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Tla-melaua

versión On-line ISSN 2594-0716versión impresa ISSN 1870-6916

Tla-melaua vol.10 no.41 Puebla mar. 2017

 

Artículos

Participación ciudadana, pluralismo y democracia

Citizen participation, pluralism and democracy

Rodolfo Canto Sáenz* 

* Profesor investigador en la Universidad Autónoma de Yucatán, México. Correo electrónico: rodolfo.canto@correo.uady.mx


Resumen

Como aspiración democrática, la participación ciudadana no queda a salvo en los marcos de la democracia representativa, ni tampoco en el contexto de la sociedad plural o sociedad civil organizada, con su inevitable carga de desigualdad política y socioeconómica de los actores y la exclusión de los ciudadanos no organizados. Si se busca la participación amplia de la base social es necesario estimularla; no es un punto de arranque sino un objetivo. La democracia participativa es posible, pero requiere de un cuidadoso diseño institucional, reglas y procedimientos claros, una resuelta voluntad política y un entorno social favorable. Vista como objetivo de política pública, la democracia participativa obliga a promover la más amplia participación de la base social.

Palabras clave: Participación ciudadana; democracia; pluralismo; democracia participativa

Abstract

As a democratic aspiration, citizen participation is not safe within the framework of representative democracy, nor in the context of plural society or organized civil society, with its inevitable burden of political and socioeconomic inequality of actors and the exclusion of un-organized citizens. If the broad participation of the social base is sought, then it is necessary to stimulate the social base; not as a starting point but as the main goal. Participant democracy is possible, but it requires careful institutional design, with clear rules and procedures, strong political will and a favorable social environment. Seen as a public objective policy, participant democracy will promote a vast social base participation.

Keywords: Citizen Participation; Democracy; Pluralism; Participant Democracy

Sumario:

1. Introducción / 2. Participación ciudadana y democracia representativa / 3. Participación ciudadana y pluralismo / 4. De la participación plural a la democracia participativa / 5. Diseño institucional, deliberación y voluntad política

1. Introducción

La participación ciudadana en los asuntos públicos es un objetivo universalmente aceptado y hoy se incluye en las agendas públicas de muchos países del mundo, incluidos los latinoamericanos. Existen, sin embargo, diversos conceptos y enfoques, a veces contradictorios, sobre la participación ciudadana, qué se espera de ella, cuáles son sus alcances y qué puede o no lograr en la conducción de los asuntos públicos.

Una primera distinción, bien asentada en la literatura especializada, se hace entre el enfoque gerencial y el democrático de la participación ciudadana. Desde el primero, la participación es un medio antes que un fin, y su objetivo primordial es mejorar el proceso de la política pública: la participación ciudadana puede contribuir a lograr una mayor eficacia, eficiencia e incluso legitimidad de las políticas públicas con la opinión, los conocimientos o las experiencias que pueden aportar los ciudadanos. Sin embargo, las decisiones y el control de los procesos normalmente se los reservan los efectivos de las agencias públicas.

En contraste, desde el enfoque democrático, la participación ciudadana no es un medio sino el fin mismo; su objetivo no es solamente mejorar el proceso de las políticas públicas, sino redistribuir el poder público hacia las ciudadanías con mecanismos de democracia participativa y directa. Los ciudadanos adquieren así el poder de tomar decisiones de carácter vinculante, de cumplimiento obligatorio para los efectivos del Gobierno y las agencias públicas. Desde este enfoque, el fin último de la participación es profundizar la democracia con el empoderamiento de los ciudadanos en procesos que van más allá de la gestión de los asuntos públicos para convertirse en experiencias de aprendizaje democrático y mejoramiento cívico.

Una segunda distinción, sobre la que versa este artículo, es la que puede establecerse entre el enfoque pluralista y el democrático de la participación ciudadana. Desde el pluralista, la participación ciudadana es vista básicamente como la intervención de diversos sujetos sociales y colectivos en los asuntos públicos para incidir en los procesos de la política pública en función de sus intereses, objetivos o valores específicos, y también del poder y los recursos que tienen o son capaces de reunir. En la mayoría de las aproximaciones desde este enfoque los actores son organizaciones de base asociativa de los más variados tipos: movimientos sociales, organizaciones de la sociedad civil, sindicatos obreros o patronales, entre muchos otros que suelen aglutinarse bajo el término “sociedad civil organizada”. Los ciudadanos no organizados -normalmente sin poder ni recursos más allá del voto electoral- rara vez aparecen en escena.

El enfoque democrático, como se ha dicho, subraya el empoderamiento de las ciudadanías en sentido amplio, no sólo de las organizaciones de base asociativa, sino de los ciudadanos de a pie, con procesos de cambio institucional que les otorgan el poder de tomar decisiones vinculantes en los asuntos públicos a través de mecanismos o dispositivos de democracia participativa y directa; por ejemplo, los presupuestos participativos o los referendos y plebiscitos, entre otros. En los modelos más avanzados de este enfoque, la participación democrática de la ciudadanía incorpora procesos deliberativos que permiten confrontar los intereses específicos para avanzar a decisiones aceptables para todos los participantes.

Para los fines de este artículo, también es preciso distinguir entre dos modelos de democracia bien acreditados en la teoría política: la democracia representativa y la participativa. El carácter representativo de las democracias modernas se asume como imprescindible en los grandes espacios nacionales contemporáneos y hoy está fuera de duda o de discusión razonable. También quedan pocas dudas sobre las claras insuficiencias de la representación para asegurar la participación de los ciudadanos en muchos asuntos que les conciernen de manera directa. En este sentido, la democracia participativa se perfila como la alternativa imprescindible. Naturalmente, ambas formas de democracia son impensables sin la participación de la ciudadanía: a través del voto en el primer caso y a través de la activa participación ciudadana en los asuntos públicos, en el segundo. Por lo demás, existe un amplio consenso sobre el carácter complementario de ambos modelos.

El trabajo incluye cuatro apartados. El primero aborda los límites que la democracia representativa impone a la participación ciudadana y también los señalados enfoques gerencial y democrático de la participación. El segundo se ocupa específicamente del pluralismo y de sus implicaciones como telón de fondo para analizar las políticas públicas y la participación ciudadana. El tercero aborda la democracia participativa y su significado, tanto para la participación ciudadana como para el proceso de la política pública en general. El cuarto aborda tres temas imprescindibles para la participación ciudadana en clave democrática: el diseño institucional, la deliberación y la voluntad política.

