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CONfines de relaciones internacionales y ciencia política

versão impressa ISSN 1870-3569

CONfines relacion. internaci. ciencia política vol.7 no.14 Monterrey Ago./Dez. 2011

 

Artículos

 

Otras globalizaciones posibles: movimientos sociales altermundistas y la ruta hacia el sujeto cultural indígena internacional

 

Salvador Leetoy*

 

* Profesor investigador del Tecnológico de Monterrey, Campus Guadalajara, México. sleetoy@itesm.mx

 

Fecha de recepción: 09/07/2011
Fecha de aceptación: 08/12/2011

 

Resumen

Este artículo tiene como tema central la internacionalización del sujeto cultural indígena a través de su apropiación en la disidencia mundial contemporánea, aspecto en el cual la insurrección neozapatista en México ha jugado un papel preponderante. Con esta finalidad, se presenta una discusión sobre la construcción de otras globalizaciones posibles, las cuales puedan abrir distintos frentes para la elaboración de redes subalternas internacionales, estimulando la interacción, el (re) conocimiento y la (re)formulación de diversas experiencias culturales. Asimismo, se discute cómo la lucha indígena neozapatista es quizás el punto de partida icónico de lo que se denomina actualmente como altermundismo.

Palabras clave: EZLN, altermundismo, globalización, disidencia global, movimientos sociales.

 

Abstract

This article reviews the contribution of the indigenous insurrection of the National Liberation Zapatista Army in the contemporary global dissidence via the appropriation of the international indigenous cultural subject. Accordingly, a discussion is elaborated regarding the construction of other possible globalizations based in the interaction, recognition and reformulation of diverse cultural experiences. Likewise, the paper evaluates the consideration of the neozapatista movement as the starting point of contemporary alter-globalization.

Keywords: EZLN, alter-globalization, globalization, international dissidence, social movements.

 

INTRODUCCIÓN

El debate contemporáneo en torno a la globalización es, sin duda, una discusión continuada del concepto de modernidad. No obstante, el sello distintivo de la época ha sido la trascendencia de los temas modernos al ámbito global, donde fuerzas transnacionales se convierten en actores fundamentales de las decisiones que se toman a nivel local. Hay por lo menos dos facetas de la globalización que representan esa vieja lucha hegemónica entre la discursividad dominante y la subversiva: por un lado, se critican nuevas formas de imperialismo que se esconden bajo las ropas de un supuesto libre comercio y estado de derecho universal, mientras que, por el otro, grupos subversivos se amparan en la solidaridad internacional de agrupaciones que, como ellos, se resisten a una visión unilateral de globalización.

Es en este escenario que los movimientos sociales contemporáneos se manifiestan: los movimientos locales crean redes solidarias que incorporan sus propias luchas a una escala global en contra de prácticas de opresión y dominación. Sobra decir que estos movimientos poco tienen de nuevo como luchas particulares y que, en muchos casos, los preceden siglos de resistencia, como es el caso de la lucha indígena en América. Sin embargo, lo innovador parece estar precisamente localizado en lo que Wallerstein observa como el objetivo esencial de los movimientos antisistémicos contemporáneos: la lucha por la libertad de las mayorías, en contraste con aquellas luchas por las libertades de las minorías en la que se basaron los movimientos de décadas anteriores. No obstante, este concepto de "mayoría" no es entendido como una abstracción demagógica de "la gente", un concepto vacío sólo de utilidad demagógica y propagandística. Por el contrario, se refi ere a "mayorías reales" que en toda su pluralidad puedan tener condiciones iguales de libertad; es decir, más que reclamar condiciones particulares de opresión, se exige una real inclusión de las distintas aspiraciones y anhelos sociales. Así pues, Wallerstein (2004) comenta que:

La libertad de la mayoría requiere la participación activa de esa mayoría. Requiere acceso a la información por parte de la mayoría. Requiere un modo de traducir los puntos de vista de la mayor parte de la población en cuerpos legislativos. Es bastante dudoso que cualquier estado existente dentro del sistema mundial moderno sea completamente democrático en este sentido (p. 88; traducción propia).

El espectro social se amplía para dar cabida a toda una gama de demandas y reclamos que no contemplan a las fronteras nacionales como limitante de su lucha, sino por el contrario, intentan crear lazos multi-identitarios. Más que crear un Nuevo Orden Mundial, estos movimientos buscan construir una "gran comunidad mundial" donde no se considere a la globalización como un fenómeno definible sólo bajo ciertos parámetros de interpretación, sino que sea vista como posibilidad, es decir, no como algo previamente establecido de naturaleza absoluta, sino como un sitio donde las potencialidades humanas tienen diferentes formas de expresión. Su definición no se limita a un solo tipo de globalización, sino que comprende varias formas de interpretarla y maneras de ser experimentada, donde al mismo tiempo quepan distintas lógicas de resistencia que se encuentran en constante transformación debido a la interacción entre redes sociales. Así, interpretar a la globalización resulta ser una tarea dinámica e inestable, la cual también se va forjando a través de la interacción y la comunicación humana, no sólo por el mandato categórico de quien ostenta el poder.

Esto conduce a un tipo de globalización construida desde abajo, es decir, forjada por medio de bases sociales, presentándose como "una expresión del espíritu de una democracia sin fronteras" (Falk 1993, p. 39; traducción propia). Estas lecciones de la globalización deben servir de paradigma de lo nacional, es decir que el flujo de influencia no sólo estimule la intercomunicación entre distintos grupos en la esfera global, sino que esas dinámicas sirvan de modelo para la conformación de nuevas definiciones de lo nacional. Lo fundamental es encontrar fórmulas para convivir en la diferencia dentro de la comunidad, rechazando la concepción de la misma como entidad homogénea, para entenderla a partir de la tolerancia, respeto y reconocimiento a los distintos grupos que la integran. Es debido a ello que, reaccionando ante las manifestaciones sociales y disturbios de 2006 en Francia, motivadas en gran medida por la segregación y discriminación a la que son sometidos los inmigrantes en ese país, Michel Maffesoli (2006, p. 14) insiste en decir que "los tiempos actuales se prestan a la segmentación y debemos tratar de ver cómo conseguir un ideal comunitario, de la misma manera que antes hubo un ideal democrático".

El sujeto cultural indígena no podría estar ajeno a estas dinámicas históricas. La lucha de los pueblos indígenas se ha presentado en los más diversos foros institucionales y ciudadanos, buscando revertir las prácticas discriminatorias a las que han sido sujetos por siglos. De entre estas intervenciones indígenas en la arena mundial, resulta paradigmática, sin duda, la llevada a cabo por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. La guerrilla neozapatista convertida en movimiento social ha sido una de las agrupaciones contemporáneas que más ha sabido capitalizar la veta multi-ideológica de los distintos grupos de resistencia en el mundo, o que, por decir lo menos, ha renovado el discurso de la resistencia tradicional contextualizándola ante circunstancias globales. Reaccionó a la visión de una globalización económica —con fuerte tufo a neoimperialismo— con una perspectiva subversiva igualmente global. La lucha indígena y su reclamo fundamental de tierra se diversificó a través de las luchas particulares de distintos sectores sociales. La tierra no sólo significa el acceso al sustento económico, sino que también es el sitio de reproducción de los determinantes culturales de la cosmovisión indígena. Significa libertad y reconocimiento, aquello que cada grupo social oprimido persigue para sí mismo. Adicionalmente, así como las luchas particulares se fortalecen en la fusión de este fin máximo, es también importante notar que, al involucrar la identidad de un movimiento con otros grupos sociales, la posibilidad de esta globalización desde abajo se sustenta en la idea de que dicha identidad no se pierde, sino por el contrario, el sujeto oprimido se reconoce en las luchas de otros. En ese sentido, el neozapatismo lanza al sujeto cultural indígena a una lucha más amplia de los que, como él, son objetos de dominación. Se puede decir que el debate de los derechos de los pueblos indígenas, tan ampliamente discutido e impulsado en la arena internacional durante las décadas de los sesenta y setenta, fue reavivado en los años noventa a partir de la rebelión neozapatista, lo que forjó formas de disidencia solidaria y redes sociales que le cambiaron el rostro al subalterno, quien en lugar de ser visto como minoría, se convierte en mayoría plural.

 

GLOBALIZACIÓN Y DESMODERNIDAD

La complejidad en el análisis de la globalización resulta de la continua interacción de distintas fuerzas sociales, culturales, políticas y económicas en territorios que trascienden fronteras, lo cual demanda un acercamiento teórico interdisciplinario desde una gama variada de ángulos. De igual manera, la globalización no es un asunto unidireccional, sino que actúa caprichosamente a través de flujos externos y locales que resultan en apropiaciones culturales diversas, tanto de las influencias externas como de la exportación de lo tradicional. Es así que la globalización difícilmente puede ser categorizada dentro de un campo académico específico. Fredric Jameson (1998) nota al respecto que "hay algo de aventurado y especulativo, desprotegido, en el análisis de los académicos y teóricos con respecto a este tema inclasificable, el cual no es la propiedad intelectual de ninguna disciplina" (p. xi; traducción propia).

