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CONfines de relaciones internacionales y ciencia política

versión impresa ISSN 1870-3569

CONfines relacion. internaci. ciencia política vol.1 no.1 Monterrey ene./jun. 2005

 

Artículos

 

La Ciencia Política o de cómo "hacer" política por otros medios

 

Political Science or How to Engange in Politics by Other Means

 

Iñaki Martínez de Albeniz*

 

* Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva, (CEIC-IKI), Universidad del País Vasco, España. Correo: cjpmaezi@lg.ehu.es

 

Resumen

El artículo aborda, desde una perspectiva crítica, la producción científica de la política. Trata de problematizar lo que, con la retórica de los estudios sociales de la ciencia, se puede denominar la caja negra de la ciencia política, esto es, el concepto mismo de lo político, aquello que, pese a definirse como la única certeza de la disciplina —pues en principio una disciplina no puede cuestionar su objeto—, es precisamente su elemento más controvertido. En este sentido, se defiende que la cuestión política por excelencia es la definición de la política. ¿Por qué surge la pregunta por el sentido de la política? ¿Cómo construye la ciencia política lo político? ¿Cuáles son las consecuencias que ello tiene en el despliegue de la acción política? ¿Se puede hacer política una vez que ésta ha sido pensada? Estas son las preguntas que se intentan responder en el trabajo.

 

Abstract

This article is concerned with the scientific production of politics from a critical viewpoint. Using a constructivist perspective, it analyzes the so-called black box of political science, namely the essence of politics itself. Although protected from critique, because in principle a discipline cannot question the object of its analysis, it is precisely the definition of politics that is the most controversial and thus requires further analysis. Therefore, the central theme of political science is the definition of politics. I contend that once politics is defined, not as a certainty but as a scientific construction, it raises many questions: Why does the issue of the meaning of politics emerge? How does political science construct politics? What are the discursive effects of this construction in the political sphere? What does it mean to "do politics" and how do we define political action? It is these questions that I seek to address in this article.

 

1. De las consecuencias de pensar en política

En el texto de la presentación de la revista Confines se sostiene acertadamente que, con la crisis del Estado-nación, la política insinúa desmarcarse progresivamente de las estructuras institucionales, de suerte que asistimos a un momento de ubicuidad de lo político que, a la vez que inaugura ámbitos globales de deliberación y toma de decisiones, inunda el espacio de la sociedad civil politizando nuevas cuestiones. En dicho texto, entre otras cosas, se formula la interrogación de si en la actualidad, al abrigo de estos cambios, no se estarán perfilando nuevos sentidos para la política. Pregunta a la que me gustaría responder con otra pregunta, sin que con ello deba entenderse que esquivo la cuestión.

¿Por qué surge la pregunta por el sentido de la política? ¿No va acaso esta preocupación acompañada de un sentimiento de pérdida de la política? ¿O es que la política se construye como objeto perdido? ¿Por qué la necesidad de pensar la política? ¿Es posible seguir haciendo política del mismo modo cuando ésta se ha pensado?

¿Es posible imaginar, aunque sea en clave de supuesto lógico o de mito, una sociedad en que la política, lejos de pensarse o decirse, se haga? ¿Es posible imaginar un tiempo en que, como le ocurría a Mousieur Jourdain — quien no era consciente de que hablaba en prosa—, los humanos no sepan que hacen política cuando la hacen? ¿Pensar la política es hacer política?

La dificultad de imaginar un escenario tal reside en que la política no podría ser inteligible ni codificable con base en las premisas sobre las cuales se ha articulado la disyuntiva medios-fines del imaginario político de la modernidad. Una política que únicamente se hace no constituiría ni un fin (ético, moral) en sí mismo, ni el cálculo instrumental de medios para la obtención de fines. La política sería pura medialidad, medio sin fin, presencia sin representación, acción sin obra y sujeto sin sustancia (Esposito, 2000: 119). En una palabra, apariencia pura, no susceptible de ser pensada y designada como tal, so pena de tematizarla y hacerla así reflexiva, metapolítica1.

El escenario arriba sugerido es una ficción que, si bien es lógicamente imaginable, no lo es tanto desde el punto de vista pragmático, pues el hecho de imaginar la política ya implica tematizarla, elevarla a la condición de objeto, incluso si es imaginada en la forma aparentemente refractaria a toda reflexividad de la pura medialidad. De la imposibilidad práctica de pensar un escenario en que la política sólo se hace, se sigue la paradoja que la atraviesa: pensar la política, tematizarla, significa que ésta irrumpe como episteme, bien en la versión normativa de la filosofía política, que pretende educar la política, bien en la más "realista" de la ciencia política, cuya pretensión es describirla.

Ya en su fundación, el orden político es incapaz de sustraerse a esta suerte de contradicción pragmática. Pondré un ejemplo. Por lo general, se afirma que en su célebre "Oración Fúnebre", a la sazón uno de los discursos fundacionales del orden político occidental, Pericles hace un elogio de la democracia. No se repara, sin embargo, en que, en tanto que reviste la condición de observación, la Oración Fúnebre de Pericles hace de la política un objeto reflexivo y por extensión metapolítico. Constituye, de hecho, una de las primeras tentativas de autoobservación de la política por parte de la sociedad. Así, ya desde su fundación, la política pasa de la acción pura al discurso, se vuelve re-presentable. Pericles sería, en este sentido, más que un político, un científico político avant la lettre. Como se ve, la fundación y la tematización del orden político van de la mano.

La paradoja pragmática reside en que como resultado de que se ha tematizado como tal y de que se ha gestado una simbolización de la política, ésta ya no puede ser más un gesto espontáneo. A consecuencia de su tematización y de la pregunta por su "sentido", la política pierde la inocencia y comienzan a problematizarse sus condiciones de posibilidad. En suma, la pregunta por el ser de la política implica el trazo de una distinción que hace de la política una esfera diferenciada para cuya observación la sociedad genera un subsistema científico especializado. Que la política surja como tema significa que desaparece como gesto. Lo que equivale a decir que no es posible seguir haciendo política del mismo modo cuando ésta comienza a ser pensada y que como resultado de ello una parcela de la realidad es designada como "política".

