentos. Desde septiembre de 1813, afirma, escribió reiteradamente a Calleja sobre la necesidad de esos reglamentos, sobre los errores que se cometían y cómo se podían remediar, pero nada pudo conseguir, salvo disgustos. 25

El caso es que, para el obispo, la situación novohispana era ya para 1815 gravísima. El descuido en el tema de los recursos llevó a que el gasto del gobierno recayera en los pueblos, que se encontraban ya arruinados por saqueos, donativos y préstamos forzosos. La disciplina militar por otra parte se había relajado y reinaba el desconcierto en las operaciones, de modo que aunque se contaba con una fuerza de 80 mil hombres, apenas si podían conservarse algunos cuantos pueblos y ciudades. La rebelión había empezado, y continuaba, con la “proscripción” de los europeos, como mostraban los 2 mil degollados en Valladolid, Guanajuato y Guadalajara por Hidalgo y Allende. Y los sucesores de éstos habían seguido su ejemplo, talando, destruyendo, robando y solazándose en el odio a los gachupines que se alimentaba de la voracidad envidiosa que los consumía. En las demás provincias ultramarinas, afirmaba Abad y Queipo, la insurgencia presentaba, con matices sin importancia, los mismos rasgos.

El obispo llevó su razonamiento por asociaciones peligrosamente superficiales, que derivaron en planteamientos tan fáciles como extremistas. Que la mayoría de los insurgentes, por no decir que todos, eran criollos resultaba una obviedad; pero de esa premisa, que era cierta, sacó conclusiones torpemente falsas: que era necesario cambiar la idea que hasta entonces se tenía de los americanos como personas moderadas y pacíficas, y por tanto había que tratarlos con la debida precaución, en todo aquello relacionado con asuntos gubernamentales. Propuso entonces al rey, a la hora de conceder gracias a los americanos y su gobierno, tener como norma los rasgos que definían ahora el carácter de los criollos: su natural inclinación separatista y la crueldad e infamia mostradas durante la revolución. 26

En este punto de su escrito empezó a desplegarse un furibundo anticriollismo del obispo. Sin explicar de qué manera, afirmó que la “coalición de insurgentes” había logrado inducir al rey a adoptar el error de las Cortes de nombrar americanos para el ministerio de la Gobernación de Ultramar. Se trataba para Abad y Queipo de una medida “repugnante a la sana política”, a la razón de Estado y a la conservación de la monarquía. Porque en su opinión, como había planteado ya en líneas anteriores, en un americano existía una tendencia casi natural e irresistible a la separación de las posesiones ultramarinas respecto de la madre patria. Una tendencia que aumentaba y se fortalecía con el ejemplo y progresos de la insurrección. La desconfianza del obispo hacia los criollos había llegado a un punto extremo:

Así pues, aun cuando existiese un americano de patriotismo el más acendrado y heroico, de luces y virtudes brillantísimas y eminentes, que obscureciese la sabiduría y virtudes de todos los españoles de la península; con todo, jamás se le debería confiar el ministerio de Indias a ese hombre tan digno y tan extraordinario, porque sería ponerlo en ocasión próxima de delinquir y comprometer la seguridad del Estado. Podría tal vez confiársele otro ministerio; pero ni aun esto sería prudencia, porque todos los demás ministerios de estado, guerra, gracia, y justicia y marina, pueden tener un influjo muy considerable en la conservación o pérdida de las Américas. 27

Enseguida, el obispo aprovechó para desacreditar al ministro de Indias: “Por desgracia, D. Miguel de Lardizábal está muy distante de ser el hombre que acabamos de describir: su doctrina y conducta inspiran poca confianza a todo buen español que las ha examinado atentamente”. Y le siguieron largos párrafos en los que se afanó en demostrar su aserto: que Lardizábal había presionado al gobierno de Cádiz para colocar en la Regencia a un americano, que los insurgentes de la Nueva España utilizaron sus impresos, que impulsaba el divisionismo entre europeos y americanos, que en sus proclamas de mayo y julio de 1814 había expresado “doctrinas sediciosas y errores subversivos”, que había colocado en altos cargos eclesiásticos a sujetos sospechosos de infidencia, que había ocultado al rey la situación verdadera de las Américas, que debió enviar la expedición de Morillo a la Nueva España pues sabía que Montevideo estaba ya perdida. En fin, concluía Abad, el principal conducto por donde debían llegar la verdad y los clamores a los oídos del monarca, el ministerio de Indias, estaba “obstruido y probablemente viciado”. 28

Por si fuera poco, añadió, había peligros exteriores de no menor consideración que en opinión del obispo debían agregarse a los domésticos que había reseñado: los que suponían la vecindad que España tenía con Inglaterra, Francia y los Estados Unidos, tres pueblos sabios y poderosos que por esa misma razón debía considerárseles enemigos. Ciertamente los ingleses habían colaborado con la Península en la guerra contra las tropas napoleónicas, pero habían también otorgado armas y municiones a los insurgentes venezolanos y bonaerenses, y apoyaban con disimulo por razones comerciales los procesos independentistas hispanoamericanos; de igual forma, los norteamericanos no cesaban de dar esperanzas y auxilios a los rebeldes americanos, como habían hecho con Miranda y Toledo para sublevar, respectivamente, Caracas y Tejas; mientras que los franceses se distinguían por inquietar a los pueblos promoviendo revoluciones. 29

Una vez descrito el sombrío panorama de la situación americana y novohispana, Abad y Queipo propuso al rey un remedio, que consistía en un sencillo pero agresivo plan de cuatro medidas de tipo político y militar, que compendiaba no solo ideas y proposiciones formuladas con anterioridad por el obispo: podría tomarse sin dificultad como una de las expresiones más radicales, elaborada desde América, de las vertientes militaristas de la “Pacificación” americana. 30

La primera de las medidas era colocar en el Ministerio Universal de las Indias a un español europeo, para garantizar que sus sentimientos no chocasen con sus obligaciones, como seguramente ocurriría con un ministro originario de América; como ocurría de hecho ya, aunque no lo dijese de esa forma pero era evidente, con Lardizábal. Un ministro europeo tendría así la confianza de la nación y estaría en condiciones de desempeñar mejor un cargo tan difícil. Sugería además que el ministerio no tuviese en cada ramo más facultades que las que tenían los otros ministerios: más valía “errar con el parecer de los consejos, opinaba, que acertar por la inspiración de los ministros”. De esa manera serían pocos los errores, aseguraba, y recaería todo el peso en los consejos, quedando al rey la gloria y el premio de haber elegido los medios más seguros del acierto.

