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Península

Print version ISSN 1870-5766

Península vol.1 n.1 Mérida Mar./Jun. 2006

 

Reseñas

 

David Cordingly, Under the Black Flag: the Romance and the Reality of Life among the Pirates

 

Adrián Curiel Rivera

 

New York, Harvest Book, 1997, 296 pp.

 

UACSHUM, CH, UNAM.

 

Piratas de verdad y de mentira

La historia de los piratas que se enseñorearon de las rutas oceánicas entre los siglos XVI y XVIII bien podría resumirse o como el itinerario de las tropelías de un puñado de ladrones y aventureros, o como la manifestación extraterritorial de una guerra entre potencias europeas —sobre todo España, Francia e Inglaterra— para imponer la hegemonía económica y política a raíz del descubrimiento de América y el reparto de tierras decretado por el Papa Alejandro VI. La figura del pirata, no obstante, ha trascendido su categoría estrictamente histórica y se ha apoderado del imaginario colectivo de las sociedades modernas (donde, por otra parte, han surgido nuevas formas de piratería y resucitado otras que se creían suprimidas) a través de numerosas recreaciones de sus hazañas que van desde la literatura, la pintura y el cine hasta el cómic y la música operística o sinfónica. De esta manera, la realidad y la ficción han ido entretejiendo una leyenda donde los testimonios fidedignos de víctimas, o las deposiciones documentadas de verdaderos piratas sometidos a juicio y ejecutados, se confunden y conviven con los personajes de La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, con los intrépidos corsarios de las sagas marítimas de Emilio Salgari, con el Capitán Garfio de Peter Pan o con las aterradoras estampas de los dibujantes Howard Pyle y su discípulo N.C. Wyeth. El cine, naturalmente, ha ejercido una influencia notable en la forma como hoy imaginamos a los más célebres piratas, a sus barcos, incluso a los paradisíacos escenarios tropicales en cuyas costas, en teoría, echaban anclas para emborracharse y repartir el botín luego de saquear una opulenta villa virreinal o tras el exitoso abordaje de una carabela española cargada de tesoros. Es difícil no asociar los nombres de ciertos actores como Errol Flynn y Douglas Fairbanks a películas del estilo de El halcón del mar y El pirata negro, u olvidar el uso tendencioso que hizo Hollywood, en la década de los 40, de cintas en las que los piratas del XVI simbolizaban el patriotismo y la superioridad moral de los países anglosajones frente a una España imperial, fanática y corrupta que guardaba un nada disimulado paralelismo con la del Generalísimo Franco, aliado ideológico de Hitler y Mussolini antes del estallido de la segunda guerra mundial.

La iconografía contemporánea de los piratas, por lo tanto, se ha nutrido tanto de sucesos verídicos como verosímiles, de biografías reales e inventadas, de pequeños incidentes rigurosamente falsos y de grandes episodios que ocurrieron pero a los que no resulta fácil dar crédito. Recuérdese la devastación de Panamá por parte de Henry Morgan en 1671. Fue de tal magnitud que obligó a los habitantes que pudieron escabullirse a reconstruir por completo la ciudad en un nuevo emplazamiento. Las representaciones más populares de los piratas, por otra parte, han contribuido a revestirlos de un aura romántica que cualquiera que haya caído en sus garras no habrá podido divisar ni por asomo. ¿Cómo determinar entonces si lo que sabemos o creemos saber coincide con lo que fue su realidad específica? ¿Hasta que punto la percepción que en la actualidad se tiene de ellos es correcta o errónea?

Para desbrozar lo que hay de verdad y mentira en el universo imaginado de los piratas, el especialista inglés David Cordingly, académico y por muchos años curador en jefe del Museo Nacional Marítimo en Greenwich, ha escrito este ensayo. La finalidad es emprender el rastreo de los lugares comunes que conforman el estereotipo "pirata" para averiguar a continuación de dónde procede cada tópico y si éste se ajusta o no a los datos objetivos que las investigaciones históricas han podido constatar.