2. Participación ciudadana y democracia representativa

Los límites de la democracia representativa de cuño liberal como sistema de agregación y representación de los intereses de los gobernados han sido puestos de manifiesto por diversos autores a lo largo de la historia, desde Rousseau y Kant hasta nuestros días. Sin embargo, la democracia representativa, siempre vista como una solución política al problema de la agregación y representación de intereses en los grandes espacios nacionales, deja al aire un principio fundamental de la democracia sin más: una decisión tiene mayores posibilidades de tratar con justicia a los afectados cuando estos participan en ella.1 Por la esencia misma de la representación, la democracia representativa deja fuera de las decisiones a la mayoría de los ciudadanos. Esto suele justificarse con los tradicionales argumentos de que muchos de los asuntos públicos desbordan las posibilidades de los ámbitos de proximidad, de la falta de preparación de los ciudadanos o de la estrechez de sus intereses específicos, entre otros.

Estos argumentos pueden ser discutibles en muchos casos específicos; lo que no es discutible es que, al margen de las grandes agendas nacionales, existe un amplio campo de decisiones públicas en los ámbitos locales que en principio admite una participación directa de la ciudadanía: decisiones sobre la conformación y el ejercicio de los presupuestos municipales, sobre obras y servicios públicos, sobre temas de educación, salud, seguridad, transporte, medio ambiente, ordenamiento territorial, transparencia y muchos otros más. En esta vasta colección de asuntos de proximidad, es menos evidente la necesidad de la solución política que ofrece la democracia representativa: la intermediación de los representantes electos, siempre un medio y nunca un fin, no sólo no resulta indispensable, sino que puede llegar a ser perniciosa para los gobernados. Así lo ilustra ilustra una no menos vasta colección de prácticas viciadas de gobierno, de manejo patrimonialista de los fondos públicos o de captura de las dependencias públicas por intereses particulares.

Ante las insuficiencias de la democracia representativa, especialmente en el ámbito de los gobiernos locales, la participación ciudadana en los asuntos públicos tiende a verse como la alternativa para mejorar el desempeño gubernamental. La tesis subyacente es que un incremento de la participación ciudadana se traducirá en una mejoría de la eficiencia, la eficacia y la legitimidad democrática de las políticas públicas en el plano local. Se trata desde luego de una tesis plausible; sin embargo, dos preguntas que surgen de inmediato sobre la participación ciudadana atañen a su concepto mismo y a la naturaleza de su relación con la democracia.

Por ejemplo, las modalidades de participación ciudadana en las políticas públicas son muy variadas. Las instancias de participación pueden incluir desde unas cuantas personas, como los círculos de expertos, hasta miles o decenas de miles, como en el caso de los presupuestos participativos. También son muy variadas las funciones que desempeñan los ciudadanos, que pueden ir desde la información y la consulta hasta la decisión. La mayoría de las instancias combinan las dos primeras; en tanto que la última es más bien escasa.2

Estas variaciones tienen desde luego implicaciones para la democracia. Probablemente sea apropiado hablar de democracia participativa cuando se trata de modalidades que convocan a amplios conjuntos de ciudadanos o incluso a todos, como los referendos o los presupuestos participativos; pero tal vez sea menos apropiado cuando se trata de grupos acotados de ciudadanos; por ejemplo, las partes interesadas en algún asunto particular. Lo cierto es que, bajo el concepto de participación ciudadana se cobijan las más variadas prácticas de intervención de personas y de grupos en los asuntos públicos, desde la ciudadanía en su conjunto hasta las más selectas élites.

En torno al concepto de participación ciudadana, es posible distinguir dos grandes enfoques:3 uno asociado a los modelos de democracia participativa y otro de carácter más gerencial. En ambos se parte de que la democracia representativa es insuficiente en el sentido ya señalado, pero tanto los supuestos como las conclusiones son muy diferentes. El primer enfoque asume la participación ciudadana como un complemento de la democracia representativa con elementos de democracia semidirecta y directa: los ciudadanos dejan de ser simples receptores, usuarios o clientes de políticas públicas y son vistos propiamente como ciudadanos, es decir, como miembros de una comunidad política, con poder de decisión. Para que la participación sea realmente democrática debe dar lugar a decisiones vinculantes, de cumplimiento obligatorio para las agencias públicas. Naturalmente estos modelos suponen una participación de la ciudadanía tan amplia como sea posible y, sobre todo, una convocatoria abierta a todos los ciudadanos.

Desde el enfoque gerencial, en cambio, la participación ciudadana no es un fin en sí misma, sino un medio para mejorar la gestión pública; sus modalidades y alcances dependerán del fin buscado en cada caso. Aunque en principio este enfoque incluye todo el continuo de participación (información, comunicación, consulta, debate y decisión) lo común es que no incluya la decisión. La participación llegará sólo hasta donde se requiera que llegue e incluirá sólo a aquéllos que contribuyan a alcanzar los fines buscados, normalmente grupos acotados de ciudadanos.4

Algo que queda claro en la literatura especializada es que no es posible igualar participación ciudadana y democracia participativa; por ejemplo, el enfoque gerencial, aun cuando puede, en efecto, traducirse en mejores resultados de la gestión pública, no es aún democracia participativa. De hecho, desde este enfoque se considera un error confundir criterios empíricos para clasificar las modalidades de participación ciudadana con valoraciones de carácter normativo.5

Los criterios de extensión (número de ciudadanos participantes) e intensidad (desde la información hasta la decisión) parecen especialmente relevantes para distinguir modalidades de participación ciudadana que pueden considerarse formas de democracia participativa de otras que no lo son. Aun cuando esté dirigida a todos los ciudadanos, una simple consulta estaría bastante lejos de la democracia participativa, como también lo estaría una decisión de política pública a cargo de una élite o un selecto grupo de ciudadanos, ya sean expertos o partes interesadas.

3. Participación ciudadana y pluralismo

Al lado de la distinción entre el enfoque de la democracia participativa y el gerencial, otra distinción relevante cuando hablamos de participación ciudadana es entre democracia y pluralismo, términos que a veces llegan a confundirse. El pluralismo es visto con razón como una valla al poder unilateral del Estado, construida desde las trincheras de la sociedad civil. Una sociedad civil vigorosa, con muchos y muy diversos actores actuando en la esfera pública, es capaz de incidir eficazmente en las políticas públicas en dirección de intereses bastante más amplios y diversos que los sancionados unilateralmente por los efectivos del Gobierno. Desde la perspectiva pluralista, el poder se mira altamente descentralizado, como algo fluido y situacional; no hay una sola élite sino un sistema multicéntrico, con muchos centros que conviven en constante relación de conflicto y negociación.6 Además, “la independencia, permeabilidad y heterogeneidad de diversos segmentos del estrato político garantizan absolutamente que todo grupo insatisfecho encontrará un vocero”.7

En el análisis de políticas públicas en México ha tendido a prevalecer el enfoque pluralista. En palabras de Cabrero, “la perspectiva del análisis de políticas asume el espacio de ‘lo público’ como un espacio de confluencia entre actores gubernamentales y no gubernamentales, desde este enfoque un cierto grado de pluralidad siempre estará presente en la acción pública”.8 En la definición de problemas, continúa Cabrero, los diversos actores sociales y políticos, así como diversos grupos de interés, despliegan su capacidad de influencia para posicionar en determinado sentido cada problema público de manera que, entre el conflicto y la negociación, se van incorporando los diversos temas que integran la agenda.

