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Tla-melaua

versión On-line ISSN 2594-0716versión impresa ISSN 1870-6916

Tla-melaua vol.10 no.40 Puebla sep. 2016

 

Reseñas

Movimiento del 68: el origen de la dualidad política en México

Aireé Coronado López* 

* Politóloga. Actualmente colabora en la Secretaria de Desarrollo Social del Estado de Querétaro, México. Correo electrónico: airee.corlop@hotmail.com

Aguayo, Sergio. De Tlatelolco a Ayotzinapa. Las violencias del Estado. México: Ediciones proceso, 2015. 198p.


El mexicano no es una esencia, sino una historia; una historia que oscila entre máscaras que nos expresan y nos ahogan, pero que nos defienden de la mirada ajena; un conjunto de signos que constantemente buscamos interpretar para darle sentido a nuestra identidad. Parte de nuestra labor interpretativa ha sido indagar en nuestra historia. Los acontecimientos, dirían en la antigüedad, son más poderosos que los hombres. Tlatelolco nos revela un pasado que creíamos enterrado pero que constantemente irrumpe entre nosotros. Hay un antes y un después en la historia que nos define y que nos cuesta reconocer. Paz afirma: “Lo que ocurrió el 2 de octubre fue simultáneamente la negación de aquello que hemos querido desde la revolución y la afirmación de aquellos que somos después de la conquista”.1

El movimiento del 68 continúa siendo relevante porque exhibió el autoritarismo y defendió las prácticas democráticas. ¿Es posible determinar la contribución del movimiento hacia el sueño y la realidad democrática? Sin duda fue un punto de partida para una transición relativamente pacífica. Dicho acontecimiento fue un parteaguas en la historia de México que nos demostró la doble realidad del país: el hecho histórico y la representación simbólica que sigue sin ser desenmascarada y permanece oculta. Un México que no nos es ajeno, sino que al mismo tiempo que nos define, coexiste con lo que somos aún a pesar de nuestra incapacidad para poderlo nombrar. El 2 de octubre de 1968 nos definió como nación, porque aquella parte que permanecía oculta en nosotros se hizo transparente.

Cada creación es una visión del mundo. Sergio Aguayo, en su libro De Tlatelolco a Ayotzinapa, las violencias del Estado, se propone explicar de forma lúcida lo que desencadenó el movimiento cívico-estudiantil de 1968 y cómo el régimen de Gustavo Díaz Ordaz lo sobrellevó. El diazordacismo fue un intento verdaderamente osado por llevar adelante modelos de desarrollo capitalistas combinado con los elementos de un Estado fuerte, fidelidad de las masas populares y un Estado al servicio de intereses capitalistas.2

Aguayo aborda el evento del 68 desde varias aristas. Cuestiona y después reflexiona. Afirma que el movimiento del 68 es fundamental para entender el dualismo del México de hoy; la apertura de espacios más democráticos y la puerta hacia la violencia.

Nos cuenta dos historias que se entretejen de forma simultánea. Comparte su historia personal, al mismo tiempo que relata los hechos históricos de la época que más adelante desencadenarían al movimiento. Estas historias se complementan. Aguayo es capaz de oscilar entre una mirada objetiva del movimiento y una visión humana y apasionada por sentirse íntimamente identificado con lo ocurrido. La matanza de Tlatelolco le resulta tan impactante e indignante que lo motiva a estudiar las causas de la violencia en México. En el primer capítulo habla de su pasado, donde se dibujaba un posible camino hacia sus estudios de la violencia.

En su juventud, el autor ya demostraba inquietudes políticas y deseos de autonomía: “de manera natural me incliné hacia a comprensión de la violencia política y en particular a la racionalidad empleada por quienes recurren a la fuerza para imponer su visión del mundo o defender sus intereses”. Describe el sentir de la nación porque se ha propuesto, por medio de sus investigaciones, a embonar las piezas del rompecabezas: “Llevo 40 años queriendo entender los resortes del cambio, voy por la vida reuniendo, ordenando y asociando hechos e ideas para interpretar la realidad y reescribir partes de nuestra historia”.