Si la primera medida era agresiva por su anti-criollismo, la segunda lo era aún más, si cabe, por su militarismo: no era otra cosa sino enviar con la mayor prontitud un ejército de 12 mil elementos, los mejores con los que se contara, los más instruidos y acreditados de la Península. Al mismo tiempo el monarca debía enviar un nuevo virrey a la Nueva España de reconocida probidad, que no llegase con el fin de enriquecerse, de talentos militares y políticos sobresalientes y de carácter “sostenido”. Un virrey que tuviese las más amplias atribuciones mientras durase la insurrección

[…] y hasta que se consiga y afiance la pacificación general debe tener facultades durante la guerra sobre los capitanes generales de provincias internas y presidente de Guadalajara, para que cooperen a sus designios y se presten los auxilios que necesiten. Estará autorizado para deportar a la Península a todas las personas que crea sospechosas de infidencia, hombres y mujeres de cualquier clase o dignidad que sean, y que esto lo pueda ejecutar en virtud de una simple sumaria, quedando el virrey responsable a dar razón en cada caso particular: conviene, señor, que V. M. establezca por regla general, que estos deportados no puedan volver a las Américas, aunque se justifiquen en España y purifiquen, hasta pasados cuatro años. 31

Proponía también que se formase una instrucción militar que contemplara las dimensiones política y económica de la guerra, esto es, el modo de tratar a los pueblos, adquirir recursos, conocer de los delitos militares y cómo tratarlos, entre otros asuntos. Y concluía esta segunda medida con la siguiente aseveración: que todos los delitos de infidencia debían estimarse de índole militar, porque todos ellos conspiraban contra el ejército.

La tercera de las medidas era la formación de un reglamento para el gobierno de la monarquía, del cual había hablado en líneas anteriores, que contemplase para las Américas las modificaciones necesarias. Un reglamento aunque fuese provisional —ya habría tiempo para que el monarca lo volviese permanente—, porque era moralmente imposible que una nación prosperase sin un sistema de gobierno que diese orden y sentido a quienes mandaban y a quienes obedecían. Es cierto, decía el obispo, que ni los ministros ni los demás agentes del gobierno querían sistema alguno porque reducían la arbitrariedad a la que propendían; pero los intereses del soberano y los de su pueblo lo exigían.

Proponía que fuesen los consejos supremos los encargados de diseñar ese reglamento, y sugería que para ello se tomasen en consideración los planteamientos que había hecho llegar al rey en una representación previa de octubre de 1814. Debía por tanto premiar con generosidad y magnificencia las virtudes y servicios de los americanos, pues era justo y conveniente; pero subrayaba Abad y Queipo en que esos reconocimientos debían ser regulados y hacerse “con aquella circunspección y prudencia” que exigía la conservación de las Américas, esto es, colocar a los americanos en puestos militares, políticos y eclesiásticos bajo ciertas reglas: a) estaban exceptuados los ministerios y las plazas del Consejo de Indias; b) no deberían rebasar la tercera parte; y c) debían estar esos puestos en la Península o en provincias remotas: un mexicano podría ocupar por ejemplo una prelacía eclesiástica en España o en el Perú, nunca en México. Eso era necesario, insistía, para “mantener a los criollos en estado de que no puedan intentar otra vez unas vísperas sicilianas sobre los gachupines”. 32

La cuarta y última de las medidas era la de aprobar una ley que estableciese la obligación para los consejos de exponer al rey aquellos inconvenientes de tal modo graves en el gobierno que afectasen la dignidad, la majestad y la seguridad del trono y de la real persona, o los intereses de la monarquía y los de sus provincias. Dicha ley debía estipular también que el establecimiento de las leyes y las contribuciones se hiciesen en las cortes. El obispo consideraba que con ello el monarca daría a la nación la constitución conveniente: “justicia y sabiduría en las leyes y en las contribuciones y un freno suficiente a la arbitrariedad de los ministros” eran las bases de todo buen gobierno.

Las palabras finales del informe de Abad y Queipo eran manifestación expresa de fidelidad pero también llamado sutil de responsabilidad. Llamaba al rey “ministro de Dios para la ejecución de los designios de la Providencia”, pero le advertía que debía apartar de su corte las calumnias, odios y venganzas personales; debía ocuparse de promover la agricultura, la industria y el comercio y no gastar ni tiempo ni dinero en otras cosas; postulaba que su piedad debía ser discreta, sabia y justa y no como la “de una monja o de una vieja”; que debía defender a la masa general del pueblo de la prepotencia y astucia de los poderosos; en fin, que debía restablecer la monarquía y atender las consecuencias de la invasión napoleónica y de la insurrección en América.

LA RENOVACIÓN DEL PACTO: LA RÉPLICA DE VIDAURRE

El “testamento” de Abad y Queipo era una combinación de medidas básicas y controversiales, pero el tono dominante era el de la descalificación criolla y la confrontación militar. Se formularon además en un momento clave, cuando Fernando vii, una vez restablecido en el trono, se había decidido ya por la salida militar para enfrentar las insurrecciones americanas y había autorizado, entre octubre de 1814 y mayo de 1815, el envío de varias expediciones a Venezuela, Montevideo, Lima y Panamá. 33 Merecía pues el escrito del obispo una respuesta, que vino de la pluma inteligente e incisiva de Vidaurre.

El peruano había escrito con anterioridad algunas representaciones dirigidas al gobierno español en las que planteó que las Américas no podían ser reducidas por la fuerza, y por esa razón, como él mismo explicó, decidió responder “la infernal carta” de Abad y Queipo, a quien calificó como más enemigo del trono español, por sus doctrinas, que los americanos, “a quienes llamaba aleves por carácter”. Escribió en efecto en Lima, el 2 de abril de 1817, una “Memoria sobre la pacificación de la América meridional” que envió al rey, en la que criticó la ferocidad de los jefes militares españoles en América y afirmó que ésta nunca sería sujeta por medio de las armas; y en mayo de 1818, también en Lima, la “Representación manifestando que las Américas no pueden ser sujetadas por las armas, y sí atraídas por una pacífica reconciliación”, en la que argumentó con detalle que la solución militar a las rebeliones americanas había sido tan costosa como devastadoramente inútil. 34

Vidaurre era también un firme partidario de la libertad de expresión, y aunque desacreditaba los libelos anónimos e infamantes se preguntaba por qué habría de escucharse solo una opinión y no la contraria; de ahí que no atendiese a las muchas personas que en Madrid le suplicaron no escribir contra el obispo de Michoacán: lo hizo y no se arrepintió. 35 Y lo hizo con mucha fortuna no exenta de sinsabores: además de las ediciones madrileña y mexicana, su respuesta a Abad y Queipo fue impresa siete veces en La Habana, como el mismo Vidaurre informó en su “Discurso a los habitantes del Perú”, y fue muy bien acogida en Lima, junto con otros escritos suyos, de los que se hizo “el uso más favorable y oportuno”. Sin embargo, su publicación le valió igualmente reproches e injurias, como los insultos que en Madrid le prodigó impunemente el hijo del virrey De la Pezuela. 36

