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 número68Montero García, Luis A. y Virginie Thiébaut (coordinadores), Veracruz, Tierra de cañaverales. Grupos sociales, conflictos y dinámicas de expansión, México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2015, 264 pp.Mora, Rogelio De La y Hugo Cancino (coordinadores), Aspectos de la modernidad latinoamericana: Rupturas y discontinuidades, México, Universidad Veracruzana, 2017, 326 pp. índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.68 Michoacán jul./dic. 2018  Epub 18-Mar-2020

 

Reseñas

Martínez Cortés, Fernando, Lourdes Viesca Treviño y Yolanda Casado Rodríguez, En los estantes de El Gran Cairo está la historia cultural de Tlalpujahua, Tlalpujahua, Michoacán, Art Graffitti, 2017.

Alfredo López Austin* 

*Instituto de Investigaciones Antropológicas, Universidad Nacional Autónoma de México

Martínez Cortés, Fernando; Viesca Treviño, Lourdes; Casado Rodríguez, Yolanda. En los estantes de El Gran Cairo está la historia cultural de Tlalpujahua. 2017. Art Graffitti, Tlalpujahua, Michoacán:


Aumentan en nuestro tiempo las divisiones y subdivisiones de las ciencias y sus disciplinas, hasta formar una taxonomía compleja. Hay muy cerca de nosotros, por ejemplo, antropología del paisaje, historia de los desastres, sociología del arte, antropología simbólica, etnoarqueobiología y, para consultar a un médico especialista, tenemos que elegir primero a otro que nos indique cuál es el indicado, y si en su categoría existen los que se dedican al lado izquierdo o al lado derecho de nuestra maltrecha carrocería. La creciente tendencia permite, indudablemente, la afinación de conocimientos; la ubicación de la problemática; la delimitación de campos, métodos y técnicas de estudio; pero por otra parte nos acerca peligrosamente a la desvinculación de las áreas, con la pérdida del panorama general que todo científico debe tener, al menos, del saber de su profesión.

Toda esta disquisición pareciera sobrar en la reseña de un libro. Paradójicamente, el razonamiento deriva de la propia lectura del texto, que induce a colocar la obra en tal o cual cajón de una extensa estantería disciplinaria, semejante a los anaqueles de mercancías de El Gran Cairo. Particularmente, la necesidad clasificatoria responde a la inquietud de uno de los autores, Fernando Martínez Cortés, quien, al reflexionar sobre su propio trabajo, pone sobre la mesa de juego la microhistoria, “matrihistoria” o “historia matria” que caracterizara Luis González y González cuando estudió su natal San José de Gracia, y la “literatura ancilar” de la historia, de la que hablara Alfonso Reyes. Iniciemos, por tanto, nuestra labor taxonómica, señalando las principales características del libro que nos ocupa.

1. Sus fuentes documentales son escasas. Pudieran calificarse más bien de secundarias, de apoyo, pues se reducen a corroborar que la antigua tienda La Paz cambió de dueño, de nombre y de giro en 1910 para empezar su nueva existencia como la tlapalería, ferretería y papelería El Gran Cairo. Son datos que, por otra vía, la voz viva de la gente de Tlalpujahua, nos ll0065gan en forma más viva y detallada que el seco informe de los comprobantes legales de arrendamiento, traspaso y recibos de renta, o pedidos de mercancía a los proveedores.

2. Sus fuentes fotográficas son valiosas. Hay panorámicas del pueblo, retratos familiares, fotos de la mina y los mineros que en un tiempo fueron motor del progreso y prestigio tlalpujahuense, muchas de mercancías y sus estantes, del equipo de béisbol, del orgulloso grupo de enfermeras, médicos y administradores de la Cruz Roja, de almuerzos gozosos. Hay fotos de medios de transporte: burros, máquinas de ferrocarril o de mina, sitios de taxis y un camión de servicio colectivo capaz de transportar a 20 pasajeros. También hay de desfiles y procesiones, de un grupo de carniceros, de artesanías de mosaicos hechos de popote y de plumas de colores. Entre todas destacan las del mayor orgullo del pueblo, el haber sido cuna de un gran héroe de la independencia, Ignacio López Rayón. Tlalpujahua ostenta el nombre completo de Tlalpujahua de Rayón. En páginas contiguas aparecen las imágenes del Museo Hermanos López Rayón y la de una edición conmemorativa de la moneda que en 1538, amonedara don Ignacio a nombre de la Suprema Junta de América. Por cierto, la moneda reproducida tiene como símbolos de la nación en ciernes el arco, la flecha, la aljaba y la alabarda; pero bajo estas armas se muestra, como elemento de alarde regional, la honda de red de los pueblos otomianos.

