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Anuario mexicano de derecho internacional

Print version ISSN 1870-4654

Anu. Mex. Der. Inter vol.18  Ciudad de México Jan./Dec. 2018  Epub Mar 27, 2020

https://doi.org/10.22201/iij.24487872e.2018.18.12115 

Reseñas

Torres Camprubí, A., Statehood under Water. Challenges of Sea-Level Rise to the Continuity of Pacific Islands States

Antonio Remiro Brotóns* 

* Universidad Autónoma de Madrid, España.

Torres Camprubí, A.. Statehood under Water. Challenges of Sea-Level Rise to the Continuity of Pacific Islands States. Leiden-Boston: Brill/Nijhoff, 2016. xxviii, 312p.


Esta ejemplar monografía, excelentemente redactada, es una pieza original e insólita en nuestra bibliografía. Dicha obra tiene su origen en una tesis doctoral defendida en la Universidad Autónoma de Madrid bajo la dirección del profesor Carlos Espósito. Su autora, siguiendo la recomendación del tribunal que la calificó con los máximos honores, renunció a la publicación de su primera parte (que ya era de por sí una tesis sobre la reconstrucción del discurso sobre el cambio climático y la seguridad internacional) para centrarse en la segunda, vertebrada sobre el desafío que ese discurso suponía para la supervivencia de los Estados insulares del Pacífico como consecuencia del aumento del nivel del mar.

Que este libro responda básicamente a la segunda parte de la citada tesis no implica que la nueva doctora se haya limitado a reproducirla; por el contrario, una sabia combinación de inteligencia y motivación ha conducido a su reescritura, siendo el aspecto más llamativo la inclusión de una introducción en la que recurre al concepto de antropoceno como marco general de referencia de su reflexión sobre las normas rectoras de la estatalidad. Desde una perspectiva geológica, la existencia de una nueva era bajo tal cobertura es muy discutida; los geólogos se mueven en periodos de centenares de miles de años. Sin embargo, desde el punto de vista político y su reverberación jurídica, el concepto ha sido un brillante y oportuno hallazgo: es la acción del hombre la que está alterando el hábitat natural y arriesgando su propia supervivencia, con independencia de que su traducción estratigráfica sea apenas incipiente. Afirmar el antropoceno es constatar y reconocer la responsabilidad humana en el curso de los acontecimientos de muy negativas consecuencias para la vida de todas las especies, ya sea que se sitúe esa nueva era “política” en el comienzo de la agricultura -hace unos pocos miles de años-, en la Revolución Industrial -hace algo más de doscientos- o en la explosión de las primeras bombas nucleares -hace apenas setenta-.

Aunque escrito, como la tesis, en inglés, el libro adopta un método francés con gotas de alma latina, lo que no ha de sorprendernos, teniendo en cuenta el origen y fuentes de formación académica de la autora. La sistematización es modélica, utilizando como percha de los tres capítulos que componen el libro -cada uno de ellos con su introducción y conclusiones- los tres elementos tradicionales del Estado -territorio, población y gobierno- para, a partir de ellos, considerar los retos que el cambio climático y, en particular, la elevación del nivel de las aguas suponen para la continuidad de la estatalidad de Estados insulares por mor del sumergimiento de las islas, el inevitable desplazamiento de población y el difícil mantenimiento de una acción de gobierno de un “Estado bajo el Agua”, de acuerdo con la brillante y plástica expresión que da título al libro, inspirado -según revela- en una de sus canciones favoritas. ¿Será tal vez “Hiding under Water”, de Beth Hart?

