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Península

versión impresa ISSN 1870-5766

Península vol.13 no.1 Mérida ene./jun. 2018

 

Artículos

Fuerzas de guerra y orden político en Chiapas y Guatemala, 1800-1860

Forces of War and Political Order in Chiapas and Guatemala, 1800-1860

Juan Carlos Sarazúa1 

1Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, jsarazua2@gmail.com.


Resumen

El presente artículo busca comparar las experiencias militares de Chiapas y Guatemala durante la primera mitad del siglo XIX, con el objetivo de indagar en las dimensiones sociales de la militarización, y su peso en la memoria y en la historiografía. Con la herencia compartida de una mayoritaria población indígena y los proyectos de ciudadanía que la segregaban, la indagación sobre el ejercicio de la guerra constituye otro camino para entender la historia política y social de estos territorios.

Palabras clave: guerra; milicias; Chiapas; Guatemala; caudillismo

Abstract

This article compares the military experiences in Chiapas and Guatemala during the first half of the nineteenth century with the objective of investigating the social dimensions of militarization and its weight on memory and historiography. With the shared heritage of a majority indigenous population and the citizenship projects that segregated them, my inquiry into the exercise of war provides another way to understand the political and social history of these territories.

Keywords: war; militias; Chiapas; Guatemala; caudillismo

Introducción

Hacer la guerra -en un sentido amplio- no se reduce a analizar las batallas o la tecnología disponible para el combate; por el contrario, estudiar con detalle las guerras implica indagar los aspectos sociales y políticos que sustentaron las movilizaciones, los mecanismos de financiamiento y el peso sobre las poblaciones; es una ventana para entender cómo se organiza la sociedad en cuestión. Al mismo tiempo, el recuerdo de las batallas -conservado en principio por los actores involucrados, y la recuperación que hacen las generaciones posteriores a los hechos- depende del momento en el cual ese pasado vuelve a salir, de las luchas por el poder y las percepciones bajo la influencia del presente cambiante.

En este sentido, el artículo tiene dos objetivos. El primero es aportar algunos elementos sobre el proceso de militarización -es decir, la formación de las unidades militares- como una de las bases para entender los conflictos de poder en Chiapas y Guatemala durante la primera mitad del siglo XIX (1800-1860); en pocas palabras, discutir aspectos que integren la historia política, la expansión de la ciudadanía y el factor militar como un elemento de transformación a lo largo del periodo. El segundo objetivo es describir cómo se recupera este proceso, en distintos momentos, en el espacio público, en contextos de efervescencia social por el incumplimiento de las promesas ciudadanas, las contradicciones económicas y la exclusión política. En este sentido, se puede observar el sustrato profundo que las fuerzas de guerra han dejado en la memoria a lo largo de la historia. Este texto es una primera aproximación al tema, por lo tanto, tiene como meta final indicar rutas de investigación para una futura agenda.

La creciente bibliografía sobre el papel que tuvieron las guerras en la historia latinoamericana durante el siglo XIX es un síntoma de la preocupación que existe para entender, desde un plano social, la práctica militar. El artículo es parte de esa tendencia, por ello es importante aclarar los aspectos metodológicos que sirven de sustento para el análisis de la información proveniente de archivos y documentos impresos. A su vez, estos puntos de partida surgen de la discusión planteada al interior del equipo de investigadores del State Building in Latin America Project, y continuadas durante la estancia posdoctoral.2

Una parte central de las investigaciones históricas sobre los militares y la guerra ha girado en torno al impacto de los conflictos en el proceso de formación de los Estados. Partiendo de los principios que varios autores han establecido para la experiencia europea, se puede establecer el cuestionamiento central sobre las formas de reclutamiento y movilizaciones políticas como base del tipo de Estado que se construyó en América Latina para indicar la debilidad institucional, pues nunca tuvieron lugar, según esos autores, los niveles de militarización que sí se dieron en Europa (cf. Centeno, 2002).

Sin embargo, aquí se seguirá otro rumbo. Sin negar la relación que existe entre guerras y Estados, el primer aspecto metodológico es “olvidar al Estado”. Esto quiere decir, olvidar los proyectos o resultados finales para enfocarse en casos concretos. Es una forma de evitar la reducción de todo el proceso al modelo actual de Estado. Al mismo tiempo, desmonta las preguntas centrales sobre el Estado contemporáneo (debilidad, poca institucionalidad, corrupción, etc.) que han conducido a otras ciencias sociales a simplificar una historia mucho más profunda y diversa. En pocas palabras, olvidar al Estado significa recuperar la perspectiva de los actores y ver la guerra como espacio social, y no solo como un asunto de Estado.3 Esto obliga a pensar las movilizaciones desde los contextos locales y regionales, de intereses personales e inclinaciones políticas articuladas a partir de las luchas de poder más cotidianas, hecho que ha sido una preocupación central para la historiografía de los últimos años sobre revueltas en América Latina (cf. Van Young 2006; Ortiz Escamilla 2014).

En este sentido, el segundo punto metodológico central que se destaca en la producción académica de los últimos años, y que es retomada aquí, es la concepción dinámica del caudillismo en el mundo político de la América Hispana del siglo XIX. Ya no es visto como una aberración de las prácticas políticas liberales en el mundo hispano, sino que ha sido recuperado “desde abajo”, haciendo visibles las agendas ocultas -y heterogéneas- de los rebeldes, montoneros y seguidores, y su relación con la cultura política hispana del pronunciamiento y la “soberanía de los pueblos”. Es decir: la perspectiva que reduce la capacidad de los caudillos para atraer el apoyo del “pueblo” al puro clientelismo niega la calidad de actores de los sectores populares que formaron el grueso de los grupos rebeldes y unidades militares. Esto obliga a observar en forma mucho más cuidadosa y compleja la historia militar y política del periodo porque redirige la atención sobre las condiciones de distintos sectores para seguir una causa o a un jefe militar (cf. Fradkin 2005 y 2014).

Por cuestiones de tiempo y espacio, este artículo no hace una revisión exhaustiva de las batallas y reclutamientos. Por el contrario, hará mención de casos concretos que permitan vislumbrar las dimensiones del impacto de la militarización en la vida de las poblaciones en Guatemala y Chiapas, con la intención de plantear problemas para futuras investigaciones.