La globalización es definida por Anthony Giddens (1990, p. 64) como "la intensificación de relaciones sociales mundiales que vincula a las localidades de tal manera que sucesos locales son formados por eventos que ocurren lejos de ahí y viceversa", por lo que este fenómeno tiene una naturaleza polisémica donde lo local y lo global —o más bien lo glocal— se transforman o se resisten, (re)descubriéndose y (re)inventándose el uno en el otro. Esto puede crear distintos escenarios: la globalización puede enfatizar elementos de lo tradicional que, de otra manera, no gozarían de privilegio identitario —de no ser por lo externo que la hace evidente— e incluso puede crear nuevas formas de identidad rescatando elementos tradicionales perdidos en el tiempo y recuperados en el afán de crear dinámicas de diferenciación, o bien los elementos de identidad de un grupo pueden ser incorporados por otros, creando un collage de prácticas culturales producidas por la acción dialéctica de usos y costumbres de distintas sociedades. Así pues, la globalización corre en flujos diversos, produciendo distintos tipos de apropiaciones culturales. Lo global no sólo mira hacia fuera, sino que lo local juega un papel fundamental, ya sea para transformarse, resistirse o incluso expandirse. De acuerdo a esta idea, Giddens continúa diciendo que "la transformación local es también parte de la globalización como lo es la extensión lateral de las conexiones sociales a través del tiempo y el espacio" (p. 64). En ese mismo orden de ideas, el concepto de nación también merece ser reconsiderado, ya que de hecho tiene que negociar perspectivas de soberanía que permitan su inclusión en el juego global. La movilidad de los flujos de capital, así como las regulaciones internacionales en materia de ambiente, derechos humanos o prácticas democráticas, entre otras normas del orden mundial, empujan a las naciones a revaluar su propia soberanía. Es ahí donde Touraine (2000,p. 89) localiza el conflicto central de las sociedades contemporáneas, ya que el sujeto cultural tiene que lidiar con fuerzas que lo mantienen en un estira y afloja que, o bien celebra la omnipotencia autoritaria del sistema de mercados y la tecnología — neoliberalismo y tecnocracia—, o por otro lado, se desarrolla un aislamiento proteccionista basado en posiciones extremas comunitaristas —chauvinismo y relativismo cultural.

La globalización, al igual que la modernidad, no puede ser conceptualizada como un discurso único. Si bien la globalización que se cuestiona es aquella que promueve una integración sin restricciones de un modelo de dominación occidental, no se puede negar el hecho de que el flujo de influencia ocurra en dirección opuesta. Incluso, la relación cercana entre globalización y occidentalización tiene varias aristas. Puede darse, entre muchas otras posibilidades, a través de la expansión de ciertas normas y valores vía las industrias culturales, la creación de zonas de libre comercio, la internacionalización del estado de derecho, etc. Y aún cada uno de estos fenómenos, de manera individual, tiene distintos efectos y consecuencias. Por ejemplo, será cuestión de perspectiva ideológica considerar si la lucha contra el terrorismo es más bien terrorismo de Estado, así como si las prácticas neoliberales combaten a la corrupción gubernamental al privatizar los recursos de la nación o en realidad crean otro tipo de autoritarismos de mercado. En todo caso, lo que aquí está en debate es precisamente el tipo de apropiación, más que la medida globalizadora per se. El entrar en un terreno maniqueo de globalizaciones buenas y malas puede resultar en la edificación de un espectro dogmático que busca enfrentar posiciones, no conciliarlas.

Es así que la globalización encierra dentro de ella, a un mismo tiempo, dinámicas de dominación y resistencia. Por ello es limitado reflexionar en torno a este fenómeno a partir de recetas concretas y fijas de lo que es la globalización. Más bien, una primera dimensión que aquí se propone es acercarse a su estudio desde una perspectiva hermenéutica: no hay una sola forma de interpretarla, sino varias de ellas dependiendo de sus propios contextos políticos, sociales y económicos, además de la circunstancia histórica. De esta manera, así como este concepto puede ser entendido —a través de sus distintos grados de moderación o extremismo— como el lugar de expresión del neoliberalismo, el neoimperialismo, la globalifilia y la dominación cultural, entre otras formas de establishment mundial, también puede ser interpretado a través de voces de resistencia, altermundismo, o incluso expresiones que celebran la hibridación cultural y los intersticios ideológicos.

Por otro lado, una segunda dimensión que aquí se establece, y que resulta ser el punto de partida de esta reflexión, es considerar a la globalización como posibilidad: por un lado plantearla como un concepto que rechace verdades absolutas y, por el otro, crear espacios comunicativos para su reflexión, donde se procure la creación de esferas públicas en las que distintos grupos humanos interactúen, discutan puntos de vista y desarrollen redes sociales. Por ello, el incipiente acceso a las tecnologías de comunicación, las condiciones de pobreza, el acaparamiento de mercado por parte de las trasnacionales, los ataques a la libertad de expresión y reunión, la discriminación y prejuicio en contra de sectores sociales o étnicos y la destrucción del hábitat, entre otras muchas calamidades, representan una agresión en contra de la posibilidad de la globalización de contrarrestar a sus propios excesos. Sin embargo, antes de discutir esas posibilidades globales, hay que establecer a qué es a lo que se resiste en concreto. El descontento contemporáneo surge de lo que se ha denominado como globalización desde arriba que "disemina un ethos consumista y arrastra dentro de sus dominios a negocios transnacionales y élites políticas" (Falk, 1993, p. 39; traducción propia). Esto crea, en las burguesías contemporáneas, tanto de países industrializados como de aquellos en desarrollo, un sentimiento egoísta que transforma al concepto clásico de economía. Ya no se trata de un asunto de recursos escasos, mucho menos de supervivencia o condiciones de bienestar humano, sino que la escasez se transfiere en una lógica consumista que hace de las marcas, la moda, la tecnología y los estilos de vida, los elementos a considerar en las economías de la identidad. El consumidor demanda estos recursos, pues la carencia de ellos los hace sufrir de un déficit de estatus de pertenencia —en términos de bienes de consumo—, por lo que las experiencias de subsistencia fisiológicas están fuera de su entendimiento. Bajo esta lógica consumista, la identidad es forjada en términos de la percepción, la pretensión y la vanidad, es decir, la identidad es secuestrada por medio del marketing (Bauman, 2007; Sacco, 2006). El consumismo demanda bienes para satisfacer estas economías de estatus, mientras que sectores no privilegiados de la población, incluyendo a la pequeña burguesía, son explotados para proveer estos bienes de estatus a precios impuestos por el mercado, es decir, dictados por los promotores de la globalización desde arriba.

Esto conduce, a su vez, a la paradoja de la desmodernización como la entiende Mary Louise Pratt (2005), en la cual la contemporaneidad muestra crudamente la traición a las promesas de la modernidad, particularmente las de la Ilustración —libertad, igualdad y solidaridad. Representa el retroceso hacia condiciones históricas supuestamente superadas: explotación que hace recordar tiempos coloniales pero con actores transnacionales, acaparamiento del mercado global y el aniquilamiento de pequeños productores locales, infraestructura interna abandonada de las naciones en desarrollo, reaparición de epidemias debido a sistemas de salud defectuosos o inexistentes, entre otras muchas calamidades. Ante ello, resulta necesario realizar un excursus para elaborar una serie de argumentos sobre el concepto de modernidad que aquí se presenta, previo a la discusión que más adelante se desarrolla en la que se sostiene que la desmodernidad producida por el neoliberalismo dominante en el tardocapitalismo acelera formas de resistencia modernas, tal como la lucha indígena neozapatista.

En primera instancia, existe la imposibilidad de definir una sola modernidad. Tal como lo menciona Enrique Dussel (1998), existen al menos dos orígenes geográficos de la modernidad que le imprimen distintos sentidos: una primera que surge de la Europa mediterránea, de naturaleza renacentista, que tiene su centro en Sevilla; y una segunda, que surge con la Ilustración, que tiene su origen en Ámsterdam, Londres y París. Ambas comparten una visión Eurocéntrica, pero se diferencian discursivamente en tanto que la primera tiene una naturaleza humanista, en la que incluso se cuestiona constantemente el papel civilizatorio de Europa, mientras que la segunda, más fundada en la razón pura, rara vez cuestiona el papel de Europa como motor de la civilización. Sin embargo, aún en ambas posiciones existe una diversidad de interpretaciones. Por ejemplo, en el caso de la Ilustración, la modernidad integra diversas interpretaciones que van tejiéndose desde el pensamiento de Voltaire y Montesquieu, hasta Smith y Kant, pasando por Rousseau, Hume y Diderot.

