Introducción
Los puertos, y las ciudades que los contienen son, diría Mann, condensaciones por excelencia de redes de poder y acción social “superpuestas e intersecantes” (1991: 15). La ciudad portuaria de Arica -ubicada en el extremo norte de Chile- lo es, y de una manera especial debido a que el funcionamiento de su puerto depende en más de 80% de los servicios que brinda a economías extranacionales: Bolivia y Perú. Aunque los usos internacionales de los puertos son actualmente un dato corriente en la geografía portuaria mundial -existe una ordenación internacional resumida en la Convención sobre el comercio de tránsito de los estados sin litoral de Nueva York de 1965- es menos usual que esto ocurra en las proporciones que muestra el puerto de Arica y que se produzca en un marco complejo de normativas en que las reglas de mercado se mezclan con los dictados geopolíticos heredados de una guerra decimonónica.
Al mismo tiempo, en la medida en que la región ariqueña ostenta un fuerte sello transfronterizo en los términos que más adelante explicaremos, la relación del Puerto con estas zonas de influencia terrestre (hinterlands) extranacionales refuerza esta condición, pero lo hace de manera diferente según el caso. Ello genera lo que Haesbaert (2019) ha explicado como una situación de multiterritorialidades, en que convergen, por un lado, configuraciones territoriales “zonales” definidas por la contigüidad de las áreas, y por el otro, reticulares, en que la contigüidad pierde importancia en función de los flujos. A partir de aquí, la ciudad de Arica deviene en un “territorio aglomerado” (Mol y Law, 1994), lo que complejiza el proceso de intermediación urbano/portuario (Mapa 1).
Este artículo es parte de una investigación cualitativa e inductiva mayor sobre los procesos de intermediación urbana/portuaria1 en un contexto transfronterizo, tal y como sucede en Arica. Desafortunadamente el tema que nos compete no ha sido frecuentado por los científicos sociales, por lo que la investigación no pudo beneficiarse de estudios precedentes, en este u otros contextos, que nos hubieran permitido contrastaciones con otras experiencias donde los puertos articulan hinterlands extranacionales. Ni siquiera existen estudios centrados en la realidad portuaria de Arica, a excepción de algunas aproximaciones históricas (Soto y Yampara, 2021; Alvarez y Santibáñez, 2021) y de otros que aluden al tema desde el conflicto geopolítico Chile/Bolivia (Thomson y Bradanovich, 2015; Agramont y Peres, 2016). Pero sí conseguimos la revisión de sugerentes informaciones locales (estadísticas o valorativas), ya sea desde los registros de los organismos estatales encargados del control fronterizo (aduana, migración), desde las entidades empresariales vinculadas al puerto o desde la prensa local, chilena y boliviana. Esta información fue complementada con un intenso trabajo de campo en que se practicaron entrevistas semiestructuradas a funcionarios públicos, gerentes empresariales y comerciantes vinculados al trasiego mercantil del puerto de Arica, tanto en esta ciudad como en Tacna (Perú) y en El Alto (Bolivia).
El artículo se divide en cinco partes. La primera es una breve introducción teórica dirigida a colocar al lector en el marco general en que se ubica nuestra discusión y precisar una serie de conceptos claves relacionados con los temas urbano-portuarios y transfronterizos. El segundo apartado es una sucinta descripción de Arica y sus particularidades como ciudad portuaria, lo que se complementa con un mapa. En los siguientes dos apartados, más extensos, se analizan las situaciones transfronterizas diferentes que se originan en la ciudad y desde el puerto. Y finalmente, otra sección de conclusiones culmina con algunas reflexiones precedentes y propone algunas ideas sobre derivados temáticos que pudieran dar lugar a otros estudios.
Finalmente, como los lectores podrán observar, el artículo tiene un cierto tono ensayístico, cuya principal motivación es abrir otros espacios de reflexión mediante la formulación de hipótesis y el uso de la polémica como herramienta heurística, calistenia inseparable de aquello que Morin llamaba “el derecho a la reflexión [en contraposición a] la confrontación ciega de los hechos o la verificación testaruda de hipótesis fútiles” (2000: 59).
Algunas precisiones teóricas y conceptuales
Hasta buena parte del siglo XX, los puertos fueron en lo esencial dispositivos multimodales que conectaban territorios “cautivos” mediante corredores rígidos y con pocos destinos extranacionales (Martner, 2010). Con el advenimiento del capitalismo posfordista -el consiguiente vuelco exportador de las economías nacionales, la adquisición por el capital de capacidades de movimientos sin precedentes y el trazado de cadenas de valor más extensas y complejas- los puertos, y las ciudades que los albergan, se volvieron “laboratorios neoliberales” (Brenner y Theodore, 2017) en función de las vinculaciones territoriales con la economía global. Esto ha implicado tanto la diversificación de las escalas y dimensiones espaciales -lo que Martner, en la obra antes citada, ha descrito para el caso mexicano como “la interacción del proceso productivo entre múltiples regiones, países y continentes, independientemente de su lejanía o dispersión” (2010: 18)- como la emergencia de escenarios conflictivos entre ciudades con sus visiones sociales de largo plazo y redes empresariales portuarias que operan con criterios funcionales de corto plazo (Ducruet y Lee, 2006).