Generosamente nos coparte su método: “Tomo en cuenta las biografías de los poderosos, la historia de las sociedades y la manera en que influyen factores externos”. Con agudeza toma los hechos de forma integral para no dejar cabos sueltos: relaciona actores, hechos e historia.

En el México de los sesenta se respiraba un aire muy distinto al de hoy. En palabras del autor, la mayor parte de la sociedad de ese tiempo veneraba al presidente, lo consideraba todopoderoso. Los ciudadanos debían respetar a la autoridad y las élites vivían confiadas con esta manera de organización. Fulton Freeman, embajador de los Estados Unidos en México, en el 68, dirigió una encuesta la cual arrojaba que 90% de los universitarios mexicanos estaba satisfecho con el régimen. Nadie imaginaba que el status quo pudiera alterarse. Por ello se dudaba de la veracidad y trascendencia del movimiento. Los partidos políticos no existían; sólo el aparato priista.

Octavio Paz dice que un partido es un órgano de exploración de la conciencia popular y de sus aspiraciones y tendencias; luego afirma que el Partido Revolucionario Institucional no podía considerarse partido, sino una organización burocrática que cumplía funciones político-administrativas usando la sumisión como principal arma de dominación política. El régimen controlaba la mayoría de los medios de comunicación; el Congreso, la seguridad y el poder judicial. El país estaba regido por la dictadura de caudillos militares de la revolución.

Para Lorenzo Meyer, el presidencialismo revolucionario había mantenido la esencia del sistema político. El gobierno federal había construido una máquina capaz de mediatizar, controlar, hostigar y eliminar a quien dudara, criticara o actuara por cambiar el orden establecido. La mayor parte de la población creía en el régimen porque siempre habían mantenido al país “funcionando”; esto los hacía confiar en su capacidad para sacar al país adelante.

Las turbulencias del 68 no fueron nuevas. Aguayo apunta que entre noviembre de 1963 y junio de 1968 hubo al menos 53 revueltas estudiantiles en México. Las motivaciones y las demandas eran diversas. Sin embargo, todas se apuntaban hacia una misma dirección: el reclamo a la ferocidad con la que la policía del régimen se conducía. La brutalidad policiaca unía a los jóvenes. ¿Cómo hacer compatible dentro de un mismo sistema dos lógicas que se contraponen? El movimiento del 68 mostró las contradicciones de la sociedad mexicana.

Cuando el movimiento llegó al gobierno, éste no entendió que se trataba de una manifestación diferente y que abriría una brecha para transformar al régimen. Las revueltas contra una policía obsoleta, el abuso de la fuerza, y un país rigurosamente controlado nos induce en una transición relativamente pacífica. Expresa Aguayo: “El hartazgo hacia la violencia unificaba ideológicamente a los que estaban dispersos”.

El autor es gráfico cuando describe las acciones de quienes constituyen su historia. Nos introduce al plano de las ideas, pero también al de los sentimientos; a la vez que nos convierte en detectives de la historia, nos humaniza. Sentimientos encontrados nos invaden cuando dice que ser joven en los sesenta “suponía romper convencionalismos y satisfacer antojos. Hubo unión de contingentes y se enfilaron hacia el corazón simbólico de la nación”; “los estudiantes rompían cristales, los granaderos cabezas”.

Sergio Aguayo cita a Ariel Rodríguez Kuri, quien justifica el actuar de los estudiantes. Sugiere que en ciertas circunstancias algo de violencia puede ser un método “muy eficaz para llevar al orden del día temas acallados”. El sistema, reacio al cambio, necesitaba ser alterado. La violencia era una vía para lograrlo. Varias revueltas se suscitaron entre policías y estudiantes del movimiento durante ese periodo. Luis Echeverría, en ese entonces secretario de Gobernación, solicitaba casi siempre la intervención del Ejército, pues la policía era impotente para someter a los estudiantes que se defendían como podían.

