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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.66 Michoacán jul./dic. 2017

 

Artículos

La Reforma “a ras de tierra”: curas, funcionarios y católicos en el arzobispado de México, 1872-1876

“The reform ‘at ground level’: catholics, officials and priests in the archbishopric of Mexico, 1872-1876”

“La réforme ‘sur le terrain’: les catholiques, les fonctionnaires et les prêtres de l’archevêché de Mexico, 1872-1876”

Ulises Iñiguez Mendoza* 

* Universidad de Guadalajara, Departamento de Historia. ulinme@hotmail.com.


Resumen:

Se describen en este artículo algunos aspectos de las relaciones entre feligreses, párrocos y funcionarios civiles en las parroquias del arzobispado del estado de México bajo el régimen de Sebastián Lerdo de Tejada. En un marco de ásperas relaciones Iglesia-Estado a escala pueblerina, resulta notable la formación de alianzas o redes informales pero muy eficaces, hasta el punto de minimizar o cancelar la aplicación de las Leyes de Reforma. El arzobispo Pelagio Antonio de Labastida juega un papel que combina la prudencia y la astucia, evitando recaer en conflictos más graves.

Palabras clave: Sebastián Lerdo de Tejada; conflicto Iglesia-Estado; Estado de México; liberalismo; catolicismo; resistencia popular

Abstract:

This article describes some relationships established among faithful, priests and government employees, into the parishes of Mexico State archbishopric during President Sebastián Lerdo de Tejada´s term. Being the Church-State links very harsh on the villages scale, it´s remarkable the setting of very efficient networks formed by these social actors, in order to minimise or nullify the enforcement of Reform Laws. Archbishop Pelagio Antonio de Labastida combines prudence with astuteness, preventing of serious conflicts.

Key Words: Sebastián Lerdo de Tejada; Church-State conflict; Mexico State; Liberalism; Catholicism; popular resistance

Résumé:

C’article étude quelques aspects des relations parmi paroissiens, prêtes et fonctionnaires civiques dans les paroisses du archevêque du Mexico dans la présidence de Sebastián Lerdo de Tejada. Dans un ambiance de relations difficiles parmi l’Eglise et l’Etat dans un environnement provençal, est notable la formation de alliances ou racines informelles très efficaces, jusqu’à le point de rendre minimes ou jusqu’a empêcher la application de beaucoup de les Lois de Réforme. Le archevêque Pelagio Antonio de Labastida joue un papier que assorti la prudence et la ruse, évitant provoquer conflits plus graves.

Mots clé: Sebastián Lerdo de Tejada; L’Eglise et l’Etat; Lois de Réforme; le catholicisme; libéralisme

Este trabajo pretende indagar sobre las relaciones entre Iglesia católica, Estado liberal y sociedad durante la segunda mitad del periodo conocido como la República Restaurada, entre 1872 y 1876; es decir durante el mandato presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada. Hemos abandonado el clásico conflicto entre cúpulas para centrarnos en los vínculos, consensos y disensos establecidos entre los poderes civil y eclesiástico al interior de las parroquias y poblaciones; es decir, enfocando esa lucha ancestral desde una escala menor, entre párrocos y funcionarios de pueblo, en interacción con otro actor social quizá subestimado en estas pugnas: la población católica.

En cuanto a la configuración de los vínculos entre Iglesia y Estado a partir de la derrota definitiva del partido conservador en 1867, existe un cierto consenso: tres distintos momentos -signados por diversos grados de conflictividad o de concordia-, correspondientes a cada uno de los presidentes en turno: Juárez, Lerdo de Tejada y Díaz. De tal suerte, a un periodo de avenimiento o conciliación, no exento de tensiones, durante los años de Juárez, entre 1867 y 1872, le seguiría un mandato lerdista en el que la legislación anticlerical se radicalizó y, finalmente, la larga etapa del Porfiriato, que retomó la línea más tolerante del juarismo y la profundizó hasta convertirse en epítome de modus vivendi entre los poderes civil y eclesiástico.

Es pues la etapa juarista aquélla en que los vínculos entre las dos instituciones alcanzan una cierta estabilidad y un primer estatus de avenimiento, más claramente hacia el final de ese lustro. Deben tenerse presentes aquí las diversas medidas conciliatorias impulsadas por el presidente Juárez desde su retorno al poder, algunas exitosas y otras fracasadas (por lo general al enfrentar una recia oposición en el Congreso); para don Benito, luego de un decenio de guerra civil, el enfrentamiento con su adversario eclesiástico ya no era una preocupación principal. Uno de estas célebres tentativas -frustrada a fin de cuentas, pero no por su culpa- fue la inclusión en la convocatoria de 1867 del intento de restituir el voto a clérigos y sacerdotes, sin que pudieran ser elegidos como funcionarios. La amnistía de 1870 amplió la posibilidad del retorno a México a muchos colaboradores del Imperio y, si bien el arzobispo Labastida, exiliado en Roma, quedó excluido, al año siguiente el presidente accedió, mediante permiso especial, al regreso de la figura eclesiástica más destacada del lado imperialista1.

Por otro lado, el presidente Juárez nunca derogó ninguna de las Leyes de Reforma, aunque lo espinoso de su puesta en práctica lo llevó a paulatinas adecuaciones y reglamentaciones para dirimir las abundantes diferencias de interpretación que surgían cotidianamente en pueblos y ciudades. Una muestra más de este talante conciliatorio -no exento de astucia política- fue el relativo a las Hermanas de la Caridad, congregación que gozaba de enorme reconocimiento en muchos lugares por sus actividades humanitarias en escuelas y hospitales para pobres. Juárez se resistió durante su mandato a las presiones de los radicales y las libró del decreto general de exclaustración aplicado a todas las demás órdenes femeninas, en febrero de 1863; mantuvo esa prerrogativa a favor de las religiosas hasta su muerte, en julio de 1872.2

En cuanto a la religiosidad popular, la Ley sobre Libertad de Cultos dictada por el presidente el 4 de diciembre de 1860 -culmen de la Reforma-, si bien vetaba los actos de culto público al supeditarlos al permiso de la autoridad local,3 resultó una eficaz y muy inteligente válvula de escape que permitió a la ferviente población católica seguir viviendo, aunque no fuera con la intensidad habitual, su exuberante religiosidad “de puertas afuera”.

No obstante todo ello, esta primera etapa de la República Restaurada se vería marcada asimismo por constantes desavenencias y contactos ásperos y rijosos entre los representantes civiles y eclesiásticos en sus niveles de gobierno más básicos en pueblos, villas y ciudades. El extenso trabajo en archivos de Marta Eugenia García Ugarte ha documentado las numerosas dificultades que enfrentaron los curas de pueblo en el territorio eclesiástico aquí trabajado.4 Este difícil periodo de implantación de las Leyes de Reforma constituyó la otra cara de la moneda de la conciliación juarista, no del todo advertida por los historiadores, que suelen destacar la disminución en las tensas relaciones entre la Iglesia y el Estado en sus niveles más altos, mientras que una especie de “guerra de baja intensidad” se libró durante algunos años en las trincheras de la lucha cotidiana entre el cura y el alcalde. La historiadora afirma que, a partir de 1867, distintas propiedades parroquiales -casas curales, huertas, cementerios-, “suscitaron la codicia de los nuevos funcionarios públicos del Registro Civil” y se muestra bastante más crítica sobre el periodo de conciliación juarista, observando que las pugnas consumieron “la energía de todos los involucrados, jueces, párrocos y población, durante el gobierno del presidente Juárez”. No obstante, admite que hacia 1872 estos problemas tendían a disminuir, al tiempo que se abrían nuevos frentes para la Iglesia, entre otros, el surgimiento del protestantismo.5

A la muerte de Juárez, su sucesor puso en práctica una política que para muchos de sus correligionarios significó, al fin, la realización plena de los postulados reformistas, aquéllos que don Benito parecía, por lo menos, haber soslayado en aras de una convivencia menos ríspida.6 Con todo, no fueron pocos los liberales puros que reprobaron los que consideraban excesos anticlericales de Lerdo de Tejada, así como buena parte de la prensa inequívocamente liberal, conscientes de que la legislación promulgada por don Sebastián vulneraba fibras muy sensibles de la religiosidad popular.

El Porfiriato encontraría nuevas sendas de allanamiento y conciliación entre los actores en conflicto: un Estado liberal no sólo triunfante sino estable por vez primera en nuestra historia, una Iglesia que no renunciaría nunca a sus aspiraciones y pretensiones, y una sociedad cuya vigorosa raigambre católica se mostraría dispuesta a medir sus fuerzas -así fuera por mecanismos subrepticios-, ante un conjunto de leyes que pugnaba con sus prácticas religiosas y -así lo sentía una inmensa mayoría-, atacaba de raíz sus creencias más acendradas.

Si bien la naturaleza fascinante de las relaciones Iglesia-Estado-sociedad bajo don Porfirio ha sido ampliamente estudiada, conocemos mucho menos cómo se configuraron estos vínculos bajo su antecesor. Este artículo pretende profundizar en el conocimiento de dichas relaciones durante el periodo presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada, partiendo de las fuentes consultadas en el Archivo Histórico del Arzobispado de México. Según se indicó desde el primer párrafo de este artículo, nos interesa, más que reiterar la ya conocida radicalización legislativa durante el régimen lerdista, penetrar con mayor profundidad en el impacto concreto que tuvo en el territorio eclesiástico seleccionado para nuestra investigación: el de las parroquias pertenecientes a la arquidiócesis que durante esos años gobernó -recién vuelto del exilio- el arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos.

