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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.66 Michoacán jul./dic. 2017

 

Reseñas

Gómez Serrano, Jesús, Formación, esplendor y ocaso de un latifundio mexicano. Ciénega de Mata, siglos XVI-XX, México, Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2016, 404 pp.

Gerardo Martínez Delgado* 

* Universidad de Guanajuato.

Gómez Serrano, Jesús. Formación, esplendor y ocaso de un latifundio mexicano. Ciénega de Mata, siglos XVI-XX. México: Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2016. 404p.


Como sugiere su título, el libro Formación, esplendor y ocaso de un latifundio mexicano. Ciénega de Mata, siglos XVI-XX ofrece una valiosa oportunidad para seguir y entender muchos de los procesos fundamentales de la historia del campo en México. Con él, Jesús Gómez Serrano cumple más de treinta años haciendo aportes a esa historia. Los más notorios han provenido de sus estudios sobre el latifundio de Ciénega de Mata, uno entre cerca de un centenar de mayorazgos formados en la Nueva España, pero no uno más, sino ese del que François Chevalier escribió: “bastaría por sí solo para ilustrar bajo sus diferentes aspectos el proceso de concentración de la propiedad” (p. 21).

Siendo éste el cuarto libro que el autor dedica explícitamente a Ciénega de Mata, salta a la vista la pregunta por su pertinencia: ¿Qué se añade a esa serie de investigaciones realizadas a lo largo del tiempo? Desde luego, se integran aquí los resultados de las pesquisas previas, pero ante todo, se obtiene una imagen de conjunto que no podría encontrarse en los tres libros anteriores; además, el epílogo, que se dedica al siglo XX, es una inmejorable posibilidad para reflexionar con muchos y buenos elementos sobre esa compleja historia agraria del México contemporáneo.

Gómez Serrano sugiere que con esta perspectiva de cuatro siglos puede verse, en el caso específico de Ciénega de Mata “como si la historia cerrara un ciclo” (p. 25): que aquellos dos sitios que compró en 1593 un modesto labrador originario de Extremadura, “en términos de la Ciénega que dicen de Mata” (p. 40) fueron el origen de un latifundio que andando el tiempo contó con 360 mil hectáreas, pero al final del siglo XX, después de un largo proceso de fragmentación quedó en la familia Rincón Gallardo apenas el núcleo inicial. El libro proporciona mucho más que esta historia circular de las posesiones de un apellido, hay que insistir en que hay aquí elementos que informan y orientan para pensar cuatro siglos de historia rural, más general, aunque acaso en ésta no haya sentido circular.

Desde la perspectiva agraria, el libro se refiere con detalle a los procesos de concentración de tierras, al funcionamiento de la estructura económica en la Nueva España, a ese sistema de pesos y contrapesos que significaba tener en la iglesia al principal poseedor de capitales para activar los negocios. Se analiza la crítica del latifundismo -iniciada en el siglo XVIII- y sus grandes secuelas, la desamortización y nacionalización de bienes en el siglo XIX, y la reforma agraria en el XX. A través de las páginas se examinan las vocaciones productivas de cada hacienda integrante, los recursos hídricos y las herramientas con que se contaba para hacerlas producir, la calidad de las tierras, el alcance de los mercados o los siempre dificultosos procesos de transmisión del vínculo, incluido un ruidoso pleito entre los hermanos María Teresa y Francisco Rincón Gallardo.

