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Península

versão impressa ISSN 1870-5766

Península vol.3 no.2 Mérida Jan. 2008

 

A guisa de invitación a la lectura

 

Arturo Taracena Arriola

 

CEPHCIS-UNAM.

 

Los siete trabajos que integran el presente volumen reflejan, a partir cada uno de su propia temática, el ánimo de discusión teórico-metodológica que caracterizó al Coloquio "Regiones periféricas y Estado nacionales" que el Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la UNAM realizó en Mérida en abril del 2008, con la participación de 21 especialistas en historia regional. La idea era aportar elementos en tres niveles: el estado actual del debate en la especialidad, el papel de las regiones periféricas en la construcción del Estado nacional — propiciando el diálogo entre la realidad histórica de la frontera norte y la del sur, con el fin de lograr elementos de historia comparada para el siglo XIX— y, finalmente, sobre la existencia de realidades periféricas en el seno de dichas regiones, como fue el actuar de las poblaciones indígenas, enfrentadas a las elites locales, pero con capacidad de incidir no sólo en la realidad regional, sino en la nacional. Asimismo, se buscaba continuar la discusión que desde hace ya algún tiempo han venido sosteniendo diversos especialistas acerca de la pertinencia de la historia regional, a raíz de que Eric Van Young recordase en 1985 que, salvo casos excepcionales, su producción historiográfica partía de considerar a la región como un "presupuesto de investigación", cuando lo que hace falta es demostrar su pertinencia histórica como tal.1

Así, partimos de la idea de no ver a la región como un espacio dado, per se, sino como una construcción. Es decir, un territorio asumido por sus habitantes, aunque también definido por el "otro", en este caso el poder central. La región como un tejido elaborado mediante la interrelación entre territorio, habitantes, elementos culturales, nodos urbanos, espacios económicos, circunscripciones administrativas, sin que por ello se le equipare —como comúnmente se hace en la historiografía nacional— con las delimitaciones político administrativas actuales, los estados de la Federación mexicana. Compartíamos también la necesidad de dialogar sobre el peso y la calidad de los diversos tipos de regiones (geográficas, económicas, étnicas, históricas, etcétera), considerando que el diálogo interdisciplinario en materia de estudios regionales es ya insoslayable.

¿En qué medida la región ha sido asumida por el investigador exclusivamente en términos de lógica administrativa? ¿Qué papel les corresponde —o se les adjudica— a los pueblos indios, así como los otros componentes socio-étnicos en su construcción? ¿Cuál juegan, a su vez, los misioneros y curas seculares, las autoridades civiles y militares, los empresarios locales y extranjeros, los grupos de colonos? Además de las redes comerciales, ¿qué peso tienen las lógicas de distribución de la tierra, la cobranza de tributos y los conflictos armados como elementos centrales en la definición de una realidad regional? Es decir, ¿cuánto existe en la realidad y cuánto es obra de la lógica analítica de las ciencias sociales? Hace ya varios años que Eric Van Young planteó que una región es una hipótesis a demostrar.

Desde nuestras diversas disciplinas, los científicos sociales nos hemos dado a la tarea de definir la región otorgando, según nuestro enfoque, mayor o menor énfasis a la geografía, al territorio domesticado o imaginado, a las culturas y la etnicidad existentes, a la economía y la política prevalecientes, todo esto, en el seno del Estado nacional que la alberga. No cabe duda que el territorio es un componente fundamental en la construcción de las regiones, y contribuye a la creación de su identidad, pero no resulta en sí mismo suficiente. De hecho, con cierta frecuencia se habla de la identidad regional, que conlleva lógicas de invención de tradiciones, creación de símbolos y discursos, así como las recreaciones historiográficas y emisión de leyes y decretos de gobierno, hechos que pueden ser asumidos por todos sus habitantes o relativizados o contestados abiertamente por una parte de ellos. Mientras que la elite les adjudica una pretendida totalidad, haciéndolas parte de la identidad territorial político administrativa que pretenden hegemonizar, los sectores populares reclaman su pertenencia a unidades menores, las que enmarcadas en el espacio regional se relacionan entre sí, y buscan combatir a la vez la reproducción centralizadora de sus minorías selectas.

