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Región y sociedad

versión On-line ISSN 2448-4849versión impresa ISSN 1870-3925

Región y sociedad vol.22 no.47 Hermosillo ene./abr. 2010

 

Reseñas

 

Julia Estela Monárrez Fragoso (2009), Trama de una injusticia. Feminicidio sexual sistémico en Ciudad Juárez

 

Salvador Cruz Sierra*

 

México, El Colegio de la Frontera Norte y Miguel Ángel Porrúa, 328 pp.

 

* Investigador de El Colegio de la Frontera Norte, Ciudad Juárez.

 

Correspondencia:
avenida Insurgentes 3708,
colonia Los Nogales, C. P. 32350,
Ciudad Juárez, Chihuahua, México.
Correo electrónico: scruz@colef.mx

 

Trama de una injusticia aborda la violencia sexual feminicida en Ciudad Juárez, de 1993 a 2004. Es un trabajo de investigación, que teje de manera exhaustiva y detallada información de fuentes hemerográficas, informes de instancias judiciales y de organizaciones no gubernamentales, que llevan a la autora a construir la base de datos "feminicidio"; que provee información amplia para confrontar hechos concretos con declaraciones de funcionarios y reconstrucción de historias por parte de familiares de las víctimas, en un marco teórico–conceptual pertinente y crítico. La propuesta de Julia Monárrez hace énfasis en la connotación sexual de los asesinatos, dentro de las formas en que se presenta el feminicidio.

Uno de los aportes principales es la categoría conceptual, propia de la realidad del fenómeno en el contexto fronterizo, denominado por ella feminicidio sexual sistémico; que le permite explicar las formas atroces de violencia sexual, que se estampan en los cuerpos de las víctimas. La lectura del texto remite y hace pensar en la sexualidad de los hombres y la condición masculina, que parece hacen del cuerpo de las víctimas el signo del estigma para "re–marcar" el lugar de la mujer en la sociedad; primero, la marca de un ser y cuerpo para otros, ente desposeído de su cualidad de sujeto;y como re–marcación, el demostrar la superioridad mediante la imposición, no sólo de una sexualidad abyecta, proyección de su verdugo, diría yo, de una masculinidad impotente y derrotada, sino también, como expresión suprema de poder, el aniquilamiento total del otro.

El análisis del feminicidio sexual sistémico no se circunscribe al acto homicida, Monárrez lo contextualiza en la trama social, política, cultural y económica que lo propicia. Resulta de una riqueza excepcional la visión integral con la que va entretejiendo, mediante un trabajo detallado y sistemático, como una labor de hormiga, la malla que da sentido al entramado entre la víctima, su familia, el contexto fronterizo, el gobierno, el proceso de industrialización y el sistema capitalista, así como el conjunto de instancias judiciales que violentan de forma sistemática a las víctimas y sus familias.

¿Quién, quiénes o qué es lo responsable de esta atrocidad? El Estado débil, fallido o asesino, que mediante su participación cómplice y evasiva dice poco y hace nada para detener la masacre; sus instituciones, que atrofian la impartición de justicia y responsabilizan a las propias víctimas y sus familias; el neoliberalismo que cosifica a la mujer como mano de obra devaluada o los hombres de carne y hueso, referidos por las autoridades como enfermos o delincuentes, cuya sexualidad perversa e irrefrenable se satisface con el asesinato sexual de mujeres. Sin lugar a dudas todos estos aspectos, como lo demuestra la autora, están posibilitando el feminicidio, pero ¿quién es el victimario? y ¿qué características se le atribuyen?

Monárrez habla del Estado masculinizado, quizá en el sentido del dominio de los hombres. Si entendemos por masculinidad todo un mundo social organizado, que mediante discursos dominantes, redes y formas de relación, prácticas sociales y posiciones dispares en la matriz de género posibilitan un conjunto de acciones que reafirman las asimetrías entre hombres y mujeres, materializadas en espacios sociales específicos, se puede asumir al mismo Estado como masculino, pues en él se resguarda la posibilidad de que hombres concretos accedan a posiciones de control, autoridad y con privilegios en las relaciones y actividades organizadas socialmente. O como lo refiere la autora, son las estructuras políticas, económicas y sociales las que sustentan la masculinidad hegemónica, y en forma paralela apoyan la violencia de género.

Ésta, que trasciende los cuerpos concretos de hombres y mujeres, y adquiere forma en las instituciones, y el Estado masculino opera mediante diversos mecanismos. En este sentido, me parece central lo que Monárrez muestra al exhibir lo que llama la "ficción cómplice"; entiendo como ficción el "parecer hacer", el juego de las apariencias, y complicidad que protege los intereses del patriarcado. Ella señala que la dominación masculina encuentra un gran soporte en la complicidad; la coerción, deseo, sumisión y complicidad parecen ser ingredientes que engrasan la maquinaria encargada de reproducir las asimetrías de género.

