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Región y sociedad

versión On-line ISSN 2448-4849versión impresa ISSN 1870-3925

Región y sociedad vol.19 spe Hermosillo ene. 2007

 

Artículos

 

Hacia una nueva interpretación del régimen colonial en Sonora. Descubriendo a los indios y redimensionando a los misioneros, 1681–1821

 

Ignacio Almada Bay*, José Marcos Medina Bustos* y María del Valle Borrero Silva*

 

* Profesores–investigadores del Programa de Historia Regional de El Colegio de Sonora.

 

Correspondencia:
Obregón 54, colonia Centro, C. P. 83000,
Hermosillo, Sonora, México.
Teléfono 01 (662) 259–53–00.
Correos electrónicos: ialmada@colson.edu.mx; mmedina@colson.edu.mx; mvalle@colson.edu.mx

 

Resumen

Proponemos una nueva interpretación del régimen colonial en la provincia de Sonora y en el norte de la de Sinaloa —entre los ríos Gila y Fuerte—, basados en el proceso de descomposición registrado por las misiones desde 1681, manifiesto en una sucesión de rebeliones interétnicas y en una acentuada movilidad espacial de su población. Estos procesos conducen a considerar que el énfasis puesto en la expulsión de los misioneros en 1767 es más bien una estrategia de victimización; también se arguye, que la coerción física y simbólica empleada por ellos es intrínseca a la naturaleza del régimen misional establecido en la región. Además, la capacidad de respuesta política de las sociedades indígenas es más compleja de lo que conceden los textos de los misioneros, recuperada luego de la caída demográfica y fortalecida a lo largo del siglo XVIII. Por su parte, la población civil y presidial en este espacio tenía una dinámica propia, no subordinada a los misioneros.

Palabras clave: régimen colonial, rebeliones indígenas, resistencia indígena, gobierno indígena, misiones, presidios, reales de minas, Compañía de Jesús, jesuitas, vascos en América, Sonora, Sinaloa.

 

Abstract

We propose a new interpretation of the colonial regime in the province of Sonora and in the northern part of the province of Sinaloa —between the Gila and Fuerte rivers—, based on the breakdown the missions registered beginning in 1681, evidenced by a succession of interethnic rebellions and an increase in the population's spatial mobility. All these facts lead us to consider that the emphasis given to the missionaries' expulsion in 1767 is rather a victimization strategy; it is also argued that the missionaries' use of physical and symbolic coercion is inherent to the nature of the regime they established in the region. Furthermore, the indigenous societies' capacity for political response, which recovered after the demographic decline and strengthened throughout the 18th century, is more complex than what is evidenced by the missionaries' texts. In addition, the civil and presidial population living in this region had economic and social dynamics of their own which were not subordinate to the missionaries.

Key words: colonial regime, indigenous rebellions, indigenous resistance, indigenous government, missions, missions frontier, presidios, mining towns, Society of Jesus, Jesuits, Basques in America, Sonora, Sinaloa.

 

Introducción

La centralidad del lenguaje es una de las propuestas principales del giro hermenéutico: el conocimiento está mediado por el lenguaje, la interpretación es crucial y el presente condiciona el estudio del pasado; es más, no hay acceso directo a él. Así, leer historia no nos traslada al pasado. Lo que viene a la mente son sus representaciones, mediante diversas cadenas de mediaciones. Incluso, si todo está mediado por el lenguaje, las fuentes contemporáneas de los hechos ya son interpretaciones. Todo vestigio está tramado, es decir, plasmado en una trama. Aun así, nuestra postura es un relativismo acotado, que nos lleva a elegir entre interpretaciones diversas la más verosímil, incluso por referentes extra lingüísticos.

Uno de los postulados medulares de la teoría contemporánea de la historia es reconocer al otro; para ello es preciso deconstruirla. Un paso en esta dirección es repensar el discurso histórico sobre la entidad denominada "Sonora" y deconstruirlo, teniendo como eje a ese otro, constituido, en especial en América, por los indios, los pobres, los oprimidos y excluidos (Dussel 2004, 9–10).

La apertura interrogativa a los pobres, dominados y excluidos, para descentrar y deconstruir la entidad "Sonora" y sus representaciones históricas, pasa por reconocer su participación —es decir, sus huellas y respuestas a los acaecimientos, el amplio abanico de su resistencia, las percepciones que han generado o las representaciones empleadas en la historiografía para tratarlos— en el pasado mismo del territorio —una construcción colectiva y conflictiva—, que hoy denominamos Sonora.1

De las características del discurso prevaleciente acerca del pasado de Sonora —sobre todo del que circula en los medios de comunicación y que se agudiza en las campañas políticas—, subrayamos su carácter instrumental para el control social; su utilización prosaica para legitimar el estado de cosas; su centralidad en individuos y acontecimientos singulares; su aspiración a desfigurar y ocultar "las fuerzas no controladas que ahí obran" (De Peretti 2004, 97); la inclusión acrítica de las categorías coloniales de clasificación de los grupos humanos que poblaban este espacio; hasta parecer, algunas versiones, una colección de leyendas épicas, impregnadas de romanticismo regionalista o de xenofobia. Incluso, pareciera que la recuperación deliberada de memorias del pasado por individuos, familias o grupos de presión es para manipular y movilizar a la opinión pública, como si fuera una batalla política para controlar el futuro. Por el contrario, sostenemos que el curso de los acontecimientos, ya sea en el pasado o en el presente, "no puede aprehenderse como un proceso unitario, mediante algún metarrelato de control" (Zizek 2004, 259).

Si bien, saber interpretar y saber oír al otro es parte de un complejo aprendizaje colectivo, en este texto ofrecemos tres vertientes del periodo denominado "colonial" de la historia de Sonora, sujetas a una interpretación para hacer visible al otro, empezando por criticar las representaciones al uso que idealizan o sobredimensionan a determinados actores, por detectar manipulaciones del discurso sobre el pasado, en sus versiones sobre estos procesos. A sabiendas de que se trata de los enunciados, del umbral, de un comienzo afanoso para replantear la interpretación de este pasado. Aquí se ofrece una interpretación, todavía en ciernes, sobre tres vertientes de acaecimientos registradas entre los siglos XVII y XIX, y recogidas en la historiografía.

 

La descomposición de las misiones en las provincias de Sonora y Sinaloa, 1681–17672

Las misiones de la Compañía de Jesús en Sonora y Sinaloa registraban un proceso de deterioro, manifiesto desde 1681, que la expulsión de los misioneros en 1767 ha encubierto al ofrecer un cariz heroico, de persecución política y "victimización"; empleado como una estrategia de dramatización para plantear la expulsión de los jesuitas en 1767, como una catástrofe para las misiones de Sonora, Ostimuri y norte de Sinaloa y la población contemporánea.

El objetivo de las misiones fue "la conversión de los indios en buenos cristianos, y en súbditos útiles del rey [...]"; "su labor no se desarrollaba en oposición con la conquista secular o como una alternativa a este proceso"; los misioneros "se apoyaron en las diversas instituciones militares del Estado colonial"; "la misión era parte integral del colonialismo español" y "adquirió una relevancia especial en zonas donde los medios de conquista empleados en el área de [...] Mesoamérica y de los Andes no bastaban", convirtiéndose en "una institución de disciplinamiento, reeducación y aculturación de los indios dominados", establecida en asentamientos precoloniales, donde los misioneros "nunca prescindieron de una amplia gama de medios de control y represión" (Hausberger 2000, 614–617).

Desde 1681, el régimen misional en el noroeste novohispano estuvo drenado periódicamente por rebeliones interétnicas [éstas agrupaban a indios misionales, ex y extra misionales[, que expresan que los indios de las misiones escapaban del control de los misioneros en un número significativo, tornándose móviles y aliados a actores refractarios a éstos.3

También, el régimen misional estaba cruzado por un proceso complejo de recuperación de la capacidad bélica indígena,4 y de fortalecimiento de las autoridades indias radicadas en los pueblos de misión; además de ser impugnado por colonos y autoridades civiles, militares y eclesiásticas; así como embestido, en el norte y noroeste, junto con presidios, ranchos y minas, por los apaches y seris.5

La presión alcanzada por el asalto continuo de los indios "bárbaros" sobre la frontera norte de la Nueva España, que alcanza su máxima intensidad entre 1748 y 1788, atrajo aún más la atención de los funcionarios de la Corona sobre el norte novohispano (Navarro García 1984, 206).6

La expulsión de los misioneros por el Estado colonial dio una traza heroica a la prolongada agonía del precario régimen misional jesuítico en el noroeste novohispano, que en unas vertientes se deterioraba con ingredientes de arbitrariedad y crueldad, y en otras se relajaba hasta corromperse o disolverse.