El capítulo primero -el más extenso- afronta el reto de la desterritorialización, parcial y total, del Estado, fuente primaria de su despoblamiento y, por ende, de su desintegración. Torres Camprubí considera necesario arrancar recordando el significado del territorio en la concepción del Estado moderno, así como en la creación de los Estados insulares del Pacífico como consecuencia de la descolonización. Consciente de que la simple letanía y ubicación de archipiélagos micronesios, melanesios y polinesios, amén de su abigarrada condición política, crearía grandes dificultades a la gran mayoría de los lectores, la autora hace una breve presentación geográfica e histórica de los doce Estados y territorios dependientes y no autónomos que se reparten las 20,000 islas dispersas en un océano infinito. Se trata de países con un territorio emergente escaso; con una población reducida pero concentrada; subdesarrollados; muy vulnerables a toda clase de catástrofes; de difícil gobernación por sus características geográficas y demográficas; unidos por un mar que al mismo tiempo los separa, un mar cuya regulación jurídica internacional puede ofrecerles espacios marinos bajo su soberanía y jurisdicción que pueden ser el cuerno de su abundancia, un mar que alimenta y que forma parte de su identidad, pero que también amenaza.

El territorio -dice la autora- es para los Estados insulares del Pacífico una expresión del derecho de los isleños a la autodeterminación e independencia política de la dominación colonial. Al leerlo no puedo sino recordar, no ya el papel histórico que la Corona española representó en la exploración europea pionera de ese enorme espacio oceánico, sino el hecho muy concreto de cómo en el Senado español se levantó el senador Pi y Margall reclamando la libre determinación de las poblaciones de las Carolinas y Marianas, que nos disponíamos a vender a Alemania, tras perder las Filipinas, por veinticinco millones de pesetas y un depósito de carbón para la marina en cada archipiélago. Su visión anticipadora fue considerada generosa, elevada y romántica, pero, como dijo Silvela, presidente del Consejo de Ministros, poco práctica. ¿A quién podía extrañar? En la política, los topos prevalecen sobre los linces.

Mi inclinación por la dimensión territorial del Estado influye, probablemente, en mi querencia por este capítulo. Por supuesto, cabe tratar de frenar la desterritorialización con políticas activas de protección costera o inyectando cemento y creando estructuras artificiales, tal y como hacen chinos y japoneses en los mares que reclaman su nombre. Pero ¿cómo hemos de analizar en términos jurídicos la conversión de islas en rocas y de rocas en bajíos en relación con los derechos del Estado insular sobre los espacios marinos? El hecho de que ese fenómeno se produzca antes o después de la conclusión de acuerdos de delimitación con los Estados vecinos es relevante. La autora examina los acuerdos concluidos, en general de fecha reciente y sólo un puñado de ellos ya en vigor, y llega a la conclusión, la cual comparto, que los límites pactados han de considerarse consolidados, más aún si expresan sus coordenadas, a menos que el propio tratado disponga otra cosa. Esos acuerdos, por su índole territorial, están llamados a resistir cualquier invocación a un cambio fundamental de circunstancias como causa para darlos por terminados.

Sin embargo, cuando la autora cerró el trabajo había 32 delimitaciones marítimas pendientes, una perita en dulce para los bufetes globalizados que ofrecen soluciones llave en mano. Cabe anticiparse a la negociación e ir a ella con medidas unilaterales -siempre susceptibles de ser protestadas por los otros- mediante la promulgación de líneas de base, publicadas en cartas oficiales y comunicadas a la Secretaría General de Naciones Unidas, sin propósito alguno de actualizarlas, lo cual es una picardía.

Pero ¿qué ocurriría en caso de una desterritorialización total, una circunstancia que amenaza, aunque no a corto plazo, a Tuvalu, Kiribati y las islas Marshall (a las que cabe añadir, ya en el océano Índico, las Maldivas), compuestos por atolones coralinos cuya altitud no supera los cinco metros?, ¿acaso cabría sostener la supervivencia de Estados o sujetos internacionales que conservan espacios marinos bajo su soberanía o, por lo menos, su jurisdicción, a pesar de haber perdido todo su territorio terrestre?

