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Región y sociedad

On-line version ISSN 2448-4849Print version ISSN 1870-3925

Región y sociedad vol.26 n.especial4 Hermosillo  2014

 

Notas críticas

 

Calderón, aprendiz de brujo o la guerra como escape

 

Arturo Anguiano*

 

* Profesor-investigador de la División de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco. Calzada del Hueso 1100, C. P. 04960 Coyoacán, Ciudad de México, México. Correos electrónicos: anoa6259@correo.xoc.uam.mx / anguiano68@gmail.com

 

No han dejado de publicarse libros sobre la llamada guerra contra el narcotráfico, que caracterizó al Gobierno del presidente Felipe Calderón Hinojosa, la que sin duda fue central en el desplome de su partido, Acción Nacional (PAN), en las elecciones nacionales de 2012 y en la vuelta a la Presidencia de la república del añejo Partido Revolucionario Institucional (PRI), con la candidatura triunfante de Enrique Peña Nieto.

Los regímenes priistas estuvieron marcados por hechos significativos de violencia, que fue una constante ineludible, y por los que son recordados Gustavo Díaz Ordaz, por la masacre de Tlatelolco; Luis Echeverría y José López Portillo, por la guerra sucia contra la guerrilla; Miguel de la Madrid, por la violencia de la reestructuración productiva contra el trabajo y la parálisis estatal ante la devastación natural de los sismos de 1985; Carlos Salinas de Gortari, por los asesinatos de Luis Donaldo Colosio y José Francisco Ruiz Massieu -candidato a la Presidencia y secretario general del PRI respectivamente-; Ernesto Zedillo, por su odio contra los indígenas zapatistas y su guerra de baja intensidad contra las comunidades rebeldes (¿quién olvida la masacre de Acteal?). Vicente Fox Quesada, quien llegó a la Presidencia en el año 2000 sobre la ola de repudio contra el desgastado régimen priista, simbolizando el cambio de milenio evolucionó como un personaje lamentable que hizo trizas todas las expectativas de cambio creadas, y desembocó en la criminalización de lo social, la represión desmedida en Atenco, al final de su mandato, y la judicialización de la política.

Pero sólo Calderón identificó su mandato de seis años (2006-2012) con una guerra cruenta y envolvente que lo determinó, lo atrapó, le impuso su lógica que se le escapó, se le fue de las manos. Combatió en forma imprevista e improvisada a un poderoso enemigo inasible -los cárteles del narcotráfico-, que al parecer se reprodujo como nunca, y en forma paradójica se extendió y potenció con cada golpe infringido. La violencia, la inseguridad y el miedo se generalizaron hasta volverse realidades cotidianas del conjunto de la sociedad, en todos los rincones del país, y ya no sólo en algunos estados y municipios como era el caso antes de que el Presidente declarara la guerra al llamado crimen organizado, a diez días apenas del inicio de su régimen. El saldo de alrededor de cien mil muertos es estremecedor; sin duda muchos miembros de los cárteles, asesinados en ajustes de cuentas o en enfrentamientos con el Ejército y la Marina (un convidado sorpresivo), al igual que hombres, mujeres, jóvenes y niños considerados por el gobierno "daños colaterales", como víctimas que tardó en reconocer por la presión de la sociedad.

No pretendo escribir un artículo sobre el tema, más bien me interesa acercarme críticamente a la literatura más significativa al respecto. Basta mirar los títulos de algunos de los libros más recientes, para percibir la magnitud del desastre que anuncian y tratan de explicar: Los saldos del narco: el fracaso de una guerra; La farsa detrás de la guerra contra el narco; Saldos de guerra: las víctimas civiles en la lucha contra el narco y, un poco en tanto contrapunto, La batalla por México. De Enrique Camarena al Chapo Guzmán. Los autores, sobre todo periodistas, pero también académicos devenidos funcionarios: Rubén Aguilar y Jorge G. Castañeda del primero, Nancy Flores Nández del segundo, Víctor Ronquillo del tercero y Jorge Fernández Menéndez redactor del último.