La emergencia de una episteme de la política implica que las relaciones entre el hacer y el pensar la política han de ser necesariamente reformuladas. Cambian también las preguntas: ¿es la política una certeza previa a toda representación de sí o es más bien la ciencia política la que articula una determinada forma de lo político que se hace pasar por la "verdadera" política?

Pongamos por caso que el reparto de roles, entre quien piensa/designa la política (el científico) y quien la hace (la sociedad), es análogo a la relación que en la siguiente cita de Varrón se establece entre el poeta y el actor:

Es posible, en efecto, hacer algo sin actuar, como el poeta que hace un drama pero no actúa (agere, en el sentido de "desempeñar un papel"); a la inversa, en el drama, el actor actúa pero no lo hace. Análogamente el drama es hecho (fit) por el poeta, pero no es objeto de su actuación (agitur); ésta corresponde al actor, que no lo hace (Varrón, en Agamben, 2000: 53).

El científico/poeta construye el drama de la política (lo hace) sin que ello signifique que actúa, es decir, que desempeña un papel en el drama. Quien actúa en él es la sociedad/actor, que no lo hace. De este reparto asimétrico de tareas se sigue la imagen de los actores políticos como judgmental dopes (Garfinkel, 1984), esto es, como idiotas que juzgan y actúan siguiendo el guión que la política, una política pensada en buena parte desde la ciencia política, ha escrito para ellos. Este es el reparto habitual de papeles en el drama de las relaciones entre las ciencias sociales, en general, y la sociedad: las ciencias sociales hacen sin actuar y la sociedad actúa sin hacer.

Ahora bien, de lo anterior se sigue igualmente, que la ciencia no es capaz de verse a sí misma actuando el drama en el papel de "quien contribuye a hacer el drama": dado que parece no ser consciente de su condición po(i)ética, escamotea su propia producción del drama de la política con las ficciones alternativas de describir el drama que hace y actúa la sociedad, o educar el drama que debe hacer y debe actuar la sociedad.

El reparto de papeles y la correlación de fuerzas cambian cuando, asumido su rol de poeta, el científico desempeña un papel en el drama que contribuye a hacer. Como señala Varrón:

De manera diversa [al actor], el imperator (el magistrado investido con el poder supremo), con respecto al cual se usa la expresión res gerere (llevar a cabo algo, en el sentido de tomarlo sobre sí, asumir por completo su responsabilidad), no hace ni actúa, sino gerit, es decir soporta (sustinet) (Varrón, en Agamben, 2000: 53).

Desde esta perspectiva, el científico soporta la política en el doble sentido de portar o desempeñar el papel de observador de la misma, y de sostener una posición desde la que piensa y designa, es decir, desde la que produce la política en un sentido determinado. Es a consecuencia de la doble condición del científico social como poeta y actor del drama de la política que se redefinen las relaciones entre pensar y hacer política. Dicho con crudeza: decir/pensar la política es hacer política. Toda definición de la política performa2 la realidad en cuanto que, independientemente de que tenga o no la vocación explícita de hacerlo, interviene en ella. La delimitación de una convención en torno a lo que la política es, de un uso recto de la misma, y su posterior naturalización —su establecimiento como evidencia social— es precisamente el problema político por excelencia. Lo que implica definir la política no como una certeza previa a toda re-presentación de sí, sino como una contingencia inserta en un campo discursivo (ideológico) en el que se da una disputa en torno a su sentido.

 

2. Una urgente etnografía de las ciencias políticas

Para ilustrar el trazado y los límites de esta propuesta epistemológica, concédaseme la licencia de servirme de una anécdota3. No aspira ésta a tener ningún valor probatorio. Constituye más bien un recurso puramente estratégico: es una de las posibles puestas en escena de las controversias sobre el sentido de la política. A través de la anécdota, pues, no me propongo más que llevar a cabo un pedestre, pero sí ilustrativo ejercicio de etnografía de la(s) ciencia(s) de la política: entrar de rondón en los laboratorios —más aseados, menos abigarrados y tecnificados, aunque igualmente eficaces, si no más, que los de nuestros colegas de las ciencias duras, precisamente porque no se saben laboratorios— en los que se escenifican las controversias científicas en torno al sentido de la política.

La controversia que quiero consignar aquí gira en torno a la dimensión política de los movimientos sociales. El interés estratégico del tema estriba en que en él están implicadas dos instancias que pueden ser tenidas por antagónicas: la sociedad y la política. Los movimientos sociales se situarían entre ambas, ejerciendo de agentes dobles, en una suerte de limbo. Pues bien, en más de una ocasión me he visto enfrentado a la siguiente tesitura en debates en torno al carácter político de los nuevos movimientos sociales: siempre que surge la discusión sobre la dimensión política o social de éstos —una problemática que, de ser explotada sin los prejuicios derivados de fidelidades o miedos disciplinares, daría pie, dada su latente condición antagónica, a desarrollos prometedores— el debate se resuelve mediante un curioso reparto de tareas entre sociólogos y politólogos. Se apaciguan posibles querellas interdisciplinares, se termina por prefigurar aquello de lo que se habla y se instituyen sendas acepciones mutuamente excluyentes de lo político y lo social de una sospechosa claridad en sus perfiles. Esta inconmensurabilidad entre lo social y lo político no está dada de antemano: es, en todo caso, sobrevenida, esto es, producto de la controversia entre las perspectivas en pugna.

Una vez que la compleja dimensión cultural ha sido allanada y que la siempre inquietante —cuando no molesta — presencia oculta de la antropología4 ha sido redirigida al ostracismo de las "culturas primitivas", de las "sociedades contra el Estado" (Clastres, 1978) o de las "sociedades sin Estado", el debate sobre los movimientos sociales se resuelve en un pacto de no agresión: queda en manos del sociólogo/hermeneuta el análisis de las redes de interacción social y la resolución del expediente del sentido de la movilización; solventado este expediente, corresponde a la jurisdicción del politólogo cuantificar la incidencia del movimiento y otorgar a éste, eventualmente, como en un bautismo, la condición de político, la enjundia de tal. La anécdota se repite hasta la saciedad y termina, dado el empecinamiento de las posiciones de unos y otros, por elevarse a categoría. Lo que sigue es el relato de cómo se despliega, con una contumacia sin precedentes en otro tipo de foros o discusiones, esta dialéctica entre sociólogos y politólogos.

