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Revista pueblos y fronteras digital

On-line version ISSN 1870-4115

Rev. pueblos front. digit. vol.17  San Cristóbal de Las Casas  2022  Epub Mar 21, 2023

https://doi.org/10.22201/cimsur.18704115e.2022.v17.548 

Artículos

Territorialización, ideología ritual y el Estado virtual de los wixaritari

Territorialization, Ritual Ideology, and the Virtual State of the Wixaritari

1 El Colegio de Michoacán, México. pliffman@yahoo.com


Resumen

A partir de la obra Los wixaritari. El espacio compartido y la comunidad, de Héctor Medina Miranda (2020), sobre la historia y antropología de los indígenas del Gran Nayar, una región que abarca el sur de la Sierra Madre Occidental de México, se abordan cinco temas generales de la antropología sociocultural: 1) la identidad, ubicación y organización política de los grupos lingüístico-culturales señalados en las fuentes etnohistóricas; 2) las teorías de territorialización, placemaking (la producción de lugares) y kiekari («rancheridad» o la domesticación del espacio), que incluyen la noción de la tierra como propiedad; 3) la hasta ahora poco estudiada organización de nuevos asentamientos indígenas sobre un área extensa del país; 4) el nexo entre ideología ritual y relaciones regionales de poder; y 5) la conexión entre la llamada «invención de la tradición» y la producción de lugares como un acto performativo en el proceso histórico de continua reterritorialización.

Palabras clave: wixaritari (huicholes); territorialidad; ritualidad; ideología; Estado

Abstract

Using the work entitled Los wixaritari: El espacio compartido y la comunidad, [which can translate as The Wixaritari: Shared Space and Community] by Héctor Medina Miranda (2020), about the history and anthropology of the indigenous people of Gran Nayar, a region comprising the south of the Sierra Madre Occidental chain of mountains in Mexico, this paper addresses five general themes of sociocultural anthropology: 1) identity, location, and political organization of the cultural-linguistic groups identified in ethnohistorical sources; 2) territorialization theories, placemaking, and kiekari (“ceremonial space” or the domestication of space) that include the notion of land as property; 3) the organization of new indigenous settlements along an extensive area of Mexico, which have hardly been studied so far; 4) the nexus between ritual ideology and regional relations of power; and 5) the connection between what is known as “inventing tradition” and placemaking as a performative act in the historical process of ongoing reterritorialization.

Key words: Wixaritari (Huichol people); territoriality; rituality; ideology; the State

Introducción

Para profundizar en las teorías de la territorialidad y de la relación entre ritual y poder regional, este artículo parte de un nuevo libro polémico y valioso sobre la historia y la antropología de los indígenas del Gran Nayar. Desde hace siglos esta región, que abarca la Sierra Madre Occidental de Nayarit, Jalisco, Zacatecas y Durango, México, ha sido el hogar de wixaritari (huicholes), náyerite (coras), o’dam (tepehuano-tepecanos), nanawata (mexicaneros) y mestizos. El libro Los wixaritari. El espacio compartido y la comunidad, de Héctor Medina Miranda (2020), logra al menos tres cosas importantes: ordena el hasta ahora confuso acervo etnohistórico con su sinnúmero de etnónimos y territorios; a través de un recorrido etnográfico sistemático, analiza las injustamente despreciadas comunidades de wixaritari que se han formado en Durango y Nayarit desde la Revolución; y en varios momentos critica a buena parte de los autores que han investigado los mismos temas.

Entre los numerosos antropólogos mencionados en este libro que han hecho trabajo de campo en la Sierra Huichola y todavía viven, yo soy de los más cuestionados, seguramente con algo de razón. Lo agradezco por la oportunidad de aclarar y expandir la teoría de territorialidad wixarika planteada en mi libro y otras publicaciones sobre ese tema (Liffman, 2000, 2002, 2012, 2017, 2018; Liffman, Vázquez y Macías, 1995). Además, las críticas reflejan supuestos a veces implícitos sobre territorialidad, identidad, poder y otros aspectos medulares de buena parte de la antropología social. Así, en este artículo se abordan cuestiones generales que nos atañen más allá de cualquier especialidad regional.

El supuesto más explícito de Héctor Medina estriba en lo que considera «dos nociones contradictorias. Por un lado, está el espacio compartido, el más amplio, en el que habitan los ancestros deificados […] Por el otro lado, en términos más restrictivos, más acorde a los intereses del poder dominante, está la comunidad tradicional» (10, 12).1 En primer lugar, aunque es cierto que las comunidades wixaritari -como muchos grupos campesinos- viven bajo un régimen de propiedad agraria que les otorga personalidad jurídica y derechos territoriales que no se aplican fuera de sus límites, preguntaría si realmente se trata de «nociones contradictorias». Es decir, por un lado, la territorialización en torno a las moradas de los ancestros deificados (kakaiyarita) no se limita al espacio fuera de las comunidades, sino que estos lugares también abundan al interior de sus límites. Por otro lado, a veces las mismas comunidades son «espacios compartidos» entre varios grupos étnicos y formas de poder, como la excelente etnografía de Medina demuestra. A pesar de la relevancia de estos hechos para el planteamiento del libro y para deconstruir los vestigios aún potentes de la imagen de «comunidades corporativas cerradas», se verá que no son la preocupación central del actual artículo. Más bien este se enfoca en cinco temas que varios autores han abordado:

  • la identidad, la ubicación y la organización política de los grupos lingüístico-culturales señalados en las fuentes etnohistóricas sobre el Gran Nayar;

  • las teorías implícitas de territorialización, placemaking (la producción de lugares) y kiekari («rancheridad» o domesticación del espacio), que incluyen la noción de la tierra como propiedad;

  • la organización de los relativamente nuevos asentamientos de wixaritari sobre un área extensa de los estados de Durango y Nayarit;

  • el nexo entre ideología ritual y relaciones regionales de poder que orienta nuestras investigaciones, y

  • la conexión entre la llamada «invención de la tradición» y la producción de lugares como un acto performativo en el proceso histórico de continua reterritorialización.

Grupos lingüístico-culturales

Como ya se mencionó, una de las grandes aportaciones de Héctor Medina es su sistematización cuidadosa del acervo etnohistórico para identificar los múltiples grupos nombrados en documentos coloniales y ubicarlos en el espacio. Así, aborda múltiples aporías y debates sobre el Gran Nayar. Por ejemplo, existe una añeja discusión sobre si los espacialmente extensos, pero ahora desaparecidos, tecuales (o bien, hablantes del idioma tecual) pertenecían a la cultura náyeri (cora) o wixarika (huichola), o si eran algo distintos social y lingüísticamente (a pesar de que el etnógrafo franciscano del siglo XVII Antonio Arias y Saavedra describiera el idioma wixarika como una variante del tecual).2

Al respecto, parece que sin darse cuenta plenamente, Medina relata uno de aquellos episodios clásicos de malentendido etnográfico cuando algún fraile colonial preguntó a un informante qué lengua hablaba uno de los múltiples grupos de indígenas asentados cerca de Acaponeta, una misión ubicada en lo que ahora es el norte de Nayarit (47). Según la transcripción del investigador eclesiástico, su informante le contestó, «guacnuquia», lo cual aquel registró debidamente como el nombre del idioma, el eminente geógrafo del siglo XX Carl Sauer interpretó como wixarika, y Medina reproduce sin mayor comentario salvo: «no se asocia de manera específica con ningún colectivo» (50). Más bien, no creo que guacnuquia fuera el nombre de ningún idioma en particular, sino la transcripción casi exacta de una frase en wixarika: waniukieya, que significa «su idioma de ellos». Así, por tratarse de un enunciado wixarika, «su idioma de ellos» a lo mejor implicó cualquier lengua que no fuera wixarika.3

Hablaran lo que hablaran, la anécdota recuerda un viejo refrán sobre estadounidenses e ingleses: dos pueblos divididos por un idioma común. Es decir, la historia más amplia del Gran Nayar que narra Medina demuestra su comprensión de que los idiomas pueden servir como un instrumento de diferenciación igual que de unidad. Yo agregaría que, por estar relacionados entre sí y con el náhuatl -la lengua franca de la época colonial-, los idiomas yutonahuas de la región (náyeri, wixarika, tecual y otros) se prestaban a cierto nivel de multilingüismo o de criollización: la generación de nuevas lenguas y culturas sintéticas. Estas pueden haberse desplegado selectiva y estratégicamente según el contexto social. Desde luego, la criollización es común entre pequeñas etnias o grupos tribales, al igual que entre poblaciones coloniales por todo el mundo, al menos las que no han sido consignadas como comunidades corporativas artificialmente cerradas y segregadas unas de otras. Así, este proceso tiende a difuminar aún más cualquier clasificación rígida y excluyente de etnias asentadas en determinados lugares.