3. La narración carece de estructura. Las noticias se suceden sin orden ni concierto. Los temas van, vienen, se entremezclan, de lo colectivo a lo personal, de lo familiar a lo político. Cada informante se desborda sobre los receptores de información que dejan fluir todo el discurso. No hay barrera para lo espontáneo. Es frecuente el inicio con los datos personales, año de nacimiento, nombre de los padres y sus oficios, educación elemental, parentesco y amistades con otras personas del pueblo; pero esto, ni es general ni guarda una exposición uniforme, pues una vez que el habitante de Tlalpujahua se ha presentado, habla de sus gustos, hábitos, recuerdos, chismes, nostalgias, opiniones, temas que quedan a medias o que son retomados cuando menos se espera. La lectura de cada capítulo hace pensar al lector que está frente a la vida misma, en el juego de los azares que construyen las vivencias cotidianas. Pudiera resumirse este punto en una sola palabra: libertad.

4. No hay secuencia cronológica. Personajes de diferentes edades, en una sucesión arbitraria, van vertiendo sus propios recuerdos sin seguir el curso de los acontecimientos. Los mismos hechos se relatan una y otra vez, pero analizados por ojos de ancianos, de hombres maduros, de niños, conformando realidades en las que la concreción del suceso se resquebrajara por la perspectiva etaria. Se resquebrajara o, tal vez, se reconstruyera con la composición de tantas subjetividades que vinculan cada nuevo momento de su vida con lo poco, lo mucho o lo excesivo que han vivido. Sin embargo, hay una permanente conciencia histórica que hace referencias a los cambios del pueblo. Todo se va transformando y los índices más llamativos son las propias mercancías expuestas en El Gran Cairo. Antes —y aquí resaltan los ojos que fueron infantiles— había trompos, baleros, yoyos, canicas, y de éstas unas eran de piedra, otras de cemento, otras de vidrio, clasificadas todas de acuerdo con las posibilidades de compra del cliente. Antes había papel de china, papel crepé, cordón, hule para resorteras, lo suficiente para sumar a las horquetas y a las tiras de tejamanil para fabricarse los propios juguetes. ¡Ahí se iniciaba el deleite del juego! El ron, el ron común de hoy, fue en un tiempo rhum, cuando se contaba entre las bebidas exóticas traídas por el personal extranjero de la mina para ser colocado junto al pulque y el mezcal nacionales. Y entre esas bebidas estaba el famoso ajenjo, el “diablo verde”, la bebida calumniada y proscrita por atribuírsele delirios y locura. En un principio, cuando Pepita atendía a los clientes, su hermano Rafaelito, el dueño de la tienda, daba clases gratuitas de inglés, mecanografía y taquigrafía. Ambos vendían los silabarios de San Miguel. Después llegó el fax; después la fotocopiadora. Sin embargo, la tienda también es vista como una línea de continuidad. La historia no es solo transformación: es el juego dialéctico entre los cambios y las permanencias. Los estantes de El Gran Cairo son la muestra. “En la tienda de Rafaelito —dice una testigo— hay de todo, hoy en día en el mostrador se exhiben los productos de temporada, anilinas, semillas de flores, tarjetas, focos, cubetas […]”, bacinicas. Si en la carencia de estructura pudo verse libertad, en la de secuencia cronológica puede encontrarse el gozo de la dispersión de la memoria.

5. No hay un personaje central evidente. Hay agentes importantes: Pepita, Rafaelito, la tienda familiar, Tlalpujahua, su cultura. Sin embargo, ninguno de ellos es agente único. Ni siquiera Tlalpujahua, que en ocasiones deja de ser el nicho de los acontecimientos para quedar relegada a punto de referencia. Tal vez el personaje central se vaya construyendo a lo largo de los testimonios. Los recuerdos se empalman, se enlazan, se complementan, forman nodos que potencian su comprensión. En resumen, la diversidad se distribuye, se acomoda, se vincula, hasta integrar una red dialógica, un discurso congruente integrado por la multitud de las relaciones sociales, de las perspectivas disímbolas que se armonizan gracias a su ilación.

Hay en el fondo de la red un agente insuficientemente mencionado. Las referencias son casi siempre breves, algunas huidizas; pero su terrible existencia no puede ser ignorada. Es una tragedia de grandes dimensiones, cruel, sorpresiva. Parece que su mención se teme como se teme la invocación al Diablo. Un día de 1937, como cualquier otro, la acumulación de los residuos estériles procedentes del lavado de los minerales no pudo ser contenida y se derramó en alud sobre el pueblo. La mitad de Tlalpujahua fue arrasada por el lodo blando. La muerte y la destrucción formaron un fondo oscuro de la historia. Es la Inundación de las Lamas.