Fue precisamente a este cambio crucial al que reaccionaron tempranamente varios autores —Hayuth (1981), Bird (1984), Broeze (1989), Hoyle (1989), Vigarié (1991)— que fijaron su atención en los nuevos dilemas socioespaciales de los puertos en relación con sus hinterlands2 inmediatos urbanos. Su exponente más conocido fue Brian Hoyle (1989), quien propuso una secuencia espacial/funcional de cinco fases de relaciones entre puertos que se distanciaban de las ciudades al calor de cuatro factores principales: las transformaciones escalares, la evolución tecnológica, los cambios en el empleo y las previsiones ambientales. Actualmente algunos de los postulados de Hoyle son insostenibles, cuando menos no aplicables fuera del mundo noratlántico desde el que fueron meditados (Lee, Song y Ducruet, 2008). Pero es indiscutible que ellos abrieron caminos nuevos, propiciando un encuentro interdisciplinario que obligó a mirar con más detenimiento las consecuencias espaciales derivadas de los hinterlands portuarios, al decir de Monge, “el ámbito necesario para dar sentido y coherencia al puerto mismo […] un entorno espacial y cultural mucho mayor que lo que es el puerto propiamente dicho” (1998: 310).
Curiosamente, el tema planteado entonces sigue siendo dominante, y los estudiosos de los asuntos portuarios siguen fijando su atención en aquellas instancias de los hinterlands que están más directamente expuestas a los puertos y donde son visibles fenómenos de interés sociológico y antropológico: las ciudades que los albergan.3 La mirada de las ciencias sociales, sin embargo, ha sido menos dedicada y pródiga en lo referente a aquellos hinterlands que trascienden el ámbito urbano y pueden ser incluidos en lo que Vigarié (1991) denominó los “hinterlands marginales” -y en consecuencia secundarios- en contraposición a los “hinterlands principales” correspondientes a los espacios de la ciudad portuaria más expuestos a la influencia del puerto en sí. Hein (2011: 23), por ejemplo, estableció una tipología basada en anillos en torno a los puertos, cada uno de los cuales implicaba una forma específica de interacción. Los tres primeros están ubicados en la zona portuaria de la ciudad: el litoral, el frente marino y la parte adyacente inmediata. Solo el cuarto anillo se despega espacialmente del puerto y es denominada “estructuras de apoyo de la ciudad puerto”: “la zona de influencia del puerto más allá del puerto en sí mismo y de la ciudad portuaria”, que se describe como estructuras urbanas localizadas en ciudades diferentes.
Esta omisión es aún más acusada en los estudios latinoamericanos, lo que podría significar la erosión de una perspectiva generalizadora que debe incluir esos hinterlands distantes, usualmente organizados como territorialidades reticulares. En primer lugar, desde una visión estricta de estudios portuarios, porque se constituyen crecientemente como “corredores logísticos” que pueden competir con los propios puertos en la provisión de servicios agregativos de valor y que según Monié (2019), desde su experiencia brasileña, pueden conducir a una suerte de “regionalización” de las funciones de los puertos desde la cual sería dudoso seguir hablando de un “hinterland marginal” cuando se localiza fuera de las ciudades portuarias. Pero también porque, en la misma medida en que las regiones latinoamericanas son enroladas en las dinámicas neoliberales de la exportación extractivista hacia la cuenca del Pacífico, se generan nuevas situaciones de hinterlands distantes que en ocasiones involucran el rebasamiento de fronteras internacionales. Aunque habitualmente estos flujos extranacionales se rigen por las mismas normas que los nacionales, y en consecuencia puede ocurrir que se comporten como tales, también sucede que, al funcionar sobre situaciones transfronterizas4 previas, se vuelven partes de estas situaciones, reforzándolas y produciendo efectos específicos, según la naturaleza de los flujos, sobre los procesos de intermediación urbana/portuaria.
Como antes decíamos, este parece ser Arica, donde encontramos un caso particular de manifestación de las multiterritorialidades de Haesbaert (2019), o, si se quiere, de lo que Agnew y Oslender (2010) denominaron las “territorialidades superpuestas”. Como analizaremos más adelante, un posible hallazgo del estudio que presentamos es que los procesos de intermediación urbano/portuarios (dados en los tres primeros anillos propuestos por Hein, 2011) se articulan con la naturaleza de los hinterlands más distantes, en particular cuando estos implican relaciones y flujos extranacionales. Cuando estas relaciones ocurren en sociedades que incuban per se situaciones transfronterizas, la intermediación urbano/portuaria puede conducir a la generación de regiones transfronterizas de signos diferentes.
La peculiaridad de Arica
El extremo norte de Chile -ahí donde comparte fronteras con Perú y Bolivia- está constituido por la región administrativa de Arica y Parinacota, el último territorio formalmente incorporado a Chile en 1929 como botín de la Guerra del Pacífico (1879-1883). Su cabecera es la ciudad de Arica, que, según el último censo (2017) tenía 221 548 habitantes, casi el 99% de la población total de la región que encabezaba. El 26% de su población alegaba pertenencias a pueblos originarios, principalmente aimaras.
Durante la mayor parte de su historia, esta ciudad fue lo que Smith (citada por Pearson, 2006: 359) hubiera denominado como una ‘comunidad marítima’, moldeada ecológica, estructural y culturalmente desde su relación con el mar. Desde su fundación en el siglo XVI fue el punto terminal de la afamada Ruta de la Plata (López, 2016), un emplazamiento portuario que proveía servicios de embarque para los productos mineros de Potosí y Huancavélica, y al mismo tiempo una suerte de proyección costera de la ciudad de Tacna, ubicada a unos 50 kilómetros de distancia. El escudo de la ciudad, otorgado en el siglo XVII, revela esta situación: en su cuartel superior aparece la imagen del Cerro Rico de Potosí -igual que en el escudo boliviano- y en el inferior, Arica, representada por el mar. En 1885, en el censo efectuado tras la ocupación chilena, solo se reportaban unos 9 000 habitantes, una cifra que había aumentado muy discretamente tres décadas más tarde, cuando otro censo indicaba algo más de 12 000 (Soto, 2019).