Las razones de la guerra que decidió el Presidente, son un misterio, además del trastrocamiento inesperado de las prioridades estatales que conllevó. La cuestión del crimen organizado tiene una larga historia en México; el narcotráfico en particular, ni siquiera apareció en la campaña electoral del candidato panista como una preocupación o un reto, ni sucedió nada excepcional durante el corto periodo de sucesión que hubiera podido empujar al Presidente por el camino tomado. Existe, empero, un consenso en el sentido de que, como lo enfatizan Aguilar y Castañeda (2012, 13) -ex miembros del gobierno foxista-, se trató de una "cruzada política; [la cual] se propuso lograr la legitimación, supuestamente perdida en las urnas y los plantones, a través de las batallas en las calles y las carreteras [...] ahora pobladas por mexicanos uniformados", lo cual resultaba revelador en el cambio del aire de los tiempos, que resultarían en extremo cargados de desasosiego e incertidumbre.

En efecto, las elecciones de julio tuvieron un desenlace poco claro; millones de mexicanos consideraban que se había producido un nuevo fraude electoral. Calderón asumió el gobierno acorralado, aislado y, sobre todo, resultaba evidente que la legitimidad de su mandato no era reconocida; las dudas al menos pusieron en entredicho lo que apareció como una designación contradictoria y poco fundamentada del tribunal electoral. Por esto, su sostenimiento en las fuerzas armadas y la declaración de la guerra contra el narcotráfico suscitaron muchas lecturas, entre ellas la búsqueda de reafirmación, un intento de reforzamiento y legitimación por otras vías, de cualquier forma institucionales. Esta fue de hecho una interpretación muy generalizada, que luego se fue confirmando durante el resto del sexenio.

Los autores de Los saldos del narco: el fracaso de una guerra echaron mano de cifras oficiales para evidenciar la superficialidad de los argumentos oficiales, y se dedicaron a desmontar una a una las justificaciones de la guerra que Calderón fue formulando, de forma errática, a través de los años respecto a la violencia pretendidamente inédita, el crecimiento del consumo de drogas, el tránsito y producción de éstas, así como sobre la debilidad de las instituciones. Analizan las políticas y actitudes de Estados Unidos, el principal consumidor, destacan su permisividad y rechazo a efectuar algún tipo de guerra contra el narcotráfico, "conscientes de que los costos y daños de la misma son muy superiores a sus posibles beneficios". Concluyen de entrada: "A pesar de ello, y de que en México el consumo de drogas era muy bajo, de que se vivía la menor violencia de la historia del país y la menor penetración del narco en las instituciones del gobierno, Calderón optó, sin necesidad y fundamento, por la guerra y anunció que de esta forma lograría terminar con los cárteles, la violencia y el consumo de drogas" (p. 14). Nada de esto consiguió y, más bien, como aprendiz de brujo, potenció y multiplicó los componentes de un enemigo cada vez más poderoso y difuso, al tiempo que generalizó la violencia, la inseguridad y el propio consumo de drogas que siguieron abasteciendo sobre todo al otro lado, al voraz consumidor del norte.

En el primer capítulo analizan 14 años de mediciones sobre el consumo de drogas en México, lo comparan con el de otros países y con mediciones internacionales, y concluyen que aquí el consumo ha sido y continúa siendo bajo (antes y ya con la guerra adelantada), por lo que "la guerra que la presente administración decidió dar contra el narcotráfico no se puede justificar por un mayor consumo (el cual es inexistente), ni por la presión del narcomenudeo" (p. 63). Desmenuzan los índices oficiales de la violencia en todo el país, y concluyen que al iniciar el Gobierno de Felipe Calderón "el país vivía la menor violencia en su historia" (p. 70), la cual se dispararía y multiplicaría precisamente al ritmo de la ofensiva militar: "el auge de la violencia o la inseguridad en México fue resultado de la guerra declarada por Calderón" (p. 73). No sólo resultó un fracaso, sino que generó males incluso mayores, pues la percepción y responsabilidad de la violencia se trasladó hacia las fuerzas armadas por violaciones frecuentes a los derechos humanos. No deja de llamar la atención que para nada cuestionen las cifras que retoman, ni se pregunten sobre la forma en que surgieron.

Aguilar y Castañeda destacan que el despliegue de los más de 50 mil miembros del Ejército y la Marina y la duplicación de los efectivos de la Policía federal no lograron reducir la violencia ni la inseguridad en el país y, en cambio, se descuidaron las labores de destrucción de plantíos y decomisos de drogas, lo que implicó una notable expansión de los territorios dedicados al cultivo; esto contradice las publicitadas afirmaciones de Calderón de que pasaba lo contrario. También rechazan que sean válidas las justificaciones del Presidente que aludían a la excepcional pérdida del control territorial y la penetración del narcotráfico en las instituciones y en los medios políticos, y subrayan más bien que en realidad esas eran constantes que se habían debilitado en los últimos gobiernos.