Tal vez por diplomático, Medina no se pronuncia sobre otra famosa controversia: si el origen de los huicholes tuvo algo que ver con los guachichiles -grupo chichimeca extenso pero poco conocido del desierto de Zacatecas y San Luis Potosí que, según los registros coloniales, hablaba otro idioma de la gran familia yutonahua-.4 Como ejemplo de las dimensiones que esta clase de cuestión puede asumir, el debate sobre la «hipótesis guachichil» fue una de las múltiples causas de división entre los antropólogos Phil Weigand y Peter Furst junto con sus respectivos seguidores desde los años sesenta del siglo XX hasta fechas recientes. La discusión se volvió acérrima porque un origen desértico de los wixaritari apoyaría el énfasis que Furst ponía en la centralidad del peyote en la cultura wixarika y su poca pertenencia a la tradición mesoamericana urbana de jerarquía social. Un artículo que publicó en la revista Ethnohistory en sus últimos años evidencia lo duradero de este posicionamiento a pesar de la ambigüedad de la evidencia para apoyarlo (Grady y Furst, 2011).

Para evitar semejantes controversias, parecería prudente que Medina simplemente enumerara los etnónimos coloniales de muchos grupos sin mayor comentario, pues algunos son meros epítetos o, como en el caso de la «lengua» guacnuquia, enunciados descontextualizados. No obstante, un análisis más atrevido de algunos casos podría rendir frutos. Por ejemplo, tomando en cuenta las variaciones dialectales del wixarika y las capacidades limitadas de transcripción de los misioneros tempranos (siglos antes de la existencia del concepto de fonema y de una ortografía fonética universal), los términos huetzolme, güisol, güizare, uzare, bisorita, visurita y vizurita no suenan muy diferentes uno del otro o de una raíz derivada de «wixari» y compartida a nivel regional. Al respecto, es iluminadora la doble historia fonética que José Luis Iturrioz (2004) ha reconstruido para interpretar los múltiples préstamos de los nunca estáticos dialectos del castellano a las igualmente cambiantes variantes del wixarika en diferentes momentos de los cinco siglos de contacto entre los dos idiomas.

Todos estos intercambios y diferenciaciones provocan cuestionamientos no solo sobre la identidad, la ubicación y las relaciones mutuas de grupos culturales discretos, sino también sobre la definición de etiquetas como «wixarika», en primer lugar, que las políticas identitarias quisieran hacer categorías de cajón. Considérense casos como el huérfano mestizo Pedro de Haro (1921-2005), que no obstante se volvió uno de los grandes líderes políticos y morales de los wixaritari (con todo y los claroscuros de su trayectoria). Esto se embona con la naturaleza generalmente fluida del parentesco cognaticio o bilateral de los wixaritari, que no dependen tanto de la consanguinidad, sino a menudo crean lazos a través de relaciones rituales entre corresidentes. Como señala Medina, la adscripción tribal o étnica tampoco depende necesariamente de un idioma, una comunidad corporativa o una microrregión cerrada. Más bien, depende del grado de relación social en torno al proceso ritualizado de cultivar maíz en rancherías territorializadas como extensiones de una lumbre ceremonial junto a un adoratorio familiar (xiriki) o centro ceremonial (tukipa). Desarrollaré este punto más adelante.

En fin, Héctor Medina tiene razón cuando dice que no convienen los intentos de acotar grupos indígenas a demarcaciones territoriales estrictas, aún más cuando se consideran los antes mencionados ejemplos de comunidades pluriétnicas. Uno sumaría a sus argumentos el hecho de que la historia comparativa demuestra que la tenencia de la tierra es solo una manera de construir la gobernanza o territorialidad. Si se agregan los factores de multilingüismo, criollización y parentesco fluido, un modelo de etnicidad performativa, situada o contextual sería más a propósito. Retomamos estos puntos después de abordar la siguiente cuestión subyacente.

Organización política

Las interrelaciones y la organización política de los grupos lingüístico-culturales en los márgenes del Estado es un tema que merece más discusión (Das y Poole, 2004). Medina, citando el famoso ensayo «La sociedad contra el Estado» de Pierre Clastres (2010[1974]), trata las sociedades del Gran Nayar como fundamentalmente antijerárquicas. Al mismo tiempo, cita el relato de un franciscano colonial que: «indica la existencia de sociedades jerarquizadas y centralistas al poniente del territorio, las cuales eran capaces de integrar poblados de diferente origen étnico, generando colectivos multiculturales» (39). Cabe agregar que la mitohistoria wixarika ubica sus propios orígenes justamente en la zona de estas jefaturas o estados en la costa del Pacífico. Así, no sería exagerado pensar en un legado de jerarquía social desde la cultura Aztatlán del siglo X hasta las jefaturas tributarias, que abarcaban a los wixaritari del periodo colonial e incluso de la época del líder regional Manuel Lozada durante las Guerras de la Reforma. De hecho, al menos hasta principios del siglo XXI, kawiterutsixi (expertos ceremoniales wixaritari) de San Andrés Cohamiata todavía hablaban de una «mojonera» suya ubicada en la otrora y distante cabecera náyeri de Mesa del Nayar, lo que implicaría una territorialidad integrada al grupo político-militar dominante de la sierra. Esta historia de jerarquía regional podría ser una pauta para los patrones actuales de intercambio ritual asimétrico.

En vista de esto, me parece discutible que Medina rechace la posibilidad de que en algún momento -aunque sean los momentos de efervescencia e inversión simbólica ritual que yo he descrito- los wixaritari contemporáneos tengan un imaginario estatal. Ni hablar del papel ambivalente pero fundamental del Estado posrevolucionario y de los líderes indígenas como el antes mencionado Pedro de Haro en la recuperación de su territorio. Olvídense también las críticas lanzadas en su momento a Clastres por su falta de perspectiva histórica, aunque esta podría coadyuvar a subestimar la articulación de las poblaciones del Gran Nayar con los estados prehispánicos y el papel del tributo y las ofrendas sacrificiales para sostener jefaturas o sociedades tipo big man (que no cuentan con la autoridad fija de una jefatura).

El punto mayor es que Clastres no rechazaba la existencia del poder político en sociedades de baja escala, aunque su lógica de organización contradijera la integración a un Estado o la construcción de tales instituciones en determinados momentos. Más bien, argumentó que se puede ejercer el poder sin la coacción de instituciones estatales (y, presuntamente, sin la institución europea moderna de la tenencia de la tierra) a través del intercambio ritualizado de recursos, en particular la mano de obra. En el caso wixarika, los actores rituales a menudo le confieren el aura del Estado a estos intercambios. Esto es el núcleo del argumento que desarrollaré en el cuarto apartado: Ideología ritual y las relaciones regionales de poder.

Para apoyar sus dudas sobre la existencia de jerarquía social en el Gran Nayar, Medina cita sin mayores comentarios al antes mencionado Arias de Saavedra: «Todo parece indicar que el presunto gobernante [de los coras, el Nayarit] era, más bien, un personaje de culto, al cual se asociaban sus descendientes. […] Por ello, [Arias] concluye que al Nayarit ‘no le reconocen como a Rey sino como a oráculo’». La distinción es interesante a pesar de que implícitamente niega el poder político de los oráculos o sacerdotes, lo cual sería algo irónico para un franciscano colonial.

En todo caso, los actuales chamanes y consejeros de centros ceremoniales wixaritari (kawiterutsixi) son oráculos precisamente, y no solo controlan mucho capital simbólico sino, a través de sus sueños adivinatorios, también eligen el liderazgo tradicional para la Voltea de la Mesa cada año en el día de San Francisco. Además, canalizan el consumo de buena parte de la producción agrícola e ingresos monetarios a través de los rituales, sobre todo en Semana Santa.5 Si esto no es jerarquía, ¿cómo lo deberíamos llamar? Más bien, tal vez el poder siempre asumía esta forma en el Gran Nayar y no le faltaba nada de jerarquía a pesar de que no existiera un «rey» reconocible a un emisario español. En este sentido, sería valioso indagar en las teorías de soberanía en boga bajo el Imperio Habsburgo del siglo XVII para entender mejor las diferentes categorías de dominio que Arias reconocía.