Obviamente, la ciudad contemporánea no es la aldea pegada al mar que sugiere su escudo. Desde la primera mitad del siglo pasado fue objeto de un proyecto gubernamental de industrialización sustitutiva de importaciones, finalmente cancelado por las políticas neoliberales de la dictadura militar (1973-1990), pero que contribuyó a la modernización urbana y aún es recordada por los ariqueños como la época dorada de la ciudad. En la actualidad, Arica combina una serie de actividades industriales y de servicios que relativizan su condición de ciudad portuaria. Pero el puerto sigue estando en el mismo lugar y ejerciendo funciones importantes en la reproducción económica y cultural de la sociedad urbana.
El puerto multipropósito de Arica fue licitado en 2004, de manera que, aunque sigue siendo formalmente una propiedad estatal, tiene una gerencia privada -la Terminal Puerto Arica (TPA)- en la que se han dado cita como accionistas grupos económicos portuarios muy poderosos. La CEPAL (2018) lo ubicaba en el cuarto lugar entre los 10 puertos de propiedad estatal chilenos por volúmenes de carga y el 46 en América Latina. Poseía media docena de sitios de atraque, cuyos calados oscilaban entre 6.7 y 12.4 metros, y abarcaba unas 25 hectáreas, sin contar un antepuerto ubicado a unos 10 kilómetros, en la carretera que conduce a Bolivia. En él operaban ocho agencias navieras de fuerte presencia internacional. En 2018 el puerto había transferido 3.2 millones de toneladas de mercancías, la mayor parte en contenedores y correspondiente a carga extranjera de paso.
En este punto debemos notar que el uso de los puertos chilenos por los países vecinos para acceder al océano Pacífico ha sido una situación común y en proporción directa al incremento de los vínculos latinoamericanos con Asia oriental. Son los casos, para poner algunos ejemplos, de Talcahuano en el sur, y de San Antonio y Valparaíso en el centro, en relación con Argentina; y de los puertos del norte (Antofagasta, Iquique y Arica) respecto de Argentina, Paraguay, Bolivia y Perú. Pero en la mayoría de los casos estas mercancías en tránsito no rebasan 10% del total tramitado, y en Iquique -debido al rol de su zona franca (ZOFRI)- se puede ubicar un tráfico formal transfronterizo de 40%.
En cambio, en Arica, en 2018 (último año de operaciones normales), las mercancías bolivianas en tránsito abarcaban 78% de las operaciones, mientras que las peruanas ascendían a 4%. Solo 18% de sus operaciones correspondían a cargas nacionales o regionales (Terminal Portuario Arica, 2019). En otras palabras, aunque el puerto de Arica puede ser considerado -aun de manera incipiente- como un dispositivo pivote de fuerte tránsito intermodal (Hoffman, 2000), significativo para la economía surandina, para los efectos de la economía nacional resulta muy poco trascendente.
A esta situación se agrega otra particularidad. Todo puerto internacional puede ser remitido, por sus contactos ultramarinos, a lo que Sassen (2010: 483-484) ha denominado una ‘zona fronteriza analítica’, un instrumento heurístico con el que la autora ha pretendido dar cuenta de la compleja interacción multiescalar que provoca la actual fase de la mundialización capitalista, y que enfatiza “en la constitución concreta del desplazamiento”, más que en las posiciones de los factores. En el caso de los puertos chilenos mencionados esta condición se intensifica debido a que son extranjeros no únicamente sus forelands, sino también parte de sus hinterlands. Solo que, en el centro y sur del país, los ensamblajes territoriales no conducen a relacionamientos sociales significativos. En cambio, por razones históricas, en el Norte Grande el funcionamiento de los puertos se vincula con fuertes procesos de movilidad humana e interacción cultural. Los puertos, por consiguiente, refuerzan situaciones transfronterizas históricamente fundamentadas en los términos antes definidos.
Como antes anotábamos, el puerto de Arica articula relaciones con dos hinterlands extranacionales: Bolivia y el sur de Perú. Y desde cada uno genera situaciones transfronterizas particulares, lo que plantea a la ciudad formas diferentes de intermediación.
La relación con Perú tiene un sentido más local, y realmente se limita a la interacción con el sur de este país, el área que encabeza el álter ego urbano de Arica: la ciudad de Tacna. Desde aquí se produce una situación regional transfronteriza marcada por la contigüidad y que puede ser calificada -siguiendo a Dilla, Cabezas y Figueroa (2020) - como autocontenida. Se trata de un dinámico complejo urbano transfronterizo (la distancia entre ellas es de medio centenar de kilómetros) desde el que se generan intensos procesos de intercambios de mercancías, personas e informaciones. Según las estadísticas oficiales chilenas (Aduanas de Chile, 2019), por el paso fronterizo de Chacalluta/Santa Rosa que enlaza a ambas ciudades transcurrieron en 2018, en ambas direcciones, algo menos de 60 000 cruces de camiones de carga (una parte de los cuales eran transportes bolivianos que usaban otros pasos andinos para llegar a Arica) y de siete millones de cruces de personas.