República y ejércitos

Es un hecho reconocido en América Latina que la transición entre Colonia y República fue un periodo de cambios en las concepciones y prácticas políticas, resultado de las influencias Ilustradas (y sus variantes), por la experiencia gaditana (1808-1814) y las guerras de independencia (1810-1821). Desde la perspectiva de las fuerzas armadas, es indudable que este cambio no fue solo de expansión del servicio militar, un hecho indudable, sino también un momento de transformación de la política en todo sentido4 (Kuethe 2005). A diferencia del resto de la América Española, el Reino de Guatemala no atravesó una guerra civil durante el proceso de fragmentación de la Monarquía. Usualmente, este rasgo ha sido visto como una distinción fundamental para explicar la trayectoria menos “militarizada” que el resto de Estados en formación en el continente. Sin embargo, como lo indican varios autores, a inicios del siglo XIX el proceso de transformación de las milicias y las unidades regulares (batallones fijos) fue una realidad palpable. A esto se agrega la llamada “americanización”, en la que los oficiales veteranos provenientes de la Península fueron sustituidos poco a poco por oficiales nativos de América y del Reino. Los estudios sobre las milicias en el siglo XVIII han mostrado que estas unidades fueron parte integral de las llamadas Reformas Borbónicas, cuyo objetivo fue establecer mayor control sobre las costas caribeñas ante las amenazas británicas, pero también hacia los territorios internos del Reino, para evitar rebeliones y manifestaciones violentas de las poblaciones. Para fines de este artículo, la experiencia de Los Altos de Guatemala es ejemplo de las consecuencias y adaptaciones de la reforma militar.

Previo a la caída de La Habana en manos británicas, y al inicio de la Reforma en la década de 1760, las milicias tradicionales estaban formadas por aquellos vecinos aptos para el servicio, pero que casi nunca tenían formación militar, y no gozaban de fuero a menos que estuvieran en campaña. Eran la expresión de la adaptación de la idea de milicia al mundo americano, pero sin la suficiente formalización. En cambio, con la implementación de las nuevas ordenanzas militares de 1767 y la llegada de más población no indígena (española y de las castas) a Los Altos, los cuerpos de milicias adquirieron otra connotación. Poco a poco se convirtieron en el espacio de integración de españoles (criollos y peninsulares) y los llamados ladinos (mestizos y mulatos), en unidades militares comunes, dotando a estas unidades de un sentido étnico y político que las distinguieron como actores regionales para la represión de las protestas de varios pueblos en esa región.

Al interior de los cuerpos milicianos los conflictos por la cooptación de los principales puestos fue una constante. En el caso de Quetzaltenango, entre 1771 y 1795, las tensiones ocurrieron entre los recién llegados y los residentes, por los principales puestos en el cuerpo de oficiales, proceso que muestra que el alcance de la reforma militar fue profundo, y evidencia el papel que desempeñaron las nuevas unidades milicianas, pues fueron la base para la declaratoria del Ayuntamiento de Españoles en 1806. En este sentido, los cuerpos milicianos sirvieron como mecanismo para la incorporación política de la población ladina en Los Altos de Guatemala, hecho que dejó una impronta clave para entender la identificación de miliciano con ladinos en esta región, experiencia compartida en Los Altos de Chiapas (González Alzate 2006 y 2015; Pollack 2008).

A raíz de las tensiones ocurridas entre 1808 y 1814, se reforzaron las unidades militares en Los Altos de Guatemala para defender las medidas tomadas por los capitanes generales Antonio González Saravia y José de Bustamante y Guerra, frente a las cada vez más frecuentes muestras de descontento. De nuevo, el caso de las milicias de Quetzaltenango es ejemplar. Desde 1810, con el estallido social liderado por los curas Hidalgo y Morelos en el sur de México, el miedo al “contagio” de la insurrección cundió entre las élites del Reino de Guatemala. Este miedo se materializó con la muerte del antiguo Capitán General Antonio González Saravia a manos de los insurrectos novohispanos, en diciembre de 1812, y los intentos insurreccionales en San Salvador, Granada y León a finales de 1811 e inicios de 1812. Por esta razón, las milicias quetzaltecas fueron movilizadas y reforzadas, y para inicios de 1813, con apoyo de tropas de Ciudad Real y Tonalá, penetraron el territorio de Oaxaca, tomando posesión de Tehuantepec. Sin embargo, estas conquistas se derrumbaron cuando los insurrectos, al mando del General Matamoros, los derrotaron y persiguieron hasta Tonalá. Ahora bien, más allá de estos resultados, esta coyuntura muestra el nuevo papel de las milicias de Quetzaltenango, pues eran una de las más organizadas y contaban con el apoyo de los comerciantes locales para reprimir las manifestaciones de descontento regional y con alcance hasta las fronteras del Reino de Guatemala.

Otro síntoma de los cambios en las fuerzas armadas fue la incorporación de las llamadas “Tropas Auxiliares del Rey”, es decir, las tropas negras provenientes de Haití, que habían combatido a los revolucionarios independentistas de esa isla para luego ser incorporados como miembros de las milicias en las costas (González Alzate 2015, 204-207; Gómez 2003; Gutiérrez y Godoy 2005; Hawkins 2008; Delgado 2010; Arguedas 2006; Victoria Ojeda 2011, 203-247).

La coyuntura iniciada en 1820, con el retorno de la Constitución y el proceso de independencia en la Nueva España con la Declaración de Iguala, abrió otra etapa en la conformación de las fuerzas militares. El proceso de anexión al Imperio Mexicano conllevó las campañas militares dirigidas desde la Ciudad de Guatemala con sus tropas y el apoyo de la División Auxiliar mexicana contra San Salvador, por su negativa a reconocer a Iturbide. Estos hechos tuvieron lugar en 1822 y 1823, con participación de fuerzas mexicanas, de la Ciudad de Guatemala y de otros pueblos de las jurisdicciones de Sonsonate y San Miguel (Vásquez Olivera 2009).

A partir de la emisión de la Constitución Federal y la elección del presidente (1824-1825), la Federación de Centro América consideró la posibilidad de formar un ejército federal centroamericano, pero siempre fue una tarea pendiente. Ante la negativa de los recién formados Estados (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica) de apoyar al Gobierno Federal en la formación de un ejército de 2 000 soldados, a inicios de 1830, el Ejército de Centroamérica no contó con las dimensiones que sí tenían los estatales. Esto no niega que Francisco Morazán, como presidente federal, pudiera contar con fuerzas leales. Esta contradicción marcó las pugnas políticas durante la década de 1830 hasta el fin de la Federación en 1838 (Pinto Soria 1989; Wortman 1982).

Por su parte, a finales de 1825, el Estado de Guatemala ordenó el alistamiento de los habitantes para los cuerpos milicianos. Desafortunadamente, no se tienen listados de los cuerpos organizados para ese momento, aunque se sabe que Guatemala aportó soldados para la campaña de pacificación en Nicaragua ese mismo año. Se cuenta, sí, con los listados de batallones autorizados en 1824 y 1829. Si bien es cierto que nunca se completaron totalmente por limitaciones financieras, por la dificultad de llenar los cupos establecidos y por los conflictos que tuvieron lugar, son un ejemplo de la visión estratégica hacia el territorio reconocido por el Estado.

