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Península

versión impresa ISSN 1870-5766

Península vol.15 no.1 Mérida ene./jun. 2020  Epub 15-Jul-2020

 

Artículos

Democracia y movimiento étnico en México. Un balance de cara a la Cuarta Transformación

Democracy, Political Reform and Ethnic Movement in Mexico. A Balance for the fourth Transformation

Jesús Solís Cruz1 

1 Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (CESMECA), Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (UNICACH), jesus.solis@unicach.mx, soliscruz2@gmail.com.


Resumen

Se propone un análisis del papel e impacto del movimiento social étnico en las transformaciones políticas recientes de México. De forma puntual, se revisan acciones realizadas por este movimiento social y su trascendencia en la democracia electoral mexicana contemporánea.

Asimismo, se enfatizan momentos clave en los que se registraron reformas políticas, procesos de gestación y consolidación del movimiento étnico y etapas en las que se pueden ver los avances o retrocesos de la democracia electoral, y, finalmente, se plantea una reflexión y análisis, buscando identificar los posibles vínculos e interrelaciones de los temas que dan título a este artículo, y que poca atención ha merecido en los estudios sociopolíticos en México: democracia y movimiento étnico, de cara a un nuevo proceso de reconstrucción del Estado en México, denominado Cuarta Transformación.

Palabras clave: movimiento étnico; reforma política; democracia electoral; Estado; México

Abstract

I propose to analyze the role and impact of the ethnic social movement in the recent political transformations of Mexico. I will refer to political actions carried out by the ethnic movement and its transcendence in contemporary Mexican political reforms and electoral democracy.

Key moments in which political reforms were registered are emphasized, as well as the gestation processes and consolidation of the ethnic movement and stages in which the progress or setbacks of electoral democracy can be seen. A reflection and analysis is proposed seeking the possible links and interrelations of the thematic set that gives title to this article, and that little attention has been given to this in the sociopolitical studies in Mexico: Democracy, ethnic movement and political reforms which is the previous thing before a new process of re-construction of the State in Mexico, denominated Fourth Transformation.

Keywords: ethnic movement; political reform; electoral democracy; State; Mexico

Introducción

El Estado mexicano liberal moderno postuló como principio fundacional de la nación la igualdad jurídica y social de sus ciudadanos. Asentó constitucional mente la igual condición de sus pobladores sin distingos de clase, etnia o posición social. Este principio, afirmado en textos proclamatorios como el conocido Sentimientos de la nación, recogido en la Carta Magna, se mantuvo sin modificaciones sustanciales desde el siglo XIX hasta comienzos de la década de 1990, cuando el gobierno mexicano promovió la reforma al Artículo 4° que inscribió en la Constitución el reconocimiento pluricultural de la nación. Esto ocurrió poco después de haber ratificado el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), referente a la garantía de los derechos de los pueblos indígenas (centrados en la cultura y sus sistemas de vida), y la obligación de los gobiernos nacionales de respetarlos (véase Assies, Van der Haar y Hoekema 1999, 21).

En una fase siguiente, la Constitución mexicana habría de ser reformada una década después, en un intento de dar respuesta a demandas crecientes de reconocimientos jurídicos y políticos de los pueblos indígenas de México. A esto habremos de referirnos más adelante.

Si bien la reforma de la década de 1990 fue una acción político-constitucional promovida por el gobierno mexicano, influyó en ella un entorno global en el que agencias no gubernamentales supranacionales y movimientos sociopolíticos -en muchos casos auspiciados por Naciones Unidas y el Banco Mundial (Kuper 2003, 395)- comenzaban a demandar la reestructuración del modelo monoétnico de Estado-nación, y sus marcos de convivencia social y política. En México fue particularmente influyente en esta reforma constitucional el creciente movimiento social étnico. Un movimiento que, conforme desarrolló sus expresiones políticas contenciosas, fue definiendo reivindicaciones colectivas de índole identitaria,2 para construir y afirmar una especificidad centrada en la condición étnica.

En este artículo nos proponemos analizar el papel e impacto del movimiento social étnico (o movimiento étnico) en las transformaciones políticas recientes de México. De forma puntual nos referiremos a acciones políticas realizadas por el movimiento étnico, y su trascendencia en la democracia electoral mexicana contemporánea.3 Buscaremos demostrar aquí, en un primer momento, cómo este movimiento adoptó y amplió reivindicaciones distintivas de una movilización rural más amplia, interactuando en una arena política conflictiva que influyó en el proceso de democratización de las estructuras político-institucionales del país.