En el capítulo de los preámbulos, el sociólogo de turno, deseoso de tomar la palabra y menos cauto que el politólogo, afirma que el aspecto más novedoso de los movimientos sociales es su capacidad de producir sentido/significado5 y una red de relaciones6 para la movilización. Total parcial: esta creación ex novo, de base relacional y capital simbólico, contribuye a solventar la crisis que venía aquejando al "sujeto político histórico" —los movimientos sociales tradicionales, fundamentalmente el movimiento obrero— y abona las condiciones para el alumbramiento de una subjetividad política, a la que, a la espera de mayor abundamiento, se la denomina, en un alarde de originalidad, "nueva" (Melucci, 1994). A modo de confirmación de cierta lectura teleológica del cambio social, se sostiene que, a diferencia de los movimientos tradicionales, estos nuevos movimientos sociales desarrollan una mayor capacidad de adaptación a las sociedades complejas.

La complejidad del reto al que se enfrentan los movimientos sociales deriva del hecho de que, en sociedades de la información como la contemporánea (Castells, 1998) —también llamadas "postmateriales"— la retórica marxista articulada en torno al lenguaje de los bienes materiales y las fuerzas naturales, —retórica en la que los movimientos tradicionales se movían con comodidad —pierde plausibilidad en favor de una nueva definición de explotación y conflicto. Las bases del conflicto contemporáneo, se dice, versan sobre la definición del significado de las cosas o, en palabras de Alberto Melucci, "se sitúa[n] más bien en un estadio anticonvencional de la lucha políticamente definida sobre el poder de definir". En efecto, en este nuevo contexto, la explotación7 se desmaterializa. Constituye "una forma de dependencia a la hora de participar en el flujo de la información. La explotación es igual a la privación del control sobre la construcción de significados (...) la dominación real es hoy la exclusión de la capacidad de nombrar" (Melucci, 1996a: 182).

Por lo que a la sociología toca, es correlativo de la desmaterialización de las relaciones de explotación el que surja un nuevo sensorio en los ámbitos de la teoría y de la epistemología, respectivamente: un giro lingüístico o culturalista y una epistemología crítica, reflexiva y constructivista. Como consecuencia de este cambio de rumbo teórico, apadrinado en gran medida por los estudios culturales (Raymond Williams; Stuart Hall), el post-estructuralismo (Michel Foucault) y la deconstrucción (Jacques Derrida), la lucha textual por el significado pasa a ser el equivalente de la lucha social por el poder. Se produce una ampliación del campo de batalla (Houllebecq, 1999): el significado pasa a revestir la condición de campo o mercado tal y como lo fueron tradicionalmente la economía y la política. En este giro semiótico, que acota la centralidad de las cuestiones relacionadas con el significado/sentido en la estructura social, encuentran asiento tanto el ímpetu por el cambio y el potencial de transformación social de los movimientos sociales, como la querencia culturalista de la sociología más reciente:

Si hemos de ser capaces de resistir la centralización del significado, si hemos de preservar las subculturas y las culturas alternativas que sirven a los intereses de la gente y cuyas diferencias forman la única fuente posible de cambio social, entonces es esencial una práctica crítica deconstructiva socialmente motivada. Es esta práctica la que puede explicar y legitimar la capacidad de los subordinados para adoptar las prácticas significantes y los productos de los dominadores, usarlas para propósitos sociales distintos y devolverlos desprovistos de sus poderes hegemónicos (Fiske, 1991: 362).

Este es, al decir de la sociología de los movimientos sociales, el aporte fundamental de la movilización: plantear nuevos códigos, nuevos desafíos simbólicos, para cambiar las reglas del juego; para modificar, en suma, la definición de la situación. Los movimientos sociales ofrecen, mediante su acción/movilización, contenidos culturales que revelan nuevas posibilidades y habilitan, como ámbitos de lucha, territorios de la realidad hasta ahora no hollados (Melucci, 1996a: 183), por ejemplo "el sentido de la política" (Álvarez, Dagnino y Escobar, 1998).

A modo de balance provisional, diremos que es de ley reconocer cierto grado de sofisticación epistemológica en esta aproximación al estudio de los movimientos sociales:

1. En primer lugar, si se la compara con la reiteración sistemática y un tanto compulsiva de la pregunta por la efectividad política de los movimientos sociales —pregunta que, dicho sea de paso, ya está rumiando el politólogo a la espera de intervenir desde el otro lado de la mesa— reclama una forma distinta de plantearse el problema de la institucionalización de las dinámicas sociales en su esfuerzo de adaptación a las sociedades complejas.

2. En segundo lugar, parte de la consideración de un giro constructivista en la ciencia y asume la incidencia de ésta (junto con otras instancias generadoras de códigos) a la hora de perfilar la realidad: el establecimiento de la agenda política no está sólo en manos de un sistema político sino que ésta está organizada en forma creciente por prioridades ocultas, establecidas por códigos culturales y científicos.

A medida que la discusión avanza, llega invariablemente el momento en que cierta pregunta no se hace esperar más y consigue, una vez formulada, enfriar, en buena parte, los fulgores de la lucha en torno a la significación; fulgores que provenían, hasta este momento, de la facción sociológica, imprimiendo un giro a la realpolitik. ¿Son los movimientos sociales capaces de producir un cambio "social y político" o, como tantas veces se ha denunciado, se quedan en la mera celebración narcisista de identidades particularistas o en lo que Judith Butler (1998) llama, con ironía, lo "meramente cultural"? ¿Cómo traducir esta capacidad de intervención de lo social en organizaciones, reglas institucionales y formas políticas de representación y toma de decisiones? ¿Cómo hacer, en definitiva, de lo particular una propuesta universal?

