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Península

versión impresa ISSN 1870-5766

Península vol.3 no.1 Mérida ene. 2008

 

Artículos

 

Un baluarte diferente: Iglesia y control social en Yucatán durante el período colonial

 

A diferent bastion: Church and social control in Yucatan during colonial rule

 

Adriana Rocher Salas

 

Universidad Autónoma de Campeche.

 

Fecha de recepción: 2 de marzo de 2009;
Fecha de dictamen: 27 de abril de 2009.

 

Resumen

Estructurado a partir del análisis de la intervención eclesiástica en momentos de crisis como rebeliones, huidas y persecución de idolatrías, el artículo se centra en el papel desempeñado por la Iglesia en Yucatán durante el período colonial como garante de la paz social, particularmente en el control de la población maya yucateca, y las transformaciones que el reformismo borbónico provocó en esa misión.

Palabras clave: Iglesia, control, indígenas, idólatras, rebeliones.

 

Abstract

This paper centers on the role played by the Church in Yucatan as a guarantor for social stability, particularly regarding the control of the Yucatecan Mayan population during the colonial period, and the transformations provoked by the Bourbon Reform in this mission. The study is structured around the analysis of ecclesiastical intervention in times of crisis, such as rebellions, flights and persecution of idolatry.

Keywords: Church, control, indigenous people, idolatry, rebellions.

 

La relación entre el Estado y la Iglesia en América durante el período de los Austrias descansó sobre la base de una estrecha relación en la que ambas partes obtuvieron beneficios a cambio de la cesión de espacios, derechos o privilegios que, en primera instancia, se supone constituían prerrogativas inherentes a su carácter y función. De esta manera, la Iglesia aceptó sujetarse la correa del Patronato Real que, aunque blanda en sus orígenes, fue ajustándose en la medida en que la Corona tomó control del Nuevo Mundo. La institución eclesiástica aportó como "dote" a su matrimonio con el Estado español la justificación moral e ideológica de la conquista, además de su compromiso para mantener a los súbditos americanos fieles a ambas majestades. A cambio se le permitió intervenir en campos más amplios que los estrictamente vinculados con su misión evangelizadora y de rectoría de almas.

En todas las regiones del imperio hispano en América la participación de la Iglesia en el control de las ideas, actitudes y prácticas de los súbditos del Nuevo Mundo adquirió diferentes rostros, como distintas fueran también las peculiaridades de los habitantes y regiones que lo conformaban. En Yucatán, región marginal, geográfica y económicamente hablando, del Virreinato de la Nueva España, la mano eclesiástica como garantía de la pax colonial tuvo como matiz distintivo y prioritario el mantenimiento de la población maya yucateca, abrumadoramente mayoritaria, dentro de los límites trazados por el régimen colonial. De esta manera, la Iglesia estuvo presente cuando se trataba de prevenir y frenar disturbios, motines o revueltas indígenas; incluso cuando tales desórdenes fuesen adjudicados a las omisiones o los excesos de los curas doctrineros, también entonces fue competencia del clero apaciguar los ánimos y procurar el restablecimiento del orden. Durante siglos, cualquier misión que tuviera como objetivo reducir indios prófugos o rebeldes contó con la presencia de los representantes de las diferentes corporaciones de eclesiásticos en la península, quienes invariablemente constituían la punta de lanza de las incursiones, militares o no, en territorio maya. Sin embargo, el reformismo borbónico, en su búsqueda de una sociedad más secular y de una Iglesia menos poderosa y autónoma, comenzó a considerar como una perversa anomalía lo que antes era visto como natural: a partir de entonces, la preservación del orden público sería un asunto del Estado, de funcionarios civiles, jueces y militares, y no de la Iglesia y sus eclesiásticos.

En este trabajo1 pretendemos analizar los cambios ocurridos en la relación Iglesia—indígenas—control social, a partir de coyunturas específicas, aquellas en las cuales existió la percepción de que el régimen colonial corría peligro. Con ese fin trazaremos una línea del tiempo que abarcará los tres siglos de la dominación española que nos permita establecer un marco de referencia para comprender las transformaciones en el papel asignado a la Iglesia como garante de la paz social y las estrategias que siguió para conservar una de sus principales fuentes de capital social y económico.

 

Iglesia culpable: la persecución de idolatrías

Apenas pasados dos décadas de haberse dado por concluida la conquista de Yucatán con la fundación de Mérida, y unos 17 de haber iniciado en forma la evangelización y conversión al cristianismo de los mayas yucatecos, tuvo lugar el proceso de persecución y extirpación de idolatrías más extendido y violento de la historia yucateca colonial. En mayo de 1562 el descubrimiento de imágenes de antiguos dioses prehispánicos, animales recién sacrificados y calaveras en unas cueva situada a una legua del pueblo de Maní constituyó el preludio de una serie de detenciones, interrogatorios y torturas que tuvieron su clímax, mas no su final, en el auto de fe celebrado el 12 de julio de 1562, donde unos 200 indios fueron castigados con penas que iban de 100 a 200 azotes, hasta la esclavitud por periodos de entre tres y cinco años.2

Los también llamados "juicios de Maní" enfrentaron, por un lado, a la provincia franciscana y el alcalde mayor Diego Quijada y, por el otro, al recién nombrado primer obispo de la diócesis de Yucatán, el igualmente franciscano fray Francisco de Toral; el resto de la elite gobernante yucateca —encomenderos, miembros del Cabildo emeritense y otros funcionarios civiles y eclesiásticos—, también se fracturó, dispensando su apoyo a uno u otro bando de acuerdo, la mayor de las veces, a enemistades o alianzas previas.

