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Región y sociedad

versión On-line ISSN 2448-4849versión impresa ISSN 1870-3925

Región y sociedad vol.14 no.24 Hermosillo may./ago. 2002

 

Artículos

 

Arquitectura de la Revolución. Simbolismo de las ciudades y obra pública (1915-1962)*

 

Eloy Méndez Sáinz**

 

** Investigador de El Colegio de Sonora. Se le puede enviar correspondencia a Álvaro Obregón 54, Centro, Hermosillo, Sonora, México, C. P. 83000. Correo electrónico: emendez@colson.edu.mx

 

Recibido en junio de 2001.
Revisado en noviembre de 2001.

 

Resumen

Este texto aborda el proceso de reconstrucción nacional que debió erigir el nuevo contrato social sobre las ruinas dejadas por la Revolución Mexicana, particularmente en el noroeste del país. Tanto la estructura urbana del territorio como la conformación interna de los núcleos de población de principios del siglo XXI se explican en buena medida en virtud de los procesos desatados a raíz de la gesta revolucionaria. Bajo el impulso de las nuevas políticas económicas, sociales y culturales surgieron nuevos asentamientos, otros se consolidaron y la inmensa mayoría sufrieron cambios sustanciales. Sobre todo, en este periodo se establecieron las ciudades de los valles agrícolas y distritos de riego. La idea guía de las reflexiones supone que los regímenes derivados de la Revolución plasmaron en la región, las ciudades y la arquitectura el sistema de símbolos identificado con la ideología de la clase política emergente, el cual transmite nuevos significados al espacio construido. Es un proceso de modificación de significados, de simbolización acorde con los nuevos valores sociales, donde la arquitectura y el urbanismo juegan el papel de dar forma a la experiencia revolucionaria mediante la obtención de simbolismos creadores.

Palabras clave: reconstrucción nacional, nuevo contrato social, núcleos de población, nuevos asentamientos, clase política emergente, urbanismo.

 

Abstract

This text deals with the process of national rebuilding which had to be undertaken by the new social contract on the ruins caused by the Mexican Revolution, particularly in the northwest of the country. Both the urban structure of the territory and the internal shaping of the centers of population in the early 21st century are understood to a large extent in virtue of the processes generated by the revolutionary movement. The new economic, social and cultural policies gave impetus to new settlements, others were consolidated and the great majority underwent major changes. Above all, during this period the towns in the agricultural valleys and irrigation districts were established.

The guiding idea of this reflections assumes that the regimes arisen from the revolution materialized the system of symbols identified with the ideology of the emerging political class in the region, the towns and the architecture. This system gives new meanings to the space constructed. It is a process of changing meanings, a symbolization in accordance with the new social values, where architecture and city planning play a role in the shaping of the revolutionary experience through achieving creative symbolisms.

Keywords: national rebuilding, new social contract, centers of population, new settlements, emerging political class, city planning.

 

Introducción

En el presente escrito se exploran las intervenciones arquitectónicas características de los regímenes emanados de la Revolución Mexicana (1915-1962), realizadas de manera dispersa en el tejido de las ciudades pero cohesionadas por los hilos inv i s i bles de emplazamientos estratégicos destacados en tramas urbanas anónimas y hasta pueblerinas, incorporando por ello el estudio del urbanismo de un proyecto de ciudad cimentado en las políticas públicas del periodo. Esto se verá a partir del proceso de reconstrucción nacional que debió erigir el nuevo contrato social sobre las ruinas dejadas por la guerra, particularmente en el noroeste de México.

El abordaje de la región noroeste se hace con el propósito de contribuir a superar el escaso estudio que existe al respecto, pues es mucho más el que amerita la conformación de las ciudades actuales. Tanto la estructura urbana del territorio como la conformación interna de los núcleos de población de principios del siglo XXI se explican en buena medida en virtud de los procesos desatados a raíz de la gesta revolucionaria. Con el impulso de las nuevas políticas económicas, sociales y culturales surgieron más asentamientos, otros se consolidaron y la inmensa mayoría sufrieron cambios sustanciales. Sobre todo, según se verá, en este periodo se consolidaron las ciudades de los valles agrícolas y distritos de riego. Por ello, considero importante el estudio de este pasaje histórico para la comprensión de la historia urbana regional.

¿Por qué el corte temporal en los años 1915 y 1962? El primero se refiere a las tempranas obras regionales del régimen, impulsadas por el general Plutarco Elías Calles, desde el gobierno de Sonora. Es un cambio significativo debido a la orientación social de las nuevas edificaciones. El segundo alude al cambio en la obra pública de las ciudades fronterizas, donde se registra la apertura a la inversión extranjera y la creación de equipamiento y servicios en los distritos dedicados al turismo. En este caso es importante el repliegue en el discurso nacionalista, así como el énfasis en el destino comercial e industrial de los programas.

 

Leyes, símbolos y arquitectura

Tras el antiguo régimen, si bien son importantes las medidas tomadas desde 1915 por el gobierno carrancista, los fundamentos explícitos de la nueva sociedad cristalizan en la Constitución de 1917, cuyos contenidos más relevantes respecto al territorio, los núcleos de población y la arquitectura a impulsar, se encuentran en los artículos torales 27 y 123.La apropiación del territorio la perciben los constitucionalistas acorde con la equidad social,1 prevén la profunda redistribución demográfica implícita en la aplicación de las reformas sociales y la planeación consecuente. Del mismo modo sucede en los temas de vivienda y equipamiento urbano, renglones de la construcción directamente ligados al mejoramiento de las condiciones básicas de vida de la población campesina y obrera.2

Las nuevas leyes dan pauta a las políticas de vivienda, educación y salud, determinantes en la conformación de pueblos y ciudades del país y la región noroeste. Las líneas de intervención traducen las reivindicaciones sociales en planes de vivienda, escuelas y hospitales, concebidos e instrumentados en torno al gran propósito de reconstruir la nación, de crear una nueva forma de vida para las masas trabajadoras, inspirada en la justicia social, confundida en el impulso universal del socialismo.

La Revolución es el socialismo, que pretende la cooperación de todos para todos, el salario proporcionado, la casa higiénica, la escuela común, etc. La Revolución tiene como meta la felicidad de vivir (García, 1933, cit. en Dessau, 1996:76).

Los valores simbólicos expresados en la arquitectura y el urbanismo para apuntalar emblemas o estructurar la didáctica de los componentes ambientales son inspirados por el entorno cultural, contribuyen a dar fe de la perspectiva universal brindada por el estado mexicano, que concibe "el progreso como justificación y sentido últimos de México" (Monsiváis, 1987b:1380) y adquiere omnipresencia en el hacer cultural, con políticas variables y contradictorias, en último término continuadoras de la ideología del porfirismo (1876-1911). A pesar de ello, las artes plásticas tanto como el cine, la novela y la danza manifiestan cierta independencia en el logro de una cultura de la revolución (Monsiváis, 1987b:1378).

Este artículo está hilado a partir de la hipótesis "la arquitectura y el urbanismo de la Revolución Mexicana", es decir, la idea guía de las reflexiones supone que los regímenes derivados de la revolución plasmaron en la región, las ciudades y la arquitectura (inseparable del muralismo, así como de la escultura monumental conmemorativa, variable entre el realismo nacionalista y el neoclasicismo, y el intento de la integración plástica) el sistema de símbolos3 identificado con la ideología de la clase política emergente, el cual transmite nuevos significados al espacio construido. Es un proceso de modificación de significados, de simbolización acorde con los nuevos valores sociales, donde la arquitectura y el urbanismo juegan el papel de dar forma a la experiencia revolucionaria mediante la obtención de simbolismos creadores. La trama arquitectónica está conformada no tanto por un sistema de espacios funcionales como por un sistema icónico.

La arquitectura constituye símbolos en la medida en que presenta mediante formas los mensajes más valiosos del colectivo social en términos previos a la explicación discursiva. Al realismo nacionalista lo complementan las esculturas o monumentos de magnificencia pétrea, marmórea o metálica, las efigies de héroes y mártires (concebidos como los pilares de la historia), el nivel más superficial y reconocible de los símbolos, que constituyen los centros de cohesión de los ambientes creados. Estas manifestaciones son tanto más importantes en la medida en que gran parte es realizada en ciudades pequeñas, coinciden con el inicio de su expansión acelerada, ofrecen nuevas "lecturas", o interpretaciones del espacio, en franjas completas del tejido urbano recién construido.