En este sentido, nos interesa destacar algunos sucesos en la historia política contemporánea de México, en una coyuntura en la que el nuevo gobierno nacional se ha propuesto realizar cambios en la economía moral y política del país; un nuevo proceso de reconstrucción del Estado en México, denominado Cuarta Transformación.

Nos remitiremos así a momentos clave en los que se registraron reformas político-electorales, procesos de gestación y consolidación del movimiento étnico y etapas en las que se pueden ver los avances o retrocesos de la democracia electoral. Realizaremos una reflexión y análisis sobre la posible correspondencia entre democracia electoral y movimiento étnico, partiendo de asumir que el impacto de las movilizaciones sociales étnicas en la democracia electoral no fue un objetivo directamente buscado, sino el resultado de procesos de democratización y politización más amplios. Lo anterior resulta relevante en el contexto de un nuevo gobierno federal, para el cual son importantes las formas de política popular y el pacto público con las representaciones políticas de los indígenas.

La pluralización y apertura política en México

La democratización en México, entendida como el desarrollo de un régimen que promueve la protección de libertades políticas y civiles, elecciones libres y competidas, tiene como momento clave la reforma político-electoral de 1977. Antes de esta, el dominio gradual de un solo partido político se había vuelto incontrovertible hasta lindar con lo grotesco. En 1976, en la elección presidencial, el partido de Estado (Partido Revolucionario Institucional, PRI) había obtenido el 100% de los votos válidos emitidos (Pineda de la Cruz 2012, 45). En esta contienda electoral sólo hubo un candidato: José López Portillo; y el partido opositor histórico (Partido Acción Nacional, pan) había decidido abstenerse de participar. Ante esto: "Hubo en la cúpula priista humor y realismo suficientes para entender el ridículo, y decidieron abrir la puerta" (Aguilar Camín 2016, 2).

Desde el gobierno federal se promovió, con el propósito de ganar cierta legitimidad democrática, lo que posteriormente se denominó reforma política de 1977, a partir de la cual se introdujeron cuatro importantes cambios en el juego político:

1) permitió la incorporación de todos los partidos, particularmente los de la izquierda mexicana, a la vida electoral nacional; 2) les otorgó prerrogativas y financiamiento público; 3) les garantizó la asistencia automática, a los que contaran con registro federal, a participar en elecciones estatales y municipales, lo que les aseguró en gran medida su existencia en la vida electoral del país; y 4) creó los diputados de representación proporcional y amplió el número de integrantes de la Cámara de Diputados, con lo que les aseguró su incorporación a uno de los poderes del Estado, el Legislativo federal (Pineda de la Cruz 2012, 47).

Con lo anterior se dio origen en México al sistema mixto de representación proporcional y de mayorías. Un esquema que -aunque da lugar a la pluralidad en la representación, al atajar la sobrerrepresentación de los partidos dominantes y garantizar la participación de los minoritarios-, en términos reales, en el caso mexicano no propiciaba la competencia por el poder.

En las llamadas elecciones intermedias en México, realizadas en 1979, el campo político justamente mostró una mayor pluralidad. En este proceso electoral tres nuevas fuerzas políticas consiguieron integrarse a la Cámara de Diputados: el Partido Comunista Mexicano (PCM), que obtuvo 18 diputaciones; el Partido Demócrata Mexicano (PDM), que consiguió 10 diputaciones, y el Partido Socialista de los Trabajadores-Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional (PST-FCRN), que también consiguió 10 diputaciones. Partidos de oposición ya existentes como el Partido Acción Nacional (PAN), el Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM) y el Partido Popular Socialista (PPS) en ese mismo proceso electoral obtuvieron 43, 12 y 11 diputaciones, respectivamente (Pineda de la Cruz 2012, 50).

Esta reforma, además de relevante porque con ella se transitó de un sistema de partido dominante a un sistema de partidos políticos, fue importante también porque canalizó intereses y reivindicaciones de fuerzas sociales que habían participado políticamente en movimientos organizados, durante las décadas de 1960 y 1970, pugnando por desestructurar el dominio político del PRI (cacicazgos políticos) en los espacios locales (ayuntamientos, principalmente). Esta, que es considerada otra fase en la larga historia de lucha ciudadana en México, caracterizada como insurrección municipalista, tuvo como rasgo el trabajo por la apertura del campo electoral desde los espacios de poderes locales exigiendo elecciones libres y respeto a los triunfos electorales de partidos opositores en ayuntamientos. En este marco se volvía relevante que sectores sociales disidentes del partido dominante, que habían estado movilizados políticamente, consiguieran mediante partidos de izquierda y oposición intervenir en la esfera pública formal e incidir en la agenda de los problemas nacionales.