Se trabajaron varias decenas de expedientes del Archivo Labastida y Dávalos, serie Parroquias, circunscribiéndonos casi por completo a dicho etapa (sólo dos expedientes corresponden a 1877).7 Consideramos que en conjunto proporcionan un escenario distinto en cuanto a los lazos establecidos entre los poderes civil y eclesiástico, pero no desde sus altas jerarquías. Por el contrario, de esta selección documental emerge una praxis muy diferente: la que día a día se vivió en una escala inferior, la de los pueblos y pequeñas localidades de los curatos pertenecientes a la que era quizá la arquidiócesis más importante de la República mexicana. Un aspecto que consideramos relevante es el de exhibir los mecanismos concretos por los cuales se aplicaron -o dejaron de aplicarse- las Leyes de Reforma en este arzobispado: cómo esta se llevó a cabo en sus niveles más básicos, “a ras de tierra”, y quiénes fueron sus protagonistas. Por último, colateralmente, muchos de estos expedientes nos muestran las reacciones concretas que desencadenó la propagación del protestantismo -otro rasgo definitorio del régimen de Lerdo de Tejada-, cuyos avances, mínimos a fin de cuentas, se hicieron más notorios durante dicha administración.8

Una Iglesia entre la supervivencia y los conflictos

Restablecida la paz en 1867, la sumisión a las autoridades civiles -que en rigor vulneraba la pregonada independencia entre Iglesia y Estado- fue causante de innúmeras tensiones durante gran parte del periodo presidencial de Juárez, documentadas con profusión por Marta Eugenia García Ugarte: el encarcelamiento o la multa para el párroco cuando no presentaba las boletas del registro civil antes de bautizar o de casar por la Iglesia; las expresiones insultantes de las autoridades a los fieles que acudían al párroco para recibir los sacramentos; y aun las amenazas de funcionarios locales que pretendían expropiar los templos, casas curales y casas del diezmo, pese a que todas estas propiedades habían quedado fuera de la posibilidad de ser nacionalizadas.9

Pero si los excesos anteriores eran consecuencia de una aplicación autoritaria y abusiva de la ley, mucho más extremos eran casos como el saqueo ocurrido en la iglesia de Ocuituco en agosto de 1871: las autoridades locales habían robado la plata y objetos sagrados y profanos. El vicario denunciante reportaba asimismo el uso grotesco dado por los ladrones al dinero obtenido de su venta: la compra de algunas terneras. Es notable la respuesta mesurada del arzobispo Labastida, recomendando al vicario “que procure hacer entender su responsabilidad a los que han dispuesto de la plata y cuya responsabilidad es mayor por la inversión que dieron al valor de ella”, y renunciando a las vías judiciales en un asunto que bien lo ameritaba.10 Podemos leer en estos primeros indicios de prudencia arzobispal, apenas a tres meses de un retorno nada triunfal al país, una postura que el prelado desarrollaría extensamente como estrategia conciliatoria; ya no eran tiempos para una oposición beligerante, ni siquiera ante excesos y arbitrariedades gubernamentales, sino de paciencia y reconstrucción al interior de una Iglesia “profundamente lastimada en sus estructuras” y con un clero demasiado relajado en lo espiritual.11

Muchos otros agravios se derivaron del empleo indecoroso o francamente sacrílego dado a los templos que en algún momento habían estado bajo control gubernamental para luego ser devueltos a sus parroquias. Por ello el cura de Sultepec solicitaba a sus superiores “reconciliar” su iglesia, profanada el 16 de septiembre de 1870 al convertirla “en obrador de los fuegos artificiales y adornos teatrales de la solemnidad de los Héroes patrios”. Los oficios estaban suspendidos desde esa fecha y su reconciliación se volvía urgente porque los fieles se estaban quedando sin misa.12 Por otro lado, era manifiesto el deterioro físico de iglesias, luego de diez años de guerra casi ininterrumpida con sus inevitables secuelas de destrucción y ruina, no obstante haber transcurrido un lustro o más desde el triunfo de la República, y la enorme pobreza en la que se encontraban inmersas muchísimas parroquias. Así, las descripciones de los curas en sus intentos por recaudar dinero entre una feligresía paupérrima son a veces patéticos, como consta en los expedientes de San Pablo, San Sebastián, Tecozautla y Tepexpan.13

En el caso de la iglesia de San Sebastián, el cura sólo logró reunir una cantidad irrisoria para su reparación, así que había enviado a sus probables patrocinadores una carta-formato impresa solicitando fondos. Tal método de recolección de limosnas, ya prohibidas por la Reforma fuera de los templos, quizá no estaba previsto por las autoridades, pero no siendo pública sería más difícil probar que infringía dichas leyes.14 En San Pablo, el párroco reportaba a su arzobispo que, después de acudir a los ricos y a la feligresía en general pidiendo alguna aportación, había fracasado y se declaraba carente por completo de recursos. Por tanto, no le quedaba más remedio que suspender los oficios de la Semana Santa.15

Ante la escasez generalizada de dinero, un mecanismo puesto en práctica de manera combinada por curas y feligreses y que aparece recurrentemente fue la venta de alhajas religiosas. Cuando en los templos se contaba con piezas de plata o alhajas sagradas no se vacilaba en venderlas -a veces, refundirlas- para pagar los trabajos de reparación más indispensables. En todos los casos que hemos revisado el arzobispado otorgó su aprobación, sin que surgieran objeciones simbólicas o de tradición. El análisis de estos expedientes arroja asimismo una luz peculiar sobre algunos aspectos de las relaciones entre el clero local y sus parroquianos, y sobre la importancia de las formas externas del culto católico.

Un primer ejemplo es el expediente de Yautepec, de mayo de 1875. Reunidos los fieles más antiguos, ante las circunstancias tan desfavorables en que se encontraba su iglesia y el temor de que se perdieran sus pocas piezas valiosas -un trono, una cripta, etc., de muy buena plata-, solicitaban permiso para que fueran “demolidas”, aplicando el importe de la venta a la reparación completa de un altar ciprés del Sagrario antiguo. De esta manera, aseguraban los fieles firmantes, “se obtendrá la inmensa ventaja de inspirar la veneración debida [...]”, añadiendo que se evitarían futuras consecuencias desagradables.16 Solicitaban igual gracia para demoler los cánones de los ciriales y de la cruz alta para sustituirlas con otras piezas de metales menos valiosos.17 En la parroquia de Ecatepec varias piezas de plata -candelero, incensario, vinagreras, platillos- habían sido empeñadas desde 1869 por dos feligreses de Chinconautla para poder pagar al licenciado Rubiños cierta deuda. Hasta la fecha seguían sin ser rescatadas y Rubiños -católico consciente según parece-, había pagado al Monte Pío los refrendos sin hacer válidas las boletas, evitando así una pérdida patrimonial para su iglesia. Tampoco se había querido dar a conocer el caso a las autoridades del lugar porque se apropiarían de estos objetos sagrados.18

Se derivan de estos expedientes dos conclusiones de sumo interés: para efectos eclesiásticos los objetos del culto sí se comercializaban o al menos se empeñaban, casi seguramente para resistirse a alguna acción liberal en su contra. No menos importante era la existencia en estos pueblos, pese a las autoridades liberales, de una red de intereses católicos que actuaba con notable cohesión e iniciativa, protegiendo en este caso los objetos sagrados.

El de Chimalhuacán Atenco, en agosto de 1876, es un caso más en el que cura y vecinos pedían la autorización de la Sagrada Mitra para vender alhajas religiosas y destinarlas a indispensables reparaciones del templo de Tecamachalco. Se les concedía, levantando un inventario completo y claro de qué se vendía y a qué se destinaba, la entrega de comprobantes, etc. El aspecto más relevante en este expediente es el personaje que encabezaba la iniciativa, dirigida al párroco: “Los que suscribimos, Alcalde Auxiliar primero, suplente, y vecinos honrados del pueblo de Tecamachalco [...]”. Por su deterioro, deseaban ponerlas en venta para reparar “las piezas interesantes en esta clase de metal”. Con sano pragmatismo, emplearían el dinero restante para reparaciones de su iglesia, señalando además el temor “de que no nos las vayan a robar como ha sucedido y está sucediendo con varias capillas [...]”.19

Es éste el primero de los expedientes revisados, dentro del modesto nivel municipal, en que surgía una vinculación entre los poderes civil y eclesiástico -alcalde auxiliar y párroco-, quizá inimaginable para las cúpulas liberales; en las siguientes secciones, en distintas circunstancias, surgirán inter-relaciones y conexiones similares, incluso de mayor alcance. Junto a los esfuerzos por restaurar el aspecto físico de los espacios sagrados, en paralelo, sacerdotes y arquidiócesis se comportaban con gran celo cuando dichos espacios habían sido profanados; sólo podían restituirse a sus oficios habituales mediante un ritual de “reconciliación”. Las reconciliaciones estaban directamente relacionadas con los usos profanos o ilícitos de templos y capillas, por abusos de autoridades civiles o militares. Para recuperar el carácter sagrado de un templo o de una capilla y que los curas pudieran volver a oficiar en ellos, debía realizarse un ritual específico, rehabilitando así el lugar para el culto católico.