En cambio, la relación con Bolivia se realiza a través de un corredor de varios centenares de kilómetros. En este recorrido por la geografía chilena (a excepción de lo que ocurre en la ciudad propiamente dicha) dicho corredor actúa como un conducto cerrado con escasas vinculaciones comunitarias, mientras que del lado boliviano adquiere un mayor dinamismo y establece intercambios con varios poblados hasta que llega a su destino final, principalmente a El Alto, la ciudad contigua a La Paz. Se trataría, siguiendo la tipología de situaciones regionales transfronterizas de Dilla, Cabezas y Figueroa (2020), de un corredor internacional que agrupa un territorio reticular. El principal paso por el que este corredor entra a Chile se denomina Chungará/Tambo Quemado; por ahí, en 2018 se produjeron 190 000 cruces de camiones, y unos 278 000 de personas (Aduanas de Chile, 2019).
El puerto como articulador de una región autocontenida
La denominación de “región autocontenida” para hacer referencia al sistema espacio/temporal que constituyen Arica en Chile y Tacna en Perú alude a un espacio muy dinámico pero conformado por cadenas y redes mercantiles cortas y sencillas, cuyas agregaciones de valores se limitan fundamentalmente a la manipulación comercial y cuya economía política se resuelve localmente (Dilla y Álvarez, 2018). Esta región se articula desde numerosos circuitos que no siempre pueden ser remitidos al funcionamiento del puerto, como son los casos del uso de la mano de obra tacneña en la agricultura y los servicios en Arica o la venta de servicios médicos a los ariqueños en Tacna. Pero es indiscutible que el puerto tiene un rol clave al funcionar como puerta al Pacífico de algunas producciones tacneñas, y, sobre todo, al actuar como abastecedor principal de las mercancías que vende ZOFRATACNA5 -implementos deportivos, cigarrillos, bebidas alcohólicas, ropa, calzado- y que resulta un componente clave del funcionamiento transfronterizo. Una alta directiva de la entidad fue enfática al afirmar: “ZOFRATACNA existe porque existe el puerto de Arica” (comunicación personal, diciembre de 2019).
Hay varias razones para el uso del puerto de Arica por los actores económicos del sur del Perú. Una de ellas es que la zona carece de un puerto adecuado. Ilo, el puerto peruano más cercano a Tacna, está al triple de distancia que Arica, y adolece de operaciones precarias en contraste con el puerto chileno. Un gerente de una agencia privada de aduanas resumía la ventaja de Arica en pocas palabras: “una relación favorable de costo/beneficio… aunque los costos son mayores, el servicio que nos da tiene muchos beneficios, mayor frecuencia de barcos y confianza en los cronogramas. Arica es por mucho la mejor opción” (comunicación personal, diciembre de 2019).
Al mismo tiempo, el uso del puerto de Arica se ve favorecido por una razón de índole geopolítica. Como resultado del acuerdo de 1929 -que selló la partición de la región, devolviendo Tacna a Perú y reservando Arica para Chile- se convino en otorgar a Perú la administración de un muelle que hoy es conocido como muelle 7 o simplemente “muelle peruano”. Toda la mercancía que entra bajo sus auspicios -aunque desembarque en otros espigones- circula como mercancía en tránsito y se nacionaliza formalmente en el puesto fronterizo de Santa Rosa, lo que implica una ventaja económica considerable para los usuarios peruanos. Cuando este privilegio de raíz geopolítica entra en contacto con el régimen especial de la ZOFRATACNA -que solo le obliga a pagar un 6% de impuestos de importación cuando dirige sus productos hacia la zona comercial de Tacna- se produce una “tormenta perfecta” de índole fiscal, que ayuda a explicar los precios bajos de las mercancías y los servicios de Tacna que atraen a cientos de millares de chilenos cada año.
Esta actividad resulta vital para Tacna. De hecho, la ciudad funciona como un gran bazar de productos y servicios baratos para los estándares chilenos, donde trabaja una alta proporción de su población. Una encuesta desarrollada por ZOFRATACNA (2016) daba cuenta de un gasto diario por visitante chileno de entre 56 y 64 dólares, para totalizar un ingreso anual de unos 100 millones de dólares, cifra muy alta para una ciudad de las dimensiones de Tacna. Pero los beneficios para la población de Arica no son menores. Según el estudio citado, una encuesta aplicada a 407 turistas chilenos (74% eran ariqueños) indicaba que estos compraban -además de servicios de salud y gastronómicos- ropa (67%), bebidas alcohólicas (19%) y calzado (11%). Una mujer joven profesional que viajaba con frecuencia a Tacna a adquirir productos para consumo directo, o para revender en Arica, describía así su periplo en que se mezclaban placer lúdico y actividades mercantiles: “Lo primero siempre es la recreación, y salir, comer y tomar, despejarse… y uno aprovecha de comprar, porque es como idiota ir a Tacna y no comprar” (comunicación personal, diciembre de 2019). Y al consumir productos y servicios en este mercado, producían ahorros sustanciales que mejoraban sus condiciones de vida, tal y como lo constataron Dilla y Álvarez (2018).6
Al mismo tiempo, este transporte de mercancías se realiza principalmente en camiones chilenos, lo que implica, según empresarios del transporte entrevistados, el involucramiento regular de unos 120 transportistas ariqueños. Aunque es usual encontrar opiniones que remiten esto a alguna disposición legal, en realidad tiene que ver con dos conveniencias muy prácticas. La primera, que el uso de los camiones chilenos abarata a la mitad el costo del transporte, toda vez que solo implica dos viajes desde y hacia el puerto, mientras que el uso de camiones peruanos puede conllevar hasta cuatro viajes. La segunda razón es la mejor disposición de los transportistas chilenos para cumplir las normas legales y satisfacer todos los requerimientos burocráticos, lo que un informante peruano explicaba de manera directa:
El transporte chileno es más responsable que el peruano… los peruanos no son tan ordenados con los papeles. Cuando los chilenos dicen que sí, así va a ser, pero los peruanos, si dicen que sí, usted tiene que estar detrás, llamando, dar un seguimiento que no pasa con el transporte en Chile. Y todo eso es tiempo y dinero que se pierde (comunicación personal, diciembre de 2019).