La dinámica de deterioro, descrita más adelante, incluye factores asociados a los misioneros, como las dificultades para comunicarse con la población india por el desconocimiento de sus lenguas, los obstáculos para traducir y trasmitir las nociones de los misterios cristianos y del "orden social europeo" (Hausberger 1999, 51–55),7 el agobio para adaptarse al clima, al entorno físico y a los indígenas (Hausberger 1997, 67–85). Los poderes que los misioneros atribuyen a los hechiceros, para perjudicar o beneficiar, es un indicador de las creencias y prácticas que compartían con los indios y del temor y antagonismo de los jesuitas para con los hechiceros.8

También, había un relajamiento de la disciplina moral entre los miembros de la Compañía de Jesús en materia de comercio —como la fábrica y venta de mezcal y el tráfico de perlas— y en cuanto "[...] a la acusación de que algunos se han deslizado con mugeres [...]. En ninguna otra provincia he tenido las delaciones o relaciones más repetidas y fastidiosas y indecorosas, sobre esta materia, como en la de Sinaloa; y en ninguna otra cosa he reconocido mejor mi cortedad que en ésta", señalaba uno de los superiores de la orden (Burrus y Zubillaga 1986, 93, 117–130).9

Una prueba del fracaso educativo de los misioneros con los indios fue que Sonora y Sinaloa continuaran siendo provincias de misión durante ciento cincuenta y casi doscientos años, respectivamente, después de su entrada (Navarro García 1992, 191).

Pero son las rebeliones interétnicas las que revelan un rechazo organizado de los indios al régimen misional —y colonial en su conjunto–, y una cristianización superficial —es significativa la muerte de misioneros, la destrucción de iglesias y otros símbolos cristianos—; a la vez que aceleran la inestabilidad de la población de las misiones, al favorecer su movilidad.

Asimismo, hay factores "externos" al régimen misional en la causalidad de las rebeliones interétnicas, como la campaña represiva extremadamente cruel conducida por el gobernador Juan de Mendoza contra seris y pimas en 1755 y 1756, y que provoca la unión de ambas naciones (Mirafuentes y Máynez 1999, XLI–XLIII y 106).

Se puede tomar 1681 como un corte temporal, pues entonces se registra un conato de rebelión interétnica aplastado a sangre y fuego: participan ópatas de varios pueblos de misión y conchos, influidos, al parecer, por la rebelión de 1680 triunfante en el Nuevo México, y que demostraba la posibilidad de la derrota, muerte y expulsión de los españoles, incluidos los misioneros y sus símbolos (Mirafuentes Galván 1993, II, 11; Navarro García 1992, 233–243; Gutiérrez 1993, 179–193).

La siguiente rebelión interétnica es la ocurrida en 1690 en ambas laderas de la Sierra Madre, que perdura en forma de guerra de guerrillas hasta 1697, y es más significativa por su mayor extensión territorial, étnica —se enumeran indios de más de siete naciones—y temporal (González Rodríguez 1993, 237–292).10 Posteriormente, sobreviene la ocupación de la estratégica serranía "el Cerro Prieto" —al norte de Guaymas y al sur del Pitic— por pimas bajos y seris en pie de guerra, que dura de 1726 a 1771 y de 1777 a 1784. La rebelión en la península de los pericués, guaycuras, callejúes y huchitíes en 1734 y 1735 incluyó la lapidación y muerte de dos misioneros, y la destrucción sistemática de símbolos cristianos como capillas, ornamentos y cruces (Del Río 1984, 207–222).

La rebelión de 1740 a 1741 se extendió a las cuencas bajas de los ríos Yaqui, Mayo y Fuerte, con participación de etnias vecinas como los pimas bajos. Hasta hoy permanece en la historiografía como la más emblemática de los indios misionales del noroeste, pero apreciamos que no es la única en este espacio.

La sublevación de los pimas altos en 1751 es la última de este patrón, que proponemos fue interrumpida por el fin del régimen misional jesuita y la militarización de la frontera. A partir de 1769, se aprecia el desenvolvimiento de un orden más laxo en los pueblos de misión bajo la tutela de los franciscanos, orden caracterizado por un intercambio creciente y desigual de los indígenas con la población no indígena, y una movilidad espacial de los indios no obstruida, en la práctica, por autoridad local alguna.

Consideramos que las misiones, establecidas por los jesuitas en el noroeste novohispano, formaban un binomio con los presidios, es decir, eran complementarias, como también las relaciones de las misiones con los asentamientos civiles, aunque algunos trabajos locales las han subrayado como antagónicas. La circulación de población indígena que entra y sale de las misiones es mayor de lo apreciado en la historiografía. Desde el siglo XVII hay indios originarios de las bajas cuencas de los ríos Yaqui, Mayo y Fuerte asentados en minas, haciendas y villas más allá de la Sierra Madre, por ejemplo, en Parral y sus alrededores. La contigüidad con núcleos de indígenas "irreductibles" como los seris y los apaches, confiere a las misiones del noroeste una característica de permeabilidad, de trasvase fluido de la población indígena asentada en los pueblos de misión. Desplegamos a continuación algunos de estos enunciados.

1. La coerción se ha observado como un componente importante del régimen misional, establecido por los jesuitas en el noroeste novohispano. En este sentido, se considera que hay una relación complementaria entre las misiones y los presidios, y que los misioneros ejercían poderes coercitivos directamente o a trasmano (Bolton 1974, 197–199 y 201–202; Hausberger 1993, 38–39).

Disciplinar a los indios en lo "religioso, moral, social e industrial" era el meollo de la misión, de acuerdo con Herbert Eugene Bolton. Para los misioneros, la disciplina era indispensable en la cristianización de los indios. Las instalaciones mismas de la misión respondían a un orden, a una distribución física y horaria que disciplinaba a los indios (Bolton 1974, 200; Reff 1991, 253).

La estrategia de implantación del régimen misional echó mano de un programa que mezclaba aceptación de técnicas, crías y cultivos novedosos y sometimiento a una disciplina. Al parecer, los cultivos nuevos, el ganado mayor y menor, los caballos, las técnicas agrícolas nuevas, el calendario de ritos y ceremonias colectivas y los regalos fueron aceptados mayormente por los indios, y se sintieron atraídos por esta faceta del régimen misional, como una alternativa al exterminio. Pero lo que rechazaron de diversas maneras fue el matrimonio monogámico e indisoluble, la residencia fija, la persecución de los hechiceros, la prohibición de bailes, ceremonias y remedios autóctonos (Hausberger 1993, 34–35; Spicer 1994, 10–34; Reff 1991, 264–271).

En este escenario, se ha propuesto que "la represión física desempeñó un papel importante desde los primeros contactos entre los indígenas y los padres (que representaron el poder colonial), así como en los tiempos posteriores [...]". La obediencia a un régimen implantado, como parte de una conquista, incluía adhesiones forzadas y voluntarias, como también manifestaciones de rechazo. La represión para disuadir o escarmentar incluyó los castigos corporales en la marcha cotidiana de las misiones (Hausberger 1993, 27 y 36–37).

Así, los misioneros delegaban en soldados o autoridades indígenas la ejecución de los castigos corporales, y luego intervenían para aminorarlos o abreviarlos, ante la renuencia del encargado de propinarlos, quien había sido "preparado de antemano sobre cómo debía de conducirse", y los misioneros aparecían así como mediadores compasivos. Esta intervención, sutil según el jesuita Francisco Xavier Clavijero, se aplicó en las misiones de la península de California y de acuerdo al misionero Ignacio Pfefferkorn, en las de Sonora era sistemática (Jackson 1998, 79; Pfefferkorn 1983, 138).

Recurrir metódicamente a los castigos físicos, sugiere que el carácter utópico o aquel fundado en el consenso y la aceptación voluntaria, atribuido al régimen misional, es una idealización de él. Incluso son visiones inconsistentes con las fuentes documentales escritas por los propios misioneros. Hay que considerar las consecuencias de emplear de manera regular castigos corporales en la vida cotidiana de las misiones. Entre los elementos comunes del origen de las rebeliones interétnicas de 1690 y 1740 y la de los pimas altos de 1751, están la pugna de los misioneros con los dirigentes indígenas que no eran dóciles, el recurso de los jesuitas a castigos corporales y sus conflictos con autoridades reales y colonos. Cabe tomar en cuenta que varios de los jefes indígenas rebeldes habían sido gobernadores o capitanes generales de su nación, luego de una trayectoria de ocupación de cargos, y contaron con el apoyo de autoridades reales que discrepaban de los misioneros.

En el caso de los yaquis, las manifestaciones del deterioro de la autoridad de los misioneros se multiplicaron a partir de 1735, cristalizaron en el rechazo a que el ignaciano Diego González se hiciera cargo de los pueblos de Ráhum, Pótam y Guírivis, entre otras cosas, por hacerse acompañar de un nutrido grupo de coyotes originarios del río Fuerte y sus familias, que desplazaban a yaquis de los cargos (Mirafuentes Galván 1993, 124–125).11

Un episodio de noviembre de 1735, condensa esta situación tirante: el jesuita Diego González golpea con sus manos consagradas a Juan Ignacio Usacamea, El Muni, "[...] dándole su reverencia muchos palos y moquetes hasta bañarlo en sangre, y no satisfecha la iracundia le mandó amarrar con un cabresto y darle muchos azotes [...]".12

La tunda que a mano desnuda y a palos propina el misionero David González al jefe yaqui Muni, seguida de una zurra de azotes, parece ser una lección ejemplar. Sin embargo, no es algo excepcional, ya que en las fuentes misionales aparece el recurso a los azotes para una amplia variedad de circunstancias: lo mismo para hacer confesar a un brujo que a un allegado que robaba huevos del gallinero del ignaciano Felipe Segesser en la Pimería Baja (Hopkins Durazo 1991, 29–30 y 44).