Al expediente ya mencionado de Sultepec, hay que sumar los casos de una capilla de la parroquia de Tlalmanalco que había estado algún tiempo en poder de la autoridad civil, sirviendo “para espectáculos profanos”,20 de los templos de Tetelco, en la parroquia de Mixquic, y del parroquial en Tecozautla, ambos ocupados por fuerzas militares, el primero durante varias semanas, el segundo por unas cuantas horas. En todos los casos se procedía a su reconciliación para volver a efectuar las funciones religiosas.21

La gradual vuelta a la normalidad del culto en el territorio eclesiástico, si bien ardua luego de las secuelas de dos guerras civiles y la pobreza generalizada, era finalmente factible: la cohesión entre parroquianos y clero parecía compacta, sin excluir algunas autoridades civiles. No obstante, otros representantes del gobierno periódicamente presionaban a los párrocos al llevarse a cabo los bautizos y matrimonios, a pesar del tiempo transcurrido desde las primeras Leyes de Reforma y de su posterior reglamentación, que buscaba deslindar con claridad las atribuciones civil y eclesiástica. Así, en septiembre de 1872, el alcalde de Chapatongo exigía al cura una lista de los matrimonios eclesiásticos celebrados en agosto, advirtiéndole que en lo sucesivo, antes de poder bautizar o casar, debía exigir a los feligreses las correspondientes boletas del registro civil. La autoridad eclesiástica juzgaba inconveniente esta exigencia, “por ser contraria no sólo al espíritu de las leyes de Reforma […] sino a la letra de la circular del 15 de agosto de 1862”.22 Por tanto, pedía al cura que sin perjuicio de sus buenas y amistosas relaciones privadas con las autoridades así se los manifestara, confiando en que el presidente municipal se desistiría “de su pretensión que él mismo calificará de contraria a las citadas leyes” [las cursivas son nuestras]. Si bien desconocemos la conclusión del caso, vuelven a ser evidentes la prudencia y la buena disposición de la jerarquía eclesiástica a no entrar en conflicto con su contraparte civil, sin dejar de hacer valer las leyes o disposiciones que salvaguardaban su ámbito de acción.23

Exactamente en el mismo sentido, en Coacalco, en marzo de 1873 el vicario se quejaba de “un depravado intento” del presidente municipal para que el cura no pudiera casar, bautizar ni enterrar, si no mostraba las boletas civiles, “alegando que su compadre, el finado padre Bernabé, así lo hacía”. Quizá no haya sido extraño que, buscando evitar problemas o cediendo a compromisos de amistad o compadrazgo, hubiera sacerdotes que accedían a tales peticiones.24 Y en la misma situación se hallaba el párroco de Tecozautla quien, en septiembre de 1874, se negaba ciertamente a pedir a los interesados la boleta civil correspondiente, pero no tanto por un principio de separación Iglesia-Estado, sino para persistir en el rechazo a la Reforma: “porque sería ayudar a las leyes anatematizadas”.25 En ambos expedientes, la recomendación del arzobispo era que obrasen con moderación y prudencia al enfrentar a los alcaldes, respaldándose en las propias leyes. Tal moderación era precisamente la estrategia empleada una vez más por el párroco de Huixquilucan cuando le hacían la misma solicitud, si bien en un tono más amistoso que a sus colegas, aduciendo que él no obligaría a sus feligreses a presentar tales documentos ni suspendería por ese motivo la administración de los sacramentos; para ello se amparaba, entre otras leyes, en la circular del 31 de enero de 1868.26

De manera paulatina, aun bajo el liberalismo radicalizado que caracterizó a la administración de Sebastián Lerdo de Tejada, el arzobispo de México apuntaba hacia un nuevo modus vivendi, dejando atrás las rudas confrontaciones de años anteriores; así lo señala Cecilia Bautista: “[…] los conflictos radicales con la autoridad civil protagonizados desde el inicio de la Reforma liberal a mediados de la década de 1850, dejan una lección importante para la década de 1870, en términos de una nueva forma de entendimiento capaz de frenar el propio desgaste institucional de la Iglesia católica. Ello es evidente en el abandono del discurso clerical de descrédito y confrontación con el gobierno […]”, habitual en los inicios de esa disputa.27

Más aún, Labastida llegaría incluso a promover la aceptación del registro civil por medio de sus párrocos, persuadiendo a los católicos para que ocurrieran a él y no se privaran de sus beneficios legales.28 Esta disposición, en la que el mismo arzobispo da respuesta a los fieles de Buenavista, jurisdicción de Acambay, en febrero de 1876, bien puede considerarse como un punto de quiebre en el reacomodo de las relaciones entre la Iglesia y el Estado liberal; una muestra adicional de la inteligente y prudente estrategia política seguida, y quizá algo aún más profundo: un cambio crucial al interior de la propia mentalidad del prelado, adaptándose a las nuevas circunstancias, pese a que su Iglesia enfrentaba precisamente durante la presidencia de Lerdo de Tejada, sus momentos más oscuros. Otras medidas igualmente sagaces y pragmáticas orientadas a insertar a los católicos en el gobierno -por ejemplo, disminuir el nivel de exigencia de la contraprotesta sin que por fuerza cayera sobre ellos el rigor de la excomunión-, rendirían cabalmente sus frutos en la década siguiente, bien afianzado ya el régimen del general Porfirio Díaz.29

¿Cementerios o Camposantos? La “cuestión protestante”

Las circunstancias concretas bajo las cuales funcionaron los cementerios de los pueblos durante el régimen de Lerdo de Tejada constituyen un caso aparte en las conflictivas relaciones Iglesia-Estado, en sus niveles de gobierno más básicos. Es una evidencia adicional de las enormes dificultades del Estado mexicano para alcanzar al menos un cierto grado de aceptación de los decretos reformistas entre sus ciudadanos. Formalmente el gobierno había asumido el control de los panteones y camposantos desde la ley expedida por el presidente Juárez el 31 de julio de 1859. Los siguientes ejemplos demuestran que, al menos en algunas parroquias, este control era muy escaso o de plano inexistente, y la separación entre las esferas civil y eclesiástica estaba muy lejos de ajustarse al modelo absoluto que era el propósito del Estado liberal.30

La legislación sobre registro civil y cementerios constituyó uno de los más frecuentes espacios de controversia entre autoridades civiles y eclesiásticas. Algunos expedientes ilustrativos: en la parroquia de Santa Cruz Acatlán, en junio de 1872, el cura preguntaba a sus superiores qué hacer ante la solicitud de adjudicación del camposanto anexo a la parroquia hecha por uno de sus feligreses. Se autorizaba al sacerdote usar todos los recursos legales en su defensa, pero lo más sobresaliente era cómo la Iglesia parecía haber retenido el control del cementerio a pesar del tiempo transcurrido desde la secularización de los campos mortuorios en todo el país… y se seguía nombrándolo camposanto, su denominación tradicional.31 En el pueblo de Jaltenco, en fechas muy cercanas, el sacerdote encargado planteaba una duda a su arzobispo que resultaba crucial al menos en dos sentidos y que se repetiría en numerosos expedientes: ¿era correcto en ciertos casos dar sepultura a protestantes? La pregunta era dirigida a sus superiores eclesiásticos y no a los civiles, con lo que implícitamente persistía en considerar un ámbito ya secularizado, el cementerio, como un espacio sagrado, católico. ¿Subsistían entonces camposantos dependientes de la Iglesia católica? ¿Su secularización no era un hecho absoluto, aplicable a todos ellos?

El asunto implicaba, asimismo, una vertiente doctrinal muy significativa de la intolerancia o la rigurosa ortodoxia predominante al interior de la Iglesia (por comparación con la mayor flexibilidad que las propias autoridades arzobispales mostraban ante sus contrapartes civiles) y que es necesario examinar en detalle. En Jaltenco, la incertidumbre del sacerdote surgía al morir el jefe de la congregación protestante; el cura se había negado en principio a darle sepultura, pero finalmente cedía ante los ruegos de varios vecinos. Al haber en otros pueblos alguna población protestante solicitaba instrucciones al arzobispo si se presentaban casos semejantes. La respuesta era terminante: no, porque muchas disposiciones canónicas prohibían dar sepultura eclesiástica a quienes estuvieran fuera de la comunión -herejes, cismáticos, apóstatas-, y si mediante violencia algún protestante hubiera sido enterrado “en sagrado”, debería ser exhumado. No existía posibilidad de dispensa: “en ningún caso es lícito sino muy punible sepultar en lugar sagrado a un protestante que haya fallecido sin abjurar sus errores”.32

En la parroquia de Ayapango el asunto era similar: se sepultaron ahí dos cadáveres de protestantes, contra la voluntad del cura y, por tanto, sin intervención eclesiástica. No se le imputaba cargo alguno porque la autoridad eclesiástica había sido despojada “de la propiedad y administración de los panteones y cementerios, por la atentatoria ley del 31 de julio de 1859”, sin poder evitar “esa lamentable profanación del lugar sagrado”. La intolerancia hacia los protestantes era la misma, así como la consideración de que el terreno en donde se inhumaba un cadáver seguía siendo de jurisdicción eclesial y no civil, trece años después de promulgada la ley respectiva. Desde luego, sin mención alguna al prefecto, jefe político o alcalde del lugar.33

En los siguientes cuatro expedientes los curas o vicarios solicitaban permiso al Arzobispado para erigir o bendecir un campo santo. Las solicitudes en sí mismas ya resultaban curiosas, pero la participación o la anuencia de los funcionarios nos parece incluso más sorprendente. Según veremos, no era sino parte de un fenómeno generalizado de colaboración o complicidad civil-eclesiástica que abarcaría diversos ámbitos de acción. En Tlalpan, la petición la respaldaba el mismo presidente municipal, quien haciendo por completo a un lado la pregonada separación Iglesia-Estado, le escribía personalmente al arzobispo Labastida (y lo llamaba “estimado amigo y compadre”). Puesto que no podría tratarse de un cementerio exclusivo para católicos el arzobispo decretaba: en el cementerio quedaría separada por medio de una barda la parte para los católicos fallecidos en el seno de la Iglesia.34