Toda esta atmósfera de relaciones complejas se desenvuelve en un escenario legal y político que facilita los acuerdos al menos en sus aspectos básicos. Aunque entre ariqueños y tacneños persisten los resentimientos nacionalistas heredados de la Guerra del Pacífico, predomina una visión pragmática de una relación conveniente para ambas ciudades. Ello ha permitido la existencia regular de espacios de concertación y reconocimiento mutuo, como el Comité de Integración y Desarrollo Fronterizo cuyos límites y alcances han sido compendiados por Alvarez (2019), y uno de cuyos logros más emblemáticos ha sido el establecimiento de un sistema de control integrado en la frontera que agiliza los trámites y acorta los tiempos de espera de personas y mercancías. Este escenario político distendido es una condición que explica la fluidez de las relaciones entre las diversas redes que modelan la vinculación transfronteriza.
En resumen, a pesar de su participación minoritaria en los trasiegos del puerto, el uso peruano del puerto de Arica facilita una muy dinámica relación transfronteriza de tono cíclico, de trayectos cortos y de fuerte impacto social. Ello fomenta en tacneños y ariqueños una percepción de mutua necesidad -digamos que un paisaje positivo de la frontera- donde los probables costos son superados por los beneficios palpables, y que opera bajo una cobertura institucional para prevenir y manejar conflictos.
Del altiplano a la costa: el corredor boliviano
Al igual que con el sur de Perú, Arica sostiene intensas relaciones transfronterizas con Bolivia. Miles de bolivianos se han asentado en Arica, han generado descendencias, y en algunos casos han protagonizado procesos de movilidad ascendente en las áreas del comercio, de la agricultura o profesionales. Y otros tantos se asientan periódicamente como jornaleros de los valles agrícolas ariqueños, tal y como lo hacen los vecinos peruanos.
Pero probablemente el dato más visible de la interacción boliviana/ariqueña se produce desde la relación de la economía de ese país con el puerto. Esta interacción resulta sustancialmente distinta del tipo de vínculos que se establecen con el sur de Perú y, en consecuencia, también difieren las maneras como la ciudad intermedia esta relación, y como sus habitantes -en su diversidad- la perciben. De forma sintética, podríamos decir que hay dos condiciones que incuban las diferencias. La primera es el tipo de región que desde aquí se genera, y que en lo fundamental -como antes decíamos- no rebasa el nivel de un corredor internacional. La segunda condición es la fuerte ifluencia que los (des)acuerdos geopolíticos ejercen sobre el uso del puerto por la economía boliviana.
El devenir de lo que hoy denominamos Bolivia ha estado siempre ligado al puerto de Arica. Aunque la historia política reporta el inicio de la mediterraneidad boliviana en 1879, cuando perdió los 120 000 kilómetros cuadrados de la actual Antofagasta en beneficio de Chile, en realidad el país andino nunca tomó muy en serio ese espacio costero. Tras 50 años de vida republicana, Antofagasta solo albergaba un par de poblados muy pequeños, con mayoría de población extranjera. Bolivia, en los tiempos coloniales denominada Alto Perú, siempre prefirió salir al Pacífico por la entonces provincia peruana de Arica, en lo que constituye una trama de largo plazo que López (2016) ha detallado en un ameno y agudo relato histórico.7
En la actualidad, de acuerdo con Agramont y Pérez (2016), el comercio bilateral de bienes Bolivia/Chile es poco relevante. La relación económica con Chile -si exceptuamos ahora la provisión de mano de obra boliviana a la minería, la agricultura y los servicios chilenos- se basa en el uso de los puertos para acceder al océano Pacífico: hacia 2015, en 81% de las exportaciones bolivianas a países no limítrofes y en 85% de las importaciones ellos transitaban por territorio chileno y en particular por Arica, que absorbía 46% de las exportaciones y 65% de las importaciones, además de 100% de las exportaciones de hidrocarburos a través del oleoducto de Sica Sica, que en su tramo final atraviesa la ciudad de Arica. Al menos seis departamentos -La Paz, Cochabamba, Oruro, Chuquisaca, Pando y Beni- realizaban más de 50% de sus transacciones comerciales no limítrofes a través de este puerto.