El cotejo se inicia con el tema relativo a las patas de palo y los loros. Se trata de aclarar si entre los marineros consagrados a las tareas piráticas había individuos como Long John Silver, personaje inmortalizado por R. L. Stevenson, que se paseaba por cubierta al compás de los bastonazos de su tibia de madera. A Silver lo acompañaba un locuaz periquillo, el cual protestaba o repetía frases inconexas mientras se balanceaba sobre el hombro de su amo y se acicalaba las plumas con el pico. Stevenson era consciente de lo que hacía al trazar las características de su héroe y asignarle el puesto de cocinero del barco. No era extraño entre los marinos de los siglos XVII y XVIII, piratas o no, quedar expuestos a una serie de peligros y enfermedades que demandaban remedios tan drásticos como rudas eran las condiciones de navegación. Una pierna despedazada por una ráfaga de proyectiles o gangrenada por una bala de arcabuz, requería la inmediata atención del cirujano y, a falta de éste, del carpintero con su serrucho. Era práctica habitual en la Armada Real seleccionar entre los lisiados al personal encargado de los ranchos. Stevenson, por consiguiente, se inspiró en la realidad para inventar a Silver, aunque él mismo ha reconocido su deuda con otro modelo: W. E. Henley, un carismático amigo, ajeno a la vida marítima, que por una complicación en la infancia había perdido una extremidad. Entre los navegantes de esas centurias hubo además, al menos, tres capitanes piratas "pie o pata de palo" que aterrorizaban a sus víctimas cuando les precedía el repiqueteo sordo de su marcha descabalgada (a quienes Cordingly, curiosamente, no menciona en relación con este asunto): el francés Francois Le Clerc y los holandeses Cornelius Corneliszoon Jol y Diet Heyn. Por lo que toca a los pericos, no hay duda de que suscitaban en los europeos gran fascinación. Al principio los capturaban sin otro propósito que volver al Viejo Continente con algún exótico souvenir. Pero estas aves, gracias al brillante colorido de sus alas, a la simpatía que despertaban sus facultades oratorias y a la circunstancia de que fuera más fácil su cuidado que el de los monos u otros animales, pronto encabezaron la lista de las mascotas predilectas de los piratas. En sus diarios William Dampier describe unos loros salvajes que él y otros cortadores de palo de tinte pudieron avistar cerca de la Bahía de Campeche: "Su plumaje era de un amarillo y un rojo bizarramente mezclados, y no paraban de parlotear. No había marino que no quisiera llevarse uno a bordo".