La formulación y el diseño de políticas, continúa este autor, es una resultante entre los argumentos racionales y técnicos de los expertos y los intereses y preferencias de grupos sociales diversos. También la fase de implementación genera procesos de negociación y conflicto entre los participantes que induce a ajustes y arreglos entre los actores; por último, en la fase de evaluación, el juego entre actores y grupos participantes se intensifica y amplía. Cabrero destaca la utilidad para el análisis de políticas del concepto de red: el enfoque de redes de política pública (policy network) permite ubicar los subsistemas de interés en torno a una política pública. También destaca dos conceptos más específicos que considera particularmente relevantes para el análisis: comunidades de políticas (policy community) y redes de proyecto o temáticas (issue networks).9

El enfoque pluralista se extiende a las definiciones de participación ciudadana. Por ejemplo, Canto Chac cita la siguiente definición de Velázquez y González: “Por participación se entiende el proceso a través del cual distintos sujetos sociales y colectivos, en función de sus respectivos intereses y de la lectura que hacen de su entorno, intervienen en la marcha de los asuntos colectivos con el fin de mantener, reformar o transformar el orden social y político”.10

Sujetos sociales y colectivos, o bien actores sociales y políticos, diversos grupos de interés o actores no gubernamentales suelen ser las denominaciones empleadas para referirse a las partes que actúan en los procesos de las políticas públicas o en las distintas modalidades de participación ciudadana, ya sea al lado de los actores gubernamentales o en oposición a estos. Una constante en estas aproximaciones es la referencia a actores sociales y colectivos o a diversos grupos de interés que mediante procesos de negociación y conflicto buscan incidir en las políticas públicas y en las estructuras de gobierno. En oposición a estos actores, el ciudadano de a pie sin más, el ciudadano no organizado, raras veces aparece como tal en la mayoría de los análisis, tanto del proceso de la política pública como de la participación ciudadana.

El pluralismo, como es bien sabido, es un avance histórico de la mayor trascendencia en la lucha por acotar el poder del Estado. Desde el lejano momento en que los nobles limitaron con una carta magna el poder del rey Juan sin Tierra, en la Inglaterra medieval, empezó un lento proceso histórico de fortalecimiento de la sociedad civil que se extendió primero a la nobleza, luego a la burguesía y después a otros grupos sociales, hasta llegar a la poliarquía de Dahl en la que, idealmente, todo grupo social tiene o debería tener su vocero o watch dog. La sociedad plural, en efecto, acota el poder del Estado y contribuye a sujetarlo a sus límites constitucionales; por ello, mantiene plena vigencia como modelo de gobernanza en las modernas sociedades liberal-democráticas. Como escribe Touraine,11 el pluralismo es un supuesto imprescindible de la democracia, pero el pluralismo no es aún democracia.

En la sociedad plural, como han observado innumerables críticos del pluralismo, incluido el propio Dahl,12 y como es evidente para todo el mundo, los diversos actores tienen diferencias profundas en sus disponibilidades de recursos de todo tipo, capacidad de agencia y poder de acción. Un problema con el pluralismo, bien identificado por sus críticos, es que no alcanza a dar cuenta cabal del hecho de que los participantes no representan la variedad de intereses de la población, sino más bien los intereses y valores dominantes. La voz de los más pobres es inaudible, y el modelo pluralista no es lo suficientemente robusto para cambiar esto.13 En palabras de Lowi, “el modelo pluralista no suele tomar en cuenta la estructura económica y política general dentro de la cual el proceso intergrupal tiene lugar”.14

En realidad los propios Gobiernos tienden a favorecer el pluralismo. A propósito de la participación ciudadana, Font, Blanco, Gomá y Jarque plantean que el modelo de participación predominante ha potenciado a los grupos organizados en detrimento de la capacidad de los ciudadanos no organizados de incidir en los procesos de gobierno. Esto ha sido así, entre otras razones, porque los Gobiernos los perciben como interlocutores válidos, porque es más fácil dialogar con grupos que con ciudadanos individuales y porque el potencial disruptivo más fuerte proviene de los colectivos organizados. Sin embargo, subrayan estos autores, los modelos de participación ciudadana de base asociativa generan dudas sobre la representatividad de los grupos participantes en relación con el conjunto del tejido asociativo; los asistentes a los órganos de participación no siempre se pueden presentar como representantes de las propias entidades de las que forman parte; y, por último, las entidades mismas tienen problemas para garantizar su capacidad de representación de los intereses de la población.15

Font y colegas señalan que, ligada a los déficits de la participación de base asociativa, en los últimos años se observa una tendencia a buscar nuevas formas de participación que confieran protagonismo a los ciudadanos no organizados. La planificación estratégica urbana es un ejemplo: las primeras versiones de los planes estratégicos privilegiaban la participación de las empresas ligadas al territorio; después impulsaron la participación del conjunto de entidades de tejido asociativo y finalmente se abrieron a la participación de ciudadanos no organizados.16 Por lo demás, continúan estos autores, no todas las entidades que deberían estar presentes en las instancias de participación de un territorio lo están. Un tipo de asociaciones tiende a verse más favorecido que otro en función, por ejemplo, de los intereses políticos de los gobernantes. Los Gobiernos municipales tienden a favorecer la participación de los grupos más próximos ideológicamente y con mayor capacidad de movilización social, o bien, de aquellas entidades con mayor capacidad de gestión y que muestren acuerdo con el Gobierno en la forma de gestionar los servicios.17 Así, en materia de participación ciudadana los caminos del pluralismo no están abiertos para todo el mundo; no lo están, por definición, para los ciudadanos no organizados, pero tampoco lo están para los actores sociales que por una u otra razón se mantienen distantes de los procesos de gobierno.