Se considera que las tramas espaciales de la arquitectura y la ciudad son hechos de comunicación que adquieren sentido si constituyen narraciones, si adquieren un papel relevante en el cómo se relata o expresa, en la selección de los lenguajes figurativos empleados para comunicar determinados mensajes, en el discurso de quien relata o expresa a través de ingenios físico-espaciales y sobre todo simbólicos.

Con las limitaciones y reglas propias del caso, la arquitectura, en cuanto texto, plantea comunicar el discurso de los protagonistas fundamentales, es el bagaje material del imaginario colectivo que remite al acontecimiento fundador, la gesta revolucionaria, en la versión oficializada de los hechos. Conforme éste se torna complejo —y así sucede en el periodo del proyecto de la revolución—, articula los recursos de la escultura y la pintura mural, menos abstractas que la construcción. La arquitectura, igual que la escultura, petrifica, monumentaliza sin ambages la narrativa del momento, es elemento preponderante del escenario requerido por los agentes interesados en reproducir de determinada manera la versión visual de los valores que organizan el espacio y la vida social. La interpretación de la experiencia arquitectónica se aborda ajena a la narrativa literaria de la revolución, si bien existen relaciones entre ambas.

Pero la arquitectura motivada directamente por la revolución no abarca en el país toda la arquitectura realizada en el periodo en que se formula y prueba el nuevo proyecto de arquitectura y ciudad acorde a la sociedad emergente (1915-1962), si bien se pretende con aquélla interpretar la totalidad de la experiencia entonces generada.

A la pregunta ¿cómo es la arquitectura de la revolución?, vale por lo pronto la respuesta general: es aquélla involucrada en el proceso de simbolización del proyecto cultural y urbano de los regímenes derivados del triunfo de la lucha armada (igual que la arquitectura no involucrada en tales procesos, son edificaciones que responden a necesidades sociales, pero en éstas prevalece la función simbólica).

La arquitectura de la revolución responde a su tiempo a través de la recreación de los signos identificados con la historia real, el imaginario de época de guerra y las reivindicaciones sociales, reconstruye el pasado reciente (no escapa el pasado remoto) y p romete el futuro luminoso, se constituye en símbolos y porta emblemas dentro del afán de crear recintos culturales ligados entre sí para configurar determinadas formas en el espacio urbano. Es arquitectura con significados más o menos coherentes y referidos a la misma matriz ideológica reivindicativa plasmada con intenciones retóricas, no sólo manifiestos en el uso de los espacios, sino también, y sobre todo, en formas dirigidas a comunicar mensajes, a reiterar con aire renovado la "toma" de cada lugar, la conquista explícita del entorno, cuya transformación legitima, tramo a tramo, la expansión interminable del poder materializado de un estado voraz.

Cada hecho arquitectónico es en este contexto un punto de avance y defensa coordinado por estrategias de ocupación del gran tablero del territorio y la ciudad, donde nunca faltan vacilaciones, retrocesos, caos o saltos audaces, pero todo remite al "origen": la revolución fundante. Combinada con la pintura del muralismo, la escultura celebratoria y el urbanismo, la arquitectura se integra en un texto complejo, es resultado temporal de normas, claves y códigos enlazadores de emisores y destinatarios, es la narrativa peculiar de la vida en la ciudad basada en la modernidad sedienta de progreso.

A diferencia de la renovación en campos como la pintura, luego de 1910 no se registran cambios inmediatos en la práctica de la arquitectura, a excepción del impulso inusitado de las obras públicas orientadas a equipar la ciudad. Las obras encaminadas a lograr espacios de apropiación social, los equipamientos colectivos,4 deben aparecer como satisfactores de las necesidades sociales tanto tiempo postergadas. La expresividad de estos debe ser entonces descarnada, sin disposición estética, exenta del repudiado oropel porfirista, según las directrices del nuevo régimen.

Sin embargo, los edificios públicos no sólo deben identificarse con el ascetismo de la afirmación revolucionaria, con la honestidad de fines y la humildad de origen del nuevo sujeto: las masas campesinas y obreras. Son también edificios protagónicos de una época distinta, elementos primarios5 del tejido urbano, lugares organizadores de la ciudad, estructuradores inevitables (y no evitados) de la anterior.

La tarea no resulta fácil, pues las intervenciones renovadoras rivalizan con el sistema simbólico precedente integrado durante siglos por el paseo, la alameda, la plaza, la iglesia, el palacio de gobierno y una intrincada madeja de hechos menores. Ayuda, por supuesto, la "intervención" destructiva de la euforia revolucionaria del primer momento que desmantela, total o parcialmente, algunos de estos elementos primarios del tejido urbano. Por tanto, el nuevo proyecto de ciudad confronta mediante la creatividad alternativa la alta capacidad de permanencia de los elementos más persistentes (como la traza urbana). Más tarde, en torno a puntos nodales y ejes vertebradores se han extendido las nuevas franjas de unidades de vivienda, donde han incidido en grado variable las políticas de obtención de la habitación higiénica, económica y funcional de las masas populares.

En la recreación de la ciudad confluye la gama más diversa de constructores, sobre todo a partir de los años cuarenta, dejados atrás los reclamos más urgentes del reparto agrario y las más radicales formas de concebir las escuelas, cuando el gobierno de Ávila Camacho (1940-1946) impulsa la unidad nacional, argumentada con la amenaza de la "otredad" del imperialismo norteamericano6 tangible en la "línea" internacional. Para entonces se ha registrado un giro importante en la solución del diseño de los equipamientos, ahora auxiliados con el decorado constructivo y el escenario urbano necesarios para su identificación.

La arquitectura de la revolución no se limita a sugerir su pertenencia mediante las funciones sociales prohijadas, manifiesta explícitamente, enfatiza la distinción que porta ("¡soy un monumento de la revolución!"), valiéndose de recursos disímiles para lograrlo, fortalece a la vez su presencia en la ciudad. Así, por ejemplo, una escuela pública del periodo no sólo manifiesta su carácter de institución educativa a través de aulas, laboratorios y canchas deportivas; también ha de ser, con no menos importancia, el pedestal de los símbolos patrios: la bandera, los prohombres, materiales y formas constructivas identificadas por decreto con el renacimiento de lo mexicano. La práctica arquitectónica se tensa ante la disyuntiva: niega el purismo austero de la matriz revolucionaria, mediante el recargamiento de formas y recados explícitos acerca del nacionalismo instituido, o remite a la función estricta, en congruencia con el movimiento internacional de la arquitectura moderna, definiendo un proceso que no es unívoco. Las soluciones particulares de la conjunción de fuerzas contrapuestas marcan el periodo, desembocan en los años sesenta (por ello la referencia a 1962) en la disolución de la energía creativa del proyecto de la revolución y en el intenso despliegue funcionalista7 del moderno estilo internacional.

Así, la experiencia del proyecto de la revolución influye como ninguna en el siglo XX, por lo que su análisis es fundamental en la aclaración de las características de la ciudad y la arquitectura desplegados en virtud de dicho proyecto, así como para plantear el proyecto de la arquitectura y el urbanismo del futuro.

 

Lo mexicano

A pesar del eclecticismo arquitectónico reinante en el panorama nacional porfirista (disposición formal empleada ante todo en los excesos ornamentales de las fachadas), Katzman (1963:78 y ss.) ubica la incipiente inclinación por obtener una "arquitectura moderna" y "mexicana".

Para Vargas (1994:60), los arquitectos del viejo régimen eran conscientes de la necesidad del cambio en la práctica entonces ejercida, pero carecían de las condiciones objetivas para realizarlo, condiciones sólo provistas por la revolución. La arquitectura predominante divagaba en búsquedas formalistas elusivas del compromiso con la historia, adscritas a los más diversos retornos al neoclásico, neomorisco, neogótico, neoegipcio y una larga lista de "neos" exóticos sustentados en los cánones academicistas delineados en la academia parisina (difundidos en los cuatro tomos de Guadet, Éléments et théorie de l'architecture, de 1901-1905, libros de cabecera de los arquitectos mexicanos más influyentes en los años veinte), la autoridad del "buen hacer" y el "buen gusto" del oficio. El acercamiento de las minorías ilustradas a París, capital de la civilización occidental en el siglo XIX y principios del XX, desemboca en consecuencia en el afrancesamiento cultural, "en rigor un trámite civilizatorio que atraviesa por las etapas inevitables: asombro, intimidación, admiración, afán imitativo, asimilación, recreación imaginativa, frustraciones variadas, creaciones singulares" (Monsiváis, 2000:127).