Tal vez una pregunta central que pueden tener los interesados en este libro es: ¿Cómo se hizo de tal extensión este latifundio? ¿Cómo reunió tantas tierras ese modesto migrante que tenía en su mano las señas de “una cuchillada”? Con sus variantes y adaptaciones, la respuesta que aquí se encuentra apunta a la manera como se han hecho todas las grandes fortunas: actuando con inteligencia y determinación, arriesgando en un ambiente que para casi nadie tenía atractivo ninguno; con mercedes y composiciones reales; usando sistemáticamente prestanombres; haciendo buenas migas con la gente influyente y formalizándolas con matrimonios ventajosos; consiguiendo buenos abogados; accediendo a cargos públicos, pero quizá sobre todo, con lo que había detrás de esas ciertas o medianamente falsas querellas acumuladas de abusos y despojos que “incluían el robo de ganado, el desafío a las autoridades constituidas y la fingida confusión de los derechos que amparaban sus mercedes de tierras”. Como se decía en los términos de las composiciones de tierras que fomentó la corona española en 1645 y 1697, se trataba de regularizar las posesiones que se tenían “con títulos fingidos e inválidos” (pp. 48 y 60).

Uno de los episodios más notables de esta historia tiene que ver con el análisis que se hace a un documento fundamental, que de puño y letra redactó en 1704 José Rincón: Instrucción. Con estos apuntes, el titular del mayorazgo quería transmitir a su heredero la experiencia que le permitía su trabajo directo y las enseñanzas que él mismo había recibido de su padre. Pero lo que el cuaderno revela es algo más que el fruto de la práctica, más bien una serie puntual de criterios bien estudiados y de un espíritu racional, de trabajo, de disciplina y aprovechamiento del tiempo, un espíritu de lucro que estaría muy cercano a la “ética protestante y el espíritu del capitalismo” sino fuera por la ausencia total de libertad individual, ocupada en este caso por un fuerte “espíritu paternalista”. Cómo tratar a los campesinos, cómo supervisar y evitar la ociosidad, cómo contar las raciones, dónde y cuándo sembrar, en qué épocas y hacia dónde mover el ganado. Todo eso hay que inscribirlo en esa tradición novohispana, dice el autor, insuficientemente estudiado todavía, que “tiene que ver con la introducción de criterios positivos en la agricultura y la colocación de los cimientos de lo que andando el tiempo sería la economía agrícola” (p. 140).

El ánimo que está detrás de esta instrucción es pues, y sin duda, el de lucro, a pesar de que, como sugiere el mismo Gómez, sigan pesando en la historiografía esas afirmaciones como la de Chevalier, para quien estos personajes buscaban ante todo influencia y poder, títulos, “muchísimo más que las ganancias del capitalista burgués” (pp. 122-124).

En la misma ruta de desmontar o poner a prueba con mejores armas esa perspectiva, cuando el autor revisa esas pesadas cargas que eran las fundaciones piadosas, censos, capellanías y demás deudas que se contraían con la iglesia, encuentra que “existían fenómenos compensatorios, que en cierta forma aseguraban que lo que se debía a la iglesia regresara a los particulares”, que en la economía colonial, “los conventos y los obispados pudieron acumular grandes sumas […] que luego devolvían a los particulares bajo la forma de préstamos que generaban un módico interés del 5% anual” (p. 197). Cabría añadir la aguda sentencia del historiador Henri Pirenne, que hace más de un siglo sostuvo, que el afán de lucro es “tan natural al hombre primitivo como al hombre civilizado” y que los grandes propietarios no renuncian a la venta de sus productos sino cuando no pueden hacerlo de otro modo,1 y quizá era la piedad la que jugaba, sólo en algunos aspectos, en contra.

Al autor le gusta pensar que este es un libro de historia regional, pero hay ahí una inconsistencia que revela la necesidad de recuperar un debate que está casi olvidado en la historiografía mexicana. Lo que hay detrás de esta obra son mejores elementos para poner a prueba esa llamada historia regional. Más allá de las etiquetas, en el libro la región no está construida, sino dada, y se refiere, acaso, a la superficie -inmensa- del latifundio. Además, la movilidad de ciertos personajes sugiere que la región no era la que marcaban los límites del latifundio, sino que éste era apenas el centro de una región. La del mayorazgo no calza en una historia regional porque los alcances de su producción, de su impacto político y de las redes tejidas desde allí superaron permanente y consistentemente el ámbito impuesto por la región.