Otro caso de violencia pública es la bofetada que propina el jesuita Daniel Januske a un gobernador indio, frente al alcalde mayor y al visitador capitán Juan Fernández de la Cavada en 1723. O cuando el superior jesuita de Arizpe, Francisco Javier de Mora, amedrentó al indio Juan Gorona poniéndole cerca un hierro candente para marcar ganado, hacia 1710 (Hausberger 1993, 42).

En las indagaciones posteriores a la rebelión de los pimas altos en 1751, las menciones a los castigos corporales son repetidas en las declaraciones de los interrogados o procesados. Éstas sugieren que los pimas altos mataron a palos a los misioneros Tomás Tello y Enrique Ruhen —y no a flechazos y macanazos como hicieron con otras "gentes de razón"– en represalia por la afición de ambos, en especial de Tello, a castigar con el cepo —inclusive a una india embarazada–, recetar latigazos y tuzar. En este entorno se habían registrado fugas en masa de pueblos de pimas altos en 1734, 1735 y 1742.13

2. Estos acontecimientos apuntan a una naturaleza del régimen misional en el noroeste novohispano, que requería de manera regular del empleo físico y simbólico de la violencia para disciplinar a los indios. Su visibilidad y reiteración en las fuentes misionales sugiere una descomposición de las misiones, que se puede fechar a partir de 1681, cuando se presentan acciones de coaliciones multiétnicas calificadas de ataques, sublevaciones, rebeliones o conspiraciones con extensión y alcance variables, pero sucesivas hasta fines del siglo XVIII.

Al parecer hay un periodo inicial, de 1591 a 1680, de acomodo de la población indígena —confundida y aterrorizada por la mortandad causada por las epidemias— que se agrupa en los pueblos de misión, fundados en asentamientos prehispánicos. Pero a partir de 1681 hay reportes constantes de acciones armadas o conatos atribuidos a indios misionales o ex misionales, que revelan una movilidad espacial considerable de ambos y la inoperancia del régimen misional, para controlar a los indios reducidos.

Así, por ejemplo, se observa la pérdida de control de los misioneros sobre los yaquis y pimas bajos reducidos, en la movilización masiva y multiétnica alrededor de un profeta de nación guayma, el Ariscibi en 1737, y que planta un campamento al pie del Cerro Prieto, baluarte inexpugnable de indios rebeldes desde 1726 (Mirafuentes Galván 1992b, 123–141).14

La conjunción de indios misionales rebeldes —como los pimas bajos— y extra misionales —como los seris—, en el nudo montañoso del Cerro Prieto por más de medio siglo, significa un problema central para la historiografía encomiástica de las misiones, eludido hasta ahora. Esta convivencia sugiere mayor inestabilidad de la población india misional y comunicación y alianzas entre las naciones indias del noroeste novohispano para enfrentar la dominación europea, que las aceptadas hasta hoy. También, cuestiona el carácter de la dominación colonial en este espacio, apuntando a un efecto más tenue de los mecanismos de dominio, sin importar si son ejercidos por los misioneros, las autoridades reales o los vecinos.

La averiada autoridad de los jesuitas entre los yaquis se manifiesta en este incidente: en 1737, a resultas de que el teniente de gobernador Manuel de Mena en la casa de comunidad de Pótam pusiera en el cepo a Juan Ignacio Usacamea, gobernador de Ráhum, a Bernabé Basoritemea, gobernador de Guírivis, a Vicente, padre del Muni y a otros cinco "cabecillas", porque los misioneros los acusaban de quererse sublevar, "levantó las armas toda la gente del pueblo de Pótam y también de Ráhum", para sacarlos de la prisión por la fuerza si fuera necesario. Sin que la vista de una "escuadra entera" española, que cuidaba a los presos ni los exhortos de tres misioneros los disuadieran, sino que respondieron con "malas vozes" y flechas que lanzaron por encima del padre Pedro Reynaldos—que tenía diecisiete años en Tórim y hablaba yaqui— hasta obtener que el teniente Mena liberara a los presos.15 Este relato escrito por un misionero en 1744 no incluye que, según el militar Juan Salas, habían acudido más de dos mil guerreros, "con sus banderas, oficiales y sargentos", bajo el mando de Luis Aquibuamea, por aviso del Muni (Navarro García 1966,29–30).

A los meses de este episodio, murió en Pótam el padre Pedro Reynaldos, rector de las misiones del Yaqui, el 17 de septiembre de 1737 de hidropesía, por lo que el misionero de Vícam "dio la providencia y la orden" de que los indios de Pótam condujesen en hombros su cadáver hasta el pueblo de Vícam, donde a su vez, los indios de ahí lo pasarían a Tórim. Pero

[...] anduvieron tan irreverentes los indios de Pótam, tan poco piadosos, tan inobedientes y atrevidos, que declararon bien los passos en que ya andaban, y los efectos que la impunidad del caso antecedente producía; pues, a la media legua, o poco menos, de aver cargado el difunto cuerpo, lo pusieron en medio del camino, y se volvieron a su pueblo y a sus casas [...] (sic).16

3. Las interpretaciones acerca de las raíces remotas y las causas inmediatas de la gran rebelión de 1740 hacen hincapié en el peso del régimen de trabajo, impuesto por los misioneros sobre los indígenas, la extracción de excedente destinado a las misiones de la California, a las cajas de la provincia religiosa y al aprovisionamiento de los colonos —en ocasiones escandalosamente a expensas del abastecimiento de los indios de misión—, 17 el crecimiento demográfico y el fortalecimiento de los cargos —en especial de los gobernadores de los pueblos— por los indios,18 la discontinuidad generacional de los misioneros —la cohorte de misioneros presente en la región entre 1730 y 1742 se caracteriza por su alejamiento de los yaquis— y el conflicto creciente entre los misioneros y los colonos civiles por el poder político local, el acceso a la mano de obra indígena y la ocupación de las tierras de misión. Fruto de este conflicto es la demanda por la secularización de las misiones, planteada con insistencia por vecinos y autoridades reales desde el siglo XVII (Hu–DeHart 1990, vol. 1, 136–146; Mirafuentes Galván 1993, 117–143).19

En el contexto de la rebelión de 1740, el 25 de junio en Tehueco en el río Fuerte, el misionero Valladares intentó hablar a los centenares de indios que rodearon el pueblo en son de guerra, pero después de que rompe el cerco un contingente español de 36 hombres armados y se retira hacia El Fuerte, queda solo en el pueblo. Los indios, luego de despojarlo de la sotana y la ropa, le pusieron un calzón de gamuza y un cotón para trasladarlo al monte donde lo escarnecieron con injurias "y con bailes tan torpes y deshonestos que le obligaron a taparse la cara con las manos, las que con fuerza le quitaban para que viese las torpezas", hasta llevarlo mofándose de él a Mochicahui, donde lo entregaron al jesuita Mazariegos (Navarro García 1966, 102–103).

Esta escena, rica en actos simbólicos, junto con otra ocurrida en mayo de 1740 en Santa Cruz del Mayo, relativa al desarme de una tropa de españoles y pardos por los rebeldes, con repique de campanas y conminados a rogar ante un cristo y una efigie mariana, su posterior desnudamiento en Etchojoa y traslado en esas condiciones de vuelta a Santa Cruz, su interrogatorio, flagelación y libertad —como auto sacramental—, sugieren el empleo de un repertorio de rituales y gestos que encabezan indios con elaboraciones propias, a partir de un desapego de los símbolos cristianos.

La rebelión de 1740 es señalada en el Manifiesto de la conducta de Eusebio Bentura Beleña, de 1772. El autor registra en ella una participación multiétnica, y percibe que la calidad de la vinculación de los indios con las misiones no hace una diferencia sustantiva. Es considerada un hito, a partir del cual "los indios reducidos a pueblos" se han alzado con facilidad en las jurisdicciones de Sonora, Ostimuri, Álamos y El Fuerte (Beleña 1772, parágrafos 166, 176 y 181).20

En este proceso de descomposición tiene importancia real y metafórica la ejecución del capitán general del Yaqui, Juan Ignacio Usacamea, y del alférez del Yaqui, Bernabé Felipe Basoritemea, acusados de preparar un levantamiento inminente en el pueblo de Buenavista el 23 de junio de 1741, —la víspera del día de San Juan Bautista, fiesta de propiciación agrícola relacionada con el inicio de la temporada de lluvias (Figueroa 1994, 267)—.21 Ambos habían sido gobernadores de los pueblos de Ráhum y Guírivis respectivamente, desempeñado diversas gestiones y elevado representaciones a autoridades reales —en 1736 en Río Chico ante el alcalde mayor Quirós y en Conicárit, ante el teniente de gobernador Mena, y en 1737 en Sinaloa ante el teniente de gobernador Fernández de Peralta— y habían sido recibidos por el virrey y arzobispo Juan Antonio de Vizarrón y Eguiarreta, en 1740 en la Ciudad de México, quien les otorgó esos cargos y dispuso satisfacer las 14 demandas que le presentaron. Usacamea y Basoritemea habían sido sorprendidos de noche en sus casas, aprehendidos y trasladados de inmediato al presidio nueve días antes (Mirafuentes Galván 1993, 117 y 136–137; Navarro García 1966, 25–35).