En Chapatongo, en 1875, la licencia se solicitaba para edificar otro cementerio en el pueblito de Santiago Loma. Aunque siendo nuevo y por tanto de adscripción civil, la restricción era la habitual: se bendeciría siempre y cuando no se enterraran cadáveres de “disidentes” o de quienes murieron fuera del seno de la Iglesia. En caso contrario, sólo se bendeciría cada sepulcro católico, de manera individual.35 En marzo de 1876, en Aculco, para enterrar los cadáveres de quienes murieron fuera de la Iglesia la solución volvía a ser delimitar un espacio para los no católicos mediante una barda o una zanja. El expediente informaba de la ejecución de la obra y sólo entonces se tramitaba la licencia respectiva.36 Debemos insistir sobre este reiterado sometimiento de la autoridad civil hacia la eclesiástica, puesto que era aquélla la que se subordinaba a ésta o, al menos, aceptaba la solución propuesta. Por otra parte, estos últimos tres casos, ocurridos entre 1875 y 1876, ya apuntaban hacia cierto cambio de mentalidad y una disminución notoria en la intransigencia arzobispal.

No sólo la subordinación, sino la ausencia del poder civil resultaba todavía más evidente en San Bartolo de las Tunas, parroquia de Chapa de Mota. Como el cementerio de la Vicaría era ya insuficiente, “se ha acordado con los más vecinos del mismo pueblo, destinar otro lugar para el efecto deseado”. Se concedía la licencia para bendecirlo (poniendo sobre aviso al párroco), sin enterar al Alcalde o al Juez sobre esta decisión.37

Como ya no sería posible evitar la circunstancia de que algún miembro de “sectas” protestantes, que muy poco a poco se extendían por la arquidiócesis, fuera sepultado en los camposantos, la Iglesia acataba la competencia civil sin oponerse al entierro, pero las disposiciones arzobispales eran tajantes. El caso de Tepotzotlán, en septiembre de 1873, es ilustrativo: el gobernador de la Mitra aceptaba que “en las actuales circunstancias sería de grande trascendencia la denegación de sepultura, y como por desgracia difícilmente podrá asegurarse que el lugar se conserve sagrado [...]”, el párroco se abstendría por completo de tomar parte en la inhumación. Al enterrar a los fieles católicos bendeciría en lo individual cada sepultura.38 Idénticas instrucciones se seguirían en Culhuacán y en Coatlinchán, en enero y septiembre de1874, ante el fallecimiento inminente de un protestante (no oponerse, pero tampoco dar su consentimiento).39

La coexistencia en los pueblos de la Arquidiócesis entre católicos y protestantes, aunque aquéllos fueran abrumadoramente mayoritarios, causaba una irritación y un temor desproporcionados, retroalimentados por una actitud de extrema vigilancia desde el Arzobispado que pedía a sus sacerdotes mantenerse en alerta permanente sobre la presencia de los disidentes. Un informe del cura vicario foráneo de Cuernavaca, en agosto de 1873, daba noticia del establecimiento de diversas congregaciones en Cuernavaca (200 personas), Cuautla, Tlaquiltenango, y cinco más en otros pueblos.40 No sólo su número era escaso, sino que la aversión y hostilidad de los vecinos, sumadas a las prédicas constantes en su contra las habían reducido casi a la nulidad, señalaba el vicario. En el caso de la Hacienda de San Nicolás, la congregación parecía haber concluido “por los tratamientos terribles que más de una vez han recibido de los fieles que no han podido tolerarlos”; no especificaba el párroco -ni parecía preocuparle- a qué “tratamientos terribles” se refería. Mientras que en Cuernavaca, con no más de 40 protestantes, había procurado impedir su progreso, entre otros recursos, mediante “conferencias particulares con algunos de ellos”, aunque se negaban “a salir de sus extravíos”. Por tanto, había abandonado esa práctica concretándose “a predicar contra los errores del protestantismo [...] y a pedirle a Dios que defienda a mis feligreses de caer en la herejía”, fomentando asimismo la enseñanza católica.41

Era asimismo notable cierta recurrencia de los ministros o fieles protestantes a retar a sus pares católicos para discutir y cotejar en términos doctrinales las creencias de estas distintas iglesias disidentes.42 Sin embargo, no hemos encontrado un solo caso en que algún sacerdote católico aceptara el desafío: o bien lo ignoraba, o se negaba a entrar en controversias sobre la interpretación de la Biblia, avisando a la Mitra sobre tales pretensiones. La Mitra nunca autorizaba una discusión entre pares (para ella, no lo eran); cuando mucho, otorgaba su permiso para leer “libros prohibidos” por un periodo de tiempo determinado. Tal era el caso de los “Congregantes de la Yglesia de Jesús”, quienes le escribían a don Vito Cruz, párroco de Cuernavaca, “con el objeto de suplicarle se digne pasar la vista por esos tres folletitos” que le adjuntaban. Pretendían saber si no estaban en algún error de tipo doctrinal. La previsible y reiterada respuesta del Arzobispado a don Vito era que no debía hacer caso de tales cartas y reputarlas como anónimas puesto que no iban firmadas, además de “seguir predicando contra los errores del protestantismo y propagando los libros que los combaten”.43

En mayo de 1874 el cura de Tepoztlán recibía una carta en la que le rogaban que, si no quería convertirse, al menos “por amor de Jesús” los dejara trabajar en libertad; le anexaban impresos de conocidos pioneros del protestantismo en México, entre ellos Enrique [Henry] Riley, en los que se leían ataques frontales al catolicismo y a la Iglesia en el país, reacción simétrica al odio que se les profesaba.44 En noviembre, el cura de Jilotepec reportaba que un predicador protestante había logrado la conversión del administrador de una hacienda, quien luego había distribuido los temidos “cuadernitos” a un católico; se le facultaba para la lectura de libros prohibidos por un año y así combatirlos mejor.45

De nuevo desde Cuernavaca, el cura se quejaba de una solicitud hecha por los disidentes: que se les adjudicara nada menos que el Curato, la Capilla de los Dolores y la Sacristía, abiertos al culto católico y en pleno funcionamiento. Mientras las autoridades rechazaban tan exorbitante e irritante petición, del arzobispado le seguían recomendando trabajar para frenar “la propagación de los errores protestantes [...]”, informando cada dos meses sobre cualquier cosa que ocurriera, “en pro o en contra”.46 En síntesis, contra el adversario doctrinal, aun ante pretensiones absurdas y provocadoras como la anterior, debían seguir privilegiándose el tacto y la cautela.

Difícilmente una atmósfera tan tensa hubiese quedado limitada a las mutuas manifestaciones de hostilidad entre creyentes o a las andanadas de insultos en la prensa proselitista de ambos bandos. En noviembre de 1875, el Día de Muertos, el enardecimiento desembocó en una violenta riña entre grupos de fieles en el cementerio de Cuautla mientras el cura oficiaba misa. Según su versión, al terminar irrumpieron grupos de protestantes para realizar un oficio similar, previo permiso de la policía. “Comprendí -declaraba el cura- que ese lugar iba a ser objeto nuevamente de una profanación […]”; los católicos en el cementerio se empezaron a agitar -proseguía el cura- ya que no soportaban “el insulto y escarnio que se hacía a sus creencias”, y un tumulto sobre todo de mujeres comenzó a agredir a los disidentes arrojándoles enormes piedras y lanzándoles todo tipo de objetos. El cura suspendió la ceremonia mientras crecían el furor de la gente y la confusión, persiguiendo al jefe de los protestantes y poniendo su vida en peligro. El cura afirmaba no haber podido hacer nada por impedirlo, hasta que la intervención de la policía salvó la vida del jefe y otros agredidos.

Es primordial subrayar las diferencias en el lenguaje por parte del cura y del arzobispo en torno a estos hechos que casi desembocaron en tragedias como las de Zinacantepec, Tejupilco y Temascaltepec en el propio Estado de México, en noviembre de 1873; la de Ahualulco, Jalisco, en marzo de 1874, y la de Acapulco, en enero de 1875.47. Mientras que de la Mitra en dos ocasiones contestaban con la recomendación de trabajar “incesantemente en calmar los ánimos de los feligreses, más allá de cómo se sentencie a los que se juzguen autores de los acontecimientos [...]”, sin preocuparse de ataques y “sufrir con paciencia” las injurias de los enemigos, el párroco no reconocía culpabilidad alguna en los católicos encarcelados; antes bien los compadecía: “Respecto a la suerte de los desgraciados complicados en el motín popular [...] todavía hay dos hombres y una pobre mujer en la prisión [...]”, los demás fueron liberados bajo fianza. Sólo parecía importarle que el pueblo se encontraba “sumamente indignado” y a pesar de sus afanes era imposible calmarlo; es evidente la empatía por parte del clérigo hacia sus fanatizados feligreses.48