El texto de Vidaurre lleva un título elocuente, que resume en buena medida sus objetivos y argumentos: Votos de los Americanos a la Nación española, y a nuestro amado monarca el Señor Don Fernando VII: verdadero Concordato entre españoles, Europeos y Americanos, refutando las máximas del Obispo presentado Don Manuel Abad y Queipo en su carta de veinte de junio de mil ochocientos quince. Al igual que el testamento del obispo de Michoacán, no contiene apartados formales pero es posible advertir tres grandes partes que lo conforman: una primera, en la que reivindica a los americanos, postula la idea del pacto como fundamento de la monarquía y defiende el derecho de rebelión; una segunda dedicada a refutar las ideas y proposiciones de Abad y Queipo; y una tercera en la que formula su propuesta de “concordato”. Dado que Abad pintó un cuadro oprobioso de los americanos, Vidaurre decidió iniciar el texto con su reivindicación. Así, fueron presentados como de carácter dulce y amoroso, respetuosos de sus padres europeos a quienes siempre les profesaron fidelidad y solidaridad, no con palabras sino con acciones “heroicas y continuas”. Subrayó el autor esto último, afirmando que una vez desatadas las revoluciones americanas, una gran parte de los pueblos y millones de personas “sellaron los antiguos sentimientos con sus caudales y su sangre”: habían sido americanos quienes integraban los ejércitos virreinales para combatir a los rebeldes, sin importarles violentar su naturaleza, todo por no romper los antiguos vínculos con la España. 37

Pero era un hecho también que gran parte de la América española estaba en estado de insurrección, y por ello se vio obligado a justificarlo. Recurrió para tal fin a la idea de voluntad como fundamento del derecho de los reyes españoles sobre América: no estaba éste en las concesiones de Alejandro vi, ni en la propagación de la fe entre los neófitos ni en doctrina iusnaturalista alguna sentenció, sino en la voluntad de los pueblos, en el pacto con los súbditos. Y por ello, agregó, reinos y repúblicas se establecían para la dicha general, no para la comodidad particular, una proposición que parecía abrevar en Francisco Martínez Marina y, a través de él, en Diego Saavedra Fajardo, y por esa vía en la Escuela de Salamanca del jesuita Francisco Suárez y del dominico Francisco de Vitoria. 38

Planteado así el asunto —es decir, considerando a la manera de Saavedra Fajardo los fines de la autoridad pública: la naturaleza no creó a los reyes para dominar a los pueblos, sino para procurar su felicidad y seguridad—, se propuso Vidaurre invertir el planteamiento de Abad y Queipo y argumentar que los americanos no solo no eran rebeldes sino eran unos verdaderos héroes defensores de su patria. Si el propósito del pacto entre los pueblos y sus jefes es la felicidad pública, faltando ese propósito se rompía dicho pacto y los pueblos quedaban entonces libres de buscar un nuevo gobierno. Los americanos insurrectos solo eran hombres que buscaban sostener sus derechos con ejércitos y generales. No podía buenamente llamarse rebelde un pueblo entero que para preservar sus derechos violentados tomaba con ese fin las armas. Por lo demás, agregó con inteligente malicia, la misma corona española se había constituido en la mejor defensora de ese principio al haber apoyado en su tiempo la independencia de la América del Norte. 39

Postulaba entonces el peruano una diferencia entre movimientos populares y sediciosos por un lado y las guerras civiles por el otro; las americanas eran precisamente eso, guerras civiles y no simples levantamientos, porque una parte significativa del Estado, transmutada en un “Estado distinto” en virtud de su fuerza, había decidido resistir con las armas al gobierno. Era menester por ello, agregó Vidaurre, que los bandos en disputa se sujetaran al derecho de gentes. Defendía pues que todo trato relativo a treguas y prisioneros debía apegarse a ese derecho y por tanto que la victoria de un bando no debía justificar la crueldad con el enemigo derrotado. El mismo Consejo de Indias, por lo demás, había opinado del mismo modo sobre el trato que debía dispensarse a los capturados. 40

A lo que aspiraba Vidaurre; sin embargo, era a encontrar una salida negociada al conflicto. Pero ésta solo podía venir de la metrópoli: si les fuese concedida la igualdad respecto de los peninsulares, los americanos depondrían las armas; si éstos no la aceptaran, entonces podrían ser llamados enemigos. Los americanos, explicaba Vidaurre, eran leales al rey por amor a su persona, no por temor a sus ejércitos; del monarca dependía entonces la reconciliación entre ambas orillas, siempre y cuando estuviese basada en ofrecimientos efectivos y duraderos. Pero advertía: si solo se les halagaba con llamamientos y perdones, los americanos seguirían en rebelión. Si España, pues, pretendía seguir unido a las Américas, debía presentarle razones claras y ventajosas, no indultos. 41

Una vez establecidas las líneas generales de su alegato, Vidaurre se propuso rebatir al obispo michoacano repitiendo los datos de su carta pero extrayendo conclusiones muy distintas y desvirtuando sus proposiciones. Se refirió pues a los cuatro datos consignados por el obispo —a) la vastedad territorial de América; b) la enorme población residente ahí, en la que criollos y castas superaban a europeos en una proporción de 59 a 1; c) la propensión a la separación de provincias remotas de un imperio; y d) la necesidad de un gobierno sabio, justo y “muy enérgico” para gobernar a las provincias americanas—, para señalar, de un lado, que si de verdad los americanos tenían la intención de asesinar a los europeos, ya lo hubiesen ejecutado habida cuenta la abrumadora superioridad de su número, lo que hacía evidente que se trataba de una calumnia monstruosa de parte del obispo; del otro, que resultaba imposible mantener a las Américas sujetas a España si no era por medio de un gobierno sabio y justo, pero a la manera de Maquiavelo, quien aseguraba que para hacer permanentes las conquistas y mantener con seguridad el imperio era menester formar un solo pueblo de vencedores y vencidos. 42

Se ocupó Vidaurre enseguida de revisar detenidamente las controversiales medidas propuestas por Abad y Queipo al rey. La primera de ellas, poner el ministerio de Indias a cargo de un europeo, era por principio de cuentas anticonstitucional, pues los derechos en ambos hemisferios eran iguales; 43 pero más allá de eso, se preguntaba el peruano cómo podría haber amor entre ambas partes de la monarquía si una de ellas se mostraba siempre temerosa de la otra y ésta se contemplaba “abatida por aquella”. Un americano en el ministerio no habría de desear otra cosa que la felicidad del suelo que lo vio nacer; no tendría motivos para ser ingrato al rey: si ya se gozaba del bien que la independencia podría traer, habría que estar loco, afirmó Vidaurre, para buscar la rebelión. Por lo demás, los americanos estaban persuadidos de que en nada eran inferiores a sus hermanos europeos. 44

