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Tzintzun. Revista de estudios históricos

versão On-line ISSN 2007-963Xversão impressa ISSN 1870-719X

Tzintzun. Rev. estud. históricos  no.64 Michoacán Jul./Dez. 2016

 

Reseñas

Butler, Matthew, Devoción y disidencia. Religión popular, identidad política y rebelión cristera en Michoacán, 1927- 1929, México, El Colegio de Michoacán-Fideicomiso "Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor", 2013, 382 pp.

Eduardo Mijangos* 

* Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo. México.

Butler, Matthew. Devoción y disidencia. Religión popular, identidad política y rebelión cristera en Michoacán, 19271929. México: El Colegio de Michoacán, Fideicomiso "Felipe Teixidor y Monserrat Alfau de Teixidor", 2013. 382 pp.


En la historiografía mexicana existen ya muy pocos nichos que no hayan sido explorados o atendidos por los historiadores. Sin duda, estudios sobre el catolicismo y los procesos de secularización han proporcionado ya una perspectiva académica sumamente provechosa para entender aspectos tales como religiosidad popular, secularización, protestantismo, identidades locales, así como ciertos acontecimientos a manera de tensiones sociales, vinculados en contextos regionales que fueron imprescindibles pese a todo para configurar la idea de nación. Así, notables estudios más o menos recientes como los de Rubén Ruiz Guerra, Manuel Ceballos, Martha Eugenia García Ugarte, Roberto Blancarte, Pablo Mijangos y González, Julia Preciado y Cecilia Bautista, entre otros, han mostrado la enorme relevancia de estudios sociales y políticos que, a través de nuevos enfoques y perspectivas, enriquecen la historia contemporánea de México, a la vez que dan constancia de una saludable historiografía que encuentra nuevos actores y procesos para discernir estas tensiones comunitarias, prácticas confesionales, sociedades de ideas, creencias populares, etcétera, es decir, un mosaico de expresiones sociales relacionadas con aspectos religiosos.

Existe, pues, un amplio campo de análisis en donde la vieja categoría sociedad confesional versus Estado secular, se coloca a revisión, demostrando no sólo la enorme complejidad de este campo de estudio sino la pertinencia de nuevas preguntas sobre la naturaleza tradicional de las creencias comunitarias, así como las tendencias autoritarias de un Estado liberal primero, revolucionario después, empeñado en subordinar los intereses ajenos en un nuevo corporativismo, que más temprano que tarde, propició el enfrentamiento directo entre sectores sociales y eclesiásticos renuentes a las políticas secularizadoras de las elites en el poder.

Matthew Butler nos muestra en su investigación esa dicotomía entre la devoción religiosa y la resistencia popular en un breve espacio de tiempo, el conflicto al que Jean Meyer se refiriera como "La Cristiada", en su obra seminal sobre la rebelión popular de 1926 a 1929. Pero para analizar esos tres años de conflicto, el autor nos refiere el agrarismo revolucionario que se conforma luego de las disposiciones agrarias constitucionalistas de 1915, de la educación rural en el transcurso de los años veinte, y la vida religiosa en torno a las parroquias y los templos, fuesen estos católicos o presbiterianos. A lo largo de 382 páginas, Matthew Butler nos muestra una acuciosa investigación donde rastrea las vicisitudes de un Michoacán convulso, con ciclos de violencia y ciclos de control institucional; un oriente michoacano espejo de pluralidades, de mudanzas populares que coexistían mucho antes de la Revolución mexicana y que acaso el conflicto cristero reveló dramáticamente. El argumento central de la investigación está inicialmente trazado por Butler: "las culturas religiosas populares de Michoacán, aunque eran socialmente construidas, de ninguna manera eran construcciones meramente instrumentales, sin contenido real. Es decir, aunque la religión se reformara en el transcurso de la historia y en relación con los cambios políticos y económicos, las culturas religiosas michoacanas no deben trivializarse como simples epifenómenos. Más bien, argumento que la religión era una variable semiautónoma, con una vida y un poder propios. Precisamente, argumento que los cristeros y los agraristas de la década de los veinte crearon identidades con capas distintas y reformaron no solamente sus ideas políticas al pactar con el Estado posrevolucionario o resistirlo, sino sus creencias y prácticas religiosas" (p. 26).