La ejecución de Muni y Bernabé en 1741 revela cómo los misioneros jesuitas buscaron acabar con una de las causas de la rebelión de 1740, para que ésta no volviera a suceder; mediante la eliminación ejemplar de las autoridades nativas rebeldes y respaldadas por el gobernador Huidobro (Mirafuentes Galván 1993, 137–140) ,22 y que pusieron en evidencia los conflictos y diferencias que separaba a los misioneros de la población yaqui.

Pese a sus protestas de inocencia, Muni y Bernabé fueron ejecutados, luego sus cadáveres decapitados y las cabezas expuestas en picas en sus pueblos natales. Posteriormente, otros 43 indios yaquis y mayos fueron castigados: diez ejecutados, entre ellos los jefes Juan Calixto Ayamea y Agustín el Siboli —su cuerpo fue mutilado en cuatro partes para exhibirlas en caminos y sitios públicos como escarmiento—; otros desterrados a California, 15 condenados a trabajos forzados en la edificación de los nuevos presidios y otros azotados públicamente (Navarro García 1966, 152–155; Spicer 1994, 54–55).

Veintiséis años después de la ejecución de Juan Ignacio Usacamea y Bernabé Basoritemea y de las condenas aplicadas a 43 indios más, el 24 de junio de 1767, los jesuitas empezaron a ser aprehendidos en la Nueva España, para ser deportados a Europa (Kessell 1976, 13).Los 31 misioneros de Sonora fueron concentrados en Mátape y los 20 de Sinaloa en el ahora presidio de San Carlos de Buenavista, donde el Muni y Bernabé habían sido ejecutados con la aprobación de miembros de la Compañía de Jesús.23

4. Las demandas por la secularización de las misiones —reiteradas desde la primera mitad del siglo XVII, y estimuladas por el móvil de disponer de la mano de obra y tierras de los indios—, el rechazo o la indiferencia de los indios al régimen misional y la militarización de la frontera norte pudieran explicar que la aprehensión de los jesuitas y su expulsión no hayan provocado expresiones de protesta en Sonora, Ostimuri o Sinaloa, aun cuando 50 de ellos permanecieron nueve meses en Guaymas en condiciones inhóspitas.24

Desde el siglo XVII25 aparecieron diferencias vastas y agrias de los misioneros con autoridades civiles y militares y con el "común" de los pobladores europeos y criollos. Piezas bien articuladas de los misioneros buscaron objetar las representaciones de vecinos, que plantean la secularización de las misiones —su conversión en curatos—, para disponer del servicio de los indios.26

Un elemento decisivo que distingue la actitud de las autoridades en torno a la secularización de las misiones en el siglo XVIII es la difusión del regalismo —la doctrina que destacaba "los derechos y prerrogativas de la Corona, como patrono de la Iglesia americana"—. Los regalistas estaban "decididos a elevar la autoridad de la Corona por encima de la Iglesia española". El regalismo entre los funcionarios reales había crecido de manera notable; el IV Concilio de la Iglesia novohispana, convocado en 1771, se celebra en este tenor (Brading 1993, 534–538).

El arribo de dragones y la salida de misioneros por el puerto de Guaymas en 1768, como espectáculo y metáfora, no puede condensar mejor el tenor de los cambios impulsados en esta frontera por los reformistas borbónicos. Al fin se había alcanzado la secularización de las misiones del noroeste novohispano, al menos parcialmente. El gobierno temporal de decenas de pueblos de misión ya no estaría en manos del clero regular. Que estas provincias hubieran seguido siendo de misión, 176 años después del arribo de los primeros misioneros, es decir, por siete generaciones (1591 a 1767), puede interpretarse como un fracaso de la pastoral jesuita (Navarro García 1992, 191–197).

Así, el 10 de marzo de 1768 llegaron por tierra a Guaymas cuatro piquetes del Regimiento de Dragones de España, tras 58 días de marcha a caballo, desde el cuartel de Guaristemba —próximo a Tepique—, con 102 dragones y 10 oficiales. Del paquebote La Lauretana, el 2 de mayo de 1768 desembarcaron en Guaymas las dos compañías de voluntarios catalanes levantadas en México, con cien efectivos y cuatro oficiales. Del paquebote El Príncipe, desembarcó el piquete del Regimiento de Infantería de América, el 5 de mayo, con 51 efectivos y tres oficiales. Del bergantín San Carlos, recién construido en San Blas, desembarcó el 10 de mayo la Compañía de Fusileros de Montaña, con 150 efectivos y cuatro oficiales. El 20 de mayo de 1768 se hizo a la vela El Príncipe, con 50 misioneros provenientes de Sonora, Ostimuri y norte de Sinaloa (Mirafuentes y Máynez 1999, 6–15; Navarro García 1964, 153).

A pesar de que se registra una administración deficiente de los bienes de las misiones, por los comisarios interinos y su exacción, para costear los gastos de la "expedición de Sonora", la visita de Gálvez y las campañas contra los seris en la década de 1770 (Spicer 1994, 156),27 es sugerente que en el periodo 1778 a 1819 se observa un panorama mixto: por una parte, un reacomodo laxo que trajo prosperidad a algunos ex pueblos de misión, como a los del Yaqui y a misiones atendidas por franciscanos en la Pimería Alta, y por otra, la reocupación del Cerro Prieto por pimas bajos y seris, la reanudación de sus correrías y la continuación de los ataques de apaches, aunque ya no tan extensos ni tan frecuentes.

En Sonora, el periodo 1789 a 1821 conoció lapsos de paz con parcialidades apaches, que se asentaron en los presidios de Bacoachi, Bavispe y Tucson, gracias a acuerdos que incluían la distribución periódica de raciones. Periodo durante el cual se edificaron en la Pimería Alta los templos de San Xavier del Bac, Caborca y Pitiquito, que requirieron la interacción de artesanos del centro de la Nueva España, autoridades y fuerza de trabajo indígenas locales y los frailes menores, que introdujeron novedades tecnológicas como la construcción a base de ladrillo quemado y mezcla (Kessell 1976, 174).

La expulsión de los jesuitas en 1767 aceleró los procesos que venían registrándose desde hacía varias generaciones, como el robustecimiento de las autoridades indígenas —el crecimiento político que destaca Spicer–, la movilidad espacial y el contacto entre las diversas etnias, el crecimiento de la población no indígena en Sonora y la ocupación de la tierra a título individual por europeos, criollos, mestizos e indígenas (Medina Bustos 2005).28 Pero no fue una catástrofe para los indios asentados en las misiones, ni para los otros actores. Sólo se acentuaron los procesos que cristalizaban hacia 1690, y que confluyeron en un reacomodo que prescindió de los ignacianos.

 

Ni tan bárbaros ni tan desvalidos: hacia una revaloración del papel de las sociedades indígenas de Sonora durante la monarquía hispánica

En una diversidad de fuentes se observó que los grupos indígenas, radicados en la demarcación del estado de Occidente (1825–1830) y luego en la del estado de Sonora (1831), aparecían participando en violentas rebeliones, con sus gobernadores y capitanes generales, solos o en alianza con alguna de las facciones de notables en lucha por el poder. También aparecían dirigiendo representaciones a distintas autoridades no indígenas, tanto del ámbito local como nacional, pidiendo respeto a sus tierras y gobierno propio.

Esto sugiere que para esos años todavía existían tierras comunales, gobierno indígena con capacidad de acción política, lo cual contrasta con planteamientos convertidos en lugares comunes29 de la historiografía de Sonora, cuyo eje articulador es la visión de los misioneros jesuitas, en la que los indígenas son sujetos pasivos y los religiosos son activos.30

En los últimos años se han formulado otras interpretaciones, a partir de nuevas lecturas de documentos ya conocidos, así como de investigaciones nuevas en fuentes primarias —incluso arqueológicas—, de las que se desprende una mejor comprensión de las relaciones entre los grupos indígenas y los conquistadores hispanos, pues se ha podido apreciar de mejor manera el papel de los indígenas y formular preguntas31 nuevas. En este apartado se busca explicitar cómo se ha replanteado la presencia indígena en el proceso histórico del espacio conocido hoy como Sonora, bajo la monarquía hispánica.

Daniel T. Reff (1991) inició el debate al hacer una revaloración de las sociedades indígenas, y la relación que establecieron con los misioneros jesuitas. Parte de que las sociedades indígenas que encontraron los misioneros estaban siendo severamente afectadas por las epidemias del viejo mundo, desde antes de que aceptaran a los misioneros, a fines del siglo XVI, con la consiguiente desestructuración de su organización política, económica y social, así como de sus sistemas de comprensión del mundo.

De tal manera que las sociedades descritas por los primeros misioneros del siglo XVII eran los restos de otras más complejas, que todavía los primeros exploradores del siglo XVI habían descrito conformando "reinos y ciudades" con poblaciones numerosas. Para Reff, a pesar de la crisis causada por las epidemias, todavía conservaban rasgos que reflejaban su desarrollo anterior: concentración de población en las riveras de los ríos, agricultura de riego, caciques con autoridad sobre varios poblados, viviendas de terrado, cierta estratificación social, guerras por recursos y bienes. Estos elementos, juzga Reff, han sido oscurecidos por la caracterización de las sociedades agrícolas de Sonora como ranchería peoples, misma que difundió Edward Spicer (1981, 14).32

Esta caracterización está sustentada en algunas de las observaciones de los misioneros, según las cuales los indios vivían en grupos dispersos pequeños, sin asentamiento fijo, las famosas "rancherías", sin mayor jerarquía política que la de los mejores guerreros, que las encabezaban temporalmente para alguna guerra particular.