En este sentido, Butler habla de la extendida tendencia a relegar los nuevos movimientos sociales a la esfera "meramente cultural", y a construir esta política cultural como facciosa, identitaria y particularista8:

Ciertamente una de las asunciones más o menos explícitas de estos argumentos es la noción de que el post-estructuralismo ha eclipsado al marxismo y que cualquier capacidad para ofrecer análisis sistemáticos de la vida social o de valorar normas de racionalidad —sean estas objetivas, universales, o ambas— está ahora seriamente amenazada por una política cultural en la que el post-estructuralismo es construido como destructivo, relativista y políticamente paralizante (Butler, 1998: 34).

No es este el lugar para abordar en profundidad cuál es el algoritmo que rige el sistema de relaciones entre los ámbitos político, social y cultural. Solamente quiero llamar la atención sobre las tensiones que genera esta pregunta cuando es formulada en el marco de los debates sobre los movimientos sociales. Pues bien, para la sociología, el momento crucial para un movimiento social es el paso del movimiento a la institución (Alberoni, 1994)9, o, lo que es lo mismo, la transformación de la acción colectiva en normas y formas de organización social —la institucionalización del movimiento—, transformación que acarrea, paradójicamente, una pérdida de recursos sociales y culturales.

En esta tesitura, el movimiento social se ve sometido a una paradoja pragmática: a más institucionalización menos creatividad en el ámbito (cultural) del sentido, de lo simbólico, de la significación —la que habitualmente se considera la parte blanda del movimiento—; y viceversa, a más creatividad menos institucionalización, considerada ésta última como parte dura del movimiento. El corolario de esta relación antagónica entre la creatividad y la institucionalización es, por una parte, que tal relación constituye un universal cultural de las sociedades complejas, en cierto modo, un presupuesto de su cultura política y, por otra, que no todo el potencial de cambio puede transformarse en innovación política e institucional: el potencial de cambio es superior a la capacidad de acción. En los procesos de creatividad social se produce inevitablemente un gasto (un exceso de sentido) que la política no es capaz de traducir a su código. El gasto (Bataille, 1986) cultural desempeña la función simbólica de indicar un potencial y es a través de él que los movimientos sociales ejercen la función de sensores de cambio, faros que alumbran futuros posibles al resto de la sociedad; en otros términos, la posibilidad de generar desafíos simbólicos (Melucci, 1996a).

Esta relación entre la potencia y el acto10 es algo más que un argumento. Es toda una gestalt11 y constituye uno de los elementos heurísticos fundamentales de la sociología de cara a bregar con la poliédrica articulación entre lo cultural, lo social y lo político. Es así que esta suerte de hiato constitutivo de la modernidad entre lo cultural como potencia y lo político como actualización (acto) impone, dentro de la cuestión general de la institucionalización de las innovaciones sociales, una prelación de las dimensiones cultural, social y política que es, pese a su grado de evidencia social, todo, menos natural.

En síntesis, el algoritmo oculto que articula la relación de fuerzas entre las distintas dimensiones del movimiento social sería el que sigue: la dimensión cultural queda emplazada en el orden de la potencia, lo fluido; la política, en el orden del poder, de lo estable, de lo fijo; lo social, es la mediación entre ambos, el conmutador que traduce lo cultural en político —la potencia en su actualización, la acción en institución— mediante la institucionalización de pautas normativas (Parsons, 1988). Lo social tiene en su función de conmutador una doble virtualidad: es una suerte de limbo entre la cultura y la política, un espacio-tiempo transitorio que, o bien conserva al modo de un reservorio de creatividad (Melucci, 1996a; 1996b) la parte maldita de la cultura que, a la espera de mejores oportunidades, no ha dado el "salto" a la política, o bien moviliza la parte cultural asumible por la política mediante su traducción en roles, normas e instituciones. La cultura, entre tanto, se verá enfrentada a un futuro de incertidumbre entre la marginación (el ostracismo) o su desactivación como "gasto", y la promesa permanente de que, previo cumplimiento de determinados requisitos, pasará a articularse como cultura política tout court vía socialización política.

 

3. Desde el otro lado de la mesa: La política es la política

Solventado el expediente hermenéutico, llegado es el turno de la otra facción, que ha escuchado pacientemente lo que el sociólogo tenía que aportar a la reunión. El politólogo de turno sostiene que, aunque el capital social y cultural producido por el movimiento no es desdeñable ni mucho menos, la única manera de "medir" su "capital político" se deriva de su grado de incidencia en el sistema político. Como se puede apreciar, al definir prioridades analíticas, el problema del sentido o la construcción ha pasado a un segundo plano. La incidencia "política" del movimiento social depende básicamente del grado de apertura de un sistema político autoreferente, fin del trayecto y centro de la realidad toda. Si tal apertura se produce, la movilización será considerada, post factum "política", por más que se le añada a continuación la coletilla "no convencional". Tendrá enjundia de tal. La facción politológica invierte el algoritmo sociológico, reevaluando las relaciones entre lo social, lo político y lo cultural. Es el caso del llamado paradigma de la Estructura de Oportunidad Política (EOP) (Kriesi, 1992) que sostiene que la política tiene importancia incluso en el campo de los movimientos sociales, es decir, incluso en aquellos movimientos que en principio se muestran más refractarios a adaptarse a los requerimientos del sistema político.

El cambio social y cultural sólo devienen relevantes para los movimientos sociales en la medida en que se hallan mediados por la política, esto es, cuando son traducibles al código y al programa (Luhmann, 1993) del sistema político. Total parcial: lo social/cultural es un pertrecho para un viaje, la movilización política, cuyo punto de llegada implica la irrupción con todas las consecuencias del movimiento en un llamado sistema (de oportunidad) político. El resultado más previsible es, lógicamente, la cooptación del movimiento por parte del sistema, esto es, la convencionalización de la movilización. En caso de que tal cosa no ocurra, la movilización, que deja de ser tal retroactivamente, pues nada se ha movido o al menos no hay constancia de ello en el sistema político, ni siquiera se considera un viaje frustrado al ámbito de lo político: se tendrá por un mero deambular en lo simbólico, en lo meramente cultural o un vagar por una socialidad de nula incidencia política, salvo para almas candorosas —como, entre otras, la de Maffesoli (1990, 1996, 1997)12 — enrocadas, a su vez, en una forzada inmanencia de lo social.