Las preocupaciones de los opositores a los procesos de Maní pueden resumirse en dos grandes grupos: primero, la posibilidad de perderse la provincia, pues el excesivo castigo sobre los indios, "unos niños en la fe", los obligaría a rebelarse o, en el menor de los casos, a huir a los montes, y segundo, el enorme poder de los frailes, que los hacía inmiscuirse en causas ajenas a su jurisdicción y que, con respecto a la población indígena, se traducía en el gobierno de sus conductas, su fuerza de trabajo y sus caudales.3 Afirmaciones complementadas con otras que explicaban la desmesurada acción de los frailes debido a su desconocimiento de los indios, su falta de caridad y su ignorancia de la lengua indígena; acusaciones que, en su conjunto, no sólo ponían en duda los méritos de la doctrina y la pastoral ejercida por fray Diego de Landa y sus compañeros de hábito, sino que reforzaban la idea de que la población indígena podía salirse de control y estallar en una rebelión generalizada, habida cuenta de que sus principales guardianes carecían de los elementos necesario para mantenerla fiel a Dios y al Rey.4

Pese a tan malos augurios y al exilio de fray Diego de Landa, los seráficos frailes supieron capear el temporal que, por otra parte, no debió ser tan furioso como sus detractores afirmaron, toda vez que al regreso de Landa a tierras yucatecas, ya investido como obispo de Yucatán, continuó con energía la búsqueda, persecución y extirpación de idolatrías, proceso en el que no faltaron los arrestos, castigos corporales y la exposición a la vergüenza pública para los cientos de indígenas que fueron hallados incursos en diversos grados de culpabilidad en el delito de adorar a sus deidades antiguas.5

Menos de una década después de la muerte de Landa, la crónica escrita por fray Antonio de Ciudad Real, secretario y cronista de la visita realizada en 1588 por el comisario general franciscano fray Alonso Ponce, trasmite la imagen de una provincia pacífica, difícilmente asimilable a la convulsionada Yucatán de unos años atrás, por mucho que escenarios, actores y espectadores fueran los mismos. Según fray Antonio, pueblo tras pueblo se sucedieron los bailes, música, ramadas y las manifestaciones de devoción al hábito y a los religiosos seráficos; a los indios de Maní los describió como "muy devotos de nuestro estado, muy domésticos y obedientes a nuestros frailes".6 Aun cuando la pluma de Ciudad Real ocultase, voluntaria o involuntariamente, los rincones donde se arrojaron las piezas indeseables o discordantes, al parecer, los franciscanos habían tenido la capacidad de limpiar su propia suciedad, dejando la casa apta no sólo para visitas, si no para hacerla habitable a sus propios moradores.

Sin embargo, los sucesos de Maní tuvieron repercusiones cuyos efectos se aprecian en diferentes planos temporales: en lo inmediato, demostraron a los frailes que los mayas yucatecos estaban lejos de ser las inocentes, puras y dependientes personas que, como niños eternos, necesitaban siempre la sombra protectora de sus padres espirituales; ante sus ojos, la evidencia de la capacidad de los indios para mentir, idolatrar y apostatar7 ameritaba la prevalencia de la mano firme sobre la suave, con la desconfianza y el castigo como principales líneas de acción.8 De esta forma, su mirada se mantuvo atenta durante todo el período colonial, siempre a la caza de posibles idólatras, incluso en tiempos donde ya la idolatría había dejado de ser calificada como tal y era considerada producto de embustes de charlatanes o supersticiones de gente ignorante.9

Por otra parte, las denuncias de la excesiva violencia de los frailes sobre los indios dieron pie a una serie de reales cédulas que tuvieron la intención de limitar el poder de la Iglesia sobre los indios en particular, y todos los legos en general.10 Tales disposiciones se convirtieron en armas en las manos de encomenderos y autoridades civiles, hasta entonces poco favorecidos en su batalla con la Iglesia por el control de la población indígena. De esta forma, en las décadas siguientes, gobernadores como Carlos de Luna y Arellano (1604-1612) pretendieron atraer a su jurisdicción las causas de idolatría, así como reducir la injerencia eclesiástica en la vida cotidiana de los indios.11 En su defensa, la Iglesia yucateca unió sus diferentes voces para enarbolar un discurso donde estableció su derecho a proceder contra indios idólatras, incluso sin mediar el brazo secular, al equiparar la idolatría con la herejía, a los idólatras con musulmanes y luteranos, y a los obispos y jueces eclesiásticos con los grandes campeones históricos de la Iglesia en su batalla contra la infidelidad.12 Desde esta visión, los frenos impuestos a la autoridad del obispo y sus jueces habían llevado a más insolencia y rebeldía por parte de los indios, a más escándalos y, principalmente, a incrementar la huida a los montes, con perniciosas consecuencias para la religión, el rey y la civilidad.13

Pese a sus esfuerzos, encomenderos y autoridades tuvieron que ceder en sus pretensiones, más que por las reprimendas reales,14 por ser concientes que los defensores de la Iglesia yucateca no estaban alejados de la realidad cuando afirmaban que los sacerdotes "por experiencia, trato, constante unión, administración y conversación conocen a los indios por dentro y por fuera, que saben sus costumbres, las dolencias que padecen".15 Y ese conocimiento resultaba de especial trascendencia en una región donde tener a buen cerco a la población indígena constituía el mayor de sus imperativos, uno por su aplastante mayoría —que mantenía siempre abierta la posibilidad de rebeliones— y dos, porque, paradójicamente, esos miles de mayas yucatecos constituían la obligada vía de acceso para todo aquel que buscase recorrer la ruta hacia la prosperidad y la riqueza; más aun, para lo españoles, el tributo y el trabajo indígenas eran las únicas razones por las que valía la pena permanecer en tierra tan poco generosa.16

De esta forma, la Iglesia logró conservar su hegemonía en campo tan estratégico, lo que le permitió, a la par de cumplir con su misión fundamental de predicar, convertir y pastorear a sus recién convertidas ovejas, mantenerse como un bastión del régimen colonial, con la consiguiente dotación de prestigio, privilegios e ingresos que tal condición traía consigo.