La capacidad de organización misma es un recurso distribuido desigualmente en la sociedad. Bacqué, Rey y Sintomer señalan que el primer desafío de la participación es que ésta no se decreta a fortiori para las personas que pertenecen a los grupos dominados y que tienden a ser mucho más marginados que los que están cercanos a las esferas del poder. Los dispositivos que se dirigen únicamente a los stakeholders o a los representantes asociativos permanecen limitados a los habitantes organizados, y estos raramente pertenecen a los grupos sociales más desfavorecidos. En referencia a su país, Francia, estos autores observan que los individuos de grupos dominados no están presentes en las estructuras formadas por las clases medias o las fracciones superiores de las clases populares; de tal manera, los objetivos consensuales tienden a descuidar los conflictos sociales y a hacer de las clases medias una norma de referencia sobre la cual deben alinearse las clases populares.18

Si los autores citados están en lo cierto, la participación ciudadana en sentido pluralista es un sucedáneo más bien pobre de la democracia representativa. Font y colegas subrayan esto cuando escriben que, al ser la representación de los intereses de todos los ciudadanos y grupos sociales en los procesos de gobierno una de las funciones principales de los procesos electorales, las fórmulas de participación ciudadana más allá de las elecciones deberían, no sólo preservar, sino potenciar la representación de ese conjunto de intereses en las elecciones públicas.

Sin embargo, del análisis de muchas experiencias participativas estos autores deducen que, con la apertura de nuevos espacios a la participación, la cuestión de la representación no queda resuelta automáticamente: los mecanismos de participación pueden verse afectados por intensos sesgos participativos derivados, entre otras razones, de la exigencia de recursos (tiempo, información, interés) que están desigualmente distribuidos entre la población. De manera que uno de los riesgos principales de la participación será premiar las opiniones y los intereses de los ciudadanos o los grupos con más recursos para participar.19

La participación ciudadana no siempre es, entonces, sinónimo de democracia participativa, y esta diferencia tiene importantes implicaciones al momento de considerarla como un objetivo de política pública. No hay duda de que la participación en sentido pluralista fortalece a la sociedad civil y es un valladar indispensable al poder unilateral del Estado; pero cuando se habla de democracia el panorama puede ser muy diferente. Si no se toma en cuenta el hecho de que los participantes no representan la variedad de los intereses de la población sino más bien los intereses y valores dominantes, o si se soslaya la existencia de clases, estratos o desigualdades profundas en el seno de la sociedad, ciertas modalidades de participación ciudadana pueden ir en detrimento de la democracia y simplemente contribuir a aumentar la desigualdad política y socioeconómica.

El riesgo de soslayar las profundas diferencias de recursos, capacidad de agencia y poder de acción, derivadas de la desigualdad, parece especialmente fuerte en los modelos de la llamada gobernanza. En palabras de Bacqué y colegas, las teorías de la gobernanza son poco consistentes, abordan marginalmente el tema de la democracia y no ponen el acento sobre el fenómeno real de la transformación de los modos de regulación pública. Como señalan estos autores, la participación de los dominados y marginados no se da por decreto y desde luego tales grupos no están presentes en las estructuras formadas por las élites y las clases medias.20 Si hablamos de democracia y no tan sólo de participación, se revelan como indispensables políticas diferenciales de promoción de la participación para incrementar la presencia de los individuos y grupos sociales más desfavorecidos en los procesos de gobierno. En otras palabras, son necesarias políticas públicas ad hoc para promover la democracia participativa como complemento necesario de la democracia representativa.

4. De la participación plural a la democracia participativa

Si aceptamos que no toda forma de participación ciudadana es democracia participativa, ¿qué deberemos entender por ésta? Un concepto que puede ser muy útil es el que ofrecen Bacqué y colegas: la democracia participativa es la articulación de las formas clásicas de gobierno representativo con procedimientos de democracia semidirecta y directa.21 La sencillez de esta definición es sólo aparente. Articular las formas clásicas de gobierno representativo con procedimientos de democracia semidirecta y directa puede implicar retos de singular complejidad; por ejemplo, en materia de diseño institucional, establecimiento de la agenda, participación de los más desfavorecidos, gestión eficaz y resultados, además de grandes dosis de voluntad política.

La democracia en sí, ya sea representativa o directa, supone en principio la convocatoria abierta a todos los miembros de una comunidad política a participar en las decisiones, sobre la base de una norma bien acreditada en la teoría y la práctica política: un ciudadano, un voto; ya sea para elegir un representante o para decidir una política pública. Este principio, como se ha mencionado, no queda a salvo en los marcos del pluralismo, con sus organismos de base asociativa, sus evidentes diferenciales de poder y capacidades entre los distintos actores y su inevitable exclusión de los muchos, con frecuencia de las mayorías.

Cuando se habla de democracia representativa no hay dudas sobre cómo asegurar este principio: con la celebración de elecciones periódicas de los representantes en todos los ámbitos de gobierno. En contraste, cuando se habla de democracia directa o semidirecta las cosas no son tan sencillas, y asciende al primer plano el problema de cómo formular convocatorias abiertas que salvaguarden la norma de un voto por ciudadano o, en palabras de Díaz y Ortiz,22 cómo asegurar una oferta de participación que sea inclusiva, deliberativa, equitativa, efectiva y transparente.

La modalidad por excelencia de la democracia directa, desde la Grecia clásica hasta nuestros días, es la asamblea en la plaza pública, abierta a todos los ciudadanos. Como señalan Bacqué y colegas,23 las asambleas constituyen uno de los pilares de la democracia antigua y aun en la actualidad desempeñan un importante papel, por ejemplo, en Suiza y Nueva Inglaterra. Las asambleas, en principio, cumplen con los citados requerimientos de inclusión, equidad y transparencia; basta para ello una convocatoria visible dirigida a todos los ciudadanos; es menos evidente que se cumplan siempre los de deliberación y efectividad. Pero existen varias otras modalidades de democracia directa y semidirecta, desde las más tradicionales, como los referendos, hasta las más innovadoras, como los presupuestos participativos y los dispositivos para usuarios de servicios públicos.

Antes se han mencionado dos condiciones que deben cumplir las distintas modalidades de participación ciudadana desde el enfoque de la democracia participativa. Por un lado, los participantes deben tener poder de decisión, esto es, la capacidad de tomar decisiones vinculantes, de cumplimiento obligatorio para las instancias públicas; por otro, deben asegurar la igualdad política, con convocatorias abiertas a la participación de todos los ciudadanos. Además de estas condiciones, se espera que la democracia participativa vaya más allá de la ingeniería de gestión social, hacia la transformación de la política y las relaciones cívicas; en palabras de Bacqué y colegas, que la participación no se limite a la policy sino que se extienda también a la politics, en dirección a la renovación de la política o a la “democratización de la democracia”.24

En otras palabras, se espera de la participación ciudadana que sea también una escuela de democracia; que aliente el aprendizaje ciudadano para la transformación de la cultura cívica con personas que extienden su visión más allá de los intereses inmediatos o particulares y desarrollan propuestas de interés general en vez de permanecer sólo en posturas reivindicativas. De hecho uno de los efectos más notables de la participación ciudadana consignados por Bacqué y colegas es precisamente el desarrollo de una cultura cívica, como demuestran los ejemplos paradigmáticos de los presupuestos participativos acuñados en Porto Alegre y replicados en muchas ciudades de América y Europa, y por los varios ejemplos de lo que Fung y Wright llaman el gobierno participativo con poder de decisión.25

Como afirman Bacqué y Colegas, lo esencial de la democracia participativa es la redistribución efectiva del poder. Los modelos de democracia participativa redistribuyen el poder en beneficio de los ciudadanos de a pie, del mismo modo que la democracia representativa, pese a sus limitaciones, ofrece una redistribución real del poder, mediante el voto, hacia grandes sectores de la población, con frecuencia mayoritarios, que no tienen presencia en la sociedad plural (esto es, que no pertenecen a ningún organismo de base asociativa ni tienen las relaciones públicas, la influencia mediática, el dinero u otros recursos que sí tienen las élites y los poderes fácticos).26 Por ejemplo, los modelos de gobierno participativo con poder de decisión representan una delegación del poder de la acción pública a quienes no gozan de tal bien; por ello mismo apuntan a una redistribución efectiva del poder.