Planteado el debate en estas condiciones que abonan solipsismos paralelos —cuestiones de sentido por un lado, cuestiones de eficacia por otro y el principio de inconmensurabilidad entre ambas—, la cosa se pone interesante cuando al politólogo se le formula una de esas preguntas a las que tan dados son los niños —y los imbéciles, por qué no decirlo— y, dentro de la tradición sociológica, corrientes como la etnometodología. Como preguntaban los estudiantes de Garfinkel en aquellos legendarios experimentos disruptivos, podríamos preguntar al politólogo: "¿qué quiere usted decir con política?"13. La pregunta es molesta porque convierte en incógnita la única certeza del algoritmo politológico, a saber, el sentido mismo de política, y hace de ella algo blando, pues se entiende como constitutivamente atravesada por el problema de su simbolización. La política se culturaliza: cultura política en el sentido profundo del término.

Dos son las respuestas que el sociólogo obtiene. En primer lugar, la respuesta de quien, viéndose forzado a simbolizar la política, no muestra remilgos a la hora de dar una definición de lo político o establecer un criterio con arreglo al cual un movimiento social es susceptible de revestir una dimensión política. Es el caso, ya señalado, de la EOP: "la serie visible de acción colectiva que constituye el desafío organizado, sostenido y plenamente consciente a las autoridades existentes se entiende mejor si se relaciona con instituciones políticas formales, con las prácticas y procedimientos políticos informales [énfasis añadido], y con lo que ocurre en el escenario de los partidos convencionales y de los grupos de interés" (Kriesi, 1992:1 52). Se quiere señalar que el elemento "crucial" de un movimiento social, cuando menos si aspira a ser políticamente eficaz, es su abierto desafío a las autoridades; es decir, el conjunto de campañas de acción constituidas en su interacción con las autoridades. Es esto lo que, en última instancia, determina la dimensión política de un movimiento social.

Se instituye así una noción de política que, a fuerza de ser repetida, oculta la simbolización que le da origen, convirtiéndose en evidencia, es decir, en un objeto sobre cuyo sentido no procede preguntar so pena de incurrir en la obviedad o la insidia. Una vez formulada la definición de la política, ésta puede ser manejada sin que sufra deformación alguna, ni siquiera la amenaza que se sigue de la insidiosa pregunta por su significado: ¿qué quiere decir con política? La rotundidad de la evidencia invalida la pertinencia de la pregunta. Así las cosas, la única respuesta posible sería otra pregunta que clausura cualquier tipo de especulación estéril en torno a algo tan palmario: ¿en qué sentido me pregunta qué quiero decir con política?

Cuando la política se define como algo evidente es cuando surge la segunda posible respuesta que es, dicho sea de paso, la más habitual. En ella, ni siquiera se amaga una definición de la política. Pero es precisamente porque no dice nada que diga más: "pues eso, la política es la política". Hete aquí una tautología14. Más allá de ella, lo inefable.

Cuando la política se define mediante una tautología, entra de lleno en la vía muerta de su cajanegrización, con lo que, paradójicamente, sobreviene su éxito. Como dice Latour:

cajanegrizar o encerrar en una caja negra es una expresión tomada de la sociología de la ciencia que se refiere al modo en el que el trabajo científico y técnico se vuelve invisible como consecuencia de su propio éxito. Cuando una máquina funciona eficazmente, cuando se deja sentado un hecho cualquiera, basta con fijarse únicamente en los datos de entrada y los de salida, es decir, no hace falta fijarse en la complejidad interna del aparato o del hecho. Por tanto, y paradójicamente, cuanto más se agrandan y difunden los sectores de la ciencia y de la tecnología que alcanzan el éxito, tanto más opacos y oscuros se vuelven (Latour, 2001: 362).

La tautología es un índice de que, en primer lugar, se ha producido una definición sustantiva de lo político y que, en segundo lugar, esta definición se ha naturalizado, razón por la cual no es necesario proceder a una definición sensu strictoo a una descripción explícita de lo que la política es, pues el término remite a un contexto de sentido que en ningún caso es susceptible de problematización, so pena de una pérdida general de sentido. Es por ello que cuando se profiere la tautología "la política es la política", no es ya necesario sustituirla por una definición sustantiva. Es más, ni siquiera se adopta la cautela, típica de muchos análisis politológicos, de acudir al término "política convencional", pues, de hacerlo, se incurriría en una redundancia, en un pleonasmo. Lo político es lo político convencional, lo que consuetudinariamente se considera político en contextos concretos de acción, sin considerarlo por ello consuetudinario sino lógico, bien que traduciendo lógico por "natural" y, en consecuencia, por "naturalmente". "La política es la política": va de suyo.

Ahora bien, lo que ignora nuestro ínclito politólogo cuando responde de aquella manera es el contexto que da sentido a su uso del término "política". El contexto de uso constituye, en una palabra, su punto ciego. Ignora que la política es su "caja negra", de suerte que no es capaz de problematizarla. La ciencia política concibe asépticamente la política como si se tratara de un objeto emplazable en la distancia, transcontextual y ajeno a toda construcción sociocognitiva. Una realidad susceptible de ser descrita "objetivamente".

 

4. Los límites variables de la política

La política es un concepto esencialmente controvertido (Conolly, 1988), un significante vacío permanentemente sometido a discursos que tratan de hegemonizarlo atribuyéndole un significado particular (Zizek, 2001: 188). Es por ello que las luchas ideológicas se ganan o se pierden en los términos de la decisión acerca de cuál será el contenido de la política que va a contar como convencional, como naturalmente político. ¿Pero en qué condiciones se desarrollan estas luchas por hegemonizar la política? Para Zizek, la lucha por la hegemonía ideológico-política es siempre una lucha por la apropiación de los términos "espontáneamente" experimentados como "apolíticos" (2001: 191). Pondré un ejemplo para ilustrar este extremo (Skinner, 1988: 125).