En noviembre de 1824 se autorizaron ocho batallones de infantería -unos 3 600 soldados y oficiales de milicia- para ser organizados el siguiente año. A estos debía agregarse la fuerza veterana. En el Cuadro 1 se puede observar la distribución geográfica. De esta manera, un 27% había sido asignado a los departamentos de los Altos (Quetzaltenango y Totonicapán), 22% a la región central (Guatemala, Chimaltenango y Sacatepéquez), y un poco más de 27% a Chiquimula y Verapaz. En este primer acuerdo se había incluido Soconusco, a pesar de su situación neutral debido a que no se había definido su incorporación al proyecto mexicano o centroamericano. Se puede ver, entonces, que se había pensado en una participación importante de soldados de la región altense para apoyar al proyecto político estatal asentado en la Ciudad de Guatemala. Un problema serio por la conocida tendencia separatista de los altenses, pero un paso necesario por la función estratégica de esa región frente al proyecto mexicano y los mexicanistas chiapanecos. A primera vista pareciera que el batallón designado para Guatemala era menor a comparación de los demás. Sin embargo, en esa ciudad estaba asentada la fuerza veterana bajo las órdenes del Gobierno Federal, que no aparece aquí. Y en Antigua Guatemala, cabecera de Sacatepéquez, se ubicaban las autoridades del Estado. Por último, la planificación de un batallón para Chiquimula respondía al interés de mantener una fuerza disponible para atender las emergencias en la costa caribeña y a lo largo de la principal vía comercial hacia el exterior, es decir, el río Motagua y el puerto de Izabal.

Fuente: AGCA, C1, leg. 24, exp. 575; Decreto de 24 de noviembre de 1824, FO 254/3 fol. 17; Decreto de 16 de junio de 1829. BNG-CV, hojas sueltas 1829, núm. 1952.

Cuadro 1. Distribución decretada de las fuerzas militares en el Estado de Guatemala, 1824-1829 

Por su parte, en las columnas que corresponden a 1829 se ven los cambios ocurridos en las unidades militares como consecuencia de la recién finalizada Primera Guerra Federal (1826-1829). La idea de reforzar el batallón de Antigua Guatemala era consecuencia lógica del apoyo que brindó esa ciudad para la derrota de las autoridades federales en abril de 1829. A la vez, se buscaba mantener bajo control la zona oriental. En cambio, se pretendía mejorar la disponibilidad de tropas de los Altos, ya que se confiaba que el apoyo a la causa liberal, brindado por algunas poblaciones, como la villa de San Marcos,5 se mantuviera en los años posteriores. Así, un 28% de los oficiales y soldados se asignarían a la región central, un 43% a los Altos, casi un 15% a Chiquimula, y el resto estaría repartido en pequeñas compañías en la costa sur de los Altos, así como en la Verapaz y el lejano Petén. Aunque en una relación siempre tensa entre las regiones Central y de los Altos, estos proyectos de formación de cuerpos militares son un ejemplo de la dependencia de las autoridades de Guatemala de los recursos altenses, en este caso, de reclutas para formar el ejército.

Para la década siguiente se dispone de datos más concretos sobre la fuerza efectiva disponible. Como un ejemplo del intento de reforma institucional que tuvo lugar en la década de 1830, se reorganizó la fuerza militar en divisiones. En el Cuadro 2 se puede ver su distribución. El peso militar de Quetzaltenango se debía al papel que las fuerzas de ese departamento habían desempeñado en 1832 frente a los intentos de invasión por parte de los exiliados de 1829, desde la frontera con Soconusco y Chiapas. Además, esta división formaría luego el ejército del Estado de los Altos (1838-1840) (Taracena 2000, 135-138). Por su parte, la región central contaba con la mayor fuerza gracias a la 1a y 2a Divisiones. Esta distribución militar entró en crisis con las rebeliones posteriores a junio de 1837, ya que las fuerzas ubicadas en la Ciudad de Guatemala y sus alrededores no serían suficientes para atender los ataques desde la región oriental y central dirigidos por Rafael Carrera (1809-1865).

Fuente: Memoria que el Secretario general del Despacho presenta a la novena legislatura del Estado, leída el 12 de febrero de 1836. Guatemala: Imprenta de la Nueva Academia de Ciencias, 1836.

Cuadro 2 Estado general que demuestra la fuerza organizada en las cuatro divisiones del Ejército de Guatemala, 1836 

Con la aparición del caudillo Rafael Carrera, y la separación del Estado de Guatemala de la Federación en 1840, se modifica la dinámica de alistamientos. Buena parte de las tropas fieles provenían del Oriente o la zona cercana a la Ciudad de Guatemala. En cambio, en los Altos, el crecimiento de las milicias ladinas fue bloqueado parcialmente porque eran la base social del separatismo de esa región. Durante la década de 1840, el proyecto centralista desde la Ciudad de Guatemala enfrentó varias rebeliones, tanto del Oriente como de los Altos. Buena parte de los integrantes de los batallones de la región central -con excepción de aquellos de Guatemala- provenían de los cuerpos formados por antiguos rebeldes a quienes se les asignaron tierras como pago previo, pero cuyos vínculos estaban más hacia el Oriente, ya sea por parentesco o comercio (Ingersoll 1972; Pinto Soria 1989, Jefferson 2000; Woodward 2002). Es de notar que, para mediados del siglo XIX, el mayor peso del servicio miliciano lo tenían la región central y oriental, hecho que refleja cómo el servicio de armas se había reservado para la población de esas zonas como resultado tanto de las guerras de la primera mitad del siglo XIX, como de la política diferenciada hacia el indígena que permitió la centralización bajo la vigilancia de Rafael Carrera después de 1840 (Taracena et al. 2002; Sullivan González 1998).