Fue el caso del movimiento campesino disidente, actor político central en las décadas de 1960 a 1980 en México que, en regiones principalmente del centro y occidente del país -mediante alianzas con organismos políticos, como los mencionados Comunista y Socialista-, lograron avanzar en la resolución de sus demandas agrarias y en desestructurar los cacicazgos políticos.

La lucha impulsada por estos movimientos campesinos, tendiente a desestructurar el dominio político y económico de grupos de poder local, vinculado al PRI, sostenida principalmente con estrategias de resistencia civil, fue en innumerables casos trasladada, a partir de la presencia de otras opciones partidistas, al campo electoral. Resultó en tal sentido, una conjunción de la lucha social y la lucha política, que habría de ver en la década de 1980 una nueva fase en la "insurgencia o rebelión municipalista": conflictos y movilizaciones por recambios en miembros de ayuntamientos, registrándose, en muchos casos, las primeras experiencias de transición política.

En 1986, casi una década después de la reforma de 1977, se realizó otra que tuvo como propósito, ante el evidente declive en la votación a favor del pri, aumentar la centralización en la organización y vigilancia de los procesos electorales desde el partido en el poder, así como afirmar la mayoría legislativa del mismo partido en la Cámara de Diputados (Loaeza 2008 citado en Pineda de la Cruz 2012, 55). En este último sentido, en esta reforma se eliminó la cláusula que impedía al partido que había obtenido más del 60 % de los votos, participar en la repartición de las diputaciones de representación proporcional. Cláusula que había restringido el acceso al PRI a escaños por esa vía (Córdova 2008, 653). Cabe también destacar entre las modificaciones introducidas en esa reforma un nuevo mecanismo de participación en las contiendas electorales: las candidaturas comunes.

La pluralidad y ampliación de la representación política generadas con la reforma de 1977, aún con el interés centralista del PRI colocado de nueva cuenta en la reforma de 1986 para acceder a la representación proporcional, dio un paso más al establecerse las candidaturas comunes. En el mismo contexto de pérdida de legitimidad del partido gobernante, este nuevo mecanismo de participación fue el marco que dio cobertura a la postulación de Cuauhtémoc Cárdenas como candidato a la presidencia del país en 1988. El hijo del popularmente apreciado expresidente Lázaro Cárdenas, fue protagonista de la ruptura más importante del PRI en toda su historia, convirtiéndose en una figura política moral que aglutinó en torno suyo a diversas corrientes sociales y políticas, que lo postularon como candidato a la presidencia del país. La figura que usó fue la de candidatura común y la denominación partidista Frente Democrático Nacional (FDN), en el que participaron -además del grupo disidente del PRI ligado a Cárdenas- cuatro partidos políticos con registro: Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM), Partido Socialista de los Trabajadores (PST), Partido Popular Socialista (PPS) y Partido Mexicano Socialista (PMS), al igual que diversas organizaciones sociales de la vieja y nueva izquierda mexicana (Ramírez 1997, 72).

Dos hechos importa resaltar de este proceso político: el primero es que en torno a esta candidatura común se aglutinaron fuerzas partidistas de distintos signos ideológicos, entre ellas la izquierda, de la que ya he hecho mención antes, con sus bases sociales y electorales ya señalados.

El segundo es que esta candidatura también atrajo a sectores y organizaciones sociales y profesionales que hasta entonces no habían tenido militancia partidista o establecido vínculo directo con partidos políticos. Fue el caso de profesionales indígenas de regiones del centro, occidente, sur y sureste del país, quienes habían estado haciendo trabajo de rescate y restablecimiento de valores comunitarios.

En este punto importa señalar también cómo los espacios de gobierno locales con raigambre indígena comunitaria se fueron constituyendo en arenas de gran relevancia en la disputa por el poder político y económico. La transformación fue significativa. De considerarse la administración pública municipal un servicio comunitario, al punto del sacrificio con costes económicos, se transitó a una con notación de diferenciación y distinción socioeconómica. En esto, la descentralización administrativa federal de la década de 1980 fue relevante. Aún cuando los municipios indígenas son los más pobres del país, las transferencias presupuestales y financieras que reciben de los gobiernos estatales y federales "representan una cantidad considerable en la economía local", lo que permite a la administración municipal adquirir un atractivo económico (Warman 2003, 164).