Después de los enfrentamientos, eran usuales los discursos. Díaz Ordaz pronunció un discurso en Guadalajara que se haría famoso. Su mensaje central fue la unidad, y la frase que trascendería a la historia: “una mano está tendida”. El mensaje continúa: “corresponde a los mexicanos decidir si esa mano se queda tendida en el aire o se unen quienes quieren restablecer la paz y la tranquilidad”. En paralelo se empoderaba un líder que sería un referente del movimiento. Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, proclamaba: “se debe actuar con energía, pero sólo dentro del marco de la ley, tantas veces violada pero no por nosotros”. Mensaje para el régimen. El autor nos habla de este suceso como un paralelismo contrario que nos sitúa en el origen de todo: “Las palabras de un presidente y un rector pronunciadas al mismo tiempo desencadenaron una movilización cívico-juvenil”.

Bastaron unos días para que el movimiento empezara a tomar forma y se convirtiera en una trinchera para los inconformes. Se deseaba cambiar las reglas autoritarias. No importaban los costos ni las formas, había que hacer más flexible al régimen a como diera lugar. El movimiento del 68 tenía metas claras que perfectamente compaginaban con los deseos de cambio de la época.

Aguayo resume el ciclo del movimiento en tres etapas: “creció en agosto, fue creado en septiembre y masacrado en octubre”. Es hasta diciembre cuando el movimiento se rindió a la vez que culminó en una victoria, pues el suceso serviría para iniciar una futura transición pacífica.

El autor destaca la asertividad del movimiento: los métodos utilizados para organizarse, la difusión empleada para enfrentar a la maquinaria gubernamental, el pliego petitorio que condensaban los sentimientos de la nación (elecciones más justas y libertad de expresión) y la incuestionable legitimidad del movimiento. A diferencia de otros opositores del gobierno, los integrantes no competían por cargos públicos ni por remuneraciones economías; sólo demandaban modificaciones a las reglas del juego que imponía el sistema. Sus peticiones eran moderadas. Pedían democratización. Pero el gobierno no estaba dispuesto a escuchar: “esas vacilaciones del gobierno eran probablemente el reflejo de una lucha entre los técnicos deseosos de salvar lo poco que aún queda vivo de la herencia revolucionaria y la burocracia política de la mano dura”.3 En este contexto, Aguayo reconoce que el movimiento pudo haberse extralimitado. Era evidente que dentro de él existían sectores bastante radicales. Algunos de sus dirigentes pertenecían a la extrema izquierda que buscaba aplastar al sistema político. Esto se conseguiría por medio de la fuerza y la destrucción: “la construcción de lo nuevo implica la demolición de lo viejo”. Otro desacierto, quizá el más grave, fue la incomprensión del factor externo. Estados Unidos apoyaba al priismo, eso era indudable. Sin embargo, se desconocía que gobiernos de la Unión Soviética y Cuba formaban parte de la legión extranjera que protegía el gobierno de Díaz Ordaz. “Nuestros héroes eran socios de nuestros represores”, afirma Aguayo. Con sus fallas, carencias y contradicciones, el movimiento representó una hazaña del México contemporáneo; un nuevo punto de partida que abrió paso a nuevas luchas. Gustavo Díaz Ordaz era el centro del sistema. En esos tiempos la devoción a la figura del presidente se rendía por sus atributos cívicos más que a la persona real. Díaz Ordaz era la imagen del orden y del desarrollo; monarca sexenal de los años sesenta”, dice Aguayo. Es claro que lo ocurrido en el 68 fue resultado del temperamento y la concepción que Díaz Ordaz tenía de la patria.

El perfil psicológico que nos comparte el autor sobre este personaje resulta esencial para entender sus reacciones hacia el movimiento: “tenía una mente profundamente lógica, pero con premisas falsas, era un gran coleccionista de aquellos hechos que encajaban en su sistema lógico. Era un hombre obsesionado con el orden y la estabilidad, porque en su razonamiento el desorden abre las puertas a la anarquía o a la dictadura”. Aguayo sugiere que Díaz Ordaz no estaba preparado para entender al movimiento, precisamente porque salía de su lógica. Incluso consideraba como muestra de debilidad el simple hecho de entablar un diálogo con el movimiento estudiantil.