La redistribución del poder hacia el ciudadano de a pie no es el único paralelismo que puede establecerse entre la democracia participativa y la representativa. Así como habitualmente resulta necesario promover la participación ciudadana en las elecciones a través del ejercicio del voto, también es necesario promover la participación del ciudadano de a pie en las modalidades de democracia directa y semidirecta, especialmente la de los más desfavorecidos. Font y colegas27 afirman que es preciso incentivar dicha participación, y ponen como ejemplo también a los presupuestos participativos de Porto Alegre, en los que se condiciona el número de representantes en el Foro de Delegados al número de asistentes a cada asamblea; de este modo, los presupuestos participativos han conseguido una participación mayoritaria de la población pobre, alterando estratégicamente el balance de los costos y beneficios de la participación en favor de los sectores menos favorecidos.

Como muestra el ejemplo de Font y colegas, si se busca la participación amplia de la base social es necesario estimularla; no es un punto de partida de la democracia participativa sino, antes bien, un punto de llegada. Promover la “participación ciudadana” sin más, soslayando las profundas diferencias sociales y económicas en el seno de la sociedad, puede dar al traste con el objetivo democratizador. Vista como un objetivo de política pública, la democracia participativa implica, en efecto, el esfuerzo consciente de promover la participación de la más amplia base social.

Otro paralelismo que es posible establecer con la democracia represetativa es la extensión de la participación a todos los ciudadanos, incluidos los menos instruidos, algo con lo que no todo el mundo está de acuerdo. Del mismo modo que el voto universal era rechazado por las clases medias y altas en la Europa decimonónica con el argumento de la ignorancia de los muchos, la idea de acudir a la gente del común para tomar decisiones de política pública -objetivo esencial de la democracia participativa- genera el escepticismo o el franco rechazo de algunos estratos de las clases medias y de las élites, y también de muchos funcionarios públicos.

Bacqué y colegas, citando a Schumpeter, nos recuerdan esta visión elitista de la política pública: los ciudadanos ordinarios no han sido formados para afrontar los problemas públicos, no dedican tiempo a informarse y evaluar objetivamente a los responsables políticos y hacen gala de una inexperiencia que ellos criticarían con indignación si la vieran en su esfera profesional. La idea de que la democracia consiste en el poder del pueblo es por tanto peligrosa para la eficacia política, ya que permitiría que individuos no competentes tengan poder de decisión.28

Las experiencias participativas tienden a contradecir estas afirmaciones. A partir de los casos que revisaron, Font y colegas concluyen que participación y eficiencia van de la mano en la mayoría de las experiencias. Este resultado, continúan los autores, “es absolutamente claro en el caso de los presupuestos participativos de Porto Alegre, donde se ha logrado una administración más eficaz, una sociedad más activa, unos efectos redistribuidores significativos e incluso la complicidad añadida de algunas clases medias por el desarrollo de una política activa de obras públicas y por la reducción de la corrupción”.29 Fung y Wright brindan algunas razones de que las experiencias del gobierno participativo con poder de decisión hayan logrado mayor eficacia en el logro de objetivos públicos, tales como un sistema escolar efectivo, seguridad ciudadana o ejercicio presupuestal responsable: participan individuos cercanos a las dinámicas sociales, que conocen lo más relevante y que saben cómo introducir mejoras a las situaciones problemáticas; la deliberación entre ellos asegura soluciones más legítimas que otros procedimientos e incrementa el sentido de compromiso con las decisiones; se acorta el ciclo de retroalimentación en la acción pública y cada uno de estos modelos promueve muchos otros, con innovaciones que a su vez generan un incremento en la capacidad de aprendizaje del sistema como un todo.30

El tema de la corrupción merece una atención especial. La deliberación pública y abierta es en sí misma un obstáculo a las corruptelas típicas de las negociaciones entre bastidores. Por ejemplo, la dinámica del presupuesto participativo escribe Fedozzi, genera una esfera pública que favorece el ejercicio del control público sobre los gobernantes, creando obstáculos objetivos tanto para la utilización personal o privada de los recursos públicos como para el tradicional intercambio de favores que caracteriza al fenómeno clientelista.31

5. Diseño institucional, deliberación y voluntad política

En tanto forma de gobierno, la democracia participativa requiere, al igual que la representativa, de cuidadosos diseños institucionales y también de reglas y procedimientos claramente establecidos. Fung y Wright llaman la atención sobre los “activistas espontáneos” en áreas como la revitalización vecinal, la defensa del medio ambiente, el desarrollo local, la salud o la seguridad, acaso bien intencionados pero sin clara conciencia de la necesidad de modificar las estructuras de gobierno en dirección a su democratización, conformándose con alcanzar tal o cual reivindicación específica.32 En cuanto a los procedimientos y reglas, probablemente nada sea más ajeno a la democracia participativa que la espontaneidad de las asambleas y otros dispositivos de participación que, sin normas que conduzcan las deliberaciones, se extravían en interminables discusiones.