La autora tiene prisa en anticipar soluciones para la conservación del Estado en caso de desterritorialización total, tales como la adquisición de tierras en otro Estado (con el problema de la transferencia de soberanía y no sólo de la propiedad), la fusión con otro Estado (con la dote de su patrimonio marino) o el reconocimiento de “Estados acuáticos”, o, por lo menos, de sujetos soberanos no estatales, en la estela histórica de sujetos atípicos, como la Santa Sede y la “Soberana Orden de Malta”. Pero la cuestión, señala la autora, no es cómo, sino por qué tras haberse sumergido un Estado debe conservar su condición o, al menos, algún tipo de subjetividad internacional. La respuesta se verá más adelante.

El capítulo incluye una serie de tablas muy interesantes sobre los espacios marinos que reivindican los Estados y territorios insulares del Pacífico; los ciento treinta accidentes geográficos afectados, en una graduación de uno a cinco, por la elevación del nivel del mar, en el que los setenta accidentes de nivel cinco pueden desaparecer si se elevan un metro las aguas, y los acuerdos de delimitación marítima suscritos (veintinueve tratados firmados, en donde nueve están en vigor, al cerrarse el trabajo en otoño de 2015).

El capítulo segundo asume el reto de la despoblación. Si una isla se hunde, ahí no hay quien viva, a menos que su naturaleza humana se transforme en otra cosa. Ocurre, sin embargo, que hay islas en las que, aunque no se hundan, no hay formar de ganarse la vida, lo que conduce a un proceso migratorio que puede envolverse en la coartada del “cambio climático”. Esos procesos migratorios deben distinguirse de los desplazamientos colectivos de población por causas medioambientales, trátese de una catástrofe natural instantánea y sorpresiva o del fenómeno, lento pero fatal, de la elevación de las aguas que acaban engullendo islas y atolones coralinos. Se ha hablado así de los “refugiados medioambientales” o “ecológicos”, expresión que disgusta sobremanera a los gobiernos de los países de origen, no menos que a aquellos ante los que se invoca. Obviamente, no cabe acudir a la noción de refugio en el caso de una reubicación de las personas desplazadas en otras islas del propio Estado.

En este capítulo se parte de la consideración de las acciones preventivas para preservar la habitabilidad de las islas amenazadas por el cambio climático y garantizar el “derecho a permanecer” de la población local; estas acciones se identifican con las propias de protección del territorio. Las acciones reactivas implican, en cambio, la reubicación de la población ante el hecho inevitable de la inhabitabilidad. La autora hace un interesante estudio de las “víctimas” de este hecho desde la triple perspectiva del derecho internacional de los refugiados, de los derechos humanos y del cambio climático para concluir con su inadecuación para el manejo satisfactorio de la situación y examinar a continuación si, para una regulación eficaz, se debería proceder o bien a una reforma de los instrumentos convencionales, o bien a fomentar las sinergias entre ellos, o bien a elaborar un nuevo instrumento ad hoc.

La autora sitúa a los Estados insulares del Pacífico frente a su responsabilidad respecto de su población, tanto para prevenir como para reaccionar frente a la amenaza del cambio climático; asimismo, pasa revista a su condición de parte o no (más bien no) en los instrumentos jurídicos multilaterales, y acompañándolas con las correspondientes tablas, ilustra las diferentes políticas seguidas en relación con la reubicación de poblaciones, siendo la gran mayoría de ellas domésticas.

La reubicación de población en otros países se ha escamoteado habitualmente mediante la conclusión de acuerdos que fijan cuotas de inmigración (en Australia y Nueva Zelanda), en los que el factor climático queda difuminado. Sólo Kiribati parece reconocerlo directamente, con medidas como la compra de terrenos en Fiji para la producción de alimentos, lo que implicará el reasentamiento de quinientas familias kiribatinas. Obviamente, su estatuto tendrá que ser negociado con Fiji.

Una despoblación total conduciría a la noción de una nación ex situ y, en caso de desaparecer el Estado, a situaciones de apatridia. Ésa es una hipótesis que por ahora parece lejana. Pasa, no obstante, por mi mente la imagen trágica de una población que prefiere perecer hundiéndose con la isla en la que reposan sus ancestros, antes que salvar una vida en desarraigo.