 

Iglesia al rescate: huida, sublevación y reducción. 1668-1671

La emergencia ocasionada por la actuación de fray Diego de Landa en la persecución y castigo de idólatras provocó la primera manifestación del temor que acompañaría a los españoles yucatecos durante el resto del período colonial: "perder la provincia" sería una frase recurrente a la que se acudiría siempre que se quisiese evitar la aplicación de algún mandamiento real o de las autoridades regionales; para quejarse de funcionarios, civiles o eclesiásticos, abusivos y, principalmente, para señalar las consecuencias de huidas, motines y rebeliones de la población indígena.

La preocupación por buscar, perseguir y expurgar idolatrías, vigente a lo largo de prácticamente todo el período colonial, pone de manifiesto temores de diversa índole que, en conjunto, reflejan la sensación de fragilidad e indefensión presente en el imaginario hispano: en él, los idólatras, casi siempre también hechiceros y encantadores, atraían la desgracia sobre los españoles y despertaban la ira y el dolor divinos. Además, con sus borracheras y malsanas inclinaciones eran motivo de escándalo y malos ejemplos.17 Sin embargo, tal vez lo más inquietante de su presencia fuera la forma en que evidenciaban la pervivencia de una cultura e identidad indígena que, si bien había absorbido algunos rasgos característicos de la cultura occidental, mantenía perfiles propios, distintos y, en ocasiones, distantes al modelo buscado por los conquistadores. Y ¿cómo permanecer ajeno a esa realidad, si el fantasma de la huida y la rebelión indígena cobraba vida un día si ... y el otro también?

Cada vez que la huida adquiría tintes alarmantes debido a la significativa disminución de indígenas en sus pueblos y, por lo tanto, de brazos para el trabajo y para el pago de tributos, factores, ambos, fundamentales para el sostenimiento de la economía regional, se organizaban expediciones de reducción, en las que invariablemente se contaba con la participación destacada de la Iglesia, específicamente del clero diocesano y de la provincia franciscana.18

Para 1668 a un masivo proceso de huida se unió una sublevación que, venida de la zona rebelde de la montaña,19 se había extendido a los pueblos de indios fronterizos de Sahcabchén, Bolonchént Ticul, Popolá y Holaíl, y ya para 1670 el teatro del levantamiento abarcaba incluso a los pueblos del partido del Usumacinta. Los mensajes provenientes de diversas vías y testigos dejaron ver que los pueblos montaraces estaban bien constituidos, con una organización que reproducía la estructura política, religiosa y militar de los antiguos cacicazgos prehispánicos, y que contaban con unos 4,000 guerreros prestos para hacer cumplir las profecías que hablaban de que había llegado el tiempo de que los mayas "salgan de entre los españoles".20

Al fracasar el intento por sofocar la sublevación por la vía militar, las autoridades yucatecas se enfrentaron a la disyuntiva de elegir entre la espada y la cruz: finalmente se optó por esta última, enviando a la región rebelde a tres frailes de san Francisco y a un clérigo, que inmediatamente pusieron manos a la obra. Desde el pueblo de Sahcabchén, los franciscanos mandaron misivas a los principales líderes rebeldes instándolos a deponer las armas con la promesa de que los abusos, malos tratamientos y extorsiones en su contra habían acabado. Por si su propuesta de paz no resultara suficiente, deslizaron la posibilidad de que, en caso de continuar empecinados en la guerra, podría cumplirse la amenaza del gobernador de someterlos por la fuerza.21

Los pueblos que aceptaron la mediación eclesiástica pusieron como condición para su reducción limitar su trato con los españoles al doctrinero que se encargaría de su atención espiritual, tributar únicamente al rey, la cancelación de los repartimientos forzosos y de los servicios personales y la disminución de las limosnas para sus curas. A cargo del franciscano Cristóbal Sánchez quedó una misión que, integrada por 10 de los pueblos reducidos, se constituyó como la Custodia de San Carlos de las Montañas a partir de enero de 1672.22 Pese al optimismo inicial, la naciente Custodia no pudo sobrevivir a una dura infancia marcada por las presiones gubernamentales que exigían el pago de contribuciones y brazos para la apertura de un nuevo camino a la Laguna de Términos, por lo que sería abandonada cinco o seis años más tarde.23

La Custodia de San Carlos no significó el final de los conflictos con los pueblos montaraces ni en la zona fronteriza, pero sí tuvo la capacidad de moderarlos volviéndolos susceptibles de control, poniendo de manifiesto la validez del papel mediador de la Iglesia, particularmente de los franciscanos, entre los diferentes actores del mundo colonial. Pocos años después, a partir de la conquista del Petén Itzá en 1697 a consecuencia de la ambiciosa empresa de construir un camino que comunicase Yucatán con Guatemala, la región fue poblada con pequeñas misiones cuyo doble carácter, espiritual y militar, ejemplifican de manera singular que, más allá de la metáfora, la Iglesia era, en efecto, todo un baluarte del régimen colonial.