El territorio de las regiones no tiene fronteras delimitadas; se mueve en la lógica de los linderos, los cuales se contraen o extienden de acuerdo a las acciones estructuradas de sus habitantes, al poder de sus sistemas comercial y productivo, a las aspiraciones políticas de la elite, a la resistencia de las poblaciones primigenias a ser dominadas, a la reacción centralizadora del Estado nacional, y a la injerencia de países vecinos, hechos que marcan el carácter político de las relaciones entre la nación y las regiones. Es por ello que, cuando éstas están ligadas al fenómeno de la disputa del poder político y al hecho de que en su interior existen movimientos que buscan cierto nivel de autonomía, son denominadas regiones "históricas", y marcan su especificidad influyendo directamente en la construcción del Estado nacional.

Como lo ilustraba el cartel con que se publicitó el Coloquio, de forma figurativa representamos esa relación histórica y espacial por medio de un óvalo conteniendo el mapa decimonónico de México, en el cual las regiones del norte y del sur, en definitiva, se tocan de dos formas diferentes: por el perímetro, igualándose en su condición geográfico-administrativa periférica frente al núcleo conductor del Estado republicano. Y, segundo, porque mantienen una relación diametral con ese centro que les parece difuso, la cual si bien es equidistante evidencia la dependencia y marginalidad en la que ambas fronteras evolucionaron a lo largo del siglo XIX Sin embargo, las presiones que dichas regiones sufrieron —en tanto fronteras— por parte de los Estados nacionales vecinos, no son las mismas, pues enormes porciones norteñas se perdieron al ser incorporadas a los Estados Unidos, mientras que en el sur se mantuvieron, y hasta ensancharon, con la incorporación de Chiapas y el Soconusco al territorio nacional mexicano.

De esa forma, los trabajos presentados en este número de Península muestran cómo la configuración de los confines de México —y con ellos, los de sus vecinos— es resultado de un proceso histórico íntimamente relacionado con los movimientos de población, comercio y contrabando, los cuales incluyeron, a distintos ritmos, los embates de la colonización por parte de nacionales y extranjeros, sobre las tierras de indios. Sin embargo, estas experiencias también incluyeron la respuesta de las poblaciones originarias de tales territorios, ante la acción de las elites regionales y del Gobierno central, que tenían por meta garantizar la unidad regional o nacional, según el caso. Hablamos, entonces, de movimientos de naturaleza económica y política que, como se verá, presentan algunas similitudes en las fronteras norte y sur desde finales del siglo XVIII y a lo largo del XIX.

Si bien es cierto que los actuales límites nacionales se trazaron a lo largo de la segunda mitad del siglo diecinueve, tienen sus antecedentes en las rivalidades de los imperios europeos y su expresión colonial en América, así como en el mayor o menor éxito de la territorialización ejercida por los gobiernos coloniales y, posteriormente, por las minorías privilegiadas en plena construcción republicana a raíz de la Independencia. De ahí que el establecimiento de colonos anglosajones en territorio novohispano —y posteriormente mexicano— se viera favorecido por la ambigüedad de la legislación e incluso por la abierta simpatía de pobladores y autoridades mexicanas ante el temor a los indios, pues la distancia que mediaba entre aquellas regiones y el centro permitió a sus autoridades poder actuar con cierta autonomía. A ello se aunaron problemas de abasto, que debieron resolverse empleando distintas estrategias, como el caso del comercio establecido por California con la Gran Bretaña y Estados Unidos, y que constituyen factores importantes en los estudios de las regiones fronterizas periféricas, considerando la presión que los Estados nacionales vecinos ejercen sobre la conformación de esos territorios, ya por razones económicas ligadas al mercado mundial, por expansión territorial propia, o por otras causas relativas a la defensa de su soberanía.