Uno de los muchos errores del presidente fue no someter la información que recibía de los servicios de inteligencia a ningún proceso técnico de verificación, análisis y conclusiones. El autor nos explica esto con las premisas que a continuación abordaré. Es verdad que los gobernantes inteligentes o sensatos se rodean de un equipo que pueda compensar debilidades. La deficiencia de Ordaz estaba en la generación de estrategias razonadas y bien pensadas que fueran más allá de su propio cauce lógico. En consecuencia, fue incapaz de llevar su lógica a aspectos elementales para la preservación de la paz.

Maquiavelo afirma que así como el agua se adapta a la conformación de terreno, así también la guerra debe ser flexible. Díaz Ordaz no relajó el control, ni él ni su secretario estaban dispuestos al diálogo. No había disposición para hacer concesiones. El sistema mexicano no permitía puntos intermedios. El autor apunta una paradoja en su narración que finalmente no resulta tan paradójica si se tienen en consideración las características anteriormente enumeradas: “la información generada era la materia prima indispensable para entender lo que pasaba, pero quienes gobernaban no la usaban para crear inteligencia, sino que la convertían en datos para alimentar sus máquinas de propaganda y represión”. Díaz Ordaz tenía como objetivo utilizar la información para beneficiarse de la forma más inteligente posible, lo que significaba, a su entendimiento, esquivar los ataques del enemigo.

La Secretaría de Gobierno contaba con un servicio de inteligencia: la Dirección General de Investigaciones Públicas y Sociales (DGIPS). Su función era generar reportes sobre el acontecer social de todo el país. “Diariamente llegaban reportes, algunos en tiempo real, que no omitían ni censuraban información”. Para el autor, esta información era muy valiosa pero resultaba inservible. Por el contrario, el presidente tomaba decisiones con base en lo que le informaba su personal de confianza. Esto incluía conversaciones formales o informales. El resultado fue un sesgo en la información en ocasiones sustentada en discursos fáciles que personalizaban la causa de las tragedias, como sucedió con el rector de la UNAM, Javier Barros Sierra.

Los estudiantes y las Olimpiadas en México se relacionan: los dos indicaban simbólicamente un supuesto desarrollo y progreso que terminaron por negar u ocultar la realidad de un México violentado y sometido por un régimen.4 A finales de agosto, el movimiento se encontraba en su apogeo. Los estudiantes estaban animados y frustrados; no encontraban la manera de que el gobierno cediera. Tampoco había instituciones que mediaran entre ellos. Diversos factores confluyeron para que finalizara en una tragedia.

El autor se propone explicar el motivo por el cual se hizo uso de la fuerza. Presenta la racionalización de la violencia, concepto utilizado por el sudafricano Stanley Cohen, fundador de la sociología de la negación. Dicho concepto explica cómo los gobernantes construyen un discurso y acciones para encubrirse y justificar la violación a los derechos humanos. En este sentido, Sergio Aguayo argumenta que el uso de la violencia hacia el movimiento del 68 fue posible por la construcción de una imagen que hizo ver a los estudiantes como un enemigo peligroso.

Llegó el 27 de agosto de 1968 y aún no se lograba el diálogo entre el movimiento y el gobierno. Tampoco se había satisfecho ninguna de las peticiones del pliego petitorio. El movimiento no cesó e intentó forzar el diálogo con uno de sus mejores instrumentos para alzar la voz: una marcha. Para contar esta parte de la historia, Sergio Aguayo enlista los hechos. El autor nos quiere demostrar la capacidad de convocatoria del movimiento y su valentía. Posteriormente al encuentro entre estudiantes y militares, el movimiento retó al presidente en público. Ya no tenían miedo.

Después de ese enfrentamiento, las percepciones cambiaron y con ellas la estrategia de la comunidad internacional y de los allegados a Díaz Ordaz. El diario The New York Times destacó la rudeza con que el movimiento respondió al presidente; esto le preocupó al embajador Freeman. Su percepción fue que a Díaz Ordaz le faltaban medios o carácter para hacer frente a los estudiantes. La pérdida de respeto era un indicador de consecuencias graves. Las élites políticas estaban indignadas; por el contrario, el movimiento se sentía jubiloso y esperanzado. El 28 de agosto el presidente tomó una decisión determinante y la embajada de Estados Unidos fue informada. El 29 de ese mes Washington se enteró de que Díaz Ordaz usaría toda la fuerza del Estado para apaciguar al país y evitar desórdenes futuros. Había llegado la hora de la construcción de una narrativa que sostuviera la “justeza” con la que se actuaría. Era la hora de construir al enemigo.