Esta aparente méconnaisance de la jerarquía se conecta con la diferencia que Medina plantea entre ofrenda y tributo, con la jerarquía social que este último implica. Arias declaró sobre los náyerite del siglo XVII que: «Es voz común que todos los más naturales de esta tierra envían a ofrecer a este templo del Nayarit las primicias de todos frutos» (101). Así, ¿las ofrendas no son una forma de tributo a los antepasados divinizados a través de sus emisarios humanos? Convendría contemplar que en la práctica existe una zona gris entre ofrenda y tributo que posibilita la formación de jerarquías políticas, por evanescentes que sean.6

Aquí es relevante considerar el argumento central del libro de David Graeber y Marshall Sahlins (2017) sobre la emergencia primordial de la soberanía: en primer lugar, toda política era cosmopolítica. Es decir, la gobernanza se modela en el intercambio a menudo asimétrico con poderosos seres metahumanos tales como los antepasados divinizados de los wixaritari. Solamente después los jefes suplantan a estos para organizar relaciones -también desiguales- con las personas comunes. En esta conexión, me parece cuestionable que Medina comentara que en el Gran Nayar «no tenemos la certeza de que existieran entidades políticas prehispánicas -como el altépetl en los valles centrales- con territorios bien delimitados» (101). Es cierto que los altepemeh en el densamente poblado centro de México contaban con mojoneras para demarcar sus áreas de control, pero el punto es que el poder centralizado del Estado mexica en sí no se basaba solamente en el control territorial directo sino también en redes extensas de tributo, lo cual también fue el caso de Estados premodernos en otras partes del mundo (cfr. el «modo asiático de producción» de Marx).7

Una pregunta concreta inspirada en esta reflexión sobre gobernanza gira en torno a la reciprocidad negativa; es decir, el intercambio ritual o «transacción» que enmascara la explotación como la del patrón «generoso» que reparte regalos navideños a sus peones, pero durante el resto del año acumula significativamente más riqueza gracias a los sueldos bajos que les paga. Medina nos recuerda que durante la época colonial temprana en el Gran Nayar y la Gran Chichimeca, esta relación se expresaba a partir de los «obsequios» que los españoles presentaron a los nativos con el objetivo de pacificar y finalmente transformarlos en mano de obra. ¿Acaso estas prácticas funcionaron porque los indígenas las asociaban con patrones de intercambio asimétrico ya existentes desde antes de la llegada de los europeos? Un ejemplo podrían ser las relaciones tributarias violentas del siglo XIV entre proto-wixaritari y el estado de La Quemada que la mitopraxis wixarika supuestamente recuerda todavía (Weigand, 1975). De ahí, ¿hoy en día ese tipo de relaciones sigue manifestándose en las demandas a menudo insaciables de los antepasados por sacrificios y ofrendas, según la manera en que sus voceros, los chamanes y kawiterutsixi (consejeros de tukipa), las interpreten?

Territorialización

Con mucha razón, Héctor Medina se opone a la tradición etnohistórica y etnológica de imponer límites geográficos fijos en torno a los grupos del Gran Nayar, tanto las supuestas «etnias» como sus respectivas organizaciones rituales, pues esta tradición los trata como si fueran principalidades en los mapas idealizados de la Europa posterior a la Paz de Westfalia de 1648, la cual dio lugar al Estado-nación moderno. Sin embargo, parece llevar su argumento hacia el otro extremo cuando enfatiza lo indeterminado e incluso inexistente de la territorialización (igual que la jerarquía). La única excepción que hace es para el caso de las actuales comunidades agrarias, y posiblemente de los estados federativos, a pesar de que en el Gran Nayar, como en otras partes, ambos también suelen dudar de la veracidad de los linderos de sus vecinos.

Esto invita a una mayor reflexión sobre las lógicas propias de los wixaritari en cuanto a la territorialización o -para sustituir este término tan acotado para Medina- lo que la geografía humana, la fenomenología y la antropología han llamado placemaking (la producción de lugares) (p. ej. Feld y Basso, 1996). Para empezar en la escala mayor, Medina (Mapa 5.1: 65) muestra que el kiekari o territorio cultural amplio de los wixaritari se trata de una provincia hidrológica: la mitad norte de la cuenca del Río Grande de Santiago y el desierto colindante de Wirikuta en San Luis Potosí, atravesada por la Sierra Madre Occidental. Este modelo recuerda la observación de la ecóloga cultural Brigitte Boehm de que la ruta a pie desde la Sierra Huichol hasta Wirikuta es un camino de ríos y manantiales (Boehm, 2008; cfr. Giménez et al., 2018).

Al respecto, esparcido a lo largo de su capítulo 6 («La delimitación mítica del espacio»), se encuentran fragmentos de un análisis etnográfico maravilloso de Medina sobre el agua, una preocupación central para casi todos quienes hemos trabajado en la zona. Se relata que «los ríos […] son concebidos como los caminos que recorrieron los ancestros en la peregrinación primigenia […] [De hecho, l]os ríos son los mismos dioses que peregrinan incesantemente de un extremo al otro del universo» (64). Más aún:

Llama la atención que los caminos de los peregrinos son ríos y ellos mismos son serpientes que abren los cauces con dirección al oriente. […] [L]os ríos son las venas del mar[;…] es decir, los peregrinos emergieron del cuerpo de la enorme serpiente y forman parte de éste como su torrente sanguíneo (73).

Así, «los peregrinos son la serpiente emplumada que irriga los campos wixaritari [de maíz-Niwetsika] y que fluye para transformarse y dar vitalidad al río Chapalagana» (76). Asimismo:

[…] matando todas las sierpes enemigas, de sus costillas formó las altísimas murallas de cal y canto que hoy cercan y guarnecen una profundísima y cristalina laguna, situada como la vemos hoy, tres leguas inmediata al pueblo y Misión de Santa Teresa (66).

Aunque el libro no entra en mucha comparación etnológica, se trata de un ejemplo clásico de temporalidad estacional encarnada en la territorialidad de Mesoamérica, que Philippe Descola (2013) incluiría en su categoría de ontología analogista.

En años recientes, esta corporalización de la hidrología también se expresa en la cosmopolítica antiminera que reivindica los manantiales de Wirikuta como la fuente de «venas» de agua que articulan el espacio nacional y resuenan con historias de la sangre del antepasado Jesucristo transformada en la plata minada allí (Liffman, 2017). Esto demuestra un tropo cosmopolítico fundamental: desde hace siglos los wixaritari afirman su soberanía (momentánea o compartida, por supuesto) sobre lugares y zonas ancestrales a lo largo de un territorio vasto por ser los intermediarios imprescindibles del agua, tal como Carl Lumholtz documentó en algún momento hace 120 años cuando los apodó rain priests (sacerdotes de la lluvia). Esta intermediación del clima también se embona con su papel, que data de tiempos prehispánicos, en el intercambio transmontano por las cuencas ribereñas que recorrían. Esta geografía ontológica apunta hacia otras escalas y categorías que los wixaritari invocan para la producción de su territorio.

Kiekari (el espacio cultural)

La categoría clave de la territorialidad wixarika, tanto en el trabajo de Medina como en el mío, es kiekari. En su caso, se adhiere a una traducción algo metafórica: «‘conjunto de lugares donde hay casas’, el cual los wixaritari emplean para referirse a la ranchería, a la comunidad y al mundo entero» (139). Vamos a ver que también se refiere al espacio nacional. Aquí se vale entrar un poco en lingüística: la traducción campechana de kiekari como «rancheridad» que ofrecí hace 20 años está más cercana a su sentido común en wixarika. Se deriva de la raíz verbal ki (construir una casa), pero sobre todo kie (ranchería, un conjunto de casas) + -kari, un sufijo nominal algo parecido a -yari que indica cualidad o abstracción, la misma función que el sufijo -dad tiene en español.8

Debemos reconocer que hace más de 40 años Joseph Grimes (un lingüista de primer nivel, pero cuyo oficio de misionero tal vez limitara su acceso a algunas categorías culturales de los wixaritari) determinó que kiekari se refiere principalmente a «pueblo» (1981:89). Más aún, en su estudio léxico inicial de 1954, él y John McIntosh le habían asignado la definición de «rancho, pueblo, ciudad», y entendieron kiekame (kie más el personificador -kame) como «habitante», «ciudadano, persona de la casa, del rancho, del país». Como comentó Santiago Bastos en el seminario que dio lugar a este artículo, ello implica que no se trata solamente de la territorialidad bifurcada que Medina plantea -el territorio exclusivo de la comunidad versus el «multiterritorio» compartido a escala regional y cosmológica-, sino también incluye la territorialidad del Estado. En este sentido podemos vislumbrar que, al menos desde mediados del siglo XX, la cosmovisión wixarika contemplaba una articulación entre la territorialización ritual y la del Estado-nación. Un ejemplo primordial de esta articulación fue el empleo de monedas coloniales como emblemas del sol en antiguas jícaras votivas, lo que sugiere una apropiación cosmopolítica del Estado español. Faltan evidencias de cómo las jefaturas y los Estados prehispánicos que rodeaban y compenetraron a los wixaritari pudieran haber sido imaginados en la esfera ritual de periodos anteriores salvo por su tradición compartida de arquitectura ceremonial compleja (Weigand, 1985).

Así, para complementar una definición tan vernácula como «rancheridad» con algo más latino, kiekari no se trata solo de conjuntos de casas. También indica un principio de «domesticación» en cualquier escala, desde la «ranchería» hasta la «comunidad» -todavía la acepción más común, que sirvió de punto de partida en mi primera publicación sobre el tema-y luego el país y el cosmos (Liffman, Vázquez y Macías, 1995). Más bien, la visión (nierika) de los chamanes y artistas reconoce lugares sinónimos como parte del territorio cultural en diferentes periodos, regiones e incluso países, lo cual articula y pliega el espacio físico. Esto implica que kiekari es un proceso performativo, emergente y recursivo de territorialización o producción de lugares (placemaking). En mi propia experiencia esta cualidad performativa -es decir, dependiente del acto y contexto de enunciación- se evidenció por primera vez en la década de 1990, cuando colaboré con una organización no gubernamental y con las autoridades comunitarias de San Andrés Cohamiata en la reivindicación de tierras agrarias y lugares sagrados (Liffman, Vázquez y Macías, 1995). Así, kiekari es territorio y territorialización con base en los principios de visión e intercambio ritual realizados en torno al kie (la ranchería) y las escalas mayores a las cuales está conectado.