En ese sentido, de una manera general, la modernidad de la Ilustración —que es a la que se toma como punto de referencia en este ensayo— reacciona históricamente al cuestionamiento de formas de poder sustentadas en la divinidad y el absolutismo —la monarquía y el clero—, secularizando el ejercicio de gobierno. Al mismo tiempo, genera nuevas dinámicas sociales derivadas de la introducción de tecnologías que popularizan el conocimiento —la imprenta, por ejemplo— y que poco a poco fueron retando la exclusividad que tenían las instituciones gubernamentales en la discusión de los asuntos públicos. De la misma forma, se conforma una filosofía integradora que construía una identidad pan-Europea, lo que desarrolla un sentido de cambio de época que rompía con cánones tradicionales. El secularismo se convierte en un fin, mientras la racionalidad a través del método científico se expande, de las ciencias naturales, a todas las arenas de la vida social —política, cultura, economía.

No obstante, hay un malestar con la modernidad que supone que sus promesas de progreso y desarrollo han fracasado. Por un lado, como menciona Morrow (2004), críticos románticos y conservadores suponen que el proyecto moderno de la Ilustración separa el uso de la razón de las condiciones emotivas de los seres humanos. Por otro lado, postmodernos consideran que la fe ciega en concepciones teleológicas de progreso y desarrollo crea nuevos dogmatismos que restringen las libertades de sujetos no privilegiados por el discurso Eurocéntrico (Lyotard, 1994; Jameson, 1991; Baudrillard, 1994). No obstante, estas críticas se enfocan solamente a una interpretación de modernidad: el positivismo del siglo XIX à la Comte y Spencer, incluso el utilitarismo de Bentham. El concepto de modernidad, no hay que olvidar, dista de estar consensuado; constantemente se critican los fundamentalismos y restricciones a las libertades que abusos del concepto de razón pueden acarrear (Bauman, 2007; Giddens, 1990; Habermas, 2002). Pero algo se puede deducir de ello: la modernidad se cuestiona con modernidad.

Ahora bien, en Latinoamérica, como bien apunta Nestor García Canclini (1995, p.41), vivimos en medio de un exuberante modernismo que no se traduce en modernización. Al respecto, el autor comenta que mientras, por un lado, existen rasgos modernos en la expresión de las artes y la cultura, por el otro, las relaciones de poder en la política y la economía se encuentran en franco desequilibro donde aparecen privilegios de clase, patrimonialismo, así como una deficiente democratización. Por tanto, la modernidad Latinoamericana está impregnada de un déficit de justicia social, producto de una modernización fincada en la razón instrumental, no en una racionalidad comunicativa. Se separa a las esferas técnicas del progreso —economía, ciencia, y condiciones de vida materiales— de la esfera de significados intersubjetivamente elaborados y comunicados —el mundo social y la cultura— (Brunner, 2004, p. 292). Así pues, retomando el clásico dilema de Habermas (2002), nos encontramos en una modernidad inconclusa que debe ser radicalizada y continuada para que lo instrumental, propio del positivismo y la tecnocracia, no prive en la construcción de aspiraciones en la vida social.

Siguiendo lo anterior, se pueden plantear dos premisas: 1) la modernidad es una invención occidental, y si bien no hay sólo una modernidad, sus entramados filosóficos tienen un mismo origen geográfico-ideológico que la determina; 2) Latinoamérica, como espacio geopolítico, fue también producto de una invención occidental de la cual emerge, como dice José Rabasa, la nueva Europa (1995, p. 365). Por tanto, hay un vínculo indeleble entre modernidad y Latinoamérica en donde existen complejos entramados de apropiación de lo moderno y lo tradicional, de lo global y lo local, no ya desde la óptica de sus inventores centrales/externos — desde la Metrópoli—, sino desde la perspectiva de las culturas híbridas/ internas de la periferia. Por tanto, la modernidad es, entonces, parte inherente de la latinoamericanidad, pero no su totalidad. Así pues, la crítica en Latinoamérica hacia la modernidad, o como diría José Joaquín Brunner (2004), el malestar contra la modernidad, no es en contra de ella per se, sino que está dirigida hacia "aquellas formas de modernización cuya suposición es invariablemente la adopción y extensión de modelos racionales de conducta" que entran en conflicto con lo que podría denominarse la "heterogeneidad cultural de Latinoamérica" (p. 296). Ésta es definida como:

una participación segmentada y diferenciada en un mercado internacional de mensajes que "penetran" por todos lados y de manera inesperada a los marcos referenciales de la cultura local, llevándolos hacia una implosión de significados consumidos/producidos/reproducidos, así como a subsiguientes deficiencias de identidad, anhelos de identificación, confusión de horizontes temporales, parálisis de la imaginación creativa, perdida de utopías, atomización de memorias locales, y obsolescencia de tradiciones (pp. 296-8; traducción propia).

Así pues, la modernidad es parte de la identidad latinoamericana por determinación histórica, pero es una modernidad híbrida apropiada y negociada por la heterogeneidad cultural presente en este subcontinente geoideológico. Las definiciones de modernidad se muestran en una vorágine connotativa que, en el caso de Latinoamérica, resulta de la fusión de las distintas modernidades europeas con la realidad aborigen. Esta modernidad híbrida mostrará insistentemente que todo discurso de dominación es también un discurso de subversión, como dice John Kraniauskas (2004) cuando anota que:

[e]s posible observar cómo el colonialismo y las culturas de "resistencia" y "supervivencia" acompañan a la modernidad en la forma de una fuerza suplementaria (que se convertirá en "agencia") que ha sido desconocida, pero que hace sentir su presencia –de hecho, mostrando esto en un número de interesantes y numerosas formas complejas. (p. 745; traducción propia).

Ahora bien, ¿por qué se dice en este ensayo que el movimiento neozapatista es moderno? Al respecto, Morrow (2005) comenta que los objetivos del movimiento están más profundamente incrustados en las premisas clásicas de la Ilustración —libertad, igualdad y solidaridad— que en formas relativistas y escépticas propias del postmodernismo. Ilustrando lo anterior, las estrategias del movimiento parecen mostrar los pasos que los guían hacia esas premisas. La acción política y la guerra de posición emprendida por el movimiento están encauzadas hacia una apertura incondicional de la esfera pública. Asimismo, la desobediencia civil desplazada radicaliza a la democracia promoviendo estrategias deliberativas más allá de los alcances limitados de la democracia representativa (Leetoy, en prensa). Incluso, la conformación de redes internacionales solidarias a través del ciberactivismo abrió avenidas innovadoras para la solidaridad internacional (Jeffries, 2001; Cleaver, 1998; Castells, 2004), como se lee más adelante en este ensayo. Es decir, el neozapatismo reacciona a la modernidad a través de la propia modernidad. Por un lado cuestiona versiones donde priva lo instrumental y utilitario, condicionado por las dinámicas del mercado y el individualismo desarraigado y, por el otro, esto lo hace a través del debate inacabado de esa propia modernidad proveniente de la Ilustración, que rehúye a definiciones únicas y que, más bien, se ajusta a la razón comunicativa. Busca expandir el debate a partir de exigencias de radicalización de la justicia social y la equidad, y de su apego a los procedimientos de una sociedad más incluyente, respetuosa de las prácticas de la vida cotidiana de los diferentes grupos que la integran.

Así pues, lo que aquí surge es la urgencia de construir una tercera vía de ciudadanía participativa que, por un lado, integre las premisas de justicia y apueste por el procedimentalismo y el intercambio racional de argumentos y, por el otro, el arraigo y pertenencia de los determinantes comunitarios de los sujetos. Es decir, una vía que apele, como menciona Adela Cortina (1998), a la razón y sentimiento de los miembros de una comunidad (p. 26-34). Las lecciones neozapatistas al respecto resultan sumamente valiosas y parecen conciliar ese viejo debate entre liberales y comunitaristas, es decir, considerar a un mismo tiempo la justicia distributiva de corte liberal, y el sentido de pertenencia a través de los contextos históricos, culturales y sociales de la propia comunidad.

Ahora bien, el caso de la insurrección indígena en Chiapas es un ejemplo de condiciones de desmodernidad agravadas por medidas neoliberales, es decir, la modernización fallida que provoca que el modernismo permanezca en el discurso. Carlos Montemayor (1998) lo expondría de la siguiente manera:

La disposición de comunidades enteras para apoyar un movimiento así, al menos con el silencio, la provocan y explican agitadores sociales muy evidentes en Chiapas: el hambre, el despojo, la represión, la cerrazón de autoridades políticas y judiciales, la presión de ganaderos y terratenientes. Casi 80% de la población de las zonas en conflicto no tiene drenaje, agua entubada y potable, luz eléctrica, sistemas hospitalarios, comida. Debíamos comprender ya que la extrema pobreza puede alguna vez marcar la disposición a la violencia.