Emilio Uranga, filósofo mexicano cercano a Díaz Ordaz, fue uno de los encargados de elaborar la construcción del enemigo. Publicó por varios medios una serie de supuestos con la finalidad de que permearan todas las esferas sociales. Jóvenes manipulables por su idealismo ingenuo, títeres del extranjero, desestabilizadores del régimen, saboteadores de los juegos olímpicos, radicales, golpistas. Estas hipótesis sirvieron para darle una forma monstruosa e inhumana al movimiento. La estrategia se agudizó cuando los allegados al presidente le informaron que los estudiantes ya contaban con armas para hacer frente al Ejército. Según su entendimiento, ya era posible desencadenar una guerra porque ya estaban en igualdad de condiciones.

A continuación, el autor presenta la estrategia: definición del movimiento como enemigo y arrebato de espacios. Díaz Ordaz, en su informe presidencial de 1968, aprovechó para dar marcha a la primera etapa de la estrategia: declarar al movimiento como enemigo. Era un momento propicio porque el pueblo lo reverenciaba: “el presidente habló durante tres horas y treinta y cinco minutos y fue interrumpido con aplausos y ovaciones 84 ocasiones”. La fórmula Estado fuerte y sociedad civil débil (herencia ancestral de nuestra organización social formada en la Revolución y el cardenismo) explica el perfil del mexicano de aquel entonces. “En esas condiciones el movimiento surge como una rebelión estudiantil contra la predeterminación del campo institucional establecida por el Estado fuerte; sus primeros pasos constituyen la negación de la única vía permitida para la participación: la participación política dependiente”.5

Díaz Ordaz proclamaba ante la sociedad civil débil que usaría toda la fuerza del Estado. Esto significó la búsqueda de experiencias útiles para controlar y reprimir; indagar sobre disturbios ocurridos en el pasado y las medidas que otros gobiernos tomaron y sus consecuencias; la difamación. Esta labor se hizo desde diferentes medios y actores, pero se agudizó al instruir a los medios que dejaran de llamar estudiantes a los actores del movimiento. El encierro de los inconformes en la capital evitó que la protesta se extendiera a otros estados. Para ello, se instó al Ejército para que persiguiera a los agitadores por toda la república. De forma simultánea se hacía labor en las fábricas y en el campo. Se daban cientos de pláticas en las que se defendía la versión oficial de los hechos creada por el gobierno.

El despojo de las bases territoriales se realizó con facilidad en tan sólo unos días. Primero se inició con la intervención de Ciudad Universitaria. El Ejército detuvo a 614 personas y buscó dentro de las casas de los ciudadanos a los dirigentes; pero no los encontró, porque la sociedad civil los protegía. Posteriormente, llegaron a la Escuela Nacional de Agricultura de Chapingo y los estudiantes entregaron las instalaciones sin resistencia. Siguieron con la conquista de las cuatro instalaciones politécnicas. Las bases territoriales del movimiento iban desapareciendo.

La percepción de la embajada de los Estados Unidos era que se habían acabado las tropelías por parte del movimiento estudiantil. Se tenía la creencia de que la oleada estaba perdiendo fuerza. Pero estaban equivocados. El 21 de septiembre nuevamente hubo un enfrentamiento que sería considerado por el embajador de Estados Unidos como uno de los más agresivos. Le siguió la batalla del Casco de Santo Tomás, que inició el 23 de septiembre y finalizó en la madrugada del 24. Fue uno de los choques más violentos del movimiento del 68, en palabras de Sergio Zermeño. Finalmente, el gobierno recuperó el Casco de Santo Tomás y con ello todas las bases territoriales del movimiento.

