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Norteamérica

versión On-line ISSN 2448-7228versión impresa ISSN 1870-3550

Norteamérica vol.18 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2023  Epub 12-Ene-2024

https://doi.org/10.22201/cisan.24487228e.2023.1.592 

Análisis de actualidad

La idea de la soberanía nacional y la construcción de instituciones regionales en América del Norte: un análisis constructivista de la renegociación del TLCAN

The Idea of National Sovereignty and the Construction of Regional Institutions in North America: A Constructivist Analysis of the NAFTA Renegotiation

Rafael Velázquez Flores* 

Francisco Cárdenas Ruiz** 

José de Jesús Alejandro Monjaraz Sandoval*** 

* Universidad Autónoma de Baja California (UABC); México; Correo electrónico: <rafael.velazquez@uabc.edu.mx>.

** Facultad de Economía y Relaciones Internacionales, Universidad Autónoma de Baja California (UABC); México; Correo electrónico: <cardenasf24@uabc.edu.mx>.

*** Cuerpo Académico Relaciones Internacionales y Cooperación Transfronteriza, Universidad Autónoma de Baja California (UABC), México; Correo electrónico: <jmonjaraz@uabc.edu.mx>.


Resumen

El objetivo de este artículo es examinar la influencia de la concepción de la soberanía nacional de México, Estados Unidos y Canadá en la construcción de instituciones regionales en América del Norte, desde la perspectiva del constructivismo. El texto sostiene que la concepción de la soberanía nacional en cada uno de los Estados de América del Norte ha influido en cuanto a que las principales instituciones regionales se hayan producido sin una identidad colectiva regional que las sostenga. Este argumento sugiere que el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) carece de fundamentos políticos en aras de la cooperación regional, lo cual ha determinado que la cooperación institucional trilateral en Norteamérica esté subordinada al ámbito económico. Por ello, la cooperación regional no ha derivado en soluciones a problemas comunes, más allá del pragmatismo impulsado por el interés nacional de cada una de las naciones que conforman este espacio geográfico de interacción. Este argumento está sustentado a partir del análisis discursivo de la idea de la soberanía nacional de Estados Unidos, México y Canadá en la renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), en 2017.

Palabras clave: América del Norte; constructivismo; soberanía nacional; instituciones regionales

Abstract

This article’s aim is to examine the influence of the conception of national sovereignty in Mexico, the United States, and Canada on the construction of regional institutions in North America from a constructivist viewpoint. The authors maintain that each North American country’s conception of national sovereignty has aided in producing the main regional institutions without a collective regional identity. This argument suggests that the United States-Mexico-Canada Agreement (USMCA) lacks political foundations for regional cooperation and that this has led North American trilateral institutional cooperation to be subordinated to the economy. For that reason, regional cooperation has not solved common problems beyond the pragmatism impelled by each nation’s national interest. The argument is based on an analysis of the discourse of the idea of U.S., Mexican, and Canadian national sovereignty in the renegotiation of the North American Free Trade Agreement in 2017.

Key words: North America; constructivism; national sovereignty; regional institutions

Introducción

El acercamiento trilateral de México, Estados Unidos y Canadá como región es relativamente nuevo. Tradicionalmente, la zona de América del Norte incluía solamente a Estados Unidos y Canadá. La adhesión formal de México es a partir de las negociaciones del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y su entrada en vigor en la década de los noventa. A partir de este tratado se han desprendido otras instituciones regionales tales como el Acuerdo de Cooperación Ambiental de América del Norte (ACAAN) y la Comisión para la Cooperación Ambiental (CCA); sin embargo, estas instituciones, aunque atienden cuestiones del cuidado del medio ambiente, estuvieron subordinadas al comercio. Entre otros esfuerzos regionales destaca la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN) y, como producto de ella, la Cumbre de Líderes de América del Norte. La ASPAN dejó de operar en 2009, y la Cumbre tuvo un receso durante el mandato de Trump, de 2016 a 2020. De esta forma, la cooperación política de los países del subcontinente como región ha sido débil y principalmente en términos económicos. Además, el acercamiento de los Estados que conforman este espacio geográfico ha sido más bilateral que trilateral. En América del Norte existen dos relaciones bilaterales en detrimento de una relación trilateral: por un lado, la relación de México con Estados Unidos y, por otro lado, la relación entre Canadá y Estados Unidos.