 

El baluarte aún funciona: la revuelta de Jacinto Canek

La primera mitad del siglo XVIII transcurrió en calma, pues las manifestaciones indígenas de inconformidad o protesta se habían reducido en forma considerable; las rebeliones o motines prácticamente desaparecieron y, aunque la huida a la montaña continuó, careció del carácter masivo característico de otras épocas. No obstante, la desconfianza en las relaciones entre los dos principales grupos de Yucatán, blancos e indígenas, permanecía incólume. Más aún, la relativa paz, más que tranquilizar los ánimos, pareció elevar la zozobra hispana pues, cual padres que repentinamente dejan de escuchar los sonidos producto de las travesuras de sus hijos, los españoles estaban a la expectativa de cuál sería la próxima "diablura" de los indios yucatecos. Por eso, cuando el obispo fray Ignacio de Padilla puso en marcha la ejecución de la secularización de parroquias franciscanas promovida primero por Fernando VI y luego por Carlos III, despojando a la provincia de San José de Yucatán de nueve de sus 29 curatos de indios, nuevamente se alzaron las voces de aquellos que profetizaban se perdería la provincia a causa del desconsuelo y aflicción que tal medida provocaría en los mayas yucatecos:

Lo que más que todo nos atormenta... es el peligro inminente de perder la cristiandad. Estos naturales a quienes hemos engendrado y educado tanto tiempo en la fe de Jesucristo, pues para racionales conjeturas indefectibles no se mantienen muchos años y perderá la Iglesia estos hijos y su majestad todos estos vasallos.24

La respuesta a sus inquietudes pareció llegar con la revuelta del "monstruoso idólatra y hechicero" Jacinto Canek.25 Aunque rápidamente sofocado —apenas duró del 19 al 26 de noviembre de 1761—, el movimiento, que tuvo como centro el pueblo de Cisteil, enclavado en la región de Sotuta, llenó de los más funestos presagios a la gobernación entera: que todos los españoles de la península serían asesinados en Noche Buena26 o que los sublevados llamarían en su ayuda a los ingleses,27 fueron algunos de los muchos rumores que atizaron el fuego de un temor producto de más de dos siglos de desconfianza entre hispanos y mayas. La noticia de nuevos conatos de rebelión hizo que no bastasen las penas de muerte, torturas, destierros y demás castigos impuestos a los participantes del levantamiento para minorar el miedo existente.28

Tan unánime como la creencia en la gravedad de la sublevación fue que ésta había ido igualmente contra ambas majestades, Dios y el rey.29 Para el gobernador José de Crespo el problema había radicado en la deficiente labor de sus padres espirituales, que no habían enseñado a los indios yucatecos la doctrina cristiana en castellano y les permitían "celebrar sus festividades con los instrumentos y bailes de la antigüedad con que recuerdan sus ritos e idolatrías a que [se] inclinan temerariamente".30 Y como la zona de impacto de la rebelión caía exclusivamente en territorio bajo la administración parroquial del clero secular, no fue difícil encontrar qué padres espirituales eran culpables por faltar a su misión principal: asegurar la fidelidad indígena al régimen colonial, sus instituciones y autoridades.

Para subsanar tal deficiencia, el Cabildo Eclesiástico en sede vacante solicitó a la provincia franciscana enviar a sus religiosos en misiones temporales a los territorios afectados: Homún, Mama, Sotuta, Yaxcabá, Tixcacaltuyú, Ichmul, Sacalaca, Tihosuco, Chikindzonot, Chunhuhub y Bacalar;31 más adelante, los frailes extendieron sus misiones a prácticamente toda la gobernación, incluyendo regiones no tocadas por el levantamiento.32 La Corona también tomó cartas en el asunto y ordenó al obispo y al gobernador que procurasen mantener un sacerdote en todos los pueblos distantes cuatro leguas o más de sus cabeceras.33

Las misiones permanecieron el tiempo considerado necesario para acallar los ecos de la revuelta de Canek. Así, mientras hubiera testimonios como los del obispo fray Antonio Alcalde, que denunció haber encontrado cómplices de la rebelión en los curatos de Chikindzonot, Tihosuco, Kikil, Chunhuhub, Sacalaca, Peto, Tixcacal Tuyub y Sotuta, los franciscanos continuarían con su cruzada evangelizadora.34 De la aceptación de su trabajo dan cuenta las misivas enviadas al rey por parte del obispo fray Antonio Alcalde, los gobernadores José Álvarez (1762 a 1763) y Cristóbal de Zayas (1765-1771), y el rector jesuita Martín del Puerto, haciendo constar los buenos oficios de los frailes, que ninguno de los pueblos bajo su administración participó en la sublevación35 y de cómo "uno de los medios para el sosiego, fue el que despachase religiosos por todas partes el padre provincial fray Fernando Murciano, para que se aplacasen a los inquietos".36 Frente a tales razonamientos, el 9 de mayo de 1766 se expidió una real cédula mediante la cual el rey suspendió en Yucatán el proceso de secularización de curatos, dejando a la provincia franciscana de San José en la posesión de 20 doctrinas de indios.

 

Nuevos baluartes para un nuevo régimen: intendentes, subdelegados y jueces

Aun cuando sólo un observador muy suspicaz hubiese quitado brillo al clamoroso triunfo franciscano, cuya preservación de una veintena de curatos de indios resulta excepcional en el concierto de las provincias religiosas novohispanas, una mirada más profunda habría notado algunas significativas modificaciones en el papel adjudicado a la Iglesia como guardiana del orden y de la fidelidad indígena a ambas majestades. La más notoria es que los aplausos a su campaña evangelizadora provinieron fundamentalmente de los diferentes sectores de la estructura eclesiástica —obispo, Cabildo Eclesiástico, jesuitas—, mientras que los funcionarios reales —gobernadores y tenientes del rey— apenas se limitaron a señalar la conveniencia de que permanecieran en la posesión de sus doctrinas, habida cuenta de que los indios a su cuidado no participaron en la sublevación; en otras palabras, reconocían la eficiencia de su labor pastoral, mas no les concedían crédito en la pacificación. Esas estrellas se las colgaron a ellos mismos y a sus ayudantes quienes, con las armas en la mano, sofocaron la rebelión y castigaron a los insurrectos.