Al reseñar varias experiencias de gobierno participativo con poder de decisión (GPPD), a saber, los consejos vecinales de gobierno en Chicago, las reformas de Panchayat en los estados de Bengala Occidental y Kerala, India, el presupuesto participativo de Porto Alegre y las formas de planeación para la Conservación del Hábitat en los Estados Unidos, Fung y Wright definen como propiedades básicas de un diseño institucional adecuado las siguientes: delegación de autoridad a las unidades locales para la toma de decisiones públicas; eslabones formales de responsabilidad, recursos y comunicación entre las unidades y con las autoridades centrales a niveles superiores; nuevas instituciones estatales que apoyan y guían los esfuerzos de solución de problemas en forma descentralizada. También mencionan, como principios del GPPD, la concentración en problemas específicos y tangibles, la participación de la gente del común y de los funcionarios cercanos, y el desarrollo deliberativo de soluciones a los problemas.33

Fedozzi proporciona un ejemplo de reglas y procedimientos claramente establecidos en un modelo de democracia participativa. El presupuesto participativo de Porto Alegre, escribe este autor, se rige por reglas universales de participación y por criterios objetivos e impersonales para la selección de las prioridades reivindicadas por las comunidades; de este modo, establece una dinámica de acceso a los recursos públicos que se opone al particularismo de gabinete como práctica tradicional de la administración local.34

Al colocar frente a frente a los representantes de las regiones y sus reivindicaciones, continúa Fedozzi, se propicia una toma de decisiones que se opone a la visión exclusivamente particularista o regionalista de la participación comunitaria. Se establece una mediación institucional que coloca a cada parte en contacto con el todo, donde la parte, además de defender sus pleitos legítimos, es obligada a pensar en el todo y a comprometerse con los principios públicos de “justicia distributiva”. Esto ocurre cuando los participantes conocen y se reconocen en las necesidades, demandas y prioridades de las otras regiones o sectores sociales de la ciudad, teniendo que tomar decisiones sobre cuáles son los mejores criterios que deben prevalecer en la administración para orientar la distribución de los recursos, considerando la atención de las demandas de todas las partes de la ciudad.

Los criterios objetivos que guían la deliberación sobre las demandas particulares entre sí y entre ellas, y las de sentido más universal, tienden a preservar los intereses públicos, asumidos como contenido de la administración estatal. Algunos de los criterios que orientan la jerarquización de las prioridades en la deliberación entre las regiones son a) prioridad de la microrregión o del pueblo; b) carencia del servicio; c) población comprendida en la obra demandada.35

El tema de la deliberación es fundamental. Bacqué y colegas sostienen que la democracia participativa debe ser también una democracia deliberativa, toda vez que la eficacia y la legitimidad de la participación dependen mucho de la calidad de las deliberaciones.36 La deliberación, subrayan Fung y Wright, es diferente de la negociación estratégica, donde las partes tratan de maximizar el logro de sus intereses con base en el poder que tienen, y también del voto agregado o la simple mayoría numérica. Desde luego, la deliberación se aleja de la espontaneidad de la asamblea con sus discusiones interminables y es asimismo distinta del poder revolucionario, desligado de toda regla. La deliberación en la participación ciudadana, recuerdan Bacqué y colegas, hace eco a las elaboraciones filosóficas de Habermas y otros teóricos de la democracia deliberativa.37

Habermas, en efecto, argumenta convincentemente que no es posible limitar la democracia a razones instrumentales: la distancia entre lo que puede afirmarse desde la perspectiva del observador instrumentalmente racional y lo que puede aceptarse desde la perspectiva de los participantes en el juego democrático no puede salvarse mediante consideraciones racionales con arreglo a fines: “Ciudadanos racionales, así podemos resumir el resultado de nuestro análisis, no tendrían, bajo una autodescripción empirista de sus prácticas, razón suficiente para respetar las reglas del juego democrático”.38 Tenemos en la deliberación una distinción de fondo entre la participación ciudadana como forma de democracia participativa y la participación ciudadana como expresión del pluralismo. La visión pluralista del proceso de las políticas públicas tiende a resaltar los elementos de conflicto y negociación entre los diversos actores que, como dice Cabrero, despliegan su capacidad de influencia para posicionar en determinado sentido cada problema en la agenda pública;39 naturalmente, esta capacidad de influencia variará de manera considerable entre unos actores y otros, según los recursos y el poder de que disponen, y será muy escasa o nula para la mayoría de los ciudadanos no organizados, o al margen de lo que precisamente suele llamarse sociedad civil organizada.

El enfoque pluralista no deliberativo se extiende a las definiciones de participación ciudadana, como la antes citada de Velázquez y González que define la intervención de los sujetos sociales y colectivos en los asuntos públicos como una función de sus respectivos intereses y de la lectura que hacen de su entorno.40 Al dejar de lado la deliberación y otros de los elementos de la democracia participativa, como la intensidad y la extensión, estas definiciones se quedan en el terreno de la negociación estratégica pluralista con su inevitable carga de desigualdad política.

Por lo demás, no hay duda de que las cosas habitualmente son como describen estos autores y de que, como se ha dicho, el juego pluralista representa un indispensable valladar al poder autoritario del Estado y una legítima forma de reivindicación de intereses específicos, pero no hay razón para confundir las cosas. Actores sociales y colectivos que despliegan estratégicamente su capacidad de influencia en función de sus respectivos objetivos e intereses, cualesquiera que estos sean, son un modelo todavía distante de la política democrática.

Es esta distancia de la democracia la que hace hablar a Beck y a Giddens de una suerte de subpolítica en o desde la sociedad civil. Ulrich Beck, escribe Giddens, habla del surgimiento de la “subpolítica” como la política que ha emigrado del parlamento hacia grupos de “interés único” en la sociedad, desde grandes organizaciones no gubernamentales como Greenpeace u Oxfam hasta los movimientos sociales y otras clases de ONG. Giddens se pregunta: “¿En qué medida reemplazará la “subpolítica” a las esferas más convencionales de la política y el gobierno?”; él mismo se responde: los movimientos sociales, los grupos de interés, las ONG y otras asociaciones de ciudadanos juegan un papel en la política: los Gobiernos tienen que estar dispuestos a aprender de ellos, reaccionar ante las cuestiones que suscitan y negociar con ellos; “pero la idea de que tales grupos pueden suceder a los gobiernos allí donde éstos fallan, o sustituir a los partidos políticos, es una fantasía”.41

Sustituir la democracia representativa por la “subpolítica” de la sociedad civil puede, en efecto, ser una fantasía, pero cabe dudar de la afirmación de Giddens cuando se habla de democracia participativa. En este caso es posible imaginar una sustitución de ciertos mecanismos de democracia representativa por mecanismos de democracia directa. Así tienden a confirmarlo varias experiencias, como las que reseñan Fung y Wright.