Desde el comienzo de la insurrección, los neozapatistas dejaron en claro que, aparte de las razones históricas, en el centro de las causas de la insurrección se encontraba el rechazo a las prácticas neoliberales que habían devastado la incipiente y marginal economía indígena. Como se explicará más adelante, ello daría la pauta para que otros grupos sociales alrededor del mundo se identificaran con el neozapatismo, con quien a pesar de no compartir identidad étnica, sí compartían esa identidad mayor de sujeto oprimido.

Las prácticas desmodernizadoras le dan continuidad al proceso de mercantilización de la vida social y deshumanización de las relaciones de producción —ese viejo dilema denunciado por Marx en el "Fetichismo de las Mercancías" (1976, original 1867). No obstante, ello expande su dominación a otras arenas de la vida social, lo que también provoca la diversificación y multiplicidad de antagonismos emanados de estas lógicas capitalistas (Laclau y Mouffe, 1985, p. 161). La pauperización de grupos étnicos, la extensiva deforestación y explotación de recursos naturales, los altos índices de desempleo en ciertos sectores de la población y el establecimiento de salarios mínimos como medida macroeconómica, no como medida de condiciones mínimas de desarrollo humano, entre otros factores, son producto de dichas lógicas. Las doctrinas del "desarrollo económico" y del "progreso" se presentan como excusas disfrazadas de modernidad que se interesan más en la ubicación de flujos de capital que en el bienestar humano. Lo que se ha derivado de esta globalización económica es una presión constante de los gobiernos de los países industrializados para que aquellos de economías emergentes abran indiscriminadamente sus fronteras al comercio internacional, mientras los primeros implementan fuertes prácticas proteccionistas en el interior de las suyas. Y no sólo eso, sino que ello también se deriva en prácticas culturales que se determinan como si fuera un estado natural de las cosas. En ese sentido, se teje la permanencia de argumentos neocoloniales que se encuentran empapados de racismo y discriminación, y sobre todo de la imposición de un concepto de civilización que justifica cualquier intromisión. La neutralidad multicultural profesada por el neoliberalismo, comentan Jackson y Warren (2005), encubre formas políticas e históricas de opresión que obscurecen relaciones de raza, poder y privilegio (p. 553), donde la supuesta libertad del individuo se impone como una pantalla de lo que realmente son prácticas fundadas en el prejuicio.

Asimismo, es preciso notar que limitar estas dinámicas de sometimiento sólo a lógicas económicas es restringir la percepción de fuerzas hegemónicas que parten de distintos discursos. Por ejemplo, la explotación a la que se sujeta a los pueblos indígenas en Latinoamérica también se justifica en perspectivas ideológicas fomentadas por prejuicios y estereotipos importados de mitologías Eurocéntricas (Leetoy, 2009). En todo caso, esas mitologías que justifican el derecho a la posesión de gente y territorio tienen la misma importancia como elementos de opresión que el interés económico. Bajo esa óptica, por ejemplo, la pobreza es igualmente condicionada tanto por aspectos étnicos y raciales, como por la búsqueda de utilidad material, —el indio es pobre porque es indio—, su pobreza material y su discriminación étnica surgen de discursos históricos que incorporan relaciones económicas, políticas y culturales a un mismo tiempo. Es por ello que observar a la globalización sólo como un fenómeno de expansión económica es, por decir lo menos, incompleto, ya que también hay que estudiar prácticas de discriminación que definen, en mucho, las justificaciones ideológicas de dicha expansión. Y ello también se aplica al otro lado del espectro, puesto que entender a la conformación de redes sociales y su convocatoria a la movilización desde una óptica marxista estructuralista, donde se jerarquicen los espacios de resistencia restringidos en la base —la lucha de clases—, dejando a la superestructura —luchas culturales y sociales— como mero corolario de los conflictos hegemónicos, parece un despropósito. Los determinantes del reclamo social no pueden ser encerrados en una sola esfera de dominación, sino que transgreden espacios de lucha. Es la vida social la que en su totalidad se presenta como arena en competencia, siendo el sujeto quien en su multipolaridad se manifiesta a partir de las realidades sociales. Esto fue quedando cada vez más evidente dentro de las movilizaciones de finales de la Guerra Fría, produciendo con ello un giro teórico en la formas de manifestación social. Stavenhagen (2000, p. 15) comenta al respecto:

El análisis marxista se alejó del estudio de la etnicidad y las relaciones étnicas, ya que estos temas no entran fácilmente en el marco del materialismo histórico. Tomando como base la literatura teórica del periodo [Guerra Fría], los líderes de tantas organizaciones y movimientos políticos del tercer mundo (muchos de ellos intelectuales por educación y vocación), desarrollaron ideologías acerca de la dinámica social y política basadas en los análisis de clase, en las que se evitaban cuidadosamente las referencias étnicas, cuando no se les rechazaba abiertamente por considerárseles contrarias a los propósitos anunciados de impulsar la revolución social o de obtener la independencia social.

La globalización desde abajo permite quizá observar con mayor claridad los diferentes espacios de resistencia forjados a través de la vida social, no sólo como problemas de clase, como podrían ser interpretados por las ortodoxias tanto de izquierda como de derecha, sino como elementos de agencia cultural que reaccionan a través de diferentes formas de antagonismo. Estas luchas borran las fronteras de lo privado y lo público. Incluso, la globalización desde abajo es parte de la posibilidad mencionada anteriormente, que se forma a través de esferas comunicativas de un orden global, dirigidas a crear una sociedad civil internacional (Appadurai, 2000, p. 3). Richard Falk (1993) define a esta otra globalización como aquella:

serie de fuerzas sociales transnacionales animadas por preocupaciones ambientales, derechos humanos, hostilidad patriarcal, y una visión de comunidad humana basada en la unidad de diversas culturas buscando poner fin a la pobreza, la opresión, la humillación, y la violencia colectiva (p. 39; traducción propia).

Estas fuerzas sociales son el resultado de expresiones multilaterales de resistencia contraídas a través de una variedad de premisas culturales, intereses sociales, y preocupaciones políticas y económicas, en donde las fronteras nacionales no representan un obstáculo. Esto significa que se basan en el reconocimiento a la diversidad y autodeterminación como fundación ideológica y, al mismo tiempo, se identifican bajo el denominador común de lo no privilegiado —como forma de razonamiento— o el Otro —como subalterno— en escala internacional. Lógicamente esa búsqueda de reconocimiento sólo es evidente a través de la visualización de la falsa conciencia que los somete, es decir, cuando una relación de opresión es identificada. Como dicen Bartholomew y Mayer (1992), esta exigencia se manifiesta al exponerse al discurso dominante que devalúa o suprime a ese "espacio a ser diferente, lo que presupone que ese espacio ha sido hasta ese momento negado" (p. 151; traducción propia). En esa misma línea, José Saramago (2002), en una brillante disertación, medita acerca de las Cartas Persas de Montesquieu, quien a su vez lanzó la pregunta de cómo definir al persa, es decir, al Otro, al sujeto no occidental. Reinterpretando ello, Saramago dice que:

Hemos fracasado en entender cómo cualquiera puede ser "Persa", y como si no fuera suficientemente absurdo, puede persistir obstinadamente en seguir siendo "Persa" ahora, cuando todo el mundo está conspirando para persuadirnos que la única cosa deseable verdaderamente en la vida es ser lo que nos gusta llamar como "Occidental" –un término general y decepcionante... La alternativa, si es que todavía puede ser peor y uno no puede acceder a esas alturas sublimes, es llegar a ser un tipo de híbrido "Occidentalizado" por medio de la persuasión, o si eso falla, por medio de la fuerza (p. 382; traducción propia).