Esto habla de un flujo muy intenso de mercancías que dibuja sobre el mapa altiplánico varios corredores de cientos de kilómetros, convergentes en el paso fronterizo chileno de Chungará y desde ahí hasta los espigones del puerto a lo largo de una zona muy poco poblada. No se trata, sin embargo, de corredores impermeables socialmente. Cualquiera de sus tramos constituye un vector de flujos de poderes y contrapoderes que incluyen a las influyentes asociaciones de transporte pesado, a los choferes, a las autoridades estatales, a grupos criminales de diferentes naturalezas y a las pequeñas comunidades adyacentes que intentan sacar ventaja de los movimientos mercantiles. Del lado boliviano, diversos poblados -como Patacamaya, ubicado en la intersección vial que conduce a la frontera- se involucran en el corredor como lugares de trasbordo, almacenamiento de mercancías y blanqueamiento de contrabando (Corz, 2018). Esta interacción, sin embargo, disminuye drásticamente cuando los vehículos ingresan en el territorio chileno, menos poblado y más controlado policialmente. Y al final, sufre una suerte de coagulación cuando culmina en la ciudad de Arica, donde los vehículos deben permanecer varios días en espera de la descarga y la carga de mercancías, y cambian los tipos de relaciones que pueden sostener. En cualquier caso, es evidente que estos flujos no logran constituir corredores logísticos de usos multimodales, e inversiones sustanciales de agregación de valor, tal y como lo han discutido exhaustivamente Hall, Jacobs y Koster (2011). Tampoco, como iremos analizando, logran madurar una región transfronteriza distintiva, tal y como sí lo hacen los flujos comerciales con el sur de Perú.
Como ha sido discutido por Dilla, Cabezas y Figueroa (2020), las regiones transfronterizas definidas desde corredores de comercio internacional presentan realidades sociológicas muy diversas. Los corredores pueden operar en zonas despobladas sin implicaciones territoriales -el caso paradigmático del Paso de los Libertadores en la frontera chileno/argentina- o pueden generar dinámicas de inserción de las economías locales cuando atraviesan zonas pobladas y demandan servicios y aprovisionamiento de bienes, como ocurre en el complejo urbano transfronterizo de Corumbá/Puerto Quijarro/Puerto Suárez en el límite que comparten Bolivia y Brasil (Silva, 2013).
El caso que nos ocupa arropa una situación compleja dada, por un lado, por la fuerte presencia de relaciones poco transparentes que dificultan su escrutinio sociológico e impiden un cálculo de costos y beneficios; y por otro, por la carencia de estudios específicos que superen los enfoques primarios antes mencionados que contaminan buena parte de las aproximaciones académicas al tema. El primero de ellos es la posición optimista, que resalta un dato empírico cierto - 75% de las operaciones portuarias son cargas bolivianas que sostienen los centenares de empleos que genera el puerto- pero omite que, al funcionar como una suerte de enclave,8 la relación portuaria tiende a socializar sus externalidades negativas y a privatizar los beneficios. El segundo es la percepción pesimista, con un sello ideológico nacionalista, que remite la actividad portuaria a lo que Thomson y Bradanovich llaman una ‘carga histórica onerosa’ (2015: 97), obviando la complejidad sociohistórica de una relación que ha resistido los avatares de los siglos.
A diferencia del flujo mercantil que alimenta la región transfronteriza Tacna/Arica, aquí se trata de un corredor que se realiza totalmente con vehículos y choferes bolivianos, en opinión de varias personas entrevistadas debido a que ningún chofer chileno podría sortear las múltiples contingencias que se experimentan en los trayectos, tales como asaltos, tratos con funcionarios corruptos, etc. Ello impide el involucramiento de choferes chilenos -que sí se produce en la relación con Tacna- y tiene un efecto ideológico al producir una suerte de “etnización” de los inconvenientes y conflictos que esta presencia genera. En consecuencia, los frecuentes atascamientos de vehículos de carga, la ocurrencia de accidentes y su impacto en las vías urbanas y otras usuales en una ciudad que aún comparte su espacio con un puerto no se traduce aquí en un asunto meramente portuario, sino boliviano9 (Mapa 2).
No existen estudios que den cuenta de los itinerarios y las relaciones de consumo y socialización que protagonizan estos hombres obligados a permanecer en la ciudad por varios días, varias veces al año. Es presumible que se vinculan de alguna manera con la sociedad local en la que existe una importante comunidad boliviana asentada y, más allá de ella, una extensa adhesión a la identidad aimara. Un primer nivel de estas relaciones ocurriría cuando los choferes acuden a realizar trámites formales en torno al puerto y frecuentan un espacio de la ciudad de unas dos hectáreas que se ha adaptado -en precios y ofertas- a estos consumidores. De igual manera, es conocido que los choferes acarrean y venden en Arica cargas de “contrabando hormiga” que un activista social calificaba como “la forma de su ingreso adicional más importante” (comunicación personal, septiembre de 2018), posiblemente más redituable que el propio salario formal. Finalmente, en un tono más hipotético (y que merece un estudio más pormenorizado), es presumible que, durante sus estancias, los choferes consuman servicios culturales, lúdicos y religiosos, lo que acentuaría sus roles agenciales en cuanto a la consolidación del carácter transfronterizo y de una “política de identidad” -en los términos planteados por Honneth (2006: 127)- en la sociedad local.
Pero esta perspectiva, que sugiere prácticas sociales de incorporación, sería solo una faceta de las relaciones que se derivan del corredor Bolivia/Arica, y probablemente no es la más relevante. Ciertamente, la población ariqueña ha aprendido a convivir y prodigar afectos básicos a estos “inmigrantes históricos” peruanos y bolivianos, conocidos y por ende predecibles, y llegar a considerarlos como una suerte de “otros íntimos” (Dilla, 2018).10 Pero ello no significa que ser boliviano sea una distinción elogiosa en Arica. Los choferes bolivianos son “otros” pobres y se ubican en la franja más preterida de la sociedad local. No son, por ejemplo, consumidores apreciables, pues trabajan por muy bajos sueldos, reciben viáticos escuálidos y tienen como meta principal ahorrar en una estancia que consideran mejor mientras más corta resulte. Y aunque pueden deambular por muchas partes de la ciudad, se les asocia con zonas degradadas. Un caso es el espacio urbano cercano al centro que frecuentan los choferes bolivianos para sus trámites comerciales, sitio que los ariqueños evitan. Pero probablemente los lugares mayormente identificados con estas personas son los estacionamientos de vehículos de carga.
