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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versão On-line ISSN 2007-963Xversão impressa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.65 Michoacán Jan./Jun. 2017

 

Artículos

Ceremonias, calendario e imágenes: religión, nación y partidos en México, 1821-1860

Ceremonies, calendar and religious images: religion, nation and political parties in Mexico, 1821-1860

Cérémonies, calendrier et images: religion, nation et parties au Mexique, 1821-1860

David Carbajal López* 

* Departamento de Humanidades, Artes y Culturas Extranjeras Universidad de Guadalajara Centro Universitario de los Lagos. Correo electrónico: davidclopez@hotmail.com


Resumen:

Durante las primeras décadas de vida de la nación mexicana, el catolicismo mantuvo el carácter de religión nacional. Por ello el ceremonial político y el calendario festivo se construyeron a partir de la liturgia católica e incluso se definieron imágenes religiosas “nacionales”. Más, la dinámica política, tendiente a la formación de partidos y la polarización de posturas afectó también las asistencias, las celebraciones y las imágenes, que terminaron siendo movilizadas a favor de ciertos grupos políticos.

Palabras clave: secularización; ceremonias; fiestas; imágenes religiosas

Abstract:

In the initial decades of life of the Mexican nation, Catholicism maintained its position as the national religion. For this reason, the ceremonial and political festive calendars were based on catholic liturgy, and even religious images were defined as “national”. However, political dynamics aimed at the formation of political parties, and the polarization of positions, also affected public manifestations, celebrations, and the images, which ended up being mobilized in favor of certain political groups.

Keywords: secularization; ceremonies; holidays; religious images

Résumé:

Pendant les premières décennies de vie de la nation mexicaine, le catholicisme gardait le caractère de religion nationale. Conséquemment, le cérémoniel politique et le calendrier festif se construisirent à partir de la liturgie catholique. Certaines images religieuses ont été définies comme “nationales”. Cependant, la dynamique politique, propice à la formation de parties voire à la polarisation de positionnements, influença aussi les assistances, les célébrations et les images. Cellesci furent même mobilisées à la faveur de certains groupes politiques.

Mots clé: sécularisation; cérémonies; fêtes; images religieuses

A partir de 1821, con su separación definitiva de la monarquía hispánica el antiguo reino de la Nueva España, convertido entonces en Imperio Mexicano, inició el largo proceso de construcción de una nación y de un Estado modernos.1 En ese marco, al igual que el resto de las nuevas naciones del mundo católico, debió afrontar el problema del papel que debía darse a la religión católica, hasta entonces eje fundamental del conjunto de la vida política y social. Producto de una revolución política doble, al mismo tiempo tendiente a desintegrar la monarquía que antaño se extendía a ambas orillas del Atlántico, pero también a reconstruir el orden político bajo nuevos principios, los del liberalismo; sin embargo, durante las primeras décadas de su existencia México no conoció una revolución religiosa. En efecto, estamos lejos aquí de los cuestionamientos más radicales de la organización eclesiástica, de las prácticas y creencias religiosas, y de su presencia en el espacio y el tiempo, que fue característica de la más célebre revolución de ese momento, la Revolución Francesa.2 Más todavía, la independencia mexicana tuvo lugar en 1821 en un marco de rechazo a las reformas que emprendían las Cortes españolas a propósito de la organización eclesiástica y al ambiente de anticlericalismo de la prensa del Trienio Liberal, de ahí que la garantía de la religión figurara como uno de los principios de la nueva nación.3

No es que faltaran en México cuestionamientos a algunas corporaciones eclesiásticas específicas, a ciertas prácticas e incluso a la posición tradicional del catolicismo en los espacios públicos. Desde 1820 al menos, la naciente opinión pública aprovechó ya la coyuntura de la libertad de prensa para formular críticas, y sus artículos no harían sino subir de tono en las décadas siguientes. Por lo que toca a la organización institucional, sin duda, el gran debate fue el que abordó el tema del antiguo Patronato de los reyes que la jerarquía eclesiástica declaró extinto, pero que muchos publicistas y líderes políticos reclamaban para la nueva nación.4

Y sin embargo, durante varias décadas la religión católica mantuvo su tradicional papel de “lazo político” de la recién fundada nación.5 Los sucesivos regímenes, imperial primero y republicanos más tarde, respetaron al catolicismo como religión nacional, así como el fuero de los eclesiásticos. Más todavía, como ha sido analizado ya en la historiografía reciente, el ceremonial republicano seguía siendo un ceremonial religioso: apenas había evento político que no conllevara la asistencia y por tanto la recepción solemne en las iglesias y de las autoridades civiles; la religión también se mantenía presente en el calendario de las festividades nacionales e incluso algunas de las imágenes milagrosas heredadas de la cultura de lo maravilloso del catolicismo, se convirtieron en algunos de los nuevos símbolos nacionales.6

En este artículo tratamos de profundizar en esos tres ejes, las ceremonias, el calendario y las imágenes; tratamos de señalar no sólo las continuidades, sino también los cambios que se fueron introduciendo en virtud de la propia dinámica política de la nueva nación.7 Esto es, que si bien los bandos que se disputaban el control de la nación solían concordar en la importancia política de la religión, sus diferencias implicaban a su vez la politización de algunas de sus manifestaciones más importantes.

Un ceremonial republicano católico

El 27 de septiembre de 1821, al entrar triunfalmente a la Ciudad de México el Ejército Trigarante, su comandante, luego de tomar posesión del antiguo Palacio de los Virreyes, se dirigió a la Catedral Metropolitana para la celebración de un solemne Te Deum. Ahí, tuvo lugar la recepción de Agustín de Iturbide por “el señor arzobispo e ilustrísimo cabildo en la forma que previene el Ritual para los Patrones”.8 Al día siguiente hizo lo propio la Junta Soberana de Gobierno, en principio para tomar el juramento de su instalación, pero asimismo para celebrar también un Te Deum y misa de acción de gracias “por un bien tan incalculable”.9 Desde los primeros instantes de existencia independiente de la nación, las élites políticas aceptaban que el ceremonial religioso debía seguir sirviendo para la celebración de sus eventos fundamentales. Los clérigos, por su parte, aceptaban esa presencia oficial de las autoridades civiles en las iglesias, debiendo a veces hacer concesiones litúrgicas importantes.

En efecto, bajo el Primer Imperio, la adaptación más importante que el clero concedió a la presencia de las autoridades civiles en la iglesia, al menos en materia litúrgica, tuvo lugar el 21 de julio de 1822, en la ceremonia de consagración y coronación del emperador Agustín I. En lugar de seguir estrictamente el Ritual Romano, se utilizó, con algunas variantes, el que se había servido para el emperador de los franceses, Napoleón i, en la Catedral de Notre-Dame de París en 1804.10 Éste, a su vez, era una adaptación del ritual utilizado por los reyes de antes de la Revolución. Adaptación doble en realidad: Napoleón trató de evitar los gestos de sumisión a la autoridad clerical, encarnada en la ceremonia por el Papa Pío VII en persona, mientras que en México hubo claros esfuerzos por introducir gestos que recordaran que Agustín I era un emperador constitucional, proclamado por la representación nacional, el Congreso Constituyente.11

Sólo unos meses después de la coronación imperial comenzaron los problemas políticos para el régimen, hasta el punto que el emperador terminó abdicando en el mes de marzo de 1823.12 Instalado un gobierno provisional en abril, quedó encabezado por un triunvirato titulado directamente Supremo Poder Ejecutivo. Ya en mayo, el ministro Lucas Alamán escribía al Cabildo Catedral Metropolitano de México previniéndole que el Ejecutivo asistiría a la función de Corpus, “esperando que en su recibimiento se use el ceremonial que corresponde a la primera autoridad de la nación”.13 Obligados a responder de inmediato, los canónigos preirieron ofrecer una solución temporal, remitieron a “la práctica que se observó con la antigua regencia”.14 No sabemos si el gobierno aceptó esta opción, ni como se llevó a cabo la recepción solemne en ese caso, pero sí conocemos en cambio, que a lo largo del año se siguieron planteando dudas al respecto.