Mención aparte merece el tema de la voluntad política necesaria para diseñar e implementar eficazmente mecanismos de democracia participativa. El gppd, escriben Fung y Wright, requiere de la cooperación estrecha de funcionarios del Estado, lo que equivale a decir que requiere de Gobiernos afines. Antes que luchar contra el poder, su núcleo es apoyarse en él para transformar los mecanismos del poder público y convertirlos en formas de organización de base impulsadas por procesos democráticos de deliberación y movilización; se trata, en última instancia, de revalorizar lo público frente a la privatización del Estado.42

Pero la disposición de los Gobiernos para compartir el poder con sus ciudadanías es algo que nunca hay que dar por sentado. Díaz y Ortiz describen con detalle el estancamiento de los modelos de participación ciudadana en México que atribuyen, entre otros factores, al hecho de que a muchos funcionarios del ámbito municipal les resulta todavía difícil aceptar que la ciudadanía intervenga en la formulación e implementación de las políticas públicas. Encuentran que en los relativamente pocos municipios donde se han creado unidades de participación ciudadana, ello más bien ha sido por presiones externas que por verdadera convicción. Las autoras concluyen que, a diferencia de otros países latinoamericanos (donde la participación ciudadana asociada a estrategias innovadoras de gobernanza democrática ha logrado avanzar a niveles más profundos de deliberación y representatividad, como el modelo de los presupuestos participativos), en México el impulso democratizador se detuvo en una oferta participativa de base asociativa, de carácter consultivo y con notorios problemas de representatividad.43

Font y Blanco se preguntan qué hay detrás de la oferta de participación ciudadana. En su estudio sobre la participación en los municipios catalanes encuentran, entre otras, razones de tipo ideológico: aquellos municipios donde han sido impulsados un mayor número de procesos de innovación democrática en Cataluña son, principalmente, municipios con una correlación de fuerzas favorable a los partidos de izquierda.44 Esta apreciación tiende a confirmarse en las experiencias de otros países. En otro estudio, Font y colegas relatan que fueron los laboristas en Gran Bretaña y el Partido de los Trabajadores en Brasil los que dieron el gran impulso a los procesos participativos.45

Otra razón que encuentran Font y Blanco es el perfil político de las personas que lideran estos procesos. Frecuentemente, afirman, el impulso a los procesos participativos depende de algún miembro particular del equipo de Gobierno, ya sea el concejal de participación ciudadana o algún otro concejal especialmente sensibilizado hacia la participación. Estas personas tienen un perfil político y profesional parecido: han sido formados en el ámbito de las ciencias sociales y tienen una larga trayectoria de participación en entidades ciudadanas como asociaciones de vecinos o sindicatos.46

Font y colegas ubican a la voluntad política y a la ingeniería (o diseño) institucional como factores imprescindibles para el desarrollo de los procesos participativos. La voluntad política, afirman, es condición sine qua non para la viabilidad de estos mecanismos. Concluyen que, sin ésta, los presupuestos participativos brasileños, los consejos ciudadanos, el Consejo Municipal de Bienestar Social de Barcelona o las Agendas Locales 21 sencillamente no habrían existido o su impacto habría sido mucho menor. A la vez, continúan, un sistema tremendamente complejo como los presupuestos participativos brasileños no habría podido funcionar sin complejas reglas del juego que intentan de manera simultánea incentivar al máximo la participación, escuchar todas las posturas y encontrar espacios de diálogo más técnico sobre partidas presupuestales concretas.47

Partidos políticos y funcionarios públicos ideológicamente afines a la democracia participativa, aun con la mayor voluntad política, podrían no ser suficientes para asegurar la viabilidad de los procesos participativos. Font y Blanco ubican como factores igualmente cruciales a la sensibilización política de la sociedad sobre el reto de la democracia participativa y a la generación de un discurso político que sustente y promueva las experiencias de innovación democrática mediante conferencias, jornadas, publicaciones y medios semejantes. Los autores relatan que en los municipios metropolitanos de Barcelona, uno de los casos que estudian, se ha ido tejiendo una densa red de entidades de diversa naturaleza que parecen haber desempeñado un papel fundamental en la promoción de la participación: entre otras, la Diputación de Barcelona, varias asociaciones civiles, profesores universitarios, fundaciones y otras entidades que han brindado aportaciones tales como asesoramiento técnico, apoyo logístico, actividades de formación sobre gestión de metodologías participativas e incluso procuración de recursos para los ayuntamientos que impulsan experiencias participativas.48

Bacqué y colegas destacan la necesidad de lo que llaman, con Fung y Wright, contrapoderes activos que vigilen la calidad de los procesos participativos, por ejemplo, los movimientos sociales y las organizaciones civiles afines.49 Esta necesidad parece ampliamente justificada por varias razones, entre otras los posibles desequilibrios de poder entre los participantes que destacan Fung y Wright, la fugacidad de los Gobiernos locales y el riesgo de instrumentalización de los dispositivos de participación ciudadana en función de objetivos electorales. Un Gobierno municipal ideológicamente afín a la democracia participativa puede ser relevado por otro que piense diferente o que no encuentre razones suficientes para mantener el apoyo a los procesos participativos; de ahí que un entorno social favorable a la innovación democrática parezca imprescindible.

6. Conclusiones

La participación ciudadana es en sí misma una aspiración de la política democrática que no queda a salvo en los procedimientos formales de la democracia representativa; tampoco queda a salvo en el contexto de la sociedad plural o sociedad civil organizada, con su inevitable carga de desigualdad política y socioeconómica de los actores en escena y la habitual exclusión de los ciudadanos no organizados. Ni la democracia representativa ni la sociedad plural dejan a salvo el principio democrático citado al principio: una decisión tiene mayores posibilidades de tratar con justicia a los afectados cuando estos participan en ella.

Desde luego, la democracia representativa y también la sociedad plural son logros históricos de la mayor trascendencia, pero la participación ciudadana vista desde la perspectiva democrática no puede ajustarse a sus procedimientos y modelos, demasiado estrechos para permitir al conjunto de los ciudadanos participar de manera directa en los asuntos públicos. Para lograr esto, es necesaria una oferta de mecanismos de democracia participativa que sea incluyente, deliberativa, equitativa, efectiva y transparente, como dicen Díaz y Ortiz. Semejante oferta puede contribuir a llevar a la práctica el citado principio democrático, por ejemplo (pero no solamente), en asuntos públicos de proximidad: el destino de los recursos municipales o decisiones sobre obras y servicios públicos, seguridad, salud, educación, transporte, medio ambiente.

La democracia participativa es posible, como demuestran las experiencias citadas en el texto, pero requiere de un cuidadoso diseño institucional, de reglas y procedimientos claros, de una resuelta voluntad política y de un entorno social favorable. Cuando estas condiciones no están presentes, el resultado más probable es el estancamiento o el fracaso de las experiencias participativas, como ilustran Díaz y Ortiz con el caso mexicano. El carácter deliberativo de las instancias de participación democrática es especialmente importante. La deliberación difiere de la negociación estratégica en que las partes tratan de maximizar el logro de sus intereses con base en el poder que tienen, y también del voto agregado o la simple mayoría numérica. La deliberación permite que los ciudadanos extiendan su visión más allá de los intereses inmediatos y particulares y tomen en cuenta los intereses de los demás en la búsqueda de respuestas aceptables para todos, como se espera que ocurra también en la democracia representativa.