Las medidas propuestas por Abad y Queipo en segundo lugar —el envío de una fuerza militar de 12 mil hombres y el nombramiento de un virrey con amplias facultades, incluidas las de deportar a sospechosos e infidentes sin juicio previo— indignaron a Vidaurre: eran detestables y despóticas; no eran propias ni de cristianos, ni de políticos ni de juristas, pues de ellas brotaban ira, abuso y revancha; comparó al obispo con Sejano, Gregorio vii y Torquemada y se mostró con sorna sorprendido por el hecho de que la Inquisición le hubiese incoado juicio pues parecía compartir con ella la misma furia. Es más, agregó el peruano, Abad y Queipo podría ser acusado de conspirar contra España pues con sus propuestas parecía querer orillar a los americanos a la separación: como soldados valientes que eran, y no imbéciles cobardes, tomarían sin duda las armas para defender sus derechos en contra de un gobierno opresivo e injusto. 45

Vidaurre exhibió la contradicción que había entre el carácter episcopal del prelado michoacano y sus proposiciones anticristianas. Recordó al efecto las palabras paulinas que exigían a los obispos ser irreprehensibles, prudentes, no violentos, ni perseguidores, ni soberbios, ni iracundos. Y aprovechó para darle además una cátedra de derecho elemental: las leyes antiguas y las modernas, sentenció, han establecido que nadie podía ser castigado por indicios y sospechas; y en tal virtud, las naciones civilizadas han hecho suyo el principio jurídico de que más valía dejar impune al criminal que castigar al inocente. Era entonces el obispo más cruel que los tiranos al postular que a los americanos deportados, aun justificada su inocencia, no debía permitírseles regresar a su casa. 46

Y más indignó a Vidaurre la tercera de las proposiciones de Abad, en la que sugería un “Reglamento” para el gobierno de la monarquía que debía incluir medidas como la de otorgar a los americanos empleos públicos y eclesiásticos pero menores y en plazas distintos a su lugar de origen, considerando la propensión separatista de los criollos y su carácter alevoso y cruel. Afirma el peruano que al leer eso enmudeció, se vio obligado a dejar la pluma y quedó absorto “contemplando hasta donde ciega el espíritu de partido”. Calificó de irracional y rigorista que a un americano, siendo benemérito o piadoso, se le privase de un puesto por su nacimiento; y al señalamiento del carácter alevoso de los criollos, respondió —haciéndose eco de planteamientos caros a la retórica del patriotismo criollo novohispano— que más bien lo habían sido Cortés y Pizarro que avasallaron a los indígenas, como lo eran en el día los jefes militares que hacían la guerra en América sin respetar el derecho de gentes. 47

La última parte del texto de Vidaurre la integra su propuesta de “concordato”, la que presentaba, dice, con el fin de que fuese comparada con las proposiciones de Abad y Queipo y el público juzgase cuál de los dos planes era el más propio para lograr entre América y la península una permanente unión. Hizo antes algunas consideraciones que prefiguraban su plan, por ejemplo, que un gobierno es más amado mientras más ventajas ofrece y que el de España podía hacer felices a los habitantes de ambos mundos si empezaba por eliminar la distinción o jerarquía más pequeña entre europeos y americanos y terminaba por asegurar que no habría de regresarse al “antiguo sistema”; era indispensable, aseguró el peruano, proceder por leyes que se tuviesen por fundamentales, “cuyo quebrantamiento habilite a los americanos para acogerse a la protección de otro monarca”. 48

Y aunque recordó los obstáculos que se pusieron a los americanos en las Cortes que mostraban que la herida de la enemistad seguía abierta —por ejemplo, el corto número de representantes otorgados—, señaló que su propuesta de plan solo seguía la igualdad declarada entre ambos hemisferios. Y aprovechó esa idea para propinar una bofetada con guante blanco: el territorio de América era 30 veces más grande que el de España y su población otro tanto, mientras que los caudales que por siglos había enviado a la península habían servido para adornarla, para construir las murallas de Cádiz, las paredes del Escorial o las naves de tantas catedrales, lo cual podía llevar perfectamente a los americanos a exigir mayores gracias y privilegios; no obstante, no pretendían otra que cosa que el fin de las diferencias entre los súbditos europeos del monarca y los que vivían en territorios americanos. 49

La primera propuesta que formuló Vidaurre estaba relacionada con los cargos públicos y su finalidad era lograr un equilibrio: integrar los ministerios, el Consejo de Estado y el Supremo Tribunal de Justicia con europeos y americanos de manera paritaria, al igual que los ayuntamientos americanos; integrar las audiencias de América con dos tercios de americanos y un tercio de españoles, y las de España con dos tercios de españoles y una de americanos, regla que también debería aplicarse a los puestos eclesiásticos; instaurar una suerte de alternativa americano-europea para ocupar los cargos de virrey, capitán general, jefe político, obispo y arzobispo; conceder de manera gradual títulos de grandeza a familias ilustres y beneméritas de América, sin obligación de asistir a la corte pues sería más útil, para la reconciliación, su presencia en ultramar. 50

La segunda proposición era que en todos los colegios de la península fuesen educados niños americanos, cuyo número debía fijarse, para cada ciudad, en función de las rentas de los colegios y las que pudieran proporcionar los cabildos y el Estado; mas señalaba que cuanto mayor fuese el número más grande sería la reconciliación. Su argumento era que el hombre amaba al hombre con quien se educaba y con quien trataba desde sus primeros años, aunque sugería de cualquier modo que los rectores de los colegios debían cuidar que no se produjesen entre los alumnos de ambas orillas disputas sobre la preferencia y prerrogativas de sus países, y que debían inspirarles sentimientos de igualdad. Agregó que los propietarios de los buques trasatlánticos debían conducir bajo su coste a los niños, incluyendo la comida, y tratarlos con decencia y decoro, “como hijos del Estado”; debían ser recibidos en los destinos con lo conveniente para ingresar y permanecer en los colegios, y el rector del colegio debía fungir como tutor y hacerse responsable de la conducta de cada alumno. 51

La tercera proposición tenía un sentido similar: sin violentar el sacramento del matrimonio, debía procurarse las uniones entre americanos y americanas con mujeres y hombres de la península. Una manera de promoverlo sería preferir para los puestos a quienes estuviesen vinculados de ese modo. Añadió Vidaurre un matiz, para no lastimar sensibilidades: la propuesta debía entenderse con prudencia, sin ofender el mérito particular de los individuos. Y agregó algo que parece obvio: su intención era únicamente provocar un mayor acercamiento entre los habitantes de ambas partes de la monarquía, para que al cabo de algunas décadas los parentescos y las relaciones fuesen tan estrechas que fuese muy difícil distinguir a españoles americanos y españoles europeos. 52