Por parte de los eclesiásticos, es significativo que el mismo Cabildo Catedral preparara una memoria en que se recopilaba lo hecho en noviembre y diciembre de 1822 con las ceremonias imperiales, aunque no sabemos la fecha precisa de su composición ni sus fines.15 Además, los canónigos comisionaron a dos de sus integrantes, el doctoral y gobernador de la mitra, Félix Flores Alatorre y el prebendado Juan Bautista Arechederreta, para preparar un dictamen en la materia, el cual tuvo fecha del 17 de julio.16 El documento es interesante porque estimaba vigentes las Leyes de Indias en la materia, las cuales, como lo recordaban los dos eclesiásticos, tomaban por modelo el ceremonial de la capilla real de Madrid.17 Esto es, los canónigos no estimaron necesario ningún ajuste entre las ceremonias dadas a un monarca del Antiguo Régimen, las que se utilizaron para el emperador constitucional y las que eran debidas a una autoridad republicana.

Sin embargo, es cierto que los canónigos prácticamente no tenían alternativa: la naciente opinión pública era sensible a los honores que se ofrecían a las nuevas autoridades en las iglesias, negarlos podía convertirse en prueba de una filiación política opuesta al régimen. Así le ocurrió al Cabildo Catedral de Puebla precisamente en esos años de la transición del imperio a la república federal. Lo sabemos gracias a la protesta de uno de sus miembros, Ignacio Mariano de Vasconcelos, quien en julio de 1824 protestó en las páginas de El Águila Mexicana contra la sátira que se hacía de los canónigos en el Redactor Municipal.18 El motivo era que, mientras Agustín de Iturbide había sido recibido en la Catedral con toda pompa, a una comisión del Congreso Constituyente del Estado no se les había puesto un dosel sobre sus asientos. En aras de “volver por el honor de aquel cuerpo venerable” (el Cabildo Catedral), recordaba que en el caso del emperador, “revestido de todo el aparato de majestad imperial”, se había contado con las indicaciones de un maestro de ceremonias de su séquito, con el ejemplo de la Catedral Metropolitana, y claro, con “el pontifical y autores litúrgicos”. De manera semejante a los canónigos de la Metropolitana en su respuesta antes citada de mayo de 1823, Vasconcelos señalaba la incertidumbre que se imponía ante las nuevas autoridades: “resolver estas cuestiones, tan nuevas para todos, no es para momentos y premuras”, afirmaba. En cualquier caso, el argumento más claro fue que no se puso el dosel por la sencilla razón de que la Catedral no contaba con uno suicientemente amplio para cubrir a todos los comisionados, bien que el canónigo insistió en que si los legisladores lo hubieran solicitado expresamente, se les hubiera puesto sin falta.

Y es que en efecto, el régimen representativo imponía un diseño institucional que no siempre resultaba fácil de adoptar con los usos de las ceremonias religiosas, finalmente establecidas en tiempos de la monarquía de Antiguo Régimen. Tal vez la adaptación más fácil fue la del Presidente de la República, a quien los sucesivos decretos expedidos entre 1824 y 1829 le aplicaron, como habían hecho ya los canónigos con el Supremo Poder Ejecutivo, las mismas reglas que correspondían al rey y a los virreyes.19 Sin embargo, de nuevo la dinámica política de la república originó algunos contratiempos: en principio, la primera asistencia del presidente a la iglesia debía ser solemnizada, recibiéndosele con la cruz para su adoración. Esa primera ocasión debía ocurrir cuando el presidente acudía a la Catedral tras su juramento, pero a partir de la serie de pronunciamientos que ritmaron la vida política nacional desde mediados de la década de 1820, ocurrió que no siempre fue el caso. Por ejemplo, el vicepresidente Anastasio Bustamante, habiendo tomado el gobierno en enero de 1830 tras la destitución del presidente Vicente Guerrero, no acudió a la Catedral por primera ocasión sino hasta los oficios de Semana Santa, en concreto el Jueves Santo. Tomados desprevenidos, y de nuevo ante la posibilidad de que esta falta manifestara una postura política, los canónigos debieron manifestar al gobierno no sólo el respeto a la “alta representación” del vicepresidente, sino la “muy particular adhesión a su persona”.20 Lo mismo ocurrió con el general Antonio López de Santa Anna en abril de 1853, aunque entonces el arcediano de la Catedral, el obispo de Tenagra, respondió directamente que la ceremonia de recibimiento solemne era reservada al caso de la entrada en la iglesia para el Te Deum posterior al juramento presidencial.21 Se diría que los canónigos iban aprovechando la legislación para tratar de evitar el compromiso entre la adhesión institucional y la personal.

En cuanto a los órganos legislativos, en realidad el Congreso de Puebla no fue el primero con problemas. Ya en 1822, el Cabildo Catedral Metropolitano, que hemos visto tan bien dispuesto cuando se trató de autoridades ejecutivas, tuvo una controversia más seria tratándose de la diputación provincial de México. El jefe político de la capital, Luis Quintanar, propuso al Cabildo Catedral que se siguiera el ceremonial que las Cortes españolas publicaron en Madrid en 1814 con motivo de la celebración del 2 de mayo.22 El doctoral Félix Flores Alatorre, que ya hemos mencionado antes, se opuso indicando que no era ley publicada para el imperio, por lo que era necesario seguir utilizando la legislación indiana. En ella, observaba Flores, los principios fundamentales para conceder honores era la representación del monarca y el ejercicio del Patronato regio. El doctoral concluía, las diputaciones poseían “únicamente al gobierno político de sus respectivas provincias, no tienen Patronato en las Iglesias y de ninguna manera representan la persona del Monarca”, con lo que implicaba que no debían recibir tratamiento particular, bien que terminó su dictamen con una manifestación de sumisión a lo que la autoridad política ordenara.23

Las diputaciones y congresos causaban dudas siendo órganos representativos, pero incluso tribunales como la Suprema Corte de Justicia, no encontraron de inmediato un espacio en el ceremonial. En diciembre de 1830, el presidente de la Corte, Juan Guzmán, escribía al ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos lamentando que, por falta de “ley que arregle el ceremonial para las concurrencias públicas de las autoridades, se ha visto este tribunal embarazado para asistir a los actos de esta especie”.24 Paradójicamente, mientras uno de los Supremos Poderes de la república quedaba marginado, otras corporaciones más tradicionales no habían tenido problemas para seguir siendo incluidas en las asistencias oficiales a las iglesias: el Protomedicato, por ejemplo, podía presumir en el mismo año 1830 haber tenido “la satisfacción de ser una de las primeras corporaciones que asisten a las funciones nacionales”, incluso recibiendo invitación particular del gobierno.25

En tiempos de la segunda república centralista, hubo varios intentos, tanto a nivel nacional como regional, para establecer un ceremonial definitivo y que integrara de manera clara a las autoridades republicanas. Ya en junio de 1842, el presidente Antonio López de Santa Anna, entonces en uso de facultades extraordinarias, había expedido un decreto detallando el orden del cortejo oficial entre Palacio Nacional y la iglesia, así como los lugares en esta última, que sin decirlo con claridad, se entendía se trataba en principio de la Catedral Metropolitana.26 Cabe destacarlo, ahí ya aparecía un lugar para la Suprema Corte, pero en cambio no lo había para representantes del Poder Legislativo, mientras que el Poder Judicial quedaba justo un lugar debajo del Poder Ejecutivo; más aún, el decreto se planteaba como una forma de organizar el “acompañamiento que exige su dignidad”, es decir, la del Presidente.27

Acaso por ello esta medida no evitó que se siguieran planteando problemas en las asistencias a la iglesia, por lo que el mismo régimen trató de crear una norma más completa. Lo decía con claridad el ministro José María Bocanegra en abril de 1844: era para remediar “los vacíos” ceremoniales “con respecto de algunas autoridades, corporaciones u oficinas, cuyo lugar no se halla designado, o ya porque el que se ha dado a otras no se cree el correspondiente”,28 que se había formado un proyecto de ley general para ser examinado en el Consejo de Gobierno. A pesar de reuniones con algunos de los jefes de oficinas, después de varios meses de trabajos, la Comisión de Relaciones de dicho órgano terminó por reconocer que era incapaz de orientarse en el entramado de la organización republicana, y prefirió requerir a todos los ministerios y departamentos un listado exhaustivo de “autoridades, corporaciones y oficinas”. No deja de ser interesante que demandó además se incluyeran en él “denominaciones, antigüedad, lugar que hayan ocupado en las asistencias”. Aun bajo el régimen centralista, las asistencias en la iglesia no podían relejar un mero “organigrama” del Estado, que para entonces se entiende que los consejeros no pudieron dibujar, sino que seguía siendo el resultado de diversas variables que daban cuenta de la posición política de cada asistente.29