Es importante tener en cuenta que "ranchería" era un término que autores como Andrés Pérez de Ribas y otros misioneros jesuitas tomaron de la obra Política indiana de Juan de Solórzano y Pereyra, asociado con el estado de bárbaro, el cual justificaba el dominio hispánico para civilizarlos, meta que tenía como aspecto central reducirlos en pueblo, para que "aprendieran a ser hombres", incluso antes que cristianos (Solórzano 1979, 184–185). De tal manera que al usar el término "ranchería", más que informar de un estado de cosas, enfatizaban la barbarie de los indios.

Lo anterior no significa desconocer que muchos de los indios practicaban un patrón de nomadismo estacional, que les permitía aprovechar los recursos del medio; más bien se trata de relativizar el énfasis que ha oscurecido la vida en pueblos sedentarios de la mayoría de los grupos indígenas de la región. Al hacerlo se aprecian de otra manera una serie de eventos históricos que hoy parecen poco creíbles.

La visión jesuita dificulta entender procesos como la aceptación de los indígenas a congregarse en pueblos bajo la férula de los misioneros. Hasta hoy la explicación más socorrida ha sido exaltar a los jesuitas al subrayar las supuestas bondades de los cultivos, los animales y las técnicas europeas, gracias a las cuales los indígenas se mantuvieron reducidos en los pueblos. Como escribió un misionero "el evangelio y fee de estos indios por la boca les ha entrado y se ha de conservar en ellos por la boca" (De Faria 1981,65).

Sin menospreciar la importancia del incremento de la oferta de alimentos, no se reconoce que los grupos indígenas regularmente contaban con buenas cosechas pues aprovechaban el agua de los ríos, además de que "el monte", satanizado por los misioneros, era una fuente de caza y recolección que complementaba los cultivos. Esto reduce la importancia de los productos europeos en la adopción de un cambio radical en la forma de vida de los indígenas: de vivir dispersos en rancherías a concentrarse en pueblos.

La aceptación de la reducción tiene otras explicaciones, como la ofrecida por Reff (1991); los indígenas apreciaban la capacidad de los misioneros para enfrentar las enfermedades epidémicas, con la variedad de recursos rituales que ofrecía el culto católico. En este sentido, los padres eran buscados como los nuevos "hechiceros", término con el que los jesuitas nombraban a los indígenas que tenían conocimientos mágico–religiosos; además a ellos, a diferencia de los "hechiceros", no les afectaban las enfermedades y tenían adiestramiento en tratarlas.

También, habría que considerar que la congregación en pueblos no significaba un cambio radical con la cultura agrícola y sedentaria, que caracterizaba a cahítas, pimas y ópatas. Lo cual no se capta, si se mantiene la visión de que los misioneros eran grupos bárbaros y vivían dispersos en rancherías "sin ley ni rey". De ahí que el éxito obtenido entre los grupos mencionados contrasta con el fracaso misional entre los cazadores–recolectores, como los seris.

A tono con la visión jesuita, se ha planteado que los gobernantes indígenas eran "meros auxiliares" del misionero (Ortega Noriega 1993a, 69). Sin embargo, el mismo Pérez de Ribas, cuando hace descripciones concretas menciona la existencia de líderes indígenas, diferenciados por sus atuendos, sus ligas de sangre y el servicio que les prestaban otros indios en el cultivo de sus tierras. Pero su liderazgo se muestra con claridad cuando abren paso a los jesuitas con rumbo a los pueblos, previamente congregados por los jefes indígenas, donde construyeron ramadas para el culto y la residencia del misionero (Pérez de Ribas, 1992).

Los liderazgos indígenas han sido revalorizados recientemente en la historiografía de las primeras décadas de la conquista española de las áreas mesoamericanas, ya que se les ha ubicado como los mediadores que pusieron a disposición de los españoles la organización tributaria prehispánica, sin los cuales les hubiera sido difícil imponerse a una población india tan numerosa (García 2002, 141–143).

Toda proporción guardada, hay que reflexionar si en el espacio que hoy es Sonora también los liderazgos indígenas hicieron posible el dominio hispánico, incluso pactado, a través del establecimiento de los pueblos de misión. Fuentes de la época del contacto, como Pérez de Ribas (1992) y Juan Mateo Mange (1985), muestran la disponibilidad de los líderes indígenas para negociar la aceptación del dominio hispano, bajo la práctica de los españoles de reconocerlos políticamente en la figura de la República de Indios, la modalidad indígena del cabildo hispano conformada por oficiales electos, encargados de administrar justicia en sus pueblos, organizar el trabajo colectivo, establecer el trabajo forzado según la forma de repartimiento, así como constituir milicias, para enfrentar a los grupos indígenas rebelados o reacios a la reducción en pueblos.

Si bien la documentación de la época es parca en información acerca de las repúblicas de indios en las misiones, en cambio es rica en presentar al misionero como el verdadero poder en el pueblo: es él quien manda y castiga a discreción a indios y gobernadores. Sin embargo, cuando los indígenas se levantan contra la disciplina misional, lo hacen encabezados por individuos que ocupan cargos en la República de Indios, ya fueran civiles, militares o religiosos, lo cual sería evidencia de que tras la figura descollante del misionero que ofrece la documentación disponible, existían funcionarios indios con la representatividad suficiente para encabezar las rebeliones, ampliamente documentadas (González 1992; Navarro 1966; Mirafuentes y Máynez 1999).

Un último punto se refiere al efecto que tuvo entre los indígenas la expulsión de los jesuitas en 1767, que como población bárbara, seminómada, sin disciplina laboral, ni idea de propiedad, podría esperarse que se disparara, cuando pierde a sus protectores, abandonando los pueblos de indios. En ese sentido, la expulsión ha sido interpretada como un cambio radical y negativo para la comunidad indígena, que abrió la puerta para su explotación y la usurpación de sus tierras (Del Río 1993,270).

Surgen las interrogantes siguientes: ¿por qué los indígenas no hicieron nada para impedir la expulsión de los ignacianos o protestar contra ella, a pesar de que duraron un año concentrados en condiciones deplorables en Guaymas?, ¿por qué después de su expulsión se experimenta una etapa relativa de paz entre los indígenas cultivadores, rota hasta que las autoridades liberales del México independiente inician una ofensiva contra su gobierno y recursos?

La respuesta puede ser que los indígenas no consideraron la expulsión de los jesuitas como un ataque a sus intereses. Más bien, se vio como una manera de recobrar su antigua libertad, pues ya ningún poder cercano normaría sus vidas; por otra parte, al parecer, la pérdida de control sobre sus recursos no fue radical, sino mediada y lenta: ya ocurría desde la época jesuita, como lo atestigua el informe del obispo de Durango, Pedro Tamarón y Romeral de 1765 (Medina Bustos 2004).

Además, la expulsión de los jesuitas no implicó la desaparición completa del régimen misional. Sino que, bajo la égida de los franciscanos del Colegio de Querétaro, vivió una nueva etapa de crecimiento en la Pimería Alta, como se puede inferir de la construcción de iglesias monumentales, en comparación con los patrones arquitectónicos vigentes entonces en la región. Por otra parte, los pueblos del Yaqui experimentaron una bonanza económica bajo la dirección del cura doctrinero Joaquín Valdéz. Y las repúblicas de indios mantuvieron, ahora con mayor protagonismo, su presencia en la organización del trabajo, en el culto y en la impartición de justicia. Incluso, los indígenas participaron más en las elecciones de los cargos de república.33

El objetivo de este apartado es llamar la atención acerca de la necesidad de superar las interpretaciones de la historia colonial de Sonora, que han hecho de los misioneros jesuitas su actor casi único. Así como ofrecer interpretaciones nuevas de las fuentes secundarias y primarias, para recuperar el papel de las sociedades indígenas, como un actor cuyas acciones tuvieron un peso considerable en el curso de los acontecimientos, y abandonar a los "indios de papel" (Rozat 1995, 163–180), hechura de los jesuitas de la época, dibujados como bárbaros e incapaces, dignos de civilizar y proteger.

 

No todo fue misión en Sonora. Una mirada nueva a la población civil y presidial en la Sonora colonial

Hasta ahora la historiografía enfocada a la provincia de Sonora bajo el imperio español ha centrado su atención en el régimen misional. De ella se desprende la idea de que en esa demarcación los misioneros jesuitas estructuraron el periodo colonial. Esta visión los ha hecho actores protagónicos, casi únicos, y excluido a los colonos e indios de la conformación de esta provincia frontera del imperio, o visualiza que el control de los misioneros era predominante en grado sumo. Este apartado propone que no fue así.