Quiero profundizar en esta idea. Por un lado, la comprensión de narrativas históricas, territorialidades, cosmologías o pluriversos como fenómenos emergentes e inseparables de los intereses materiales y contextos performativos que los conjuran no significa que los contenidos de estos ensamblajes sean meramente coyunturales. Por otro lado, tampoco conviene cosificarlos como si los actos concretos de su enunciación fueran entidades patrimoniales inamovibles que preexistieran sin modificaciones-al estilo de un Wunderkammer (gabinete de curiosidades) o miscelánea ontológica más allá de la historia-. En este sentido, me parece un malentendido de mi postura, y aún más de la de Marisol de la Cadena (2010, 2015; Liffman, 2020), cuando se afirma que mi análisis de la cosmopolítica y sus formas de relación humana y extrahumana las trata como si solo fueran «puestas en juego durante los conflictos entablados con el Estado, industrias mineras, turísticas o acuíferas» por actores interesados (Martínez y Neurath, 2021:8).

Más bien se trata de una continua reconfiguración de relaciones entre constelaciones de entidades en potencia con grados de agencia variables. Y sí, la «ontología» de estas suele reconfigurarse en relación con su contexto histórico, esta última palabra entendida en un sentido amplio que abarca diferentes géneros o registros de historia. Es decir, siguiendo la semiótica de Charles Peirce, estas entidades no pueden postularse como independientes de las formas de comunicación (tanto lingüísticas como en otros medios materiales), los escenarios performativos con sus públicos y las formas de reflexividad de los interlocutores a través de las cuales se vuelven perceptibles (Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2006).

Quizás parte del malentendido se debe precisamente a los medios materiales de comunicación: la falta de traducción y circulación del pragmatismo filosófico de Peirce y de la corriente de antropología lingüística que ha desarrollado su enfoque en la dimensión dialógica tras la producción de signos. Este enfoque difiere radicalmente del dualismo cartesiano, que sentó las bases del estructuralismo saussureano y sus secuelas en la teoría contemporánea. La diferencia es radical porque no supone una relación formal y arbitraria entre significante (el vehículo sonoro o visual de significación) y significado, derivada de un código de diferencias asentado de antemano entre interlocutores preestablecidos -un lenguaje y una psicología sin historia-. Más bien, se basa en una triada de la cual los mismos sujetos, nuestros signos y los fenómenos continuamente estamos emergiendo de la mediación mutua.

Así, décadas antes de que Ferdinand de Saussure planteara su relación entre significado y significante, Peirce la había deconstruido por medio de su concepto materialmente arraigado del interpretante:

una mediación o “terceridad” (thirdness) basada en “el sentido de educación, pensamiento, memoria y hábito” -es decir, la cultura y la experiencia. La injerencia de estos elementos posibilita la constante transformación de los signos. En otras palabras, la reflexión o disposición del sujeto juega un papel ausente en Saussure: actualiza la relación entre los vehículos concretos de significación que Peirce llama “segundidad” (secondness) y las cualidades fenomenológicas en las cuales se basan. Peirce llama a estas últimas cualidades sensoriales abiertas “primeridad” (firstness), que está latente antes de enunciar y recircular el signo en el medio social. Así, los sujetos emergemos donde interpelamos el mundo empírico de cualidades y sus formas materiales a través de la acumulación de conocimientos, afectos y experiencias corporales: nuestra memoria histórica. Ésta siempre había sido mediatizada de la misma manera a través de otros interpretantes, los cuales a su vez fomentan nuevos signos. Así producimos un flujo semiótico potencialmente ad infinitum… Esta mediación semiótica -con el constante diálogo interior implicado en la interpelación del interpretante- efectivamente abrió el famoso esquema sincrónico y dicotómico de langue/parole (lenguaje/habla) propuesto por Saussure y sus seguidores estructuralistas a la vida social e histórica […] (Liffman, en prensa).

Asimismo, las fricciones entre mundos en potencia que Isabel Martínez y Johannes Neurath resaltan como medulares también están en el centro de mi formulación, por lo que he seguido a De la Cadena en subrayar la importancia de trabajos como El desacuerdo (1996) y Dissensus de Jacques Rancière (2010). Este autor, que por algún motivo Martínez y Neurath no citan, ha enfatizado el hecho de que las luchas políticas fundamentales giran en torno precisamente a la inclusión o exclusión de entidades como parte del dominio político o estético en primer lugar, «laborando para introducir nuevos sujetos y objetos heterogéneos al campo de la percepción» (Rancière, 2010:2, traducción propia). Pues al no considerar algo como político, se lo consigna a la naturaleza inconsciente, la vida privada, mitos o costumbres exóticos según los términos de la Constitución Moderna (Latour, 2007).

A la luz de esta lucha por la inclusión, parece ingenua la imagen liberal y romántica de los indígenas como sujetos con plena capacidad de poner y quitar identidades acumuladas u otras formas de ser y ser vistos como si fueran estilos de moda o, mejor dicho, los posicionamientos ontológicos dramáticamente fluidos que se producen en los rituales (Lira, 2017). Más bien, primero tienen que pelear por el derecho de ser reconocidos como sujetos históricos con la capacidad de definirse a sí mismos en campos de poder regional, lo que de otra manera los reduciría a meras figuras del imaginario occidental (Povinelli, 2002). Es decir, deben lidiar con las demandas cruzadas entre diferentes identidades situadas, como evidencian los conflictos existenciales que viven algunos maestros bilingües wixaritari y, en general, las a veces imposibles contradicciones de intelectuales indígenas que buscan intermediar sus culturas en el espacio regional (Lomnitz, 1995). La fricción es medular aun (o bien especialmente) cuando los contornos de las entidades disputadas o fenómenos emergentes están medio desconocidos, extraños, misteriosos, fantasmales o (para conjurar a Freud) unheimliche. Este es un punto en el cual pienso que Martínez y Neurath (2021:9-10), De la Cadena y yo estamos de acuerdo.9

A pesar de las diferencias a veces agudas sobre la constitución y extensión de la territorialidad, sus agentes y sus relaciones ontológicas, otro aspecto en el cual varios investigadores coincidimos es en el papel proteico del kie (la ranchería) como una escala que de alguna manera la produce. Esta generación de territorio puede ser dendrítica y anidada en el seno de los tukipa y de las comunidades históricas o bien rizomática y discontinua a lo largo y ancho del espacio nacional. Incluso se extiende a contextos internacionales no sujetos a la gubernamentalidad del Estado mexicano. Como bien dice Héctor Medina:

la ranchería es potencialmente una comunidad. Su conformación derivará de la creación de una cabecera con sus autoridades y de una real y efectiva delimitación territorial que puede dar lugar a la escisión o a la fundación de una nueva comunidad (139).

Y casi al final de su libro: «En todo momento [las rancherías autónomas] se definen a sí mismas como comunidades, como un kiekari que ha conseguido determinar un territorio común y unas autoridades que regulan dicho espacio» (159).10 Por eso, una aportación importante del proyecto etnográfico de Medina es la de rastrear esta lógica cultural tras la formación de nuevas comunidades en una zona antes poco estudiada.

Al mismo tiempo, él niega que los centros ceremoniales de estos nuevos núcleos de población wixarika sean réplicas de los tukipa de las comunidades históricas. Más bien, «un templo con cargos fijos asignados, en posesión de una familia, se asuma como comunal para efectos presupuestales y que en las fiestas de éste participen, algunas veces, los jicareros o cargos de otros templos» (158). ¿Medina quiere decir que estos nuevos centros ceremoniales jamás pueden asumir las características de los más antiguos a lo largo de un proceso histórico de desarrollo conforme vayan agregando más jícaras? ¿O bien su mayor dependencia legal y económica del Estado-nación como parte de la formación y legitimación de territorios -factores reconocidos al menos simbólicamente desde hace generaciones- imposibilita su pertenencia a la categoría tukipa?

Una pregunta relacionada es si por diferentes motivos en distintos contextos, los nuevos asentamientos pueden representarse como autónomos y luego (o incluso al mismo tiempo) identificarse con las comunidades ancestrales. Es decir, ¿los nuevos asentamientos están dispuestos a desplegar identidades situadas, como ya se ha sugerido respecto a la etnicidad? Me parece factible porque en 2020 Medina documenta gestiones autonomistas, pero en 1995 mucha gente de las nuevas rancherías periféricas al noroeste de San Andrés Cohamiata nos expresaba una fuerte identificación con los tukite históricos ubicados dentro de esa comunidad.