Para la década siguiente, las tensiones políticas resultaron más que nunca evidentes en las asistencias a la iglesia, en particular a partir de 1857, con la promulgación de una nueva Constitución, que generó de inmediato las protestas del clero. El incidente es bien conocido: en representación del presidente Ignacio Comonfort, el gobernador del Distrito Federal, Juan José Baz, se presentó en la Catedral con el Ayuntamiento de México el Jueves Santo de ese año para los oicios, pero el Cabildo Catedral Metropolitano se negó a recibirlo. Un motín estalló en el exterior de la iglesia contra los representantes del gobierno, mientras los canónigos preirieron refugiarse en el coro ante el eco que llegaba de tales sucesos.30

El hecho inédito fue respondido por el gobierno con el arresto del arzobispo en su Palacio y del Cabildo Catedral en su sala capitular unos días más tarde. El ministro Iglesias expuso ampliamente el desagrado de las autoridades. Un punto que sobre todo nos interesa es la politización del ceremonial. El gobierno estimaba reprensible no tan sólo el desaire sufrido por el representante presidencial, que implicaba a la nación en su conjunto, sino además la “profanación” de la iglesia tolerada por los canónigos, quienes “convertían la iglesia en plaza pública” según los términos del ministro.31 Una vez más, pero con mucho mayor fuerza que en 1823, la dinámica política alcanzaba al ceremonial religioso, y esta vez eran los propios eclesiásticos quienes favorecían esa situación. Es cierto, desde luego, los acontecimientos habían llevado al clero a tomar partido, de hecho en buena medida serían clérigos quienes se convertirían pronto en las cabezas más visibles del bando conservador.32

No es de extrañar que, en cambio, las puertas de la Catedral se abrieran más tarde al gobierno instalado en la Ciudad de México durante la Guerra de Reforma por el partido conservador, que recuperó en ella el tratamiento regio. Por sólo citar una de esas asistencias, particularmente significativa del contexto de guerra civil, en septiembre de 1859, el general Miguel Miramón fue invitado por el Cabildo Catedral Metropolitano para una función a fin de “desagraviar al Altísimo por los sacrilegios que han cometido los enemigos del orden en los templos de diversos lugares de la república”.33 La recepción solemne había pasado de ser un acto nacional a un acto identificable con un partido.

El calendario religioso y nacional

La construcción de la nueva nación implicaba la formación de un panteón de héroes nacionales. Ya antes de la independencia, la Nueva España había sido parte del proyecto de construcción de una nación hispánica, cuyos primeros héroes conmemorados fueron las víctimas de los fusilamientos de mayo de 1808, según veremos a continuación. Con la separación de España, el panteón nacional quedó integrado ante todo por los que a partir de entonces se consideraron como héroes de la “Guerra de Independencia”, la iniciada en 1810 con el levantamiento del padre Miguel Hidalgo. Fue justo en septiembre de 1823 que sus restos fueron trasladados a la Catedral Metropolitana de México, convertida así también en panteón nacional.34 Como en el caso de los santos del catolicismo, los mártires nacionales fueron a su vez motivo de fiestas nacionales, aunque lo fueron también las fechas de promulgación de los nuevos documentos fundamentales de la nación, las constituciones.35

Casi sobra decirlo, ese nuevo calendario nacional no dejó de incluir las más importantes fiestas religiosas. Calendario al mismo tiempo cívico y religioso, fue el que dio motivo a buena parte de las numerosas asistencias de las autoridades a las iglesias que hemos mencionado en el apartado anterior. Y por lo mismo, estuvo sometido no sólo a la legislación civil, sino también a las reglas tradicionales del calendario religioso, que estaban lejos de corresponder con los requerimientos del nuevo orden político, en el que se esperaban más bien fechas precisas para conmemoraciones anuales. Desde tiempos del Antiguo Régimen uno de los problemas clásicos de las cuestiones ceremoniales había sido acordar fechas entre autoridades civiles y religiosas.

En efecto, con frecuencia se olvida que, dada la multitud de fiestas que implicaban el temporal y el santoral, una de las rúbricas generales del Breviario romano contenía una serie de reglas muy precisas para su traslado en el caso de coincidencia, que no era raro. Para nuestro tema es importante también recordar que había asimismo reglas para los días en que podían celebrarse misas votivas y misas de difuntos. Al respecto había también decretos de la Congregación de Ritos aclarando detalles sobre el tema, por lo común incluidos en las obras de los liturgistas.36 No vamos a detallar aquí esas reglas, lo que nos interesa es que el clero de inmediato comprendió los decretos ordenando las celebraciones nacionales en relación con las rúbricas del Breviario.

Ya la conmemoración del 2 de mayo había tenido algunas complicaciones de este tipo. En 1813, el párroco interino de Veracruz se negó a celebrar el oficio de difuntos por caer en domingo, debiendo trasladarse al 4 de mayo, pues tampoco era compatible con el 3, fiesta de la Santa Cruz.37 El Ayuntamiento de esa ciudad alegó infructuosamente la obediencia estricta a un decreto de las Cortes, aunque parece ser que no fue una actitud generalizada, pues en Yucatán no hubo mayor problema en el traslado “en virtud de ritos de Nuestra Santa Madre Iglesia”.38 Tras la independencia, también se celebraban honras fúnebres por los héroes de la independencia, si bien sólo tenemos testimonios específicos de su traslado en 1851. En ese año se tenía programada la función fúnebre para el 28 de septiembre, es decir, al día siguiente de la conmemoración de la entrada del Ejército Trigarante a la capital. La Junta Patriótica de la Ciudad de México trató del asunto con el deán de la Catedral, quien propuso el traslado para el día 30, pues el 28 era domingo, y el 29 era la fiesta de San Miguel arcángel.39 En Veracruz nuevamente no sabemos el motivo, pero el párroco determinó que el traslado debía ser hasta el 1º de octubre, pues el 30 también estaba impedido.40 La respuesta del deán, hace suponer que no era algo que hubiera generado controversia, pues alegaba a su favor que era así “como se ha hecho cada año”.41

Por otra parte, bajo el primer federalismo hubo mayores problemas para conseguir la asistencia de las órdenes religiosas a la celebración de la promulgación de la Constitución de 1824, que tuvo lugar un 4 de octubre. La fecha era la misma de la fiesta de San Francisco de Asís, por lo que no es de extrañar que algunas órdenes religiosas de la capital se ausentaran de la celebración, en primer lugar la provincia del Santo Evangelio de México, de franciscanos observantes. En 1830, su prelado explicaba al gobierno que estaban ocupados en “la suntuosidad y magnificencia del culto” de su santo fundador, y más todavía, citaba el antecedente de los años previos, cuando se les había “disimulado” el asistir o no.42 Lo mismo ocurría con los dominicos, en virtud de “decretos canónico-regulares y por costumbre no interrumpida”.43 Al menos para los frailes mendicantes, y a pesar de haber recibido un extrañamiento de parte del vicepresidente, la celebración de sus santos fundadores se anteponía a la asistencia a una fiesta nacional.44

Por su parte, las autoridades civiles pudieron intervenir en el calendario de las fiestas religiosas, y lo hicieron de manera muy directa y al más alto nivel. El gobierno gestionó ante la Santa Sede un breve para la reducción de los días festivos que se celebraban en la República Mexicana, y que fue expedido en San Pedro de Roma el 17 de mayo de 1839.45 El Papa Gregorio XVI concedía a los obispos la autoridad de disminuir las fiestas, salvo cinco de las más importantes conmemoraciones de la vida de Cristo y seis de la Virgen (incluyendo la de Nuestra Señora de Guadalupe), la de San José quedaba en vigor por lo que tocaba a la misa pero con licencia para trabajar. La medida más directa era el traslado a los domingos inmediatos libres de las fiestas de los santos patronos locales.