La ampliación y pluralización del sistema político, aún con limitaciones, alcanzó a las regiones indígenas del país. La interrelación de formas mucho más arraigadas de política popular como los movimientos sociales rurales, con novedosas formas de hacer política como las partidistas, dio cauce a nuevas reivindicaciones sociales, sin haberse situado como horizonte programático.

No es fortuito que aún hoy la mayor presencia electoral del Partido de la Revolución Democrática (PRD), transformación del FDN, se mantenga en las regiones mencionadas, y tampoco que en la agenda política de este partido se situara desde sus inicios como tal (finales de la década de 1980) el tema de los problemas y la cultura indígenas. En 1990, Margarito Ruiz, líder campesino de origen tojolabal, y el antropólogo Gilberto López y Rivas propusieron, siendo diputados por el PRD en la LIV Legislatura, reformar algunos artículos de la Constitución para dar reconocimiento a autonomías regionales pluriétnicas. En 1992, bajo la cobertura del mismo PRD se presentó en la LV Legislatura una iniciativa de ley sobre derechos indígenas, promovida por los mismos actores y diversas organizaciones entre las que destacaban el Consejo Guerrerense 500 Años de Resistencia, el Frente Independiente Popular e Indígena y el Consejo Nacional de Pueblos Indios, mismas que participarían después en la Convención Nacional Indígena, en la Asamblea Nacional Indígena Plural por la Autonomía, en el Foro Nacional Indígena y en el Congreso Nacional Indígena (Pérez Ruiz 2007, 281-282); de este último hablaremos más adelante.

Para algunos grupos organizados que habían buscado situar en la agenda pública el tema de las culturas indígenas, desde una posición crítica y disidente a la oficialista, este momento representó un avance.

En las décadas siguientes (1990-2000) el tema de las culturas -ampliado después al de los derechos indígenas- habría de registrar tanto nuevos derrote ros como nuevos actores que los impulsaron, y sobre ello abundaremos después.

Antes, nos detendremos brevemente en la situación del movimiento social étnico en México hasta la década de 1980 y en su relación con los procesos políticos y democráticos electorales de ese mismo periodo.

De movimientos campesinos y étnicos: las vías y entrecruces de dos procesos políticos

El movimiento étnico en México como un tipo de acción colectiva consecuente (con símbolos, repertorio, redes e identidad políticas) -y no como un aliento institucional sobre la revaloración de rasgos culturales (impulsado en el pasado por agentes laicos y religiosos)-4 es una derivación del movimiento campesino que durante las décadas de 1960 a 1980 logró posicionarse como un importante interlocutor ante el Estado nacional.

En entidades del centro, occidente y sur de México, entre las décadas de 1960 y 1980, hubo una amplia movilización social rural en la cual, a pesar de estar integrada en muchos casos por indígenas, la condición identitaria cultural no era central en sus repertorios de lucha, menos aún en sus demandas. La efervescencia política de esas décadas estaba dominada por planteamientos de cambios en dos grandes temas: 1. la estructura agraria (reparto, restitución y titulación de tierras) y 2. la producción (créditos, precios de garantía). Las organizaciones sociales del medio rural estaban básicamente movilizándose en estos dos polos.

En la década de 1970, los sectores indígenas más políticamente avisados, formados en internados y normales indígenas, realizaron los primeros intentos de agrupación como una forma de ganar espacio en la estructura corporativa del gobierno nacional. En estos intentos se constituyeron alianzas con sectores interesados en la interlocución política, como la Iglesia católica. El Congreso Indígena de Chiapas, de 1974, convocado por la Diócesis de San Cristóbal de Las Casas, con el apoyo del Ejecutivo estatal, fue una experiencia pionera (Morales Bermúdez 2018). Otra, constituida hoy en referente del movimiento étnico, fue el Primer Congreso Nacional de Pueblos Indígenas, en 1975, convocado por la Confederación Nacional Campesina (CNC) y organizado por la Secretaría de la Reforma Agraria (SRA) y el Instituto Nacional Indigenista (INI); le antecedieron a este congreso nacional los de tipo regional denominados Consejos Supremos, los cuales decantaron en la formación del Consejo Nacional de Pueblos Indígenas (CNPI). En 1977 y 1979 se realizaron dos congresos nacionales del CNPI con los que se intentó "consolidar una organización política corporativa de los indígenas en el marco del Partido Revolucionario Institucional, propósito que nunca se logró" (Warman 2003, 266).