Otra cuestión relativa a los piratas que ha excitado la fantasía de millones de escritores y lectores, y que continúa deleitando al público con cada nueva superproducción hollywoodesca, se refiere a los asaltos sorpresivos a los puertos coloniales en América y a los abordajes a galeones españoles supuestamente atiborrados de plata y oro. De nuevo, d registro de los hechos y las fabulaciones construidas a partir de ellos mantienen una fuerte correspondencia, aunque con matices. Juan Florín interceptó en 1523 una de las carabelas de Hernán Cortés apropiándose de un extraordinario cargamento que incluía el penacho de Moctezuma. En 1554 Le Clerc barrió durante treinta días Santiago de Cuba, entonces el principal asentamiento español en la isla; para no quedarse atrás su compañero Jacques de Sores hizo lo propio con la Habana, y como no obtuviera el rescate exigido para liberar a los rehenes, optó por prenderle fuego después de que sus hombres profanaran la catedral y desfilaran borrachos por las calles con las sotanas de los sacerdotes puestas de collar. Sin embargo, es posible contar con los dedos los abordajes piratas verdaderamente importantes que siguieron al de Florín: en 1695 Henry Avey desvalijó el Ganji-i-Sawai, navio que transportaba nada más y nada menos que la hacienda del Gran Mongol. Cavendish y Woodes Rogers, en 1578 y 1709 respectivamente, apresaron el codiciado Galeón de Manila que cubría el trayecto entre Acapulco y las Filipinas. Entre los episodios más resonados de este tipo figura el del barco Nuestra Señora de la Concepción, alias Cagafuego, que cayó en la trampa tendida por un astuto pirata. Este bajel, como su apodo sugiere, estaba bien artillado. Al observar una inofensiva balandra que parecía ir a la deriva, su capitán, San Juan de Antón, decidió acercarse para ofrecer ayuda. Los ingleses ni siquiera tuvieron que acudir al socorrido expediente de izar un falso pendón. Salieron de sus escondrijos, hicieron sonar las trompetas y en un santiamén habían lanzado ganchos y cabos para arrimarse al buque. San Juan de Antón fue presentado ante el jefe de los bandidos. Éste trató a aquél con excelente cortesía. Lo convidaba a la hora de la cena y jugaban a las cartas. Incluso entregó a los españoles algún dinero en compensación por el cuantioso monto de lo robado, y salvoconductos. Concluido el transbordo de los caudales y las mercancías a la balandra, se permitió al prisionero retornar a su embarcación. El pirata se despidió declarando ser un caballero que velaba las armas al servicio de su reina.

Sir Francis Drake, o el corsario Drake como lo llamaban sus enemigos, se ha convertido en un auténtico mito donde lo real y lo ficticio es apenas discernible, en un símbolo del enorme poder de la Inglaterra isabelina. Sus actividades constituyeron una pesadilla para Felipe II y sus súbditos hispanos, a quienes detestaba por igual a raíz de un incidente que casi le cuesta la vida a él y a su tío John Hawkins en 1568, cuando el virrey de Nueva España los cañoneó a traición en el puerto de Veracruz. Drake había jurado venganza, y su feroz antiespañolismo (que paradójicamente nunca llegó a ser sanguinario) devino en una especie de credo militar. En los comienzos de su carrera, el más famoso de los piratas sufriría varios reveses. En una ocasión, tras un robo fallido en un poblado cercano a Panamá, recibió un disparo en un muslo, por lo que tuvo que huir cojeando y andar a salto de mata entre pantanos y selvas. Pero Drake perseveró. En complicidad con el hugonote francés Le Testu y los cimarrones rebeldes de la zona, emboscó a las recuas que trasladaban hacia Nombre de Dios los metales preciosos extraídos de las minas de Perú para ser embarcados en la Flota de Tierra Firme. La suma de lo agenciado fue fabulosa, excediendo todo cálculo. Desde entonces y hasta su última aventura caribeña, la suerte le sonreiría a Drake. Dos de sus proezas han quedado inscritas para siempre en los anales de la historia. La segunda circunnavegación alrededor del planeta entre 1577 y 1580, a bordo de la Golden Hind, la cual, a diferencia de la de Magallanes, se completaría con éxito. Y la humillación infligida a la Armada Invencible de España, en 1588, a las puertas mismas de Cádiz.