Es así que los "Persas" del mundo se forjan a partir de oposiciones binarias jerarquizadas, siendo aquel "Persa" el oprimido, el silenciado, en una palabra, el subalterno: pobre, mujer, negro, viejo, comunista, musulmán, indio, homosexual, hippie, o cualquier otro grupo humano o identidad social sojuzgada por un poder dominante. Ya sobre este tema han corrido ríos de tinta desde una óptica postcolonial. El Otro se manifiesta como una formación discursiva que a través de distintas formas de conocimiento —literatura, estudios antropológicos, narrativas históricas, reportes periodísticos, etc.— queda imaginado a través de relaciones de poder que lo subordinan, tal como lo expone Edward Said en su ya clásica obra Orientalismo (1979). Siguiendo a Foucault y a Gramsci, Said comenta que estas formas de representación del no privilegiado sirven propósitos hegemónicos que buscan, a través del consentimiento, naturalizar formas de dominación sustentadas en el Eurocentrismo que se observa como un sistema de valores universal. No hay que olvidar que las falsas representaciones —y su adecuación en falsas conciencias— constantemente facilitan el tránsito a la dominación militar, el desplazamiento cultural y la explotación económica. No obstante, este proceso no es unilateral, sino que sigue una lógica interactiva y dialógica, como bien lo menciona Homi Bhabha (1999), cuando habla de la relación entre colonizado y colonizador en el marco del expansionismo imperial del siglo XIX. Adaptando este giro à la Lacan que Bhabha realiza, tanto el dominador como el dominado se afectan mutuamente y construyen su identidad inestable de la que ambos son partícipes. Esta hibridación de identidades, así como puede crear formas de mimetismo que el dominado adquiere con respecto a los hábitos del dominante, también puede potencialmente construir formas de resistencia al dejar expuestas las inconsistencias del discurso dominante y ser racionalizadas falsas conciencias.

Al respecto, algo particularmente interesante de esta subjetivación del no privilegiado, se encuentra en la lucha hegemónica que se desarrolla a través de la naturaleza polisémica del discurso. Es en la subjetivación del individuo por sí mismo donde también se puede engendrar la posibilidad de agencia cultural. Foucault parece identificar esto precisamente en el mismo lugar donde se llevan a cabo las relaciones de poder y saber: el discurso. Al respecto, Foucault nota la potencial formación de discursos inversos, es decir, surge una estrategia de resistencia dentro del mismo discurso, y en los mismos términos, que funciona como instrumento de poder. Foucault (1978) explicaría esta discursividad inversa de la siguiente manera:

Los discursos no son permanentemente subordinados al poder o en contra de éste más de lo que pueden ser los silencios. Debemos darle concesiones al complejo e inestable proceso por el cual el discurso puede ser, al mismo tiempo, un instrumento y efecto de poder, pero también un obstáculo, un impedimento, un punto de resistencia y un punto de partida de una estrategia opuesta. El discurso transmite y produce poder; lo refuerza, pero también lo debilita y lo expone, lo muestra frágil y hace posible contrariarlo (pp. 100-1; traducción propia).

Esta pléyade de significados es lo que crea competencia hegemónica que grupos no privilegiados observan como espacio solidario. Esta solidaridad motu proprio confecciona formas de esfera pública que, en la arena internacional, desarrolla organismos no gubernamentales (ONG's) involucrados en demandas específicas —en términos comunitarios— de democracia y justicia social. Si bien este tipo de ONG's se concentra en reclamos locales, nacionales o regionales, su área de acción trasciende fronteras e internacionaliza sus esfuerzos, creando lo que Appadurai (2000) denomina globalización local (grassroots globalization). Estos organismos desarrollan una serie de relaciones complejas con las diferentes redes sociales o con los aparatos de estado con las que se tienen injerencia. Appadurai nota al respecto:

Algunas veces estos organismos son cómplices incómodos de las regulaciones de los estados-nación y en otras ocasiones se encuentran en violenta oposición a estas regulaciones. A veces logran acumular riqueza y poder suficientes para constituirse como fuerzas políticas por derecho propio, y a veces éstas son débiles excepto en su transparencia y legitimidad local. Las ONG's tienen sus orígenes en los movimientos progresivos de los dos últimos siglos en materia de trabajo, sufragio y derechos civiles. En ocasiones tienen vínculos históricos con el internacionalismo socialista de épocas anteriores. Algunas de estas ONG's son conscientes de sus intereses y estrategias globales, por lo que este subgrupo ha sido recientemente etiquetado como redes transnacionales de defensoría [TAN, Transnational Advocacy Networks]... Aunque la sociología de estas formas sociales emergentes, en parte movimientos, en parte redes, en parte organizaciones, aún tiene que ser elaborada, hay un consenso considerablemente progresivo de que estas formas son las pruebas de fuego e instrumentos institucionales de los esfuerzos más serios de globalización desde abajo (p. 15; traducción propia).

En ese sentido, la globalización muestra su potencialidad como posibilidad, donde el objetivo es la creación de sentimientos intercomunitarios de solidaridad. En un mundo global, las luchas locales están propensas a convertirse en resistencias internacionales, al reconocer la existencia de una situación particular de discriminación o explotación, o de ambos, que resulta en un reclamo general de diversos grupos en contra de un sistema mundial hegemónico per se. Un caso interesante es el del Foro Social Mundial, el cual tuvo su primera reunión en 2001 en Porto Alegre, Brasil, que desde entonces se celebra cada año en distintas sedes de países del llamado Tercer Mundo, y que se hace de manera paralela a la reunión en Davos del Foro Mundial Económico, con el cual contiende criticando su visión elitista de la globalización. Este foro puede ser cuestionado por su falta de consensos prácticos y, sobre todo, de una declaración final que pueda englobar las rutas de acción, para así evitar que se convierta en un mero rally de protestas sin discusión. Sin embargo, a pesar de lo anterior, el Foro Social Mundial se ha convertido en uno de esos ejemplos contestatarios que intentan encontrar nuevas rutas sociales, económicas y políticas para todos aquellos grupos humanos discriminados debido a su condición económica, étnica, sexual, racial y de género.

Es en ese tenor que la comandancia del EZLN "crea" una nueva Internacional, la cual se diferencia de las cuatro Internacionales históricas anteriores (1864, 1889, 1919 y 1938) por su enfoque de transformación social a través del empoderamiento ciudadano, sin afán de hacerse del poder político. Ésta fue la denominada Internacional de la Esperanza, la cual fue anunciada en la Primera Declaración de la Realidad en enero de 1996:

Contra la internacional del terror que representa el neoliberalismo, debemos levantar la internacional de la esperanza. La unidad, por encima de fronteras, idiomas, colores, culturas, sexos, estrategias, y pensamientos, de todos aquellos que prefieren a la humanidad viva. La internacional de la esperanza. No la burocracia de la esperanza, no la imagen inversa y, por tanto, semejante a lo que nos aniquila. No el poder con nuevo signo o nuevos ropajes. Un aliento así, el aliento de la dignidad. Una flor sí, la flor de la esperanza. Un canto sí, el canto de la vida. La dignidad es esa patria sin nacionalidad, ese arcoiris que es también puente, ese murmullo del corazón sin importar la sangre que lo vive, esa rebelde irreverencia que burla fronteras, aduanas y guerras. La esperanza es esa rebeldía que rechaza el conformismo y la derrota.

De esta manera, el territorio subversivo trasciende límites geográficos y se presenta como un texto donde diferentes identidades interactúan y se manifiestan, pero sobre todo donde se mezclan sin diluirse, conservan su identidad y la comparten, e incluso pueden verse influenciadas o transformadas por toda la discursividad a la que se exponen, pero conservan su espíritu esencial que las define. Esto puede entenderse como una de esas expresiones a las que se refiere James Lull (2001) con su concepto de supercultura, que observa a la cultura como un fenómeno dinámico e inestable, que permite la interacción de distintas experiencias sociales mediadas por los procesos comunicativos contemporáneos que, apoyados en la tecnología y la inmediatez de la información, forja una serie de redes sociales que estimula "multiplicidades culturales que promueven el autoentendimiento, la pertenencia y la identidad, en tanto que proporcionan oportunidades de desarrollo personal, placer e influencia social" (p. 132). Lull define a este concepto como:

la matriz cultural que los individuos crean para sí mismos en un mundo donde el acceso a recursos culturales "distantes" se ha expandido de manera considerable. Al mismo tiempo, sin embargo, la supercultura también contiene recursos culturales tradicionales o "cercanos", como los valores y prácticas sociales característicos de las culturas "locales" tal como son aprendidos y reproducidos por individuos y grupos. La esencia de la supercultura reside en las interfaces dinámicas que relacionan y median las esferas culturales existentes. Hoy las personas fusionan de manera rutinaria lo cercano con lo lejano, lo tradicional con lo nuevo y lo relativamente no mediado con lo multimediado, para crear material expansivo y mundos discursivos que transforman la experiencia de vida y reconfiguran radical-mente el significado del espacio cultural (p. 132).

Distintos grupos subversivos contemporáneos han creado estas superposiciones en su propia identidad, como lo es el altermundismo, incorporando un paradigma ideológico mucho más amplio que comparten con otros grupos en la escena mundial y que, simultáneamente, transforma a éstos mismos como sitios de referencia de otros movimientos. Lo que puede ser interpretado como diferencia cultural se convierte en similitud cultural, es decir, las distintas luchas por el reconocimiento de la diferencia se distinguen por el denominador común de la negación a las que se les somete.