Cabe advertirlo, la intervención del gobierno no fue necesariamente bien recibida. La aplicación del breve llevó a una nueva junta de representantes diocesanos, en la cual el representante de Puebla, el magistral José María Luciano Becerra, presentó una instrucción del obispo Francisco Pablo Vázquez que directamente rechazaba los principios en que el documento pontificio se fundaba. El prelado rebatía tanto la idea de un excesivo número de fiestas religiosas, que impedía la dedicación de los pobres al trabajo y que por tanto contribuía a agravar su miseria; no menos que la estimación de excesivas distancias, que obligaba a largos traslados para llegar a las iglesias.46 Parece ser que la junta no resultó en un acuerdo de conjunto, pues en Guadalajara el obispo Diego de Aranda aceptó sin mayor problema su publicación sin cambio alguno. En esa diócesis, por cierto, la modificación de la fiesta de San José generó protestas en particular del Ayuntamiento de la capital diocesana.47

Así pues, la intervención del gobierno en el calendario, sin tomar en cuenta al propio episcopado, resultó, si no en la politización del calendario religioso, por lo menos en contestaciones e incluso en el cuestionamiento de los obispos en la opinión pública: sabemos de al menos un folleto en que se criticaban hasta detalles de las traducciones oficiales publicadas por los prelados, no menos que sus medidas concretas para la ejecución del breve.48 Más todavía, de manera cotidiana el ritmo de la vida política no pudo sino introducirse constantemente en la liturgia, ya no sólo bajo la forma de fiestas anuales sino de celebraciones extraordinarias, entre las que se destacaban las numerosas rogativas por la nación, que terminaron, estás sí, por politizarse de manera mucho más explícita.

Cabe recordarlo, las rogativas eran ya numerosas en tiempos de los Borbones, cuando la monarquía las requería para todo género de eventos, no sólo las guerras emprendidas por el monarca, sino también los relacionados con la familia real. Siguiendo esa tradición, durante el Primer Imperio las hubo en noviembre de 1822 “por el feliz éxito del emperador en la salida que hizo para la ciudad de Veracruz” y “por la emperatriz que se hallaba próxima a parir”.49 Bajo la república, fueron requeridas tanto por las autoridades religiosas como civiles, y las hubo en que no cabía duda que se trataba de proteger causas nacionales. “Justo es que rindamos al Todopoderoso un homenaje religioso de reconocimiento porque se digna protegernos y que le dirijamos nuestras fervorosas plegarias”, escribía el ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, Pablo de la Llave, en circular del 21 de noviembre de 1823. En ella, el gobierno disponía que se celebraran “rogaciones públicas y solemnes por tres días” con motivo de la publicación del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana y de la redacción de la Constitución, es decir para pedir al Cielo por el trabajo de elaboración de los documentos fundamentales de la nación.50 Las guerras que enfrentó la nación, desde luego, fueron también un motivo más que urgente para rogativas. La circular de 9 de mayo de 1846 en el contexto de la guerra con Estados Unidos, lo expresaba bien: “las críticas circunstancias en que se encuentra la nación a causa de la injusta guerra” hacían recordar que “el primero y principal auxilio debe implorarlo de la Divina Providencia”.51

Los obispos solían corresponder a estas circulares con iniciativas desde muy puntuales hasta muy elaboradas. En 1846 el obispo Francisco Pablo Vázquez daba cuenta de que ya antes de recibir la circular del gobierno había mandado celebrar un novenario a la Virgen de Guadalupe con exposición del Santísimo, y “edificantes procesiones” vespertinas de las comunidades religiosas, involucrando incluso las oraciones de monjas poblanas.52 El gobierno eclesiástico de Guadalajara, por su parte, ante las “mil calamidades públicas” dispuso a fines de año dos tandas de ejercicios espirituales para los sacerdotes, “principales obligados a orar por sí y por todo el pueblo”.53

En otras oportunidades hemos mencionado algunos otros ejemplos. Además de otros conflictos internacionales, como el de 1829, bajo el primer federalismo eran comunes las rogativas con motivo de las elecciones o el inicio de las sesiones de los cuerpos legislativos, tanto federales como estatales.54 Cabe todavía recordarlo, hubo también oportunidad para celebraciones festivas: por circular del ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos del 23 de noviembre de 1825, el gobierno mandó celebrar con “Te Deum y misa de gracias con toda la pompa y magnificencia posibles” la caída del último foco de resistencia española, la del castillo de San Juan de Ulúa.55 Asimismo, incluso eventos políticos internacionales llegaron a dar motivo a las rogativas, como ocurrió en 1849 con el exilio del Papa Pío IX en Gaeta. La circular del gobierno federal del 16 de marzo de ese año, dispuso que en todo el país se rezara por el restablecimiento del Soberano Pontífice e incluso por la paz en las demás naciones católicas.56

Destaquémoslo, estas celebraciones extraordinarias interrumpían el curso normal del calendario litúrgico. Aunque era común que se celebraran en los domingos, no faltaban los que se estimaban tan urgentes que obligaban a medidas inmediatas: en 1849, el gobierno eclesiástico de México, por ejemplo, resolvió que los tres días de rogativas solemnes por Pío IX se celebraran apenas al día siguiente del recibo oficial de la circular del gobierno, es decir, “los días miércoles, jueves y viernes” de esa semana.57 A su vez, el ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos circuló esa información a las demás oficinas y poderes, se entiende que para que los magistrados y oficiales del gobierno asistieran. Aunque no se refería necesariamente a los eventos políticos, acaso tenía razón el obispo Vázquez: en ocasiones no eran las fiestas ordinarias del catolicismo las que imponían la interrupción del trabajo, sino los eventos extraordinarios de este tipo.

Sin embargo, ya a mediados de la década de 1830 hubo casos en que esas plegarias reflejaban también los intereses de un partido. Antes de 1857 pocas veces fue tan claro como en las celebraciones que tuvieron lugar en diversas diócesis en 1834, tras la caída de los gobiernos nacionales y estatales de filiación “liberal”. En Puebla, el obispo Vázquez ordenó “un triduo de misas cantadas a Nuestra Señora de Guadalupe”, dedicadas a pedir, en el primer día por el presidente Santa Anna, en el segundo por los nuevos legisladores federales y estatales y en el tercero “para alcanzar del Todopoderoso la religiosa unidad de los pueblos mejicanos”. El prelado dispuso se hiciera exposición del Santísimo, se realizara una procesión solemne para el último día con todas las corporaciones religiosas de su capital, concediendo además abundantes indulgencias.58 En Guadalajara, el gobernador de la mitra hizo lo propio, organizando también un triduo a la Virgen de Guadalupe para rogar por “las necesidades de la Iglesia y engrandecimiento de la república”, asimismo con exposición del Santísimo e indulgencia plenaria.59

Oraciones votivas que eran al mismo tiempo acción de gracias, los triduos de 1834, no dejaban de tener algo de festejo de una victoria por parte del episcopado en su enfrentamiento con los radicales. El edicto del obispo de Puebla fue particularmente elocuente en ese sentido, pues se extendía en pintar el contraste entre las reformas, que entendía como medidas prácticamente persecutorias, y la caída del gobierno, que se presentaba como un restablecimiento de la religión. Empero, serían sin duda las rogativas de tiempos de la Guerra de Reforma las que estuvieron más claramente inclinadas hacia uno de los bandos en conflicto. La circular de febrero de 1860 del gobierno del general Miguel Miramón mandaba la celebración de preces no sólo “para que cese la guerra fratricida”, sino también para pedir por el triunfo de un programa de gobierno que se esbozaba brevemente: “un gobierno permanente adecuado a nuestras creencias y costumbres […] con una justa y bien entendida libertad, sobre las bases de religión, independencia y unión”.60

En suma pues, las reglas del calendario religioso no podían dejar de inmiscuirse en la construcción del calendario cívico; los eventos políticos, a su vez y a varios niveles, no dejaban de llevar a los fieles a las iglesias de manera extraordinaria sobre todo para rogativas, oraciones que se elevaron hacia el Cielo, cierto que con intenciones nacionales, pero abrazando a veces claramente causas partidarias. Ahora bien, no es de extrañar que la Virgen de Guadalupe aparezca citada varias veces en estos casos, pues asimismo, comenzaron a definirse imágenes religiosas nacionales, entre las cuales ella ocupaba un lugar fundamental.