En lo que podría considerarse una segunda parte del libro, los autores se enfocan en el otro lado de la frontera, analizan las políticas y prácticas estadounidenses señalando cómo se mantiene un mercado estable de las drogas (y las armas), no alterado por la tremenda guerra que Calderón puso en práctica en México. El desafío de la venta y consumo de drogas lo enfrenta el Gobierno de Estados Unidos como "un problema social cuya solución depende, en buena medida, de las instituciones de salud pública", mientras que el mexicano lo enfoca como "un problema de seguridad", y enfatizan: "La estrategia de Zedillo, Fox y Calderón ha sido la misma; lo que ha variado es la intensidad en su ejecución" (p. 121), argumento que no deja de ser significativo tratándose de ex funcionarios que buscan deslindarse y criticar. En fin, hacen un repaso un tanto apresurado de la experiencia colombiana, de donde desprenden las alternativas posibles: atacar los daños colaterales (secuestro, homicidio, extorsión, asalto, robo), reducir el daño (cambiando el enfoque de seguridad por el de salud pública), cabildear en Estados Unidos y construir una policía nacional. En el fondo, no perciben más que una fatalidad que sólo se puede matizar, atenuar, con políticas siempre ligadas sin remedio a los vecinos del norte; se trata de administrar un problema, más que resolverlo.

Nancy Flores, por su parte, confronta en La farsa detrás de la guerra contra el narco el discurso presidencial sobre la guerra, sus desarrollos y resultados, con hechos y datos institucionales que van demostrando mentiras, equivocaciones, montajes, el fracaso oficial nunca reconocido. Para la autora, hay una "farsa discursiva" que se combina con una "guerra social"; "un doble régimen de violencia: el de los cárteles y el de las fuerzas armadas y del orden:

A los primeros se les atribuyen asesinatos, secuestros, levantones, trata de personas, prostitución infantil, venta y tráfico de drogas ilícitas, de personas, armas y animales; pero como espejo de esa ilegalidad, también hay reportes de que los militares ejecutan extrajudicialmente civiles, cometen violaciones sexuales, detenciones y allanamientos al margen de la ley, amenazas, desapariciones forzadas y uso de comandos especiales clandestinos, entre otros actos violatorios de los derechos humanos que recuerdan la siniestra guerra sucia que padecieron mexicanos en las décadas de 1969 y 1970 (2012, 25).

La tesis de Flores Nández es que junto con la pretendida guerra contra el narcotráfico se realiza una verdadera guerra social contra defensores de los derechos humanos, luchadores sociales y periodistas. De ahí que la estrategia gubernamental contra el narcotráfico asuma también un carácter contrainsurgente. El resultado se traduce en una "tragedia humanitaria" con más de 50 mil víctimas mortales (los "daños colaterales" de Calderón), entre los que ella percibe 147 crímenes políticos; en su obra se esfuerza por desmistificar el discurso oficial, lo confronta, revela sus contradicciones y trata de leer su trasfondo.

En el capítulo "Los enemigos públicos", la autora ironiza con la desproporción que se da entre el triunfalismo presidencial sobre los buscados, capturados y encarcelados y los más de 70 mil soldados y marinos involucrados por el gobierno:

En términos estadísticos, para la detención de cada uno de esos capos [13, que menciona] se necesitaron 5 384 militares; y por cada 53 efectivos del Ejército y la Secretaría de Marina enrolados en la guerra se generó una consignación exitosa de sus cómplices, ahora procesados judicialmente por delincuencia organizada, delitos contra la salud y operaciones con recursos de procedencia ilícita.

A partir de información de la Procuraduría General de la República, abunda en que "los 1 306 consignados entre diciembre de 2006 y febrero de 2010 -que tienen vínculos comprobables con algún cártel de la droga- representan apenas 1.12 por ciento de los 121 199 que, para ese mismo lapso, reportó el presidente Felipe Calderón a los legisladores federales" (pp. 33 y 34).