En este orden de ideas, el objetivo del presente artículo es examinar la influencia de la concepción de la soberanía nacional de México, Estados Unidos y Canadá en la construcción de instituciones regionales formales en la región desde una perspectiva constructivista. Más específicamente, busca explicar, en primera instancia, la influencia de la idea de la soberanía nacional del gobierno de Justin Trudeau, Donald Trump, Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador (AMLO), respectivamente, en la renegociación del TLCAN y, con base en ello, el impacto en la cooperación regional en América del Norte hasta 2022. El enfoque teórico de esta investigación sostiene que los conceptos clave como el significado de soberanía nacional no pueden definirse de forma estricta, pues dependen de la identidad del Estado y de las narrativas que impulsan los actores en virtud de promover sus intereses políticos (Weber, 1992). Asimismo, los actores buscan, en la medida de lo posible, crear congruencia entre las normas o ideas extranjeras con las nacionales, en virtud de adaptar las primeras para conseguir objetivos estratégicos (Acharya, 2004).

En este sentido, la idea de la soberanía nacional tanto de México, Estados Unidos y Canadá, desde una perspectiva constructivista, está fundamentada en valores y significados divergentes, relativamente estables, relacionados con la identidad nacional de cada país. Mientras México ha fundamentado su idea de la soberanía nacional en valores “posrevolucionarios”, tales como la libre autodeterminación y la no intervención (Herrera y Santa Cruz, 2011), Estados Unidos ha hallado su fundamento en “el consentimiento de los gobernados” (U.S. DOS, 1776), en la democracia y la seguridad nacional. Por su parte, la concepción de la soberanía nacional de Canadá se ha constituido con base en la disputa entre dos pueblos fundadores: por un lado, los francófonos quebequenses tienen una apreciación propia de la soberanía basada en su propia herencia histórica, mientras los canadienses de lengua inglesa afirman otra concepción de la soberanía inscrita dentro de esta disputa, por medio de la institucionalización de una política multiculturalista que sirve, por un lado, para segar las disputas soberanistas entre francoparlantes y angloparlantes y, por otro, en virtud de diferenciarse de Estados Unidos (Bourque y Duchastel, 1995). Pese a lo anterior, este trabajo fija su atención en la concepción de la soberanía del gobierno posicionado en Ottawa.

Con base en lo anterior, la hipótesis central de este artículo sostiene que la concepción de la soberanía nacional de cada uno de los Estados de América del Norte ha influido en que las principales instituciones regionales se hayan producido sin una identidad colectiva regional que las sostenga. Este argumento sugiere que el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) carece de fundamentos políticos en aras de la integración regional, lo cual ha determinado que la cooperación institucional trilateral en la región esté subordinada al ámbito económico, más específicamente, a la interdependencia económica de los tres países. Por ello, la cooperación regional no ha derivado en soluciones a problemas comunes más allá del pragmatismo impulsado por el interés nacional de cada una de las naciones que conforman este espacio geográfico de interacción.

Para sus objetivos, el presente artículo utiliza una metodología cualitativa. De esta forma, la investigación explora la concepción de la soberanía nacional de Estados Unidos, México y Canadá con base en la revisión documental y discursiva de los programas políticos, documentos oficiales, discursos y posicionamientos de los mandatarios políticos de América del Norte. Por último, con la finalidad de sustentar la hipótesis de esta investigación, este artículo está dividido en cuatro grandes apartados: el primero delinea el marco teórico que sustenta la investigación, y está dividido en dos secciones, la primera de las cuales discute el concepto de identidad nacional en relación con el de soberanía nacional; la segunda sección ilustra el impacto de la idea de la soberanía nacional en la construcción de instituciones regionales. Por otra parte, el segundo apartado ilustra la identidad nacional de los tres países y su concepción de la soberanía nacional, fijando su atención en las administraciones de Donald J. Trump (Estados Unidos), de Enrique Peña Nieto y de Andrés Manuel López Obrador (México) y de Justin Trudeau (Canadá). La tercera parte del texto explica, de forma breve, el impacto de la idea de la soberanía nacional en la construcción de instituciones regionales en América del Norte. Finalmente, el último apartado analiza las implicaciones del concepto de la soberanía nacional de los tres países en la renegociación del TLCAN.