El honor de las imágenes nacionales

En 61diciembre de 1823, el Supremo Poder Ejecutivo de la naciente república había resuelto asistir a la fiesta de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe en su Colegiata. Su cabildo estimó entonces dicha iniciativa como un testimonio de “religiosa piedad” a la que denominó “Patrona Universal del Anáhuac”.62 Casi un año más tarde, en decreto del 27 de noviembre de 1824 del Congreso nacional, quedaron establecidas como “fiestas religiosas nacionales” únicamente cuatro: “Jueves y Viernes Santo, Corpus y festividad de Guadalupe el 12 de diciembre”. Esto es, desde fecha temprana, la patrona del antiguo reino de Nueva España se impuso sin problemas prácticamente como una imagen religiosa nacional, con una relación privilegiada con el Estado.63

En cumplimiento de ese decreto, los presidentes del primer federalismo debieron presentarse en la Colegiata para la fiesta de la Guadalupana. Hacia el final del período federalista, ya lo hemos referido, la imagen del Tepeyac fue invocada abundantemente en rogativas y procesiones en 1834. No es de extrañar que, siguiendo esta misma línea, el gobierno centralista apoyara a la Colegiata de Guadalupe en la renovación de su altar mayor, obra que obligó a trasladar la imagen a la vecina iglesia conventual de capuchinas y cuya conclusión fue celebrada por todo lo alto, participándola a todas las iglesias diocesanas. En noviembre de 1836, el cabildo guadalupano escribía al respecto al de la Catedral de Guadalajara, destacando que se le habían concedido “honores de fiesta nacional” a la procesión solemne de la imagen para llevarla de vuelta a su altar. Los canónigos parecían convencidos de que el culto que encabezaban resultaba en beneficio del país en su conjunto, y no dudaron en incluir gestos que hicieran notar ese carácter nacional. En concreto, durante el traslado solemne habían dispuesto que: “se vuelva a los cuatro vientos la santa imagen, mientras que arrodillado el gran concurso, cantan los vicarios de coro de las sagradas religiones el Ave Maris Stella, anhelando atraer sobre toda la república y aun sobre el mundo entero las bendiciones del cielo”.64 Los canónigos tapatíos no pudieron sino unirse con misa y procesión en el mismo día a un “justo regocijo” que no podían calificar más que de “verdaderamente nacional”.65

El cabildo de la Colegiata, cabe reconocerlo, contribuyó así a hacer más efectivo ese carácter en la imagen que custodiaba, y casi se diría que entre ese año y el siguiente emprendió una verdadera campaña para reforzarlo. En 1837 se dirigieron nuevas cartas a las diócesis mexicanas, pero ahora para invitarles a abrir una suscripción para renovar los demás altares de la iglesia colegial. Desde luego, el punto de partida era comunicar a las otras iglesias el éxito de la función de traslado, que describían apasionadamente con tintes, de nuevo, nacionales. La imagen había sido capaz de reunir voluntades, decían: “El cielo vio a los mexicanos […] separados por la distancia de los lugares, pero unidos por el tierno amor a su Santa María de Guadalupe”. En general, a lo largo de su carta, los canónigos asociaban casi automáticamente la devoción guadalupana con lo propio de los mexicanos (“siendo mexicanos por nacimiento son guadalupanos de corazón”, afirmaron los obispos) y con el combate a la impiedad, que era asimismo “triunfo de los mexicanos”. Mas la nueva idea de los canónigos era que los altares de la colegiata tuvieran el nombre de cada una de las diócesis mexicanas. En ellos, los obispos harían celebrar por vía de comisionados, una función propia los días 12 de cada mes, por turnos, de forma que “aparecerían sucesivamente en el discurso del año arrodilladas ante la imagen celestial” todas las iglesias de la nación.66

Tan se trataba de una imagen nacional, que en octubre de 1860, cuando los canónigos de la Colegiata estimaron necesario el traslado de la imagen a la Ciudad de México con motivo de la guerra civil, solicitaron al arzobispo José Lázaro de la Garza y Ballesteros que el asunto se tratara en una junta con las más altas autoridades civiles y eclesiásticas. Y en efecto, el prelado citó a los obispos presentes entonces en la capital, a dos integrantes del Cabildo Catedral y dos canónigos de Guadalupe, a más de un secretario de despacho por parte del gobierno civil.67 De alguna forma era la conclusión lógica de la campaña que habían emprendido los propios canónigos de la Colegiata. Su disposición ya no podía ser exclusiva de ellos, sobre todo en un caso de emergencia.

Ahora bien, la idea de la suscripción de 1837, según el abad y canónigos de Guadalupe, en realidad había sido idea del Presidente de la República, que a la sazón era José Justo Corro. También de la presidencia provino, en 1851, la iniciativa de hacer del abad de la colegiata un abad mitrado con todos los ornamentos episcopales. En las instrucciones dirigidas a José María Montoya legado de México ante la Santa Sede, quedaba bien claro que se trataba de una imagen nacional. La Virgen de Guadalupe, en efecto, según el gobierno, era el objeto de “la veneración y piedad de todos los mexicanos”, la imagen era “el estandarte y la más segura prenda de la religiosidad de la república”, por lo que la Colegiata, como santuario, era “el primero de la república y el más querido del pueblo mexicano”; su cabildo debía ser reconocido por haber mantenido “el brillo y esplendor de las funciones religiosas” a pesar de los problemas económicos.68 Todo lo cual, si bien en efecto sirvió en la Santa Sede para obtener el honor deseado, no significó en cambio que el gobierno pudiera gastar los poco más de 80 pesos que implicó la gestión en las congregaciones romanas, que terminó pagando el propio cabildo guadalupano.69

No hemos podido identificar otras iniciativas a favor de la imagen del Tepeyac, pero en cambio, ya hacia el final del período que tratamos, al menos otro presidente parece haberse vinculado de manera particular con ella: el general Miguel Miramón. En febrero de 1860, al asumir de manera formal como presidente interino de la república, “a fin de implorar los auxilios divinos por el mejor acierto de su gobierno”, encargó la celebración de un triduo solemne en la Colegiata, celebrado directamente por el arzobispo Lázaro de la Garza y los obispos presentes entonces en la Ciudad de México, que eran cuatro: Clemente de Jesús Munguía, de Michoacán; Pedro Espinosa, de Guadalajara; Pedro Barajas, de San Luis Potosí, y Francisco de Paula Verea, de Linares.70 Las calurosas respuestas de los prelados no dejaron de traslucir el contexto de guerra civil: el obispo Barajas destacó por ejemplo que era una invitación propia de “un gobierno que tiene por blasón la defensa de la religión y de las garantías sociales”; el de Linares elogió la “noble y religiosa conducta” del presidente, estimándola “testimonio de sus patrióticos sentimientos al continuar sosteniendo la causa de la Iglesia y de la sociedad”.71 En el marco de la Guerra de Reforma, incluso la imagen nacional por excelencia terminaba sirviendo de testimonio particular de uno solo de los bandos en conflicto.

Hasta donde sabemos, ninguna otra imagen pudo ambicionar un culto que efectivamente reuniera a la nación a ese nivel, pero debemos citar también otras imágenes que aspiraron a convertir sus fiestas en nacionales. Aparte de Nuestra Señora de Guadalupe, tal vez la imagen más cercana a la autoridad presidencial de las primeras décadas del siglo XIX fue la del Señor de Santa Teresa. En efecto, acaso uno de los momentos más emotivos de la religiosidad oficial de esa centuria tuvo lugar el 29 de febrero de 1836, cuando, en medio de la agonía del general Miguel Barragán, recién reemplazado por José Justo Corro en la presidencia de la república el día 27, se le llevó en procesión solemne la imagen del Señor de Santa Teresa. Imagen con una historia muy propia del catolicismo barroco, había alcanzado notoriedad en la parroquia de Ixmiquilpan en la tercera década del siglo XVII al haberse renovado por sí misma hacia 1621, abundando entonces en milagros de diverso género. Tiempo después fue trasladada a la iglesia conventual de las monjas de Santa Teresa la Antigua, en la Ciudad de México, de donde debe el nombre con que se le conocía para las fechas que nos interesan.72 En el siglo XIX, seguía siendo una imagen importante entre las devociones de la capital: en agosto de 1821, las autoridades realistas recurrieron a ella ante el cerco que iban estableciendo los trigarantes a su alrededor;73 en 1833, fue movilizada para una procesión particularmente emotiva con motivo de la epidemia de cólera que azotó la ciudad. Carlos María de Bustamante le dedicó un folleto a esa procesión, refiriéndose a ella de manera general en sus Efemérides histórico-político-literarias como “el día de la contrición de los mexicanos”.74

Desde las páginas de El Mosquito Mexicano, el mismo Carlos María de Bustamante dejó un relato de la escena de la presentación del Cristo al presidente Barragán, muy al estilo de la época. El general, “moribundo, perdido el tacto y con todos los síntomas de una próxima muerte”, habría logrado todavía expresar su piedad, ya que no con una oración, al menos con un gesto de veneración. Rodeado de los sacerdotes que lo acompañaban en sus últimos instantes y que entonaban el Miserere, el presidente agonizante “besa humilde sus sagrados pies, los aplica a su frente y en su interior hace una deprecación afectuosa”, según los términos del publicista.75 De inmediato hubo una interpretación política de este acto, Bustamante no dejó de situar esta escena en el marco de las controversias entre los partidos de la época sobre la conservación o no de la cultura religiosa tradicional. Ella sólo podía ser bien valorada por “los que como él [como Barragán] han respetado la religión y sus ministros”, y no en cambio por los que “quieren pasar por sabios y despreocupados, los que insultan a Dios y se envanecen con detestar aquellos principios en que fueron educados sus mayores”.76