La cuarta propuesta estaba planteada de manera muy escueta: que el comercio americano tuviese las mismas libertades que el español y que las leyes dictadas sobre la materia no fuesen modificadas. La quinta y última, también muy breve, refrendaba con absoluta claridad una postura ya señalada: que el rey debería jurar la observancia del concordato, y si no fuese cumplido quedaría al arbitrio de las Américas hacerse independientes o unirse a otra nación. Estos eran, concluía Vidaurre, los principios fundamentales para que los territorios americanos permanecieran unidos a la península; e invitaba de manera oblicua al debate al señalar que los sabios de ambos lados del océano podían adelantar en asuntos tan importantes, que no tendría empacho en aceptar errores pues su intención era sana, conocía sus limitaciones y no descartaba estar animado por pasiones que no alcanzaba a descubrir. 53

Terminaba su texto el peruano con un mensaje político que era también un llamado a la cordura. Frente a la eventual crítica de que pretendía demasiado para la América, respondía que era más lo que ésta daba a la España, esto es, sus vastas riquezas, esas que podían servir para sustentar la independencia, las mismas que los americanos querían compartir con sus hermanos peninsulares, “con los que han de ser nuestros fieles y verdaderos amigos”. Y advertía que, de no llegarse a un acuerdo, en unos pocos años se vería la prosperidad de la América y a las naciones del mundo queriendo comerciar con ella; y un tardío arrepentimiento habría de entristecer a quienes se opusieron a una hermandad que podía ser perfecta. 54

Veinticinco millones de personas podían ser felices alrededor del trono de Fernando, aseguraba el peruano, y solo el egoísmo podría oponerse a ello. Los americanos querían ser eternamente hermanos de los europeos, pero no querían renunciar a sus derechos, ni ser esclavos ni mendigar gracias. Si las “envejecidas costumbres, tiranas de la opinión” se imponían, el resultado triste y fatal habría de ser la independencia de la América y la ruina de España. Eso mismo pasó con Inglaterra y la América del Norte, recordó Vidaurre, para terminar elevando al Cielo su deseo de que eso no ocurriera con la metrópoli y sus Indias.

PALABRAS FINALES

No sabemos si Abad y Queipo conoció la réplica de Vidaurre. Pero si lo hizo, no tuvo ni el tiempo ni el ánimo para responder, abrumado como estaba en la península con el juicio que el Tribunal de la Inquisición en España le siguió a partir de 1816, haciendo suyo el que le había incoado el tribunal novohispano desde 1806 y 1810, y con el proceso seguido en 1824 por haber formado parte de la Junta Provincial de Madrid durante el trienio constitucional. Persecuciones crueles e injustas les llamó el obispo en carta escrita al rey en enero de 1825, que lo llevaron a la reclusión y a la cárcel: detenido por agentes del Santo Oficio el 8 de julio de 1816, fue recluido en el Convento del Rosario; luego, en mayo de 1824, fue encarcelado en la Cárcel de Corte, juzgado por sedicioso y liberal y enviado a prisión en el Monasterio de los Jerónimos, en la provincia de Toledo. Aunque escribió al rey en dos ocasiones para pedir su clemencia en 1825, no obtuvo respuesta y murió en la cárcel ese mismo año. 55

O no conoció el texto de Vidaurre, o no pudo o no quiso Abad y Queipo ejercer su derecho a la contrarréplica, y de ahí que me haya referido a ambos autores como cuasi-polemistas y a la controversia como una cuasi-polémica. Sin embargo, el contrapunto entre ambos escritos nos remite a dos visiones casi antitéticas sobre los procesos de separación en América y sus posibles alternativas de solución. El de Abad y Queipo, como señalé antes, fue una de las expresiones más acabadas de la postura militarista antes las insurrecciones americanas. Su mirada y sus propuestas estaban en la línea de la visión que la Regencia había establecida desde los finales de 1810, que el Consejo de Indias había refrendado tras el regreso al trono de Fernando vii en 1814, y que éste hizo suya, pues en octubre de este último año aceptó el plan de la Junta Militar de Indias de enviar 8 mil hombres hacia Veracruz, encabezados por el mariscal de campo Pascual Liñán. 56

La respuesta de Vidaurre, en contraste, resumía la postura negociadora del criollismo, aquella que se proponía impulsar los intereses americanos pero en el marco de la unidad de la monarquía. Una postura que expresaron desde el inicio de las insurrecciones una buena parte de los diputados americanos en las Cortes de Cádiz, cuyo mejor ejemplo es la ya citada “Representación de los Diputados por América” del 23 de agosto de 1811. En lo que coincidían casi todos los diputados americanos y publicistas como Vidaurre era en la lealtad a la corona de la mayor parte de América y en su oposición a la salida militar para enfrentar las insurrecciones, dos temas que estaban íntimamente relacionados: los patriotas americanos luchaban por una relación de mayor equidad para sus territorios de origen pero profesaban fidelidad al rey, de modo que lo más adecuado era ofrecerles medidas conciliatorias. 57

Los textos de Manuel Abad y Queipo y de Manuel Lorenzo de Vidaurre —verdaderos resúmenes de dos visiones encontradas sobre las independencias hispanoamericanas— nos ponen de relieve la estridencia a la que se llegó en ese debate, la polarización política que se produjo y en definitiva la extrema dificultad para encontrar salidas negociadas al diferendo. Nos ayudan a explicar por qué el monarca español terminó por decantarse por la respuesta militar a la disidencia de Ultramar y por qué fue prácticamente indispensable que Fernando VII muriera para que empezaran a construirse las condiciones necesarias para que España terminara, en el año de 1836, por reconocer la independencia de las nuevas naciones americanas.

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1Una primera aproximación al tema puede verse en el capítulo 3 de mi libro Nacionalismo y violencia en la independencia de México, Toluca, Secretaría de Educación del Gobierno del Estado de México, 2012.

2 Representación de los Diputados por América, sobre los medios que deben emplearse para la pacificación de aquellos dominios. Cádiz, 1 de agosto de 1811, en Archivo del Congreso de los Diputados de España (en adelante ACDE), serie general, legajo 22, núm. 14. Fue impresa en Londres en 1811 por la Imprenta de Schulze y Dean y reimpresa en México en 1820 por la oficina de D. Alejandro Valdés. Un ejemplar de esta última edición se encuentra en la Biblioteca Nacional de México, Colección Lafragua, 326. La publicó también Hernández y Dávalos, Juan E. (compilador), Colección de documentos para la historia de la guerra de independencia de México de 1808 a 1821, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, Edición facsimilar, tomo 3, doc. 149, pp. 823-835. Véase un análisis de la Representación de los Diputados por América en Rieu-Millan, Marie Laure, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz (Igualdad o independencia), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1990, pp. 318-333.