Párrocos vs. autoridades civiles: La Ley de Nacionalización en los pueblos

Aunque no fueron privativos de estos años, son numerosos los casos de disputas entre gobierno y clero por diversas propiedades parroquiales -casas curales, terrenos anexos, huertas, edificaciones varias-, sin que fuera fácil determinar si estaban o no incluidas en las leyes de Desamortización de 1856 o de Nacionalización de Bienes Eclesiásticos de 1859.49 Desde un principio, al interior del propio bando liberal se cuestionaron los objetivos y la naturaleza de estas leyes fundamentales; apenas promulgadas o bien algunos años después, liberales y economistas tan distinguidos como Guillermo Prieto y Manuel Payno coincidieron en señalar deficiencias en su redacción o en su implementación, lo que propició abusos de autoridades civiles y militares; muchos años más tarde Justo Sierra reconocería el fracaso económico de la afectación de los bienes eclesiásticos; estudios clásicos como el de Jan Bazant así lo ratifican y los resultados en otras regiones del país pueden haber variado considerablemente.50

Varios expedientes dejan en claro la discrecionalidad de la actuación de las autoridades en distintos pueblos. En octubre de 1872, el cura de Alfajayucan señalaba que una parte de la barda del cementerio había sido demolida y que ya se construía en ese espacio una casa para las autoridades. La Mitra lo conminaba a defender a la Iglesia de ese despojo mediante abogado.51

Un despojo similar lo señalaba en enero de 1874 el cura de Ecatepec: el ayuntamiento se disponía a apropiarse de un patio y unos paredones propiedad de la parroquia. Era la continuación de un conflicto iniciado varios años atrás: cuando un nuevo alcalde exigía que se le entregaran, el cura se negaba a hacerlo “por no tener facultad alguna para ello, porque obraría en contra de lo mandado y prescrito por la Iglesia, porque mi conciencia lo rechaza, porque Dios me lo prohíbe, y porque aun la ley de nacionalización me ampara en el presente caso [...]”. Argumentaba, con razón, que la propia ley exceptuaba las casas curales y sus dependencias.52 Una lectura más fina de la negativa del cura pone de manifiesto que seguía rechazando la Reforma en lo referente a propiedades eclesiásticas. La recomendación arzobispal era a la vez personal (la moderación como una constante) y jurídica: en lo privado, el párroco debía procurar “todos los medios que la prudencia le aconseje” a fin de evitar tanto el despojo a la Iglesia como la nueva obra que pretendía llevar a cabo el ayuntamiento. En último caso, recurrir a un abogado para hacer valer los derechos parroquiales, ampararse ante el juez competente, etcétera.

En julio de 1875, en Jonacatepec, el Ayuntamiento intentaba apoderarse de una parte del Curato y establecer ahí un mercado. El cura José María Martínez explicaba que el terreno, contiguo a la sacristía, era propiedad de la parroquia,53 y al enterarse de que se pretendía convertir el espacio en mercado de carnes, alegaba que se trastornaría el “recogimiento que debe haber para el culto” y la seguridad del propio templo.54 Aunque la razón parece asistir al sacerdote, la respuesta arzobispal anteponía la astucia a la confrontación, sugiriéndole hacer ver a los vecinos los inconvenientes que sobrevendrían, de tal suerte que influyeran para que el proyecto no siguiera adelante.

El expediente anterior da cuenta de lo que parecía una clara provocación de las autoridades locales hacia la Iglesia: instalar un mercado junto a una sacristía; pero más grave sería lo ocurrido en Tetecala, parroquia de Mazatepec, en donde las tropas acostumbraban emplear el cementerio como caballeriza, amarrando las bestias a los árboles. Indignados, actuando por su cuenta, los vecinos tiraron los árboles a hachazos.55 El jefe político culpó de ello al cura y quiso multarlo por cada árbol derribado. Luego amenazó con apropiarse de una parte del cementerio, hizo “derribar la barda que lo separaba de la plaza, cargando los gastos a la Parroquia”, y dijo al cura que otra sección la convertiría en jardín. Rechazado esto por el sacerdote, el jefe político amenazó con convertir en cuartel una parte del cementerio. Ante el nuevo rechazo, el funcionario propuso que se le diera un donativo por cien pesos para edificar el cuartel en otro punto distante. El cura aceptó y empezó a dar sus abonos. No obstante, rompiendo el trato, ya empezaban a excavarse los cimientos y todo indicaba que se construiría el cuartel, quedando la iglesia contigua a él con las consiguientes molestias para los oficios religiosos.

No parece haber mayor duda sobre la conducta atrabiliaria y prepotente de las autoridades de Tetecala. No obstante, la cautelosa estrategia a seguir era “valerse de una persona influyente para impedir hasta donde sea posible la continuación de los hechos [...]”. En síntesis, ni aun ante conductas gubernamentales tan abusivas las autoridades episcopales perdían la cordura; la señal política era transparente: evitar pleitos y confrontaciones, incluso en circunstancias extremas. En la parroquia de Chalco, cuando el jefe político comenzaba a tumbar las paredes de la colecturía para convertirla en cuartel de caballería, la respuesta arzobispal casi podía adivinarse: “[…] hacer las gestiones prudentes que estén a su alcance” para impedirlo, valiéndose mejor de alguna persona influyente y de confianza ante las autoridades.56

Un tema de controversias similares, para este mismo periodo y en esta arquidiócesis, ha sido revisado por Cecilia Bautista: las disputas por el control del registro civil. En especial en cuanto a la insistencia del gobierno para que los eclesiásticos participaran del registro civil, entre 1868 y 1874, la historiadora ha encontrado una respuesta consistente por parte del arzobispado: “proceder en la defensa de sus derechos como eclesiásticos, utilizando la legislación vigente que afirmaba la separación Iglesia-Estado”.57 Mediante esta estrategia, la relación entre párrocos y funcionarios, si bien conflictiva, resultaba “útil a la asimilación de los límites legales de la convivencia clero-gobierno”; a la vez, se iban sentando precedentes que aleccionaban a los involucrados respecto a sus límites de acción en el orden jurídico liberal.58 En este sentido, nuestra investigación y la de Cecilia Bautista muestran una tendencia similar por parte de los curas: hacer pleno uso de los recursos legales disponibles. En nuestro caso, queda claro además que tanto bajo el régimen de Juárez como bajo el de Lerdo de Tejada las desavenencias cotidianas entre clero y funcionarios continuaron ocurriendo y ventilándose en los juzgados civiles; otro tanto sucedía en los expedientes parroquiales revisados en torno a la Ley de Nacionalización. Otros casos citados por Bautista confirman la permanencia de estos conflictos. Así, nuestra conclusión coincide con la de la historiadora: “La elevación constitucional de las Leyes de Reforma, que afirma la separación Estado-Iglesia, no produce cambios significativos […]”.59

Otra conclusión análoga puede hacerse sobre la jurisdicción de los cementerios, en los cuales la intervención civil resultaba anulada o muy disminuida; sería sólo hasta el Porfiriato cuando se llegara a acuerdos más equitativos, en un escenario mucho más propicio a la concertación, según lo apunta Marta Eugenia García Ugarte: “Una década más tarde, los problemas que se reportaban acerca del uso de los cementerios desaparecerían de las comunicaciones de los párrocos”.60 Por el momento, en plena República Restaurada, se estaba muy lejos de la ambicionada separación perfecta entre los dos poderes, postulado básico de la Reforma; tampoco aquí la constitucionalización de dichas leyes había generado cambios de fondo.

En un escenario comparativo, la persistencia del control eclesiástico sobre los camposantos no fue exclusiva del arzobispado de México. Un fenómeno equivalente ocurría en la diócesis de Zamora: las instrucciones dadas al cura de Guarachita, en cuanto a proceder con sumo cuidado en la bendición de los entierros individuales dejaba ver “hasta qué punto el obispo de la Peña consideraba que la jurisdicción civil era una usurpación”; otros casos hacen patente que “la verdadera autoridad en materia de cementerios e inhumaciones la seguían ejerciendo el obispo y sus sacerdotes”.61 Y para la erección de nuevos cementerios la autorización provenía de la diócesis, ya fuera en Tumbiscatío, en la Tierra Caliente, o en la hacienda de Cumuato, región de Chapala; o bien a los vecinos de poblaciones pertenecientes a la parroquia de Tacázcuaro, cuyo párroco quedaba instruido sin ninguna intervención civil (aparentemente sin que siquiera se informase a la autoridad), para escoger la ubicación del nuevo cementerio.62

Conclusiones

Más que un estudio de las relaciones Iglesia-Estado en sus niveles cupulares, este trabajo se centra en las interacciones que durante la presidencia de Sebastián Lerdo de Tejada se establecieron entre vicarios y párrocos -siempre en constante comunicación con su arzobispo- por la parte eclesiástica; alcaldes, jefes políticos y otros funcionarios desde el gobierno; y en diversos casos los feligreses de algunas parroquias del arzobispado de México. Debe resaltarse que la iglesia católica enfrentaba una situación de severo deterioro físico, con sus curatos muchas veces en estado de ruina y feligresías cada vez más empobrecidas, mientras el país trataba de recuperarse tras diez años de guerra civil y sus desastrosas consecuencias. Fue en este escenario en donde se intentó aplicar rigurosamente las Leyes de Reforma, ya constitucionalizadas como Ley Orgánica, lo que marcó un punto de quiebre en relación al periodo juarista (1867-1872) y su política de flexibilidad en la puesta en vigor de dicha legislación.

En el ámbito institucional, por lo que atañe a las posturas de los regímenes juarista y lerdista hacia la Iglesia católica, se pasó de un talante conciliatorio (permisos restringidos para las infaltables procesiones religiosas, amnistía en 1870 a personajes del Imperio que se hallaban en el exilio, extendida luego al mismo arzobispo Labastida),63 a un claro endurecimiento, sobre todo en materia legislativa, suprimiéndose por completo los actos de culto público.