Esos primeros visos del traslado de funciones de la institución eclesiástica al Estado aparecieron abiertamente durante el gobierno del primer intendente de Yucatán, Lucas de Gálvez (1789-1792). El primer reto que planteó a la Iglesia yucateca fue el nombramiento de jueces españoles con residencia en cada una de las cabeceras de curatos, pues hasta entonces los únicos representantes del régimen colonial en los pueblos de indios habían sido los ministros doctrineros.37

Las señales de que esa presencia incomodaba a la Iglesia llegaron desde varios frentes: primero fueron los franciscanos que, involucrados en otra campaña de búsqueda y extirpación de idolatrías, se habían topado con las nuevas autoridades, las cuales no sólo desestimaron su trabajo, sino que los desautorizaron y pretendieron ser ellos sus jueces e inquisidores.

Así por ejemplo, en julio de 1790 fray Manuel Antonio de Armas, guardián de Oxcutzcab, acudió a un poblado que se ubicaba a 40 leguas de la cabecera de su curato para destruir una imagen de piedra que, conocida bajo el apelativo de Cayut, o "Dios de los montes", había atraído la veneración y culto de los indígenas de la región.38 A las actividades de fray Manuel se unieron las de fray José Perdomo, guardián de Teabo, quien encarceló a un indio por el delito de idolatría e integró una averiguación contra otro, nativo de Chichanhá, acusándolo de hechicero. Sin embargo, el subdelegado del partido de La Sierra, Gregorio Quintana, liberó al idólatra y desestimó el caso del supuesto hechicero. La molestia franciscana ante tal hecho se trocó en indignación cuando el juez español de Akil, pueblo de visita de Oxcutzcab, remitió ante Quintana a 11 presuntos idólatras, nueve de los cuáles fueron puestos en libertad por decisión del subdelegado.39

La negativa de los principales de Teabo a cooperar con el presbítero Bernardo Valdez, enviado por el obispo para investigar las denuncias del padre Perdomo, confirmó la impresión de los prelados de la Diócesis y de la Provincia franciscana de que la intención de Gálvez era destruir la influencia de la Iglesia sobre la población indígena.40 La inconformidad seráfica se plasmó en un escrito de su provincial, fray José Fabián Carrillo, donde acusaba a Gálvez y a Quintana de perseguir a sus religiosos, recabar informaciones en su contra e inducir a los indios a dejar de cumplir con sus obligaciones cristianas.41 Por su parte, el obispo fray Luis de Piña y Mazo (1780-1795), publicó un edicto el 18 de abril de 1791, en que exhortaba a los funcionarios reales a no perturbar ni usurpar la jurisdicción eclesiástica, so pena de excomunión mayor.42

En su defensa, y para exigir la remoción y castigo de fray Casimiro de Villa, autor de un papel en su contra que contenía "proposiciones insultantes y turbativas de la paz", Gálvez remitió un expediente al rey dando cuenta de las causas de sus controversias con el obispo y la Provincia franciscana. Según el intendente, la molestia de la Iglesia yucateca era ocasionada porque los subdelegados estaban en posesión de una autoridad y jurisdicción de la que los antiguos capitanes a guerra carecían, por lo que durante siglos se había dejado "obrar a los eclesiásticos en negocios totalmente ajenos de su autoridad".43 El dominio que los ministros de la Iglesia mantenían sobre la población indígena era ya intolerable, pues "el gobierno de los indios, el cuidado de su civilización y la libertad de sus contratos y servidumbre es al cargo de los jueces españoles en los pueblos menores con dependencia de los subdelegados de cada Partido residentes en las cabeceras".44 Para Gálvez, la misión de un cura era atraer a su feligresía con dulzura, y no valiéndose de la violencia, como hasta ese entonces habían hecho los doctrineros de Yucatán, quienes, antes que oponerse a las jueces y funcionarios reales, tenían como deber predicar el respeto hacia sus personas y autoridad. Más aún, en apoyo a su argumento, incluyó un expediente integrado por su teniente y auditor de guerra en el que se afirmaba que los curas y jueces eclesiásticos, una vez recibida la autorización por parte del prelado diocesano, quedaban "sujetos en orden a sus conductas y cumplimiento de sus ministerios a los jueces reales".45 En pocas palabras, el escrito de Gálvez dejaba ver que el cura ideal era el que fungía como verdadero padre espiritual, no autoritario, ni mucho menos entrometido en la tarea de aquel que era el verdadero y único garante de la paz y seguridad de personas y patrimonios: el Estado español.

 

Epílogo

Si los adoradores de Cayut o los idólatras de Teabo no significaron el antiguo riesgo de "perder la provincia", sí pusieron de manifiesto el nuevo marco de actuación para el clero. La vena ilustrada de Gálvez difícilmente podía ser más clara, pues no se coartó en su intención de reducir el papel de la Iglesia al terreno espiritual, además de pretender sujetarla a la autoridad, no sólo del monarca hispano sino de sus funcionarios y representantes en América. Aun cuando su asesinato —ocurrido en 1792— suspendió ese y otros litigios que sostenía con distintos sectores de la Iglesia yucateca, era evidente que ya no se consideraba asunto de la competencia del clero la salvaguarda de la policía y civilidad de los súbditos de su majestad.