Los arquitectos críticos del antiguo régimen se proponían crear la nueva arquitectura, entre ellos Jesús Acevedo (Vargas, 1989:203), quien, agrupado en el Ateneo de la Juventud con otros jóvenes universitarios, a finales del porfirismo cuestionó las fuentes ideológicas europeizantes del antiguo régimen, indagó la esencia cultural mexicana en el pasado colonial y prehispánico en una actitud arqueológica que rindió frutos en las excavaciones de Teotihuacán, efectuadas aún durante la lucha armada.8

Los ateneístas Antonio Caso, José Vasconcelos y Pedro Henríquez Ureña continúan la búsqueda de lo mexicano en el nuevo régimen, el rescate de lo primigenio en dos fuentes igualmente legítimas: la tradición barroca del México mestizo, la experiencia cultural más prolífica y grandilocuente de la Colonia, así como lo más sublime del mundo indígena, vetas inagotables (e indiscutiblemente nacionales), a reciclar en el proyecto civilizatorio en formación.

[...] lo autóctono, en México, es una realidad; y lo autóctono no es solamente la raza indígena, con su formidable dominio sobre todas las actividades del país, la raza de Morelos y de Juárez, de Altamirano y de Ignacio Ramírez: autóctono es eso, pero lo es también el carácter peculiar que toda cosa española asume en México desde los comienzos de la era colonial, así la arquitectura barroca en manos de los artistas de Taxco o Tepozotlán [...] (Henríquez, en Zea, 1979:64-184, 166).

"Descubren" lo mexicano en el uso artesanal de ciertos colores y hasta métodos y temas de enseñanza del dibujo. No era entonces de extrañar la promoción nacionalista de José Vasconcelos,9 que, en el ánimo de formular una estética opuesta a la copia acrítica de las metrópolis europeas, impulsa el muralismo y la arquitectura neocolonial como el "estilo" del régimen.10 De acuerdo con Dessau (1996:88 y 89), se opta por revalorizar la cultura criolla, la espiritualidad española reverdecida en América y aún palpitante en la provincia mexicana, como la apropiada para cimentar el carácter nacional. Aunque el arquitecto ateneísta Federico Mariscal reconoce en ello las vigorosas raíces del mestizaje:

La arquitectura mexicana tiene que ser la que surgió y se desarrolló durante tres siglos en los que se constituyó el mexicano que después se ha desarrollado en vida independiente. Esa arquitectura es la que debe sufrir todas las transformaciones necesarias para revelar en los edificios actuales las modificaciones que haya sufrido de entonces acá la vida del mexicano. Desgraciadamente se detuvo esa evolución y por influencias exóticas [...] se ha ido perdiendo la Arquitectura Nacional [...] Aún es tiempo de hacer renacer nuestro propio arte arquitectónico "(Mariscal, idea rescatada de sus conferencias de 1913-1914, cit. en Katzman, 1963:80).

Efectivamente, el auge muralista y arquitectónico motivado por la revolución hace pensar en un verdadero "Renacimiento Mexicano". En 1922-1923, la confluencia de varios arquitectos autores de obras neocoloniales define el arranque de la propuesta nacionalista11 con la "primera generación" de arquitectos de la Revolución Mexicana (Federico Mariscal y Carlos Obregón Santacilia, entre ellos), al tiempo que se inicia el muralismo con la invitación de José Vasconcelos a Diego Rivera para pintar los muro s del anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria, según refiere la crítica de arte Raquel Tibol (1981:267).

En realidad, la primera reacción de los arquitectos corresponde a la continuidad de los tiempos, a la repetición de los "neos": por un lado el neoindígena y por otro el neocolonial, esto es, la actitud contestataria opone a la copia europea historicista y academicista el retorno a tradiciones mexicanas, hacia un nacionalismo legitimado por el renacimiento del pasado, cuyo anacronismo restregó un furibundo Diego Rivera.

Después de la nauseabunda imitación porfiriana, acrecentada por ilustres y viejos barrigones, pompiers franceses, por fabricantes de pastas y bombones y dibujantuelos francmasones, tejedores de olanes de enagua en mármol, italianos y secuela de nacionales falsificadores de los "Luises" XIV, XV y XVI, ahora el arquitecto mexicano —no el arquitecto, que existe también— elogia su instalación de excusados o el color nauseabundo de cajeta de leche rancia y desteñida con que envilece un muro o un patio "misión" de decoración de cine, que él da por "colonial" diciendo: "Así se hace en los Estados Unidos" [...] (Rivera, "Sobre arquitectura", El Universal, 28 de abril de 1924, cit. en López, 1986:15).

A estas críticas se agregan en los años treinta las emitidas por un grupo de arquitectos radicales funcionalistas integrado por Juan O'Gorman, Juan Legarreta y Álvaro Aburto, impulsores de la arquitectura técnica como la apropiada para el pueblo, con valores universales.

Copiar como disciplina pedagógica los monumentos de la antigüedad, sean éstos aztecas, mayas, coloniales o más recientes, corresponde a imprimir y grabar en la mente de la juventud la forma que fue producto de otras necesidades y de otros métodos constructivos y que está tanto más lejos de nuestra vida y de nuestros medios cuanto mayores son los progresos materiales de la humanidad [...] Esto también corresponde a volverse servil a una tradición y a la arqueología, que por el hecho de ser antigua no pudo equivocarse nunca y es buena a priori (O'Gorman, fragmento de una conferencia dictada en 1933, cit. en Katzman, 1963:153).

Las concepciones enfáticas de la función, extraídas del movimiento moderno fundamentan la arquitectura ajustada a los requerimientos del Estado de la revolución, enfilado a metas de industrialización al tiempo que subraya la atención de las condiciones de vida del pueblo en el discurso populista.

El vigor de esta tendencia desemboca en la formación de la Escuela Superior de Construcción (1932-1933), luego Escuela Superior de Ingeniería y Arquitectura del Instituto Politécnico Nacional, opción popular al supuesto elitismo educativo de la Universidad Nacional. Así, mientras en ésta la carrera de Arquitectura sigue marcada por los cánones de la academia decimonónica —según argumentan los "técnicos"— , "la Arquitectura Técnica constituye la primera corriente funcionalista que intenta expresarse de manera total, por así decirlo: en el campo de la teoría, en el de la 'práctica' y en el de una enseñanza sistematizada en todos sus niveles, coherentes con sus principios" (López, 1984:30).

La arquitectura moderna se despliega en México desde oficinas técnicas de gobierno con el propósito de satisfacer las necesidades populares básicas de educación, salud, y vivienda, pues en esta línea se conjugaban la economía y la producción en serie para lograr en corto tiempo gran cantidad de espacios higiénicos, ventilados e iluminados, ajustados al diseño modular, simplificado y basado en prototipos.

Así lo conciben los arquitectos Juan O'Gorman, desde la Jefatura del Departamento de Edificios de la Secretaría de Educación Pública (1932-1935); lo mismo hace, desde el Departamento de Salubridad Pública, José Villagrán García hasta 1935, mientras en 1932 el encargado de la sección de Proyectos del Departamento de Edificios de la Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas es Juan Legarreta.

El tradicionalismo, aunque tendiente a bajar en cantidad de intervenciones, se mantiene como práctica generalizada, tiene excelentes expresiones desde la década de 1910 en las obras de los arquitectos Samuel Chávez, Carlos Obregón Santacilia, Augusto Petricioli, Federico Mariscal, Fernando Beltrán y Puga, o Alberto Arai. Y germina una tercera línea o estilo, que López identifica como "una estética de tendencia social, popular y regional".12 Katzman (1963:99 y ss.) considera que esta práctica es de transición (haciendo puente entre el tradicionalismo y el modernismo), ubicada en las medianías de la década del veinte, característica por la simplicidad constructiva y la ausencia de ornamentos, prolífica en un periodo en el que maduran y abundan los programas arquitectónicos de la gasolinera, el teatro al aire libre, la sala de cine, el centro social y deportivo, o los pasajes cubiertos.