En "Paraíso de la impunidad", Nancy Flores documenta cómo hay varios delitos que no se persiguen, a pesar de las reiteradas declaraciones presidenciales, por lo que se encuentran en situación de impunidad como: el secuestro, la asociación delictuosa, la pornografía infantil, el tráfico de personas, el lavado de dinero, el tráfico de órganos, el lenocinio de menores y la corrupción, central en la lucha contra la criminalidad. Mientras más el Presidente trata de justificar su estrategia de guerra, resultan más evidentes sus insuficiencias y riesgos, la incapacidad de resolver de origen las causas de fondo, no sólo las sociales, sino de arrancar las raíces que nutren el problema, que sin duda se encuentran en la descomposición del propio aparato estatal, caracterizado desde siempre por la corrupción multiforme. Ejemplo de ello son las complicidades financieras con el crimen organizado, que facilitan el lavado de dinero, donde empresarios y funcionarios se relacionan y confunden con los narcotraficantes en un mercado sin fronteras muy rentable. Los montos son descomunales, las vinculaciones se conocen por parte de las autoridades gubernamentales, pero no se persiguen; ni en Estados Unidos ni en México se hace nada al respecto, a pesar de ser básico en la lucha contra el crimen organizado (p. 95 y ss). Los cinco cárteles mexicanos más importantes encuentran así el terreno propicio que ha posibilitado no sólo su prosperidad, sino también su proyección y desarrollo internacionales que van en aumento.

En la segunda parte, Nancy Flores analiza los costos humanos y económicos en su tesis sobre la guerra social, que asume la forma de una nueva guerra sucia que -a diferencia de los años sesenta y ochenta- no es sólo contra luchadores, líderes sociales, políticos, periodistas y guerrilleros, sino que "también se ejecuta a personas sin activismo social o político". Es un escenario que alcanza a cualquiera, a todos, en forma indiscriminada, amenazados con volverse posibles "daños colaterales", cómplices presuntos o víctimas; incluso a jóvenes, adolescentes y niños levantados, desaparecidos, asesinados. Los grupos paramilitares surgen en el contexto de la guerra contra las drogas, y lo mismo las caravanas de la muerte que se ocupan de la "limpieza social": ejecuciones selectivas de presuntos delincuentes, adictos, estudiantes, disidentes y civiles.

La guerra del presidente Calderón potenció por igual a dos negocios lucrativos: "la milicia nacional y la industria armamentista extranjera". Un enorme derroche de recursos se escuda en las pretendidas necesidades de la guerra, sostenidas, según la autora, "por tres principios básicos de los conflictos bélicos que están presentes en el mexicano: reactivar la economía nacional, legitimar al gobierno y reprimir las movilizaciones sociales" (p. 125). Los incrementos presupuestales desmesurados para las instancias institucionales involucradas en la guerra (multiplicados por ocho durante el régimen de Calderón), no perjudican ni disminuyen las ganancias desmedidas lavadas por los cárteles. Ella desmiente la publicidad presidencial que les concede a éstos mayores y mejores armas, como justificación de una verdadera carrera armamentista sin controles, desarrollada por el gobierno y en favor de la corrupción.

Como parte de la guerra social, los jóvenes y adolescentes enfrentan una situación que los condena a la precariedad: "parecen tener solamente tres opciones: unirse a las filas de la delincuencia, entregarse a las adicciones o sobrevivir a duras penas, explotados en un mercado laboral cada vez más agresivo" (p. 149). Niños y niñas son reclutados por los cárteles, los primeros para trabajar como vigilantes, para el traslado de droga o incluso como sicarios, y las niñas sobre todo en el empaquetado de la droga. Es uno de los aspectos más dramáticos de la estela actual del crimen organizado: jóvenes y niños de ambos sexos ligados de diversas formas y grados a las actividades criminales o incluso devenidos sicarios, como pretendida tabla de salvación de una situación sin remedio, en un contexto que los ahoga. Un régimen y una sociedad que de antemano los desecha como poblaciones prescindibles, sin futuro, en tanto "ninis" (que ni estudian ni trabajan ni son protegidos de forma alguna), abandonados sin esperanzas ni futuro, donde algunos sin embargo quieren apurar el paso con sueños alimentados por las expectativas efímeras que conlleva el ingreso al mundo del crimen organizado.

En La farsa detrás de la guerra contra el narco se aborda con ironía y amargura al "buen vecino", señala que "el principal promotor de la guerra antidrogas en México (Estados Unidos) ha legalizado cientos de millones de dólares a los criminales a cambio de cuotas" (p. 159). Luego de una revisión de sus políticas, acciones, ayudas y complicidades con el gobierno de este país, acota que "mientras los hogares mexicanos se enlutan, en Estados Unidos se consolida el mercado de drogas ilícitas, las armas y el lavado de dinero" (p. 173).