Como los referidos, otros grupos movilizados autoadscritos como indígenas fueron los casos del Consejo de Organizaciones Campesinas Estudiantiles e Indígenas (COCEI), en Oaxaca, y la Xanaru Ireti, en Michoacán; centraban estos grupos sus reivindicaciones en temas de tierra, salud comunitaria, apo yos técnicos y financieros al campo o conflictos por límites o concentraban sus acciones en objetivos muy específicos, como en el mismo caso de la cocei, en desestructurar dominios caciquiles en gobiernos locales. La condición cultural aparecía relegada, y la interpelación a los gobiernos o a cualquier otro sector de la sociedad política se hacía desde la categoría de campesino. Ese era el rasgo identitario que los aglutinaba.

El predominio de las reivindicaciones socio-agrarias, en tensión en algunos casos con las incipientes reclamaciones culturales, afloraba en diversos espacios de socialización y encuentros políticos. Así se consignó en el Congreso Indígena de Chiapas, ya referido, como en el Primer Congreso Nacional de Pueblos Indígenas, realizado en Pátzcuaro, Michoacán, en 1975. Los dos documentos que resultaron de este último expresaron las diferencias contenidas en la nueva organización. Por un lado se difundió una "Carta de las Comunidades Indígenas" con menciones etnicistas que "remitían a la Declaración de Barbados, en la cual se manifestaban reivindicaciones de orden histórico y político", y por el otro, se emitieron las "Conclusiones" que sintetizaban "reclamos relativos a la tenencia de la tierra, la comercialización, el crédito y otras cuestiones del mismo tipo" (Medina 2007, 127).

Según el planteamiento de algunos académicos mexicanos involucrados en el análisis y reflexión del problema campesino, las demandas de reconocimiento cultural, emergentes desde finales de la década de 1970, eran aún marginales en la década siguiente, y las organizaciones que las enarbolaban -como la Unión Campesina Emiliano Zapata (UCEZ) de Michoacán- eran caracterizadas como defensoras de "un etnicismo pedestre y folklorista" (García 1991, 28). Otros, que más tarde habrían de convertirse en ideólogos de las reivindicaciones culturales y autonómicas, señalaban: "...el hecho de que se observen particularidades étnicas en estos grupos, no autoriza para considerarlos en las actuales circunstancias como portadores de una originalidad que les permita acceder a una 'vía' propia, a realizar sus propios 'esquemas' de desarrollo" (Héctor Díaz-Polanco 1978, 21, citado en Bartolomé 1995, 379).

Claramente, el tema cultural todavía no era el eje que orientaría la acción colectiva. La reorientación se notó en la década de 1990, cuando en el marco de un cambio político más amplio, relacionado con la crisis de los gobiernos populistas, las crisis económicas nacionales, los procesos de democratización política y el agotamiento del discurso clasista, las demandas para acceder o ampliar los derechos sociales y civiles que habían venido expresando las organizaciones campesinas fueron planteadas desde el reclamo de reconocimiento de la diferencia cultural.

En lo referente a los procesos de democratización política, como lo he señalado antes, algunas organizaciones campesinas establecieron alianzas o fueron base de partidos políticos de izquierda, logrando en casos como la COCEI de Oaxaca, bajo las siglas del PCM, constituirse en gobiernos municipales o, en otros casos, los líderes de organizaciones involucrarse en las competencias político electorales como candidatos (es el ejemplo del PSUM en los casos de la UCEZ y otros líderes de la región purhépecha en Michoacán) o ser representantes electos a la Cámara de Diputados, como ocurrió en Chiapas con un líder campesino de origen tojolabal, con militancia en partidos políticos de izquierda y electo bajo las siglas del entonces recién creado PRD.

Las décadas decisivas del movimiento social étnico y la democracia electoral

En la década de 1990 se inauguró en México una nueva crisis política, derivada de las elecciones presidenciales de 1988. La sospecha de fraude electoral, emanada de aquel proceso comicial, decantó en una profunda deslegitimación del gobierno en funciones. Ante la necesidad de generar condiciones mínimas de gobernabilidad y legitimidad, el presidente Carlos Salinas promovió una nueva reforma constitucional en materia electoral en 1990, en la que destaca como el cambio más importante la creación del Instituto Federal Electoral (IFE); organismo público al que se le otorgó autonomía parcial del Ejecutivo, en tanto que la presidencia del organismo recaía en el secretario de Gobernación. Esta limitación hizo permanente el reclamo de democratización y ciudadanización de los procesos electorales por parte de las fuerzas políticas del país. En 1994 se hizo una nueva reforma en materia electoral, y se instituyó la figura de Consejeros Ciudadanos, buscando con lo anterior el equilibrio en la toma de decisiones.