En Thought and Action, Stuart Hampshire se refiere a una hipotética discusión entre un liberal tradicional y un marxista radical acerca del alcance del término política. Para el liberal, la esfera de la política está restringida a la esfera específica de la toma de decisiones sobre aspectos relacionados con la administración de asuntos públicos. No sólo la esfera íntima, sino también la ciencia, la estética, incluso la economía, quedan fuera del alcance de la política, esto es, son espontáneamente vividas desde la cultura política liberal como "apolíticas".

Para el marxista radical, por el contrario, lo político atraviesa todas las esferas de la vida, desde la esfera social a la más íntima, y la percepción de algo como "apolítico", "privado", etc., es consecuencia de una decisión política oculta, subyacente. Ahora bien, como señala Zizek, si la operación marxista quiere ser realmente efectiva ha de desatar el síntoma de la definición liberal de lo político; ha de mostrar que la constricción liberal de lo político es el gesto político por excelencia; mostrar a su contrincante que, por poner un caso, su definición de la "vida privada familiar" como apolítica, naturaliza una jerarquía de relaciones basada en actitudes psicológicas pre-políticas, en diferencias de naturaleza humana, en constantes culturales apriorísticas, etc.; lo que equivale a decir, en relaciones de exclusión o subordinación que, en último término, dependen de relaciones de poder políticas.

En puridad, pues, el gesto político por excelencia radica en separar lo político de lo no-político, en excluir determinados dominios de la política. La controversia en torno al contenido de la política es la lucha política por antonomasia. El espacio de la política es, así, la brecha entre el significante vacío y una serie de significantes "ordinarios" que pugnan por llenarlo de contenido. La tan trillada expresión la política del significante se justifica entonces plenamente: el orden del significante como tal es político y, a la inversa, no hay política fuera del orden del significante.

 

5. Escenarios posibles de la política

Desde el punto de vista de estas controversias y de la extensión variable de los confines de la política, se dibujan tres escenarios en los que se articula la esfera política. Estos escenarios corresponden a tres tipos de sociedad, respectivamente; una sociedad tradicional, una sociedad moderna y una sociedad postmoderna. El primer escenario es una sociedad en la que la política lo es todo.

Es ésta una sociedad diferenciada, a lo sumo en términos de centro-periferia (Luhmann, 1998), en la que la política ocupa un centro (el lugar de lo sagrado, de lo digno de respeto) rodeado o protegido por interdictos que impiden la intromisión de cualquier otra instancia, y desde el que irradia su influjo sobre la totalidad de la realidad. La política cubre al modo de un dosel la totalidad de la existencia, otorgándole sentido. La esfera política aún no ha emergido como esfera especializada.

En las sociedades tradicionales no es posible establecer una diferencia entre la sociedad y la política. Ambas se hallarían en una situación de indiferenciación. Ello es consecuencia de que este tipo de sociedades (el término de sociedad también les resultaría antipático) no dejan lugar a un vacío que pueda llenar lo político (Clastres, 1978: 184). Es ésta una sociedad que no deja que nada se le escape, que se cierra sobre sí misma y se reproduce sin que ninguna instancia externa a ella incida en su dinámica de funcionamiento. Las sociedades primitivas preservan el orden social mediante la prohibición de la emergencia de un poder político separado: no permiten, pues, la emergencia del Estado.

El segundo escenario, más complejo que el anterior, es una sociedad en la que la política ya no lo es todo, una sociedad funcionalmente diferenciada, en la que la política se institucionaliza como esfera separada y especializada. Dicho con otras palabras, la política se desacraliza y pierde centralidad como elemento socializador fuerte y referencia vertebradora de la vida social. A la diferenciación funcional de la política le acompaña un proceso de privatización de la sociedad. La política se profesionaliza y pasa a ser una realidad más dentro de un espectro cotidiano que contempla otras dimensiones de vida igualmente significativas (o más) aunque en franco proceso de repliegue hacia la esfera privada.

Son muchas las voces que han equiparado esta tendencia a la privatización con un proceso de paulatina despolitización de la sociedad. La retirada de la política del ámbito de la cotidianeidad es, en buena parte, consecuencia de la succión del protagonismo público por parte de las instituciones democráticas y los partidos políticos. Así, la esfera política y la esfera social se diferencian desde el punto de vista de su funcionalidad y su sentido (significado). La privatización, verdadera piedra de toque de esta modalidad de entender y vivir la política, conlleva la desaparición de lo político de la vida cotidiana, del mundo de la vida de los actores sociales y la aparición de formas alternativas de producir sentido a través de actividades ajenas a lo político, especialmente el consumo y la carrera individual. Así, una vez institucionalizada, la política constituye uno más de los ámbitos de realidad que se sitúan alrededor del núcleo central de la cotidianeidad y pugna por vertebrar el sentido social. La política deja de tener una dimensión totalizadora y excluyente y pasa a ser una opción más en la búsqueda del sentido social, es decir, desaparece como centro totalizador y se autonomiza como una esfera diferenciada, especializada y profesionalizada de la sociedad.

La autonomización de la esfera política se traduce en la centralidad político-simbólica conquistada por una esfera política diferenciada de la sociedad, que se compone de rituales electorales esporádicos como forma de participación en la política desde la individualidad, y una escena política diferenciada y continua: una cotidianeidad política como esfera política 'consumida' por los ciudadanos, en la que intervienen activamente los medios de comunicación. En cuanto a la esfera social, se asiste igualmente a su autonomización en el sentido de una escisión entre lo público y lo privado. En suma, asistimos, por un lado, a la emergencia de una esfera público-política especializada y, por otro, a la paulatina retirada de la sociedad a la esfera privada.