En esta complicidad está implícito, aunque no explícito, el silencio, que en una de sus acepciones la Real Academia Española define como "sin protesta, sin quejarse, sufrir en silencio". La dominación masculina para su sostenimiento y vigencia utiliza las complicidades de los hombres y mujeres que callan los abusos, excesos y la violencia ejercida sobre los más desfavorecidos, ante la posibilidad de perder los muchos o pocos privilegios a los que tienen acceso. La eficacia de la dominación masculina estriba en la amenaza real o simbólica de ocupar el lugar de estigma y exclusión de lo femenino, como el caso de las mujeres asesinadas o los homosexuales.

Si bien Julia Monárrez es muy clara al identificar la violencia estructural a que son sometidas las mujeres más marginadas, pues hace hincapié en el peso de las condiciones de desigualdad social que las aquejan, y reconoce que esta problemática forma parte de una sociedad "donde hay fuerzas cómplices que van más allá de los asesinos", no deja de lado la parte de la subjetividad masculina, la que se materializa en cuerpos de hombres que ejecutan el acto homicida. Para su análisis tiene una gran desventaja, que en la gran mayoría de los feminicidios registrados no se ha identificado a los responsables, sin embargo, en la discusión planteada aquí hace referencia a la sexualidad masculina, y aborda la relación entre sexualidad y poder, entre placer y violencia.

El acto sexual violento realizado por el hombre es un componente importante en el feminicidio sexual sistémico. Esto necesariamente remite a la sexualidad masculina, cuya naturaleza parece desviada, perversa, enferma. De manera ingenua, uno podría suponer, aunque parezca curioso, que los victimarios de las asesinadas son dominados por una libido muy selectiva, pues las requiere jóvenes, de piel morena, pobres, migrantes, estudiantes o trabajadoras de maquila, pero el mismo sentido común nos diría que no, que los cuerpos de estas mujeres más que representar la fantasía erótica heterosexual masculina más comercial y fetichista, lo que reencarnan es la gran desigualdad que las vulnera más que a otras y las posiciona como objetos de desecho social.

La violencia sexual ejercida en las víctimas habla de cómo ciertas expresiones de la sexualidad masculina están normativizadas y matizadas por las condicionantes de clase social, edad, género y color de piel, entre otros aspectos. Por lo tanto, más que buscar el fundamento de este comportamiento sexual violento en la patologización de ciertas subjetividades masculinas o de hombres con perfiles sociópatas, que sin lugar a dudas pueden existir pero no explican su apabullante presencia, pensemos su razón de ser en la manera en que está conformada la sexualidad en el mismo orden social y cultural simbólico.

Al caracterizar la sexualidad masculina como genitalizada, varios teóricos han señalado que cosifica y fragmenta el cuerpo propio y ajeno, que fetichiza ciertas partes corporales, y que se preocupa por el tamaño del pene, por el rendimiento y desempeño sexual más que por un placer compartido. En cierta forma, estos aspectos remiten a la conformación de la identidad masculina, cuyo peso reposa sobre la virilidad. En este sentido, y como garante de ella, la centralidad del pene demuestra su importancia simbólica; el falo, que representa el vigor, la determinación, la eficacia, pero también la dureza, la fuerza y la penetración.

Bourdieu (2000) debate sobre la sociología política del acto sexual, y analiza que es concebido por el hombre como una manera de dominación, apropiación, y "posesión". Penetrar es una forma de afirmación de la virilidad. Si se entiende la subjetividad como una posición en el ámbito psíquico, en donde lo masculino se instaura como el sujeto deseante, activo y la mujer como objeto de deseo para otro, y como tal ubicada en una posición pasiva, entenderemos su correlato en los roles sexuales activo–pasivo, en donde más allá del acto físico penetrar–ser penetrado, se organiza el deseo masculino–activo como de posesión, dominación erótica, y el femenino como subordinación erótica, ambas expresiones erotizadas en hombres y mujeres. Asimismo, estas dicotomías activo–pasivo, masculino–femenino también constituyen la fuente de formas de dominación vigentes en el cuerpo social; en las relaciones entre hombres y mujeres y entre grupos de unos y otras.

La afirmación de la virilidad vincula la sexualidad y el poder; el control, sometimiento, dominación, pero también puede dar cabida a la humillación y al castigo. Es decir, también provee de la capacidad para el ejercicio de la violencia. En este sentido, Bourdieu señala:

Para obtener actos tales como matar, torturar o violar, la voluntad de dominación, de explotación o de opresión, se ha apoyado en el temor "viril" de excluirse del mundo de los "hombres" fuertes, de los llamados a veces "duros" porque son duros respecto a su propio sufrimiento y, sobre todo, respecto al sufrimiento de los demás —asesinos, torturadores y jefecillos de todas las dictaduras y de todas las instituciones totalitarias (2000, 71).

Por lo anterior, pareciera que detrás de esta cara dura y violenta de la virilidad se esconde el miedo a lo femenino, sin lugar a dudas podría tener razón; pero por otra parte, también puede hablar de una derrota y fracaso del patriarcado. En el asesinato de mujeres, el ejercicio de poder y violencia sobre los cuerpos femeninos representan la expresión última del sexismo, "aquella que se manifiesta precisamente cuando el hombre siente que pierde el control, o no lo ha llegado a tener", como señala María Jesús Izquierdo (2008).