Por otro lado, en 1993 se impulsó una reforma política con la que se pretendía ampliar la pluralidad en el Senado y la equidad en la competencia electoral (Pineda de la Cruz 2012). Pero esta no tuvo aplicación, pues en 1994 el alzamiento armado del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) trastocó las estructuras de gobierno del país y cuestionó duramente a la democracia formal.

Los derroteros de la democracia electoral y del movimiento étnico en México habrían de cambiar a partir de la irrupción armada neozapatista.

El mismo EZLN -que se presentó públicamente con un discurso y un proyecto revolucionarios de lucha de clases- dio un giro hacia reclamaciones de derechos indígenas. Toda la experiencia que líderes, organizaciones y asesores habían acumulado en los temas de la autonomía y derechos indígenas fue transmitida al EZ, aportándole "la dimensión política, nacional e internacional de la lucha indígena, inexistente en los documentos iniciales del EZLN" (Pérez Ruiz 2007, 280).

Con el levantamiento del EZLN el tema de los derechos sociales y políticos enlazados con los culturales tuvo mayor relevancia y legitimidad en el debate público, y el movimiento étnico (organizaciones, líderes y asesores) se situó como actor destacado; aún más: el movimiento dio el impulso para "reconocer al EZLN como grupo indígena, [contribuyendo] a darle a esta organización armada la legitimidad política indispensable para que el gobierno aceptara y negociara con una organización formalmente ilegal" (Pérez Ruiz 2007, 281).

A partir de este momento (segunda mitad de la década de 1990), el movimiento indígena independiente en México fijó una relación estrecha con el neo-zapatismo.

En este marco de relaciones, la identificación política del movimiento indígena se fortaleció al recuperar demandas socioeconómicas inmediatas y de su entorno: garantía de precios de granos, resoluciones de tierra, salud, educación, etcétera, y se enriqueció con la inclusión de luchas de mayor aliento: contra el neoliberalismo, por la preservación de los territorios originales y, aún más relevante, producto de la convergencia EZLN-movimiento indígena: la demanda de autonomía.

Precisamente esta demanda fue punto de coincidencia de las diversas luchas indígenas del país con los planteamientos políticos del EZLN y se convirtió en el tema esencial sobre el que se trabajó en los Diálogos de San Andrés Sobre Derechos y Cultura Indígenas (1995-1996).

Firmados los acuerdos de San Andrés en 1996 por el gobierno federal y el EZLN, las organizaciones y los liderazgos indígenas que habían dado impulso a la demanda autonómica, se propusieron consolidar lo que, para ese momento, se vislumbraba como un movimiento indígena de carácter nacional, el cual tendría como objeto respaldar los Acuerdos de San Andrés, vigilar su cumplimiento por parte del gobierno federal, al tiempo que consolidar la alianza explícita que se había establecido con los neozapatistas. En acogimiento de tales objetivos se creó en 1996 la instancia de unidad del movimiento indígena y de la alianza con los neozapatistas: el Congreso Nacional Indígena [CNI] (Pérez Ruiz 2007, 284).

Sin embargo, desde la creación del CNI se vislumbraban graves fisuras en su interior, debido a la gran diversidad de actores políticos y culturas organizativas que lo componen, volviéndose difícil la coexistencia y -en esa medida- la cohesión interna, necesaria en una organización de ese carácter (Pérez Ruiz 2007, 284; Hernández Navarro 2010, 36). Así, después de esta etapa de algidez, vino un repliegue en el movimiento indígena.

La coyuntura electoral y la alternancia en el gobierno federal en el año 2000 reactivaron al movimiento y el debate al interior del CNI sobre el rumbo de la iniciativa cocopa,5 apoyada por el EZLN. Se manifestaron posturas divergentes entre quienes, manteniéndose en el CNI, defendían la iniciativa de la COCOPA y los que aún dentro del CNI se acercaron a los partidos políticos "para proponer y negociar acuerdos mínimos sobre políticas, instituciones y programas para los indígenas del país" (Pérez Ruiz 2007, 286). En los ámbitos federal y estatal, después de registrar también gobiernos de alternancia (por ejemplo, en Chiapas y Michoacán), líderes y miembros de organizaciones indígenas participantes del CNI se integraron a equipos de gobierno responsables de atender a la población indígena, experimentando rechazo y, en algunos casos, apartamiento del CNI por contravenir uno de los principios que le ha definido: "independencia del Estado y de los partidos políticos" (Hernández Navarro 2010, 35).