No obstante, el neozapatismo aún tiene un gran reto en este aspecto, ya que de manera paradójica, existen dinámicas de representación visibles dentro de estas redes sociales que identifican al indígena como un sujeto homogéneo. Es por ello que la defensa e interpretación del tradicionalismo indígena, llevada a cabo por varios de estos movimientos, incluye dentro de sí nuevamente esos ecos ideológicos que refieren a representaciones del buen salvaje (Meyer, 1999), lo que a la postre puede conducir a terrenos de dogmatismos y fundamentalismo (Bartra, 1999). El refugiarse en el tradicionalismo para defenderse de interpretaciones elitistas de modernidad es una contradicción y un peligro: se busca recuperar ese paraíso perdido, a los "hombres buenos" y a sociedades utópicas. Además, hay que recordar que, si bien los nuevos movimientos sociales, como el neozapatismo, emergen a partir de la crisis de la modernidad (Edelman, 2001), es precisamente porque estos grupos no privilegiados no han sido incluidos en el proyecto moderno. El problema de movimientos como el neozapatismo está centrado en la falta de reconocimiento y equidad, es decir, en déficit de modernidad, no en el fracaso de este proyecto. Algunos grupos construyen concepciones de lo tradicional que se oponen frontalmente a cualquier interpretación de lo moderno, por considerársele espacio de resistencia. Ello lleva a que esa "tradición imaginada" se convierta en refugio ante la carencia de justicia social impuesta por posiciones hegemónicas. Ante esto, surge una contradicción entre lo tradicional y el desarrollo, debida sobre todo a la sospecha de que éste último ha sido constantemente utilizado como herramienta de opresión. Esto conlleva a un círculo vicioso en donde, si bien lo tradicional es fuente de identidad y resistencia, también se convierte en un elemento conservador que produce otro tipo de extremismo, en donde la posibilidad de disentir de la tradición se vuelve punto intocable en el debate.

Esto puede tener un resultado preocupante, ya que puede producirse una sobreidealización de las identidades étnicas. La esencialización del indígena también puede conducir a posiciones extremas de identidad que no admiten cambio alguno ni transformación, inquietante sobre todo en el caso de encerrarse en posiciones "puras" o absolutas de las identidades sociales, lo que pone en peligro la libertad de los individuos de disentir de la normatividad comunitaria que lo envuelve. No obstante, habrá que reconocer que los movimientos sociales requieren de cierto grado de esencialización/abstracción, sin caer en la simplificación identitaria, para así forjar dinámicas de representación —políticas y culturales— que integren reclamos y aspiraciones comunes entre el mayor número de gente posible (Rubin, 2004, p. 126), es decir, un esencialismo estratégico (Spivak, 1996, original 1985). En suma, lo que hay que evitar con esta esencialización es que el sujeto cultural indígena internacional pueda ser una vez más tomado sólo como excusa para repetir la pugna de Occidente contra sí mismo, que los discursos del buen salvaje plantearon (White, 1985; Muthu, 2002), objetivando con ello la identidad de grupos no privilegiados.

 

EL SUJETO COMO VANGUARDIA: AGENCIA, PLURALIDAD Y SOLIDARIDAD ALTERMUNDISTA.

Ahora bien, el sujeto al que se aspira no es aquel representado como figura particular e individualista, sino aquel determinado a partir de una colectividad plural. A eso se refieren Laclau y Mouffe (1985) cuando indican que "estamos confrontados con la emergencia de una pluralidad de sujetos, cuyas formas de constitución y diversidad sólo es posible pensar si abandonamos la categoría de 'sujeto' como una esencia unificada y unificadora" (p. 181; traducción propia). Por su parte, Alain Touraine (2000) sigue la misma línea al superponer a la liberación del sujeto como elemento central de todo movimiento social, y con ello librar a dichos movimientos de convertirse en meros instrumentos del poder político o de aparatos ideológicos. Para Touraine, la noción de movimiento social (mouvèment societal) se distingue por desafiar a las orientaciones generales de la sociedad. Sólo es funcional si demuestra la existencia de un tipo de acción social que permita a determinada categoría social retar a formas de dominación, tanto particulares como generales, es decir, relaciones de poder que aplican, al mismo tiempo, a su propio entorno y de manera sistemática como discurso hegemónico. Este desafío lo hace, comenta Touraine, "en el nombre de valores generales u orientaciones sociales que comparte con su adversario, y lo hace en un intento de negar la legitimidad de su adversario". Si se invierte esta fórmula, continúa Touraine:

podemos también reconocer la existencia de movimientos sustentados por categorías dominantes y dirigidos en contra de categorías populares, las cuales son consideradas como obstáculos para la integración social o el progreso económico. Pero en ambos casos, el movimiento social es mucho más que un grupo de interés o una herramienta para ejercer presión política; el movimiento social desafía a la modalidad del uso social de los recursos y a los modelos culturales (2000, p. 90).

No obstante, el autor advierte de los peligros de la polarización ideológica, y recalca que los movimientos sociales sólo son posibles como tal si se desprenden de la tentación extremista de despreciar al sujeto y convertirse en mero instrumento doctrinal (p. 94).

Asimismo, Touraine insiste en afirmar que el sujeto "no existe en el vacío social de la libertad política, sino por el contrario, se encuentra dentro de relaciones sociales de dominación, propiedad y poder. Un movimiento social es entonces ambos, una lucha en contra del poder y una lucha por una visión de sociedad" (p. 122; traducción propia). Sin la posibilidad de reconocer al sujeto como vanguardia, las luchas sociales se restringen a dominaciones particulares que pierden la posibilidad de la potencialidad solidaria forjada a través de distintas redes sociales. Es por eso que resulta pertinente recordar a Raya Dunayeskaya (1973) cuando exhortaba a "una unidad de luchas por la libertad con una filosofía de liberación":

Nuestra época puede encontrarse con el reto de los tiempos cuando resolvamos una nueva relación de la teoría a la práctica que pruebe que la unidad está en el desarrollo del Sujeto de sí mismo. La filosofía y la revolución liberarán entonces los talentos innatos de hombres y mujeres que se convertirán en conjunto. Que reconozcamos o no que esta es la tarea que la historia ha "asignado" a nuestra época, es una tarea que aún queda por hacer (p. 292; traducción propia).

El pluralismo se forja como universalismo, pero no con una visión única de diferencia, sino como práctica de inclusión de diferentes antagonismos que definen al sujeto plural, sin retrocederlo a "un principio fundador positivo y unitario" (Laclau y Mouffe, 1985, p. 167). Por tanto, los movimientos sociales pueden encontrar fortaleza en la inclusión de su propia identidad a la de otros grupos, quienes más que resistir a cada una de las serpientes de la medusa dominante, buscan los espacios idóneos de subversión colectiva para cortar de tajo la cabeza que sostiene a una totalidad percibida de los diversos discursos de dominación. Es por ello que las luchas individuales se diversifican y se concentran al mismo tiempo en el sujeto, y es aquí donde el indígena se encuentra con la mujer, el homosexual con el proletario, el pobre con el enfermo de SIDA, el punk con el inmigrante, el pacifista con el ecologista, etc. Por ende, como comenta Charles Hale (1997, p. 581) à la Macheray, la subversión encuentra, en los resquicios del poder, las oportunidades y los espacios de resistencia que se definen a través de las propias contradicciones de la identidad, el discurso o la práctica institucional del opresor.

Así pues, el neozapatismo es uno de estos espacios paradigmáticos de la globalización como posibilidad, ya que esta insurrección se presenta en un momento histórico que parece concentrar en sí mismo toda esa catarsis de aspiraciones subversivas, que se habían ido tejiendo en las décadas anteriores, sobre todo aquellas que se habían venido desarrollando en la Europa mediterránea. No hay que olvidar que la convocatoria para lo que fue el Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo, llevado a cabo del 27 de julio al 3 de agosto de 1996, significó de alguna manera una nueva forma de concentración de los distintos movimientos sociales que se manifestaban alrededor del mundo en contra del uniteralismo global. A esta convocatoria del EZLN asistieron aproximadamente 4,000 activistas políticos y simpatizantes de los cinco continentes, que se reunieron en cinco comunidades neozapatistas en Chiapas para compartir sus experiencias (Cuninghame y Ballesteros, 1998, p. 14).

De hecho, aquí se estaba marcando la ruta que después seguirían las distintas manifestaciones globalifóbicas, como peyorativamente fueron definidas por el globalifílico Ernesto Zedillo, que inician en Seattle en 1999 y se extienden en cada reunión del G8, del FMI, del Banco Mundial, o del Foro Mundial Económico: Québec, Praga, Ginebra, Maastricht, Cancún, entre otros sitios en donde se han realizado movilizaciones en contra de estas reuniones, las cuales han sido fuertemente influenciadas por el espíritu de la rebeldía neozapatista. El propio Foro Social Mundial aprendió mucho de esta experiencia. Es así que la globalización también produce similitudes transnacionales en las formas de protesta a través de la creación de redes de difusión, las cuales interconectan a las diferentes redes sociales (della Porta y Kriesti, 1999, pp. 6–10).