6. No hay criba de temas. Se acostumbra en la historia separar “hechos reales” de “supuestos hechos” como se hace entre el trigo y la paja. En este libro, en cambio, tiene cabida la exposición de esa parte del mundo que se califica como sobrenatural. Hay testimonio que dice que por la Cruz Verde de Tlalpujahua aparece la Llorona; que en el cementerio que está en el patio de la escuela todavía espantan y que allá por La Loma las llamas fatuas amarillas y azules indican que hay dinero enterrado. Se cuenta, además, que en Quiroga salía el fantasma de una monja.

Por otra parte, la falta de selección permite que sobre el texto se desborde la emotividad. Se añoran los muy lejanos tiempos en que las palabras de los políticos conmovían al público: “Recuerdo los discursos oficiales del licenciado Nava —dice una testigo—. Hablaba muy bonito, era un gran orador, uno podía ver lo que decía”. No es el recuerdo idealizante, pues también quedan registrados sentimientos de afrenta o confesiones de temor. Leemos: “la gente era progresista, pero también déspota y presumida”. No falta quien, al recordar los instrumentos de labranza ofrecidos en la tienda de Rafaelito, asocie el bieldo con sobresaltos de su infancia: “El bieldo me daba miedo porque es el que utiliza el Diablo para torturar a los que van al infierno”. O quien, al referirse a la educación primaria, recuerde sus cargas de conciencia: “La escuela era de monjas […] Nos enseñaban cadenas y ramilletes espirituales, donde el sacrificio era muy importante […] Y casi todo ‘pecado mortal’”.

7. Hay defensa del rigor histórico. Pese a las aperturas mencionadas, se propugna el valor de una memoria histórica que resalte los valores del pueblo: “Tlapujahua necesita un cronista ¡hay que rescatar la historia! ¡es tanta la que tenemos!” Junto a este clamor, la misma ciudadana consciente reclamará: “Los maestros actuales no saben nada de Tlalpujahua, nada de historia, y creo que tampoco les interesa aprender para poder enseñar”. Agregará ante la artificialidad de la promoción oficial de los “pueblos mágicos”: “En la actualidad los guías turísticos inventan todo”. Después reflexiona sobre las fuentes de la raigambre de la cultura auténtica: “En toda la región se ha perdido la lengua mazahua, porque en las escuelas los obligaban a utilizar el español y así fuimos perdiendo nuestra lengua”.

8. Se centra en la cultura cotidiana. Paso a paso la red de relaciones proyecta las pequeñas vivencias que son, tal vez, la parte más sólida e importante de nuestra existencia. Una frase sintetiza el reclamo a los cánones de sanidad moderna: “Se guisaba con manteca”, y engrosa la lista con los grandes gozos que difícilmente pueden comprenderse al no haberse compartido. Entre las viandas se enumeran la fruta de horno y el sagú, extraído de los troncos de palmeras exóticas; entre los juguetes, burdos carritos armados con tablones, provistos de ruedas de balero y de frenos hechos con pedazos de llanta; entre los enseres y materiales de trabajo, la cera de Campeche, el congo rojo o amarillo para pintar pisos de las casas, la “cola de sirena” para los carpinteros, y para los niños industriosos, como pegamento de sus papalotes, el sarro o residuo del tlachique. Entre las telas había una extensa variedad, desde la humilde manta hasta el casimir, con los que en cada hogar se confeccionaban las prendas familiares: cantón, cretona, percal, bayeta, cambaya, gasa, charmeuse, satín, indita, barragán, cabeza de indio, flat, calicut, telas estampadas, cuadrillé, jerga. Las nuevas modas eran adaptadas a la imaginación del pueblo, por lo que la llegada de los chemises (casi sacos para envolver el cuerpo), se hacían con los sacos que habían servido para envolver algunas mercancías.

Se marcan las particularidades culturales. En Tlalpujahua, los papalotes, barriletes o cometas reciben también el nombre de “güilas”: al nombre de papalote, que remite al náhuatl “mariposa”, se agrega güila, que en la misma lengua indicará que el cometa parece una paloma. En ocasiones, el entrevistado explica una costumbre perdida al lector que imagina muy lejano de los tiempos pasados: “Había mesones en donde los forasteros guardaban sus caballos y burros, eran como estacionamientos de animales”. Se dice cómo de la nueva tecnología nacieron tradiciones, pues se empezó a fotografiar a los niños difuntos, y cómo las remesas enviadas por los trabajadores migrantes permitieron inventar nuevos juegos: “A la Cofradía llegaban paquetes con juguetes, que los braceros enviaban. Te vendaban los ojos y te daban un carrizo, lo primero que tocabas era lo que te llevabas”.