Por otra parte, en la época de José Bustamante y Guerra (1811-1817), en Chiapas hubo intentos de formar nuevas unidades militares dedicadas a la defensa de Fernando VII, como parte de las muestras de lealtad que se hicieron a lo largo de todo el Reino. Y en este contexto, la existencia de unidades de milicias con presencia importante de población ladina es un antecedente a tomar en cuenta (Claro Delgado 2010). En el momento de la coyuntura del Imperio y la anexión (1821-1823) inició una tendencia de larga duración con el arribo de las tropas de Vicente Filísola y la División Auxiliar: la presencia de tropas provenientes de otras zonas de México en suelo chiapaneco (Vázquez Olivera 2012). Esta coyuntura marcaría en la larga duración las relaciones entre Centroamérica y México por la disputa por Chiapas. El resultado final, la anexión definitiva de Chiapas a México, dejó la herencia de la desconfianza entre ambos Estados. En primer lugar, el periodo del Imperio de Iturbide fue de reacomodos políticos en Chiapas, debido a la recuperación del reconocimiento político de los nuevos Ayuntamientos (como en los casos de Tuxtla y Comitán), rompiendo así el monopolio de representación que tenía Ciudad Real sobre toda la provincia. Segundo, el marcado interés, por parte de las autoridades -ya sea del Imperio o posteriores-, de garantizar la anexión definitiva de Chiapas sin poner en riesgo la unidad de México frente a los intentos federalistas de otras provincias mexicanas. La razón de esto último era que uno de los grandes proyectos geoestratégicos era proteger el posible paso interoceánico por Tehuantepec. Chiapas era así una condición sine qua non de la existencia de México. Tercero, el consenso de todo el abanico político mexicano para asegurar Chiapas, fue paralelo a una campaña pública en los periódicos y folletería para mostrar a Centroamérica como una unidad endeble, sin capacidad de asegurar el orden y prosperidad de los territorios en disputa (Soconusco y el resto de Chiapas). Cuarto, el Gobierno de las Provincias Unidas de Centroamérica no mantuvo una política tan agresiva, pero sí maniobró para que el asunto de Chiapas y, sobre todo, Soconusco, se pospusiera para aguardar el mejor momento. Se siguió esta estrategia porque los intentos diplomáticos para conseguir el arbitraje de alguna de las potencias, Inglaterra y Estados Unidos, fueron un fracaso. Quinto, las disputas territoriales mostraron, al mismo tiempo, las divisiones que existían entre ayuntamientos y autoridades estatales, pues no eran todavía proyectos políticos consolidados, como lo ejemplifican Tapachula y Soconusco, zonas más bien involucradas con los pueblos de Los Altos en Guatemala; de ahí el interés de sus élites por permanecer como parte de Centroamérica. De esta manera, el gobierno mexicano peleó para evitar que Chiapas se fragmentara, pues un Soconusco centroamericano permitiría el acceso casi directo entre Guatemala y Tehuantepec (Vásquez Olivera 2009, 265-277).

En cuanto a las posibilidades de formar milicias en esa provincia, el militar Manuel Mier y Terán en un informe reservado para Iturbide, decía en noviembre de 1821 sobre los habitantes de Chiapas, pero sobre todo de Ciudad Real:

No tienen tanto apego a su suelo y se hallan con disposiciones marciales muy conocidas. Si algún día Guatemala por su disidencia y convulsiones políticas pensase en invadir esta provincia, encontraría a sus habitantes dispuestos a rechazarla por efecto de una animosidad, que tal vez se hará preciso contener para que estos no sean los agresores (Vásquez Olivera 2009, 94).

Más allá de que el autor quisiera ganarse el favor de Iturbide o de que forzara un poco la realidad para mantener la presión del Imperio sobre la Provincia, este texto hace referencia a la lectura de las pugnas políticas de varios sectores sociales, que estarían dispuestos a tomar las armas a partir de la experiencia ya acumulada como milicianos y oficiales, y de la nueva coyuntura política.

La presencia de unidades militares dejadas por Filísola cuando se retiró de Chiapas en 1824 era un recordatorio de la tendencia a mantener la presencia de tropas no chiapanecas. Conforme la organización interna del Estado después de 1825 avanzó, se tomaron medidas para renovar los ingresos fiscales, los puestos, las elecciones, la agricultura y las unidades militares. En el reglamento estatal de 1827 sobre milicias se estableció la obligatoriedad para “todos los chiapenses” de ser parte de la milicia cívica cuya base sería de un batallón y dos compañías de infantería, repartidas en puntos estratégicos. A estas se agregaría una compañía de artillería volante. El reglamento estableció que todos los hombres mayores de dieciocho años debían formar parte del servicio miliciano, con excepciones de profesionales de diverso tipo, alumnos de la universidad y colegio mayor, maestros y preceptores, sacristanes, músicos, etcétera. Otras excepciones eran propias del “honor” como los hijos de mujer sola o padres ancianos. Sin embargo, la excepción más significativa era la de “mozos sirvientes que hayan celebrado contratos conforme a la ley de servicios”. Es decir, los indígenas que habían firmado acuerdos con hacendados para cubrir las obligaciones de trabajo establecidas en los primeros reglamentos agrarios. La condición étnica de los “mozos sirvientes” parece confirmarse porque el reglamento no libra del servicio miliciano a todos los habitantes de las rancherías y haciendas: “los vecinos de haciendas, ranchos y pueblos anexos están sujetos a sus respectivas municipalidades, y concurrirán al alistamiento en los días que esta les señale”.6

Los impactos de esta reglamentación se pueden observar en la organización ordenada el 23 de julio de 1828 que, al igual que el reglamento estatal de milicias, siguió los patrones de la Ley Federal de Milicias del 29 de diciembre de 1827, tal como se expresa en el Cuadro 3. La organización permite ver varios aspectos importantes sobre los equilibrios políticos locales. En primer lugar, un hecho que ya mencionó Mario Vásquez era que si bien Ciudad Real era la capital del Estado y disponía de tropas importantes, la fortaleza militar de las regiones de Comitán y Tuxtla era mucho mayor en este aspecto (Vásquez 2014, 115). Segundo, la distribución de las tropas resultó un indicativo sobre la futura politización de Tuxtla y Comitán, pues en la década de 1830 la primera fue la base del caudillismo de Joaquín Miguel Gutiérrez. Tercero, la relación de oficiales y tropas muestra que mientras en Ciudad Real era de un oficial por cada nueve soldados, en el resto de poblaciones había un oficial por cada 23 (Tuxtla) o 266 (Llanos-Comitán). Esto sugiere que el tipo de mando que se ejerció en Ciudad Real estaba marcado por la presencia de la élite coleta en el cuerpo de oficiales (Torres Freyermuth, 2014). A esto se suma que en Ciudad Real residía el área administrativa militar.

Fuente: Manuel Trens, Historia de Chiapas, t. I, 341-342.

Cuadro 3 Distribución de soldados y oficiales en Chiapas, 1828. 

Por otro lado, como el mismo Manuel Trens lo advierte, es indudable el peso que esta militarización de Chiapas significó para sus pobladores, porque se alimentó de las pugnas internas, pero también de la dinámica política desatada en los Estados vecinos, y de la trayectoria de centralización desde la Ciudad de México:

pero quien medite serenamente que en esos tiempos y en lugares tan lejanos como Chiapas, el elemento armado era el que se imponía siempre por la fuerza de las armas, y que prevalido de ella se entrometía en los asuntos interiores del Estado, a grado tal que subordinaba a sus caprichos e intereses la llamada y siempre […] soberanía de los Estados (Trens 1957, 348).

