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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versión On-line ISSN 2007-963Xversión impresa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.65 Michoacán ene./jun. 2017

 

Reseñas

Moreno Elizondo, Rodrigo, El nacimiento de la tragedia. Criminalidad, desorden público y protesta popular en las fiestas de Independencia. Ciudad de México, 1887-1900, México, Instituto Mora, 2015, 293 pp.

Marisa Margarita Pérez Domínguez* 

* Instituto Mora.

Moreno Elizondo, Rodrigo. El nacimiento de la tragedia. Criminalidad, desorden público y protesta popular en las fiestas de Independencia. Ciudad de México, 1887-1900, México, Instituto Mora, 2015. 293p.


El año de las fiestas del Centenario de la Independencia Nacional, celebradas en el ocaso del régimen porfirista, fue, como señalara Federico Gamboa en su Diario, un año de “honores y sinsabores”, y el tiempo en que se concentraron las actividades celebratorias; fue “un mes de ensueño, de rehabilitación, de esperanza y de íntimo regocijo nacional”.1 A los ojos de un hombre como Gamboa, formado dentro de la corriente positivista de los años de la “pax porfiriana”, los festejos del Centenario fueron más que un espectáculo, sobre todo porque juzgaba que era una magnífica oportunidad para valorar la obra “titánica” que “El Héroe de la Paz” había consumado en el país. Obra que le hizo obtener un prestigio internacional, reiterado en todo momento por los representantes extranjeros asistentes a las fiestas.

En contraste con ese importante efecto de imagen positiva al exterior que tuvieron las celebraciones del Centenario, la obra de Rodrigo Moreno Elizondo se centra en un aspecto sugerente de los festejos de Independencia de México en los últimos lustros del siglo XIX, aquellos en que se consolidó la estabilidad del país, bajo el régimen del general Porfirio Díaz; “héroe nacional”, nacido, además, un 15 de septiembre. Se trata de un estudio cuyo eje central gira alrededor de la forma en que los sectores populares de la ciudad de México vivieron y experimentaron el recuerdo festivo del Grito de Dolores. El autor recupera de forma atinada, a través de una acuciosa investigación basada en fuentes documentales y hemerográficas, un aspecto poco estudiado de la vida cotidiana de la capital del país en su celebración más importante. A través de los comportamientos considerados socialmente reprobables, profundiza en las formas de “apropiación” popular de las fiestas septembrinas, mediante la reconstrucción de diversas representaciones y prácticas distantes del protocolo oficial, y que fueron vistas por la elite porfirista como reprochables, criminales o incultas.

El corte temporal que utiliza Rodrigo Moreno en su libro se justifica en virtud de que en 1887 las fiestas de independencia experimentaron transformaciones significativas, no sólo en su organización, sino en su estructura misma, al asignarse la primera al Ayuntamiento de la capital. A partir de esa fecha, el acto ritual del “grito” comenzó a ser disfrutado por un público más amplio, pues las autoridades tomaron la decisión de trasladarlo del Teatro Nacional, espacio cerrado donde la participación estaba limitada a un círculo restringido, a la Plaza de la Constitución, lugar que, en adelante, permitiría la asistencia de sectores más amplios de la población, convirtiéndose en una celebración de carácter “masivo” para la época.

Por otra parte, el corte que hace para terminar su estudio en los albores del siglo XX, se basa en que 1900 fue el año en el que las fiestas comenzaron a adquirir características relacionadas con formas mucho más “dirigidas” por parte de la elite porfirista, con miras a la organización de la conmemoración del Centenario en 1910. Fue un momento en que los festejos patrios se consolidaron como un “aglutinador” ideológico y político de alcance nacional, estableciéndose las bases del protocolo oficial vigente hasta nuestros días.

“El drama”, primera parte del libro, da cuenta de la disputa y consolidación sobre el mito fundacional, así como de los límites simbólicos y materiales establecidos en el orden de los festejos previstos para el 15 y 16 de septiembre. El autor apunta cómo la fiesta de independencia va adquiriendo mayor importancia, hasta convertirse en un verdadero teatro ritual público, con la constante introducción de elementos que dotaron de un espíritu más “dramático” o teatral a la festividad, con la intención de impulsar o potenciar el sentimiento patriótico y promover la idea de nación vigente durante el régimen porfirista.

Así, el acto ritual, a través de la reproducción y dramatización del grito emancipador, con escenografía enriquecida y un gran ornato público, incluyendo los fuegos artificiales y la iluminación —a lo que se le sumó el traslado de la campana de Dolores y la música conmemorativa—, la fiesta logró crear un “ambiente patriótico”, donde un público extasiado daba cauce a un inflamado sentimiento nacionalista.