Es la línea de creación adoptada por el camino más difícil, pero fértil y prometedor, el de la fusión de modernidad y tradición, el que conjuga los principios del racionalismo occidental y las sensaciones del país tropical. Es el funcionalismo apropiado —la recreación de las tradiciones en las aportaciones modernistas— en particular asumido por un grupo de arquitectos jaliscienses arraigados en la historia regional y preparados en el andamiaje del rigor moderno, entre ellos Ignacio Díaz Morales y Luis Barragán (1902-1988), cuya influencia ha enraizado y evolucionado en las siguientes generaciones para afirmar el horizonte de lo mexicano.

Sin embargo, sobreviene la prolongada y casi absoluta adopción del modernismo funcionalista acorde con los cánones internacionales, encabezada en la academia de la Universidad por José Villagrán García (1901-1982), desde 1924. El mérito del maestro de la arquitectura mexicana moderna por excelencia es la aclaración teórica del camino a seguir de acuerdo con la racionalidad de la arquitectura moderna, hace de lado, de una vez por todas, los resabios eclécticos del tradicionalismo y asume la cara definitiva del nacionalismo postcardenista (luego de 1940). Villagrán parte de un programa de trabajo de largo aliento cifrado en 1931, donde plantea la necesidad de conocer la realidad del país y sus regiones, de actuar sobre el registro real de las exigencias y aspirar sólo entonces a la realización de la arquitectura nacional. Propone la multidisciplina de la "investigación social" en el ánimo de iniciar la "conquista cultural" de la nación.13

Congruente, en un artículo de visión retrospectiva editado en 1977, Villagrán propone de nuevo investigar para conocer los problemas arquitectónicos nacionales en sus variantes, paso previo y necesario a la actuación sobre los mismos. Advierte sobre frivolidades y eclecticismos ornamentales el imperativo moral del funcionalismo social ("¡fuera la deshonestidad arquitectónica!") acorde con el liberalismo social del régimen. Es a la vez el marco que hace factible la aplicación apropiada de su difundida doctrina de los valores axiológicos para actuar en la vida multiforme.

Esta doctrina representa que esta forma tiene, como todo objeto de nuestro conocimiento, un valor y que este valor se integra por una serie de otros valores primarios que son autonómicos entre sí pero jerárquicamente concéntricos. Significa esta integración axiológica que lo arquitectónico debe valer en primer término y jerarquizadamente como cosa útil en el estrato más bajo, pero ineludible. Con simultaneidad debe valer factológicamente como cosa hecha con lógica fáctica, la que informa a todo hacer humano y a todo cuanto de creado existe en el universo. Con igual concentricidad debe valer como obra de arte estética y finalmente todas las anteriores valoraciones quedarán envueltas por una cuarta que las supone sin confundirse con ellas, que constituye la valoración social. (Cursivas de EMS, para recalcar la tabla de valores). (Villagrán, 1977:68, en varios autores, 1986).

Continuidades y rupturas

En el porfirismo, pues, la arquitectura siguió la prédica del orden, de la parte sometida al todo, en actitud imitativa, segregacionista (se agrupó por similitudes sociales), acartonada y solemne, siguió cánones rígidos y anacrónicos ya entonces desechados por las vanguardias europeas. "París e Italia, en sus aspectos finiseculares y decadentes, fijaban las normas de la alta burguesía que había perdido toda tradición nacional. La corte de Porfirio Díaz se retrata, con sus gustos y aspiraciones, en la patética arquitectura de repostería europea del Palacio de las Bellas Artes (Cardoza y Aragón, 1974:149)."

Los ornamentos, copiados de manuales, eran reliquias de un lenguaje momificado, sin mayor valor simbólico vivo que la posesión de un bagaje remoto e inaccesible para las masas urbanas. La arquitectura se presentaba homogénea, acotada en ciertos sectores, segregada, indicando secuencias monótonas que llegaban al clímax en el punto nodal del edificio religioso. La ciudad se presentaba en una narrativa plana y monorrítmica, de continuidad basada en la homogeneidad formal de las fachadas en correspondencia con el modelo a imitar.

En cambio, en el contexto urbano la arquitectura del nacionalismo revolucionario se presenta fragmentada (no hay similitud formal de los edificios por el hecho de la contigüidad), historicista (identificada con el episodio revolucionario, reedita los códigos del barroco), acumulativa (la secuencia en el espacio urbano agrega símbolos para obtener la unidad) y populista (las áreas habitadas por los distintos grupos sociales se "integran" a partir de los elementos primarios, a la vez que se diferencian y separan en los nuevos montajes sociales constituidos por los fraccionamientos residenciales y de vivienda popular).

El orden se establece a partir de franjas urbanas sometidas a los espacios generadores, a su vez agrupadas en unidades mayores; la continuidad obedece a la simultaneidad de las obras contemporáneas. La organización de la ciudad se percibe en secuencias con analogías de la narrativa de carácter descriptivo a pesar de los frecuentes entornos inspirados en la modernidad abstracta, cuyo clímax son edificios civiles reforzados por el gigantismo monumental y por el lenguaje descriptivo sinóptico de los murales, otorgando mayor fuerza a la función que da origen al lugar.

Así, el edificio civil sustituiría al edificio religioso en la mayor utopía del proyecto de ciudad: la ruta nacionalista trazada en bulevares ilustrados de contenidos regionales sustituiría a la vía cristiana de valores universales supuestos durante el siglo XIX y el porfirismo en el tendido de alamedas y paseos.

En síntesis, la arquitectura de la revolución se distingue por ser: 1) emblemática por su uso, ya que mantiene como función prioritaria el propósito reiterativo de ser soporte simbólico ejemplar, jerarquiza la forma sobre la función; 2) ecléctica por su lenguaje, pues al estilo de base agrega la decoración de los significados específicos, y son cambiantes tanto estilo como decoraciones conforme a toda opción imaginable en el abanico establecido entre el neocolonial y el funcionalismo moderno; 3) retórica por la actitud, al asumir la misión de transmitir los mensajes del discurso de la revolución; 4) heterogénea, porque a diferencia de la homogeneidad del fachadismo porfirista, ésta despliega los rasgos individuales y varía de acuerdo con el menú estilístico disponible; 5) monumental, en tanto se erige en hito fundador cargado de historia, sobre todo de la versión oficial de la historia de la revolución y 6) heroica, al presentarse en la solemnidad que la reviste del uso particular, al observar el compromiso histórico con el origen dador de sentido, la revolución social, y al autorreconocerse pedestal destinado a edificios extraordinarios, pues cada nueva experiencia es revestida de unicidad protagónica, de escala en el camino interminable de la revolución en marcha, como dicen los voceros del régimen.

Si se observan estos rasgos en el conjunto de la obra del periodo, se detectan importantes variaciones debidas al carácter contradictorio del ejercicio profesional, entre los miembros del gremio y en las etapas de las trayectorias individuales, lo mismo hacedores de rebuscados exotismos coloniales o indígenas que de limpias presentaciones prismáticas modernas. Es el marco complejo en que sobresalen no pocos ejemplos brillantes y gran cantidad de ejecuciones menores agrupables en la mayor aportación de los arquitectos modernos de la región, la tipología arquitectónica del cooler (símil de la caja enfriadora de aire).

Lo cierto es que la arquitectura porfirista del noroeste de México respondió también al europeísmo constructivo y urbanístico predominante en el país. Luego del movimiento armado, sigue prevaleciendo el mismo enfoque, desplazado paulatinamente en las décadas siguientes, primero por el neocolonial y colonial californiano, así como eventuales incursiones en el art decó. Después, sobre todo desde los años cuarenta, se inicia con fuerza el impulso de la arquitectura moderna, aún acompañada de resabios del californiano. Pero diferencias estilísticas aparte, la obra pública del periodo mantiene el carácter fundacional y justicialista alimentado por la épica revolucionaria, progresivamente impostada, aunque siempre identificada con los nuevos símbolos, que otorga de antemano el valor de monumento a cada edificio.