Trens achaca al militarismo la dificultad que tuvieron los Estados para construir un orden interno, militarismo que se alimentaba tanto de las coyunturas internas y externas de Chiapas. Pero visto desde la perspectiva que se viene trabajando aquí, es indudable que hace referencia a una de las primeras etapas en la que ya era visible el papel del servicio militar en la difusión de las consignas políticas. Al mismo tiempo, este militarismo indica el papel que los sectores populares tuvieron gracias a su incorporación a las unidades milicianas. Esta fue la base para la formación del caudillismo en la década siguiente. Y aún falta por investigar, pero pareciera indudable el peso del militarismo para la redefinición de las identidades étnicas. En este sentido, el planteamiento central que debe de ocupar la investigación a futuro es indagar la posición que adoptan muchos oficiales y milicianos en cuanto a la división entre ladinos e indios, para confirmar que la ciudadanía se expandió a través de la recreación de esta división étnica. Trens sugiere esto cuando habla del papel central de las milicias para el liderazgo alcanzado por Gutiérrez en el inicio de la lucha contra Santa Anna:

Gutiérrez y los federalistas chiapanecos sabían que su fuerza radicaba en la milicia cívica del Estado, y precisamente contra ella dirigía sus dardos el gobierno federal con el fin de disolverla y dejar a las entidades federativas a merced de las fuerzas pretorianas incondicionales a Santa Anna (Trens 1957, 381).

De esta manera, el balance a mediados de la década de 1830 era visible: las luchas políticas habían desatado las pugnas por el reconocimiento de la ciudadanía a los habitantes de sus villas y pueblos, y ese reconocimiento pasaba indudablemente por las milicias cívicas (de base territorial). Esto se sugiere por el papel central de los combates entre federalistas y centralistas para la incorporación de tropas, que estos testimonios muestran.

Las tensiones sobre la supresión de las milicias estatales coincidieron, al igual que en el resto de la República, con la formación de las llamadas Guardias Nacionales, para servir de apoyo a las autoridades durante el descalabro provocado por la Guerra contra Estados Unidos (1846-1848). Este nuevo cuerpo militar permitió la consolidación del servicio de las armas como uno de los pilares de la identidad ladina y ciudadana en Chiapas.7 Un ejemplo del papel del servicio de las armas se observa en la Descripción geográfica del Departamento de Chiapas y Soconusco, escrita por Emeterio Pineda, publicada por entregas en 1845, y reeditada como obra en 1852. En el momento en que Pineda habla de los “chiapaneses”, dice con claridad sobre los ladinos:

en el fondo son vivos, ágiles, astutos, valientes y animosos en la guerra, prudentes y sufridos hasta el extremo en tiempo de paz. Muy inclinados al comercio más que a la agricultura y a la industria. En general se presentan con aseo y compostura; y bajo este concepto, es muy notable la población de San Cristóbal (Pineda 1999, 24).

La politización que tuvo lugar en la década de 1850, tanto por el fin de la era de Santa Anna como por la emisión de la Constitución (1854-1857), tuvo un impacto enorme a la hora de movilizar el servicio de las armas en Chiapas, debido a las tensiones internas y de los Estados vecinos. El gobernador Matías Castellanos expresaba la tradición de servicio militar y su vinculación con la política en los territorios chiapanecos:

Cuento con la sensatez de vosotros para tan importante objeto: cuento con los hijos del departamento de Chiapa, los primeros que enarbolaron la bandera de Ayutla; cuento con los hijos de este Departamento de Tuxtla, que son hoy los ricos frutos de los trabajos que fecundó con su sangre el Ilustre Ciudadano Joaquín Miguel Gutiérrez; cuento con los hijos de departamento de Pichucalco en cuyas tierras cubrió de luto, regó con lágrimas y cubrió de cadáveres la arbitrariedad y el despotismo; cuento con las del Soconusco que por tanto tiempo arrastraron el carro del fiero Chacón, aborto de la anarquía. Cuento con los valientes hijos de Chilón que enrojecieron con su sangre las calles de San Cristóbal para salvarlo de la dominación de la tiranía. Cuento con los hijos del Departamento de Comitán que solos […] levantaron la voz contra los opresores; y en fin, cuento con los hijos legítimos del Departamento de San Cristóbal que consumaron la obra del de Chiapa, haciendo caer a la dictadura. Sí, conciudadanos, cuento con vosotros para dar paz y garantías, para conservar el orden y hacer triunfar la Constitución de 1857 y vosotros debéis contar con que, caerá sin remisión el peso de la ley sobre los que pretendan detenernos en esta marcha cívica y de bienestar para todos.8

El caso de Socoltenango ilustra varios aspectos importantes sobre la militarización a nivel local a lo largo del siglo XIX. Primero, fue uno de los pueblos de indios que formó una unidad de “Voluntarios Honorarios”, en 1812, para defender al Rey Fernando VII. En ese momento, con el aporte de San Bartolomé, Socoltenango y Soyatitán, se habían enlistado 110 soldados, a los que se sumaban 92 de Teopisca. Los integrantes de estas unidades tenían que hablar castellano como requisito para ser aceptados. A primera vista, la formación de estas unidades pareciera demostrar que el ejercicio de las armas a través de las milicias ya no era un privilegio para no indígenas. Sin embargo, la coyuntura en que tuvo lugar estuvo marcada por la crisis monárquica y el cuestionamiento de las bases del dominio colonial. En este sentido, el miedo a los “motines” indígenas y el impacto de los cambios al cobro de los tributos, llevó al capitán general Bustamante a buscar la fidelidad indígena en todo el Reino. Así, la formación de los “Voluntarios Honorarios” en los pueblos era parte de esta estrategia, pues les permitía el acceso a un privilegio (portar armas) que tenían vedado. Y para la población indígena, era una forma de buscar el equilibrio -en la relación de fuerza- con los otros actores locales (hacendados, funcionarios y curas). De cierta manera, confirma que, a inicios del siglo XIX, la portación de armas a través del servicio militar seguía siendo un privilegio para unos pocos (Ruz y Taracena 2010, 386-387; Laughlin 2001, 172-177).

Así, Socoltenango es un ejemplo del impacto de la formación de las Guardias Nacionales en Chiapas. En 1862 se hizo la elección de oficiales de la Guardia Nacional Sedentaria. Para ese momento, la unidad contaba con 54 soldados. De ellos, 43 eran labradores y había además un sastre, un platero, dos carpinteros, tres coheteros y cuatro tejedores. Esto significaba que 216 personas se veían afectadas porque el padre de familia o el hermano mayor eran movilizados para la Guardia Nacional, sin contar con la población femenina que tenía que acompañarlos para la preparación de comida o por la imposibilidad de quedarse en sus hogares.9 Aunque hacen falta más datos para ver la trayectoria del servicio militar en Socoltenango, las referencias presentadas sugieren con claridad el papel central que adquirió el servicio militar para la articulación de las luchas de poder, de la ciudadanía (eje central de todo el periodo republicano) y la necesidad de seguir indagando desde esta perspectiva.

