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Península

versión impresa ISSN 1870-5766

Península vol.3 no.1 Mérida ene. 2008

 

Reseñas

 

Arturo Taracena Arrriola, Guadalupanismo en Guatemala. Culto mariano y subalternidad étnica

 

Victoria Novelo Oppenheim

 

México: UNAM, CEPHCIS, 236 pp., figuras, fotos, 2008

 

CIESAS Peninsular.

 

Arturo Taracena nos entrega un texto producto de una investigación ampliamente documentada en fuentes primarias y secundarias, escritas y visuales, cuya intención es ir siguiendo a la mexicana Virgen de Guadalupe desde que hizo su entrada a Guatemala —entrada que a la larga sería triunfal—, en los distintos entornos sociopolíticos que la envolvieron y el tipo de culto y veneración que se construyó desde fines del siglo XVIII hasta la actualidad.

Durante un largo tiempo la guadalupana o la Lupita, como le decimos de cariño en México, fue venerada en Guatemala como patrimonio de las diversas elites históricas, quienes hasta bien entrado el siglo XX, por razones tanto sociales y políticas, tuvieron que compartir —nunca ceder— su original patrimonio religioso con las clases subalternas y marginales de la sociedad guatemalteca, hasta que los rituales de estas últimas adquirieron un franco carácter contracultural (caso de los maras y los movimientos políticos mayas).

En el recorrido histórico que hace Taracena, la Virgen y sus lugares de culto van mostrando distintas significaciones en fe y tradición según realicen el ritual las distintas clases y estratos de la sociedad guatemalteca. A pesar de las notables influencias mexicanas, las manifestaciones del culto a la guadalupana se alejan de su original mexicanidad, básicamente porque en Guatemala la devoción no estaba ligada a la construcción de una identidad nacional o "patria indiana". Como nos dice el libro, a fines del siglo XVIII, sólo México y Guatemala tenían en su calendario ritual la festividad guadalupana; el resto de las colonias españolas tenía otras vírgenes del culto mariano.

El autor, desde el principio de su libro, explicita la perspectiva que adoptará en su explicación, en un tratamiento histórico social del fenómeno. Por una parte el asunto de la Virgen como producto de sucesivas apariciones a un súbdito colonizado como el indio Juan Diego no será relevante, como sí lo será y de manera esencial, la observación del culto guadalupano desde la perspectiva de las relaciones interétnicas y, dentro de éstas, la forma en que se ubica la costumbre de que los niños y niñas no indígenas acudan disfrazados de "inditos" a saludar a la Virgen en su día, el 12 de diciembre. Los padres de las criaturas, sucesivamente antiguas elites y clases medias de Guatemala y Antigua, han prometido hacerlo durante los primeros siete años de vida de sus retoños.

Taracena advierte que no hablará de apariciones, pero el caso es que en cada uno de los once capítulos de que consta su texto, la Virgen va apareciendo, primero desdibujada y luego tomando forma, color y presencia mientras la acompañan diversos protagonistas de la historia guatemalteca.

Apunta el autor que el primer propagandista en el siglo XVI de la Virgen de Guadalupe en Guatemala fue Bernal Díaz del Castillo y la primera manifestación del culto, hacia el final del siglo XVII, se hizo en la capilla que se le destinó a la Guadalupe en la tercera construcción de la catedral en Santiago de Guatemala, frente a un cuadro de un pintor guatemalteco. Taracena busca y encuentra multitud de documentos que van dando cuenta de la forma en que se difundió el culto en el siglo XVIII y así va describiendo y listando capillas, ermitas, colocación de imágenes, personas responsables, cofradías, hermandades, templos en haciendas azucareras... hasta que luego de la confirmación papal que declaró a la Virgen patrona de México, ésta irradió su influencia para que también el día 12 de diciembre se declarara día festivo en Guatemala; en un corto tiempo se crearon la Villa de Guadalupe y el santuario de Guadalupe. En esa coyuntura histórica la explicación sitúa el cimiento de la segregación étnica en el culto a la Virgen. El edicto que creó el día festivo (1790) impuso la obligación a los moradores —criollos y ladinos— de asistir a la misa, pero exceptuó a los indios, seguramente para que siguieran trabajando sin interrupciones, como dice el malpensado autor.