En la construcción territorial republicana van a resultar decisivos los acuerdos y los desacuerdos entre actores e intereses de proyección "nacional" y agentes de poder y grupos sociales del ámbito "local" (vg. provincias y regiones), realidad que se aplica al conjunto del territorio del nuevo Estado mexicano independiente. Se trata de lugares remotos y poco integrados a las dinámicas centrales (socioeconómicas, políticas, jurídicas y culturales) de la sociedad. Por ejemplo, en 1831, el nuevo gobierno sonorense carecía aún de un reglamento para llevar a cabo el proceso jurídico que incluyese a la población nómada de su jurisdicción, representada en gran medida por los seris. El intento por cumplir las leyes de la República mexicana, que ordenaban la inclusión de la población indígena como ciudadanos que gozaban de los mismos derechos, no conseguía concretarse por la desigualdad que originaba la heterogeneidad de la población y la imposibilidad de convencer a los "vecinos" sonorenses de los derechos que tenían sus antagonistas del desierto. Sin embargo, a diferencia de otras regiones periféricas o marginales ubicadas "país adentro", en estos casos la debilidad estatal se tornó crítica en función de preservar el territorio heredado de la Colonia y vital de ser salvaguardado ahora por razones de interés "nacional" frente a las pretensiones y amenazas extranjeras.

En este contexto, la formación territorial de México ofrece ejemplos contrastantes de acuerdo a sus realidades regionales. Mientras la secesión de Texas y la pérdida de otras provincias del norte en la guerra con Estados Unidos hicieron evidente lo precario del dominio "nacional" en el vasto septentrión, los procesos de construcción territorial en el sureste mexicano tuvieron un signo muy distinto. La agregación de Chiapas en 1824, y la ocupación militar del Soconusco en 1842 constituyeron episodios sumamente exitosos para el poder central mexicano.

Pero las realidades fronterizas también presentan otro tipo de problemática. Por ejemplo, la provincia de Yucatán permaneció separada de la República por varios años, para luego reintegrarse a ella a partir del estallido de la denominada "Guerra de Castas" en 1847. Esta sublevación maya devino en la pérdida de facto de la franja oriental de la península, la cual fue recuperada medio siglo más tarde por el poder central, dando origen al territorio federal (hoy estado) de Quintana Roo. Así, los mayas icaichés surgieron de las transformaciones que se operaron en Yucatán en la primera mitad del siglo XIX, ganando territorio e influencia por sus alianzas con elementos implicados en la Guerra de Castas, mostrando que distintos modelos de acción política pueden existir a la vez en una realidad regional.

Entonces, ¿hay unidad en el comportamiento de los actores locales? Precisamente en los artículos que se siguen se evidencia la doble dimensión de estas figuras en la construcción de una región. Líneas arriba he dicho ya que las regiones no son necesariamente creaciones naturales, sino que surgen como resultado de diversos procesos sociales, incluyendo las imposiciones de las elites locales dominantes, que buscan expandir su propia base material y ejercer sin discusión el control administrativo regional, dialogando o cuestionando las presiones del poder central, lo mismo que combatiendo las oposiciones de ciertos grupos que se oponen a tal proceder hegemónico. Es decir, comprender el pasado de las poblaciones indígenas que las habitan —que son subordinadas por tazones étnicas, como en el ya mencionado caso de los seris de Sonora o los de los icaichés de Yucatán, los pobladores mayas y pardos de la región de los ríos de Campeche y Tabasco, y los diferentes pueblos indios de la Huasteca— es fundamental para desentrañar la conformación histórica de sus respectivas realidades regionales. Cada vez más la crónica local va necesitando definir cómo funciona la triangulación que integran las elites nacionales y regionales, las poblaciones indígenas y las castas mayoritarias, para dar una respuesta más ajustada a la historia hispanoamericana decimonónica.

Además, en el panorama del nuevo orden republicano hay que considerar también el papel de los grupos mestizos y afroamericanos en ascenso, dada la introducción de la ciudadanía, y los procesos de marginación de los grupos originarios, debido a la ruptura del pacto colonial, así como a la búsqueda incesante de garantías para la construcción del Estado mexicano, liderada por funcionarios y tropas provenientes de otras latitudes del territorio.

Así, la vida regional decimonónica se construyó entre los esfuerzos de los primeros por consolidar su hegemonía y negociar la autonomía territorial regional frente al centro; la lucha de los segundos, abriéndose espacio en medio de crecientes lógicas de movilidad poblacional y jurídica, y las estrategias de los terceros, intentando reducir el impacto que dicha dinámica regionalizadora ejercía sobre su territorio, cultura y economía, al punto de llevarlos a entablar negociaciones con otros actores nacionales, autoridades de estados vecinos o, de plano, desempeñándose directamente bajo las órdenes del poder central para garantizar la unidad nacional.