Guatemala y Rafael Carrera

A lo largo de la década de 1850, Guatemala estuvo involucrada en distintos conflictos con sus vecinos. Además de la campaña de 1851 contra Honduras y El Salvador, que finalizó con la Batalla de la Arada en febrero de ese año, hubo conflictos en 1855 con Honduras, y la Campaña Nacional 1857, en Nicaragua contra William Walker y sus filibusteros. Como una consecuencia de la ubicación de la zona de batalla, estos conflictos fueron sostenidos por la participación de las poblaciones ubicadas entre la Ciudad de Guatemala y la frontera con estos Estados, es decir, hacia el Río Paz. Las guías de forasteros de esa década nos permiten ver el grado de integración militar de las poblaciones de esta región, así como las existentes en los Altos después de su integración a Guatemala (Cuadro 4). Como se puede ver, el crecimiento de las unidades militares en una década de guerra es palpable. La Ciudad de Guatemala y su zona de influencia aportó el 47% de los hombres en armas en 1863. El Oriente, por su lado, rondaba el 25%, y los Altos alcanzaban el 20% (Taracena 1863).10

Fuente: Taracena, 1863; Guía de forasteros, 1863.

Cuadro 4 Distribución de tropas en Guatemala, 1853-1863 

Durante la década de 1850, el privilegio del fuero militar -extendido a estas tropas- también había llevado a problemas serios en estas zonas. Las autoridades locales no tenían jurisdicción sobre los milicianos y soldados de la fuerza permanente. En febrero de 1859, el mismo corregidor de Santa Rosa se quejaba, por ejemplo, de los problemas que existían en Mataquescuintla, cuyos habitantes “casi todos [eran] militares”. Por su parte, los habitantes de la villa de Santa Rosa habían recibido del Gobierno una hacienda llamada El Valle, para los ejidos, en septiembre de 1861, “deseando el Presidente favorecer y mejorar el referido Pueblo, que tantos servicios ha prestado a la República”. Son ejemplos cualitativos del impacto del servicio militar en esta región (Sarazúa 2015).

Chiapas en la década de 1860

El gobierno del Estado, no descansó en sus rudos trabajos y alcanzó a reunir después del 21 de junio un número considerable de tropas, de todos los puntos del Estado, que estaban ansiando la hora del combate. El patriotismo brilló rutilante y límpido en el horizonte del país. El grito atronador del entusiasmo se escuchó por todas partes y repercutió desde el Huitepec hasta la Gineta, corriendo todos los chiapanecos a salvar la vida y el hogar de sus hermanos. Una sola voz no se escuchó que reprobara la marcha de los sucesos y los actos de justicia que habían verificádose [sic]. Los ciudadanos que por diversos impedimentos, no les era dable concurrir personalmente al combate, remitían sumas de dinero consagrado a la defensa de la raza (Paniagua 2003, 97).

En el párrafo anterior, escrito por Flavio A. Paniagua en 1889 (como parte de su relato novelado de la llamada “Guerra de Castas” de 1869 a manera de respuesta a los folletos que se publicaban por aquel entonces sobre esos hechos), describe con cierta laxitud la movilización de la ciudad de San Cristóbal de las Casas para combatir a las poblaciones indígenas de San Juan Chamula y otras zonas atacadas por las tropas oficiales.11 Más allá de la licencia literaria que tiene el autor, sus palabras transmiten un hecho innegable presente en varias poblaciones no indígenas en Chiapas: la experiencia militar acumulada.12 Después de una larga historia de movilizaciones militares de habitantes de Chiapas para combatir fuera del estado como parte de los contingente militares que pedía la República, y la ya mencionada presencia de tropas provenientes de otras zonas del país, difundieron la experiencia militar. Para finales de la década de 1860, este hecho reforzó la identidad ladina, pues el papel de los militares coincidió con la expansión de la ciudadanía y del reparto agrario (incluyendo las formas de reparto de la fuerza de trabajo). En este sentido, la experiencia militar ya mencionada vino a robustecer esos rasgos sociales. Paniagua lo dice claramente cuando habla de que los “chiapanecos” corrieron a salvar la vida “de sus hermanos”. De esta manera, adscribe con claridad la condición de ciudadano y, con ello, la de compartir una tierra en común con otros iguales, frente a lo que para ellos era la gran amenaza india, una “Guerra de Castas” semejante a la de Yucatán. La homologación entre chiapanecos y ciudadanos hecha por Paniagua conduce a la exclusión de la población indígena de la ciudadanía, pues equipara a “chiapanecos” con “ciudadanos”, en tanto un colectivo que se defiende de la violencia indígena. Además, habla perfectamente de “un número considerable de tropas” que llegó desde todos los rincones del estado. En este sentido, se vuelve un elemento fundamental de la memoria ciudadana de Chiapas, ciudadanía que excluyó a la población indígena como lo hicieran sus vecinos en Guatemala y Yucatán. Los periódicos de la época muestran también la movilización de la población ladina para integrar las unidades de milicias del Chiapas, pues algunos eran provenientes de San Cristóbal de las Casas, Chiapa de Corzo, Tuxtla-Gutiérrez, Tonalá y Pichucalco, tal como establece un columnista en el Espíritu del Siglo, del 26 de junio de 1869:

El grueso de las fuerzas que han marchado al teatro de la guerra, asciende hoy a seiscientos hombres de infantería, y un piquete de artillería con cinco piezas. Ha formadose [sic] aquel contingente de sangre de varios puntos. Además, exceden de mil hombres los voluntarios de San Cristóbal, que ya con rifles, revólveres, espadas, etc., rodean al Gobierno en estas críticas circunstancias (Montesinos y Manguen 1979, 22).

Otras fuentes confirman este hecho, pues se afirmó que para octubre de 1869 se había reunido una tropa con 400 integrantes provenientes de la Guardia Nacional de varios poblados.13 El Gobierno Federal colaboró con más de trescientos fusiles para armarla. Con esto, se dedicaron a incursionar por los pueblos que participaron en el movimiento.14

Memoria del militarismo hoy

En Guatemala, la memoria sobre Rafael Carrera después de 1871 fue vista desde dos perspectivas: por un lado, algunos -como Lorenzo Montúfar y su Reseña histórica de la América Central” (1877-1888)- atacaron severamente a Carrera como “servil” y “cachureco”. La Reseña… habría de marcar la historiografía liberal (1880-1960) pues fue la base de la reconstrucción del discurso liberal de nación que, modificado en parte, sigue rigiendo en el país. En la historia escrita fuera de las esferas militares se realizó un ataque a la visión hegemónica liberal sustentada en Lorenzo Montúfar. En 1935, Manuel Cobos Batres, publicó una biografía de Rafael Carrera en tres entregas. Más que una biografía en sí misma, era un alegato a favor del gobierno de Carrera, que contó con el apoyo de la población “ilustre” de la época (Cobos Batres 1935).