Es importante reconocer que este último posicionamiento salió en el contexto del peritaje que publicamos en apoyo de los esfuerzos de independizarse de ejidos controlados por mestizos aliados con los gobiernos de Nayarit y Durango (Liffman, Vázquez y Macías, 1995). Ese estudio sentó las bases empíricas y las primeras hipótesis de una teoría performativa de territorialidad wixarika (Liffman, 2000) desarrollada en una tesis doctoral (2002), un subsecuente libro (2012) y otras publicaciones (2017, 2018).11 La aparente flexibilidad de identidades y posicionamientos políticos manifestada en los dos relatos etnográficos sobre esta área a lo largo de 25 años recuerda las alianzas sumamente situacionales entre diferentes facciones de las comunidades wixaritari con los diversos movimientos armados de la Revolución mexicana, el gobierno y, posteriormente, los cristeros, lo cual Nathaniel Morris documenta en su importante libro recién publicado (2020).

La tierra como propiedad

Con respecto a otra dimensión de la territorialidad que depende del reconocimiento gubernamental -la tierra como propiedad-, muchos investigadores han observado que en diferentes medidas: «Los indígenas se han asentado y movilizado al margen de los principios de territorialidad occidental, aunque, con el tiempo, también experimentaron con estas nuevas formas» (35). Se podría agregar que esta marginalidad se debe en primer lugar a que, desde tiempos inmemoriales, las estrategias territoriales en los márgenes norteños de la agricultura sostenible en México deben ser híbridas para adaptarse a la variabilidad pluvial. Esta variación incluye lo que los arqueólogos y geólogos han identificado como «megasequías» (megadroughts) o la desertificación cíclica del norte de México y suroeste de Estados Unidos, ahora intensificada por el cambio climático a niveles no vistos desde hace 1 200 años (Williams, Cook y Smerdon, 2022). Sin embargo, parece que Héctor Medina está apegado precisamente a la tenencia de tierras demarcadas y excluyentes como el criterio principal de territorialidad.

Así, en un sentido estrictamente formal tiene razón cuando dice que los xirikite (adoratorios de ranchería) y los tukite (centros ceremoniales) no constituyen unidades territoriales porque no ostentan mojoneras o reconocimiento en los registros agrarios nacionales.12 Sin embargo, los acérrimos y arraigados conflictos sobre tierras entre las familias extensas que conforman esos grupos de xirikite -el nivel más nítido de organización social- manifiestan una territorialidad consuetudinaria en vez de formal. Esta territorialidad -un sentido de lugar y pertinencia no exento de violencia- tiene mucha semejanza a las mejor documentadas riñas entre las comunidades wixaritari en su conjunto.

No obstante, Medina declara que:

El tukipa, efectivamente, es una persona moral, pero debo insistir en que no puede definirse como una unidad territorial[;] el territorio es un asunto propio y exclusivo de la cabecera comunal y sus autoridades. Más aún, no tiene ninguna riqueza que pueda transmitir (138).

Aparte de su riqueza en términos de capital simbólico -la autoridad ancestral condensada en las jícaras efigie de cada tukipa-, el punto mayúsculo es que la territorialidad de los tukite constituye la base para (re)producir el kiekari más extenso, que abarca el espacio demarcado (pero no confinado) por cuatro lugares ancestrales cardinales en los estados de Nayarit, San Luis Potosí, Jalisco y Durango (Haramaratsie, Wirikuta, Xapawiyemeta y Hauxamanaka, respectivamente). Esto se empalma con el punto anterior sobre la territorialidad implicada en el poder tributario del tukipa basado en relaciones de parentesco.

Es decir, la definición de territorialidad como propiedad delimitada y excluyente me parece adecuada solo si se define el control con base en la tenencia de la tierra occidental. No obstante, como ya se señaló, los centros ceremoniales canalizan una buena proporción de la producción agrícola proveniente de múltiples milpas a la redistribución y consumo ritual. La etnografía contemporánea ha mostrado que la exogamia implica alianzas y por tanto reclamos a los frutos de rancherías lejanas de cualquier tukipa, aunque la mayoría se concentra en sus alrededores. Así se (re)constituye continuamente una territorialidad fractal (recursiva en diferentes niveles) y rizomática (espacialmente discontinua), aunque la etnografía clásica la concibiera como dendrítica o jerárquicamente anidada.

En este sentido, dada la definición de territorialidad que Medina emplea, su crítica de un lugar común compartido por varios investigadores desde Léon Diguet hasta Phil Weigand y Johannes Neurath es congruente: «no se puede sostener la existencia de ‘distritos tukipa’» porque:

en aquellas delimitaciones imaginarias que los antropólogos han denominado “distrito tukipa” pueden residir diversas familias sin parentesco entre ellos, con lealtades o membresías a templos sin relación alguna. ¿De qué manera las autoridades de un templo tukipa podrían, entonces, gobernar la vida de personas que no forman parte de su grupo ritual? La respuesta es “de ninguna manera”, ya que estos templos no constituyen demarcaciones territoriales y el parentesco bilateral es el único principio de reclutamiento a estos templos (147, énfasis agregado).

Esta lógica parece contundente, pero de alguna manera el parentesco wixarika (bilateral o cognaticio, según la conformación de diferentes xirikite) implica no solo territorialidad, sino -en un sentido práctico- también demarcaciones territoriales, por parciales y difuminadas que sean. Este es el caso porque la actividad ceremonial depende del acceso a la mano de obra parental concentrada mayoritariamente en las milpas de la zona inmediata al tukipa, aunque no se trate de todas. Por otro lado, debido a la difusión rizomática que se acaba de señalar, un tukipa también mantiene el control sobre buena parte de la producción agrícola y de la mano de obra ritual de rancherías más lejanas en otras partes del kiekari wixarika: una territorialidad discontinua. Esta dispersión se debe en parte a los estragos de la Revolución, especialmente en San Sebastián Teponahuaxtlán, y a las migraciones posteriores a las zonas de Durango y Nayarit que Héctor Medina ha documentado tan nítidamente. Así, lo que se había identificado como linajes bilaterales endogámicos (parecidos a los calpultin mexicas, tal vez) se desvanecieron y, por tanto, los lazos de parentesco se han vuelto más exogámicos y dispersos.

Entonces, para crear una imagen visual de la territorialidad wixarika, piénsese en un palimpsesto o en varias capas de gasa, cada una de variable densidad. Cada gasa es una tela abierta reticulada -una red de intercambio territorializada entre rancherías y centros ceremoniales- cuya porosidad permite que se vean varias redes solapadas en el mismo plano espacial. Sin embargo, cada una está orientada a distintos centros de poder, lugares donde el tejido de relaciones sociales en torno a seres metahumanos albergados en los tukipa se pone más denso. En fin, la territorialidad de entidades políticas no occidentales que se define con base en líneas de tributo (como los ceques andinos), no parece tener cabida en el análisis de Medina, pero puede verse en la realidad etnográfica.

Fuente: https://www.tierra-inca.com/album/photos/view.php?aut=6&id=2055

Nota: una red de intercambio territorializada entre rancherías y centros ceremoniales cuya porosidad permite que se vean varias redes solapadas en el mismo plano espacial…

Figura 1 Gasa Chancay (Perú, 1000-1470 d.C.) 

Fuente: https://photos.offerup.com/YnB7u4iQJ-zm6u6n5UPJIjObcbs=/600x331/8a30/8a3084503c7744f7ac5b570a58462926.jpg

Nota: …orientada a distintos centros de poder, donde el tejido de relaciones sociales en torno a seres metahumanos albergados en los tukipa se pone más denso.

Figura 2 Gasa Chancay (Perú, 1000-1470 d.C.) 

Hablando del parentesco cognaticio, la crítica de Medina a Johannes Neurath por emplear el modelo de las sociétés à maison (sociedades de casas) que Claude Lévi-Strauss planteó en un par de obras (cfr. Carsten y Hugh-Jones, 1995) ilustra de nuevo el riesgo de tirar al bebé junto con el agua del baño por discordancias menores. Tal vez para Neurath, y seguramente en mi propio uso del concepto, el punto no se trató de adoptar a Lévi-Strauss tan literalmente que se afirmara la existencia de la misma forma de heredar propiedad en la Sierra Huichola que la que había en las grandes casas medievales de Europa occidental que inspiraron la propuesta del maestro francés. Más bien, yo quería resaltar la fluidez de una colectividad engendrada por su pertenencia a un fuego u hogar y no por principios rígidos de consanguinidad. Pues, de coincidencia, la lumbre -que los wixaritari llaman Nuestro Abuelo (Tatewari)- es el eje común de cualquier takwa o patio ceremonial del Gran Nayar.