Más aún, a diferencia de las controversias suscitadas en el siglo XVI y principios del XVII, época en la que algunos funcionarios reales intentaron atraer al brazo secular la competencia en casos de idolatrías, en el siglo XVIII no era ya la voluntad de un gobernador, de un ministro visionario o incluso de un monarca la que pretendía poner coto a la influencia eclesiástica en asuntos temporales: ahora se trataba de una mirada, una mentalidad, una política que iban más allá de las fronteras y los proyectos imperiales. Por eso, no es de extrañar que, medio siglo más tarde, a más de dos décadas de consumada la independencia de España, cuando la Guerra de Castas hizo, como nunca, visible la posibilidad de "perder la provincia", la participación de la Iglesia como muro de contención fuera no sólo limitada sino inútil; la huida del obispo de Yucatán a Tabasco, convertido en uno más de los miles de yucatecos blancos que buscaban refugio lo más lejos que podían, constituyó una certificación, casi firmada por notario, de que el viejo baluarte colonial finalmente había sucumbido ante al martillo implacable de la modernidad.

 

Bibliografía

Documentos

Biblioteca Nacional de México

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Archivo General de Indias (Sevilla)

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Autores

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Notas

1 Una versión preliminar de este texto fue presentada en el Simposio "Tradición y reforma en la Iglesia Hispanoamericana y Peninsular (1760-1830)" en el marco del XV Congreso Internacional de la AHILA, Leyden, Holanda, agosto 2009.

2 Sobre los juicios de Maní véase el ya clásico compendio documental y análisis introductorio de Frances Scholes y Eleanor Adams. Don Diego Quijada, alcalde mayor de Yucatán. 1561-1565. vol. I, pp. V-CVII. Igualmente, ver Inga Clendinnen, Ambivalent Conquest. Maya and Spaniard in Yucatán, 1517-1570, pp. 72-92, y María del Carmen León Cázares, "Diego de Landa", Historiografía novohispana de tradición indígena, vol. I, pp. 259-280.

3 La pregunta 17 de una probanza realizada a instancias del obispo Toral en enero de 1763 inquirió sobre "si saben que los naturales estaban a punto de se alzar y rebelar, vistos tantos agravios y no teniendo justicia que les favoreciese"; por su parte, la pregunta 9 decía "y que ellos [los frailes] han hecho tasaciones, dado salarios y tenían en su poder y a su mando las cajas de las comunidades". Scholes y Adams, op. cit. doc. XXXI, pp. 253, 254.

4 Carta del obispo de Yucatán al Rey. 1° de marzo de 1563, ibid., vol. II, doc. LXI.

5 John Chuchiak IV, "El regreso de los autos de Fe: fray Diego de Landa y la extirpación de idolatrías en Yucatán, 1573-1579", en Península, vol. I, núm. 0, pp. 29-47.

6 Antonio de Ciudad Real, Tratado curioso y docto de las grandezas de la Nueva España, vol. II, p. 367.

7 En un interrogatorio realizado a instancias de Landa la pregunta 17 señalaba que los castigos se realizaron... "viendo los dichos religiosos tan gran perdición en partes donde tanto habían trabajado y tanto fruto entendían haber hecho y tanta cristiandad mostraban los naturales en lo exterior, teniendo en el corazón los ídolos e idolatrías". Scholes y Eleanor Adams, op. cit. doc. XXXII, p. 294.

8 Respecto al uso de la violencia como estrategia pastoral, véase el ya citado trabajo de Inga Clendinnen, pp. 112-128, y de la misma autora, "Disciplining the indians: franciscan ideology and missionary violence in sixteenth-century Yucatán", en Past and Present 94, pp. 27-48.

9 En 1792 el intendente de Yucatán, Lucas de Gálvez, en una carta dirigida al rey calificó una denuncia de idolatría y hechicería como "un tejido de embustes", añadiendo: "¿quién en el día cree en brujas y otros cuentos de embusteros holgazanes?". Mérida, 18 de mayo de 1792. AGI, México 3072.

10 Entre estas disposiciones destaca la real provisión de la Real Audiencia de México, fechada el 4 de septiembre de 1570, refrendada por una real cédula de 12 de agosto de 1574. Citadas por Pedro Sánchez de Aguilar, "Informe contra los idólatras de Yucatán", en Anales del Museo Nacional de México, t. VI, pp. 30, 31.

11 Además de las reales cédulas arriba señaladas, donde se exhortaba a los religiosos a no tener cepos ni cárceles en sus conventos en los que recluían a indios bajo el pretexto de estar amancebados o haberse emborrachado, hubo otra de 28 de junio de 1799 por la cual se instó a los gobernadores de Yucatán a "remediar lo que toca a idolatría". Ibid, pp. 26 y 27.

12 Según Sánchez de Aguilar, en los procesos de Maní Landa procedió "cual otro Matatías (Macabeos II), aprehendió a los que los adoraban, los azotó y los encarceló, y cuanto pudo él y sus compañeros (cuyos nombres escritos están en el Libro de la Vida) extinguieron con todo rigor y esfuerzo este pecado". Ibid, p. 29.

13 "Porque si los jueces eclesiásticos tan sólo procedieran con censuras contra estos idólatras quedarían impunes ... el reo muy fácilmente se podría librar huyendo y ocultándose en los montes donde cometería otros delitos como homicidios, incestos, perpetua idolatría y quedaría burlada la justicia eclesiástica". Ibid. p. 47. La versión franciscana se encuentra resumida en Diego López Cogolludo, Historia de Yucatán, pp. 453-458.