3El texto de Álvaro Flórez Estrada fue publicado originalmente en Londres en 1811, con un título distinto: Examen imparcial de las disensiones de la América con la España, de los medios de su recíproco interés y de la utilidad de España. Cito aquí la edición gaditana de 1812, publicada por la Imprenta de D. Manuel Ximénez Carreño. Véase sobre esto: Don Álvaro Flórez Estrada, un español excepcional (1766-1853). Discurso leído el día 28 de noviembre de 1982 en su recepción pública por el excelentísimo señor don Jesús Prados Arrarte y contestación del excelentísimo señor don Alfonso García Valdecasas y García Valdecasas, Madrid, Real Academia Española, 1982, pp. 17, 19, 25 y 40.

4El texto fue publicado en México por la Imprenta de doña María Fernández de Jáuregui en 1812.

5Estrada Flórez, Examen imparcial. Véase al respecto: Portillo Valdés, José M., “Los límites del pensamiento político liberal: Álvaro Flórez Estrada y América”, en Historia Constitucional, núm. 5, 2004. En http://hc.rediris.es/05/indice.html [consultado el 4 de febrero de 2017], y Herrera Guillén, Rafael, “Álvaro Flórez Estrada y la reconciliación entre España y América”, en Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, núm. 27, primer semestre de 2012, pp. 132-156.

6 Representación de los Diputados por América, sobre los medios que deben emplearse para la pacificación de aquellos dominios. Cádiz, 1 de agosto de 1811, acde, serie general, legajo 22, núm. 14; Barandiaran, Ensayo sobre el origen y remedio de nuestros males, pp. 17-25.

7 Fisher, Lillian Estelle, Champion of Reform. Manuel Abad y Queipo, New York, Library Publishers, 1955, pp. 181 y 185; Brading, David A., “Patria e historia: tríptico peruano”, en Ramón Mújica Pinilla, et. al., Visión y símbolos: del virreinato criollo a la república peruana, Lima, Banco de Crédito, Colección Arte y Tesoros del Perú, 2006, pp. 18-19; Brading, David A., Orbe indiano. De la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, p. 599; Heredia, Edmundo A., Planes españoles para reconquistar Hispanoamérica (1810-1818), Buenos Aires, Editorial Universitaria de Buenos Aires, 1974, pp. 231-234 y 364-366.

8La medida afectaba a prácticamente todas las clases propietarias novohispanas puesto que sus miembros estaban directa o indirectamente vinculados con diversas fundaciones religiosas. De ahí la inconformidad de los propietarios y de ahí también el escrito de Abad y Queipo, cuyo título es “Representación a nombre de los labradores y comerciantes de Valladolid de Michoacán, en que se demuestran con claridad los gravísimos inconvenientes de que se ejecute en las Américas la real cédula de 26 de diciembre de 804, sobre enajenación de bienes raíces y cobro de capitales de capellanías y obras pías para la consolidación de vales”. Forma parte de la Colección de los escritos más importantes que en diferentes épocas dirigió al Gobierno D. Manuel Abad Queipo, Obispo electo de Michoacán, movido de un zelo ardiente por el bien general de Nueva España y felicidad de sus habitantes, especialmente de los indios y las castas: y los da a luz en contraposición de las calumnias atroces que han publicado los cabecillas insurgentes, a fin de hacerle odioso con el pueblo, y destruir por este medio la fuerza de los escritos con que los ha combatido desde el principio de la insurrección, México, Oficina de don Mariano Ontiveros, 1813, pp. 66-94. Véase: Flores Caballero, Romeo, “La Consolidación de Vales Reales en la economía, la sociedad y la política novohispanas”, en Historia Mexicana, vol. XVIII, núm. 3, 1969, pp. 334-378 y Wobeser, Gisela von, “La consolidación de vales reales como factor determinante de la lucha de independencia en México, 18041808”, en Historia Mexicana, vol., LVI, núm. 2, 2006, pp. 373-425.

9“Representación a la Primera Regencia, en que se describe compendiosamente el estado de fermentación que anunciaba un próximo rompimiento, y se proponían los medios con que tal vez se hubiera podido evitar”, en Colección de los escritos, pp. 149-159. Un análisis penetrante de los escritos de Abad y Queipo en: Brading, David A., Una iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, pp. 254-282.

10Véanse: Fisher, Champion of Reform, pp. 184-202 y 222-252 e Ibarra López, Daniela y Marco Antonio Landavazo, Clero, política y guerra: la Independencia en la diócesis de Michoacán, 1810-1815, Morelia Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, conacyt, 2010, pp. 79-90.

11Testimonio del expediente rotulado “Real Orden de 13 de septiembre de 1814 para que se traslade a España el sr. Obispo de Valladolid D. Manuel Abad Queipo”, en Archivo General de Indias (en adelante AGI), México, 2571. Lucas Alamán dice erróneamente que fue recibida el 29 de enero en Veracruz y que llegó a la ciudad de México el 1 de abril. Alamán, Lucas, Historia de Méjico, desde los primeros movimientos que prepararon su independencia en el año de 1808 hasta la época presente, México, Imprenta de J. M. Lara, 1851, tomo IV, p. 249. Peor aún, Fisher afirma que el virrey la recibió el mismo día que se expidió, el 13 de septiembre de 1814. Fisher, Champion of Reform, p. 205.

12De hecho, el mismo Abad y Queipo pensó que el llamamiento del rey era efecto de una“profunda intriga”de la coalición masónica que estaba atrás de la insurrección novohispana, y un“golpe maestro del más refinado machiabelismo”, como dejó consignado en la demanda de nulidad que elevó a la Audiencia contra cualquier Real Orden o Bula Pontificia que atentara contra sus derechos de posesión del obispado. AGI, Estado 41, núm. 46, Manuel Abad y Queipo a la Real Audiencia, Valladolid de Michoacán, 19 de febrero de 1815.

13 Alamán, Historia de Méjico, tomo IV, pp. 249-250. La salida del obispo provocó por cierto una crisis al interior del Cabildo eclesiástico michoacano, a la hora de elegir un gobernador que se hiciese cargo del cuerpo catedralicio. Véase: Ibarra López, Daniela, La Iglesia de Michoacán, 1815-1821. Guerra, independencia y organización diocesana, Morelia: Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Universidad Nacional Autónoma de México, 2015, pp. 111-119 y Jaramillo M., Juvenal, Una elite eclesiástica en tiempos de crisis. Los capitulares y el Cabildo Catedral de Valladolid-Morelia (1790-1833), Zamora, El Colegio de Michoacán, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2014, pp. 424-434.

14 Lohmann Villena, Guillermo, “Manuel Lorenzo de Vidaurre y la Inquisición de Lima. Notas sobre la evolución de las ideas políticas en el virreinato peruano a principios del siglo XIX”, en Revista de Estudios Políticos, núm. 52, 1950, pp. 199-216. Nueva e interesante información del personaje en Glave, Luis Miguel, “Por la palabra también se lucha. Domingo Sánchez Rebata y Manuel Lorenzo de Vidaurre en la crisis colonial peruana”, en Anuario IEHS, núm. 24, 2009, pp. 204-223.