Cordingly analiza con apasionada minuciosidad otros aspectos legendarios. Hubo entre los piratas, en efecto, temibles mujeres sin disfraz, como la china Cheng (la "viuda Ching" de Borges) que llegó a agrupar un ejército de ladrones, o travestidas de la clase de Anne Bonny y Mary Read, quienes simulando ser hombres protagonizarían con Calico Jack un idilio tan novelesco que aún se discute si se trató de un triángulo o de un mero binomio entre ambas. La cuestión de la homosexualidad masculina es otro punto polémico. Estudios recientes han intentado demostrar que los piratas, en un ambiente tan grosero y musculoso, en camarotes oscuros y con largos periodos de navegación, debían comportarse más o menos como lo haría un puñado de presos hacinados. Cordingly opina que, puesto que no hay datos que hagan suponer que esos marinos fueran especialmente púdicos (prudish), ni alusión alguna a la sodomía en sus estrictos códigos de honor, es probable que ese comportamiento nunca haya sido una preocupación, o que se practicara con liberal tolerancia. Al margen de esto, es evidente que los piratas no eran ningunas blancas palomitas. Despilfarraban en una noche de juerga lo que habían reunido en meses a costa de muchos sacrificios y peligros. Se entregaban con alegría a bacanales donde las mujeres, el ron, las apuestas y los puñetazos constituían un bálsamo luego de las penurias de las travesías. Una ciudad en Jamaica, Port Royal, se fundó y prosperó al amparo de estos excesos, y si algo la distinguía de Bristol o Boston no era su arquitectura sino las prostitutas y las animadas tabernas en las que los piratas invertían sus haberes. La violencia fue, ciertamente, una de las constantes que regía la conducta de estos aventureros, y las descripciones de L'Ollonais lamiendo la hoja del cuchillo después de tasajear hasta la muerte a una de sus víctimas, o de Montbars de Languedoc clavando en un tronco los intestinos de un infeliz para hacerlo danzar con un hierro al rojo vivo hasta desfallecer, no tienen nada de ficticias. Sin embargo, aquí también es preciso matizar. Del mismo modo que los tribunales civiles administraban el tormento confesional en época de la Inquisición, los castigos aplicados en un barco mercante o la Armada Real podían ser igual de bárbaros. Respecto a la singular vestimenta de los piratas, entre la gente de mar se estilaban los pantalones cortos con cinturón, una chaqueta sobre la camisa, un pañuelo atado al cuello o ceñido a la cabeza. Algunos utilizaban sombrero o peluca. Es verdad que se comunicaban entre ellos con una jerga apenas comprensible. Que dirimían sus diferencias por medio de duelos en la playa. Que entraban en acción armados hasta los dientes. Además del sable cargaban varias pistolas en eslingas o cabestrillos terciados en el pecho, o colgando sobre el hombro, lo que resultaba lógico pues los pabilos de los modelos Flindock se humedecían, imposibilitando la chispa.

Contra lo que suele pensarse, hay escasos documentos que den cuenta detallada de la apariencia de los líderes piratas, y los que existen, como el cautivante libro de Alexander Exquemelin, son poco halagadores. Pero la prosopografía de la que se han alimentado casi sin excepción los literatos, pintores y cineastas que han incidido en el tema, se debe a otro escrito emblemático, Historia general de los robos y asesinatos de los más famosos piratas (1724), cuya autoría los especialistas han atribuido alternativamente, sin que hasta la techa se haya alcanzado un veredicto decisivo, al misterioso Captain Charles Johnson y a Daniel Defoé. Ahí se trazan cuadros memorables, como el de Edward Teach, poseedor de una mirada iracunda y una espesa barba negra que adornaba con mechas encendidas antes de perpetrar un atraco. Se dice que quienes sobrevivieron a la experiencia de toparse con A no concebían que una furia del infierno pudiera ser más espantosa.

Los piratas no hacían caminar a sus rehenes por una tabla sobre un mar infestado de tiburones, simplemente los arrojaban sobre la borda. Ni las primitivas repúblicas o reino que fundaron en la Isla Tortuga o Madagascar fueron tan utópicos y democráticos como relatan las leyendas. La libertad indómita de la que se han vuelto símbolo tampoco era tan absoluta, y una infracción a las leyes de la Corona o de los gobiernos de Jamaica o Bahamas muchas veces acababa en la horca, como ocurrió con Calico Jack cuando violó un indulto que le había concedido el rey Jorge L. Under the Black Flag... tiene el extraño mérito de desmantelar falsedades recurrentes excitando la imaginación, y sus piratas de "carne y hueso" hechizan tanto como los que navegan por los mundos inventados.

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