14 Real cédula de 24 de marzo de 1609, donde se reprende a Carlos de Luna y Arellano por no haber prestado su auxilio a clérigos y frailes y por integrar averiguaciones contra la actuación de un religioso. Ibid. p. 34

15 Ibid, p. 63.

16 La dependencia hispana en el tributo y trabajo indígenas fue puesta de manifiesto desde fechas muy tempranas. Como ejemplo, véase la solicitud del Cabildo de Mérida al rey hecha en 1543, sólo un par de años después de consumada la conquista, donde se afirmaba que "en recompensa de nuestros servicios, gastos y trabajos: atento que esta tierra es pobre y sin provecho... nos den perpetuo para nos, e para nuestros hijos, los indios que nos dieren en repartimiento, porque con esta merced permaneceremos en ella", apud Cristina García Bernal, Yucatán. Población y encomienda bajo los Austrias, p. 228. Casi dos siglos después, en 1722, en el marco del conflicto suscitado por los esfuerzos del obispo Juan Gómez de Parada por suprimir el trabajo forzoso indígena, el procurador de la provincia yucateca afirmaba que "puestos en conflicto de aliviar a los indios de dicho servicio se destruye la habitación de los españoles en esta provincia". Citado por Solís Robleda, Bajo el signo de la compulsión. El trabajo forzoso indígena en el sistema colonialyucateco: 1540-1730, México, CIESAS-ICY-Miguel Ángel Porrúa Editores-CONACULTA-INAH, 2003, pp. 51-52. Sobre el tema véase también Robert Patcht, Maya and Spaniard in Yucatán, 1648-1812, Stanford, California, Stanford University Press, 1993, pp. 32-36.

17 Según Pedro Sánchez de Aguilar, la presencia de un misterioso duende que asoló Valladolid se debió "a los muchos hechiceros, encantadores e idólatras de estos tiempos". Igualmente, el sudor de una imagen de la virgen María al ser preparada para retornar a Yucatán, se debió al "sentimiento de la madre de Dios de que la volviesen a este Obispado, donde la ley santísima de su divino hijo estaba y había de ser menospreciada de aquestos indios idólatras". Sánchez de Aguilar, op. cit., pp. 80-82.

18 Al respecto, véanse los textos de José Manuel Chávez Gómez, La custodia de San Carlos de Campeche. Intención franciscana de evangelizar entre los mayas rebeldes; Pedro Bracamonte y Sosa, La conquista inconclusa de Yucatán. Los mayas de la montaña, y, del mismo autor, la compilación documental La perpetua reducción. Documentos sobre la huida de los mayas yucatecos durante la colonia. Otras reducciones de menor entidad se encuentran consignadas en Archivo General de Indias (en adelante AGI) México, 360 y AGI, Escribanía 308A.

19 Ese nombre genérico se le dio a la zona montuosa, de límites geográficos más bien imprecisos, ubicada en la parte sur de la península, caracterizada por albergar a indígenas prófugos, rebeldes o insumisos.

20 Pedro Bracamonte y Sosa, La conquista inconclusa..., op. cit., pp. 253-280.

21 Ibid., pp. 300, 301.

22 José Manuel Chávez Gómez, op. cit., 290.

23 Ibid., pp. 325, 326. Pedro Bracamonte y Sosa, La conquista inconclusa. , op. cit., 337.

24 "Relación por mayor de lo acaecido en el despojo de las doctrinas de la provincia de Yucatán, ejecutado por el señor arzobispo de aquellas provincias con auxilio del gobernador de ellas el día 20 y 21 de noviembre de 1754." Biblioteca Nacional de México, Fondo Reservado, Archivo Franciscano, Exp. 1153, f. 34. Por su parte, el gobernador, el teniente de gobernador, el procurador general de los indios y el Cabildo de Valladolid enviaron misivas al Rey haciéndole saber la aflicción de los indios, su negativa a recibir los sacramentos de otras manos que no fueran franciscanas y el riesgo de que, ante su imposibilidad para asegurar su manutención, la provincia de San José de Yucatán desapareciese. Véase el resumen de estas cartas consignado en "Expediente de secularización del curato de Motul. 1768". AGI, México, 2601.

25 Frase contenida en "Informe de fray Antonio Alcalde, obispo de Yucatán, al Rey", 8 de febrero de 1765. AGI, México 3019. Sobre la revuelta de Jacinto Canek ver Robert Patch, "Cultura, comunidad y 'rebelión' en el levantamiento de 1761 en Yucatán", El repartimiento forzoso de mercancías en México, Perú y Filipinas, México, pp. 146-169; Gudrum Mossbrucker, "Quisteil, Yucatán, 1761: ¿movimiento mesiánico o borrachera violenta?", Memorias del Tercer Congreso Internacional de Mayistas, pp. 799-809; Pedro Bracamonte y Sosa, La encarnación de la profecía. Canek en Cisteil.

26 "Carta de Agustín Palomino a su provincial Pedro Reales", Campeche, 31 de diciembre de 1761. Archivo General de la Nación de México (en adelante AGN), Jesuitas, vol. 1-12, exp. 613, f. 3651.

27 El rector del colegio jesuita de Mérida al Rey, Mérida, 12 de enero de 1763. AGN, Archivo Histórico de Hacienda, vol. 106, exp. 20.

28 "Carta al Rey de Joseph Bernardo de Alarcón y Juan Antonio de Mendicuti, del Cabildo Eclesiástico, contra el gobernador Joseph de Crespo", Mérida 30 de agosto de 1672. Reproducido en Rey Canek. Documentos sobre la sublevación maya de 1761, compilación e introducción de Pedro Bracamonte y Gabriela Solís Robleda, México, CIESAS, Instituto de Cultura de Yucatán y UNAM, 2005, pp. 253, 254.