En 1965, el centenario de la muerte de Rafael Carrera llevó a la palestra historiográfica un escrito que se alimentó de las posturas contra Montúfar para reivindicar a Carrera y su periodo. Se trata de Francisco Morazán y Rafael Carrera, escrito por el periodista y político Clemente Marroquín Rojas, publicado ese año, pero cuyo tiraje más difundido fue el de 1971. En su libro, Marroquín Rojas recuperó la versión conservadora de la historia del periodo de Rafael Carrera (1839-1865). Como oriental y polemista, Marroquín tuvo como objetivo desmontar la versión de Lorenzo Montúfar sobre los dos personajes. Apoyado en las fuentes y hechos relatados en la Reseña Histórica, discutió las opiniones favorables a Morazán, para retomar una visión guatemalteca. Ocurrió así una recuperación del patriotismo guatemalteco centralista, que se veía amenazado en la década de 1960, por el surgimiento de los movimientos insurgentes en Oriente, la misma región del autor. Por esta razón, su opinión favorable hacia Carrera es más que reveladora: según Marroquín, el caudillo pudo rescatar a Guatemala de la anarquía y la fragmentación, con la derrota de los intentos separatistas del Estado de Los Altos, un proyecto defendido, según el autor, por Morazán con el fin de disminuir el poder de Guatemala:

A Carrera debemos nosotros esta pequeña patria que nos enorgullece y por ese solo hecho, Carrera merece no sólo estatuas, sino el respeto de los historiadores que, envenenados por el liberalismo, se dedican a injuriarlo, a menospreciarlo, a reducirlo a nada. ¿Qué nos dejó Morazán? Nada, absolutamente nada; en cambio su adversario nos dejó a Guatemala extendida hasta México y eso vale más que todas las falsas victorias de Morazán y del liberalismo (Marroquín Rojas 2011, 329-330).15

Y la continuidad de esta visión sobre Carrera proviene del actual alcalde de la Ciudad de Guatemala, Álvaro Arzú, descendiente de una de las familias cercanas políticamente de Carrera en su tiempo, y familiar del ya mencionado Cobos Batres. En 2011 inauguró el paso a desnivel “Rafael Carrera”, con el argumento de que intentaba rescatar a un personaje que había sido vilipendiado por la historia, y que para los presentes, muchos estudiantes en el Instituto Militar Adolfo V. Hall, era un ejemplo a seguir por el legado que había dejado a Guatemala: la fundación de la República.

Me he propuesto enaltecer y reconocer a figuras a quienes se les pasó encima por la historia. […] Óiganme ustedes jóvenes oficiales, futuros coroneles, generales, quizá presidentes, que aquí hay un nombre de un personaje a quien la historia le ha pasado encima […] [que] llegó a ser considerado Presidente Vitalicio de Guatemala, y estableció unas estrategias militares que le permitió, como por ejemplo en la Batalla de la Arada, ganarle a fuerzas cinco veces superiores […] Gente que le dejó mucho a Guatemala. Él: la República. Nada menos. Claro, lo pueden opacar de mil maneras, pero al final se le reconoce su valía, su hidalguía, su valor, su fuerza, su determinación, su espíritu de disciplina, su amor por su país. Así es, amigos, oficiales aquí presentes, tienen mucho que estudiar sobre este hombre y no dejen que la historia lo olvide, como tantos otros.16

No era casualidad que en esa misma década, los mismos medios culturales del Estado y el ejército resaltaran la figura de la ladinización, es decir, del ladino como el guatemalteco. Esa es la relación que se observa en el discurso del alcalde de la Ciudad de Guatemala ya citado (Taracena et al. 2004).

La forma como se han recuperado la historia y la memoria de las poblaciones chiapanecas del siglo XIX está atada, al igual que la de Guatemala, a la herencia dejada por la impronta del militarismo y la recreación de la división étnica a través del tema ciudadano-militar. Por esta razón, es clave reconstruir este panorama en función de ese pasado bélico.

En cuanto a la historiografía, los acontecimientos de 1869-1870 han sido utilizados como una síntesis de la configuración de lo ladino frente a lo indígena. Tal como lo recuerda recientemente González Roblero, la obra de Vicente Pineda de 1878, Sublevaciones indígenas de Chiapas, construyó el relato a partir del cual han continuado las reconstrucciones historiográficas por más de un siglo. Por su parte, Flavio Paniagua con sus dos obras, Catecismo elemental de historia y estadística de Chiapas (1876) y Florinda (1893), mantuvo el debate con la obra de Pineda, aunque ambos autores compartieron la perspectiva ladina del conflicto, es decir, aquella que asignaba la responsabilidad de las masacres y muertes a los “instigadores” y a las masas indígenas. La reconstrucción que la historiografía ha hecho en las últimas décadas facilitó que el foco de atención se desplazara hacia las condiciones sociales que afectaron a las comunidades indígenas durante el periodo posterior a 1821. En este sentido, las políticas agrarias y ciudadanas fueron claves para la pérdida de tierras y la segregación indígena. El trabajo de Jan Rus construyó las bases para la perspectiva contemporánea. Enfocó su atención en el conflicto entre élites de tierras altas y bajas por la fuerza de trabajo indígena.17 Desde la perspectiva historiográfica, desplazó al relato de Pineda y se concentró en otras fuentes, periodísticas y eclesiásticas, para mostrar que los discursos sobre los hechos de 1869 fueron, antes que nada, una forma de ocultar los impactos negativos que la construcción del orden político y económico había tenido sobre las comunidades indígenas (González Robledo 2015, 157-159).

Los trabajos etnográficos han mostrado la persistencia de la memoria indígena en forma paralela al relato “oficial”. Por un lado, la memoria sobre los hechos de 1869 ha sido detectada en distintos momentos a lo largo del último siglo, tal como Prudencio Moscoso Pastrana menciona en su obra Rebeliones indígenas en los Altos de Chiapas, donde hace referencia a la “época de Pedro Díaz Cuscate o la Guerra de Galindo” (Moscoso Pastrana, 1992, 83). Pero aún más importante, en un estrato más profundo de la memoria, se han registrado relatos en los que se precisa con su propio simbolismo la figura de los soldados como central a la hora de pensar la relación con las autoridades. Resaltan así los soldados con su ropa “blanca”, las trompetas que marcaban su paso y la huida de los indígenas (Köhler 1999, 56-57), lo que también es confirmado por las memorias del sargento José María Montesinos, quien afirmó que los indígenas eran asesinados por los soldados a pesar que los primeros no deseaban combatir18 (González Robledo 2015).