Vista como un objetivo de política pública, la democracia participativa obliga a promover la más amplia participación de la base social. Los mecanismos de participación que no tomen en cuenta las profundas diferencias sociales y económicas en el seno de la sociedad pueden verse afectados por intensos sesgos participativos con el riesgo de premiar los intereses y las opiniones de los ciudadanos o los grupos con más recursos para participar. Si hablamos de democracia y no sólo de participación ciudadana en sentido pluralista, se revelan como indispensables políticas diferenciales de promoción de la participación para incrementar la presencia de los individuos y grupos sociales más desfavorecidos en los procesos de gobierno. Si se busca la participación amplia de la base social es necesario estimularla; no es un punto de arranque sino un objetivo de la democracia participativa. En la medida que los mecanismos de participación redistribuyen el poder de la acción pública hacia quienes generalmente no gozan de tal bien, contribuyen a la profundización de la democracia.

Referencias

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1Fung, Archon y Erik Olin Wright, “En torno al gobierno participativo con poder de decisión”, en Manuel Canto Chac (comp.), Participación ciudadana en las políticas públicas, México, Siglo XXI, 2012, pp. 150-175.

2Font, Joan, Blanco, Ismael, Gomá, Ricard y Jarque, Marina, “Mecanismos de participación ciudadana en la toma de decisiones locales: una visión panorámica”, en Manuel Canto Chac (comp.), Participación ciudadana en las políticas públicas, México, Siglo XXI, 2012, pp. 56-104.

3Díaz Aldret, Ana y Ortiz Espinoza, Ángeles, “Participación ciudadana y gestión pública en los municipios mexicanos: un proceso estancado”, en Ana Díaz Aldret (comp.), Gobiernos locales, México, Siglo XXI, 2014, pp. 277-334.

4Díaz Aldret, Ana y Ortiz Espinoza, Ángeles, op. cit., pp. 279-282.

5Díaz Aldret, Ana y Ortiz Espinoza, Ángeles, op. cit., pp. 279-282.

6Lowi, Theodore, “Políticas públicas, estudios de caso y teoría política”, en Luis F. Aguilar (comp.), La hechura de las políticas, México, Miguel Ángel Porrúa, 1992, pp. 89-117.

7Dahl citado en Parsons, Wayne, Políticas públicas: Una introducción a la teoría y la práctica del análisis de políticas públicas, México, Flacso, 2007, p. 165.

8Cabrero, Enrique, “La agenda de políticas públicas en el ámbito municipal. Una visión introductoria”, en Díaz Aldret, Ana (comp.), Gobierno locales, México, Siglo XXI Editores, 2014, pp. 203-234.

9Cabrero. Enrique, op. cit., p. 208.

10Canto Chac, Manuel, Participación ciudadana en las políticas públicas, México, Siglo XXI, 2012, p. 28.

11Touraine, Alan, ¿Qué es la democracia?, México, Fondo de Cultura Económica, 2006.

12Dahl, Robert, Los dilemas del pluralismo democrático: autonomía versus control, México, Alianza, 1991.

13Canto Sáenz, Rodolfo, “Gobernanza y democracia: de vuelta al río turbio de la política”, en Gestión y Política Pública, vol. 21, núm. 2, 2012, pp. 333-374. Disponible en: http://www.gestionypoliticapublica.cide.edu/num_anteriores/Vol.XXI_No.II/02_Rodolfo_Canto(333-374).pdf

14Lowi, Theodore, op. cit., p. 92.

15Font, Joan, et al., op. cit., pp. 77-78.

16Font, Joan, et al., op. cit., p. 81.

17Font, Joan, et al., op. cit., p. 79.

18Bacqué, Marie-Helene, et al., “La democracia participativa: ¿Un nuevo paradigma de la acción pública?”, en Manuel Canto Chac (comp.), Participación ciudadana en las políticas públicas, México, Siglo XXI, 2012, pp. 130 y 131.

19Font, Joan, et al., op. cit., p. 77.

20Bacqué, Marie-Helene, et al., op. cit. p. 138.

21Bacqué, Marie-Helene, et al., op. cit. p. 137.

22Díaz Aldret, Ana y Ortiz Espinoza, Ángeles, op. cit., pp. 279-280.

23Bacqué, Marie-Helene, et al., op. cit. p. 111.

24Bacqué, Marie-Helene, et al., op. cit. p. 131.

25Fung, Archon y Olin Wright, Erik, op. cit. pp. 150-175.

26Véase Lindblom, Charles, “Todavía tratando de salir del paso”, en Luis F. Aguilar (comp.), La hechura de las políticas, México, Miguel Ángel Porrúa, pp. 227-254.

27Font, Joan, et al., op. cit., p. 83.

28Schumpeter, Joseph, citado en Bacqué, Marie-Helene, et al., op. cit. p. 142.

29Font, Joan, et al., op. cit., p. 95.

30Fung, Archon y Olin Wright, Erik, op. cit., pp. 169-170.

31Fedozzi, Luciano, “El presupuesto participativo de Porto Alegre”, en Manuel Canto Chac (comp.), Participación ciudadana en las políticas públicas, México, Siglo XXI, 2012, pp. 176-204, p. 183.

32Fung, Archon y Olin Wright, Erik, op. cit., pp. 165-169.

33Fung, Archon y Olin Wright, Erik, op. cit., pp. 154-166.

34Fedozzi, Luciano, op. cit., p. 177.

35Fedozzi, Luciano, op. cit., p. 184.

36Bacqué, Marie-Helene, et al., op. cit., p. 136.

37Bacqué, Marie-Helene, et al., op. cit., p. 143; Fung, Archon y Olin Wright, Erik, op. cit., pp. 153-155.

38Habermas, Jügen, Facticidad y validez, Madrid, Trotta, 2010, p. 371.

39Cabrero, Enrique, op. cit., p. 207.

40Canto Chac, Manuel, op. cit., p. 28.

41Giddens, Anthony, La tercera vía, México, Taurus, 2008, pp. 63-68.

42Fung, Archon y Olin Wright, Erik, op. cit., p. 166.

43Díaz Aldret, Ana y Ortiz Espinoza, Ángeles, op. cit., p. 331.

44Font, Joan y Blanco, Ismael, “¿Qué hay detrás de la oferta de participación? El rol de los factores instrumentales e ideológicos en los mecanismos españoles de participación”, en Revista del CLAD Reforma y Democracia, núm. 31, 2005, pp. 1-17.

45Font, Joan, et al., op. cit., p. 73.

46Font, Joan y Blanco, Ismael, op. cit., p. 7.

47Font, et al., op. cit., p. 93.

48Font, Joan y Blanco, Ismael, op. cit., p. 6.

49Bacqué, Marie-Helene, et al., op. cit., p. 146.

Recibido: 29 de Febrero de 2016; Aprobado: 07 de Abril de 2016

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