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Península

versión impresa ISSN 1870-5766

Península vol.1 no.2 Mérida sep./dic. 2006

 

Reseñas

 

Silvia Eugenia Castillero, Zooliloquios. Historia no natural

 

Carolina Depetris

 

México, Conaculta, 2003, 72 pp. (Colección Práctica Mortal).

 

UACSHUM, UNAM.

 

Agua, tierra, fuego y aire son los cuatro elementos que dan forma al mundo natural. El agua apaga el fuego y riega la tierra, el aire seca la tierra y alimenta al fuego. Odio y amor, decía Empédocles, es lo que une y separa a los elementos. En la unión los seres nacen, en la separación mueren. Los cuatro elementos, los principios, siempre están en el mundo, pero todo lo que en él habita, nace, es y muere sujeto a lo contrario. La poeta mexicana Silvia Eugenia Castillero, en su último poemario, se alimenta de esta doctrina para configurar un zoológico poético en una historia que, curiosamente, anuncia como no natural. El oxímoron augura un acertijo poético difícil.

La historia no natural de Castillero está contada por seres de agua, de tierra, de fuego y de viento. Estos seres son animales: los seres de agua y de viento son mayormente fantásticos, los de tierra y fuego principalmente reales, pero la distinción resulta irrelevante en los poemas. Como el título anuncia, cada uno de estos seres destaca en la voz que los distingue y habla en soledad, pero juntos componen, en el libro, un bestiario poético. Los bestiaria, tan utilizados en el Románico para simbolizar perversiones y virtudes humanas, siempre han sido ubicados en los márgenes decorativos de pinturas, muebles y edificios. Animales positivos y negativos permanecen en metopas y capiteles de los claustros medievales, en las iluminaciones de manuscritos, en las misericordias de los coros, cada uno engarzado en una profusa cadena de formas. Esta prolongación de un animal en otro, de un ser en otro, abre un mundo de intensa metamorfosis y analogía que, por una parte, celebra la ramificación de las formas y, por otro, atemoriza.

El bestiario de esta poeta engarza en la tradición románica, pero en él prima una angustia de extrañamiento, el costado terrible de una forma que muta, que cambia, y que ya no puede volver a ser lo sido. En sus poemas, Castillero congela en instantes de furtiva intensidad un suceso donde los animales hablan de cómo se convierten en otros seres, de cómo se mimetizan con lo contiguo, pero también, y sobre todo, los animales hablan de la pérdida de lo natural. En el universo que propone este libro, las bestias aparecen despojadas de su entorno: la selva ahora es una ciudad. Expropiados de su naturaleza, los animales son reducidos a una minúscula esencia, casi a un recuerdo. El buitre se vuelve "temeroso, lento y opaco en sus furores" encerrado en una jaula de zoológico donde "le suspendieron la carne para volverlo prudente"; el topo sale de la tierra para quedar "rodeado de la eternidad del día y su mediocre iluminación"; la medusa se seca lentamente en la arena de la playa. Separados de lo propio, fuera de sí, los animales del bestiario se enfrentan a su muerte. Condenados, caen en la resignación o en la lucha. La lucha ocurre clandestinamente en los recovecos de la urbe. Siempre de noche (Silenia es un testigo recurrente en los poemas), los animales acechan a los hombres en sus casas desde las hendijas, desde los rincones. Aquí es donde aparece la poeta con voz propia, espiada también por las bestias, como ocurre con el poema "La migala" o "El gato". Ella, junto con "los habitantes de la tierra que se fue quedando baldía", es sensible a estas temibles presencias, a la "fuga de formas equívocas": "de noche siento encenderse los rincones. Busco animales que mordisquean su contorno, un bulto que se transforme veloz". Cuando llega la noche, dice, reina el terror porque esta sigilosa incursión de los animales esconde una oculta venganza: el retorno de la espesura vegetal en una ciudad sin árboles, sacar ahora a los hombres de su metafísica segura y someterlos a una ley desconocida. Una dimensión paralela se abre en la ciudad nocturna y todo, entonces, esconde un secreto velado, a veces minúsculo, en aquello que creíamos ser real. La deuda de estos animales con Cortázar es, como vemos, fuerte.

Para apoyar la sensación de furtividad y cambio que despliega este mundo animal, Castillero cruza géneros en sus poemas. El libro está compuesto, mayormente, por poemas en prosa, forma de por sí híbrida que la sitúa cerca tanto de Aloysius Bertrand y Baudelaire como del surrealismo y postsurrealismo. Estos poemas a veces constituyen pequeños relatos, incluso microrelatos, y otras veces despliegan versos de sintaxis concisa. Las metáforas son por momentos crípticas, y algunas imágenes destacan en los poemas con lacónica belleza. El ritmo es quebrado y esto, sumado a lo anterior, permite reflejar en la formalidad poética el asalto subrepticio de las bestias.

En un libro anterior, Entre dos silencios (editado por primera vez en 1992 por Conaculta) Castillero habla de la poesía como experiencia. Esta experiencia supone, para la poeta, "perder la razón del lenguaje para encontrar la razón del lenguaje". Esta búsqueda de la esencialidad poética por la vía negativa entronca a Castillero con la mística católica y también laica, y recuerda algunas experiencias poéticas del siglo XIX y XX, dramáticas por la profunda conciencia de una totalidad lingüística y ontológica posibles desde el vacío. Esta práctica poética, sujeta a una constante sustracción o muerte, marca el ciclo de Zooliloquios: los animales mueren en su condición natural para resurgir de noche en el espacio no natural de la ciudad. En esta rutina hablan de una poderosa mutación, plena y terrible, cruel y amorosa. Las formas caen unas en otras en una resignificación continua, al igual que la poesía que es, ella también, una "forma formándose". Un libro difícil, que invita a más de una lectura para destapar sus sentidos escondidos, Zooliloquios canta de forma conmovedora al arduo y hermoso ejercicio vital.

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