Estos predios son partes invariables de la presencia boliviana en la ciudad. Al llegar a Arica los choferes tienen derecho a guardar sus vehículos en un estacionamiento/antepuerto administrado por la TPA, con accesos a servicios básicos, ubicado en la periferia de la ciudad. Pero apenas descargan sus mercancías, y mientras esperan para cargar nuevamente los camiones (lo cual puede tomarles entre varios días y varias semanas), deben hacerlo en garajes privados, propiedades de pequeños empresarios, regularmente bolivianos y con condiciones variables de infraestructura. Estos estacionamientos se utilizan como espacios de protección y confianza para los choferes y en ocasiones tienen filiaciones regionales que sugieren vínculos con las cámaras de transporte. También se ha argumentado que en ellos se realizan ventas del “contrabando-hormiga” que los choferes acarrean, lo que convierte la opacidad en un valor.11 Vistos con hostilidad por los vecinos inmediatos y con desconfianza por las autoridades locales, los estacionamientos han sido siempre un tema polémico, y en ocasiones se ha intentado cerrarlos. Ocurrió, por ejemplo, en 2016, cuando el gobierno municipal los clausuró, argumentando razones procedimentales y la inconformidad de los vecinos, pero sobrevino una crisis espacial sin precedentes cuando los vehículos comenzaron a estacionarse en las calles de la ciudad, y surgieron enfrentamientos violentos con los vecinos (Mundo Marítimo, 2016).
Un alto ejecutivo de la empresa privada portuaria, ariqueño, ofrecía una opinión que posiblemente resume esta compleja situación desde el punto de vista de una población que efectivamente reclama “su derecho a la ciudad”, pero que deambula entre argumentaciones xenofóbicas.
La gente reclama sobre los transportistas bolivianos, dicen que son sucios, algunos cocinando, o sea sacan sus ollas y cocinan ahí al borde de la carretera que lleva a la ciudad… o vienen con la familia, todos los niñitos, y en invierno ponen carpas… y eso parece un campamento ¿Cómo les digo no vengan?, yo no puedo echar a una familia, pero tampoco quiero que vengan, por higiene y seguridad, afean la vista… más los vicios ilegales que se crean en los parqueos, por eso que la gente y la comunidad se queja y tiene derecho y razón (comunicación personal, septiembre de 2018).
Finalmente, otro aspecto que distingue esta relación portuaria es el espeso andamiaje político y legal que la condiciona como resultado de la relación chileno/boliviana heredada de la Guerra del Pacífico y de la permanente exigencia boliviana de acceso soberano al mar. El primero de estos instrumentos jurídicos es el Tratado de Paz y Amistad de 1904 que obliga a Chile a otorgar a Bolivia, a perpetuidad, el derecho de tránsito comercial por su territorio, acceso a sus puertos del Pacífico y a construir un ferrocarril desde Arica hasta La Paz (que hoy se encuentra paralizado); al mismo tiempo que Bolivia quedaba autorizada para instalar sus agencias de aduana en los puertos habilitados. Estos derechos fueron complementados en 1912, 1937, 1953 y 1996. En particular, se otorgó a las mercancías bolivianas importadas el derecho de almacenamiento gratis por un año, y por 60 días a las exportadas (Molina, 2014). En 1955 se firmó un acuerdo que autorizaba el paso de un oleoducto entre Bolivia y Arica, el mencionado oleoducto de Sica Sica, y cedía dos terrenos dentro de la ciudad a Yacimientos Petrolíferos Bolivianos para la instalación de su equipamiento. Por consiguiente, aunque la relación portuaria, en términos de precios, sigue los vaivenes del mercado, muchas de las contradicciones que se generan -propias de cualquier actividad portuaria- adquieren rápidamente ribetes diplomáticos, en un contexto en que las relaciones binacionales son muy tensas.
Los intentos de los actores locales por conseguir acuerdos perdurables de funcionamiento encuentran obstáculos insalvables. Un ejemplo de ello ha sido la creación, por parte de la empresa privada, de una comisión que se reúne semanalmente, y que incluye tanto a factores chilenos relacionados con el puerto como a los representantes de los intereses bolivianos (aduanas, cámara de transporte). Pero esta comisión tiene un funcionamiento que se limita a examinar lo que un representante de los transportistas bolivianos denominaba “los problemas del día a día” (comunicación personal, marzo de 2019), mientras que las cuestiones más estratégicas y de largo plazo eran temas “de los ministerios y los gobiernos, por lo que a veces se decidían cosas con buena fe que no se podían hacer, los burócratas decían hasta ahí”. Obviamente que ese mismo impedimento opera en contra de los actores de la ciudad -en particular el gobierno municipal- cuando han intentado condicionar el funcionamiento portuario, lo que reduce su capacidad de intermediar provechosamente en este entramado en que interactúan el mercado, las comunidades y la política. Tampoco existe, como en el caso de la relación con el sur de Perú, un comité regular bipartito debido a la inexistencia de relaciones diplomáticas.
En resumen, en contraste con la relación transfronteriza con Tacna, esta otra que se genera desde la actividad del puerto es percibida por la población, por sus efectos sobre el espacio urbano, como el lado menos atractivo del paisaje fronterizo.