Cuando Pedro Mateos imaginó sus dominios, antes de poseerlos, trazó líneas por cinco alcaldías mayores distintas, la de Aguascalientes, Bocas, Ojuelos, Lagos y San Felipe. Pronto, no obstante, los animales y granos producidos allí eran conducidos a Zacatecas, Guanajuato, Puebla, San Miguel el Grande y Querétaro. En el siglo XVII, de ahí salía el ganado para abastecer los reales de minas, pero también, en Agustín Rincón recaía el remate para abastecer “todas las carnicerías de la ciudad de México durante el bienio 1634-1635” (p. 67).

Gómez Serrano determina con inteligencia que la administración del latifundio fue requiriendo centros de operaciones: primero fue Zacatecas, luego Aguascalientes y quizá por mucho tiempo habría habido un doble centro en Aguascalientes y Lagos. Pero los intereses, el movimiento y las exigencias de mantener activa la inmensa propiedad requerían el dominio de otros espacios más lejanos. En términos de alianzas matrimoniales, por ejemplo, está el caso de Juan Rincón, en el temprano siglo XVII: al buscar mujer para desposar en segundas nupcias pensó en una de un lugar muy lejano de sus centros de operación y de su ámbito regional, la ciudad de Puebla. Al final no se concretó, “faltó” a la promesa, pero es un indicio de la “centralidad” que tuvo mucho tiempo Puebla para esta familia. Cuando José Rincón Gallardo, el primero en ostentar ese apellido, notó que era viejo y que “por sus achaques” no podía asistir en las haciendas, se estableció también en Puebla, en 1703.

En la lista de matrimonios ventajosos está el del mismo José con la hija del oidor de la Real Audiencia de Guadalajara, todo un personaje que fue después gobernador de la Nueva Vizcaya y, al final de su vida, se ordenó sacerdote y fungió como tesorero de la Catedral de Puebla. Luego vinieron muchos más y la cercanía con las élites de la capital novohispana y mexicana nunca fallaron: José María Rincón Gallardo “era amigo personal del general Antonio López de Santana” y se casó con María de la Paz Villamil Rodríguez de Velasco, hija de la Güera Rodríguez -amante de Iturbide- y ella misma “dama de palacio de la emperatriz Carlota” (p. 226). Su hijo Rodrigo se casó con Virginia Doblado, hija del general Manuel Doblado, gobernador de Guanajuato. Su nieto Francisco desposó a Luz Díaz, una hija del presidente Porfirio Díaz. Todo lo anterior no son anécdotas genealógicas, sino claros indicios de los círculos desde los que era posible mover los engranajes del latifundio.

En este ejercicio de ida y vuelta, pueden referirse los movimientos de Agustín Rincón a principios del siglo XVII, que era autoridad en Lagos, Aguascalientes, Pinos y Zacatecas, pero además, patrón de conventos en Zacatecas, Aguascalientes, Celaya y Salvatierra. Casi un siglo después, el viejo José le recomendó a su hijo tener un buen amigo en Zacatecas y otro en San Luis, para garantizar las compras y las ventas, el funcionamiento del negocio. Varias generaciones después y no sin innumerables vicisitudes, un heredero del latifundio no se conformó con tener en San Luis un amigo, sino con ser nombrado “gobernador y comandante militar del departamento de San Luis Potosí”.

Lo anterior nos remite a un aspecto adicional: ¿Qué lugar ocupaban los Rincón Gallardo y con ellos su mayorazgo en el concierto de los ricos y nobles de la Nueva España, o de los grandes propietarios en la historia de México? Citando un libro clásico de Doris Ladd, Gómez ubica a esta entre una de las 80 “familias novohispanas” que alguna vez fueron agraciadas con un título de nobleza. El dato es esquivo, pues la falta de continuidad en muchas de ellas debió estrechar el círculo. Más allá de lo familiar, no obstante, vale subrayar la importancia efectiva que tuvo esta propiedad en la historia agraria mexicana y llamar la atención sobre la necesidad de ampliar los estudios que como este, con una perspectiva de largo plazo, revisen esos eslabones esenciales “de la compleja historia rural del país”.