Como consecuencia de la autonomización de la política en una esfera diferenciada decaen las funciones socializadoras que antaño ostentara la política. La sociedad huye de la luz pública, se ausenta de la calle y se refugia en su casa, transformada en espacio de seguridad. La vida privada es ante todo un mecanismo de seguridad. En una sociedad privatizada, el individuo depende de su juicio y del de su familia, actúa con criterios de utilidad privada y es poco dependiente de creencias políticas y comunicaciones institucionalizadas.

Sin embargo, no es ésta, la de la privatización y la despolitización de la sociedad, la única hipótesis desde la que es posible abordar el proceso de cambio. De hecho, se trata de una hipótesis en cierto modo reduccionista desde el punto de vista de la extensividad de lo político. Si bien es cierto que el advenimiento de una esfera política diferenciada puede acarrear la desafección hacia la política por parte de la sociedad, no es menos cierto que tal desafección puede ser también entendida como alejamiento respecto a una determinada forma de entender y vivir la política; más concretamente, respecto a una política profesional, articulada en torno a la tríada formada por partidos políticos, instituciones y medios de comunicación. Asumir una despolitización de la sociedad en términos absolutos implicaría mostrarse insensibles a eventuales formas de vivir y entender la política más allá de su estructuración partidaria e institucional. En este sentido, los movimientos sociales, a los que hacíamos referencia en el segundo epígrafe, constituyen un jalón más de esta nueva cultura política que se está gestando al margen o en contra de los canales institucionales.

De esta segunda hipótesis se sigue el tercer escenario, el de una sociedad postmoderna caracterizada no por la despolitización sino, bien al contrario, por la "politización" de determinados ámbitos sociales que anteriormente no eran considerados políticos o politizables. A la hipótesis de la privatización/despolitización cabe oponerle una crisis de la política convencional y la consiguiente ampliación de la idea de lo político en un doble sentido:

a) por una parte la ampliación de los ámbitos de la vida social susceptibles de ser considerados políticos. No es de extrañar, pues, que uno de los mottos más recurrentes de esta nueva concepción defienda que todo es político.

b) Por otra, la emergencia de una sociología política más sensible al análisis de esta novedosa forma de representar la política (o politizar la realidad). Una sociología sensible a la ampliación o cuando menos la reconstrucción de los confines de una política que no es ajena a nuevas politizaciones, a procesos de identificación/subjetivación política que van más allá de las identidades políticas convencionales.

Para llevar a cabo estas nuevas politizaciones, es decir, para ampliar el campo de lo político, la teoría posmoderna se vale de lo que podríamos denominar el juego de lenguaje del "complemento del nombre". "La política de..." es un recurso retórico que se repite de forma compulsiva en textos de inspiración postmoderna15. La lógica de este juego retórico estribaría en hacer de toda la realidad un objeto "político" simplemente designándolo como político.

Ahora bien, esta definición postmoderna de la política tiene también sus límites, pues corre el riesgo de caer en la espiral sin fin de una poco productiva repetición del término política que terminaría haciendo de ésta lo que los retóricos denominan una catacresis, algo que significa todo y nada a la vez. Esta repetición señala la existencia de un trauma que, seguramente, sobreviene como resultado de la incapacidad de articular una forma de la política más allá de su dimensión puramente retórica. En términos freudianos se podría argüir que, llevado a sus últimas consecuencias, el juego de los complementos del nombre corre el riesgo de derivar en una repetición compulsiva del término política que no sería sino el síntoma de un trauma generado por la ausencia de un centro, de un origen que no se puede simbolizar. Así, el panpoliticismo que esgrimen las versiones más radicales de la postmodernidad no es sino la consecuencia de la incapacidad de articular una identidad de la política. Dada esta imposibilidad de simbolización, el que habla a través de la repetición es el Otro: la diferencia irreductible de la política.

Ello no quita, sin embargo, que se consigne en el haber de los juegos de lenguaje postmodernos una derivación sumamente productiva que he tratado de subrayar en este trabajo: la politización de la ciencia sobre la base de la revolución epistemológica que Foucault pusiera en marcha con la relectura del binomio saber/poder. La política de la ciencia de la posmodernidad brega con una ciencia que es constitutivamente política y una política que tiene en la ciencia uno de sus principales aliados. Dicho más crudamente, la ciencia (política) es una forma de hacer política por otros medios.

 

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Notas

1 La misma paradoja pragmática opera en Hannah Arendt. Al definir la política como espontaneidad, como hybris, la hace pragmáticamente imposible: "Los griegos a la hora de distinguir la política de otras actividades se valían de metáforas como el tañer la flauta, como la danza, la medicina, la navegación; es decir, buscaban analogías de la política en las artes en que lo decisivo es el virtuosismo de la ejecución" (Arendt, 1996: 6). Evidentemente el texto de Arendt no puede ser considerado como un texto fundacional. En su caso el interés por la fundación de la polis responde a la conciencia traumática de la pérdida de la política. Construye la política como objeto agónico, como "tesoro perdido".En el mismo sentido, el filósofo italiano Paolo Virno (2003) acude al concepto de "virtuosismo" para hablar de praxis política.

2 El concepto de performatividad es desarrollado por J.L. Austin en Cómo hacer cosas con palabras (Austin, 1981).

3 Anécdota a la que habría que añadir una nota editorial en referencia a la proliferación, durante los últimos dos o tres años de publicaciones en torno al sentido de la política en las que el término aparece con cierta profusión. Confines de lo político (Esposito, 1996), En defensa de la política (Crick, 2001. Reedición del original de 1967), El futuro de la política (Vallespín, 2000), Después de la pasión política (Ramoneda, 1998), El retorno de lo político (Mouffe, 1999), Medios sin fin. Notas sobre la política (Agamben, 2001), La reinvención de lo político (Beck, 1998a), El espíritu de la política (Panikkar, 1999). Como dice Fernando Vallespín, "algo huele a rancio en el reino de la política" (Vallespín, 2000: 9) cuando tanto se habla de ella.

4 El peligro de la antropología reside en la posibilidad de reinventar al hombre y la política; o en cambiar las bases de la política como consecuencia de la reinvención antropológica; no es otra cosa lo que al cabo plantean algunos autores, como Michael Foucault en Las palabras y las cosas (1991a), Bruno Latour en Nunca hemos sido modernos (1993) y Peter Sloterdijk en Normas para el parque humano (2000b).