29 El interrogatorio a los participantes en la rebelión incluía la siguiente cuestión: "Preguntado si no sabe que el haber acompañado a los conspirados de Cisteil en sus idolatrías y demás excesos cometidos ha sido haber faltado a la ley de Dios y al rey nuestro señor". Además, los calificativos de sedicioso e idólatra, aplicados por igual a Canek, dejan ver que la asimilación entre crimen y pecado, religión y policía, mantenía plena vigencia. Ibid., p. 111.

30 "Carta del gobernador Joseph Crespo al virrey". Mérida, 16 de enero de 1762. Ibid., p. 259.

31 "Circular del Provisor y vicario general Sede Vacante a los señores curas beneficiados", mayo de 1762. Archivo del Museo Nacional de Antropología e Historia, Fondo Franciscano, vol. 166, f. 228.

32 Sobre la cruzada evangelizadora promovida por el Cabildo Sede vacante y ejecutada por la provincia franciscana de San José, véase Adriana Rocher Salas, "Entre el cordón de San Francisco y la Corona de San Pedro: la administración parroquial en Yucatán", en Estudios de Cultura Maya, XXV, 2005, pp. 162, 163.

33 "El teniente de rey y gobernador interino da cuenta de haberse puesto en planta la real orden de 6 de octubre de 1764". Mérida, 2 de julio de 1765. AGI, México 3017. El 18 de octubre del mismo año se publicó la misma real cédula, ahora dirigida al virrey, presidentes de Audiencia y gobernadores e la Nueva España. Ismael Sánchez Bella, Iglesia y Estado en la América Española, pp. 136, 137.

34 "Informe de fray Antonio Alcalde, obispo de Yucatán, al Rey. 8 de febrero de 1765". AGI, México 3019.

35 El rector del colegio jesuita de San Javier apuntó que "ninguno de los pueblos pertenecientes a su dirección se rebeló". El rector del colegio jesuita de Mérida al Rey, Mérida, 12 de enero de 1763. AGN, Archivo Histórico de Hacienda, vol. 106, exp. 20. En el mismo sentido fueron las palabras del gobernador Cristóbal de Zayas, en una carta del 21 de febrero de 1767. "Expediente de secularización del curato de Motul". 1768. AGI, México, 2601. "Informe de fray Antonio Alcalde, obispo de Yucatán, al Rey". 8 de febrero de 1765. AGI, México 3019. "El teniente de rey y gobernador interino da cuenta de haberse puesto en planta la real orden de 6 de octubre de 1764", 2 de julio de 1765. AGI, México 3017. Álvarez era por segunda ocasión gobernador interino, pues la primera vez ocurrió a la muerte de José Crespo en 1762 y desde entonces recomendó la permanencia de los franciscanos en sus curatos.

36 "El rector del colegio jesuita de Mérida al rey. Mérida, 12 de enero de 1763". AGN, Archivo Histórico de Hacienda, vol. 106, exp. 20.

37 Establecidas las subdelegaciones, se pusieron jueces españoles en cada una de las cabeceras de curatos. "Carta de fray José Fabián Carrillo al virrey Conde de Revillagigedo", Mérida, 8 de abril de 1791", AGN, Civil, vol. 1454, exp. 6. Al respecto, véase también Farriss, La sociedad maya bajo el dominio colonial, pp. 144-150.

38 "Carta de Pedro de Baranda. Campeche, 11 de enero de 1791". AGN, Clero Regular y Secular, vol. 142, exp. 1.

39 "El intendente de Yucatán Lucas de Gálvez al rey sobre remoción de fray José Perdomo, Mérida, 18 de mayo de 1792". AGI, México, 3072. "Cartas de fray Manuel Antonio de Armas al subdelegado Gregorio Quintana. 20 y 21 de junio de 1791." AGN, Civil, vol. 1454, exp. 7. "Carta de Gregorio Quintana al obispo de Yucatán". Junio de 1791. AGN, Civil, vol. 1454, exp. 7.

40 "Certificación de fray Bernardo Valdez". Mérida, 17 de marzo de 1791. AGN, Civil, vol. 1454, exp. 7.

41 "Carta de fray José Fabián Carrillo al virrey Conde de Revillagigedo. Mérida, 8 de abril de 1791". AGN, Civil, vol. 1454, exp. 6.

42 Sobre la relación entre la Iglesia yucateca y el intendente Lucas de Gálvez véase Adriana Rocher Salas, La disputa por las almas. Las órdenes religiosas en Campeche. Siglo XVIII, en prensa. Cap. IV, apartado 4a.

43 "El intendente de Yucatán Lucas de Gálvez al rey sobre remoción de fray José Perdomo, Mérida, 18 de mayo de 1792", Mérida, 18 de mayo de 1792. AGI, México 3072.

44 Idem.

45 "El gobernador y capitán general de Yucatán al Rey, Mérida, 20 de julio de 1791. AGI, México 3072.

 

Información sobre la autora:

Mexicana. Doctora en Geografía e Historia por la universidad Complutense de Madrid, e investigadora de la universidad Autónoma de Campeche, es especialista en estudios relacionados con Historia de la Iglesia y de la religiosidad en la península de Yucatán durante el período colonial; temas sobre los cuales ha publicado diversos capítulos en libros y artículos en revistas especializadas de España, Colombia y México. Miembro del sistema Nacional de Investigadores. adrocher@hotmail.com

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