Los constructores de la región noroeste no se dan por aludidos de las transformaciones a incorporar en el oficio tras los cambios sociales, cambios más bien realizados por políticas locales y federales. Incluso las primeras obras de influencia californiana no se explican sólo por el estímulo de la política cultural vasconcelista, orientada a retomar las manifestaciones de la arquitectura colonial como expresiones del auténtico nacionalismo, también por la permeabilidad fronteriza a las influencias del estilo "hispánico" o "misional" difundido desde California (también barroco, pero en la versión austera de las misiones erigidas en las Provincias Internas, es decir, una elección estilística eminentemente religiosa en el contexto de un estado laico). Finalmente, son también una adopción extranjerista y un "neo" similares a las realizadas durante el antiguo régimen, apropiada en la América árida por la sobriedad de las ventanas pequeñas, los muros masivos, los grandes volúmenes, el empleo de materiales locales y aun recursos de diseño como las galerías. Pero pronto en las residencias señoriales de los nuevos ricos de la revolución se evidencia el ánimo instrumental o meramente emblemático de la elección estética, pues se sobreponen las más ostentosas representaciones barrocas de la abundancia a la austeridad de la herencia franciscana inspirada en la renuncia y el sacrificio.

 

El noroeste

En el noroeste mexicano, se distinguen dos presentaciones del mismo fenómeno. La primera se realiza desde 1915 hasta finales de los cuarenta, con la arquitectura en primer plano, cargada de signos figurativos entendibles por cualquiera. La segunda se empalma con la anterior en los cuarenta y se extiende a los primeros años sesenta, con arquitectura funcionalista realizada en un lenguaje accesible a iniciados (interesada en trasmitir sensaciones, antes que mensajes), erigida para servir de fondo a un primer plano ocupado por las esculturas celebratorias de los personajes regionales, éstas sí populistas, pues reproducen en el espacio urbano las narraciones de los libros de texto oficiales.

Para el impulso de las obras fundadoras integradas a la corriente nacional, es decisiva la participación de los jóvenes arquitectos formados en la ciudad de México, quienes llegan imbuidos del compromiso con la dimensión social de la arquitectura. Vienen también comprometidos con una disciplina encauzada en el movimiento moderno, que les brinda oportunamente el bagaje conceptual necesario para manejar con solvencia la tecnología del concreto armado en construcciones seriadas que requieren soluciones austeras, enfáticamente funcionales. Los principios del movimiento moderno son también heroicos: "humanismo, proyecto social, voluntad de renovación formal, construcción utilitaria "(Montaner, 1999:16), valores de franca coincidencia con el impulso del cambio social del país; ambos pretenden dar form a en el espacio a la nueva sociedad.

Es decir, el perfil del arquitecto modernista es el adecuado a la masiva demanda utilitaria del momento, pero al precio de sacrificar los postulados adversos a toda decoración ajena al estricto funcionamiento de las construcciones, que igual negaban todo anclaje en las tradiciones arquitectónicas. Es entonces contradictorio hacer obras de concepción y ejecución modernas al mismo tiempo revestidas con materiales, detalles constructivos, murales y formas historicistas, finalmente decorativas, obedeciendo a motivaciones profundamente retóricas, con objetivos didácticos y de agitación, ajenas a los fines meramente funcionales de la arquitectura.

Algunos sacrifican el trabajo de la creatividad individualista y se alinean en la ardua labor formativa, didáctica, sembradora, convertidos en verdaderos apóstoles contagiados por las denominadas "misiones" culturales dirigidas a predicar el alfabeto en los puntos más aislados de la región. Aunque la mayoría de ellos contiene la tensión entre el compromiso con un oficio adquirido en las aulas mediante el entrenamiento funcionalista del Instituto Politécnico o la Universidad Nacional y el compromiso con el cliente privado inclinado por las tradiciones (o con el cliente estatal que, requerido de materializaciones simbólicas, agrega en cualquier caso otro ingrediente a la práctica ecléctica de la arquitectura).

O sea, prismas modernos revestidos de datos históricos. Pero el ímpetu social del periodo cristaliza muchas experiencias que forman parte del patrimonio histórico y cultural del país, con definiciones importantes para las realizaciones en el resto del siglo veinte. La "segunda generación" de arquitectos de la revolución (José Villagrán, Juan O'Gorman y muchos otros) establece las bases teóricas de la ruta a seguir, así como gran cantidad de ejemplos ilustrativos para la solución de las demandas básicas de salud, educación y vivienda durante los años veinte y treinta. La "tercera generación" (Mario Pani, Luis Barragán y tantos otros) madura sobre el camino andado; la arquitectura del país, en acelerado proceso de industrialización y urbanización, continúa la labor anterior y se explaya en los grandes complejos habitacionales, industriales y de servicios. Líderes y epígonos jóvenes —muy jóvenes— de esta segunda camada, serán los de mayor presencia en la construcción del nuevo paisaje urbano del noroeste.

Sólo en ocasiones el ejercicio privado da mayor libertad a la recreación del purismo formal y aun, paradójicamente, al manejo de elementos extraarquitectónicos, pues el gusto por el colonial californiano permea todo el periodo. De ahí que se afirme la autonomía de la práctica liberal de los arquitectos, acompañados de pintores y escultores en busca de espacios para sus propuestas. Aun en la obra pública, ésta se mantiene en ocasiones arrinconada, pues el propósito modernista de la disciplina resulta a la larga afín al objetivo del progreso sostenido en el estado.

Así que el celo por la independencia creativa ha de verse no sólo como actitud lógica de cuadros profesionales imbuidos del esquema liberal de la profesión en un momento de aceleración del desarrollo capitalista del país, sino también, y en especial, debido a la formación académica aún romántica de profesionales comprometidos con la creación individual (el creador que no se sujeta a las exigencias del cliente y se rebela ante la tiranía de las condiciones impuestas o sugeridas del entorno y la disciplina), con ingredientes modernistas sazonados por la épica propia de los profundos cambios sociales.

 

La reconstrucción (1915-1919)

El periodo de la reconstrucción se inicia con los primeros gobiernos revolucionarios de las entidades, hacia 1915, y se despliega en los años inmediatos posteriores a 1917, el año de la nueva Constitución Política, en la que se plasmaron los caros sueños de justicia social.

El entorno subsistente es readecuado tras la lucha armada y plantea la tarea ineludible de la reconstrucción después del acuerdo plasmado en la Carta Magna. La recuperación material se orienta de acuerdo con el nuevo régimen y sus nuevas prioridades, por lo que se empalma con la reorganización social del territorio. Son aspectos que cubren los dos primeros momentos del periodo, yendo del arranque a la consolidación, de la arquitectura anclada en el neoclásico ecléctico del porfiriato a las propuestas de la austeridad alternativa; también se pasa de los modestos planos urbanos de nuevos núcleos rurales de población a la incipiente resignificación de las capitales heredadas del antiguo régimen.

En el breve lapso de la reconstrucción, las principales intervenciones responden tanto al restablecimiento de las redes de infraestructura como a materializar proyectos benefactores de los huérfanos de la revolución, en especial a través de instituciones y programas educativos. 1915 es un año parteaguas, fecha de definiciones, en el que surge con nitidez la idea del México nuevo a construir sobre las ruinas del caos prevaleciente; para Monsiváis (1988:1407), es un año clave en la producción cultural, en acontecimientos que encauzan el derrotero de la lucha, la economía, el "reflujo de las masas". Los años que siguen a 1915 son también de transición, de traslape de procesos, de entronque del nuevo régimen en proyectos arquitectónicos nacionales (se termina el Palacio de Bellas Artes y, sintomáticamente, se reorientan las obras interrumpidas del Palacio Legislativo para realizar el Monumento a la Revolución).

El nuevo régimen dedica los primeros años posteriores a la gesta armada a reconocer y reparar los daños registrados en la edilicia, la ciudad y el entorno; impulsa arquitectura con soluciones formales de alto contenido ecléctico, profundamente subvertidas por su uso, destinado a las masas populares. Y enseguida es necesario voltear a ver el amplio panorama del territorio a reorganizar de acuerdo con los nuevos fundamentos.

 

El nacionalismo en los regionalismos (1920-1940)

Este periodo empieza a dilucidarse en 1919, con el Plan de Agua Prieta y la definición del rumbo de la revolución. Termina en 1940, con el cardenismo y las más importantes conquistas sociales, manifiestas en las prioridades constructivas de educación, producción y vivienda.

En este lapso, no sólo es reubicada la población de la sierra en los valles y la frontera, regiones receptoras de migrantes provenientes de zonas tradicionales y repatriados, además crecen las principales aglomeraciones de población que también se dispersa en multitud de pequeños poblados rurales en áreas de agricultura tecnificada para cultivos de exportación, fenómeno reforzado con la política de colonización. La urbanización acelerada de los años cuarenta deriva del auge agrícola y ganadero, actividades favorecidas por las obras de infraestructura de redes tecnológicas, y los créditos a los agricultores para la ampliación de los mercados.