Asumiendo el periodo del movimiento cristero como un contexto de crisis social, las políticas radicales del gobierno federal callista y las posturas de la jerarquía eclesiástica contribuyeron por igual a revelar las diferencias sociales y a deteriorar un sentido de pertenencia comunitaria al convertirse un propósito social en un propósito político. Esto era, los intereses populares para mantener sus creencias y prácticas espirituales confrontadas con los intereses particulares de las elites religiosas en una tónica de intolerancia que llevó de manera precipitada a la rebelión, tal como lo proclamó la Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa a fines de julio de 1926. Es en el tono de una confrontación de lo privado -la práctica de la fe católica- y de lo público -la subordinación política de la Iglesia institucional a un nuevo estado de derecho- que podemos visualizar la complejidad de un movimiento que, como responde Butler, fue heterogéneo en sus formas de reclutamiento y en las formas activas de su comportamiento. De otra manera, la retórica de la Cristiada (aquella que difundía el discurso oficial revolucionario y a su vez aquella que propagaban las autoridades eclesiásticas), consignaba la idea de un movimiento muy distinto al que se propició en regiones específicas: para el caso, el oriente de Michoacán.

"Este estudio -nos advierte Butler- sostiene que la religión era una variable múltiple, no estable, sino dinámica y sujeta al cambio; y que dentro de la Iglesia mexicana existían compromisos religiosos de diversa índole, así como prácticas y significados religiosos muy distintos, los cuales no se daban simplemente sino que constituían un elemento clave de los mundos socioculturales de la gente común. Ése era el caso aun dentro de una zona relativamente pequeña como el centro-occidente mexicano, cuyo paisaje espiritual en los años veinte no era homogéneo sino variado" (pp. 21-22). Con este propósito, el autor escudriñó en una amplia documentación: desde archivos locales y parroquiales, estatales y nacionales, complementado en una copiosa información bibliográfica, testimonial y académica, que hubo de constituir la base de la información a partir de la cual el autor construyó su propia narrativa.

Así, pues, Butler debió recorrer el oriente michoacano, conocer la gente y sus pobladores, realizar trabajo de campo en las cabeceras de los antiguos distritos porfirianos de Zinapécuaro, Zitácuaro y Maravatío. En este proceso observó ciertas "realidades": siguen disputándose al mismo tiempo las tendencias políticas de izquierda y de derecha (situación por demás interesante en la geografía política regional que acaso merezca un estudio más amplio): distritos partidarios del gobierno estatal que en el contexto de los años veinte fueron renuentes a la hegemonía agrarista posrevolucionaria. Creo recordar que esta aparente ambigüedad fue particularmente señalada en estudios preliminares, como los de Chris Boyer, Jennie Purnell y Enrique Guerra Manzo. Esto es, la coexistencia de una serie de tradiciones populares, vinculadas con cultos católicos principalmente, y valores cívicos y liberales, propios de una región dinámica en aspectos económicos (floreció la minería), políticos (cuna de un liberalismo ortodoxo) y sociales (floreció ahí un notable protestantismo). Es posible que estos rasgos culturales no sean peculiares de la región, pero acaso el autor bien pudo ahondar en esta clase de elementos propios del "regionalismo" que parece sobresalir en esta porción del oriente michoacano. Pese a esta "omisión", Butler argumenta bien la complejidad y pluralidad del oriente, sobre todo cuando evidencia que dentro de los grupos agraristas y antiagraristas hubo presbiterianos; además de la manera en que estos protestantes acoplaron su discurso agrarista a su ética religiosa, lo cual resulta significativo. Vemos, pues, un presbiterianismo "autóctono", acoplado a las circunstancias locales, mostrando además que las religiosidades protestantes fueron heterogéneas y no lograron la unidad tan anhelada.