Por otro lado, a pesar de que invierta la relación entre parentesco y fuego (como si «el parentesco» fuera una variable independiente y anterior a las relaciones sociales), estoy de acuerdo en que no

es posible confirmar los presuntos contrastes que Neurath observó en las ceremonias de la trilogía xiriki, tukipa y cabecera. Dado que el reclutamiento en el [sic] xirikite y el tuki depende del parentesco, el culto a los ancestros genealógicamente demostrables, así como de los ancestros míticos, es un aspecto común, no una diferencia (138).13

Y me parece muy útil la observación -más acorde con la metáfora flexible de Lévi-Strauss, por cierto- de que: «El contraste [que Neurath plantea entre estos distintos niveles de organización social] quizá sólo opera en relación con la cabecera, donde los mismos ancestros deificados expresan su rostro más teiwari o ‘mestizo’, pero que en el fondo no dejan de ser los mismos miembros de la familia» (138, énfasis agregado).14

Nuevos asentamientos

La producción de kiekari a partir de las rancherías explica el aspecto pionero del proyecto de Héctor Medina: el dinamismo de la colonización (o bien reconquista) wixarika de la zona entre las comunidades históricas de la Sierra Madre Occidental y la costa del Pacífico en los estados de Durango y Nayarit. Sus críticas más agudas se dirigen a uno de los estereotipos más injustos de la antropología del Gran Nayar: la supuesta «impureza» cultural de estos wixaritari. Así, lanza una polémica casi sin distinciones contra Phil Weigand y Peter Furst, a pesar de que las orientaciones de estos dos contrincantes (QEPD) solieran ser diametralmente opuestas.

Más bien, Weigand despreciaba lo que consideraba la autenticidad disimulada; ni hablar de su bête noire, el llamado «sensacionalismo psicodélico» que él y Jay Fikes acusaban a Furst de haber fomentado. No obstante, es cierto que Weigand sostenía que los wixaritari del altiplano en torno a Tepic, Nayarit (la región tecual, por decir), eran mucho menos «tradicionales» que los de la sierra. Me parece que contrastaba las dos zonas para contrarrestar lo que consideraba la caracterización por parte de Furst y sus adherentes de los artista-chamanes de Tepic como ejemplares de un imaginario indiferenciado que se podría apodar el «Wixarika Profundo». El énfasis constante de Weigand en las variaciones regionales de formas culturales y prácticas ecológicas reunidas bajo la etiqueta «wixarika» también refleja su formación empirista en la antropología norteamericana de los sesenta.15 Así, ni siquiera quería tratar a las tres comunidades históricas del río Chapalagana, mucho menos a las del altiplano o de la costa, como pertenecientes a una cultura homogénea.

No obstante, la crítica del chamanismo comercial por parte de Weigand parece un poco incongruente en la longue durée porque él fue uno de los primeros en notar una conexión entre la actual tradición ritual wixarika y el hecho de que sus ancestros intercambiaban bienes de alto valor (turquesa, plumas y peyote, en particular) a larga distancia en tiempos prehispánicos y comerciaban la sal como arrieros cuando iban a Wirikuta durante la Colonia. Aun así, consideraba a los wixaritari «semiaculturados» de Nayarit como un tema de investigación meritorio e insuficientemente desarrollado, pues no vivió lo suficiente para conocer los hallazgos de Medina (Weigand, 1981; 1985).16

Si se aplica este interés en nuevas variaciones culturales a otra dimensión de la vida wixarika, el cuadro se complica. En ciertos momentos muchos activistas progres y antropólogos (Medina incluido) parecen cuestionar la pertinencia y los derechos de los wixaritari protestantes a sus comunidades so pretexto de que no aceptan cargos (ni los seculares, como los delegados agrarios, se supone). Surge la pregunta: ¿todos los comuneros tradicionalistas participan en estas actividades? Si no, ¿por qué solo se expulsa a miembros de la minoría religiosa? Parece injusto porque estos se niegan a participar en rituales que denominan «paganos», pero han afirmado que no tienen objeción a «asistir a las asambleas, realizar aportaciones económicas» y «colaborar en trabajos comunitarios» (112).

Por cierto, en el caso del ejido Santa Rosa que Medina describe, no solo wixaritari protestantes, sino también mestizos que viven allí, apoyan la reivindicación histórica del territorio (163). En otro momento Medina parece ser menos crítico de los protestantes (y desplaza hacia la escala nacional los linderos que reivindica) cuando observa que aquellos «han generado una versión particular, una expresión muy wixárika, de una religión importada del vecino país del norte» (128). Algo semejante podría decirse de la religión importada del primer país colonialista: después de cierto tiempo el catolicismo también se naturalizó en tierras mexicanas, como la interpretación de Medina sobre la indigenización de los xaturixi (santos) reafirma. Luego, la descalificación de religiones exógenas (como si toda cultura no fuera producto de intercambios en el espacio) no reconoce la posibilidad de que los conversos cambiaran su práctica ritual no solo voluntariamente, sino también por motivos locales. Es decir, historias orales sugieren que la gente que se ha convertido al protestantismo lo hace por las ventajas que percibe en la oferta alternativa o por las desventajas que asocia con «el costumbre» (típicamente, alcoholismo, brujería e incapacidad de acumular un patrimonio económico). Esta cuestión me lleva a una reflexión más amplia sobre el posicionamiento de los actores rituales frente al poder institucionalizado.

Ideología ritual y las relaciones regionales de poder

Un tema de la teoría social poco discutido en los trabajos sobre el Gran Nayar es la relación entre la ideología ritual y las relaciones regionales de poder. Por un lado, Héctor Medina declara que:

La incorporación de imágenes católicas les permite, entonces, mantenerse fieles a la tradición indígena y asumirse como portadores de una tradición más auténtica. Esto no quiere decir, como ha sugerido Liffman (2012: 58, 106), que eviten “racionalizar el poder del Estado sobre ellos”, sosteniendo “que han dado al Estado su identidad”; mucho menos que incluyan a la “gente de otras etnias como sirvientes” para conformar un imaginario, un “Estado virtual indio” o “Indian shadow state”. Los relatos míticos dejan claro que, en el origen, perdieron en casi todos los casos, pero algo más importante han conservado: la tradición y la capacidad ritual de recrear los ciclos naturales. Negar la avasalladora fuerza con la que se imponen los poderes externos sería sólo una necedad contraproducente y, al respecto, los wixaritari tienen mucha claridad (83-84).

Por otro lado, negar la existencia de un imaginario político dentro de la esfera ritual wixarika recuerda el debate de los años 1970 entre Maurice Bloch y Talal Asad sobre la cuestión de si el ritual implica una actividad práctica y una representación literal del mundo o un escenario más ideológico, sea utópico, distorsionado, simplemente lúdico o al servicio de los intereses dominantes (véase Asad, 1979; Bloch, 1989; cfr. Larraín, 1979). Medina también critica mi descripción de las metáforas estatales que los wixaritari incorporan a sus rituales (148). Destacan las que están relacionadas con la inscripción de raíces territoriales (nanayari), que vinculan ranchos, centros ceremoniales y lugares ancestrales, un proceso que algunos wixaritari traducen al español con el término legalista de «registro». Pero también son muy comunes las burlas e inversiones irónicas de los peyoteros en Wirikuta frente al gobierno y la tecnología moderna. Si los wixaritari tienen una «sociedad contra el Estado» a la Clastres, es evidente que su oposición depende de la apropiación ambivalente -en un momento mimética, en otro despectiva- de varias figuras estatales.

En todo caso, dada la presencia de un Estado burocrático con sus tecnologías de escritura en el Gran Nayar desde el siglo XVIII, los wixaritari no tuvieron que ir muy lejos para encontrar un lenguaje ritual de «registro» del nanayari y otras formas de inscripción para legitimar su propia territorialidad. Y como ya se argumentó, al menos desde hace 65 años esa misma territorialidad expresada en torno a la palabra multiescalar y polisémica de kiekari tiene como acepción central «el país» (McIntosh y Grimes, 1954:24). De ahí el papel de un «Estado virtual» en el teatro transformativo del ritual.

En esos contextos, los wixaritari plantean que gozan de un estatus especial gracias a su anterioridad histórica y a su superioridad moral sobre la sociedad mestiza por un motivo que Medina reconoce: su cercanía a los antepasados divinos como los intermediarios imprescindibles del agua. Además, se conocen por tener otras formas de acceso al poder ancestral que han atraído clientelas no wixaritari desde hace siglos, sobre todo para fines médicos y otras clases de limpia. Sin embargo, esto no implica que fuera de tales contextos estos indígenas estén confundidos sobre el estado de las cosas en México. Al contrario, los poderes chamánicos y las expresiones de soberanía en episodios lúdicos son excepciones que ironizan o desafían momentáneamente la regla de subordinación y marginación de la biopolítica nacional.

Además, es innegable la función legitimadora que los wixaritari -como emblemas románticos de las pautas prehispánicas del Estado moderno- han desempeñado para múltiples instancias gubernamentales, cuya propia identidad depende de la imagen bondadosa del indigenismo oficial. En este sentido, la mitopraxis no dista mucho de la realidad política. Es decir, mi documentación de la apropiación y burla de símbolos y prácticas del Estado en los rituales wixaritari no les atribuye ninguna negación «necia» de la dominación racista, sino evidencia un espacio de reivindicación que han rescatado de su posición subordinada. De ahí se valdría un diálogo entre dos paradigmas teóricos: las ideas gramscianas sobre contrahegemonía -la necesaria expresión de la protesta dentro de lenguajes establecidos por las fuerzas dominantes para que sea legible- y las resonancias psicoanalíticas de Carlo Severi (2015) a las cuales Medina alude cuando describe la incorporación ambivalente del otro, en este caso del mestizo, a la cosmología indígena.