Aunque en 1845 un temblor destruyó el cimborrio de la capilla y la imagen misma, ésta no parece haber perdido popularidad del todo. En la epidemia de cólera de 1850 volvió a salir en procesión. Fue entonces, cuando por exhorto de una “comisión numerosa compuesta de ciudadanos recomendables”, se contó con la asistencia del presidente José Joaquín de Herrera.77 Más todavía, de nuevo por reclamo de vecinos de la capital, en mayo de 1859 el presidente Miguel Miramón elevó la celebración de la renovación de la imagen, que se celebraba el 19 de ese mes, a la categoría de fiesta nacional.78 No tenemos noticias de la celebración de la fiesta como tal, ni de intentos de difundir la imagen más allá de la Ciudad de México. Acaso el hecho de haber sido proclamada por un gobierno emanado de uno de los partidos que se enfrentaban en la Guerra de Reforma hizo que su carácter de nacional se fuera perdiendo con la derrota del bando conservador.

De manera más puntual, hubo al menos otra imagen para la que se trató de obtener una fiesta de mayor nivel: la de la Virgen de los Remedios, celebrada cada 1º de septiembre en el arzobispado de México. De nuevo la iniciativa provino de los vecinos de la capital, a través del ayuntamiento, que a su vez requirió el respaldo del arzobispo Lázaro de la Garza en abril de 1860.79 La petición iba dirigida a que se tramitara en la Santa Sede la elevación a día de media guarda, pero nos interesa aquí porque el Consejo de Gobierno, cuando revisó la solicitud, no pudo sino entenderla como una fiesta nacional: el arzobispo traducía los sentimientos “de todo el pueblo de México” y de su devoción a la imagen. Petición de nuevo dirigida a un gobierno que libraba una guerra en que la religión era uno de los temas de la disputa, el Consejo no dejó de señalar que, para la autoridad civil de ese momento ya no estaban vigentes “las razones que se tuvieron presentes en los años pasados para la reducción de días festivos”.80 Aprobada pues por el gobierno del general Miramón, no sabemos si llegó en cambio a las oficinas de la curia del Papa Pío IX.

Desde esas oficinas, en cambio, sí que llegó a México a mediados de la década de 1850 la declaración del dogma de la Inmaculada Concepción. Publicada en los periódicos de la república en enero de 1855, el presidente Antonio López de Santa Anna decretó, el 21 de abril de ese mismo año, que el 8 de diciembre se convertiría por ello en festividad nacional.81 Es cierto, el dogma no estaba asociado a una sola imagen con sede en un santuario particular de México, pero justo por ello pudo ser celebrado con facilidad por todo el país con imágenes que representaban el misterio en cuestión, pero que es difícil saber si eran exactamente iguales entre sí. La prensa destacó de manera particular que se trataba de un dogma en realidad bien conocido en la cultura nacional, de forma que podía ser presentada también como una “devoción [que] profesa el pueblo mexicano”.82 Cierto que sumándose a una celebración general del mundo católico, pocas veces el país habrá visto una serie de celebraciones tan extensa, casi al unísono, con imágenes llevadas en procesión con un fasto deslumbrante.83 Todo ello, desde luego, respaldado por las autoridades políticas: “el supremo jefe del Estado y todas las demás personas que forman su administración, se encuentran animados de aquel espíritu de religión y de piedad que dio aliento a nuestros padres”, decía el periódico El Universal, señalando además que el mismo partido en el poder “tienen escrito en su programa como norma y guía de sus acciones, la verdad religiosa”.84

Así pues, en el contexto político mexicano de mediados del siglo XIX, lo mismo las imágenes de tradición local en la Ciudad y Valle de México, que una con vocación universal como la Inmaculada Concepción, eran representadas progresivamente como imágenes religiosas nacionales, celebradas en fiestas religiosas, asimismo, nacionales. Ellas se convertían, según los publicistas, en motivo casi obligado de la fe de los mexicanos, capaces de ofrecerles protección frente a los peligros naturales del momento (como el cólera) no menos que frente a los peligros políticos (como la guerra). Además, a lo largo de las décadas, se iban asociando cada vez más con un partido: el que apoyó el último gobierno del general Santa Anna, y más tarde el que sería derrotado en la Guerra de Reforma.

Comentarios finales

Tras la Guerra de Reforma y la caída del Segundo Imperio, se consumó en México la separación entre las instituciones estatales y las ceremonias, fiestas e imágenes que ahora se convertían, por principio, en específica y únicamente religiosas. En ese contexto, pudo ya surgir una mirada crítica de la relación que habían mantenido durante varias décadas política y religión en el México independiente. La hubo por ejemplo, en el caso de Francisco Bulnes, quien en Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma (1905),85 reprochaba al Benemérito durante su trayectoria en Oaxaca el que había sido comportamiento “normal” de los políticos de la época, con sus invocaciones a Dios, asistencias a los templos, su concordia con las autoridades eclesiásticas para organizar celebraciones religiosas por los más diversos eventos, empezando por el combate a las epidemias. Bulnes, de hecho, hacía del Juárez de la primera mitad del siglo XIX, “una de las figuras que con más colorido piadoso y corrección ortodoxa honran la historia de su partido [de los católicos mexicanos]”.86

Empero, es interesante constatar hasta qué punto ese uso constante de la religión por la política moderna contribuyó a desgastar el propio régimen confesional vigente desde 1821. Lejos de ser garantía de continuidad duradera, lejos incluso de representar una continuidad precisa respecto del Antiguo Régimen, en virtud de los cambios que conllevó en ceremonias sagradas, en principio; la posición fundamental de la religión en la nueva nación al momento de su independencia, aun aceptada generalmente hasta la propia época de la ruptura, más bien resultó el punto de partida de una progresiva politización. En ella tuvo un papel el propio clero, por ejemplo negando la recepción solemne en las iglesias a ciertas autoridades, o utilizando las rogativas al Cielo a favor de unos grupos políticos triunfantes. Desde luego, también los propios partidos y facciones, aun aquellos que se manifestaban a favor del mantener unidas la religión y la política, comprometían la estabilidad de ese compromiso.

Así pues, las constantes asistencias a las iglesias, la presencia en el calendario cívico de fiestas nacionales religiosas, las innumerables rogativas por causas públicas y la definición de imágenes religiosas nacionales, paradójicamente forman parte también de la historia de la secularización en el México del siglo XIX. Secularización que, debemos siempre insistir en ello, no es sino la separación progresiva de la esfera de lo político y de la esfera de lo religioso; esto es, no implica necesariamente una disminución de la práctica religiosa. El final de esas ceremonias y fiestas oficiales, el olvido del carácter “nacional” de la mayoría de esas imágenes, luego de medio siglo de celebraciones y discusiones al respecto, marcaba bien el cambio de estatus de la religión en México, cada vez menos fundamento político efectivamente compartido y más asunto de opinión personal. Estudios más profundos y detallados de esos rituales nos ayudarán a comprender mejor la forma en que se fue operando esa transformación a nivel nacional y regional.

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1La bibliografía sobre este proceso es extensa, más para el tema concreto de este artículo nos interesa destacar: Lempérière, Annick, “De la república corporativa a la nación moderna. México (1821-1860)”, en François-Xavier Guerra y Antonio Annino (Coordinadores), Inventando la nación. Iberoamérica, siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 316-346.

2Una síntesis sobre los momentos más fuertes del enfrentamiento entre catolicismo y Revolución Francesa en Vovelle, Michel, La révolution contre l’Église. De la raison à l’être suprême, París, Éditions Complexe, 1988.

3Del Arenal Fenochio, Jaime, “El Plan de Iguala y la salvación de la Religión y de la Iglesia novohispana dentro de un orden constitucional”, en Manuel Ramos Medina (Coordinador), Historia de la Iglesia en el siglo XIX, México, El Colegio de México/ El Colegio de Michoacán/ Instituto Mora/ Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa/ Centro de Estudios de Historia de México Condumex, pp. 73-91.