En este contexto político se realizó la Marcha por la Dignidad, convocada y encabezada por los zapatistas en 2001 que, en recorrido por el sur, occidente y centro del país, buscó sensibilizar sobre la relevancia del reconocimiento de la Ley COCOPA, y convocó a los pueblos indios del país para reunirse en la comunidad de Nurío (Michoacán) y celebrar con numerosa asistencia el III Congreso Nacional Indígena (CNI).

En 2006, en un nuevo esfuerzo de convocatoria de unidad nacional popular, los neozapatistas llamaron a la sociedad mexicana a realizar La Otra Campaña, en oposición a las electorales federales de ese mismo año en el país. El propósito era "construir un movimiento de bases sociales y una fuerza política de izquierda" (Le Bot 2013, 73) que incluyera también a sectores populares no indígenas. Sin embargo, los más receptivos a esta convocatoria fueron organi zaciones y pueblos miembros del CNI. Los resultados no fueron los previstos, en buena medida porque los neozapatistas han tenido que "lidiar con actores que recurren sin ambages a viejas estrategias (clientelismo, populismo, lucha de clases o lucha armada, [y al contexto] marcado por el repliegue del movimiento altermundista, en el cual el zapatismo encontraba un eco considerable y redes de solidaridad" (Le Bot 2013, 74).

Hoy no es posible ver al movimiento indígena en México como un bloque de fuerza política, como ocurrió entre la segunda mitad de la década de 1990 y principios del 2000. Pero es innegable que el movimiento indígena independiente, desde antes e, incluso, después, junto al movimiento ezelenita, impulsó acciones políticas que han repercutido en cambios en la estructura política del país.

En materia de reformas políticas electorales es de particular relevancia que con el trastrocamiento de las estructuras políticas del país causadas por el alzamiento zapatista, el empuje del movimiento de insurgencia civil (entre el que se contó el de tipo étnico) y el establecimiento de un Acuerdo Político Nacional suscrito por los partidos Acción Nacional (PAN), Revolucionario Institucional (PRI), de la Revolución Democrática (PRD) y del Trabajo (PT), se obligó al gobierno a abandonar su papel de árbitro de los procesos electorales. Con la reforma política electoral de 1996 el Secretario de Gobernación dejó de presidir al IFE, y se otorgó plena autonomía e independencia a este organismo al tiempo que se pretendió su ciudadanización y profesionalización (Pineda de la Cruz 2012, 69-70).

Ahora, en el Artículo tercero de la reforma constitucional de 2001, que pretendió reconocer los Acuerdos de San Andrés Larrainzar, se plantea una redis-tritación electoral, considerando la localización de los pueblos y comunidades a efecto de propiciar la participación política de estos. Entre 2004 y 2005 el IFE impulsó una redistritación, contemplando la variable cultural, que resultó en la creación de "28 distritos indígenas" (Burguete 2014). Sin embargo, pese a esta iniciativa, los pueblos indígenas se mantienen subrepresentados. Por ejemplo, en la LXI Legislatura, correspondiente al periodo 2009-2012, solo fueron elegidos ocho diputados indígenas cuando, si nos atenemos al porcentaje de su población, les corresponderían 75. Es más, si tan solo consideráramos la geografía electoral, el número de diputados indígenas sigue siendo deficitario pues, según la demarcación realizada por el Instituto Federal Electoral en 2005, existen en el país 28 distritos electorales indígenas.6

En el caso de Chiapas, aunque en los años posteriores a 1994 el impacto del EZ en la democracia electoral será cambiante, en la coyuntura del alzamiento la izquierda partidista resultó beneficiada al aumentar, en los comicios para gobernador en el mismo 1994, más de 30 puntos porcentuales su votación en comparación con la recibida en el sexenio anterior (Pineda de la Cruz 2012; Sonnleitner 2012).

Conclusión

Desde el año 2000, en nuestro país hemos tenido relevos partidistas en el gobierno federal (Presidencia), al igual que en los ámbitos estatal y local; y aunque amplios grupos, que pueden ser ubicados en el movimiento indígena independiente, incluido el ezelenita, se han manifestado en oposición a los procedimientos de la democracia formal, sin duda, como fuerzas políticas contenciosas en la esfera pública, han incidido en los cambios ocurridos en el campo de lo político en general.

En este sentido, es relevante observar algunas expresiones públicas, simbólicas y contenciosas que considero refieren a cambios en la constelación sociopolítica del país, herederas del proceso social y político referido en este artículo.