Como colofón, la autora recuerda que "la economía de la criminalidad es, sin duda alguna, parte de la economía capitalista" y que la Organización de las Naciones Unidas calificó en 2010 a los cárteles mexicanos como "superpotencia". En efecto, éstos tienen el doble carácter de mafias criminales y negocios rentables (al igual que el mercado de armas y la economía informal), y su difusión por el planeta -de más en más interconectado y comunicado- tiene mucho que ver con la universalización de mercados cada vez más libres e incontrolados (desregularizados) y, en general, con la mundialización de la economía capitalista.

La guerra contra el narcotráfico se revela, para Flores Nández, como una simulación ante la ausencia contundente de resultados positivos: "Es evidente que el desmantelamiento de la industria de las drogas no es el objetivo que persigue la política de seguridad, pues no la ha menoscabado en ningún sentido. Lo que sí ha hecho, y muy bien, es desgarrar el tejido social" (p. 176). Son conclusiones tremendas, que no dejan de expresar un sentimiento generalizado de una sociedad conmocionada.

Víctor Ronquillo, reconocido especialista en los temas relacionados con el crimen organizado, en Los saldos de la guerra hace un minucioso recorrido por los denominados "daños colaterales", que no han dejado de ocurrir desde los terribles días de la guerra sucia del México de Luis Echeverría (1970-1976). Persecuciones, desapariciones forzadas, homicidios, tortura, violaciones de mujeres, simulaciones judiciales, mentiras y falsificaciones dieron forma a una violencia que desde entonces no ha cesado y donde los actores son los mismos (Ejército, cuerpos especiales, paramilitares), por más que haya cambiado en cierta medida el marco legal.

Una violencia que, por lo demás, fue un elemento constitutivo de las relaciones sociales en extremo desiguales e injustas que predominan en México desde siempre, en particular fruto de un Estado emergido de una guerra civil en extremo cruenta (la de 1910-1920), que construyó un orden social y un régimen político ajenos a la democracia, sostenidos en la intolerancia, la cerrazón y la consiguiente reproducción de distintas formas de violencia (Anguiano 2010, 19 y ss.). Una violencia de Estado que con el tiempo se trasmina al conjunto de la sociedad, asume formas extra estatales (paramilitares) y privadas (guardias blancas o incluso servicios de seguridad en venta), que el propio gobierno convalidó y promovió hasta desembocar en la expansiva violencia criminal de los cárteles del narcotráfico; un Estado al que se le escapa el monopolio de la violencia ya no tan legítima.

La guerra contra el narcotráfico, en opinión de Ronquillo, no comenzó con Felipe Calderón sino con Ronald Reagan, en los años ochenta, y la intervención de las fuerzas armadas en su combate principió con Carlos Salinas de Gortari. Ernesto Zedillo y Vicente Fox continuaron con la misma estrategia de aumentar la intervención militar en las labores policiacas; Felipe Calderón la intensificó y la dirigió supuestamente hacia "la búsqueda y recuperación de territorios dominados por el crimen organizado" (pp. 85 y 86).

La estrategia de guerra contra los cárteles (incluso la militarización) viene del norte y se proyecta para largo plazo. La violencia que conlleva deteriora el tejido social, "la zozobra determina los modos de vida" (p. 88). La impunidad, el crimen y la represión acarrean la descomposición social, como en el caso paradigmático de Ciudad Juárez, Chihuahua, devenida la ciudad más violenta del mundo. Su situación es inquietante; de repente las disputas sangrientas de los cárteles, los crímenes masivos y la violencia generalizada provocaron su vaciamiento, muchos de sus habitantes emigraron a ciudades del sur o del centro del país, otros pasaron a residir al otro lado, a El Paso. Por todas partes, Ciudad Juárez comenzó a convertirse en una ciudad fantasma, abandonada, con casas cerradas a piedra y lodo, en venta incierta, negocios clausurados de la noche a la mañana, calles desoladas, una economía dislocada, vida social y cultural venidas a menos, bajo amenaza. Decenas de miles (o incluso cientos de miles) de desplazados de guerra que nadie cuenta ni percibe. El miedo surcando la ciudad, una atmósfera cargada de incertidumbre e inseguridad tal vez sea lo que quede en el recuerdo de los días del Gobierno de Felipe Calderón por los rumbos de esa cicatriz, de esa herida abierta que representa prácticamente toda la frontera norte del país.