Desde un principio, junto a las misiones se fue articulando una red de colonos y de indios subordinados a éstos. De ahí la importancia de volver la mirada a estos actores relegados, y reconocer su participación a través de interpretaciones nuevas. Es decir, recuperar las múltiples facetas de cómo otras fronteras —la minera y militar junto a la misional— poblaron este espacio, de cómo explotaron a los indios y los recursos naturales.34

 

La población civil y sus asientos

Tras el descubrimiento de minas en Parral en 1630, que atrajo a muchos pobladores, se redobló el impulso de descubrir territorios mineros nuevos. En este marco se dio en 1640 la capitulación entre el virrey Cadereita y el capitán de Sinaloa don Pedro de Perea para colonizar los territorios al norte del río Yaqui, y convertirse en el primer alcalde mayor de la nueva provincia que denominó "Nueva Andalucía", con total independencia de Sinaloa.

Esto precipitó cambios en el proceso colonizador: se fundó el primer asentamiento no religioso en Sonora, avanzó la frontera móvil del noroeste, y se establecieron las posiciones más septentrionales de lo que más tarde sería la frontera norte de Sonora, y llegaron los primeros vecinos de la provincia. Con Perea, su esposa María Ibarra, su hijo Pedro, su yerno Juan Munguía Villela; también Miguel Casanova, Laureano Bascon de Predo, Diego Valenzuela, Francisco Izaguirre, Rodrigo de Aldana, Juan de Oliva y la familia Pérez Granillo, con ocho miembros (Borrero Silva 2004,52).

Llegaron más pobladores atraídos para trabajar las riquezas mineras, explotar la agricultura, ganadería, las salinas, bosques y ríos, estructurar la economía de la región y construir una sociedad distinta a la establecida en las misiones, aunque en interacción con ésta. A lo largo de los siglos XVII y XVIII surgieron numerosos reales de minas; por ejemplo, en 1657 se descubrieron ricos yacimientos en lo que luego fue el Real de San Juan Bautista de Sonora, que se convirtió en la residencia del alcalde mayor de la provincia; otros hallazgos importantes fueron el de Nacozari y hacia el sur los reales de Río Chico, San Ildefonso de Ostimuri y Baroyeca, que dieron lugar a la creación de Ostimuri, una nueva alcaldía mayor. Pero el descubrimiento más importante fue el del real de minas de Nuestra Señora de la Concepción de los Álamos, que dio lugar a un asentamiento que perduró todo el siglo XVIII.

Al mediar el siglo XVIII, la población estaba distribuida en los reales de minas y en los pueblos de misión; en una estructura espacial diferenciada: "por un lado están las misiones jefaturadas por los jesuitas y por otro los reales ubicados en los valles y serranías donde se mezclan españoles e indios que rechazan la misión– [lo que] dará lugar a fronteras culturales que aún hoy se pueden percibir" (Almada 2000,83).

De la población asentada en estos reales de minas provienen quienes ocupan los puestos de gobierno; los vecinos ejercen el cargo de alcalde mayor, aunque en la modalidad de interinos. Como los alcaldes con título en la mayoría de los casos eran ajenos a la provincia, como estaba dispuesto legalmente, y eran nombrados por el gobernador de la Nueva Vizcaya, por la Audiencia de la Nueva Galicia o por el rey, la designación de alcaldes interinos refleja la dinámica de grupos enfrentados y con intereses distintos. Detentar el cargo de alcalde mayor supone tener en las manos la administración de justicia, tanto de españoles como de indios.

A raíz de investigaciones recientes, se puede señalar que en la provincia de Sonora se conformaron dos grupos antagónicos: los vascos y los no vascos.35 Los vascos actuaron por primera vez como grupo en 1720, al expresar su inconformidad en contra del capitán de Fronteras, Gregorio Álvarez Tuñón, acusándolo de no defender la provincia y al manifestar su oposición a que José Joaquín Rivera fuera nombrado alcalde mayor.36 Los vascos vieron amenazado su futuro político y económico, si el puesto de alcalde mayor era ocupado por una persona ajena a su grupo y cercano al capitán Gregorio Álvarez Tuñón, quien había demostrado influencia y poder económico37 en la provincia. También, destacaban Juan Bautista de Anza (padre), el general Antonio Becerra Nieto, capitán del presidio de Janos (suegro de Juan Bautista de Anza hijo) y el gobernador de la Nueva Vizcaya, Francisco Barrutia.

La institución de las juntas de los vecinos de los reales fue una práctica común, al no existir el Cabildo municipal. Ante esta instancia se presentaban demandas o se informaba de asuntos que atañían a la comunidad. Casi siempre las juntas eran convocadas por justicias reales, bien el alcalde mayor o uno de sus tenientes o en algunos casos algún vecino principal. Entre las causas para convocar juntas de vecinos se hallan los enfrentamientos entre los grupos de vascos y no vascos y la oposición al régimen misional.

Un ejemplo significativo porque enfrentaba a la población era la constitución de las juntas pública y secreta, organizadas por el alcalde mayor Rafael Pacheco Cevallos y el capitán de presidio Álvarez Tuñón, en 1722. En estas juntas se ventiló una demanda de raíces profundas, que los vecinos de la provincia de Sonora manifestaban desde que los primeros llegaron a la zona serrana y los valles: la secularización de las misiones (González R. 1977, 125–143).

Estas juntas, además de manifestar la diversidad de autoridades y conflictos de jurisdicciones entre ellas, muestran que entre los civiles había dos grupos opuestos enfrascados en disputar los puestos militares y de gobierno, y de esa manera preservar sus intereses económicos.

Otra ocasión que reunió a los vascos como grupo fue para actuar en coalición con los padres ignacianos, para que Manuel Bernal de Huidobro fuera destituido como gobernador de la provincia en 1741, e hicieron todo lo posible para convencer a las autoridades de que la persona idónea para ocupar ese puesto era Agustín de Vildósola, vizcaíno, cercano a los jesuitas y del círculo de los De Anza (Borrero Silva 2004, 153–161).

Estos episodios señalan cómo los vecinos se agrupaban en torno a luchas políticas, intereses económicos y devociones religiosas (entre los vascos era común pertenecer a la cofradía de Nuestra Señora de Aranzazú), y "como plantearon sus problemas en juntas y firmaron documentos que conocemos como representaciones" (Medina Bustos 2006).

 

Los presidios

Sonora no puede ser entendida sin tener en cuenta la institución que de manera eminente expresa su carácter fronterizo y de guerra: el presidio, y por ende los soldados presidiales. Desde que el primer español llegó a los territorios del septentrión novohispano, la vida de la población europea en estas provincias estuvo marcada por la actividad militar, trascendental en la vida cotidiana de los pobladores, y no puede verse de manera aislada.

En especial, los estudios de Bancroft y Bolton percibieron a los presidios supeditados a las misiones. Es decir, su fin era preservar lo conquistado por los misioneros (González 2001, 74). Esta visión debe ser superada, y reconocerles lo que significaron en la provincia de Sonora, más allá de su ineficiencia o eficacia como entidades defensivas. Las compañías presidiales ejercieron una influencia considerable, porque los presidios se convirtieron en el núcleo de una comunidad y un mercado para los productos de los ranchos cercanos y de las misiones.

La naturaleza de frontera de guerra viva, de la demarcación denominada Sonora, hizo que la defensa de la provincia se volviera asunto de primer orden para las autoridades reales. Junto con Pedro de Perea llegaron 25 soldados, que constituyeron la primera compañía volante en esta frontera. Además de este destacamento, estaba el ubicado en el fuerte de Montesclaros en Sinaloa, que fueron las primeras guarniciones militares destacadas en el noroeste novohispano.

Dichas fuerzas corresponden a la fase de la conquista, es decir estos soldados acompañaban a los misioneros para defenderlos y protegían a los pobladores que arribaban. En 1690, la compañía volante quedó establecida en Fronteras, nació así el presidio de Santa Rosa de Corodéhuachi. A lo largo del siglo XVIII fueron instalándose otros presidios en puntos estratégicos, a veces demandados por la población y otras porque así lo estimaron conveniente las autoridades.

Una segunda fase de creación de puestos militares está asociada al incremento de la violencia en la provincia de Sonora. Esta situación demandó la intervención de las autoridades reales. En 1724, el brigadier don Pedro de Rivera inició la visita de los presidios del norte novohispano, para analizar el estado de las defensas internas y externas del virreinato. Rivera logró fijar los lineamientos de una organización militar seria para todos los presidios de la frontera norte novohispana con la expedición del reglamento publicado en 1729.38

Este reglamento fijó que el presidio de Fronteras atendiese la pacificación de los indios seris, y siempre que su capitán visitase la Pimería Alta, lo hiciese con todo tipo de atenciones para con los indios. La obligación de Fronteras, junto con soldados de los presidios de Janos y El Paso, era formar un destacamento para castigar a los apaches que hostigaban la frontera. Para 1729, el capitán de Fronteras era Juan Bautista de Anza, tras la deposición de Tuñón y Quirós, luego de la visita de Rivera. De Tuñón y Quirós se asentó: "[...] solo había sido capitán sólo en el nombre pues jamás había residido en el presido en los dieciocho años que lo comandaba" (sic).39

Hacia la mitad del siglo XVIII, estos presidios no eran suficientes para contener el incremento de la extensión, duración y alcances de las rebeliones, muy notables desde el levantamiento de los seris en 1725. En 1737 se alzaron los pimas bajos; luego la gran insurrección multiétnica de 1740 puso en jaque al poder español en la región; en 1749 los seris se volvieron a levantar y en 1751 la rebelión general de los pimas altos debilitó las defensas fronterizas contra los apaches.