De igual manera, la cualidad dramática de las festividades marcó la pauta para convertirlas en un medio informal de educación, promotor de valores a través de la glorificación de individuos, hechos históricos específicos y la celebración de los logros del gobierno. Este medio didáctico tenía además la ventaja, sobre la educación formal, de que los participantes no requerían de ser “letrados” para entender y evaluar el mensaje que se les presentaba. En este sentido, los carros alegóricos que participaron en los festejos, desempeñaron un papel importante en el propósito pedagógico, pues fueron fabricados para “educar”, o al menos informar, a los espectadores, y recordarles los “lugares comunes” patrios en su “secuencia correcta”, convirtiéndose en una expresión más de apoyo a la nación, del mismo modo que lo fueron los desfiles.

La fiesta porfiriana relejó el afán de conservar un orden cívico dentro de la celebración, promovido por su carácter teatralizado y educador de la juventud. Este orden cívico debía trasladarse a las actividades externas al ceremonial público y, tarde o temprano, deberían formar parte también de la conducta de los individuos en su vida cotidiana, en el ámbito privado.

No obstante, si bien la relación del oficiante del “Grito” y la multitud aparentemente armónica, tan pronto comenzaba el “verdadero” festejo, surgía la tensión; el público tomaba ventaja de la fiesta permisiva para recrear el “caos primordial” que las ceremonias oficiales trataban de exorcizar y controlar. La parte dramática dejaba su lugar a la parte “trágica”. Tras el Grito que liberaba ciertos impulsos “dionisiacos”, nacía “la tragedia”, que se estudia en la segunda parte del libro.

Si bien a finales del siglo XIX, como hemos señalado, se expandieron los límites simbólicos de las festividades capitalinas de independencia, también se establecieron nuevos linderos, tanto en lo relacionado con las actividades lúdicas, como en la promoción del patriotismo, el orden cívico y las buenas costumbres en el discurso público, las cuales buscaban garantizar la reproducción del orden social vigente como afirmación de poder. Pero en el acto libre de “recepción” popular de esos significados, si bien mucha gente se reconocía en el discurso oficial y se apropiaba de él reafirmando su identidad nacional bajo el orden porfiriano, el sentido oficial de la fiesta convivía con muchos otros que transgredían las barreras simbólicas y materiales para manifestar el rechazo al orden social y a las construcciones hegemónicas vigentes.

Esta actitud ajena o contraria al control oficial dependía en mucho de las características propias del festejo. Ciertamente y a pesar de lo extraordinario de la fiesta, las condiciones reales y cotidianas de la población en lo económico, lo social y lo político, se “filtraron” a través de prácticas populares en las celebraciones, mostrando las limitaciones del progreso porfiriano. La gente común decidía comportarse de manera ordenada o desordenada aprovechando las fiestas y la “relativa relajación” del orden que éstas producían. Muchos de esos comportamientos desordenados fueron reprobados por diversos sectores de la sociedad, por muchas publicaciones periódicas de la época y, de forma particular, por las elites políticas, quienes los consideraban “incultos”, “poco civilizados” e incluso “criminales”, en tanto que violentaban el orden público y atentaban contra el orden social.

Estas prácticas violentas o agresivas se cobijaban bajo el supuesto de tratarse de “excesos patrióticos”. Pero las agresiones contra los sectores privilegiados e instituciones de poder, la hispanofobia y la cubanofilia que aparecieron como complemento de la fiesta oficial, y los acontecimientos alrededor del atentado contra el presidente Porfirio Díaz en 1897, adquirieron con el tiempo un nuevo significado en su correlato con la vida diaria de los mexicanos de finales del siglo XIX.

La Ciudad de México, centro político del país, se había convertido en referente de la modernidad. Los adelantos materiales y culturales del régimen porfirista eran palpables en la urbe. En ella se veían los reflejos del crecimiento económico y la estabilidad política. La capital del país, sin embargo, había registrado también, con el “progreso”, un incremento significativo en materia poblacional, lo que, sumado al crecimiento urbano desordenado y la distribución desigual de los servicios, atizó problemas derivados de la pobreza como la mendicidad, el alcoholismo y la criminalidad, que relejaron las ignominias y enormes contraste del desigual desarrollo porfiriano.

En este contexto, la preocupación por el orden público se expresó en los proyectos de modernización de la policía, pensados para abatir la criminalidad en la ciudad, lo que se tradujo en un ambiente de intolerancia policiaca, particularmente hacia los sectores más pobres y contra las faltas de orden público, aún en el mes de las fiestas patrias. Sin embargo, y por excepción, las celebraciones del 15 de septiembre se convirtieron en un espacio de relativa tolerancia, susceptible de apropiación por parte de diversos sectores socialmente propicios a la actividad violenta, y para las prácticas criminales, así como para actos considerados socialmente reprobables. Su presencia dio pie a una fuerte intolerancia discursiva, aunque como señala el autor, el mes de septiembre se caracterizó por ser de gran tolerancia práctica policiaca.