El capítulo tercero afronta el problema del ejercicio de las funciones del gobierno en supuestos de desterritorialización y despoblación parcial, antes de arrostrar el dilema de la desterritorialización y despoblación total. La autora lo aprovecha para señalar el papel que los gobiernos de los Estados insulares del Pacífico han representado, con una sola voz y una eficiente estructura institucional, en el relanzamiento, hace diez años, del discurso sobre la noción de seguridad internacional vinculada al cambio climático, un discurso que proyecta los efectos de un problema medioambiental pluridimensional sobre la organización de la sociedad internacional. A pesar de su exigüidad terrestre, su excentricidad e insignificante poder, los Estados insulares del Pacífico abrieron la puerta de la membresía de las Naciones Unidas a los “micro-Estados”, y bajo el principio de la igualdad de voto en la Asamblea General, ellos han constituido un grupo de presión que sabe manejar, en general, la fuerza de su número, aunque en ocasiones el granero de sus votos acaba en mercados poco recomendables.

En este capítulo, la autora se esfuerza sobremanera por exponer las fuentes de legitimación para la continuidad de los Estados insulares del Pacífico, atendiendo a la responsabilidad de los países industrializados en el cambio climático, origen de sus males. Eso la conduce a examinar nuevas formas de gobiernos en el exilio, ahora más bien gobiernos ex situ, bien diferentes y sin esperanza de retorno, con una redefinición de su jurisdicción y sus obligaciones internacionales, la compensación económica a la que tienen derecho los Estados insulares del Pacífico por las pérdidas y daños sufridos como consecuencia de un cambio climático que no les es imputable y una aplicación renovada del principio de autodeterminación por poblaciones expatriadas que desean conservar su identidad y su cultura. En último término, de acuerdo con la autora, la continuidad de la estatalidad de las islas del Pacífico más allá de su “vida material” depende de una decisión política de la comunidad internacional, que puede fundarse en una motivación ética, en la que subyace una suerte de justicia medioambiental global en el contexto poscolonial norte-sur. De esta manera, la autora da respuesta a la cuestión de por qué, tras haberse sumergido, un Estado debe conservar su condición o, al menos, algún tipo de subjetividad internacional. La inercia y el espíritu de conservación auspician la presunción de supervivencia del Estado frente al vacío de una extinción sin sucesión. Y si no queremos llamar Estado a quien vio desaparecer su territorio terrestre bajo el océano, ¿por qué no aceptar y reconocer a un sujeto soberano con una población transterrada y un gobierno ex situ? La autora no lo menciona, pero se trata de una fórmula factible que bien pudo utilizarse para articular políticamente al pueblo gitano o al pueblo judío hasta que se creó el Estado de Israel.

La obra, que termina con unas muy breves conclusiones, tiene en sí misma un valor alegórico. La amenaza de desaparición de islas e, incluso, Estados insulares del Pacífico como consecuencia del cambio climático ¿acaso es una de las señales que avisan del riesgo de que el camino por el que transitamos conduce a la extinción de la vida en el planeta? Las “islas que se hunden”, advierte la autora, forman la última y más paradigmática imagen de la crisis medioambiental global que padecemos. Otro Noé, ahora en un ingenio espacial, habrá de buscar la salvación de las especies en otro planeta habitable.

La autora ofrece una amplia y estructurada bibliografía por capítulos, fundamentalmente en lengua inglesa, confirmando que lo que no se publica en inglés se presume irrelevante. Ésa es mi única objeción. En nuestro país existen títulos apreciables sobre algunas de las cuestiones generales consideradas (delimitación de espacios marinos, régimen de islas y archipiélagos, etcétera) que bien pudieron recogerse en el listado. Incluso, se ha escrito sobre la roca japonesa de Okinotorishima, que un navegante español bautizó “Parece Vela”. Tiempos modernos.

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