Constructivismo, identidad y la idea de soberanía nacional

El constructivismo destaca la importancia de las ideas, las narrativas dominantes, las estructuras normativas y las prácticas sociales de los actores como articuladoras de significantes colectivos, mismos que definen la identidad nacional y, por lo tanto, el interés nacional de los actores y la manera de perseguirlo en el sistema internacional (Adler, 1997; Santa Cruz, 2014; López, 2018). Este trabajo entiende el concepto de identidad nacional como el conjunto de ideas, normas, instituciones y narrativas que constituyen entendimientos específicos del rol y expectativas acerca del uno mismo, relativamente estables de las naciones frente a otras (Wendt, 2009). Por ello, “las identidades sociales brindan la base sobre la cual puede ser racionalizada la acción, proporcionando a los actores una razón de ser y de actuar” (Reus-Smit, 2009: 188).

En adición a lo anterior, Zehfuss describe que “las identidades dependen de articulaciones concretas [...], son continuamente articuladas, rearticuladas e impugnadas” (Zehfuss, 2014: 502) a través de la interacción política. Por lo tanto, la identidad nacional de los Estados es dinámica, pues se construye y reconstruye socialmente. Por un lado, los actores, ya sea partidos políticos, grupos de interés, empresas o la sociedad misma, moldean la identidad nacional en la medida que interactúan socialmente a nivel estatal. Por otro lado, la identidad nacional también es moldeada a través de la interacción entre estructura y agente (Wendt, 2009). En otras palabras, la forma en que un Estado interactúa con otros a nivel sistémico para crear instituciones u organizaciones internacionales deriva en entendimientos colectivos específicos. Lo anterior implica que las estructuras normativas que dotan de significado a la idea de la soberanía nacional han sido construidas tanto a nivel sistémico como a nivel estatal.

Según Arturo Santa Cruz, “en el fondo, la soberanía trata sobre legitimidad, entendida esta última como la creencia normativa, por parte de un actor, de que una regla o una institución tiene que ser obedecida” (Santa Cruz, 2011: 21). En esa misma sintonía, el autor critica la noción de soberanía westfaliana de Krasner, entendida como “un acuerdo institucional para organizar la vida política basado en dos principios: la territorialidad y la exclusión de actores externos de las estructuras de autoridad internas” (Santa Cruz, 2011: 29). En esta concepción de soberanía, Santa Cruz (2011) sostiene que prevalece “la lógica de las consecuencias”, lo cual significa que impera un marco individualista basado en la idea materialista del poder. Esto supone que el significado de soberanía permanece inmóvil.

En contraposición a la noción de Krasner, Santa Cruz (2011) argumenta que la soberanía es un componente estructural del sistema internacional que ha sido construido y reconstruido por la interacción social de los agentes estatales y no estatales. Cuando Santa Cruz afirma que “la soberanía es lo que la estructura normativa que sostiene la existencia de los Estados hace de ella’” (Santa Cruz, 2011: 21), el autor hace referencia a que la concepción de la soberanía es producida y reproducida a nivel sistémico. Sin embargo, el presente trabajo sostiene que el significado de soberanía es moldeado, de la misma forma, a nivel estatal. Es decir, la concepción de la soberanía depende de la identidad del Estado y de las narrativas que impulsan a los actores a promover sus intereses políticos (Weber, 1992).

Por otro lado, Según Reus-Smit, “los valores que cimientan la soberanía han variado de una sociedad de Estados a otra, generando racionalidades opuestas para la acción del Estado y diferentes prácticas institucionales básicas” (Reus-Smit, 2009: 189). Algunos ejemplos de prácticas institucionales básicas son el bilateralismo, el multilateralismo, el derecho internacional y la diplomacia. Por ello, “las instituciones fundamentales son producidas y reproducidas por prácticas institucionales básicas, cuyo significado se define por las reglas institucionales fundamentales que encarnan” (Reus-Smit, 2009: 179). De esta manera, las instituciones fundamentales dominantes y las prácticas institucionales básicas son inherentes. Por ejemplo, el multilateralismo es una práctica, pero se estructura como una institución fundamental. En este sentido, un cambio en los valores dado por una narrativa contrahegemónica puede traer consigo una transformación en las prácticas institucionales básicas y, por lo tanto, en las instituciones fundamentales dominantes que dan forma a las estructuras normativas en el sistema internacional.