15 Colección documental de la independencia del Perú. Tomo I: los ideólogos. Volumen 5: “Plan del Perú” y otros escritos [Edición y prólogo de Alberto Tauro], Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, S.A., pp. XVII-XL.

16 Colección documental de la independencia del Perú. Tomo I: los ideólogos. Volumen 6: “Cartas americanas” por Manuel Lorenzo de Vidaurre [Edición y prólogo de Alberto Tauro], Lima, Comisión Nacional del Sesquicentenario de la Independencia del Perú, S.A.; Peralta Ruiz, Víctor, “Ilustración y lenguaje político en la crisis del Mundo Hispánico. El caso del jurista limeño, Manuel Lorenzo de Vidaurre”, en Nuevo Mundo Mundos Nuevos, en http://nuevomundo.revues.org/3517/ doi: 10.4000/nuevomundo.3517 [consultado el 04 de febrero de 2017]; Rojas, Rafael, Las repúblicas de aire. Utopía y desencanto en la revolución de Hispanoamérica, Madrid, Taurus, 2009, pp. 118-131. Véase: Aguilar Rivera, José Antonio, Ausentes del universo. Reflexiones sobre el pensamiento político hispanoamericano en la era de la construcción nacional, 1821-1850, México, Fondo de Cultura Económica, Centro de Investigación y Docencia Económicas, 2012, pp. 102-143.

17En la carta que envió al ministro de Hacienda desde Veracruz, fechada el 4 de julio de 1815, el obispo adjuntó copia del escrito al rey, caracterizándolo como un texto “por vía de última disposición o como en testamento”. AGI, Estado 41, núm. 46, 2 ff.

18Manuel Abad y Queipo al virrey Calleja, Valladolid, 6 de septiembre de 1813 y Manuel Abad y Queipo a Manuel de Lardizábal y Uribe, Valladolid, 1 de octubre de 1814, ambas cartas en AGI, Estado 41, núm.46. Varios de esos textos del obispo fueron publicadas en Mencos Guajardo-Fajardo, Francisco Xavier, “Cartas del obispo Abad y Queipo sobre la independencia mejicana”, en Anuario de Estudios Americanos III, 1946, pp. 1096-1138. Un análisis de esos planteamientos puede verse en Esponera Cerdán, Alfonso, “Un obispo ilustrado y las causas de la Insurrección en la Nueva España”, en Teología. Revista de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica Argentina, núm. 52, 1988, pp. 141-170, y en Heredia, Planes españoles, pp. 105-110.

19Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, pp. 580-581. Alamán fecha el documento de Abad el 20 de julio, pero fue escrito un mes antes, como el mismo obispo afirma en el oficio enviado al ministro de Hacienda citado en la nota 17.

20Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, p. 582.

21Sobre la actuación de organizaciones secretas que supuestamente promovían la independencia —“una poderosa coalición de enemigos del estado” le llama—, Abad refiere en particular a la sociedad de los “caballeros racionales”, que estableció logias en Europa y América, y que en Cádiz inició un tal Vicente Acuña quien a su vez organizó logias en Veracruz, Jalapa y México. Al efecto cita su oficio a la Real Audiencia, fechado en Valladolid de Michoacán, el 19 de febrero de 1815 (véase la nota 11). Véase sobre esto Vázquez Semadeni, María Eugenia, “La imagen pública de la masonería en Nueva España, 17611821”, en Relaciones. Estudios de historia y sociedad, vol. 32, núm. 125, 2011, pp. 167-207.

22Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, pp. 586-587.

23El obispo envió al virrey Venegas un informe en el que propuso no observar la Constitución de Cádiz en lo que tenía que ver con la libertad de imprenta, por ser “incompatible” con la pacificación del reino. El virrey atendió la recomendación y la suspendió, y Calleja mantuvo la medida. AGI, Audiencia de México, 1480. El virrey Calleja al Ministro de Gracia y Justicia, México, 20 de junio de 1813.

24Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, pp. 589-590.

25Puede consultarse el ríspido intercambio epistolar entre Abad y Queipo y Calleja, que tuvo lugar entre septiembre de 1813 y enero de 1815, en AGI, Estado 41, núm. 46.

26Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, p. 593.

27Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, pp. 594-595.

28En relación con las “sediciosas” proclamas del ministro, Abad aseguró que Lardizábal, en la primera, ponía en duda si los insurgentes tenían o no razones legítimas para sublevarse y en consecuencia se preguntaba si los europeos y americanos que la resistían eran criminales “o beneméritos”; mientras que en la segunda el ministro defendía la idea de que las provincias españolas tenían los mismos derechos frente a la Corona y frente a otras provincias que los que tenía una nación independiente frente a otra, lo que equivalía, según el obispo, a defender el derecho de independizarse. Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, pp. 595-600.

29Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, p. 600.

30Véase al respecto el libro ya clásico de Costeloe, Michael P., La respuesta a la independencia. La España imperial y las revoluciones hispanoamericanas, 1810-1840, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 74-129 y el estudio pionero ya citado de Heredia, Planes españoles.

31Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, p. 601.

32Manuel Abad y Queipo, obispo electo de Michoacán, al rey, Méjico, 20 de julio de 1815, en Alamán, Historia de México, tomo IV, pp. 601-602. La representación al rey a la que se refiere el obispo, de fecha 1 de octubre de 1814, se encuentra en AGI, Estado, 41, núm. 46, núm. 7, y plantea básicamente lo mismo que la medida tercera.

33 Costeloe, Respuesta a la independencia, pp. 82-90 y Heredia, Planes españoles, pp. 178-179.

34La referencia a Abad y Queipo y su “infernal” carta en “Libelos”, en Colección documental de la independencia del Perú. Tomo I: los ideólogos. Volumen 5: “Plan del Perú” y otros escritos, pp. 239-240. Los textos referidos —“Memoria sobre la pacificación de la América meridional” y “Representación manifestando que las Américas no pueden ser sujetadas por las armas, y sí atraídas por una pacífica reconciliación”— en el mismo volumen antes citado de la Colección documental, pp. 266-278 y 280-293. Heredia, Planes españoles, pp. 364-366 se refiere brevemente a esos planteamientos de Vidaurre, pero sin citar sus escritos.

35“Libelos”, en Colección documental de la independencia del Perú. Tomo I: los ideólogos. Volumen 5: “Plan del Perú” y otros escritos, p. 240.