Este tipo de dinámicas sociales construyen nuevas esferas de participación y disensión encauzadas a través de la movilización. El objetivo es politizar lo social para reflexionar en torno a la vida cotidiana y cultural como lugares donde se desarrollan relaciones de poder. Al respecto, Iris Marion Young (2000, p 492) comenta que este tipo de movimientos son nuevos, por lo menos en dos dimensiones. Por un lado, ya no es sólo cuestión de exigir mejoras a las condiciones económicas y a los derechos políticos de los ciudadanos, sino que sus demandas están más enfocadas al reconocimiento de las diferencias culturales, la autodeterminación y la pluralidad de estilos de vida, así como a la posibilidad de acceder a espacios de discusión e interacción sobre su propia condición social a niveles institucionales. El segundo punto es que estos movimientos ya no encuentran, en las formas de organización tradicionales, tales como los sindicatos o los partidos políticos, los modelos en que puedan encauzar sus exigencias y reclamos, sino que van creando una serie de redes ciudadanas que se diferencian entre sí, pero que se movilizan en conjunto, en acciones de protesta. Lo que identifica a los movimientos sociales como el neozapatismo, es que se han convertido en una forma de manifestación que refleja una multiplicidad de reclamos en la cuestión del Otro in toto; las opresiones particulares han creado paulatinamente dinámicas de integración que evitan el aislamiento subversivo.

Ahora bien, la definición de movimiento social de Alberto Melucci (1989) destaca varios elementos distintivos de este tipo de fenómenos colectivos. Para Melucci, el primer elemento que resalta en estas acciones colectivas se centra en el reconocimiento mutuo de los actores que operan solidariamente, para los cuales existe, como segundo elemento, un conflicto con un antagonista con el que se compite por ciertos bienes o valores. Un tercer elemento que Melucci resalta es que la acción de los movimientos sociales "viola las fronteras o los límites de tolerancia de un sistema, de este modo empujando al sistema más allá del rango de variaciones que puede tolerar sin alterar su estructura", es decir, esta acción colectiva "rompe con los límites de compatibilidad de un sistema" (p. 29; traducción propia). Este rompimiento, en el caso neozapatista, puede ser mejor interpretado como extensión, en donde aparte de forjar nuevas formas de resistencia civil a través de la movilización social, también se conectan distintos actores en diversas arenas más allá de los ámbitos de lo nacional, como ha sucedido con distintas manifestaciones en contra de la globalización alrededor del mundo (Watson, 2002, p. 80).

Por tanto, como es lógico, la manufactura de la estrategia de esta ruta ciudadana de resistencia no ha sido totalmente confeccionada por el movimiento neozapatista. De hecho, varias de las avenidas que el movimiento neozapatista tomó como estrategia fueron confeccionadas a partir de esta influencia "externa". Fue una relación de beneficio mutuo: mientras miembros de la sociedad civil, con su presencia física o virtual, evitaron el exterminio de un movimiento que contaba con más voluntad revolucionaria que armamento, el EZLN ofreció un nuevo sitio para renovar diversas luchas a partir de una antiquísima problemática local. Lo que podría ser denominado como la paradoja neozapatista fue la que de hecho les permitió sobrevivir las hostilidades gubernamentales: a pesar de seguir denominándose como un ejército de liberación nacional, el EZLN dejó atrás la etiqueta de "ejército", así como sus alcances meramente "nacionales".

Así, el neozapatismo ha resistido a esa concepción teleológica e inmutable de globalización (Watson, 2002, p.75), por lo que descentralizan este pensamiento de dominación transnacional para, en su lugar, elaborar una fuente de liberación potencial de culturas locales en antagonismo con aparatos de estado convencionales (Russel, 2001, p. 401). Por ello, el Subcomandante Marcos hace uso del sarcasmo para definirse a él mismo: ha dicho que es gay en San Francisco, anarquista en España, negro en África del Sur, palestino en Israel, etcétera (Nolasco, 1997), es decir que se define a través de las identidades colectivas que se encuentran en la periferia del centro ideológico. Lo que se produce es un estilo de metáfora de Zelig, ese camaleón humano al que se hace referencia en el mockumentary de 1983 del mismo nombre, dirigido y protagonizado por Woody Allen. Zelig transforma su apariencia en la de aquellas personas que lo rodean: es médico entre médicos, gordo entre gordos, negro entre negros, judío entre judíos. Es cualquiera, pero sigue siendo él mismo. Sin embargo, en la trama de esta comedia, donde se muestran distintos momentos de transformación y asimilación de este personaje, éste nunca aparece como fi gura central. Siempre está ubicado al lado de los protagonistas, es uno de ellos, pero no es quien aparece en primer plano. No obstante, la película se desarrolla en torno de sus aventuras —más bien desventuras—, por lo que a pesar de estar fuera del centro de esas escenas, paradójicamente sigue siendo el centro de la trama. Su protagonismo se logra al desvanecerse él mismo, pero nunca deja de serlo. Así, el sujeto cultural indígena se desvanece para incorporarse en las distintas redes sociales que lo incluyen y que él mismo incluye, pero nunca deja de ser indígena.

Así pues, esa metáfora de Zelig puede entenderse como aquella posibilidad de que cualquiera es parte de la lucha de cualquiera, forjando una identidad mayor que no satura la(s) propia(s). Es integrarse para solidarizarse. Ese parece ser el mensaje detrás de la aparente broma de Marcos: todos pueden ser Zeligs/Sujetos más allá de la filiación, la membresía o la pertenencia identitaria, nunca intentando acaparar jerarquías, sino siendo lo mismo y diferente: diferentes sujetos tras las mismas aspiraciones de reconocimiento.

De la misma manera, la historia del movimiento del EZLN es también una historia de hibridez, mutua influencia y transformación ideológica. Regis Debray comenta que cuando en 1984 un grupo de "blancos" sobrevivientes de los movimientos de izquierda de los años setenta, con la aspiración de continuar el sueño del Che, llega a Chiapas con la idea de promover la revolución y se enfrenta a la situación de carencia y miseria extrema en la que los indígenas se encontraban, hubo una conversión mutua, al igual que ha sucedido con los evangelizadores católicos en esa zona (Nash, 2001). Mientras que "aquellos que vinieron de la ciudad trajeron consigo un sentido del individuo, de nación, y más allá, de un mundo más amplio", los indígenas les enseñaron "un sentido de armonía, de referéndum permanente y de disponibilidad para escuchar" (Debray, 2002, p. 350; traducción propia). Así, este movimiento insurgente interpretó la cosmovisión indígena a partir de la lógica del consenso, y de hecho la hizo suya, elaborando su ideario a partir de la construcción del poder desde abajo y proponiendo dinámicas de buen gobierno fundadas en la idea de mandar obedeciendo. Esto no es nada nuevo en las insurrecciones en Latinoamérica. Por ejemplo, al comentar el caso de rebeliones indígenas en Ecuador durante la primera mitad del siglo XX, Marc Becker (2006), nota:

Indios y marxistas comenzaron a influenciar de manera recíproca sus ideologías, con los indios volviéndose comunistas y los marxistas adquiriendo un profundo respeto y entendimiento por las sociedades multiculturales. Sus motivaciones iniciales de interacción pudieron ser vistas de manera sucesiva como mutuamente explotadoras y mutuamente provechosas, pero al final los dos grupos habían influenciado dramáticamente el uno al otro (p. 14; traducción propia).