Palabras finales

Este artículo es una primera aproximación a la comparación sobre los militares y milicianos en Chiapas y Guatemala en el siglo XIX. Por esta razón, esta sección está dirigida a proponer puntos concretos que ayuden a profundizar a los interesados en el tema. El primero: para hacer una historia de las formas de hacer la guerra, es necesario que se sustente en una historia agraria más detallada, para ver las relaciones de poder en el campo que hayan podido influir en las movilizaciones, y entender los agravios y amenazas para las villas, aldeas y poblados dispersos en ambos territorios.19

Segundo: seguir la vereda del microanálisis de las formas de aplicar la justicia, tal como Iván López-Hernández (2013) lo ha mostrado, pues ahí se pueden observar las contradicciones provocadas en el choque entre normatividad legal y la sociedad. Y es el mejor escenario para advertir los indicios, quizás a primera vista nimios, que dicen mucho de la militarización de la vida cotidiana en algunos lugares. Tercero: atender con detalle las relaciones a lo largo de la frontera durante el periodo a estudiar (en este caso, 1821-1880), para situar la polémica de la anexión chiapaneca a México y las tensiones de la demarcación fronteriza en medio de las relaciones intensas que pobladores y comunidades tenían entre sí. Así se harían visibles las agendas ocultas que están más allá de la concepción estatal de Guatemala y Chiapas.20 A futuro, la agenda comparativa brindará luces sobre muchos aspectos poco conocidos para la comunidad de historiadores, pero que han sido parte de la vida cotidiana de los habitantes de estas zonas.

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2Proyecto dirigido por Juan Carlos Garavaglia, desde la Universitat Pompeu Fabra, de Barcelona, España, con el apoyo financiero del European Research Council (ERC), durante el periodo 2009-2013. El equipo estaba formado por Claudia Contente (coordinadora académica, franco-argentina), Mario Etchechury (Uruguay), Evangelina de los Ríos (Argentina), Elvira López Taverne (Chile), Viviana Velasco (Ecuador), Pilar López Bejarano (Colombia), Pablo Rodríguez Solano (Costa Rica) y Juan Carlos Sarazúa (Guatemala). En las sesiones de trabajo, participó una amplia red de investigadores asociados. Para mayor información, http://statebglat.upf.edu/.

3Agradezco a Pilar López-Bejarano las discusiones sobre el tema. Este apartado está basado en la discusión que plantea en su libro. Aunque el origen de este principio metodológico es amplísimo, autores clásicos como Bourdieu y Foucault sirven de base para los autores contemporáneos (López-Bejarano 2015).

4El estudio de Tulio Halperin Donghi es un clásico del tema (Donghi 1972).

5San Marcos era una villa de ladinos que surgió como un asentamiento no reconocido legalmente de San Pedro Sacatepéquez, el pueblo mam, y que luego se separó. Por esta razón, en muchos documentos se refieren a San Marcos como “El Barrio”. Siempre aportó soldados a las unidades altenses, un indicativo claro del papel de la milicia para acceder al reconocimiento político.

6AGN, Gobernación ss, C. 107, exp. 4. Reglamento de milicia cívica, 23 de julio de 1828. Agradezco a la Dra. Amanda Torres Freyermuth el proporcionarme una copia de este documento.

7Para el caso mexicano en general, ver Vázquez (2011).

8AHCH-UNICACH, Colección Impresos, tomo. 17, f. 21. Discurso pronunciado por el Señor Gobernador Sustituto Don Matías Castellanos a las fuerzas del Estado que ingresaron a esta Ciudad de regreso de Tehuantepec, 15 de marzo de 1858.

9AHDSC, c. 2097, e. 1, Lista de las personas que conforman la guardia nacional asentada en el pueblo de Socoltenango, formada por decisión del presidente municipal y la junta de Socoltenango, con base en el Artículo 1º de la Constitución estatal. 1862. El total de personas afectadas por el reclutamiento descrito proviene de considerar a la población adulta masculina (16-55 años aproximadamente) como una cuarta parte de un conjunto poblacional. Medida que ha sido utilizada para definir los grados de militarización de una población o sociedad. Para la discusión sobre este criterio, revisar Rabinovich (2012). No hay datos sobre si se movilizaron fuera del territorio de Socoltenango, pero el hecho que fueran incluidos en el listado muestra uno de los aspectos centrales de este artículo: el servicio militar como uno de los ejes de la política y, por ende, de la ciudadanía en el siglo XIX.

10En su investigación sobre la Iglesia y el nacionalismo guatemalteco, Sullivan González fue el primero en mostrar datos contundentes sobre el papel de la región oriental en la guerra de 1863 a partir de las revistas de comisario (Sullivan 1998).

11Como bien lo apuntara hace ya varios años Jan Rus, la explicación de estos hechos está en la presión ejercida sobre la tierra y mano de obra indígenas. Pero los escritores chiapanecos han dejado traslucir todo su racismo al momento de recuperar la memoria de los acontecimientos de 1869, como lo hace Paniagua (Rus 1995).

12Agradezco a Mario Vásquez la discusión de este punto.

13La discrepancia entre los 600 soldados citados en el párrafo anterior y los 400 aquí señalados se explica por la fecha de origen de la información (junio, la primera, y octubre, la segunda). Cualquier contingente militar en campaña sufre bajas, deserciones y asignaciones de patrullas para cubrir más terreno, hechos que explicarían la diferencia numérica.

14BMOB-INAH, t. VII, ff. 23-24. Memoria presentada por el C. Srio Gral del Gobierno del Estado libre y soberano de Chiapas al Congreso del mismo, en cumplimiento de la fracción XI del Artículo 56 de la Constitución. Imprenta del Gobierno a caro de Manuel F. Espinosa, 1870.

15En su afán de atacar la versión liberal de la historia, Marroquín Rojas relaciona esta lucha con su presente anticomunista. Por ejemplo, discutía con los intentos unionistas liberales contra Carrera el peligro que representaba este paso para formar una dictadura: “Entronizar a un partido político es lo que se busca, igual a que ahora se ensangrentara muchos pueblos por entronizar al partido comunista. Era la lucha de la minoría izquierdista contra masas todavía conservadoras” (Marroquín Rojas 2011, 486).

16El video está disponible en https://www.youtube.com/watch?v=Uy2yLDhgY1o.

17Los pasos dados en los últimos años por la historiografía chiapaneca han cuestionado esta división de los actores políticos (tierras altas y bajas) como eje de las pugnas políticas (cf. Torres Freyermuth 2014)

18González Robledo Novela, 1.

19Agradezco las discusiones sobre este aspecto con Aaron Pollack.

20Agradezco a Arturo Taracena y Rosa Torras las discusiones sobre este punto.

Recibido: 24 de Noviembre de 2016; Aprobado: 08 de Junio de 2017

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