Las transformaciones del territorio se deben al reacomodo de la población, pero principalmente a las formas distintas en que ésta se apropia la tierra, tanto por la tenencia diversificada como por la innovación productiva que acompaña a la formación de los distritos de riego. El acotamiento y percepción del horizonte en las amplias planicies responde a la geometría racional, configura nuevos rasgos en la geografía rural precedente, homogeneizada en la continuidad morfológica de los núcleos urbanos, espacios privilegiados de la nueva arquitectura.

Pero la introducción de la racionalidad geométrica no se limita a la subdivisión de los distritos de riego y las franjas urbanas en función de las coordenadas, de trazo del microcosmos acorde al mapamundi, es ante todo la introducción del pensamiento racional que somete la naturaleza a la confianza en la instrumentación productiva (los predios rurales y, en consecuencia, los pozos de extracción de agua se distribuyen de acuerdo con la cuadriculación abstracta del territorio, no al mapa del agua, esto es, los caprichos naturales de las corrientes subterráneas en los casos de los distritos no ribereños, en el resto hay congruencia con los canales provenientes de ríos y presas). Del mismo modo que el campo norteamericano, la estandarización geométrica en el agro del noroeste obedece a la racionalidad relativa del mercado internacional, demandante de la homogeneización de la calidad en los productos y los ciclos de respuesta al consumo.

Las inmensas planicies agrícolas y urbanas son el libro en blanco del urbanismo y la arquitectura funcionalistas, donde la actividad económica, la organización del territorio y la edilicia se funden en el pensamiento pragmático. Para el desarrollo de la agricultura capitalista del noroeste es entonces "natural" la implantación del urbanismo funcionalista moderno, del zoning que organiza la ciudad por zonas, segmentos de suelo urbano especializado, y coloca éstas según la sola determinación económica y utilitaria. En las zonas así concebidas, los pozos, predios, canales, calles y carreteras se identifican con claves numéricas, y la cuadrícula manzanar (y con ella la trama vial) se refiere a submúltiplos de la milla cuadrada, según la tradición norteamericana. Por tanto, la arquitectura de las agroindustrias no sólo contrasta con el paisaje orgánico, también las formas elementales de los cuerpos piramidales y los silos alargados sobre el suelo se identifican con la morfología de la planicie del horizonte y el perfil geométrico de las montañas.

Luego, la arquitectura erigida en el tejido urbano de las nuevas ciudades reproduce la predominancia horizontal y las líneas simples, muestra analogías en el diseño de los diferentes ámbitos del espacio, y se remonta a la utopía de la ciudad ideal armónica, homogénea, autosuficiente y aislada cual islote en el verde mar agrícola (visible en especial en Delicias, Ciudad Obregón, Mexicali, San Luis Río Colorado y Los Mochis). En consonancia con la experiencia internacional, en estos casos "la arquitectura está interpretada como contenedor de actividades, como sumatoria de instalaciones, como máquina que absorbe la energía del entorno, como problema de medidas, como definición de estándares "(Montaner, 1999:72); esto es, el espacio habitable es concebido como máquina para producir. Sin embargo, el paisaje urbano está contrapunteado por excelentes ejemplos californianos y casos de funcionalismo wrightiano que exhiben paramentos curvos y fachaletas de ladrillo o piedras regionales a la vista, aportados por la arquitectura emergente en las décadas siguientes, con magníficas residencias en los fraccionamientos emergentes de las ciudades de Chihuahua, Ciudad Juárez, Hermosillo, Ciudad Obregón, Los Mochis o Culiacán.

El estado mexicano formula el nacionalismo como discurso fundador identificado con el pueblo y las tradiciones, finca la fe en la educación y sus instituciones para formar fuerza laboral calificada necesaria para el desarrollo económico que estructura las regiones y consolida las ciudades. La difusión de la educación científica, aconsejada por los positivistas del porfirismo y luego por la versión revolucionaria, como el medio idóneo para acceder al progreso del futuro social y acompaña a las intervenciones compulsivas del Estado (Córdova, 1988:53 y ss.). José Vasconcelos impulsa desde 1921 el nacionalismo cultural identificado con el proyecto de nación, estrechamente vinculado con los trabajadores de la cultura: maestros, pintores, escultores, músicos y arquitectos.

El discurso nacionalista otorga a las regiones, a la provincia, el papel de fuentes de inspiración, pues retienen la frescura de las manifestaciones populares arraigadas en la Colonia. Por tanto se promueve su integración interna al tiempo que el enlace con el centro federal y los mercados norteamericanos. Los arquitectos involucrados en los programas de obras son decisivos en la producción simbólica; retoman para ello la continuidad histórica interrumpida por el porfirismo. En la segunda mitad de la década de los treinta, se consuma el proceso con el gobierno nacionalista y popular de Lázaro Cárdenas.

La resistencia del clasicismo se observa en las grandes obras requeridas, concebidas y a veces parcialmente ejecutadas en el antiguo régimen, pero finalmente materializadas durante los primeros gobiernos emanados de la revolución; son excelentes ejemplos para mostrar procesos locales sin solución de continuidad. La concepción del diseño en ellas empleada evidencia el origen histórico, el arraigo y prestigio de las imágenes del afrancesamiento clasicista, así como la inercia de las prácticas arquitectónicas. La persistencia de los eclécticos lenguajes expresivos en la obra pública advierte tanto la inercia ideológica respecto a la cultura material como el simulacro de la "toma de palacio", el acceso popular a espacios simbólicos. Y, ¿por qué no decirlo? En ese momento aún no existe un proyecto cultural alternativo, a pesar de la indudable claridad ideológica sobre los sujetos sociales emergentes y triunfantes.

Según sería de esperarse, la reestructuración del territorio y del nuevo patrón de asentamiento del noroeste es acompañado con la nueva arquitectura, sobre todo en los géneros de la agroindustria y la educación, así como innovados tipos de vivienda. El primero, por ser constitutivo de la orientación productiva de la región, el segundo y tercero, por ser prioritarios en el discurso en torno a la revolución y sus variantes.

En el contexto norteño se alzan imponentes las arquitecturas agroindustriales, en particular la tipología de las plantas despepitadoras de algodón proveniente de los Estados Unidos, donde los antecedentes tipológicos cubren un amplio abanico de graneros ubicados lo mismo en Illinois que en Texas, o en Pennsylvania (Rifkind, 1980:153 y ss.; Ramírez et al., 1997:195). Se introducen en México como parte de la tecnología, infraestructura y capitales necesarios para producir y procesar las grandes cantidades de algodón que el mercado mundial demanda, impactando las relaciones sociales de los agricultores.

Sucede entonces que la producción algodonera y de granos difunde el género arquitectónico de los silos y plantas procesadoras, y con ello la lámina metálica y la estructura portante de grandes claros extendida a otros géneros requeridos de soluciones técnicas prácticas (rápidas, duraderas, económicas y limpias).

La creación de instituciones del nuevo orden social guía las intervenciones de Estado, el principal responsable de la misión de establecerlas, dotado para lograrlo de los poderes necesarios, aun por encima de una sociedad concebida —con símiles porfiristas—, incapaz de hacerlo por iniciativa propia.14 De ahí que los gobiernos del periodo levanten de inmediato gran cantidad de escuelas en el medio rural.

El contexto ideológico ennoblece el empleo de materiales y procedimientos constructivos modernos para la producción masiva y seriada de escuelas. No es entonces extraño que las tipologías de las escuelas de educación primaria construidas en los años cuarenta extiendan un rasgo de homogenización arquitectónica en los abundantes pueblos y escasas ciudades del territorio.

Es decir, los edificios escolares del noroeste tienen una peculiar carga ideológica depositada por el proyecto del régimen, destinada no sólo a la reproducción del discurso institucional a través del proceso de enseñanza y aprendizaje en el aula. También a la reunión comunitaria o gremial, a la manifestación cívica e incluso al revestimiento legitimador del protocolo de los poderes locales, mediante el espacio simbólico transmisor de los valores sociales que identifican los actos locales con el espíritu nacional. Por su emplazamiento, fortalece la centralidad respecto al entorno y se constituye en elemento primario generador de forma urbana en el tejido físico-espacial.