La investidura presidencial de Andrés Manuel López Obrador, además de realizarse según lo establecido por ley y protocolo, tuvo un momento público ceremonial con representantes de los pueblos indígenas. Lo relevante de este momento, para nuestros fines analíticos, es que el poder presidencial emanado de las urnas incorpora y se vuelve depositario de la identidad política insurgente de un movimiento sociopolítico que se había mantenido distante (por convicción o exclusión deliberada) de este poder. El sujeto político (movimiento indígena) en pugna con el Estado cierra simbólicamente el ciclo contencioso, y las acciones institucionales vienen en consecuencia.

En ese mismo tenor es relevante, por la carga simbólica de la lucha social indígena, el movimiento por lograr la candidatura independiente a la presidencia del país de una mujer indígena: Marichuy Patricio Martínez. La síntesis de esta expresión es relevante: un movimiento dentro de movimientos indígenas regiona les, electoral, apartidista, pro-democrático.

Es interesante, también, ver cómo en el contexto de una recrudecida violencia privada, que trastoca las formas institucionales y agudiza la crisis de legitimidad de la democracia procedimental (a pesar de las experiencias de alternancias políticas en el país y de la última en el gobierno federal, que otorgó a este gobierno grados históricos de legitimidad), se impulsan novedosas formas de organización sociopolítica en los espacios locales, abrevando estas de tradiciones y recursos políticos, como las referidas a lo largo de este texto.

En el anterior sentido, y situando el papel político de los movimientos indígenas en las transformaciones del Estado, resultan indicativas las novedosas formas autoorganizativas en amplias regiones indígenas de México (Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Chiapas) que, desafiando sus circunstancias políticas regionales y nacionales, y sus propias inercias, ejercen funciones de gobierno y policía en sus entornos comunitarios; los casos paradigmáticos institucionalizados son Cherán, Michoacán, y Oxchuc, Chiapas. Las experiencias hasta hoy conocidas tienen la impronta de la reclamación que unificó al movimiento indígena y al movimiento ezelenita: la autonomía. Pero también son portadoras de viejas estrategias y culturas políticas que vulneran su legitimidad (véase sobre diversas experiencias a Gasparello y Quintana 2010; Román Burgos 2014, Solís Cruz 2017).

Falta ver cómo se habrá de retraducir la relación entre el Estado, los pueblos y movimientos indígenas; aún es muy temprano para avistarlo, pero este es uno de los desafíos de transformación más importantes que tiene por delante el nuevo gobierno.

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2Seguimos acá, de forma libre, una de las tesis de Charles Tilly y Lesley J. Wood sobre los orígenes y transformaciones de los movimientos sociales: "Los movimientos sociales combinan tres tipos de reivindicaciones: programáticas, identitarias y de posición. [...] Las reivindicaciones de índole identitaria se componen de afirmaciones de que 'nosotros' —los reivindicadores— somos una fuerza unificada a la que hay que tener en cuenta" (2010, 38).

3En el artículo no se profundiza en la discusión teórica y práctica de la democracia, en su sentido amplio. Se considera como punto de partida analítico la vigencia del modelo político democrático en México, acotándolo a su dimensión procedimental o electoral. Es decir, a lo que nos referiremos aquí cuando se hable de democracia es al campo de competencia política regida por reglas y valores de la democracia electoral en México; en el anterior sentido, y como se verá en el desarrollo del trabajo, devienen relevantes las diversas reformas políticas realizadas en la historia contemporánea del país (década de 1970 a la actualidad).

4En otros trabajos hemos analizado el papel histórico del catolicismo social y del Estado nacional en la formación de conciencia étnica en México. La tesis planteada allá es que, en competencia o en colaboración, las instituciones eclesiales y civiles crearon los marcos para la acción política contemporánea con sentido étnico (véase Solís 2010, 2012).

5Iniciativa de ley sobre Derechos y Cultura Indígenas, elaborada básicamente por el conjunto plural de académicos, personalidades con reconocida legitimidad moral y políticos que integraban la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), creada en la coyuntura del alzamiento del EZ como coadyuvante en los procesos de diálogo. Esta iniciativa tuvo el reconocimiento y aprobación del EZ.

6Las entidades con distritos electorales indígenas son Campeche (1), Chiapas (4), Guerrero (1), Hidalgo (2), Estado de México (1), Oaxaca (8), Puebla (3), Quintana Roo (1), San Luis Potosí (1), Veracruz (3) y Yucatán (3).

Recibido: 12 de Marzo de 2019; Aprobado: 28 de Octubre de 2019

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