El símbolo del indio mexicano que en su ayate o tilma, cual película sensible, captó, recogió y retuvo para la posteridad nacionalista la imagen de una virgen local que se le apareció para ser venerada como la sustituta de la madre nativa prehispánica, llevaba el mensaje subliminal de identidad dirigida a los morenos paisanos del impresionado Juan Diego. Ese símbolo, nos dice Taracena, no encontró en las clases dominantes de Guatemala aceptación plausible. La Virgen era de ellos, no de los indios cuya personalidad estaba devaluada desde antes de la conquista. El patriotismo criollo guatemalteco que no suscribía las ideas de Clavijero y Teresa de Mier y otros que como ellos reconocían el valor del pasado indígena americano, veía la prueba de la decadencia indígena maya en que no habían sido capaces de conservar el esplendor de sus antepasados. El guadalupanismo guatemalteco siguió así, creciendo como un culto de criollos y ladinos1 que se reivindicaba como símbolo de intermediación con María, e hizo la transición en 1847 a la fundación de la República de Guatemala cuyo régimen conservador mantuvo y reprodujo la segregación étnica del culto. De este modo, y quizá no suficientemente subrayado en el libro, el culto tuvo serias implicaciones políticas, desde el momento en que se destinó a asegurar la autoridad criolla y luego republicana, esmerando el trato con su propia gente en una forma distinta a la adoptada en México, donde también se estableció como una relación de poder pero maquillada como paternal y clientelar con los mismos objetivos de subordinación de la población india.

Llama la atención que el culto guadalupano en Guatemala o más bien, que sus patrocinadores criollos y mestizos, no actuaran distanciándose de sus orígenes buscando una nueva forma de identificarse ante los peninsulares, lo que en el caso de México involucró un proceso de diferenciación —de criollos, mestizos y subalternos— con el culto a múltiples imágenes milagrosas, no sólo la Guadalupe aparecida en el Tepeyac, sino la Virgen de Ocotlán, el primer milagro de San Juan de los Lagos, Nuestra señora de Zapopan, la Virgen de Talpa, la de Izamal, la Virgen de la Salud y Nuestra Señora del Zape en Durango, todas del siglo XVII.2

Taracena, en la tercera y última parte de su libro, abunda en la tradición forjada en el siglo XIX de la romería de infantes disfrazados de "inditos", con ropa paradójicamente fabricada por indígenas auténticos, cuyos padres no indígenas los llevan a los santuarios el día 12 de diciembre como parte de un ritual que combina promesa y ofrenda. El autor usa la palabra "disfrazarse", en forma parecida, pienso, a la descripción de una escena carnavalesca o mascarada, pues apunta que la adopción de otra personalidad que implicaría la palabra "travestirse" no existe, es sólo un disfraz momentáneo. En su interpretación, Taracena avanza varias posibilidades, ¿se trata de una representación del ser indígena?, ¿es una muestra ideológica del mestizaje?, ¿los niños, a pesar de que en su disfraz llevan bigote y barba y las niñas colorete y lápiz labial, pueden por su edad real identificarse con la inocencia y simplicidad atribuidas al indio Juan Diego?

Todas las respuestas son posibles. Me parece que la presentación de los niños con el maquillaje y la ropa que no les corresponde puede remitir a una representación escénica y, en ese sentido, se actúa, al menos visualmente, una personalidad distinta a la propia que puede estar inscrita en la tradición de representaciones teatrales pedagógicas. Quizá podría haber otras respuestas: la Virgen, como representación de María, la madre universal, recibe en su santuario la ofrenda más preciada en una familia, los hijos, para que bendiga su crecimiento durante los años de la primera niñez, en una sociedad donde ellos no son la mayoría de la población (en el sentido de que no participan de decisión alguna o autoridad), sino los indios ausentes del rito que así hacen presencia como representación de la mano de las clases acomodadas. También podríamos decir que, como sabemos los antropólogos y científicos afines, la cultura se "mama" y mientras más pronto se expone a los infantes a las tradiciones que mantienen la estructura social de los padres, más pronto se identificarán con ella, apropiándose de sus valores. Pero también creo que es posible referir estas formas rituales al culto mariano en general que además de ser "típicamente barroco", tiene a su favor armas poderosas para fomentar el culto: una atmósfera muy envolvente y rica —con retablos, incienso, velas, cirios y una riqueza en la ornamentación de templos e imágenes— un escenario adecuado con calzadas y calles que se convierten en vías de circulación de enfermos y peregrinos y con plazas que albergan a los grupos que cantan, danzan y escenifican obras teatrales 'pedagógicas'."(Novelo, op. cit.).