Para enfrentar esta situación, se crearon presidios nuevos: San Pedro de la Conquista del Pitic, en 1741 y Terrenate, en 1742. En 1753 fueron establecidos los de Altar y Tubac, y en 1765 el de San Carlos de Buenavista. El incremento de presidios sugiere que la violencia fue subiendo, ya que no obedeció a ninguna ampliación territorial que requiriera más.

Este conjunto de presidios permaneció el resto del siglo XVIII. Algunos fueron reubicados, como el de Tubac que se trasladó a Tucson en 1776. Además, fueron reforzados con destacamentos militares, tanto por las dos compañías volantes creadas por el visitador general José de Gálvez en 1767, y las de indios formadas con ópatas en Bavispe en 1781 y en San Ignacio, con pimas altos en 1783; en Bacoachi, una más de ópatas en 1784.

Esta frontera de guerra creó una sociedad que giraba alrededor de las necesidades de poblamiento y de la guerra misma, y donde los colonos asumen la responsabilidad, ya como soldados o milicianos, de defender el territorio. Como esto era una carga pesada, la Corona adoptó una serie de medidas que favorecieran a quienes poblaran dichos territorios, como librarlos del pago de tributos, permitirles llevar armas a quien por ley no podía —como mulatos, negros y mestizos—, entre otros privilegios. Para la Corona fue importante promover la colonización civil en la zona de los presidios, pues así se facilitaba combatir a los indígenas belicosos y proveer de elementos necesarios a la tropa. La derrama económica que significaban los sueldos de los presidiales favoreció el aumento de la población civil alrededor de los presidios, especialmente de artesanos y comerciantes.

Nicolás de Lafora, en la relación de su viaje realizado en 1767 a los presidios de Sonora, menciona que era común que en torno a ellos existiera población civil. En Fronteras, además de los 5 1 presidiales "había 50 vecinos aptos para las armas". En Terrenate habitaban 300 personas, de las cuales 51 eran soldados y 19 vecinos. En San Miguel de Horcasitas, además de los soldados, había 60 vecinos y algunas familias de indios (De Lafora 1939, 121–138).

Vivir en Sonora entonces significaba habitar en tierra de guerra contra los indios, que peleaban no de acuerdo a las reglas europeas, sino mediante asaltos por sorpresa, ejecutados por pequeñas partidas con acciones muy violentas. Esto hizo que las autoridades locales encargadas del gobierno político organizaran a los colonos en milicias para enfrentar a los indios. Asimismo, los capitanes de presidio se encargaban del gobierno político de la población civil asentada en su jurisdicción.

Esto denota que el poder no podía estar en manos de cualquiera: era primordial saber guerrear y tomar armas, y defenderse de las partidas de los indios. La capacidad para la guerra era preciada, y participar en ella les abrió oportunidades a los colonos de ingresar a las fuerzas presidiales, ello significaba prestigio, honor y posibilidad de ocupar puestos de oficiales; es decir, era una vía de ascenso social.

Es necesario examinar con otros ojos a la provincia de Sonora. Analizar estos aspectos y percibir cómo la resistencia indígena definió a los grupos, y repensar la construcción de la frontera noroeste del virreinato novohispano, espacio complejo y todavía no bien explicado.

 

A manera de epílogo

La conquista desestructuró a la población india. El espacio hoy conocido como Sonora no fue una excepción. Las estrategias de resistencia de los indios a la subyugación colonial y nacional empiezan a reconocerse. El régimen misional establecido aquí por la Compañía de Jesús ha sido idealizado y sobredimensionado. La visión derivada del traslado mecánico de categorías y de analogías superficiales da señales de agotamiento, debido a que su capacidad de explicación se ha reducido. Interpretaciones nuevas, fundadas en los giros hermenéutico y antropológico, ofrecen mayor capacidad de explicación al incorporar al otro, al dar visibilidad a los indios y reconocerlos como actores protagónicos. Es un paso de una serie de muchos más.

Periódicamente se reactiva la idea de tomar a las misiones como el mito fundacional de Sonora, pues carece de un conquistador con el protagonismo de un Francisco de Ibarra en Durango. Es entendible que se proponga a las misiones como el mito fundacional porque cuentan con un supuesto ingrediente utópico, que aquí es puesto en entredicho. Que se llegue a aceptar este mito fundacional está por verse.

Bienvenido el debate en este campo. A sabiendas de que colocar a las misiones como el mito fundacional de Sonora es ocultar que los misioneros se acomodaron en territorio indio gracias a "parlamentos", es decir, a negociaciones entre ellos y los dirigentes indios (Levaggi 2000, 579–590). A sabiendas de que ya se ha planteado a las misiones varias veces en el pasado de Sonora como una "época dorada" de paz y prosperidad (Medina Bustos 2000, 30–34), sin reparar en sus discontinuidades, sin tomar en cuenta la impugnación permanente de los misioneros por los españoles, criollos y mestizos asentados en la región, sin aludir a las múltiples y variadas expresiones de rechazo por parte de los indios y las limitaciones y contradicciones intrínsecas del régimen misional.

 

Archivos

Archivo del Gobierno del Estado de Sonora, Fondo Ejecutivo, Ramo indios ópatas, tomo 58, expediente 1.

Archivo General de la Nación, AHH, volumen 278, expediente 11.

Archivo General de Indias, Indiferente general, legajo 1847.

 

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Notas

1 En esta vertiente, cabe señalar la aparición de una obra colectiva centrada en el estudio de las expulsiones de población registradas en la entidad, véase Grageda Bustamante (2003).

2 Versiones preliminares de este apartado se presentaron en el tercer Foro de las misiones del noroeste de México. Origen y destino, Hermosillo, 2005 y en el Seminario de instituciones novohispanas de la Universidad de Guadalajara en 2005–2006.

3 Estamos conscientes de las dificultades para percibir a los indios en fuentes no indias, a través de la lente europea. Véase Griffen (2000, 249–273) y Cramaussel (2000, 275–303).

4 Los seris, por ejemplo, resistirán con éxito entre 1748 y 1750 los intentos por reducirlos y cristianizarlos, hasta requerir de expediciones militares y de su deportación en opinión de los misioneros; entre 175 1 y 1771 sostendrán una guerra sin cuartel y volverán a las hostilidades entre 1777 y 1 803.Véase Sheridan (1999), passim.

5 Para una periodización del deterioro de las misiones, véase Spicer (1994, 152–15 5). Sheridan (1988, 10) apunta que luego de la rebelión de 1 740 se generalizó una guerra de guerrillas que devastó la provincia.

6 El periodo de la intensificación de los ataques de los indios nómadas, propuesto por Navarro García, coincide con el de William L. Merrill (2000, 634–637), elaborado desde otro enfoque.

7 Bolton (1974, 204) ya destacaba estas dificultades, que ilustró con el testimonio de un padre Ortiz que escribió en 1745: "Los sacerdotes que han aprendido alguna lengua de los indios de estas misiones afirman que es imposible componer un catecismo en su idioma, debido a la falta de términos con los cuales explicar la doctrina de la Fe, y los intérpretes mejor informados dicen lo mismo". Para apreciar la dependencia de intérpretes y la distorsión que éstos introducen, véase Brown (1984, 101).

8 "Aunque prometí silenciar los Padres en esta provincia, muertos a la cruel violencia de los maleficios [...], sólo refiero el número de 6 sujetos que acabaron su vida en manos de tal violencia"; P. José Toral, Huépaca, Sonora, 31 de diciembre de 1743, en Burrus y Zubillaga (1982, 141, 123 y 136); Reff (1991, 42, 140–141, 248 y 260–264); Hausberger (1993, 43).

9 Los datos y la cita están tomados del informe del jesuita Juan Antonio Baltasar, visitador de las misiones, acerca de una inspección realizada por la región, entre noviembre de 1743 y diciembre de 1744. No sabemos si estas faltas a la disciplina alejaron o acercaron a los misioneros con los indios. Es probable que hayan alimentado las críticas a las misiones por los vecinos y autoridades reales.

10 Ortega Noriega (1985, 149) sustenta: "A mediados del siglo XVIII era patente la crisis del sistema misional [..] La crisis [..] fue común a las tres provincias de Sonora, Ostimuri y Sinaloa", y emplea como hilo conductor la rebelión de 1740. Este texto considera a las coaliciones multiétnicas como la evidencia principal del decreciente control del régimen misional sobre la población india.

11 El misionero Diego Pablo González había nacido en 1687 en Utrera, España, fue recibido en la Compañía de Jesús en 1707, y profesó en 1723; véase Burrus y Zubillaga (1982, 191).

12 Episodio tomado del testimonio de Pedro Matías de la Peña, dado en la Ciudad de México el 14 de septiembre de 1742 (Mirafuentes Galván 1993, 127). Para la fecha, véase Navarro García (1966, 24). La percepción de los misioneros de sus manos consagradas para tomar instrumentos de trabajo como coas y azadas para amaestrar a los indios en "la cultura de los campos", en Burrus y Zubillaga (1982, 183). La argumentación del peso de la coerción en general y de los castigos físicos en particular en la dinámica de las rebeliones indígenas y del régimen misional también ha sido empleada en Almada Bay et al. (2006, 76–77).

