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Región y sociedad

versión On-line ISSN 2448-4849versión impresa ISSN 1870-3925

Región y sociedad vol.14 no.23 Hermosillo ene./abr. 2002

 

Reseñas

 

Lawrence A. Herzog (1999), From Aztec to High Tech: Architecture and Landscape across the Mexico-United States Border

 

Tito Alegría Olazábal*

 

Baltimore, Md., Johns Hopkins University Press, 241 pp.

 

* Investigador de El Colegio de la Frontera Norte. Correo electrónico: talegria@colef.mx

 

La firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, TLCAN (1992), destapó preocupaciones sobre otros aspectos de la relación entre México y Estados Unidos, como aquellas referidas a las condiciones laborales, medioambientales y culturales. El temor de que la globalización significaría la homogeneización de ambas sociedades, vía la imposición hacia el sur del American way of life, puso el tema de la integración binacional dentro de la agenda cultural en ambos países. El libro de Herzog, aunque él mismo sea residente de San Diego, California, se inscribe en este contexto de incertidumbres culturales, específicamente sobre el futuro del medio construido mexicano. El autor ve este medio como una expresión cultural frágil de una sociedad, la mexicana, que está en vísperas de un cambio acelerado signado por la dominación externa a través de la globalización.

El proyecto del autor es explorar la colisión de las culturas de ambos países en la frontera, lugar de contacto, principalmente sobre la forma en que se mezcla el urbanismo mexicano con el de Estados Unidos. Premisa básica del libro es que la frontera es un laboratorio donde se puede entender cómo procesos globales (manufactura transnacional, comercio libre, migración, etcétera) transforman el paisaje urbano. Su propuesta fundamental es que el paisaje cultural de México está llegando a integrarse al de los Estados Unidos.

El libro consta de siete capítulos. En el primero desarrolla definiciones sobre paisaje urbano y medio construido, y propone la existencia de un paisaje urbano transcultural en la región fronteriza México-Estados Unidos. En el segundo se recorre la historia del urbanismo mexicano desde el periodo prehispánico hasta el presente. En el tercero se hace una revisión histórica del medio construido de la frontera mexicana, concentrándose en Tijuana, la ciudad más grande y vecina de San Diego. En el cuarto capítulo se explora la influencia, principalmente estilística, de lo mexicano en el sudoeste de Estado Unidos. En el capítulo cinco se argumenta que la globalización transformará, degradando, el medio construido de la frontera mexicana, especialmente a través de las intervenciones inmobiliarias generadas por el turismo y por la incorporación al mercado de todas las facilidades urbanas. El capítulo seis expone las opiniones que tienen arquitectos de Tijuana y San Diego sobre las similitudes y diferencias del medio construido de ambas ciudades. En el último capítulo se concluye con la opinión de que en la frontera mexicana hay una apertura a la influencia arquitectónica y urbanística de Estados Unidos, y que en el lado estadounidense no hay una herencia ni influencia sólida de lo mexicano.

Hay dos aspectos notorios en el libro: el detalle histórico y discutibles conceptos e interpretaciones. Sobre lo primero hay que celebrar la recopilación que ofrece el autor de la historia de diferentes lugares y edificios que hoy organizan la percepción del espacio urbano y la identidad con el lugar en algunas ciudades de ambos lados de la frontera. Esta recopilación es profusa en detalles, sólidamente documentada, lo que nos permite entender la génesis del estilo neocaliforniano, emblema arquitectónico de este territorio y tan difundido en la arquitectura latinoamericana.

En cuanto a las interpretaciones, hay una idea presente a lo largo del libro: la globalización en marcha, siendo el TLCAN su materialización y su acelerador, producirá una integración cultural de las ciudades fronterizas mexicanas a los Estados Unidos. Este país tiene una influencia creciente sobre el paisaje urbano mexicano a través de la inversión industrial, el turismo, el comercio minorista, etc., homogeneizándolo a través de la lógica de la globalización de estandarizar los modos de consumo. El paisaje urbano mexicano terminará subordinado al urbanismo de Estados Unidos, primero en las ciudades fronterizas (lugar de mayor contacto), luego en el resto del país, destruyéndose el paisaje cultural heredado de una milenaria y singular tradición urbanística mexicana: la memoria mexicana está siendo eclipsada por el consumismo global estandarizado.