En este punto el autor se pregunta por qué se ordenó una masacre si ya se controlaban todas las instalaciones y habían logrado apartar al rector del camino al destituirlo de su cargo. Aguayo sostiene: “la situación era inestable, bastante incierta y por lo tanto intolerable […] el movimiento languidecía un día para resurgir el siguiente”. Esta afirmación se comprueba durante el periodo que duró el movimiento, pues de forma intermitente se hacía presente y encaraba al régimen sin temor. En la lógica de Díaz Ordaz, la situación sólo se vería controlada cuando los cabecillas estuvieran presos y los otros 151 000 estudiantes se paralizarán por el miedo.

El gobierno ya había reunido suficientes elementos para justificar la masacre. El presidente tomó la decisión de exterminar a los estudiantes el 24 de septiembre. La prioridad del gobierno era encarcelar a las cabecillas. Había que elaborar un plan que consistiera en disminuir la tensión del ambiente y alentara a los líderes a salir de sus escondites. Para lograr esto, se devolvió el cargo al rector de la UNAM y se programó una reunión entre representantes de gobierno y estudiantes. Ésta no trascendió porque no se llegó a ningún acuerdo. El Ejército se retiró de Ciudad Universitaria. La medida fue bien recibida por la comunidad estudiantil.

El gobierno replicó una estrategia que se había llevado a cabo en San Luis Potosí en 1961. Fundamentalmente, el operativo consistió en enviar francotiradores anónimos que dispararan desde las alturas a la multitud.

El autor sostiene que Díaz Ordaz elaboró este plan exclusivamente con el jefe de Estado Mayor, Luis Gutiérrez, dejando fuera a actores como el secretario de Defensa, al secretario de Gobernación y al director Federal de Seguridad. Esto resultó en tres operativos diferentes que decantaron en caos. Las señales para un grupo eran contradictorias para otros.

Monsiváis afirma que Tlatelolco es la respuesta lógica de un aparato político crecido y formado en la impunidad, que no ve nada de malo en su pedagogía: “la obediencia con sangre entra”. La matanza duró escasos minutos, pero acabó con un numero de vidas que hasta hoy no se han atrevido a revelar. Los detenidos fueron llevados a campos militares. Posteriormente llegaron encargados a la explanada para recoger los cadáveres y llevarse a los heridos. Sergio Aguayo logra estremecer a su lector cuando habla de las brigadas de limpieza: “a las 7:00 am del 3 de octubre se presentaron las brigadas de limpia del departamento del DF que lavaron y cepillaron el suelo y se llevaron gran cantidad de zapatos, agujetas, cinturones”. Con sólo nombrar los objetos nos permite imaginar lo demás. No hace falta que nos hable del derramamiento de sangre ni de gritos despavoridos. Concluye: “la tarde del 2 de octubre el movimiento mostró al mundo su expresión más pacifica mientras el régimen se quitó la máscara para exhibir un gobierno despiadado y lo hizo paradójicamente antes de la mayor celebración universal de la paz y la concordia: los juegos olímpicos”.

Después de la masacre lo único que quedaba por hacer era construir un relato creíble y sustentado. Sin embargo, ninguna versión ante los medios convenció. Las conferencias de prensa carecieron de hechos, pero se sostuvieron en una verdad: el Ejército fue recibido por francotiradores, pero jamás se señalan a los estudiantes como los francotiradores. Sobraron formas de llenar los vacíos en los relatos. Se hablaba de extranjeros inmiscuidos, elementos antinacionales como Rusia y Cuba, la intromisión de Estados Unidos, motivaciones de los comunistas por derrocar al régimen, e incluso se acusó al Opus Dei.

Después del 2 de octubre, el movimiento quedó desprotegido; sus líderes más lúcidos estaban presos. El gobierno tomó una decisión, a mi parecer, bien pensada: pidió al Congreso reformar el artículo 419 del Código Penal para hacer posible la liberación de prisioneros que eran acusados por crímenes contra la seguridad de la nación. La prensa exhibió este hecho como un acto de bondad del presidente. Posteriormente, Díaz Ordaz se concentró en mantener el orden a como diera lugar, la disciplina al interior y al exterior fue su prioridad.