4Existen varios trabajos sobre el tema, destaquemos en particular, Connaughton, Brian, “República federal y Patronato: El ascenso y descalabro de un proyecto”, en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, nro. 39, enero-junio 2010, pp. 5-70. Asimismo, Connaughton, Brian, “¿Una república católica dividida? La disputa eclesiológica heredada y el liberalismo ascendente en la independencia de México”, en Historia Mexicana, LIX: 4, 2010, pp. 1141-1204.

5Lempérière, “De la república corporativa a la nación moderna”, p. 331.

6Además de Lempérière, “De la república corporativa a la nación moderna”, pp. 330-343; Connaughton, Brian, Dimensiones de la identidad patriótica. Religión, política y regiones en México. Siglo XIX, México, Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa, Miguel Ángel Porrúa, 2001, pp. 73-98; Connaughton, Brian, Entre la voz de Dios y el llamado de la patria. Religión, identidad y ciudadanía en México, siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, pp. 99-132; y los trabajos de Zárate Toscano, Verónica, “Piadosa despedida. Funerales decimonónicos”, en Miguel Ramos Medina (Coordinador), Historia de la Iglesia en el siglo XIX, México, Condumex/ El Colegio de México/ El Colegio de Michoacán/ Universidad Autónoma Metropolitana -Iztapalapa, 1998, pp. 333-350 y Zárate Toscano, Verónica, “La conformación de un calendario festivo en México en el siglo XIX”, en Alicia Salmerón y Erika Pani (Coordinadores),Conceptualizar lo que se ve. François-Xavier Guerra historiador. Homenaje, México, Instituto Mora, 2004, pp. 182-214.

7Antes hemos resaltado las continuidades, de manera particular en el tema del Patronato en la liturgia: Carbajal López, David, “¿Un ‘patronato ritual’? La autoridad civil en la liturgia en México durante la primera mitad del siglo XIX”, en Juan Carlos Casas García y Pablo Mijangos y González (Coordinadores), Por una Iglesia libre en un mundo liberal. La obra y los tiempos de Clemente de Jesús Munguía, primer arzobispo de Michoacán (1810-1868), México, Universidad Pontificia de México/ El Colegio de Michoacán, 2014, pp. 23-55.

8Gaceta Imperial de México, México, 2 de octubre de 1821, p. 7.

9Gaceta Imperial de México, México, 2 de octubre de 1821, p. 7.

10Remitimos a Carbajal López, David, “Una liturgia de ruptura: el ceremonial de consagración y coronación de Agustín I”, en Signos históricos, nro. 25, enero junio 2011, México, pp. 68-99. También ha analizado esta ceremonia Hensel, Silke, “La coronación de Agustín I. Un ritual ambiguo en la transición mexicana del Antiguo Régimen a la Independencia”, en Historia Mexicana, LXI: 4, abril-junio 2012, pp. 1349-1411.

11Lo más significativo fue que la corona se la impuso el presidente del Congreso Constituyente, Rafael Mangino.

12Para este proceso remitimos en particular a Ávila, Alfredo, Para la libertad. Los republicanos en tiempos del Imperio, 1821-1823, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 2004, pp. 213 y ss.; Frasquet, Ivana, Las caras del águila. Del liberalismo gaditano a la república federal mexicana (1820-1824), Castelló de la Plana, Universitat Jaume I, 2008, pp. 287 y ss.

13Archivo del Cabildo Catedral Metropolitano de México (en adelante ACCMM), Gobierno civil, caja 16, exp. 3, Lucas Alamán al Deán y Cabildo de la Metropolitana, México, 28 de mayo de 1823.

14ACCMM, Gobierno civil, caja 16, exp. 3, minuta, 28 de mayo de 1823.

15ACCMM, Correspondencia, caja 7, exp. 3, memoria, s/f.

16ACCMM, Correspondencia, caja 7, exp. 5, Dictamen de Flores y Arechederreta, México, 17 de julio de 1823.

17Recopilación de Leyes de Indias, libro 3, título XVI, ley x en particular, “Archivo Digital de la Legislación del Perú”, en http://www.leyes.congreso.gob.pe/Documentos/LeyIndia/0203015.pdf [consultado el 28 de febrero de 2015].

18El Águila Mexicana, México, 26 de julio de 1824, pp. 1-2.

19Dublán, Manuel y José María Lozano (Compiladores), Legislación Mexicana o Colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la independencia de la república, t. i, nros. 428 y 442, en http://www.biblioweb.tic.unam.mx/dublanylozano/ [consultado el 28 de noviembre de 2012]. De Arrillaga, Basilio, Recopilación de leyes, bandos, reglamentos, circulares y disposiciones que forman regla general de los Supremos Poderes de los Estados Unidos Mexicanos, formada de orden del Supremo Gobierno por el licenciado… comprende este tomo los meses de abril y mayo de 1833, México, Imprenta de Juan Ojeda, 1834, pp. 2-9.

20Archivo General de la Nación (en adelante AGN), Justicia Eclesiástica, vol. 102, f. 41-42.

21AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 168, f. 320, Obispo de Tenagra al oficial mayor encargado de la Secretaría de Justicia y Negocios eclesiásticos, México, 7 de abril de 1853.

22AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 13, f. 61-61v, Luis Quintanar al deán y Cabildo de la Metropolitana, México, septiembre de 1822.

23AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 13, f. 62-64, Informe del doctoral Félix Flores, México, 23 de septiembre de 1822.

24AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 102, f. 41-41v, Juan Guzmán al secretario de Justicia y Negocios Eclesiásticos, México, 16 de diciembre de 1830.

25AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 102, f. 45, Manuel de Jesús Febles, Casimiro Liceaga y Joaquín Guerra al ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, México, 6 de octubre de 1830.

26Dublán y Lozano (compiladores), Legislación Mexicana…, t. IV, nro. 2344, en http://www.biblioweb.tic.unam.mx/dublanylozano/ [consultado el 28 de noviembre de 2012].

27Dublán y Lozano (compiladores), Legislación Mexicana…, t. IV, nro. 2344, en http://www.biblioweb.tic.unam.mx/dublanylozano/ [consultado el 28 de noviembre de 2012].

28Archivo Histórico del Senado de la República (en adelante AHSR), Público y Secreto, congreso 10, exp. 250, f. 2, Bocanegra al presidente del Consejo de Gobierno, México, 18 de abril de 1844.

29AHSR, Público y Secreto, congreso 10, exp. 250, f. 8-9, Dictamen del 6 de noviembre de 1844.

30El expediente original del incidente en AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 181, f. 92-107, en particular f. 92-98, Juan José Baz al ministro de Justicia, México, 9 de abril de 1857 con anexos.

31AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 181, f. 99-101v, Iglesias al arzobispo de México, México, 12 de abril de 1859.

32Para el contexto del incidente y el liderazgo del clero debemos remitir a la obra de García Ugarte, Marta Eugenia, Poder político y religioso. México, siglo XIX, México, Miguel Ángel Porrúa/ Cámara de Diputados/ Universidad Nacional Autónoma de México-Instituto de Investigaciones Sociales, 2010, t. i, pp. 651-719.

33AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 146, f. 316-317.

34Para la historia de la conmemoración de los héroes de la independencia véase: Zárate Toscano, “La conformación de un calendario festivo”, pp. 187-191. En particular sobre el traslado de restos de 1823: Vázquez Mantecón, María del Carmen, “Las reliquias y sus héroes”, en Estudios de historia moderna y contemporánea de México, México, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, nro. 30, julio-diciembre 2005. http://www.historicas.unam.mx/moderna/ehmc/ehmc30/356.html [consultado el 15 de febrero de 2015].

35Zárate Toscano, Verónica, “Festejos por decreto: Los aniversarios de la Constitución en el siglo XIX”, en Silke Hensel (Coordinador), Constitución, poder y representación. Dimensiones simbólicas del cambio político en la época de la independencia mexicana, Madrid, Iberoamericana-Vervuert/ Bonilla Artigas, 2011, pp. 195-215.

36Podemos remitir a una de las obras difundidas en la época, la de Irayzos, Fermín, Instrucción acerca de las rúbricas generales del Misal, ceremonias de la Misa rezada y cantada, oficios de Semana Santa y de otros días especiales del año, Madrid, Imprenta de Pedro Marín, 1777, pp. 11-14 con las reglas de los días para las misas votivas; pp. 36-38 para las misas de difuntos; y pp. 38-40 para el traslado de fiestas.

37Archivo General de Indias (en adelante AGI), México, leg. 1901, Ayuntamiento de Veracruz a las Cortes, Veracruz, 1º de agosto de 1813.