En el caso del feminicidio sexual sistémico que analiza Monárrez, la sexualidad es el objeto de castigo de quien asesina; la vejación sexual infringida en el cuerpo que muestra una "sexualidad abyecta, vulgar, corrupta, nauseabunda y fácil no es la de la mujer, no es la del cadáver, es la sexualidad del agresor en conjunción con quienes supuestamente deben garantizar la preservación de la vida humana" (p.262), podríamos decir que es la del verdugo, del sistema patriarcal, que en un acto de poder extremo marca con el sello del estigma al cuerpo de la mujer.

Cuerpo inerte, mutilado y violado es el portador empírico de la dominación masculina, pero su función simbólica lo exhibe como cuerpo de desperdicio. Señala la autora: "Es a través de sus cuerpos asesinados como se va a establecer mecanismos de control para las demás mujeres, sus familiares y para el cuerpo social, por medio de los procesos del género y el capitalismo" (p.259). Podríamos pensar que es un llamado a la sociedad en su conjunto para decir desvergonzadamente quién ejerce el poder y hasta dónde lo tiene, claro en un sistema corrupto donde reina la impunidad.

En esta llamada de atención a la sociedad, tal parece que opera en los receptores un mecanismo de despersonalización y proyección, y entonces se les refiere como "aquellas mujeres que son asesinadas", "son las otras", muchas veces despojadas de toda identidad y cualidad humana. Esto es justo otra forma de violencia que se les propina a las víctimas y sus familias; su desdibujamiento y paso por la indiferencia de las autoridades y, muchas veces, por la sociedad en su conjunto. Sin embargo, indica Monárrez: "Los cuerpos violentados no existen en el vacío: son parte de una sociedad que permite el asesinato de mujeres" (p. 11).

Por ello, me interesa resaltar en especial la forma en que ella plantea la construcción del cuerpo femenino en sus dos dimensiones; la física, como algo extinto, en muchos casos sólo como mutilado, una osamenta, un número de expediente, sin nombre ni identidad; y por otra, la parte simbólica, como signo emblemático de la mujer estigmatizada a la que se le ha infringido castigo, y que finalmente habla de la devaluación de lo femenino.

Resulta paradójico cómo la categoría "mujer" adquiere en el imaginario social connotaciones de delicadeza, fragilidad, llegando a considerar que no se le puede maltratar ni con el pétalo de una rosa, pero en el otro extremo, la ideología de género también la ha identificado con la voluptuosidad, las artimañas, el engaño y la traición. Por tanto, parece ser un concepto vacío con significados múltiples, a veces ambivalentes, diversos y difusos, que dependen de la red de relaciones simbólicas y sociales en que se enlace y posicione el sujeto para que pueda representar, desde el amor maternal más sublime e idolatrado, hasta su opuesto, el desecho humano, sin valía, derecho ni justicia.

Uno de los aspectos más interesantes y humanos del presente trabajo es la posibilidad de que estas mujeres asesinadas adquieran el derecho a reconstruir su historia o al menos una parte, a ser reconocidas y a reconfigurar su rostro. No son sólo mujeres osadas que transitaban de noche por lugares poco iluminados, de doble vida, que consumían drogas o vivían desenfrenadamente, como lo refirieron en su momento diversas autoridades, sino que tienen nombre y apellidos, ocupaban un lugar en la familia y tenían madre, padre y hermanos, compañeros de trabajo y jefes; mujeres insertas en una red de relaciones sociales y afectivas, cuya existencia y presencia dotaban de sentido el mundo social al que pertenecían.

Esta generosa posibilidad la ofrece Monárrez con la restauración de algunos aspectos de la vida de diez víctimas, a través de la reconfiguración de la materialidad inexistente por medio de la narrativa de "la persona que habla de la que ya no existe" (p.203). Esta reconstrucción, como le he llamado, del rostro de la víctima, no sólo se limita a desmitificar las concepciones falsas de victimología de las niñas y mujeres asesinadas y sus familias, como lo propone la autora, sino que su trabajo va más allá, pues al darle voz a los familiares es posible dotar a las víctimas de su cualidad humana, del sentido de pertenencia al cuerpo social, de ser parte de nosotros.

El libro trasmite emociones muy fuertes, pero más que compadecernos de las victimadas y del dolor desgarrador que relatan y trasmiten los familiares, ojalá nos haga reflexionar sobre nuestro propio silencio, indiferencia y responsabilidad compartida por la reproducción de un orden social asimétrico, misógino y homofóbico.

 

Bibliografía

Bourdieu, Pierre. 2000. La dominación masculina. Madrid: Anagrama.        [ Links ]

Izquierdo, María Jesús. 2008. Lo que cuesta ser hombre: costes y beneficios de la masculinidad. Ponencia presentada en el Congreso Emakunde, Donostia San Sebastián.        [ Links ]

Real Academia Española. 2009. http://www.rae.es/rae.html (3 de noviembre de 2009).        [ Links ]

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