Nuestra investigación ha dejado en claro que la praxis cotidiana, “a ras de tierra” de la Reforma, se distanciaba en sus estratos más profundos del diseño ideal por el que pugnaban las autoridades liberales. El contraste entre modelo y realidad es aún más sorprendente si consideramos que fue bajo el régimen lerdista cuando pretendió llevarse a cabo la implantación a ultranza de dicho modelo, entre 1872 y 1876. Hemos podido constatar los encuentros y desencuentros entre las dos instituciones en las poblaciones minúsculas y medianas, así como en las pequeñas localidades adscritas a las parroquias de esta importante arquidiócesis. Igualmente, en qué aspectos de la vida civil y religiosa de una población sus autoridades secular y eclesiástica lograron espacios de concertación y en cuáles privó el desacuerdo.

El análisis de estos expedientes nos ha dejado ver una sugerente y sólida conjunción de intereses entre curas y fieles, en medio de una muy precaria situación económica, tratando de dignificar hasta donde fuera posible los espacios sagrados, incluso a través de la venta o refundición de objetos y alhajas sagradas; el objetivo era a la vez muy concreto y de gran valor simbólico: la reparación de su templo, el indispensable lugar de culto. Hablamos entonces de verdaderas redes de acción católica que hacían frente al adversario liberal cuando ese patrimonio era amenazado. En algún caso -el de los vecinos de Tecamachalco junto a su alcalde auxiliar, por ejemplo- dichas redes llegaban a la alianza entre estos parroquianos y el propio funcionario local en su petición al párroco: vinculación civil-eclesiástica ajena por completo al proyecto liberal.

Los casos examinados en torno a la jurisdicción sobre los cementerios ilustran aspectos diversos de las pugnas entre párrocos y funcionarios, y en no pocas ocasiones la virtual anulación que en muchos lugares sufrieron las autoridades civiles: aquí el actor principal es el párroco mientras que la autoridad resulta desplazada de la escena. De nuevo, aunque en menor escala, en ocasiones aparecen los pobladores en complicidad con sus sacerdotes, tomando parte en las decisiones sobre la edificación de nuevos cementerios. En cualquier caso, la última palabra estaba siempre a cargo del arzobispo Labastida, al parecer, sin cuestionamiento alguno.

En cuanto a los inicios de la penetración y difusión del protestantismo, vale la pena enfatizar la zozobra constante, el temor desmedido y la vigilancia estricta que entre el alto y bajo clero católicos generaban unos cuantos grupos de “disidentes”, que no llegaron a rebasar el 0.35% de la población total del país,64 así como la inquina con que eran vistos por las masas católicas en el medio rural y sus violentas consecuencias. Estas reacciones viscerales deben considerarse como otra respuesta de repudio antiliberal hacia una consecuencia inevitable de la Reforma: la apertura a nuevas religiones.

Por lo que atañe a los conflictos sobre propiedades parroquiales en el arzobispado de México, bien pueden considerarse en su conjunto como una interesante síntesis del estatus de las relaciones Iglesia-Estado a escala pueblerina en sus distintas facetas durante la presidencia de Lerdo de Tejada. Por un lado, no cesaban los agravios y abusos civiles en contra de terrenos y dependencias de las parroquias -quizá alcaldes y jefes políticos se sintieran envalentonados por la promulgación de la Ley Orgánica-; por otro, los clérigos continuaban interponiendo los recursos legales a su alcance; por su parte, la Mitra, los alentaba a no cejar en la defensa de las posesiones no afectables, persistiendo a la vez en su talante prudente y ecuánime sin pretender, como en el pasado, la ya imposible derogación de los decretos constitucionales y sin cartas pastorales estridentes que exacerbaran los ánimos. De esta combinación de astucia y cordura se derivaba asimismo la solicitud de que intervinieran con discreción ciertos vecinos o personas influyentes -como en Jonacatepec o en Chalco- para hacer desistir a los funcionarios de acciones atrabiliarias que sin duda herían la religiosidad popular: nueva manifestación de conexiones subterráneas entre funcionarios, clero y sociedad, y nuevo mentís a la deseada separación Iglesia-Estado, así fuera en el ámbito parroquial y en esa especie de guerra de baja intensidad librada cotidianamente en los más pequeños poblados de la arquidiócesis.

En suma, este complejo entramado de convergencias y divergencias determinó a fin de cuentas las formas concretas en que habrían de llevarse a la práctica las Leyes de Reforma en el periodo previo a la instauración del Porfiriato, más allá del diseño a escala nacional perseguido tenazmente por los ideólogos y políticos del partido liberal.

Una reflexión final nos lleva a examinar comparativamente las posturas y acciones del arzobispo Labastida y del presidente Lerdo de Tejada en el periodo de 1872 a 1876. Mientras que éste profundiza y consolida la legislación reformista y la eleva a rango constitucional, el prelado, que había regresado al país en mayo de 1871 por consideración especial del presidente Juárez, no sólo no respondió mediante una radicalización clerical, como había ocurrido en los años de la Constitución de 1857 y de la Reforma, sino que eliminó de sus escritos el tono de enfrentamiento con el gobierno civil y, en el momento álgido de la reglamentación de la Ley Orgánica (diciembre de 1874), promulgó en marzo de 1875, junto con sus pares de las arquidiócesis de Michoacán y Guadalajara, una Instrucción Pastoral colectiva que confirmó el ánimo pacificador adoptado por la Iglesia, instrumentó nuevas formas de entender las prácticas católicas e impulsó diversos mecanismos de resistencia a los renovados embates del liberalismo. Los laicos desempeñarían a partir de entonces un papel central en la reconstitución de la Iglesia católica mexicana.65

Por lo que respecta a esta investigación, el arzobispo Labastida y Dávalos hizo que sus párrocos adoptaran una postura similar y temperada al presentarse fricciones con los funcionarios locales. Pese a sus propias resistencias iniciales, terminó promoviendo el empleo de los recursos legales que la misma Reforma amparaba -en los casos de aplicación abusiva de la Ley que nacionalizó los bienes eclesiásticos, por ejemplo- y a la vez conservó a través de sus sacerdotes un notable grado de control y autonomía sobre los entierros y cementerios, a despecho de la misma legislación, transitando hacia una cierta disminución en su intransigencia inicial.

No parece excesivo afirmar que el arzobispo de México comenzaba así a tender los puentes que a partir de 1876, tras la victoria de los revolucionarios de Tuxtepec, harían posible un nuevo modus vivendi entre la institución eclesiástica y el Estado liberal, al encontrarse con una estrategia similar de concordia -restringida, nunca explicitada legalmente pero funcional en muchos sentidos- por parte de Porfirio Díaz.

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1Para Marta Eugenia García Ugarte, fue a través de amigos del mismo Juárez como se logró eliminar la excepción al decreto de amnistía de 1870, que dejaba fuera de manera específica al arzobispo de México: García Ugarte, Marta Eugenia, Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, obispo de Puebla y arzobispo de México. Un acercamiento biográfico, México, Archivo Histórico del Arzobispado de México, 2006, p. 68. Jean-Pierre Bastian apunta: “En los últimos años de su presidencia, Benito Juárez adoptó una política un poco más tolerante hacia la Iglesia Católica romana. Algunos obispos mexicanos pudieron asistir al Concilio Vaticano I […]”; y reconoce también cómo Juárez trató de hacer “válidos los matrimonios celebrados por los clérigos durante el Imperio y frenar las pretensiones de los denunciantes de los bienes del clero”; véase: Bastian, Jean-Pierre, Los disidentes: sociedades protestantes y revolución en México, 1872-1911, México, Fondo de Cultura Económica-El Colegio de México, 1989, p. 49.

2Compilación de Leyes de Reforma, Guadalajara, Congreso del Estado de Jalisco, 1973, p. 143. Considerando IX: “Que la supresión de las comunidades religiosas ahora existentes, no comprende ni debe comprender a las Hermanas de la Caridad, que aparte de no hacer vida común, están consagradas al servicio de la humanidad doliente”. Brian Hamnett afirma que el acercamiento de Juárez hacia los católicos y su jerarquía a partir de 1867 fue una maniobra táctica “para contrabalancear” las acciones de los radicales de su propio partido; ver: Hamnett, Brian, “Juárez, la verdadera significación de una presidencia controvertida”, en Josefina Zoraida Vázquez (coord.), Juárez: historia y mito, México, El Colegio de México, 2010, pp. 28-29.

3Guzmán Galarza, Mario V. (compilador), Documentos básicos de la Reforma 1854-1875, tomo III, México, Partido Revolucionario Institucional, 2ª ed., 1982, pp. 186-189. En particular, el artículo 11 de dicha ley.

4García Ugarte, Marta Eugenia, Poder político y religioso. México siglo XIX, tomo II, México, UNAM, IMDOSOC, Miguel Ángel Porrúa, LXI Legislatura-Cámara de Diputados, 2010. Véase sobre todo el capítulo XIV, “La Iglesia después de la derrota”, pp. 1297-1415.

5García Ugarte, Poder político y religioso, t. II, pp. 1297-1299.