Las identidades colectivas, comenta Melucci (1996), envuelven una serie de definiciones y líneas de acción que comparten los individuos, las cuales no están exentas de contradicciones, pero que no obstante operan cohesionando e interpretando sus prácticas y usos culturales. Estas identidades se forjan a través de flujos de comunicación que corren entre los miembros de la colectividad, en donde "formas de organización y modelos de liderazgo, canales y tecnologías de comunicación son parte constitutiva de esta red de relaciones" (p. 70): movimiento social sin vías de comunicación es mera abstracción. Asimismo, Melucci contempla una dimensión sumamente importante dentro de la conformación de estas identidades, y que muchas veces es subvaluada o incluso despreciada al estudiar movimientos sociales, ya que escapa a lo pragmático. La emotividad juega un importante papel al crear espacios de identidad común; es decir, más allá de los fines prácticos y las posibilidades reales de las acciones colectivas, hay una serie de emociones que hacen que los individuos basen sus decisiones a partir de sentimientos humanos —lealtad, aprecio, admiración, etc.— que escapan a lo utilitario (pp. 70-71). Así pues, la identificación solidaria entre individuos crea todo un sistema simbólico que los faculta como movimiento social a la hora de realizar acciones colectivas. La ya célebre frase "No están solos" que los simpatizantes del EZLN coreaban durante la "Marcha por la dignidad indígena" del 2001, y que se ha repetido en diferentes circunstancias como, por ejemplo, en el movimiento encabezado por el poeta Javier Sicilia, muestra mucho de esa emotividad, donde la membresía oficial al movimiento es lo menos importante. La identidad construida se forja a través de condiciones similares de opresión étnica, racial, sexual, económica, de género, o de cualquier otro tipo, creando vínculos sociales con toda una gama de colectividades que "se acompañan" en sus reclamos. En un comunicado de diciembre de 1998 titulado "La historia del uno y los todos", Marcos compartiría esta lógica solidaria por medio de un relato contado por uno de sus personajes, el Viejo Antonio:

Y así vieron los más primeros dioses que el uno es necesario, que es necesario para aprender y para trabajar y para vivir y para amar. Pero vieron también que el uno no es suficiente. Vieron que se necesitan los todos y sólo los todos son suficientes para echar a andar al mundo. Y así fue como se hicieron buenos sabedores los primeros dioses, los más grandes, los que nacieron el mundo. Se supieron hablar y escuchar los dioses estos. Y sabedores eran. No porque supieran muchas cosas o porque supieran mucho de una cosa, sino porque se entendieron que el uno y los todos son necesarios y suficientes.

El EZLN entra a ambas escenas, nacional e internacional, prácticamente al mismo tiempo, impactando con la creación de un nuevo imaginario que le daba cabida a los anhelos de reivindicación y subversión de intelectuales de izquierda. Personajes como Ivon LeBot, Alain Touraine, Manuel Vázquez Montalbán, Susan Sontag, Carlos Monsiváis, Luis Hernández, Ignacio Ramonet, Pablo González Casanova, José Saramago, entre muchos otros, se acercaron a dialogar con la comandancia del EZLN, lo que sin duda influenció formas y prácticas del movimiento. Al mismo tiempo, esos intelectuales, distintas organizaciones sociales e incluso foros universitarios, fueron marcando varios de los pasos subsecuentes de la insurrección, que cada vez, con mayor fuerza, exponía la vía social en contra de la vía armada. Además de luchar por el reconocimiento de los pueblos indígenas, también representaba ser un movimiento de movimientos, un melting pot de distintas colectividades que se fortalecían y se renovaban a través de este movimiento indígena.

Por tanto, el neozapatismo, más allá de sus propuestas e ideologías, representa un espacio de interacción social que incorpora distintos reclamos, construyendo una dimensión internacional de esfera pública alternativa y disidente (Leetoy, 2010), es decir, de contrapúblico subalterno (Fraser, 1992). Los nuevos movimientos sociales como contrapúblicos, afi rma Felski, no luchan por una visión universal de humanidad, sino que afirman específicamente la identidad en términos de género, raza, grupo étnico, edad, preferencia sexual, entre otras (citado por Palczewski, 2001, p. 165), pero al mismo tiempo, pueden conectarse entre ellos formando una esfera con mayores alcances. Es decir que lo local es la fuente de donde emana el concepto de lo global, y no al contrario. Además, la internacionalización de este tipo de movimientos sociales no debe ir en sentido contrario a su propia condición local, ya que es precisamente el contexto nacional lo que les ofrece un marco de referencia en el cual también operan. La creación de un antagonismo entre lo nacional y lo internacional sólo entorpece la posibilidad de incorporar a las distintas luchas sociales en ambas arenas, deteriorando su posibilidad de adaptación de estrategias de resistencia en cualquier ámbito.

Ahora bien, la globalización desde abajo es forjada en la creación y la vinculación de redes sociales imperturbables de las restricciones nacionales, cuestiona la indivisibilidad de esta concepción de nación y obliga a su replanteamiento. Lo visto como indeseable en la ortodoxia teórica nacionalista es celebrado en este otro tipo de lógica global. La diferencia se muestra como motor de similitud social, que viene a rechazar el absolutismo de la unilateralidad discursiva no sólo de la nación, sino de otros discursos de globalización que intentan trasladar a escala mundial dicho absolutismo. Si alguna lección deben tomar los estados-nación modernos con respecto a la globalización, es dejar de hacer del ciudadano un sujeto uniforme y unitario, para mejor hacer de lo plural y lo diverso la ruta a tomar.

Por tanto, si algo se puede aprender, a su vez, de la experiencia neozapatista, es precisamente ese interés en hacer del sujeto cultural indígena un catalizador de anhelos de unidad en la diferencia, apropiando y compartiendo identidades culturales como forma de crear lógicas de entendimiento y tolerancia, como lo puede hacer cualquier identidad oprimida. El sujeto cultural indígena internacional es entonces un sujeto multicultural que interactúa en distintos imaginarios sociales, donde los flujos de influencia son hacia otros sujetos y hacia ellos mismos y donde nadie goza de privilegios jerárquicos.

Esta forma global de expandir sus reclamos a diferentes sectores de la sociedad resulta ser un fenómeno innovador en la lucha indígena. Los siglos de la Colonia representaron una lucha comunitaria en contra de la explotación y la subordinación de sus prácticas culturales. Durante el siglo XIX y casi todo el XX, ante la homogenización de la identidad indígena y la desindianización por medio de la figura del mestizo (Bonfil, 1990), la lucha indígena cobra un sentido nacional. Es hasta la década de los sesenta cuando apenas comienzan estos procesos de expansión de la lucha indígena en espacios institucionales de organismo internacionales tales como las Naciones Unidas (Feldman, 2002, p. 35). Sin embargo, el neozapatismo renueva espacios en los que esta lucha de siglos se incorpora, sobre todo en términos de inclusión de redes sociales. Ya no es el único, y ni siquiera se puede decir que tenga la misma capacidad de convocatoria y organización que tienen otras agrupaciones indígenas del continente. Incluso se puede decir que el neozapatismo ha caído en un impasse. Sin embargo, sus lecciones siguen operando para varias organizaciones, y ellos mismos han trascendido la apatía de sectores conservadores de la sociedad, para quienes son un asunto acabado y que incluso nunca comprendieron las razones y las formas del conflicto, dejando entrever, en esa antipatía, lo que en realidad es una actitud elitista y discriminatoria. Así pues, los reclamos del movimiento nunca han perdido vigencia ni importancia. Innovaron dinámicas de resistencia nacional e internacional que se siguen manteniendo como paradigma de los movimientos sociales contemporáneos. Como se ha mencionado anteriormente, este movimiento se convierte en tema central y fenómeno de reflexión acerca de lo problemático de las visiones unilaterales de globalización. El neozapatismo sobrevivió a través del cambio de estrategia, pero sobre todo gracias al énfasis de los objetivos del movimiento. Se levantaron no por interés en tomar el poder, sino para reaccionar en contra de la ya de por sí radicalizada discriminación y pauperización a la que son sujetos los pueblos indígenas. La guerrilla los hubiera llevado al exterminio, pero como movimiento social aseguraron su supervivencia y continuación de la lucha por medios sociales. Al respecto, Dunayeskaya decía que "la guerra de guerrillas es un atajo a ningún lado. Es una guerra prolongada que lleva más frecuentemente a la derrota que a la 'victoria', que cuando lleva al poder del estado, difícilmente deja sin corromper a la revolución" (1976, p. 277; traducción propia).

Luís Villoro (1950) había pronosticado hace más de medio siglo que, cuando el indio lucha por su propia liberación, al igual que cualquier otra raza considerada "inferior", "lucha simultáneamente por la liberación de todos los grupos sociales y radicales menos explotados que él. Porque si él, el peor esclavo, logra el reconocimiento y el respeto, habrá de lograrlo también para todos los hombres" (pp. 227-228). La Guerra Fría desgastó los discursos de la guerrilla tradicional, por lo que el énfasis en su condición étnica le daría una mayor legitimidad y apoyo. Así, el sujeto cultural indígena internacional se convierte en ícono de resistencia mundial, abriendo espacios que incorporan a todo un mosaico identitario, constituyéndose a sí mismo como esa posibilidad de resistencia que sigue abriendo varios frentes de resistencia global.

 

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Información sobre el autor

Salvador Leetoy. Es doctor en Estudios Culturales por la Universidad de Alberta, Canadá y profesor investigador y director de la cátedra de investigación "Globalización, Comunicación y Estudios Culturales" del Tec de Monterrey, Campus Guadalajara. Ha sido profesor visitante de la Universidad de California en Berkeley y la Universidad de Sevilla. Ha escrito diversos artículos y capítulos de libros en temas sobre identidad y representación cultural, democracia deliberativa y esfera pública.

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