13 Los agravios atribuidos a los misioneros Tello, Garrucho y Ruhen en Mirafuentes Galván (1992a, 167–169); las fugas en masa, 165–166; para el caso de un indio mandado azotar y sometido al cepo por Tello, que no sobrevivió al castigo, véase Hausberger (1993, 44).

14 Para la deserción masiva de los pimas bajos de Tecoripa en la cuaresma y la pascua de 173 7 en pos de este profeta, incluido el sacristán, véase Hopkins Durazo (1991, 59–65); "[...] en cien leguas a la redonda todos los indios partían hacia la misma dirección [...]", en Borrero Silva (2004, 138); para el Cerro Prieto, Navarro García (1966, 18).

15 P. Lorenzo José García,Tórim, 26 de septiembre 1744, en Burrus y Zubillaga (1982, 87–88).

16 P. Lorenzo José García, Tórim, 26 de septiembre 1744, en Burrus y Zubillaga (1982, 89).

17 El padre provincial Juan Antonio Baltasar lo estima en 40 mil pesos anuales, véase Ortega Noriega (1997, 41–54). "No podía pasar desapercibido a los indígenas que mientras más trabajo se les pedía menores beneficios recibían [...]" (Ortega Noriega 1993b, 168).

18 "Crecimiento político: una interpretación de los disturbios de 1740" (Spicer 1994, 56–66). Para las catorce peticiones que al virrey plantea el Muni, Bernabé y sus cinco acompañantes yaquis (Ibid., 45). Hu–DeHart (1995, 56) considera que el relieve alcanzado por Juan Ignacio Usacamea significa que por primera vez en la historia jesuita y colonial de este espacio "apareció una voz yaqui que pertenecía a un liderazgo articulado e independiente".

19 Hu–DeHart pondera las causas remotas e inmediatas de la rebelión, y otorga mayor peso a las políticas y económicas; por su parte, Mirafuentes Galván a las causas culturales y políticas.

20 Se sigue aquí una argumentación ya ensayada en Almada Bay et al. (2006, 69–79).

21 El pueblo de Buenavista, donde se estableciera en 1765 el presidio de San Carlos de Buenavista, era un asentamiento al oriente de los ocho pueblos yaquis, donde hoy está el vaso de la presa El Oviáchic, sobre el curso del río Yaqui.

22 Un informe jesuítico de 1753 señala que el gobernador Bernal de Huidobro "[...] consiguió que los yndios gustasen de la mayor libertad que les franqueava, fácilmente se avinieron en substraerse a la sujeción de los padres; y [..] se acomodaron al passeo de México, bien instruidos de lo que avían de decir y hacer y favorecidos de recomendaciones que les aiudasen. Llegaron en buen tiempo, siendo virrey el señor Vizarrón [..] y siendo la delación de Huidobro contra los jesuitas, fue bien escuchada; y viendo los demás ministros la inclinación del superior, aprovaron cuanto quiso Huidobro, y fueron despachados y aun premiados y neciamente enzalzados los y ndios. [..] el Muni, engerído con las honras recevidas del virrey, explicó, por todo el camino, su altivez y presumpción de ser dueño absoluto de aquellas tierras y yndios [...](sic); en Burrus y Zubillaga (1986, 332–334); echarle leña a Huidobro después de 1741 se pudiera explicar porque su demanda de restitución al cargo y pago de costas estuvo viva hasta 1744, sus partidarios, al decir del gobernador sustituto Vildósola, lo estorbaban, y hasta 1760 obtuvo Huidobro el pago de sueldos; véase Borrero Silva (2004, 146–149 y 162).

23 La ejecución la justifican como medida abortiva de otro levantamiento (Burrus y Zubillaga 1986, 332–334). Véase en Montané (1999, 79–83) los datos de las concentraciones.

24 Para las reacciones de los indios y una panorámica general, véase Del Río (1993, 247–286).

25 Para las disputas en el XVII, véase Navarro García (1992, 1 50–206); en 1 706, Juan Mateo Mange, alcalde mayor de Sonora, propuso el reparto de las tierras de misión entre los indios, la secularización de las misiones y el sistema de repartimiento, éste para emplear la fuerza de trabajo indígena en minas y ranchos. La respuesta de los jesuitas fue influir para que fuera encarcelado en Parral. En 1722, los vecinos de San Juan Bautista de Sonora solicitaron el retiro completo de los jesuitas del estado y la división de las tierras y el ganado de las misiones entre los indios (Spicer 1981, 128).

26 Véase Francisco Xavier de Faria (1981), Apologético defensorio y puntual manifiesto; Navarro García (1992, 15 3–15 6) considera que el estado de cosas que De Faria revela prepara el "estallido" de 1672, una disputa escandalosa en torno al protagonismo de los jesuitas y a la pugna por disponer de la fuerza de trabajo nativa; "Texto del Informe de José María Genovese al virrey, Marqués de Valero (Sonora 1722)" donde el jesuita Genovese responde a 13 temas de los vecinos, entre ellos el "destierro" de los misioneros, en González R. (1977, 144–187).

27 Las misiones de Sonora aportaron 500 reses y 2 200 quintales de harina para la expedición de Sonora (Hausberger 1993, 39).

28 Para el planteamiento del crecimiento político entre los yaquis véase Spicer (1994, 56–66), y para los cambios posteriores a la expulsión, 15 3. Hay testimonios acerca de una decadencia de los pueblos de misión—como la reportada en 1785 por fray Antonio de los Reyes, que contrasta con la prosperidad que observa en el Yaqui, que no contaba con misioneros—, pero es plausible una acentuada movilidad de los indios (Spicer 1994, 156–157; Radding 1997, 142–168).

29 Por ellos se entiende la manera como se repite en escritos de diversa índole, sin discusión analítica alguna, que los jesuitas reunieron en pueblos a los indígenas que vivían dispersos en "rancherías"; que con ello les dieron identidad, medios de subsistencia y protección contra la explotación de los españoles; y que al momento de su expulsión, en 1767, se derrumbó la comunidad indígena, quedando los indios indefensos ante los españoles.

30 Esta visión ha sido promovida por influyentes historiadores estadounidenses sobre la frontera hispana, como Bolton (199 1), Bannon (1955), Polzer (19 84) y Hu–DeHart (1981); su impronta se manifiesta en la obra de Ortega Noriega (1993a), en la que la acción de los misioneros jesuitas estructura la historia colonial de Sonora. Por otra parte, Spicer (1981) ha sido el pionero en hacer de los indios el centro de análisis, aunque —como se verá— formuló conceptualizaciones sobre las sociedades indias, que no ayudan a comprender el papel que jugaron éstas con los misioneros y la sociedad hispana en general.

31 Destacan trabajos como los de Reff (1991), Radding (1997, 1995), Hernández (1996), Jackson (2005); el trabajo de Spicer (1994) sobre los yaquis, es importante porque a diferencia de su obra de 1981, Cycles of Conquest, los interpreta como actores protagónicos de su historia.

32 Spicer (1981, 9–15) caracterizó a las sociedades indígenas del noroeste de la época del contacto de la siguiente manera: 1) Ranchería peoples, los cahítas, ópatas y pimas; 2) Village peoples, los indios pueblo de Nuevo México; 3) Band people, los apaches y 4) Nonagricultural band, los seris.

33 En el Archivo del Gobierno del Estado de Sonora, Fondo Ejecutivo, Ramo indios ópatas, t. 58, exp. 1, se encuentra una queja de los "hijos del pueblo de Aconchi", formulada en 1797 contra su gobernador por malos manejos de los bienes comunales, entre los argumentos señalan que no se les tomó en cuenta para elegirlo.

34 El estudio de la Sonora colonial como espacio económico refuerza la percepción de una economía más articulada que "dual" entre los grupos sociales, los diversos asentamientos y las actividades económicas, en torno a la extracción minera, principal motor económico de la región. Véase, entre otros, Salmerón (1990) y Hernández Silva (1995).

35 La presencia vasca en regiones del virreinato novohispano ha sido indagada en numerosos estudios. No ocurre igual para Sonora, a pesar de la importancia de este grupo que en varias ocasiones marcó el rumbo político de la provincia, y pesó en el desarrollo económico. Otra actividad en la que destacaron fue en la militar, pues detentaron puestos de oficiales en los presidios a lo largo del siglo XVIII.

36 Archivo General de la Nación, AHH, vol. 278, exp. 11.

37 Gregorio Álvarez Tuñón y Quirós llegó al presidio de Santa Rosa de Corodéguachi por las influencias de su tío Jacinto de Fuensaldaña, ocupó varios puestos como habilitado del presidio, teniente y segundo jefe de la compañía, hasta obtener el puesto del capitán de presidio. Se dedicó más a otras actividades que a las propias de un oficial. Fue el primero en establecer un molino harinero en la región, lo que le permitió convertirse en el principal distribuidor de harina y maíz. Archivo General de Indias, Indiferente general, legajo 1847.

38 Real Cédula, Sevilla, 30 julio 1731. AGN, Provincias Internas, vol. 1 54, exp. 6.

39 Interrogatorio contra Tuñón y Quirós, 3 1 de octubre 1726, AGN, Cárceles y presidios, vol.12, exp. 2.

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