Si Medina tiende a atribuir cierto literalismo a mis interpretaciones de rituales, se le nota también en torno al nexo que planteo entre el ritual y la territorialidad. Me refiero a su cuestionamiento de la definición estándar de este último término que adopté de la geografía humana: «un proceso a través del cual se construye, [se] apropia y se asume el control del territorio» (149, énfasis agregado). Él caracteriza esta definición como si se tratara de un control exclusivo, sistemático, permanente o excluyente, mientras que la etnografía demuestra todo lo contrario sobre la naturaleza performativa y efímera de las utopías rituales. Considere por ejemplo el argumento de Johannes Neurath (2018) sobre lo inconmensurable y momentáneo -pero aun así totalizado- del orden cosmológico que se realiza en los viajes a Wirikuta.17 Más bien, la cuestión es qué tipos de control implica la territorialidad, a través de qué marcos temporales y con qué grado de exclusividad. Esta cualidad tenue de las escenificaciones rituales refleja la obviedad de que nadie ha planteado que la territorialidad wixarika implique algo tan tajante como la limpieza étnica de 10 millones de mestizos y otros grupos étnicos ubicados en los 90 000 kilómetros cuadrados del centro-occidente y norte del país donde se hallan lugares ancestrales que los wixaritari reclaman como parte de su kiekari para fines de usufructo temporal, cuando mucho. Pues fuera de la sierra casi toda la territorialidad wixarika es pasadera.

En este sentido, el neologismo «multiterritorialidad» -«la existencia simultánea de diferentes configuraciones territoriales» (149)- que Medina retoma de Rogério Haesbaert es muy apto. Dicho eso, el término más convencional de «territorialidad», tal como lo he aplicado a los diversos entornos donde los wixaritari se mueven, tampoco implica exclusividad. Por cierto, como ya comenté, la gobernanza tributaria no depende solamente de un territorio continuo. También abarca asentamientos esparcidos y lugares ancestrales evanescentes que se articulan por rizomas que los wixaritari llaman nanayari, que podrían considerarse una de esas configuraciones de territorialidad compartida.

El punto más relevante consiste en no interpretar las afirmaciones de los wixaritari sobre su relación imprescindible con la naturaleza o el balance de poderes nacionales fuera de contexto, aun cuando en el ritual a veces se pretenda totalizar una visión. Más bien, la encomienda parte de entender los entornos dialógicos, con qué entidades en potencia se está interactuando y qué tipos de reclamos por la autoridad o el reconocimiento se están planteando. Así se puede descifrar mejor qué tropos -utópico, irónico, etc.- se están habitando (a veces al mismo tiempo, como Neurath ha señalado en algún momento). Es una cuestión de registro lingüístico y de marco performativo, los cuales no necesariamente pueden leerse a partir de la ostensible referencia de las palabras o imágenes. Así, la afirmación -lo que John L. Austin (1982) llamó el acto ilocutorio (illocutionary act)- de poderes semejantes al Estado por parte de actores rituales siempre ocurre en escenarios poéticos (en el sentido original y potente de poiesis como «creatividad») que nutren la visión (nierika) de lugares ancestrales y rancherías como pertenecientes al kiekari. Esto constituye la infraestructura cultural del placemaking wixarika.

Cabe agregar que, dentro de las comunidades wixaritari, a veces la producción de espacios sagrados implica disputas por la autoridad. Esto es común entre los expertos ceremoniales (kawiterutsixi) de los centros ceremoniales (tukipa) y otros practicantes rituales cuando su nierika genera ceremonias que fusionan diversas tradiciones indígenas, New Age y Nueva Mexicanidad para nuevos públicos e identifica lugares ancestrales a gran distancia social y geográfica de los tukipa (véase Briggs, 1996). Una preocupación de algunos kawiterutsixi es que estas innovaciones se prestan a la apropiación -o más bien la expropiación- de significados wixaritari por actores foráneos (Eduardo Barrera Herrera, comunicación personal, 5 de octubre de 2021).

Consideraciones finales

«Tradiciones inventadas» y la performatividad de kiekari

Para cerrar, otro punto que Héctor Medina señala también se relaciona con la cuestión de la ideología ritual. Él se cuenta entre los pocos autores que reconocen la manera peculiar en que la antropología mexicana (y no solo la mexicana) se apropió del término «tradiciones inventadas» acuñado por Eric Hobsbawm y Terence Ranger (2002): «Es preciso recordar que la ‘tradición inventada’ se caracterizaría por carecer de una continuidad histórica real, pero sobre todo porque su referencia al pasado sería ficticia» (144). No obstante, no creo que la dicotomía entre ficción y realidad sea el punto principal; por cierto, esta preocupación hace cierto eco del problema que discutí en el apartado anterior: al descartar los reclamos del discurso ritual sobre el Estado por su falta de veracidad histórica, se ignora su eficacia y, por tanto, la agencia de quienes lo afirman. Más bien, la característica crucial de las tradiciones inventadas estriba en las relaciones de poder que encarnan o desafían, como en el caso de la nueva ritualidad que se acaba de señalar en el último párrafo.

De hecho, Hobsbawm y Ranger desplegaron la noción de «tradiciones inventadas» para deconstruir la conexión entre cultura y colonialismo, en particular del Imperio británico. No obstante, a veces estas tradiciones tuvieron antecedentes en prácticas precoloniales, o al menos actores subalternos ya las pueden reapropiar, sacralizar y desplegar en contra de las instituciones hegemónicas. Así, la «invención» es más bien la recontextualización selectiva de prácticas marcadas como tradicionales, como los estudios de folclore han demostrado desde hace más de 30 años (véase Bauman y Briggs, 1990). Sin embargo, varios antropólogos han subordinado la agenda anticolonialista de Hobsbawm y Ranger para descalificar a actores que también se oponen al colonialismo, aun cuando para estos, tales «invenciones» se cuenten entre los pocos recursos ideológicos a su alcance.

Un ejemplo muy conocido de este problema fue la crítica realizada por un historiador de otra manera progresista de discursos etnonacionalistas en Polinesia cuando señaló discrepancias entre estos y evidencias archivísticas a las que tuvo acceso; es una práctica que Charles Briggs atacó en un ensayo importante sobre «la política de la ‘invención de tradición’» (1996). Asimismo, el uso despectivo de la palabra «invención» habría deslegitimado los diferentes órdenes de eventos y lugares históricos que variados grupos de indígenas nasa en Colombia atribuyen a los mismos documentos coloniales en distintas coyunturas de reivindicación, constituyéndose así en una «comunidad textual» fluida (Rappaport, 1998:187).

Otro ejemplo, aún más cercano, es el rechazo reportado por la comisión de autoridades wixaritari de San Andrés Cohamiata, que se presentaron en su atuendo tradicional en el archivo histórico de la basílica de Zapopan hacia 1992. Acudieron allí para pedir acceso a documentos coloniales que una investigadora aliada con ellos había encontrado días antes y que habrían arraigado parte de sus reclamos territoriales en los tiempos inmemoriales del siglo XVIII. Según ellos, los encargados del archivo -quizás renuentes a involucrarse en disputas territoriales-negaron la existencia de semejantes documentos y dudaron abiertamente de que los representantes comunitarios fueran más que embaucadores disfrazados de huicholes. Así, no solo acusaron a miembros reconocidos de una comunidad de haber inventado una identidad tradicional, sino también trataron de borrar las evidencias materiales de su pertenencia al espacio nacional.

Por último, los mismos Hobsbawm y Ranger dieron como primer ejemplo de una tradición inventada la historia del estilo gótico inglés de arquitectura. Este tuvo su auge en los siglos XII-XVI y se revitalizó en el XIX cuando se construyó el majestuoso Parlamento sobre el río Támesis, el cual fue reconstruido en el mismo estilo después de los bombardeos fascistas de los años cuarenta del siglo XX (2002:8). Así, para los mismos inventores del concepto esa tradición, por selectiva y afinada a diferentes entornos históricos que fuera, no se inventó de la nada. Más bien fue reapropiada estratégicamente, hasta que finalmente se resucitara para legitimar un imperio que ya enfrentaba su inminente colapso. Se podría argumentar que el único aspecto ficticio fue su ostensible continuidad con el pasado, pero esto abriría una duda final: ¿jamás ha habido una tradición continua, o bien suele tratarse de repetidas retradicionalizaciones? Los datos etnográficos e históricos apuntan hacia esta última opción, en el mismo sentido de que podemos hablar de continuas reterritorializaciones bajo el repertorio de visiones y actos performativos que se llama kiekari (Liffman, 2012:168-173).

Cuando menos, deberíamos acordarnos de cómo Gregory Bateson (1987:448) le dio la vuelta a un lema conservador francés: plus c’est la même chose, plus ça change (cuanto más sea la misma cosa, más cambia). Es decir, lo gótico del siglo XVI o XIX (ni hablar del XX) ya no fue la misma cultura emergente que había sido en el siglo XII. Por el siglo XVI la arquitectura gótica ya estaba contrapuesta como categoría residual ante la emergencia de nuevas corrientes como la barroca y la neoclásica para afirmar un arraigo atemporal al mismo tiempo que incorporaba nuevos materiales, técnicas e imaginarios. Algo semejante podría decirse de «el costumbre» wixarika como un conjunto de rituales llevados a cabo en determinados lugares o como normas de conducta administradas por autoridades comunitarias. Así llegamos a un punto de partida para repensar la territorialidad en las historias del Gran Nayar y de otras partes.