En esa lógica, los procesos de colonización y las medidas jurídico-administrativas que los acompañaron crearon nuevos espacios domesticados, rompiendo con regionalidades históricas y fomentando en el seno del gobierno central la construcción de nuevas divisiones territoriales (estados). Este resulta ser el caso de la Región de los Ríos, que ya en el siglo XIX se ve dividida entre dos estados de la Federación mexicana: Tabasco y Campeche. De este modo, el ordenamiento territorial republicano no sólo va sumando, sino rompiendo con lógicas territoriales previas, como ocurre, por ejemplo, en la historia campechana, que en tanto regional, en la larga y mediana duración rebasa la historiografía política tradicional ceñida estrictamente al interior de sus fronteras, otorgándole a la historia local una densidad diferente en cuanto a sus periodos, vertientes y actores históricos. Como dos de los textos señalan, en determinados casos esta perspectiva puede explicar la pervivencia de algunos símbolos de identidad entre los campechanos de nuestros días, como la reivindicación de la riqueza de la época del palo de tinte y, luego, la chiclera, develando las raíces sociales de la historia del siglo XX hasta hoy.

En definitiva, en el rompecabezas de la historia regional las territorialidades, identidades, culturas y lógicas económicas se traslapan, ocurren con frecuencia, en simultáneo, y es tarea de la historia regional proponer un orden a su génesis y desarrollo, desde la óptica de la larga duración. De esa forma, no sólo se explicará a sí misma y a las localidades que la integran, sino también ayudará a comprender la lógica de la formación del Estado nacional. Los siete ensayos historiográficos que hoy presentamos nos ofrecen pautas teóricas y metodológicas para lograrlo con éxito.

 

Notas

1 Sobre este debate véase: Ricardo Melgar, "La región etnocultural (una categoría analítica-problemática)", Anthropos, núm. 2-3, verano: 3-14, 1988. México: ENAH; Eric Van Young, 1990. La ciudad y el campo en el México del siglo XVIII: la economía rural de la región de Guadalajara, 1675-1820. México, Fondo de Cultura Económica, y también "Haciendo historia regional. Consideraciones metodológicas y teóricas", Región e historia en México (1700-1859), pp. 99-122. 1991. México Instituto Mora y UAM; Pedro Pérez Herrero (comp.), Región e historia en México (17001850). Métodos de análisis regional, 1991. México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora-Universidad Autónoma Metropolitana (Antologías Universitarias); Andrés Fábregas, El concepto de región en la literatura antropológica, 1992. Tuxtla Gutiérrez, Instituto Chiapaneco de Cultura; Carlos Martínez Assad, "Historia regional. Un aporte a la nueva historiografía", El Historiador frente a la Historia. Corrientes historiográficas actuales, Horacio Crespo et al., pp. 121129, 1992. México, UNAM (Serie Divulgación 1), y también Los sentimientos de la región: del viejo centralismo a la nueva pluralidad, 2001. México, Editorial Océano de México; Juan Pedro Viqueira, "Historia regional: tres senderos y un mal camino", Secuencia, núm. 25, enero-abril: 123-137. 1993. México; Claudio Lomnitz, Las salidas del laberinto. Cultura e ideología en el espacio nacional mexicano. México, Joaquín Mortiz-Planeta, 1995; Pablo Serrano Álvarez (coord.), Pasado, presente y futuro de la historiografía regional de México, 1998. México, UNAM, y también "Interpretaciones de la historiografía regional y local mexicana, 1968-1999. Los retos teóricos, metodológicos y líneas de investigación", Revista de Historia Regional, 6(2): 120. Universidade Estadual de Ponta Grossa, Ponta Grossa; Arturo Taracena Arriola, "Región e Historia", Desacatos, núm. 1: 28-35. México, CIESAS, 1999; Manuel Miño Grijalva, "¿Existe la historia regional?", Historia Mexicana LI (4): 867-897, México, El Colegio de México, 2002.

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