En este espacio de excepción, con las festividades adquiriendo progresivamente rasgos más suntuosos y de promoción económica, el “arte” de la ratería se extendió de tal manera que las autoridades debieron tomar medidas especiales, al grado de quebrantar incluso la ley en aras de la protección de la propiedad de las personas, el mantenimiento del orden público y en última instancia, la reproducción del orden social. Pero no siempre lo hicieron con éxito.

El acto ritual del 15 de septiembre fue un espacio público que dio lugar a manifestaciones políticas de distinta índole. La invasión y destrucción premeditada de los jardines públicos ocupó un sitio importante entre las actividades “reprobables”, el uso de armas por parte de los asistentes a las fiestas también significó una gran preocupación para las “gentes del orden”. Los “mueras” a los “rotos” se dejaban escuchar, acompañados en ocasiones de agresiones físicas contra los “decentemente vestidos”, producto de las profundas diferencias sociales que se vivían en la capital del país, y que la fiesta no podía ocultar.

La apropiación popular y desordenada de las celebraciones de independencia también se relejó en manifestaciones hispanófobas contra miembros de la colonia española, sus propiedades y comercios a finales del siglo XIX. La celebración del Grito fue abriendo paulatinamente los límites de lo permitido, desde verdaderos gritos paralelos en apariencia inocuos contra España y los españoles, hasta agresiones físicas, que alcanzaron su punto culminante al concluir el siglo. En este escenario, algunos aprovecharon para ganar prosélitos para la causa de la independencia de Cuba, de suerte que la fiesta del Grito se convirtió en una especie de manifestación política a pequeña escala, que relejaba la protesta social y política contra diversos agravios.

La destrucción de los espacios públicos, el robo, el uso de armas, las agresiones y “mueras” a los sectores privilegiados y figuras del poder, o las muestras de simpatía a la libertad cubana, solían registrarse la noche del 15 de septiembre y, en ocasiones, se extendían a la madrugada del 16. Los grupos privilegiados los atribuían a las “masas” anónimas no tocadas por la civilización y al impulso de la embriaguez en ellas. La impunidad con la que actuaban generó muchas quejas sobre la tolerancia del gobierno para dar libertad a la población en ese día, ante el constreñimiento de las libertades políticas el resto del año.

Las prácticas “patrióticas” desordenadas y agresivas de la población contradecían los postulados modernizadores de las elites. Muchas tenían su origen en las desigualdades económicas, políticas y sociales de la vida cotidiana, que únicamente era posible desfogar en una situación excepcional, como la de los festejos patrios, acentuada por el sentimiento nacional y la ingesta de alcohol. Tales “sentimientos” dieron lugar a la presencia de muchedumbres iracundas en busca de justicia popular mediante gritos y pedradas. Su aparente o real espontaneidad impedía su castigo inmediato y la efectividad de los controles policiacos. Esta relativa impunidad convirtió a esta forma de protesta popular en un mecanismo efectivo de acción política que, al no ser reprimido de modo temprano, permitió la continua “exploración” de los límites de lo permitido hasta los albores del siglo XX.

En suma, en un ambiente de incremento paralelo en los índices de criminalidad popular y de la intolerancia por parte de la elite política a finales del siglo XIX, las fiestas septembrinas, en particular el 15 y el 16, se convirtieron en un espacio de una gran tolerancia, aunque criticado fuertemente en el ámbito del discurso.

La apertura del ceremonial patriótico a un público más amplio en la Plaza Mayor, permitió a los capitalinos conocer y explorar los linderos de lo “permitido” a través de la promoción del desorden, con fines y resultados heterogéneos. Las fiestas se convirtieron así, para muchos mexicanos, en un espacio de “experiencia” política y social contraria al orden establecido: como la mismísima gesta heroica que la propia fiesta celebraba.

El libro de Rodrigo Moreno resulta una importante aportación que ayuda a conocer y comprender los orígenes y formación de la apropiación de las fiestas de independencia en la Ciudad de México, rito vigente hasta el día de hoy. En más de un sentido, el análisis y las reflexiones de fenómenos de este tipo como objeto cultural, resultan indispensables para completar y profundizar en nuestro entendimiento, no sólo del México porfiriano, sino del actual.

Referencias

Gamboa, Federico, Mi Diario V, (1909-1911), México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995, p. 124. [ Links ]

1Gamboa, Federico, Mi Diario V, (1909-1911), México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1995, p. 124.

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