Agradecimientos

Se presentó una primera versión de este artículo en la sesión del Seminario Permanente Etnicidad, Pueblos Indígenas y Globalización intitulada «Multiterritorialidad wixarika: el espacio compartido» coordinada por el Dr. Santiago Bastos, en CIESAS-Occidente, el 10 de septiembre de 2020. Agradezco al Dr. Bastos por animarme a publicar mi intervención y a los doctores Héctor Medina, Johannes Neurath, Eduardo Barrera Herrera y otros colegas por sus críticas tan estimulantes al presente ensayo. Asimismo, mis agradecimientos a los excelentes comentarios y correcciones de los dos dictaminadores anónimos de la revista, que me animaron a aclarar y expandir esta discusión.

Bibliografía citada

Asad, Talal (1979). Anthropology and the Analysis of Ideology. Man(New Series), 14(4), pp. 607-627, doi: https://doi.org/10.2307/2802150 [ Links ]

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1Todos los números entre paréntesis después de citas textuales cuando no se señala algún autor corresponden a números de página de Medina (2020).

2«[…] la [nación] Xamuca que por otro nombre llaman Hu[e]itzolme [es decir, huichol, a pesar de que Medina lo dude], todos los cuales hablan la lengua thecualme [es decir, tecual] aunque difieren en algunos vocablos» (48).

3Uno de los dictaminadores anónimos de este artículo sugirió una interpretación alternativa: se trata de alguna expresión en náhuatl a base de la raíz verbal noquia (verter, esparcir). Sin embargo, al consultar con una especialista en este idioma, el único enunciado que se le ocurre como más o menos congruente con el contexto discursivo es quihualnoquia (lo vienen esparciendo por aquí), pero aparte de no contestar directamente la pregunta del fraile, tampoco suena mucho a guacnuquia, la expresión que este había transcrito (Dominique Raby, comunicación personal).

4Aun siendo de la misma pero muy variada familia yutonahua —que se extiende desde la subfamilia númica en Idaho, Estados Unidos, hasta la nahua en El Salvador—, por la distancia considerable entre el Gran Nayar y Wirikuta no es probable que el idioma guachichil fuera muy cercano a la subfamilia corachol, que abarca náyeri y wixarika. Aunque estas últimas dos lenguas solo comparten un 58% de vocabulario básico entre sí (comparable a la relación entre inglés y alemán), el náyeri, identificado con la costa del Pacífico norte (yaqui-mayo) y no con el desierto interior, es el idioma más cercano al wixarika que se conoce. Así, uno se pregunta si la afirmación de una relación genética entre «huichol» y «guachichil» se basa en algo más que en la mera similitud de sus etnónimos hispanizados y en el hecho de que los huicholes pasaban por territorios guachichiles en sus expediciones de recolección, cacería e intercambio.

5Aun en la actualidad, no sé si algún ecólogo político haya llevado a cabo un cálculo del porcentaje de producción agrícola (maíz, ganado, etc.) que se dedica a la actividad ritual manejada por las autoridades de los tukipa y xirikite, pero por las dimensiones de la repartición de comida, cerveza de maíz (tejuino) y otros consumibles en las grandes fiestas —parecida a los potlatch de la costa noroeste—, no me sorprendería si estuviera en torno al 25%.

6Además de la naturaleza intrínsecamente «delicada» e inestable del orden ritual, esta cualidad evanescente responde a la muy conocida variación estacional entre los tiempos de secas y los de lluvias. Como David Graeber y David Wengrow (2021a) señalan sobre los nambikwara contemporáneos de Brasil y las culturas paleolíticas de cazadores-recolectores-agricultores temporales, que no obstante manifestaron arquitectura monumental y otros signos de jerarquía, «[…] oscilaban entre arreglos sociales alternativos, construyendo monumentos y luego clausurándolos otra vez, permitiendo la emergencia de estructuras autoritarias durante ciertas épocas del año y luego desmantelándolas. El mismo individuo podría experimentar la vida en lo que a veces nos parece una banda, a veces una tribu y a veces algo con al menos algunas características que ahora identificamos con Estados» (Graeber y Wengrow, 2021b, traducción propia).

7Además, los calpultin que constituían un determinado altepetl podían tener la obligación de entregar tributos a diferentes altepemeh, lo cual se parece a la situación de los wixaritari en cuanto a su participación ceremonial fuera del «distrito tukipa» donde viven. Como Medina bien dice, estas conexiones socavan la supuesta coherencia de la añeja división de territorialidad wixarika en «distritos» delimitados, pero también ponen en entredicho la noción de que el poder de un altepetl se confinara a un territorio fijo. Más bien, estos lazos son rizomáticos en la medida en que brincan de manera aparentemente azarosa las jerarquías emplazadas en cualquier espacio continuo.

8Cabe notar que kie se parece a calpulli en el sentido de que ambos se refieren a una aglomeración de casas.

9A la vez, debería agregar que una de mis publicaciones que Martínez y Neurath citan (Liffman, 2020) cuestiona a esta última autora en algunos aspectos, como su aparente resistencia a explorar la colonialidad de algunas formas cosmopolíticas que ella ha identificado.

10Pareciera que, para Medina, aquí la definición de kiekari se acerca más a la «comunidad», que de hecho también fue la primera que publiqué (Liffman, Vázquez y Macías, 1995:172). Al mismo tiempo, ambos reconocimos la conexión entre el territorio local o kwiepa (lugar de tierras) y los lugares ancestrales por toda la esfera de intercambio ritualizado desde el periodo prehispánico y colonial.

11Estas fuentes contradicen la afirmación implícita de Medina (111) de que Philip Coyle, Arturo Gutiérrez del Ángel, Adriana Guzmán Vázquez, Olivia Kindl, Johannes Neurath, yo y otros no estuvieran publicando sobre este tema desde fechas tempranas (véase Coyle y Liffman, 2000).

12«[E]l tukipa de la cabecera no ejerce ningún control territorial, ya que esa es una facultad de las autoridades de la cabecera […] [E]ste templo no controla el territorio en el que se encuentra, que es la misma cabecera» (137-138). Esto es más cierto en cuanto a la ley que las dimensiones más cotidianas y abarcadoras de la territorialidad, pues los tukite se encargan de articular el espacio ceremonial y cosmológico.

13Esta última observación simplemente podría reflejar diferencias específicas entre Santa Catarina Cuexcomatitlán, donde se enfoca Neurath, y San Andrés Cohamiata, donde trabajamos Medina y yo, porque al parecer se han devuelto más funciones de los tukite a las rancherías en San Andrés.

14Respecto a la interpretación por parte de Medina de que yo afirmara que las varas de mando y los santos de la comunidad no tienen nada que ver con la territorialización, mi trabajo reconoce que sí representan la identidad comunitaria, pero no se refieren con la misma nitidez a los rasgos del paisaje. Sin subestimar el papel de la virgen de Guadalupe/Werika ’iimari como patrona de los cielos, o de Jesucristo/Kauyumarie como guía de los santos cuyo recorrido formó el espacio nacional, la territorialización wixarika es principalmente el camino (yeiyari) de los antepasados divinizados por todo el occidente y centro-norte del país, que no suelen coincidir con los santos de origen español.

15Me refiero al descriptivismo de Franz Boas separado de su fascinación neokantiana con las categorías culturales como base de la percepción, lo cual prevalecía antes de la emergencia de la antropología simbólica de los años 1970, que buscaba reintegrarlos.

16Hablando de Weigand, es notable que Medina revisa detenida y positivamente la etnografía de Víctor Téllez (2011), discípulo de aquel maestro durante un tiempo, sobre Xatsitsarie (Guadalupe Ocotán). Dicho eso, quizás Medina subestima el poder de los caciques de Huajimic, y en particular de los misioneros instalados en Guadalupe Ocotán desde su fundación en torno a 1853 hasta nuestros días. Tal dominio recuerda el balance de fuerzas en otros centros misioneros de la sierra en épocas anteriores.

17Cabe agregar que este argumento básicamente actualiza su reconocimiento astuto de la relevancia del dualismo asimétrico de Maurice Bloch hace 20 años. Es decir, Neurath señala que la austeridad e iluminación del teatro ancestral en el desierto oriental de Wirikuta, que mimetiza el free gift (el don no reciprocado) de los antepasados (Derrida, 1992), establecen una jerarquía inestable sobre el desbordamiento y la oscuridad de la vida pluriétnica en la costa occidental, que a su vez está basada en el intercambio, sin mencionar que este último también suele ser asimétrico en sí.

Recibido: 28 de Junio de 2021; Aprobado: 26 de Octubre de 2021; Publicado: 07 de Abril de 2022

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