Luego del terror desatado, a principios de 2010, Ciudad Juárez se convirtió en "la ciudad más vigilada del mundo", con visitas y programas especiales del propio presidente Calderón (Todos Somos Juárez), quien tuvo que enfrentar a familiares de las víctimas criminalizadas y hasta ofrecer disculpas (Monsiváis 2010a y 2010b). Las operaciones y fuerzas invertidas masivamente por el gobierno federal no lograron recuperar el territorio dominado por el crimen organizado, ni abatir la impunidad que lo acompaña. Sus programas de pretendido apoyo económico y desarrollo social fueron rechazados por la propia población desengañada y escéptica. Hartos de promesas oficiales y ausencia de resultados, los juarenses se empezaron a movilizar para recuperar y defender su ciudad convulsionada (Torrea 2012); del narco, de los asesinatos seriales de mujeres acusadas de provocar su propia muerte ("se lo buscaban"), nada menos que por Francisco Barrio Terrazas, el primer gobernador panista de Chihuahua (1992-1998), como lo recuerda Jorge Fernández Menéndez (2012, 36). Los feminicidios son considerados por Ronquillo como expresión de la "ineficaz procuración de justicia en México", como "cruel representación del deterioro social". La guerra del Presidente de la república, la presencia masiva de los operativos de las fuerzas de seguridad no contienen a los cárteles, pero tampoco al feminicidio, que prosigue tan campante: "Hasta los primeros meses de 2010 ya habían desaparecido 24 mujeres" (p. 135). Junto a ellas, los jóvenes mueren como moscas (134 asesinados en 2009, 22 menores de 13 años).

Peor todavía, la ciudad agrava su situación de inseguridad con el aumento de toda suerte de robos, extorsiones y delitos menores cometidos ya no sólo por los cárteles, sino también por integrantes de las fuerzas de seguridad federales, llegadas en forma masiva como fuerzas de ocupación. La violencia cotidiana que no cesa, transforma la vida de los miembros de la sociedad que a final de cuentas no huyen y deben resignarse a vivir en condiciones de riesgo, como testigos y víctimas, pero igualmente dispuestos a no dejarse, a sobrevivir en la adversidad.

Pero si Ciudad Juárez fue atrapada por el torbellino de la violencia extrema y el Estado de excepción, antes lo fue Baja California, en particular Tijuana, siguió Tamaulipas donde la mayoría de sus ciudades caían una tras otras en crisis de seguridad por la guerra contra el narco (De la O y Flores Ávila 2012). Asimismo, Nuevo León, Coahuila, Durango y los viejos enclaves que no dejan de vivir en idénticas condiciones de riesgo como Sinaloa. Ya no sólo la frontera norte y las vías del trasiego de las drogas, Guerrero, Oaxaca, Michoacán, Veracruz y Morelos, sino todo el territorio nacional convertido en zona de guerra. Testigos y víctimas de confrontaciones armadas, en especial del cártel del Golfo y los Zetas, se convierten por igual en víctimas, "daños colaterales", de los enfrentamientos entre los grupos criminales y las fuerzas de seguridad, sobre todo del Ejército y la Marina, fuera también de su ámbito constitucional de acción. Una guerra que al extenderse y reproducirse revela por lo demás las redes de corrupción y las complicidades perversas que la vuelven incierta, sin soluciones factibles. Toda la nación vive el desgarramiento de su tejido social, la degradación de su convivencia social, sometida a la cotidianidad del desasosiego y el temor generados por la inseguridad, el terror criminal y sus secuelas.

Luego de delinear la geografía de la violencia, Víctor Ronquillo aborda la persistente "tortura como método de fabricación de culpables. El recurso para ocultar la ineficacia, la ausencia de una auténtica investigación". Y concluye: "Por la fuerza del dolor se llega a la delación. Luego viene el montaje con personajes que desempeñan roles en ese drama de falsa legalidad" que caracteriza a México (p. 161).

Al final del libro, el autor dibuja el contenido de la "caja de Pandora" en que se ha convertido México: alcaldes asesinados, vidas desechables, jóvenes acechados por la muerte, depredadores de la libertad de prensa, desplazados por la violencia, los dineros y ejércitos del narco, el narcomenudeo, las mujeres del narco (las presas, sus roles y angustias), el narco terror y la narco insurgencia, sus jornaleros y pandillas, para concluir con la crisis de seguridad pública. Un trabajo de periodismo de investigación que dibuja los trazos de un paisaje desolador.