38AGI, México, leg. 3096A, Representación de la diputación provincial de Yucatán, 21 de mayo de 1813.

39AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 167, f. 91-92, Miguel María Azcárate al ministro de Relaciones, México, 15 de septiembre de 1851.

40AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 167, f. 103-103v, El ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos al ministro de Relaciones, México, 24 de septiembre de 1851.

41AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 167, f. 91-92, Miguel María Azcárate al ministro de Relaciones, México, 15 de septiembre de 1851.

42AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 102, f. 60-60v, Fray Manuel María Domínguez al ministro de Justicia, México, 4 de octubre de 1830.

43AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 102, f. 57, Fray Antonio Brito al ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, México, 5 de octubre de 1830.

44AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 102, f. 56, minuta dirigida a los prelados de Santo Domingo, Merced, San Agustín, San Diego y San Francisco, México, 4 de octubre de 1830.

45Archivo Histórico del Arzobispado de Guadalajara (en adelante AHAG), Gobierno, Santa Sede, caja 1, exp. s/n, Breve pontificio sobre diminución [sic] de días festivos en la República Mexicana, México, Imprenta del Águila, 1839.

46AHAG, Gobierno, serie Santa Sede, caja 1, exp. s/n, “Instrucción que se dirige al señor Dr. D. José María Luciano Becerra, canónigo magistral de esta Santa Iglesia y vocal de la Junta eclesiástica de comisionados diocesanos”, Puebla, 1º de marzo de 1837.

47AHAG, Gobierno, Santa Sede, caja 1, exp. s/n.

48AHAG, Gobierno, Santa Sede, caja 1, exp. s/n, Carta de N.A.N. sobre la reducción de fiestas, con arreglo al breve del sr. Gregorio XVI de 17 de mayo de 1839, expedido en favor de la República de México, México, Imprenta de la calle de las Escalerillas, 1840.

49ACCMM, Correspondencia, caja 7, exp. 3, memoria s/f.

50AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 28, f. 293, Circular a los prelados diocesanos, México, 21 de noviembre de 1823.

51AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 148, f. 246-246v, Circular a los señores diocesanos, México, 9 de mayo de 1846.

52AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 148, f. 247-247v, Francisco Pablo, obispo de Puebla, al ministro de Justicia e Instrucción Pública, Puebla, 12 de mayo de 1846.

53AHAG, Edictos y circulares, caja 8, exp. 47, Edicto del gobierno eclesiástico de la diócesis de Guadalajara, Guadalajara, 16 de noviembre de 1846.

54Para algunos ejemplos de Veracruz bajo el primer federalismo, remitimos a Carbajal López, David, La política eclesiástica del Estado de Veracruz, 1824-1834, México, Miguel Ángel Porrúa/ Instituto Nacional de Antropología e Historia, 2006, pp. 48, 68-69.

55AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 43, f. 95-95v, Circular a los obispos y gobernadores de mitras, México, 23 de noviembre de 1825.

56AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 161, f. 379-380, Circular a los obispos, vicarios capitulares, gobernador de la mitra de Californias y Colegiata de Guadalupe, México, 16 de marzo de 1849.

57AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 161, f. 383-383v, José María Barrientos al ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, México, 20 de marzo de 1849.

58Vázquez, Francisco Pablo, “Edicto del Sr. Obispo de Puebla previniendo acciones de gracias”, en Colección eclesiástica mejicana, México, Imprenta de Galván a cargo de Mariano Arévalo, 1834, t. IV, pp. 297-308.

59AHAG, Edictos y circulares, caja 8, exp. 34, Circular del gobernador de la Mitra al clero y fieles de la diócesis, Guadalajara, 10 de diciembre de 1834.

60AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 172, f. 566, Circular de 18 de febrero de 1860.

61Sobre este tema véase también a Zárate Toscano, “La conformación de un calendario festivo”, pp. 199-204, quien cita desde otro enfoque, algunos casos que mencionamos aquí.

62AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 27, f. 330, Cabildo de Guadalupe a Pablo de la Llave, 6 de diciembre de 1823.

63Sobre el tema del culto de la Virgen de Guadalupe en esta época, véase: Taylor, William, “Santuarios y milagros en la secuela de la independencia mexicana”, en Brian Connaughton (Coordinador), Religión, política e identidad en la independencia de México, México, Universidad Autónoma Metropolitana/ Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2010, pp. 542-553.

64AHAG, Gobierno, Secretaría, Culto, caja 4, exp. 69, Diego de Germán, Manuel Ruiz de Castañeda y Agustín Carpena al deán y Cabildo de la Iglesia de Guadalajara, Guadalupe, 25 de noviembre de 1836.

65AHAG, Gobierno, Secretaría, Culto, caja 4, exp. 69, Minuta, 6 de diciembre de 1836.

66AHAG, Gobierno, Secretaría, Culto, caja 4, exp. 71, José Antonio Magos, José María Torres y José Sánchez al deán y Cabildo de la Iglesia Catedral de Guadalajara, Guadalupe, 11 de febrero de 1837. Esta iniciativa también la menciona Taylor, “Santuarios y milagros”, p. 548.

67AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 146, f. 413-413v, El arzobispo de México al ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, México, 22 de octubre de 1860.

68AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 171, f. 418-419, Instrucciones a José María Montoya, México, 3 de enero de 1851.

69AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 171, f. 425-440.

70AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 146, f. 407, Minuta al arzobispo y obispos de Guadalajara, Potosí, Linares y Michoacán, México, 22 de agosto de 1860.

71AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 146, f. 410-411v, Pedro Barajas, obispo de Potosí, al ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, México, 24 de agosto de 1860 y Francisco de Paula Verea, obispo de Linares, al ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, México, 23 de agosto de 1860.

72El relato completo de la historia de la imagen en Velasco, Alfonso Alberto de, Exaltación de la Divina Misericordia en la milagrosa renovación de la soberana imagen de Christo, Señor nuestro crucificado, que se venera en la Iglesia del Convento de Señor San Joseph de Religiosas Carmelitas Descalzas de la Antigua Fundación de esta Ciudad de México, México, Oficina de Mariano Zúñiga y Ontiveros, 1807. Existe un amplio estudio de esta imagen y sus santuarios en Taylor, William, “Two Shrines of the Cristo Renovado: Religion and Peasant Politics in Late Colonial Mexico”, en The American Historical Review, cx: 4, octubre 2005, pp. 945-974.

73Bustamante, Carlos María de, Cuadro histórico de la Revolución de la América Mexicana comenzada en quince de septiembre de mil ochocientos diez por el ciudadano Miguel Hidalgo y Costilla, México, Imprenta de Galván a cargo de Mariano Arévalo, 1827, t. v, pp. 13 y 17.

74Bustamante, Carlos María de, Historia del Cholera Morbus de México del año de 1833, y de los estragos de la guerra civil de aquella época, muy más terribles que los de esta epidemia asoladora, México, Imprenta de la testamentaria de Valdés a cargo de José María Gallegos, 1835, pp. 12-13. Taylor, “Two Shrines of the Cristo Renovado”, pp. 954-955.

75El Mosquito Mexicano, México, 8 de marzo de 1836, p. 3.

76El Mosquito Mexicano, México, 8 de marzo de 1836, p. 3.

77AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 166, f. 273-275.

78AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 146, f. 276, Decreto de 9 de mayo de 1859.

79AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 146, f. 431, 437-439 y 483-484.

80AGN, Justicia Eclesiástica, vol. 146, f. 485-485v, El obispo de Tenagra al ministro de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, México, 6 de agosto de 1860.

81El Universal, México, 12 de enero de 1855, publicó los documentos de la proclamación del dogma de la Inmaculada. El bando nacional haciendo el 8 de diciembre fiesta nacional religiosa aparece en El Universal, México, 23 de abril de 1855, p. 3.

82El Siglo XIX, México, 21 de abril de 1855, p. 3.

83Notas de algunos de los festejos: en México, El Siglo XIX, México, 21 de abril de 1855, p. 3; en Durango, El Siglo XIX, p. 2; en Oaxaca, El Siglo XIX, México, 24 de mayo de 1855, p. 3.

84El Universal, México, 12 de enero de 1855, p. 1.

85Bulnes, Francisco, Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, México, Antigua Imprenta de Murguía, 1905.

86Bulnes, Juárez y las revoluciones de Ayutla y de Reforma, p. 181.

Recibido: 06 de Marzo de 2015; Aprobado: 15 de Octubre de 2015

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