A esta tradición de los niños "inditos" se unió en el siglo XX la costumbre de que mujeres jóvenes no indígenas fueran por plazas y calles de la capital guatemalteca vistiendo coloridos huipiles bordados como homenaje a la Virgen. Se les conoce como "indias bonitas", en obvia alusión a que las indias verdaderas no tienen la estética aceptable por los modelos occidentales y, dice Taracena, en esa implicada inferioridad de los indios hay otro argumento de la subalternidad étnica guatemalteca. Esas "indias bonitas" fueron motivo de concursos de belleza, cuyo original (de 1921) vino de nuevo de México. A estas "indias bonitas" le siguieron las misses guatemaltecas con la entrada de Latinoamérica al concurso de Miss Universo, que en la actualidad se dedican a promover el turismo y los nuevos símbolos nacionalistas de Guatemala. Alguna que otra culpa debe estar detrás de los concursos de reinas indias, que, nos cuenta Taracena, empezaron en la segunda parte del siglo XX cuando también, y tardíamente, hace su aparición la protesta de los grupos mayas politizados, por la usurpación de su nombre, figura y vestimenta, especialmente a partir de la sangrienta guerra que el gobierno guatemalteco declaró contra sus campesinos y, que entre otras muchas cosas, en el plano cultural construyó una nueva identidad donde la Guadalupana se convirtió en la madre de los desposeídos, reprimidos y expulsados.

Es de señalar que en el caso de las "indias bonitas" el sentido que tuvo en México el concurso fue bien diferente al guatemalteco. El invento, que dio lugar a uno de los conocidos estereotipos culturales nacionalistas, sucedió en 1921, en medio de las celebraciones del centenario de la consumación de la independencia, fecha en que se enaltecieron las artes y los productos de las clases populares y que en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México (por primera y única vez por cierto) se exhibió una grandiosa muestra de artesanías indígenas; el invento, digo, fue guiado con un trasfondo de construcción de lo bello indígena que representaba y glorificaba la tradición indígena. El icono nacionalista de la "india bonita" se postraba ante el otro icono, la Virgen Morena, en un acto de identidad nacional. ¿Qué pueden tener en común las "indias bonitas" y la Guadalupe? Su ser mujeres, denotar femeneidades diferentes, en este caso opuestas, pero que sirven, en distintos ámbitos de la cotidianeidad como espacio de negociación entre lo tradicional y lo moderno, entre lo intocable y lo deseable posible, pero al fin entre dos tipos de madres (o maddonas) a cuya protección y bendición se acogen los creyentes y los laicos (porque no conozco mayor extensión cultural en México que los dones de la Guadalupe).

El tema de las diferentes denominaciones que ha recibido la Virgen es algo que igual se presta al análisis; salta a la vista que los términos que definen a la Virgen aparecen, desaparecen, se unen, coexisten: María, Madre, madrecita, Virgen, Reina de México, Emperatriz de América, Patrona, Guadalupe, Guadalupana, Lupita.

Una palabra sobre las ilustraciones; si bien es escrita la documentación que sirvió como información para el texto que comentamos, hay uso de imágenes para ilustrar convenientemente partes del texto, y eso siempre es digno de celebrarse, pues no es mucha todavía la apertura de los científicos sociales a este tipo de fuentes documentales. No se hizo un análisis iconográfico, lo cual sería motivo de otro libro y tampoco viene al caso, pero hubo un esfuerzo por encontrar material visual, lo cual no es siempre fácil.

Realmente el libro de Taracena es muy interesante. Por una parte nos informa acuciosamente, y demostrando cada apreciación que hace, sobre el proceso de adaptación de un culto guadalupano concreto. El icono cultural más visible de nuestros países es visto en sus múltiples significados y apropiaciones de acuerdo a los cambios sociales y sus protagonistas y, como dice al final del libro, ha sido recuperado por los nuevos guatemaltecos de la etapa de la migración internacional como relación de identidad de los explotados, y en ese sentido, la relación de propiedad original de los guatemaltecos con la Virgen dio un vuelco total. Por otra parte, el texto resulta inspirador pues nos permite y facilita hacer las obvias comparaciones con la vida de la Guadalupana en México y de ese modo nos deja imaginar y decir, como lo he hecho hoy, posibles respuestas a las diferencias que encontramos.

 

Notas

1 La excepción a esta regla fue una cofradía indígena, iniciativa influida por la insurrección independentista en México.

2 Cf. Victoria Novelo "Vírgenes y santas en el calendario ritual mexicano", Agenda Ciesas 1999, México, CIESAS, 1998.

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