Mientras tanto, el género de la vivienda no es sometido al replanteamiento simbólico que sufren las escuelas y otras arquitecturas primarias representadas por los más diversos equipamientos de la ciudad, constituidas en experiencias emblemáticas. Sin embargo, su mayor presencia le confiere el papel de vehículo común de difusión y apropiación social del mensaje nacionalista, más apegado a la vida cotidiana, sobre todo en la experiencia de las colonias residenciales, así como del sentido social de las participaciones del Estado benefactor en los conjuntos de vivienda popular.

Los lugares comunes del lenguaje arquitectónico neocolonial retomado en el nicho, la columna salomónica, el arco de medio punto, la madera tallada o la angelical fuente de cantera, plasman en menudencias ambientales los híbridos culturales revestidos de religiosidad, transferencia institucional, fundamentalismo nacionalista, o la terrena pompa y circunstancia. Es el procedimiento ubicuo para humanizar la expresividad material que de otro modo quedaría reducida en las obras públicas monumentales a la omnipresencia del mensaje ostentoso.

Ahora bien, las colonias residenciales de los años cuarenta y cincuenta lucen los mejores ejemplos de la arquitectura del movimiento moderno, incorporan sistemáticamente los materiales básicos del ladrillo o tabique, concreto armado y amplios ventanales de estructura metálica y vidrio; esto se concilia con los materiales regionales recurrentes como la piedra, la cantera, la madera y distintos tipos de ladrillo. El lenguaje de la arquitectura insiste en los lugares comunes de la planta libre, grandes claros acompañados de transparencia, pilares esbeltos aislados, predominio de la horizontalidad, ausencia general de ornamentos acompañada del lucimiento de los materiales y el manejo modular. Es frecuente la presencia de recursos ambientales como las jardineras, espejos de agua, árboles incorporados a la solución constructiva, jardines interiores, faldones, celosías y parasoles; no son raros los elementos distintivos como las ventanas de ojo de buey acompañadas de barandales o pasamanos tubulares de alusión naviera.

 

La unidad nacional en la simbolización regional (1940-1962)

Este periodo se desenvuelve sobre la base de los logros obtenidos y termina hacia 1962, con el Programa Nacional Fronterizo (PRONAF), el cual enuncia una actitud y relaciones económicas hacia Estados Unidos distintas a las sostenidas en las décadas anteriores.

En este lapso, adquieren sentido las iniciativas particulares donde confluyen los procesos de reorganización del agro, la difusión tecnológica productiva, así como los apoyos escolares y de la salud; esto implica ocuparse nuevamente del periodo completo, pero profundizando en el tercero, pues a partir de los años cuarenta cristalizan las obras públicas más ambiciosas. Pero es sobre todo en Hermosillo, Culiacán, Mexicali y Chihuahua, las principales ciudades sedes del poder donde se ensamblaron las múltiples intervenciones, para ofrecer la materialidad simbólica del progreso logrado sobre la realidad precedente. En ellas se pretende mostrar el éxito de la revolución mediante la transferencia del valor central del progreso en modernidad urbana.

La declinación de las obras inspiradas por la revolución se da en un lapso más o menos prolongado a caballo del año de 1960, en el que por lo menos confluyen dos amplios procesos: 1) el predominio de la arquitectura internacionalista, ligado tanto al incremento de la inexpresividad o renuncia a los reclamos del lugar (luego entonces, alejamiento del nacionalismo y el regionalismo), al incremento de la infraestructura tecnológica que paulatinamente se extendió a la mayoría de las obras, aun la arquitectura vernácula, estandarizando materiales, procedimientos y fases de la construcción (por tanto, abrumador abandono de tradiciones de la edilicia), como a la expansión del mercado en la industria de la construcción, que prioriza el valor mercantil de las obras sobre la calidad que le identifica con los usuarios específicos (en particular afecta el sector de la vivienda), y 2) el debilitamiento de los hilos de sujeción ideológica de las edificaciones del régimen, incluso de aquéllas destinadas al uso popular, es decir, alejamiento temporal de la revolución como fuente generadora de la arquitectura destinada al bienestar social, estrechamente relacionado, por supuesto, con el término del estado de bienestar.

El periodo precedente al agotamiento de la inspiración ideológica con acento en el pasaje revolucionario tiene especial incidencia en los núcleos de preponderancia política en la región. Sólo las ciudades capitales, centros consolidados en la prestación de servicios, anteceden a la diversificación de las actividades primarias, pues la mayor parte de los poblados emerge debido al impulso del reparto de tierras, la expansión de la frontera agrícola, la crisis minera y el retorno de los migrantes rechazados por la recesión norteamericana. De ahí que las realizaciones arquitectónicas estén ligadas a los grandes procesos, en particular a la producción simbólica de los espacios identificados con las políticas de cohesión cultural de la sociedad en torno al proyecto surgido de la revolución.

Mientras las políticas dirigidas a renglones particulares como la salud o la educación tienen la virtud de replantear el significado arquitectónico de equipamientos orientados al bienestar popular, las intervenciones en la ciudad se orientan a replantear el urbanismo practicado hasta entonces. Esto se ve en la promoción de vivienda popular y de redes de servicios en la periferia de las manchas urbanas, pero ante todo al enhebrar las intervenciones individuales que inducen a otra lectura, otra vivencia cotidiana del espacio urbano distinguido por la presencia de los poderes regionales. Por si fuera poco, estos se identifican con la personalidad de los herederos directos de los linajes revolucionarios y, más aún, con los triunfantes líderes militares de la gesta armada. De ahí el ímpetu cobrado por las iniciativas tendientes a trascender los muros del palacio de gobierno estatal con el propósito de configurar los escenarios con nuevos significados indicados en nuevos nombres, nuevas fachadas, nuevas instituciones y nuevos monumentos.

Diversos factores contribuyen a explicar el porqué las ciudades capitales observan los rasgos más acabados del urbanismo promovido en las entidades respectivas. Es factible desde el momento en que concentran las experiencias arquitectónicas más interesantes, efecto de la concentración de los equipamientos regionales, así como con la centralización de las funciones colaterales a la parcela del poder retenido y delegado por la federación. Si a ello se agrega el dato de que retienen las mayores cuotas locales de población y la primacía en el interior de los sistemas urbanos estatales correspondientes a lo largo del periodo, no queda duda de la relevancia del fenómeno local y de las soluciones constructivas ingeniadas.

Dicho fenómeno es más notorio desde los años cuarenta, cuando confluye la transferencia de los excedentes agrícolas a la inversión urbana y la formación de una élite empresarial en las ciudades, siempre con un pie en el ámbito político y ahora frente al promisorio horizonte de proyectos productivos y comerciales. El sustrato ideológico que cohesiona oportunamente las intervenciones puntuales es el nacionalismo irradiado desde el epicentro revolucionario.

 

Conclusión

Los tres momentos anotados abarcan el paso de una actitud relativamente hermética, defensiva y de afirmación de la identidad nacionalista a otra más abierta y de integración internacional; de la lucha por las reivindicaciones fundamentales de la tierra, la educación y la salud expresadas en edificaciones solventes pero austeras, se transita a la actitud autocelebratoria del régimen abocado a la tarea de ungir en instituciones y símbolos patrios a los líderes caídos.

La nación se asume en el gran libro de historia integrado por capítulos regionales, donde cada entidad asienta su aportación, deja atrás facciones y rupturas. Del mismo modo que el antiguo régimen sumó los héroes independentistas locales en el Paseo de la Reforma para ostentar la lectura completa del pasado como fuente de legitimidad expresa, ahora las capitales provincianas brindan los escenarios propios en los paseos y bulevares emergentes implantados en las áreas de la expansión urbana.

Durante el periodo de vigencia del proyecto arquitectónico y urbano de la revolución, el territorio del noroeste se reorganiza mediante la continuación de la obra ferroviaria proveniente del porfirismo, así como por la amplia introducción de caminos. La red de pequeños poblados es replanteada en términos de sistema urbano, donde las ciudades capitales se convierten en los nodos de mayor jerarquía y centralidad de los subsistemas estatales. La relación campo-ciudad se moderniza con la expansión de la frontera agrícola, la introducción de nuevos cultivos y tecnologías, la estructuración de las áreas productivas mediante el escaneado del territorio, en los que se aplica la abstracción de la geometría reticular a la homogeneización orográfica. Las ciudades se ajustan a la prestación de servicios, sólo requeridas de insumos tecnológicos e industriales a finales del periodo.