6El historiador norteamericano Frank A. Knapp, Jr., claramente un admirador de Lerdo de Tejada, tacha la política eclesiástica de Juárez como una “política de descuido e inadvertencia”: Knapp, Jr., Frank A., Sebastián Lerdo de Tejada, México, Universidad Veracruzana, INEHRM, SEP, 2011, p. 362. Se trata de la reedición de esta notable biografía, que apareció por vez primera en español en 1962. Es la tesis doctoral de Knapp, publicada en inglés en 1951 por la Universidad de Texas bajo el título The Life of Sebastian Lerdo de Tejada 1823-1889. A Study of Influence and Obscurity.

7Este archivo, crucial para el conocimiento de varios periodos de la historia mexicana del siglo XIX, se encuentra resguardado en el Archivo Histórico del Arzobispado de México y abarca los años de gestión episcopal del polémico prelado, de 1863 a 1891.

8La aversión a las sectas protestantes estuvo muy presente en los primeros motines de signo religionero, precisamente en el estado de México y en esta arquidiócesis, ocurridos durante noviembre de 1873 en Tejupilco, Zinacantepec y Temascaltepec.

9García Ugarte, Poder político y religioso, t. II, pp. 1297, 1311-1313. Entre otros abusos, la historiadora señala la apropiación de los archivos eclesiásticos por el gobierno, con el evidente entorpecimiento administrativo al impartir los sacramentos a los parroquianos.

10Archivo Histórico del Arzobispado de México (en adelante AHAM), secretaría arzobispal, parroquias, caja 69, exp. 36, Chimalhuacán Chalco. El señor Foráneo sobre que las autoridades de Ocuituco se han apoderado de la plata parroquial, año 1872.

11García Ugarte, Poder político y religioso, t. II, pp. 1299-1300.

12AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 71, exp. 13, Sultepec. Sobre desviolar la iglesia del centro, año 1872. La reconciliación era prescrita por el ritual romano y consistía en una ceremonia de desagravio que se llevaba a cabo en el recinto profanado; a puerta cerrada se rezaban ciertos salmos y se realizaban varios actos expiatorios.

13AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 86, exp. 33, Tecozautla. El Párroco, sobre Registro civil, año 1874. AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 89, exp. 94. Tepexpan. Del encargado sobre el estado que guarda la parroquia, año 1874.

14AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 85, exp. 71, San Sebastián. El encargado pide licencia para colectar limosnas para la reposición de la iglesia, año 1874.

15AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 84, exp. 73, San Pablo. El señor Cura participa que no habrá oficios en la Semana Mayor por falta de recursos, año 1874.

16Subrayemos el carácter fundamental de los elementos físicos y arquitectónicos del culto externo; para una Iglesia que vivía pésimos tiempos, el reforzamiento del aspecto ornamental buscaba “inspirar la veneración debida”. En cuanto a los riesgos no precisados para las joyas y objetos sagrados, bien podría tratarse del bandolerismo imperante o del temor, justificado o no, a las confiscaciones liberales.

17AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 91, exp. 44, Yautepec. El encargado sobre proveer a la Parroquia de las cosas más necesarias, año 1875.

18AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 99, exp. 20, Ecatepec. El Licenciado don Juan Felipe Rubiños con relación a varias piezas de plata, pertenecientes a la iglesia del pueblo de Chinconautla, año 1875.

19AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 101, exp. 25, Chimalhuacán Atenco. El señor Cura con relación al pueblo de Tecamachalco, año 1876.

20AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 89, exp. 86, Tlalmanalco. El señor Cura pide se le faculte para reconciliar la iglesia del Tercer Orden, y que se quede para el culto católico, año 1875.

21AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 100, exp. 83, Mixquic. El señor Cura sobre reconciliación del templo de Tetelco, año 1876. AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 100, exp. 87, Tecozautla. El señor Cura sobre haberse profanado el templo parroquial, año 1876.

22Circular del 15 de agosto de 1862: “Ha llegado a notar el Supremo Gobierno que algunas autoridades […] dictan varias disposiciones que evidentemente contrarían el espíritu de las leyes de Reforma, y que tienden a perpetuar esa mutua anómala dependencia en que permanecían la Iglesia y el Estado antes de la última Revolución. Se ha prohibido a los párrocos administrar el bautismo y la bendición nupcial, si no presentan previamente los interesados el acta respectiva del registro civil: se les ha obligado a remitir a la autoridad noticia de las personas que reciben dichos sacramentos […]. Deseando, pues, el C. Presidente que sea uniforme en toda la República la práctica de las leyes de Reforma […] se ha servido disponer que no tengan valor ni efecto las providencias dictadas en el sentido ya indicado”. Compilación de Leyes de Reforma, p. 140.

23AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 72, exp. 52, Chapatongo. El párroco sobre registro civil, año 1872.

24AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 77, exp. 93, Coacalco. El Vicario fijo sobre que el Presidente Municipal pretende que exija las boletas del registro civil, año 1873.

25AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 86, exp. 33, Tecozautla. El Párroco sobre registro civil, año 1874.

26AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 100, exp. 49, Huixquilucan. El encargado con relación al registro civil, año 1876.

27Bautista García, Cecilia Adriana, “Entre la disputa y la concertación: las disyuntivas del Estado y de la Iglesia en la consolidación del orden liberal. México, 1856-1910”, tesis de doctorado en Historia, México, El Colegio de México, 2009, p. 134.

28Bautista García, “Entre la disputa y la concertación”, p. 134.

29El arzobispo Labastida lograría que el Vaticano aprobase la redacción de una contraprotesta que dejara a salvo a los católicos que trabajaban para el gobierno. Véase: Ramos, Luis (Coordinador), Del Archivo Secreto Vaticano. La Iglesia y el Estado mexicano en el siglo XIX, México, UNAM-Secretaría de Relaciones Exteriores, 1997, pp. 501 y ss.

30La eliminación de la Iglesia era categórica, desde el artículo 1° de dicha ley: “Cesa en toda la República la intervención que en la economía de los cementerios, camposantos, panteones y bóvedas o criptas mortuorias ha tenido hasta hoy el clero así secular como regular. Todos los lugares que sirven actualmente para dar sepultura […] quedan bajo la inmediata inspección de la autoridad civil”. No obstante, la misma ley en su artículo cuarto preveía que se dieran todas las facilidades para la realización de las ceremonias religiosas correspondientes. Véase: Guzmán Galarza, Documentos básicos, t. III, pp. 61-63. Dos años y medio antes, el 30 de enero de 1857, el decreto sobre “Establecimiento y uso de cementerios” promulgado por el ministro José María Lafragua aún no tomaba providencias con claridad en relación a la Iglesia y sus camposantos, resultando más bien ambiguo: Guzmán Galarza, Mario V. (compilador), Documentos básicos de la Reforma 1854-1875, tomo II, México, Partido Revolucionario Institucional, 2ª ed., 1982, pp. 107-112.

31AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 71, exp. 48, Santa Cruz Acatlán. El señor Cura sobre la administración que han hecho del campo santo de la Parroquia, año 1872.

32AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 72, exp. 70, Jaltenco. El encargado, sobre si en los casos que expresa puede dar sepultura eclesiástica a los protestantes, año 1872.[/p] [p]Tales conductas sacerdotales no sólo resultan inhumanas y bárbaras desde una perspectiva actual. Así lo prueba el indignado comentario que hiciera en junio de 1864 el mariscal Achilles Bazaine, al enterarse de que el cura de Chamacuero, en cuyo cementerio estaban sepultados el general Ignacio Comonfort y otros oficiales liberales muertos en combate en noviembre de 1863, pretendía exhumar los cadáveres, “considerándoles indignos de permanecer en lugar sagrado. Esta enormidad ha sido felizmente impedida hasta hoy, pero las familias no han podido lograr ni del cura ni del Obispo el permiso para poner una piedra con una inscripción sobre la tumba de estos oficiales”. Pedía Bazaine permanecer atentos para impedir cualquier violación de las sepulturas. En este caso, la negativa del párroco era por tratarse de jefes liberales, no por ser protestantes [Todas las cursivas, en el texto y en estas notas son nuestras]. Nettie Lee Benson Library, Austin Texas University, Colección Achilles Francois Bazaine, documento núm. 1584; Bazaine al general de Castagny, 2 de junio de 1864. Por el contrario, quien fue quizá el más radical de los liberales puros, Melchor Ocampo, hacia 1859 admitía sin mucho entusiasmo la prerrogativa eclesiástica de impedir que los fieles de credos no católicos fueran inhumados en sus camposantos: Ocampo, Melchor, La Religión, la Iglesia y el clero, México, Empresas Editoriales, 2ª ed., 1958, (El liberalismo mexicano en pensamiento y en acción), pp. 210-211.

33AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 72, exp. 70, año 1872.

34AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 91, exp. 69, Tlalpan. El encargado sobre licencia para bendecir un campo mortuorio, año 1875.

35AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 91, exp. 71, Chapatongo. El párroco sobre licencia para bendecir el cementerio del pueblo de Santiago Loma, año 1875.

36AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 98, exp. 19, Aculco. El Sr. Cura pide licencia para bendición del camposanto, año 1876.

37AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 100, exp. 63, Chapa de Mota. El Vicario pide licencia para bendecir un camposanto en San Bartolo de las Tunas, año 1876.

38AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 80, exp. 50, Tepotzotlán. El Sr. Cura consulta sobre si puede sepultarse eclesiásticamente a un protestante, año 1873.

39AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 83, exp. 61, Culhuacán. El Párroco sobre un protestante que está para morir, año 1874. AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 86, exp. 81, Coatlinchán. El Párroco sobre que la autoridad civil mandó dar sepultura en el cementerio de la Parroquia a una mujer protestante, año 1874. Quizá no sea excesivo hablar de un mínimo de tolerancia por parte del arzobispo Labastida ante el incremento -muy menor, no obstante- del protestantismo, y de una ratificación de su nueva política consistente en la no resistencia a las medidas del gobierno.