Uno de los aspectos que llama la atención es el papel que juega en este escenario el campesino común: no envuelto en la tragedia mesiánica de morir por la religión o la alternativa de militar en las filas del gobierno. Distanciándose de las apreciaciones de Meyer, Butler advierte que ambos extremos eran factibles. Acaso tengamos aquí la impronta de un campesinado activo, participativo y sensible, consciente de su realidad y no sólo presa de impulsos atávicos o de reclutamientos coactivos: los campesinos de Butler no eran, pues, "supersticiosos" o "fanáticos" o "levantiscos". En cambio, vemos también campesinos que deciden, que tienen conciencia de su realidad y que asumen su participación, activa o pasiva, con una plena responsabilidad de sus actos. El autor encuentra en estas actitudes una línea de comportamiento que lo remonta al porfiriato. Poblaciones de un linaje liberal prominente como Zitácuaro, tienen su contraparte en Tuxpan y Ciudad Hidalgo, notoriamente más conservadoras y católicas; ahí donde coexisten comunidades agraristas (Chichimequillas, por ejemplo, la comunidad que estudió Chris Boyer) también se manifestaron comunidades cristeras. Esas manifestaciones llevaron al autor a indagar en un aspecto cualitativo: la cultura, como una categoría de análisis en donde convergen manifestaciones políticas y religiosas, pero incluso ideológicas que a partir de fines del siglo xix caracterizarán esta región y que tendrán ciertas continuidades durante el conflicto cristero en los años veinte. Al respecto, Butler utiliza la definición de cultura en sentido amplio: aludiendo a valores compartidos, a "unas prácticas simbólicas y rituales, y unas representaciones y comportamientos colectivos que abarcan los de tipo religioso sin que religión y cultura sean sinónimos" (p. 22). Por su parte, señala la complejidad de definir "religión popular", puesto que señalar que corresponden a las creencias y las prácticas religiosas que sostiene la mayoría de la población, inhibe otras formas menos "populares" (para el caso que nos ocupa, el presbiterianismo del distrito de Zitácuaro). Así, pues, otras variables como clase social, etnicidad, localidad, y región incluso, pudieran relacionarse en este esfuerzo. Estos comportamientos tienen sentido en tanto los actores (Iglesia, Estado, campesinos, sacerdotes y maestros) se manifiestan plurales y diversos. La religiosidad no es ahí una inmutable realidad: operan por igual una Iglesia católica dominante, pero también un protestantismo activo que, afianzado durante el porfiriato, tuvo aún durante la Revolución un notable incremento regional. Es, pues, un campo religioso -para utilizar la categoría de Pierre Bourdieu- activo, que se reconfigura localmente y establece nuevos valores de identidad comunitaria. No es casual entonces que líderes cristeros como Ladislao Molina se conviertan en enemigos del gobierno y asuman su condición rebelde como una estrategia para defender sus propios intereses personales. Algo similar pasó con Simón Cortés, cristero de la zona de Zinapécuaro, quien resultó renuente al control que la Liga quería imponer a los jefes cristeros de todo el país y llegó a tomar decisiones propias que mucho enfadaron a los dirigentes capitalinos, incluso al decidir dejar las armas, luego de una reunión personal con el general Lázaro Cárdenas, a principios de febrero de 1929. Casi a la par, "revolucionarios" del oriente se proclamaron a favor del gobierno y asumieron su agrarismo militante en un plano discursivo afín a la retórica oficial que los convertía, al parecer sólo de forma, en enemigos de los cristeros. Paradójica situación, pues con todo y su condición gobiernista, siguieron respetando festividades católicas locales. Dice Butler en una parte de sus conclusiones: "De alguna forma u otra, la religión era un elemento cultural del agrarismo. El movimiento cristero también incluía elementos populares, aunque todos católicos y finalmente compatibles [...] la diferencia principal entre cristeros y agraristas eran los valores [...] (pp. 315-316).

Finalmente, considero que un estudio como éste nos deja un conjunto de posibilidades que no podemos desdeñar: la etiología de los movimientos sociales, la dialéctica del cambio social, la sociología de las religiones, y la pertinencia de nuevas metodologías de estudio en torno a la religiosidad popular, acaso este último uno de los elementos que invariablemente se asumen como parte sustancial de la identidad social entre los mexicanos. Por todo lo anterior, enhorabuena por la lectura y las contribuciones de este texto.

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