Algunas costumbres pueden despertar el interés etnográfico. Un extraño parentesco religioso, por ejemplo, se describe como el vínculo que adquiere el bautizado con los hijos de sus padrinos: son sus “hermanos de pila”. Los novios “robados” debían casarse vestidos de color: pero había la forma de lavar su culpa, pues si cargaban una cruz en penitencia se les permitía casarse de blanco. La vieja tradición de la herencia del oficio paterno no solo se menciona, sino se justifica. Dirá un ferretero: “La continuación de la actividad de los padres la toman algunos hijos para que se perpetúen su vida y su obra”.

9. Despierta recuerdos. Este repasar de la cultura alumbra páginas que ya no eran contadas. Las cubría el polvo del tiempo, no la futilidad. Dice una maestra de arte plumario: “El cambio de la niñez a la adolescencia es el despertar del corazón […] Las vivencias de niños nos marcan para siempre. Hay recuerdos y sentimientos hermosos, también hay carencias y sufrimientos”.

La historia de Tlalpujahua aviva recuerdos a muchos que han sido sus nativos o habitantes. Pero más allá, el engranaje de las similitudes nos lanzará a muchos a buscar en el arcón olvidado. De Tlalpujahua al desértico norte habrá como mil ochocientos kilómetros; pero allá también bailábamos el trompo en la palma de la mano. Fernando hace alarde de quienes soltaban el trompo al aire para recibirlo en la mano y de quienes, con el mismo propósito, lo recogían del suelo con la cuerda. Yo nunca logré la primera proeza; pero Fernando omite que, si se abren el cordial y el índice y se pegan a la tierra, como cuando se pretende atrapar una lagartija, el trompo sube a bailar a la palma. Allá en el norte también soplan “airones”, y acudíamos en bola a los arenales que quedaban cerca de las lomas del panteón para empinar papalotes. Allá también enviábamos “cartas” por las cuerdas y subía el papel impulsado por el viento. Lo de las navajas de rasurar atadas a la cola de los papalotes es puro cuento, por más que Fernando quiera testimoniar su realidad. Allá también nos creíamos el cuento y atábamos no una, sino varias navajas para derribar los papalotes rivales; pero ni la mayor destreza, ni nuestras más perversas intenciones nos permitieron jamás lograrlo. Se comparten a distancia los cuentos infantiles.

También las fotos remueven la memoria. Vi la foto de las herraduras y los clavos. Nosotros nunca comprábamos herraduras porque el herrero al que acudíamos las hacía a la medida de las bestias; pero yo sí compraba los clavos y siempre me quedaba con alguno de recuerdo. No era cualquier clavo. Sus cuatro caras planas, su aguda punta, su cabeza en forma de pirámide truncada lo hacía un objeto único. Era una obra de arte que iba a parar a la cajita de recuerdos.

10. La historia es maestra. Del fondo de todo este arsenal de saberes, emociones, recuerdos, esperanzas, surge una gran verdad. Es la triste experiencia de Tlalpujahua que se proyecta, como advertencia, sobre todo el país, en un presente dominado por el entreguismo y la corrupción gubernamentales. Estas son las palabras simples, tristes, que no se resignan a una realidad aplastante: “Yo me acuerdo que eso de los mineros yo lo veía como lo más natural, ahora con el tiempo pienso y digo ¡ay, no! Qué tragedia, se morían bien jóvenes, iban a dar al Hospital de Dos Estrellas, que era el hospital para los mineros. Tlalpujahua se quedó amolado, los mineros enfermos y nada más se llevaron el oro y la plata. Es una pena que tengan que ser así las cosas”.

Para concluir, quiero agregar que entre todas las características enunciadas sobre el contenido del libro En los estantes de El Gran Cairo está la historia cultural de Tlalpujahua, resalta una importante función de la narrativa histórica: su poder de remembranza. Más allá de los fríos fines de la ciencia, la ciencia rompe límites para inundar los campos de la emotividad, para atar las conciencias a los devenires, para enriquecer el valor de las vivencias. El nombre justo para esta clase de historia es “historia de remembranza”. Sin embargo, reflexiono. Nada importa haberse aproximado al nombre justo. Es mejor prescindir de todo calificativo. Llamemos a esta historia, en forma llana, historia. Tal es mi conclusión; pero si alguno, rigorista en cuestión de taxonomías, todavía insiste en que este tipo de historia debe catalogarse, puedo sugerir también “historia de amor”, amor del pueblo tlalpujahuense por su cuna, imagen que quedaría ejemplificada con una navaja sobre la corteza de un árbol, con la leyenda “Tlalpujahua y Fernando”.

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