La batalla por México, de Jorge Fernández Menéndez, en cierta medida es un contrapunto de los tres libros comentados. De entrada aclara que el narcotráfico le interesa "como un factor de poder", y tal vez por esto se dilata haciendo una radiografía de vinculaciones e irrupciones de los cárteles en la esfera pública, en el ámbito de las instituciones, esto es, del poder. Vinculaciones y complicidades con los cárteles de personajes e instituciones, lo mismo en las cumbres del poder (como el general Jesús Gutiérrez Rebollo, zar antidrogas, o el gobernador de Quintana Roo, Mario Villanueva Madrid), que en los estratos más bajos. En un largo recuento relata la historia de esas complicidades prácticamente desde mediados de los años setenta, al tiempo que estudia la evolución, contradicciones, rupturas, divisiones y enfrentamientos entre los cárteles. Siempre están presentes políticas y relaciones de colaboración entre gobernantes estadounidenses y mexicanos, que tejen la conflictiva trama. Incluso explora la conexión mexicana en el famoso escándalo Irán-contra, que cimbró al Gobierno de Estados Unidos cuando, en su combate contra el sandinismo, "los ranchos de los narcotraficantes mexicanos servían para entrenar a la Contra nicaragüense y, a cambio, ellos transportaban drogas desde Centroamérica, sobre todo desde Honduras y Nicaragua. Los aviones iban con armas para los Contras y regresaban con cocaína para el consumo estadounidense" (p. 16). Se ocupa también de la hipótesis del involucramiento del narcotráfico en el asesinato, en 1994, del candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio y su secretario general, José Francisco Ruiz Massieu, aunque no profundiza.

Fernández Menéndez retoma como válidos la mayoría de los argumentos del presidente Calderón, con los que trató de justificar su estrategia de guerra contra el narcotráfico. Sin un dejo de duda, asume las cifras que va mostrando o formulando el gobierno -a través de su vasta publicidad- sobre el consumo, el incremento de la producción, el control territorial, la violencia, etcétera, cuestionadas con precisión (o sujetas a matices o dudas) por varios de los autores antes mencionados. Es el único que explica el lance guerrero de Calderón, y al inicio de su régimen lo coloca en una situación de verdadera crisis de seguridad por los avances de los cárteles y su incidencia en la sociedad como en las instituciones. Observa una situación de alarma en la que el Presidente no tenía de otra; era una "guerra necesaria", enfatiza (p. 155). También retoma como válidas las noticias triunfalistas sobre los éxitos materiales de la guerra, (capturas, decomisos, etcétera), sin ponderar ni confrontar datos, como lo hacen otros.

Empero, el autor realiza algunas críticas dirigidas a evidenciar incongruencias, fallas, "insuficiencias tácticas y estratégicas" y una "mala política de medios". De hecho, destaca cómo el involucramiento masivo de las fuerzas armadas y el objetivo de capturar a los principales capos rompían y fragmentaban las grandes redes, pero la inseguridad y la violencia aumentaban y se difundían: "La violencia crece en las calles en la misma proporción que las grandes redes se van desarticulando" (p. 31). Fernández Menéndez concluye con Calderón: "Son dos batallas, dos procesos, dos guerras [...] que se entrecruzan, pero que se libran por separado: la de los grandes cárteles y las principales rutas, por una parte, la de las calles, las colonias, las escuelas, la del narcoconsumo, la extorsión y el secuestro" (pp. 32 y 33). Una visión muy distinta a la que, por ejemplo, fundamentan Rubén Aguilar y Jorge G. Castañeda, con propósitos encontrados por supuesto; éstos como condena, aquél como justificación.

Al final, Jorge Fernández Menéndez se pregunta si hace falta un cambio de estrategia, y responde con una entrevista a un Felipe Calderón orgulloso de sus políticas. Es claramente, sin resquicios de duda, un periodismo acomodaticio, al servicio del poder en turno, cualquiera que sea el partido o el presidente a cargo. Una lástima, pues se trataba de un periodista autor de libros informados e interesantes, si bien La batalla por México es un pálido reflejo de sus audiciones cotidianas en la televisión mexicana (Todo personal, Canal 40).