Consideraciones finales
Históricamente, Arica ha realizado una activa intermediación portuaria, tanto respecto de la economía altiplánica como del sur del Perú, centrada en la ciudad de Tacna. En la actualidad ello se expresa en la modelación de relaciones con dos hinterlands extranacionales. Ambas implican corredores transfronterizos, pero producen variantes diferentes de regionalización transfronteriza. En su relación con Tacna se ha construido una muy activa región autocontenida que genera oportunidades de consumo baratos de servicios y mercancías que los ariqueños aprovechan. En cambio, el corredor con Bolivia, a pesar de su intensidad, se expresa como un territorio reticular que no consigue madurar como un sistema regional transfronterizo, y se muestra como un conducto opaco, inestable y fragmentado, que coexiste con otros ensamblajes territoriales en la ciudad. Ambas situaciones transfronterizas se superponen en un mismo espacio urbano, sin conexiones visibles entre ellas, generando un territorio urbano “aglomerado” en la acepción dada por Mol y Law (1994).
Diversos factores condicionan este desempeño diferente. Uno es la distancia y la condición geográfica que acompaña cada corredor. En el caso peruano se trata de 50 kilómetros de distancia sobre una carretera en excelentes condiciones que no supera una altitud de 500 metros, mientras que en Bolivia la distancia es más de una decena de veces superior y la altitud altiplánica alcanza los 4.6 kilómetros al nivel del paso fronterizo. Otro factor alude a la complementación sociocultural que ha caracterizado la historia de Tacna y Arica. No menos importante es la manera en que los tráficos mercantiles desde y hacia el puerto se colocan en función de las reproducciones materiales de las partes involucradas, que en la relación con el sur del Perú implica para Arica acceso a un mercado barato y eficiente de bienes y servicios, y, lo que resulta crucial, la existencia de lo que Lipietz (2003) denomina una “armadura regional”, es decir, un cuerpo político e ideológico que favorece la reproducción de la relación sistémica, visible de manera incipiente en los espacios de concertación transfronteriza en Arica/Tacna, pero ausente en lo fundamental en el corredor boliviano, donde la rivalidad geopolítica sigue teniendo un peso decisivo.
Es lícito pensar que esta confluencia de situaciones pudiera implicar oportunidades para el desarrollo urbano de Arica. Estamos hablando de un puerto altamente tecnificado, de contactos intensos con poblaciones que pudieran devenir consumidoras de servicios y mercancías locales, de la construcción de un paisaje cosmopolita de alto valor cultural, etc. Pero ello no sucede, y en el lado más sonriente de este rompecabezas transfronterizo -la región autocontenida con Tacna- Arica solo consigue mano de obra barata y oportunidades de consumo a menor costo. De esto resulta un tema que requiere un tratamiento más pormenorizado, pero es lícito suponer que en este resultado negativo confluyen las fallas tanto del sistema portuario como del régimen fronterizo en Chile.
En el primer caso, las ciudades chilenas solo se relacionan de manera tangencial con los puertos que contienen. Las ciudades se ven obligadas a asumir las externalidades negativas de los puertos sin poder incidir en políticas correctivas y sin compensaciones fiscales. Esta debilidad se incrementa debido a una segunda falencia: la mirada obsoleta del Estado chileno hacia sus fronteras, percibidas como límites. La constitución no las menciona, y no existe una ley de desarrollo fronterizo que establezca los reconocimientos territoriales, la manera como estos territorios pueden aprovechar las oportunidades de sus ubicaciones a partir de regímenes políticos flexibles. La única institución especializada en el tema fronterizo es una dirección con funciones de asesoría, ubicada en la cancillería, y cuya misión sigue siendo definida tal y como se hacía cuando se creó en 1966. Y, en consecuencia, tampoco ha conseguido una política proactiva hacia los países vecinos más allá de los tratamientos contenciosos sobre demandas territoriales y de los auspicios que generan los acuerdos integracionistas en el marco de las políticas de regionalismo abierto. Ha sido el lamentable cumplimiento de un pronóstico de Ovando y Álvarez: “Bajo esta lógica… se tenderá al mantenimiento del statu quo, privilegiando los temas tradicionales… al costo de limitar las probabilidades de integración y cooperación” (2011: 98).
Finalmente, el panorama antes descrito pudiera evolucionar hacia mayores grados de conflictividad al calor de los proyectos de los Corredores Bi-Oceanicos (CBO) que constituyen propuestas de reestructuración territorial al calor del neoextractivismo y en función de la acumulación global, como ha sido discutido por Herrera (2019). Arica se ubica en este escenario como parte de un eje llamado a funcionar como una red de puertos pivotales de contactos con Asia oriental. De confirmarse esta tendencia, Arica y su puerto entrarían en otro momento de su evolución funcional y espacial, tal y como lo ha anunciado el gobierno regional en su plan estratégico (Gobierno Regional, 2018).
En términos sistémicos ello implicaría otro momento de “deslocalización” de la región y la ciudad, que asumirán -nuevamente desde el puerto- otros roles como piezas subordinadas de lo que Brenner y Theodore (2017) llamaban -recurriendo a la metáfora schumpeteriana- la “destrucción creativa” del urbanismo neoliberal: creación de una zona de libre comercio articuladora de cadenas de valores complejas y de una aglomeración productiva y de servicios en un escenario que seguirá siendo fuertemente transfronterizo. Aun cuando ello supone otras oportunidades para la ciudad -mayor dinamismo económico, generación de empleos, nuevos recursos tecnológicos-, no pueden perderse de vista los costos implícitos en una “zona sacrificada” de recepción de conflictividades en la lógica neoliberal.