Las primeras obras repiten el eclecticismo porfirista. Enseguida, los lenguajes neocolonial y funcionalista son apropiados sólo con la concentración urbana de la riqueza generada en el campo y tras la superación de la crisis de 1929. El impulso a la educación difunde el simbolismo laico a través de construcciones tipo inspiradas en el racionalismo funcionalista a la vez que en la retórica nacionalista.

Los tipos arquitectónicos modernos pasan rápidamente de la respuesta oportuna de la adecuación según el lugar, el usuario y la tecnología a la resignificación retórica del espacio, solicitada por las urgencias de construir identidades plenas de historia y pujanza progresista. Para dejar atrás dudas y ambigüedades, los gobiernos locales no vacilan en promover el gigantismo arquitectónico banal, repetitivo y pomposo. El desfile historicista de esculturas y edificios monumentales se refuerza con pinturas y relieves didácticos, vitrales aleccionadores y vegetación idílica.

La arquitectura funcional se implanta en sociedades de industrialización incipiente, aún arraigadas en la cultura agraria, donde no se adopta la modernidad como si fuera un lenguaje para moldear materiales preexistentes; es más bien una irrupción oportuna en la efervescencia constructiva y el vacío simbólico que provoca cambios abruptos. El desvanecimiento en el aire de la masividad constructiva y con ella de las convenciones de una cultura solar basada en artilugios defensivos ante el clima extremoso, con frecuencia se traduce en la combinación dialéctica del parteluz y la ventana horizontal, cuyo mejor logro es la tipología del cooler.

Sin duda que la experiencia revolucionaria recarga de significados propios al racionalismo de los cuarenta y cincuenta, exitoso en la arquitectura escolar, hospitalaria, fabril, comercial, bancaria y en general de equipamiento urbano. Las virtudes tecnológicas y expresivas del funcionalismo apropiado se abren paso entre los excesos faraónicos y clientelares, convertidas a la postre en joyas del patrimonio cultural en las ciudades nuevas del noroeste.

La irrupción de la racionalidad arquitectónica da forma a los ideales de la revolución, crea en los pueblos los nuevos templos laicos del conocimiento, de la producción y de la vida. En las capitales adquieren magnitudes catedralicias, o de elefantes blancos incomprensibles y dominantes, o hasta de mausoleo prefigurado para no tan secretos afanes de trascendencia. En ambos casos, la adopción de los nuevos rituales del consumo cultural del espacio construido ha pasado por los efectos de beneficio y la sacralización de los símbolos materiales que revisten la estética del progreso.

 

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Notas

* Este trabajo contó con financiamiento del Fidecomiso para la Cultura México-U.S.A. y de CONACyT.

1 "La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público [...] Con este objeto se dictarán las medidas necesarias para el fraccionamiento de los latifundios; para el desarrollo de la pequeña propiedad; para la creación de los nuevos centros de población agrícola con las tierras y aguas que les sean indispensables; para el fomento de la agricultura y para evitar la destrucción de los elementos naturales y los daños que la propiedad pueda sufrir en perjuicio de la sociedad." (Constitución de 1917, art. 27).

2 "XII. En toda negociación agrícola, industrial, minera o cualquiera otra clase de trabajo, los patronos estarán obligados a proporcionar a los trabajadores habitaciones cómodas e higiénicas [...] deberán establecer escuelas, enfermerías y demás servicios a la comunidad..."

"XIII. Además, en estos mismos centros de trabajo, cuando su población exceda de doscientos habitantes, deberá reservarse un espacio de terreno que no será menor de cinco mil metros cuadrados, para el establecimiento de mercados públicos, instalación de edificios destinados a los servicios municipales y centros recreativos... " (Constitución de 1917, fragmentos de las fracciones XII y XIII).

3 Aquí habrá de retomarse la versión simple y convencional del concepto de símbolo, esto es, "la de 'marca visible' que ocupa el lugar de invisibles estructuras dotadas de sentido" (Lorenzer, 1974:80), con la siguiente característica: "son formaciones que representan 'objetos'; que están en relación con ellos, pero son distinguibles de ellos; que dependen de estos objetos (y viceversa) pero constituyen entidades autónomas." (Lorenzer, 1974:82).

4 Noción tomada de acuerdo con la interpretación de Fourquet y Murard (1978:78), quienes refieren los orígenes de la institución hospitalaria: "el equipamiento colectivo es el territorio no familiar donde se ejerce directamente la soberanía del Estado", en otros términos, "los equipamientos colectivos no son una prolongación de la vivienda, como tampoco de las 'instituciones colectivas' de la educación, de la salud, etc. No son una prolongación de la familia. Los equipamientos colectivos son constituidos históricamente como instrumentos de dominación y de fijación territorial de los flujos liberados por la destrucción de la explotación familiar, artesanal y agrícola" (Fourquet y Murard, 1978:87). De los mismos autores se retoma el rechazo a la restricción funcional del origen de los equipamientos, pues "jamás se podrá explicar un equipamiento colectivo a través de su empleo en un sistema de necesidades [...] se trata de un efecto y no de una ilusión (un efecto en el plano de lo imaginario), pero que es el efecto de un mecanismo que les ha impreso un sentido de una función. Se trata de un mecanismo de inscripción que produce los equipamientos colectivos como instrumentos de codificación, de incrustación, de encierro, de limitación y de exclusión de la energía social libre" (Fourquet y Murard, 1978:70).

5 "... en el interior de la estructura urbana hay algunos elementos de naturaleza particular que tienen el poder de retrasar o acelerar el proceso urbano y que, por su naturaleza, son bastante sobresalientes" (Rossi, 1981:111). Elementos primarios, o hechos urbanos primarios, son edificios históricos que trascienden a tal grado la función que les dio origen, que incorporan con el tiempo otras funciones, generando una forma de la ciudad, como es el caso de los monumentos, que "son siempre elementos primarios", con la propiedad de "acelerar el proceso de urbanización de una ciudad" (Rossi, 1981:157).

6 Según Dessau (1996:54), el recurso se empleó para amedrentar las intenciones independentistas del movimiento de masas.

7 La definición genérica del funcionalismo moderno es que prioriza la función arquitectónica sobre la forma: la forma sigue a la función. Para la orientación específica de este ensayo, es importante el señalamiento de Berndt (1974:44), para quien "la verdadera novedad del funcionalismo como orientación estética es la conocida pobreza de su contenido expresivo."

8 Véase Dessau (1996:68). El arquitecto Jesús T. Acevedo, egresado de la Academia de Bellas artes de San Carlos en 1905, sugiere en 1914 la necesidad de abrevar en las fuentes del pasado mexicano (citado en Katzman, 1963:80).

9 José Vasconcelos (1881-1959), filósofo oaxaqueño nombrado ministro de Educación en 1914 por el presidente Eulalio Gutiérrez; luego fue rector de la Universidad Nacional de México. En 1921-1924 fue de nuevo ministro de Educación, durante el gobierno del general Álvaro Obregón.

10 Ya el gobierno de Venustiano Carranza había exentado de impuesto federal las construcciones de casas estilo colonial (Katzman, 1963:81).

11 Véase Katzman (1963:77). Manrique recuerda significativamente el Manifiesto (1922) del Sindicato de Artistas Revolucionarios, donde se propone "un arte público, para todos, y por lo tanto monumental [...] y pedía un arte para la revolución "(1988:1365). En 1938, en pleno cardenismo, se conforma la Unión de Arquitectos Socialistas, autoproclamados "trabajadores técnicos de la arquitectura", quienes pretenden "resolver los problemas de la habitación obrera y campesina y los locales de trabajo y esparcimiento de la clase trabajadora" (Doctrina socialista de la arquitectura, cit. en Vargas, 1982:108).

12 Véase López (1986:18). Diego Rivera plantea esta experiencia como el camino alternativo para la Nueva Arquitectura, en particular basado en el excelente análisis a una casa realizada por los arquitectos Carlos Obregón Santacilia y José Villagrán en 1926, en el barrio defeño de San Miguel:" Trátase de una casa de vecindad de habitaciones baratas, higiénicas y con belleza [...] Todo camouflage, todo dispendio de material fue evitado: utilizáronse como factores de belleza la economía de material y su máxima utilidad." (Rivera, 1926, cit. en López, 1986).

13 Villagrán (1931), fragmento de una conferencia dictada en la Primera Convención Nacional de Arquitectos Mexicanos, cit. en Vargas (1986:27 y 28).

14 Esta idea es explorada por Córdova (1988:36).

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