5 Nos referimos a la capacidad de producción de lo que Bourdieu llama capital simbólico o cultural. Es el llamado paradigma de la Identidad (Melucci, 1996a; 1996b) el que se posiciona más claramente a favor de este eje culturalista, fenomenológico o "comprehensivo" del análisis de los movimientos sociales.

6 Producción y acumulación de capital social; aquí el paradigma de la Movilización de Recursos (McCarthy y Zald, 1977).

7 En este mismo sentido, Foster escribe que "desde el punto de vista social, el campo de batalla de estas fuerzas políticas no es tanto los medios de producción como el código cultural de representación, no tanto el homo economicuscomo el homo significans" (Foster, 2001: 99).

8 Es, entre otros, el caso de Nancy Fraser, quien lleva hasta sus últimos extremos la estricta separación marxista entre base y superestuctura, entre lo material y lo cultural. Ella afirma que algunas formas de opresión son susceptibles de ser localizadas en el ámbito de la economía política y otras, en cambio, son relegables a la esfera meramente cultural. En este sentido, Fraser propone un continuum político, que va desde lo económico a lo cultural, y emplaza determinadas luchas, como las de los gays y de las lesbianas, en el extremo cultural del espectro político: "La homofobia, argumenta Fraser, no tiene raíces en la economía política porque los homosexuales no ocupan una posición distintiva en la división del trabajo, están distribuidos indistintamente por todas las clases sociales y no constituyen una clase explotada. La injusticia que sufren es quinta esencialmente una cuestión de reconocimiento; más una cuestión de reconocimiento cultural que de opresión material" (Butler, 1998: 39).

9 Esta dicotomía excluyente de creatividad e institucionalización social no es imputable a otros desarrollos teórico-críticos con cierta ortodoxia marxista, con funcionalismo sociológico y que parten de la creatividad imaginaria inmanente a todo proceso de institucionalización. El caso más paradigmático es el de Castoriadis (1989).

10 Variantes de las que la sociología presenta un extenso muestrario. Al fin y al cabo, la oposición entre cultura y política que trato de establecer aquí, como gestalt orientadora de determinada forma de entender y construir la modernidad, no es más que una de tantas variantes a beneficio del siguiente inventario: la dialéctica entre instituido/instituyente (Castoriadis), la relación poder/potencia (Maffesoli), estrategia/táctica (Michel de Certeau), el par carisma/rutinización (Weber) o carisma/difusión (Shils), o la dicotomía desdiferenciación/diferenciación (Parsons y Tyriakian). En general, todos estos binarismos se pueden reducir a la gramática, tan cara a la teoría sociológica clásica, de la oposición emergencia/estabilización o sus correlatos teóricos micro/macro (en la versión metateórica fría norteamericana) y acción/estructura (en la más "ideologizada" versión europea).

11 No se me escapa que, aplicándome el cuento reflexivamente, responde a cierto "espíritu de los tiempos" o a lo que Mannheim llamaba, en alusión a las generaciones, entelequia, la reaparición de la metáfora gestáltica o configuracional. "El pato-conejo, la copa de Rubin, se convierten así en una excelente ejemplificación no sólo de la relatividad de las 'visiones del mundo', sino también de su recíproca inconmensurabilidad" (De Finis, 1996: 199).

12 Al contrario de la política, Maffesoli ofrece, como articulación de su difusa noción de religión (religare) como religancia, la no menos difusa instancia de lo social, haciendo de ella un sustitutivo del fetiche de lo político. "En nuestros días, dice Maffesoli, este ideal comunitario ya no se vive sólo o no únicamente en las iglesias. Cualquiera que sea. No se expresa tampoco en esa forma profana de la religión que es la política, sino que se encuentra, de un modo difuso, en el conjunto de la vida social" (Maffesoli, 1996: 104) .

13 El fair play académico y la corrección protocolaria parecen desaconsejar esta posibilidad, salvo que se trate de conciliábulos de lógicos, para quienes cuestiones del tipo "¿Qué quiere decir?" o "¿En qué sentido dice que...?" constituyen armas para desactivar tautologías que nada dicen de la realidad. En Retórica de la ironía de Booth (1986) se puede leer lo siguiente: "He oído decir que las dos preguntas que normalmente hace cualquier tutor de Oxford son: "¿Qué quiere decir?" y "¿Cómo lo sabe?". Dudo que ello sea cierto —ninguna universidad puede ser tan buena—".

14 Un ejemplo de definición tautológica de la política la podemos encontrar en un "clásico" de 1 967, recientemente reeditado en España. Me refiero a En defensa de la política de Bernard Crick. Crick dice así: "La política es política, valorable por lo que es y no porque 'sea como' o 'realmente sea' algo más respetable o singular. La política es política" (Crick, 2000: 16).

15 Introducida en el buscador Google la leyenda "The politics of..." se obtuvieron, a fecha de 13-04-04, un total de 2.770.000 entradas. Sólo citaré unas pocas por orden de aparición para dar una idea de su variabilidad: The Politics of Crime, The Politics of Design, The Politics of Transhumanism, The Politics of Intersexuality, The Politics of Consumption, The Politics of Code, The Politics of Contraceptive Research, The Politics of Fear, The Politics of Rage, The Politics of the Artificial, The Politics of Cancer y The Politics of Butch-Femme.

 

Información sobre el autor

Iñaki Martínez de Albeniz es profesor en el Departamento de Sociología 2 de la Universidad del País Vasco (España), donde imparte clases de Teoría Sociológica y Procesos de la Sociedad Contemporánea. Ha publicado artículos en numerosas revistas de sociología y es autor de La poética de la política. Usos de la política en el País Vasco UPV, 2004) y coeditor de Las astucias de la identidad (UPV, 1998). En breve se publicará Texts on Basque Society and Sociology (University of Nevada, 2004) del que es coeditor junto a otros investigadores del Centro de Estudios sobre la Identidad Colectiva, instituto de investigación en el que trabaja desde 1995.

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