Sobre la segunda mitad del siglo XIX y el XX hay al menos dos grandes problemas historiográficos que aquí se tocan. El primero tiene que ver con la disolución del latifundio (habiéndose extinguido la figura del mayorazgo en 1820) promovida por su titular en 1861. Partiendo de ella, Jesús Gómez demuestra que, para entonces y en buena parte del país, “sin lugar a dudas que la tendencia dominante no era hacia la concentración de la propiedad y la formación de haciendas inmensas”. Esto debería contribuir a soterrar de una vez esas historias de la revolución y esa perspectiva que tuvieron los gobiernos emanados de ella que “en todo el país había sucedido lo mismo que en Morelos, en donde las grandes haciendas y la industria azucarera habían prosperado a costillas de los pueblos, que entre 1876 y 1910 fueron cercados, despojados y en algunos casos aniquilados” (p. 329). Por supuesto, esto no quita el papel hegemónico de la hacienda en el porfiriato: un inmenso latifundio se acabó, pero sobrevivieron una docena de grandes haciendas y una centena de ranchos medianos y pequeños. El gran problema, subraya Gómez Serrano, “consistía en que el crecimiento de la población rural era más intenso que el de la oferta de tierras” (p. 321).

Ya en el siglo XX hay que destacar un segundo problema historiográfico. Con base en un documento vertebral y dejando atrás el trabajo tan serio de consulta y crítica de innumerables archivos, documentos y bibliografía pertinente en que se apoya todo el libro, el autor enfrenta el difícil tema de la reforma agraria y sus secuelas hasta el final del siglo XX. El ejercicio tiene de suyo una relevancia destacable, pero no deja de extrañarse mayor perspectiva para valorar las 26 mil hectáreas que después de la mitad del siglo XX conservó la familia. Eran menos del 10% del latifundio de un siglo atrás, pero era también el tamaño de una hacienda buena y grande del mismo siglo XIX. Sin duda, hay un aire de romanticismo en las palabras de Jaime Rincón Gallardo que el autor parece hacer suyas: esas miles de hectáreas, apuntó Rincón, eran “tierras tan pobres que no merecieron ser repartidas”.

Los historiadores hemos tenido una capacidad de miras muy reducida, que nos ha concentrado en estudiar la reforma agraria en el espacio de unos cuantos años o, a lo más, algunas décadas. El epílogo de este libro nos confirma en la necesidad de ampliar el marco para entender con urgencia la situación del campo mexicano. Sin duda, es fundamental un panorama como el que aquí se otorga, un recorrido de más de cuatro siglos que dan una base sólida y varios elementos muy valiosos para profundizar en la investigación. Si hacia la mitad del siglo XX se reinventaron las grandes propiedades, y si la caducidad de los certificados de inafectabilidad ganadera en la década de 1960 acabó con ellas, son dos fenómenos que hace falta estudiar con más atención. Para ello, hay que evitar perderse en las particularidades de una hacienda o en una perspectiva limitada a unos pocos años, más bien integrar, como aquí, incluso esa llamada “contrarreforma”, promovida por el gobierno de Carlos Salinas, sobre la cual, con la distancia que otorgan más de veinte años se puede hacer un corte de caja, siempre apoyados en las ventajas de la historia larga y bien estudiada.

En el contexto actual de la economía mundial, que sólo en apariencia descansa sobre la industria, el comercio y las concentraciones urbanas, se olvida frecuentemente la importancia de la economía agrícola. La perspectiva histórica de un libro como este la revalora y recuerda que vale la pena repensar el presente y el futuro del campo mexicano.

Bibliografía

Pirenne, Henri, Las ciudades de la Edad Media, España, Alianza, 1972, p. 21. [ Links ]

1Pirenne, Henri, Las ciudades de la Edad Media, España, Alianza, 1972, p. 21.

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