36“Discurso a los habitantes del Perú”, en Colección documental de la independencia del Perú. Tomo I: los ideólogos. Volumen 5: “Plan del Perú” y otros escritos, p. 363; “Aclaraciones autobiográficas, en respuesta a un anónimo”, en Colección documental de la independencia del Perú. Tomo I: los ideólogos. Volumen 6: “Cartas americanas” por Manuel Lorenzo de Vidaurre, p. 539. En una carta a su mujer escrita en Barcelona, que forma parte del volumen segundo de sus Cartas americanas (en la referida Colección documental, pp. 272-274), Vidaurre se refiere al incidente con el hijo del virrey y a la impunidad con la que actuó.

37Vidaurre, Manuel de, Votos de los Americanos a la Nación española, y a nuestro amado monarca el Señor Don Fernando VII: verdadero Concordato entre españoles, Europeos y Americanos, refutando las máximas del Obispo presentado Don Manuel Abad y Queipo en su carta de veinte de junio de mil ochocientos quince, México, oficina de Don Alejandro Valdés, 1820, pp. 1-2. Este texto se reproduce en Colección documental de la independencia del Perú. Tomo I: los ideólogos. Volumen 5: “Plan del Perú” y otros escritos, pp. 300-318.

38Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 2-3. Para Martínez Marina, en efecto, todo gobierno se establecía no “para comodidad, descanso, placer o gloria de los que gobiernan, sino para salud y felicidad de los gobernados”; de hecho, afirmaba, la grandeza de un príncipe no era más que una “honrosa servidumbre”. Por su parte, Saavedra Fajardo, un atento lector de Suárez y de Vitoria, formado en la Universidad de Salamanca, puso en boca del rey Antígono, en su Emblema 20, estas palabras dirigidas a su hijo: “Tened, hijo, entendido que nuestro reino es una noble servidumbre”. Martínez Marina, Francisco, Discurso sobre el origen de la Monarquía y sobre la naturaleza del gobierno español, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1988, pp. 110-111; Saavedra y Fajardo, Diego, Empresas políticas [edición, introducción y notas de Francisco Javier Díez de Revenga], Madrid, Planeta, 1988, p. 136.

39Vidaurre, Votos de los Americanos, p. 3.

40Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 3-4. Es probable que Vidaurre se esté refiriendo, al citar al Consejo de Indias, a la Resolución tomada por éste el 18 de mayo de 1818, en la que efectivamente recomienda una nueva actitud ante los insurgentes, mucho más indulgente. agi. México, 1147: Resolución del Consejo de Indias, Madrid, 18 de mayo de 1818.

41Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 4-5.

42Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 6-10. El peruano se refiere con toda seguridad al capítulo III de El príncipe, en el que Maquiavelo recomienda al príncipe, para conservar principados recién conquistados, no alterar sus leyes ni aumentar impuestos, para de ese modo, “en brevísimo tiempo, el principado adquirido pasa a constituir un solo y mismo cuerpo con el principado conquistador”. Maquiavelo, Nicolás, El Príncipe, México, Editorial Porrúa, 1983, p. 2. Sobre el “maquiavelismo” de Vidaurre, véase Aguilar, José Antonio, “Dos conceptos de república”, en José Antonio Aguilar y Rafael Rojas (coordinadores), El republicanismo en Hispanoamérica. Ensayos de historia intelectual y política, México, Fondo de Cultura Económica, Centro de Investigación y Docencia Económicas, 2002, pp. 72-83.

43Ciertamente, cuando el obispo michoacano escribió su carta, el orden constitucional gaditano había sido derogado; y ciertamente también, cuando Vidaurre publicó su refutación, ese orden había sido restablecido.

44Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 10-12.

45Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 13-14. Sejano, un militar romano que llegó a ser Prefecto de la guardia pretoriana del Imperio y consejero del emperador Tiberio (14-37 d.c.), se distinguió por volverse un autócrata, aplastando a sus opositores políticos; Gregorio VII, Papa entre 1073 y 1085, publicó el Dictatus papae, una lista de 27 proposiciones en las que, entre otras cosas, se arrogaba el poder de destituir emperadores y absolver a los súbditos; el fraile dominico Tomás de Torquemada, primer inquisidor general de Castilla y Aragón entre 1483 y 1498, dirigió una feroz persecución de los judíos conversos. Véase: Tácito, Cornelio, Anales. Libros I-VI, Madrid, Editorial Gredos, 1991, pp. 149-180; Collins, Roger, Los guardianes de las llaves del cielo. Una historia del papado, Madrid, Ariel, 2009, pp. 238-246; Kamen, Henry, La Inquisición española, México, Editorial Grijalbo, 1990, pp. 34-66.

46Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 14-15.

47Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 17-20. El peruano coincidía en efecto, aunque sin citar al fraile dominico, con las apreciaciones de fray Servando Teresa de Mier, y también con las de Carlos María de Bustamante, como observé en el capítulo 3 del libro citado en la nota núm. 1, quienes postularon que la violencia originaria en las Américas era la que había llegado de la Península con su injusta y cruel conquista; las tropas realistas no eran, en consecuencia, sino los continuadores de esas crueldades para seguir oprimiendo a los americanos. Mier, Servando Teresa de, Historia de la revolución de Nueva España, antiguamente Anáhuac [edición facsimilar], México, Instituto Cultural Helénico, Fondo de Cultura Económica, 1986, tomos I y II, pp. 318 y 545-546; Bustamante, Carlos María de, Cuadro histórico de la Revolución Mexicana de 1810, México, Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana, 1985, tomo I, pp. 41-43. Véase: Landavazo, Nacionalismo y violencia, p. 97, y el clásico texto de Brading, David, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Era, 1988, pp. 73-82.

48Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 23-24.

49Vidaurre, Votos de los Americanos, p. 24.

50Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 24-25.

51Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 25-26.

52Vidaurre, Votos de los Americanos, p. 26.

53Vidaurre, Votos de los Americanos, pp. 26-27.

54Vidaurre, Votos de los Americanos, p. 27.

55 Ordóñez Martínez, Norma, “Las dos últimas cartas al rey de Manuel Abad y Queipo”, en https://goo.gl/u3CDkQ [consultado el 04 de febrero de 2017]

56Real orden comunicada por el Secretario del Despacho universal de Indias al Secretario de Estado y del Despacho de la Guerra, relativa a haber aprobado S. M. el plan propuesto por la Junta Militar de Indias para la expedición de ocho mil hombres á Nueva España. Madrid, 16 de octubre de 1814. En Decretos del rey don Fernando VII año primero de su restitución al trono de las Españas, Madrid, Imprenta Real, 1818, tomo primero, pp. 318-319; Costeloe, Respuesta a la independencia, pp. 82-97.

57Rieu-Millan, Los diputados americanos en las Cortes de Cádiz, pp. 329-359. Entre los diputados americanos que aprobaban la salida militarista destacaba el poblano Antonio Joaquín Pérez Martínez, quien después, al igual que Abad y Queipo, sería obispo pero de Puebla.

Recibido: 20 de Marzo de 2018; Aprobado: 04 de Junio de 2018

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