40Para la primera etapa del arribo y expansión de las misiones protestantes al país, entre 1868 y 1872, véase: Bastian, Los disidentes, pp. 41-48. En Jalisco, Alma Dorantes ha descrito puntualmente los inicios, a partir de 1872 y su desarrollo ulterior, de las iglesias congregacional, metodista y bautista: Dorantes González, Alma, “La llegada del evangelio protestante”, en Patricia Fortuny Loret de Mola (coordinadora), Los “otros” hermanos. Minorías religiosas protestantes en Jalisco, Guadalajara, Secretaría de Cultura, Gobierno del Estado de Jalisco, 2005, (Las culturas populares de Jalisco, 7), pp. 62 y ss. AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 80, exp. 55, Cuernavaca. Sobre un informe del estado en que se halla la propaganda protestante en esa Parroquia y Foranía, año 1873.

41Las mesuradas expresiones del cura sobre los “disidentes” hacen contraste, según veremos, con las de otros clérigos que en la práctica fomentaban el rencor de la feligresía católica. Jean-Pierre Bastian muestra la expansión de las sociedades protestantes en diversos estados y regiones, entre ellas las pertenecientes a la arquidiócesis de México, reconociendo en Lerdo a un factor determinante para el desarrollo del protestantismo en México. Véase: Bastian, Los disidentes, pp. 63-64, 73 y ss. y 85.

42No figura en los expedientes del Arzobispado la definición de a qué Iglesia o “secta” pertenecía cada una de estas congregaciones. Para el clero católico parece tratarse de un solo y único enemigo, en bloque.

43Sobre el nacimiento de la Iglesia Mexicana de Jesús y su fundador, el sacerdote dominico Manuel Aguas, ver: Díaz Patiño, Gabriela, quien dedica una extensa sección al padre Aguas en su tesis de doctorado: “Imagen religiosa y discurso: transformación del campo religioso en la arquidiócesis de México durante la Reforma liberal, 1848-1908”, México, El Colegio de México, 2010, pp. 167 y ss.; Bastian, Los disidentes, pp. 37-48; y García Ugarte, Poder político y religioso, t. II, pp. 1350 y ss.[/p] [p]AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 85, exp. 44, Cuernavaca. El Párroco consulta cómo debe conducirse respecto a las cartas que dirigen los protestantes, año 1874.

44AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 85, exp. 46, Tepoztlán. El señor Cura con relación a una carta que recibió de los protestantes, año 1874. En cuanto a los inicios de la propaganda protestante en la República mexicana, véase: Dorantes González, “La llegada del evangelio protestante”, pp. 58 y ss.

45AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 87, exp. 63, Jilotepec. El señor Cura sobre el protestantismo y licencia para leer libros prohibidos, año 1874.

46AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 89, exp. 39, Cuernavaca. El señor Cura sobre el protestantismo, año 1875.

47Los dos primeros de estos tres sangrientos episodios han sido ya abordados in extenso por distintos autores. Véase: Iñiguez Mendoza, Ulises, “‘¡Viva la religión y mueran los protestantes!’. Religioneros, catolicismo y liberalismo: 1873-1876”, tesis de doctorado, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2015, pp. 200-207; un recuento muy completo puede leerse en: Trejo, Evelia, “La introducción del protestantismo en México. Aspectos diplomáticos”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, vol. 11, 1988, http://www.historicas.unam.mx/publicaciones/revistas/moderna/vols/ehmc11/140.pdf, [consultado el 25 de agosto de 2016], pp. 166-170. Sobre el caso jalisciense: Dorantes González, “La llegada del evangelio protestante”, pp. 70-73; Juan Panadero, periódico bisemanal, Segunda época, núm. 210, 9 de agosto de 1874, Guadalajara, pp. 1-4; Luis González y González, El indio en la era liberal, Obras 3, México, El Colegio de México, 2002, pp. 519-520, que cita asimismo otros sangrientos episodios.

48AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 97, exp. 50, Cuautla. El encargado sobre que varios protestantes disturbaron la Santa Misa, año 1875.

49El texto de la Ley de Nacionalización, promulgada en Veracruz el 12 de julio de 1859, en: Guzmán Galarza, Documentos básicos, t. II, pp. 277-280. En el Manifiesto del 7 de julio ya se había anunciado esta trascendental medida, pp. 266-277.

50Prieto, Guillermo, Lecciones Elementales de Economía Política, México, Somex, Miguel Ángel Porrúa, 1990, p. 718; Sierra, Justo, Evolución política del pueblo mexicano, México, Porrúa, 2009, (“Sepan cuantos…”, 515), pp. 240-241; Bazant, Jan, Los bienes de la Iglesia en México (1856-1875), México, Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, 2007, p. 315. Las guerras de Reforma y de Intervención, escribe Bazant, obligaron al gobierno liberal “a vender los bienes confiscados a la mayor brevedad posible, a cualquier precio y a cualquier persona”. Quizá sólo puedan hacerse afirmaciones definitivas hasta que se disponga de más información y de un mayor número de estudios sobre un tema y una época cruciales, como afirma Berry, Charles R. en La Reforma en Oaxaca: una microhistoria de la revolución liberal, 1856-1876, México, Era, 1989, p. 213. Para este estado, dice el autor, “si bien la desamortización no constituyó un éxito total, tampoco fue un completo fracaso”.

51AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 81, exp. 75, Alfajayucan. El encargado sobre que la autoridad ha dispuesto de una parte del cementerio, año 1873.

52AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 84, exp. 15, Ecatepec. El encargado da parte que el Ayuntamiento va a disponer de un patio y unos paredones pertenecientes a la Parroquia, año 1874.

53Uno entre muchos casos: al decretarse la nacionalización de las propiedades del clero, dejando a salvo templos, casas curales y espacios indispensables, esta redacción se prestó sin duda a interpretaciones ventajosas para el Gobierno, ¿hasta dónde estos terrenos y construcciones, en justicia, correspondían a la Iglesia, o eran jurídicamente afectables?

54AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 93, exp. 41, Jonacatepec. El señor Cura sobre que el Ayuntamiento pretende tomar una parte del Curato para establecer un mercado, año 1875.

55AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 94, exp. 22, Mazatepec. El encargado sobre ocurrencias habidas con el jefe político, año 1875.

56AHAM, secretaría arzobispal, parroquias, caja 102, exp. 27, Chalco. El encargado da parte de que la autoridad está inutilizando parte de la casa que fue de la colecturía, año 1876. En éste y en muchos otros expedientes desconocemos el resultado final de las gestiones. Por cierto, se acudía con gran frecuencia a estas personas “influyentes”, con toda certeza católicos “caracterizados” -tal era el término empleado- en el pueblo.

57Bautista García, “Entre la disputa y la concertación”, pp. 130-132.

58Bautista García, “Entre la disputa y la concertación”, pp. 132-133.

59Bautista García, “Entre la disputa y la concertación”, pp. 133-134.

60García Ugarte, Poder político y religioso, t. II, p. 1420.

61Iñiguez Mendoza, “‘¡Viva la religión y mueran los protestantes!’”, pp. 187-188.

62Iñiguez Mendoza, “‘¡Viva la religión y mueran los protestantes!’”, p. 188. Los casos referidos, entre 1873 y 1874.

63Olimón Nolasco, Manuel, “Proyecto de reforma de la Iglesia en México (1867 y 1875)”, en Álvaro Matute, Evelia Trejo y Brian Connaughton (coordinadores), Estado, Iglesia y sociedad en México. Siglo XIX, México, UNAM-Miguel Ángel Porrúa, 1995, (Las Ciencias Sociales), pp. 267-292. En la página 280 escribe el padre Olimón: “Puede decirse que el último periodo del presidente Benito Juárez (1867-1872) se caracterizó por una tensa y rígida separación Iglesia-Estado en materia jurídica, pero, de igual forma, por la práctica de una libertad religiosa que no caldeó los ambientes, sobre todo populares, en el sentido de que pudiera pensarse que se vivía en medio de una persecución”.

64Bravo Ugarte, José, Historia de México, t. III, México II. Relaciones internacionales, territorio, sociedad y cultura, México, Jus, 1959, p. 435. El jesuita Bravo Ugarte señala esta cifra hacia 1895. Marta Eugenia García Ugarte afirma que sólo después de 1871 los protestantes lograron difundir un poco más su doctrina; antes de julio de ese año, el arzobispado había efectuado una medición por medio de un cuestionario enviado a sus curas; de sus respuestas se deducía que “el protestantismo se había extendido en muy pocas parroquias”: García Ugarte, Poder político y religioso, t. II, pp. 1367 y ss.

65Esta Pastoral emitida por los arzobispos Labastida, Árciga y Loza marcó en verdad un cambio de rumbo para la Iglesia mexicana y anticipó las sustanciales modificaciones que experimentaría en sus vínculos con los subsecuentes gobiernos liberales. Véase: Alcalá, Alfonso y Olimón, Manuel, Episcopado y gobierno en México. Cartas Pastorales Colectivas del Episcopado Mexicano 1859-1875, México, Ediciones Paulinas-Universidad Pontificia de México, 1989, pp. 293-338; Iñiguez Mendoza, “‘¡Viva la religión y mueran los protestantes!’”, pp. 342-349.

Recibido: 24 de Junio de 2015; Aprobado: 21 de Enero de 2016

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