El autor cita varios ejemplos. Se trató de extraditar a Octavio Paz a México cuando él estaba en Francia, por hacer declaraciones incómodas para el gobierno. De igual forma, se canceló la publicidad de varios periódicos extranjeros en México por “haber mostrado cierta hostilidad hacia su gobierno con motivo de los disturbios estudiantiles”. La periodista Oriana Fallaci fue señalada como enemiga del régimen y se le prohibió la entrada a México. Finalmente, un grupo parlamentario italiano que deseaba viajar a nuestro país para averiguar la situación de sus presos políticos fue rechazado. El gobierno mexicano les contestó que se pusieran a investigar las actividades que se les atribuyen a los italianos con relación al crimen organizado en todo el mundo.

La versión que resultó creíble acerca de lo sucedido el 2 de octubre la fueron tejiendo diversos actores: instituciones, grupos de la sociedad civil, periodistas nacionales e internacionales e intelectuales de la época. Todos ellos fungieron como voceros de toda una nación.

En 1968 se publicó una encuesta del Instituto Mexicano de Opinión Pública realizada para la Secretaría de Gobernación. Antes de Tlatelolco, 60% de los capitalinos pensaba que el presidente tenía comprensión con la población; después del 2 de octubre, la aprobación cayó 50 puntos. Cuando Díaz Ordaz cayó en cuenta de las lagunas de su discurso y del desplome en la aprobación de su gobierno, aprovechó el informe presidencial de 1969 para asumir su responsabilidad, pero con ciertos matices. Acusó al movimiento de promover el desorden y habló de fuerzas ocultas en el extranjero. A pesar de sus intentos, el discurso que terminó dominando fue el de los intelectuales.

El autor concluye que se puede hablar de un antes y un después del movimiento del 68. Ese después se traduce en un cambio para México que trajo cosas positivas y negativas. Entre las positivas resalta la apertura de espacios más democráticos y la redefinición en la relación entre gobernantes y militares. Después del movimiento, el Ejército ha sabido poner sus condiciones antes de intimidar y someter, ganándose el respeto de la ciudadanía.

Por el lado negativo, destaca la apertura hacia un fenómeno que se ha vuelto incontrolable: la violencia criminal. El autor es enfático en que el Estado es el principal responsable de las perversiones que ha vivido el monopolio legítimo de la violencia. Puntualiza que este flagelo ha quedado excluido de los controles legales, beneficiando al crimen organizado. Aguayo responsabiliza a los presidentes como los principales causantes, por su indiferencia ante los costos humanos.

Nuestros últimos tres presidentes no han atacado de forma integral y regional la violencia criminal: Fox negoció con los criminales, Calderón no tenía conocimientos, ni entendía la magnitud del problema y Peña Nieto no ha reconocido la dimensión del reto. Son dos nuestras realidades: la del presidente en turno y la que rige el crimen organizado. Esta segunda realidad ha desencadenado asesinatos continuos, Tlatelolcos que se engendran a diario y que siguen sin atenderse.

Lo ocurrido en Ayotzinapa es sólo la demostración de la existencia de un Estado paralelo. Los que gobernaban tenían la falsa creencia de que la droga se limitaría a la exportación a Estados Unidos y que los capos siempre estarían subordinados a los gobernantes. La consecuencia de esta idea es la tragedia de Iguala. El autor resalta la importancia de demandar partidos políticos transparentes, congruentes y con una mejor selección de candidatos que demuestren una diferenciación ideológica más nítida. Nos exhorta a exigir organismos públicos de derechos humanos a la altura de la urgencia humanitaria. Considero que la situación de urgencia por la que atraviesa nuestro país nos lo exige.

Referencias

Paz, Octavio, Posdata, México, Siglo XXI, 1970. [ Links ]

Zermeño, Sergio, México: una democracia utópica, México, Siglo XXI, 1978. [ Links ]

1Paz, Octavio, Posdata, México, Siglo XXI, 1970.

2Zermeño, Sergio, México: una democracia utópica, México, Siglo XXI, 1978.

3Paz, Octavio, op. cit.

4Paz, Octavio, Posdata, México, Siglo XXI, 1970.

5Zermeño, Sergio, México: una democracia utópica, México, Siglo XXI, 1978.

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