Subyacente a esta interpretación están conceptos cuestionables sobre la cultura urbana y el efecto extranjero sobre el espacio local. En primer lugar, en el libro se confunde influencia cultural con integración. Las ciudades del continente (y de la mayor parte del mundo) son entidades abiertas a la influencia cultural, y para las ciudades de América Latina esa influencia es parte de su definición desde la llegada de los europeos. La influencia es la inclusión de elementos de culturas foráneas (de otras regiones o países) en el sistema local de producción cultural. En cambio, integración supone compartir el mismo sistema de producción cultural, lo cual no ocurre entre las ciudades fronterizas de México y Estados Unidos.

La matriz cultural mexicana, que surgió de la imposición de lo español sobre las diversas culturas regionales nativas, tiene ya siglos de digestión de la influencia foránea. La aculturación de la influencia arquitectural y urbanística externa generó el barroco mexicano colonial, el neoclasicismo de fines del siglo XIX, y el moderno mexicano de la segunda mitad del siglo XX. En años recientes la influencia estilística posmoderna también ha tenido adaptaciones locales. Estas aculturaciones forman parte de lo que los mexicanos reconocen como su cultura arquitectónica, sea en forma racionalizada en los estudios universitarios, o en forma vulgarizada en los medios masivos de comunicación. Las ciudades de la frontera desde su fundación han tenido su medio construido aún más expuesto a la influencia cultural foránea que las del resto del país. Aun así, sus habitantes han cubierto a las construcciones, hechas en su mayoría con técnicas de edificación estadounidenses, de significados particulares generados en la construcción de sentido de su propia sociedad local, como ocurre con cualquier sociedad local de cualquier país de América Latina. La producción del sentido, y la semántica implícita, es local porque surge de la negociación cotidiana de significados entre los habitantes de una localidad. Los objetos, imágenes e información codificada, con los cuales se materializa la influencia foránea, son catalogados y resignificados por los habitantes locales en el proceso de aculturación de ellos a la estructura local de símbolos y sentidos, añadiéndolos al repertorio local de posibilidades de uso y de solución de necesidades expresivas. Por ejemplo, los locales de fast-food aparecieron hace pocos años en los barrios de clase media y alta de Tijuana, pero en San Diego generalmente este tipo de servicio ha sido consumido por la clase trabajadora. Ello se debe, en gran parte, a que cada ciudad tiene su propio sistema de formación del sentido y simbología que tiene la iconografía del fast-food en la cultura local: que se usen similares objetos arquitectónicos no implica que se les atribuyan similares significados.

En segundo lugar, la llamada globalización en la forma de inversión extranjera directa, IED, no modifica el espacio urbano por ser extranjera sino por ser industrial o turística. La IED se adecua a las condiciones espaciales locales de los mercados laborales, de la tierra y de inmuebles, y de las restricciones de zonificación cuando se aplican. Los teóricos de la dependencia cometieron un error análogo al de este libro, al ver en el origen de la inversión la causa de los cambios negativos que trajo la urbanización latinoamericana. La inversión externa modifica ritmos de cambio pero no los mecanismos de estructuración locales de esos mercados. Las inversiones inmobiliarias recientes en fábricas, hoteles o restaurantes son posibles en la frontera mexicana debido a que existen localmente mecanismos de mercado que lo permiten y agentes que las promueven. Los tipos urbanísticos que materializan estas inversiones están en sintonía con las preferencias estilísticas de estos agentes locales. Si hay críticas respecto al paisaje local resultante, éstas deben recaer principalmente sobre los agentes locales que sacan ventajas de ello.

Otra dimensión del argumento del autor es referente a que el paisaje resultante de la globalización, a través de la IED, es criticable porque elimina la tradición urbanística de México en la frontera. Una primera observación a este argumento es que varias ciudades fronterizas nacieron con un plan urbano hecho por ingenieros estadounidenses hace apenas un siglo, cuyos primeros moradores construyeron sus arquitecturas con materiales y técnicas provenientes de Estados Unidos, y que gran parte de los nuevos barrios de las ciudades aparecieron siguiendo un patrón urbanizador no tradicional, propio del siglo XX de ciudades con muchos habitantes pobres: por invasiones de terrenos periféricos. Una segunda observación a dicho argumento es que las intervenciones urbanísticas surgidas de la IED, aunque pueden crear problemas urbanísticos, también podrían ayudar a resolver otros, como la falta de infraestructura. Si el paisaje urbano resultante en Tijuana se estuviera pareciendo al de San Diego pudiera ser criticable no por la similitud sino por la no correspondencia con los recursos locales. Pero es justamente debido a la desigual dotación de recursos locales entre ambos lados de la frontera que los paisajes no podrán parecerse en plazo próximo.

A pesar de las críticas que se pueden levantar a sus interpretaciones, este libro es una buena introducción para conocer la génesis de lo que ahora es el medio construido de la frontera de México con Estados Unidos.

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