Como puede verse, la estrategia de guerra de Calderón y sus saldos son cuestiones abiertas, que seguirán suscitando investigaciones y debates. Al menos en los autores considerados falta, tal vez, un análisis de los significados y consecuencias más de carácter político, que de consideraciones electorales o apuestas de legitimación, que en efecto considero pertinentes. No sólo acerca de las complicidades del poder, sus perversiones y distorsiones, sino también sobre los trasfondos no confesados, los objetivos duraderos que las cúpulas del poder no dejaron de perseguir en la perspectiva de una crisis política que no encuentra su desenlace, y en cambio se complica en un conflictivo proceso de descomposición. Los libros comentados, empero, van más allá de la simple descripción o la crónica superficial, que abundan y hasta se han puesto de moda. Merecen ser leídos y analizados, pues en la confrontación aportan elementos, tal vez todavía insuficientes, para comprender la problemática del crimen organizado y en especial el sentido y el balance de la guerra que asoló al país durante el mandato de Felipe Calderón Hinojosa, sobre todo las secuelas de una militarización que será difícil desmontar.

En esta guerra, el Presidente se reveló como auténtico aprendiz de brujo; más que rescatar e imponer la seguridad perdida en ciertas regiones o estados sensibles, por las acciones del crimen organizado, lo que hizo fue generalizar la inseguridad en todo el país. Lo que sí, esto no fue un resultado inesperado, imprevisto, sino producto de una estrategia de Estado deliberada, destinada a imponer la inseguridad como modo de vida que requiere la protección estatal, a promover el miedo y la parálisis, esto es el conformismo, el sometimiento resignado de la mayoría de la población, independientemente de las clases a las que pertenezca. El gobierno conservador, con la coartada de la guerra contra el crimen organizado, impulsó la intervención cotidiana, la presencia masiva y generalizada de las fuerzas armadas en labores que rebasan y contradicen las disposiciones de la Constitución. Las luchas reivindicativas contra la explotación, la precarización y el despojo, el rechazo a las mascaradas democráticas de la clase política y las exigencias de libertades usurpadas no caben en un México militarizado, sujeto a reglas arbitrarias y un Estado de sitio virtual. Como consecuencia, la vida nacional se trastoca, se desgarra en medio de una atmósfera catastrofista reproducida noche y día por los medios (con su alcance cada vez más avasallador) y los gobiernos, destinada a regir mediante el sometimiento temeroso de la población y la amenaza a toda disidencia, que corre el riesgo de devenir "daño colateral".

La centralidad de la guerra conlleva invariablemente un endurecimiento del autoritarismo, el redimensionamiento del peso y el papel de las fuerzas armadas, la legalidad a modo que desacredita a todo el aparato judicial y de procuración de justicia, las libertades acotadas y la violación recurrente de los derechos humanos, tal y como lo vivimos durante el sexenio de Calderón. El Estado de derecho nunca ha sido una realidad en México y con la militarización se deja como una simple aspiración a futuro, mientras el Estado de excepción y sus reglas arbitrarias se justifican, ahora bajo la figura del Estado de seguridad. La Constitución, las leyes, las normas y la justicia se violentan todavía más y el conjunto de las instituciones estatales prosiguen su acelerada pérdida de confianza y credibilidad, y se prefigura una suerte de Estado policiaco.

Concluida la pesadilla que representó el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa, todavía no se aclara ni se observa el sentido del cambio de políticas prometido por Enrique Peña Nieto, el nuevo presidente de la república. La incertidumbre y la inseguridad continúan presentes, pero Calderón corre el riesgo de ser enjuiciado en la Corte Penal Internacional, donde fue demandado por el abogado mexicano Netzaí Sandoval, respaldado por más de 23 mil firmas. Se responsabiliza al Estado mexicano, en particular a su entonces mandatario, por crímenes de lesa humanidad como violaciones sexuales, perpetradas por elementos del Ejército; por secuestro y "esclavización" de migrantes indocumentados por funcionarios, en colaboración con grupos de delincuentes; homicidios de civiles en retenes militares; desapariciones forzadas; uso de tortura y ejecuciones extra judiciales. Los grupos delictivos como el cártel de Sinaloa, también demandado, han afianzado un extenso control territorial, con ejércitos propios que realizaron incontables ejecuciones, amputaciones, decapitaciones e incluso el reclutamiento de menores de edad y ataques contra objetivos civiles (Camacho Servín 2011).

La trama de la guerra contra el narcotráfico en México prosigue inconclusa. Las ondas de choque de la improvisada y errática estrategia del presidente Felipe Calderón no dejarán de acarrear consecuencias duraderas e impredecibles.

 

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