En sintonía a lo anterior, Jesús López argumenta que las estructuras son normativas; “regulan la práctica social y la vuelven estable, de ahí que el proceso constitutivo o creador de identidad se materialice en los hechos” (López, 2018: 37). En adición a esto, el autor hace una distinción precisa para este estudio con base en un nivel de análisis estatal, puesto que concibe que el proceso constitutivo de identidad puede ser ejemplificado con la construcción de una narrativa grupal,

sea nacional o estatal, en la cual se le otorga un papel central a la memoria colectiva como mecanismo de creación y mantenimiento de identidad [...] las narrativas contribuyen a consolidar el carácter normativo de las estructuras, ya que estimulan el posicionamiento de las ideas compartidas y el proceso mediante el cual se vuelven dominantes en aras de crear identidad entre actores que a la postre depositarán sus prácticas y capacidades materiales al servicio de éstas (López, 2018: 37).

Si bien la idea de soberanía, entendida como un estatus social que permite a los Estados ser miembros de una comunidad de reconocimiento mutuo, se ha construido a través de un proceso sistémico de interacción, también es cierto que cada sociedad dota de sentido y adapta la idea de soberanía con base en sus propios valores nacionales, puesto que los actores buscan, en la medida de lo posible, crear congruencia entre las normas e ideas extranjeras con las nacionales en virtud de adaptar las primeras para conseguir objetivos estratégicos (Acharya, 2004). Lo anterior quiere decir que las normas que sustentan la idea de la soberanía no pasan por un filtro que paraliza su proceso de reconstrucción, sino que su significado permanece en constante cambio. Por ello, la concepción de la soberanía va a depender de los valores y narrativas que sostienen la identidad nacional del Estado en cuestión, pero también de las estructuras normativas que regulan globalmente la interacción de los Estados. Sin embargo, al ser dichas estructuras normativas hegemónicas, existe la posibilidad de cambiarlas. De esta manera, el proceso por el cual se vuelven hegemónicas tiene lugar debido a la pugna entre diferentes discursos político-ideológicos que articulan y rearticulan los significados colectivos que le dan forma a las normas (Zehfuss, 2014). Por lo tanto, la construcción de la idea de soberanía de los actores es un proceso discursivo y esencialmente político que influye en los límites, alcances y, asimismo, en la manera en que los Estados se relacionan entre sí, ya sea para crear instituciones globales o regionales.

Acorde a la lógica que muestra a la soberanía como una idea en constante cambio, Keohane sostiene, en el estudio titulado “Sovereignty on the International Society” (2003), que la institución del Estado soberano, basado en el sistema de Westfalia, “está siendo modificada, aunque no reemplazada, en respuesta a los intereses de los participantes en una economía política que se ha internacionalizado rápidamente” (Keohane, 2003: 156) a partir de las reformas neoliberales que tuvieron auge en la década de 1980. Según Keohane, la soberanía ya no permite a los Estados ejercer una supremacía efectiva sobre lo que ocurre dentro de sus territorios: las decisiones las toman las empresas a nivel mundial, y las políticas de otros Estados tienen importantes repercusiones dentro de las propias fronteras de los Estados. Desde una perspectiva racionalista-institucional, Keohane sostiene que la soberanía, bajo condiciones de interdependencia compleja, no representa una barrera que define territorialmente los límites de los Estados dotándolos de autonomía, sino que es, en realidad, “un recurso de negociación para una política caracterizada por complejas redes transnacionales” (Keohane, 2003: 155).

La noción de soberanía esbozada por Keohane (2003) puede englobarse dentro del institucionalismo liberal y sirve a este trabajo en la medida que dibuja una aproximación a la idea de “soberanía extendida”. Este concepto muestra la manera en que los Estados adoptan normas internacionales al hacerse miembros de organizaciones internacionales para obtener mayor seguridad, más beneficios, o tener capacidad de influencia sobre las políticas de otros Estados (Keohane, 2003). El argumento esbozado por Keohane sirve a este estudio si se entiende la adopción de normas no sólo como un proceso racional basado en el costo-beneficio, sino como un proceso que tiene en cuenta las prácticas discursivas de los actores para la formación de comunidades interpretativas, ya sea para construir congruencia entre las normas e ideas extrajeras con las nacionales o para promover intereses políticos específicos (Weber, 1992; Acharya, 2004).

En sintonía con lo anterior, como se mostrará más adelante en este trabajo, la identidad nacional de cada Estado de América del Norte ha posibilitado entendimientos diferenciados, relativamente estables, de lo que significa la soberanía nacional. Dichos entendimientos han influido en el establecimiento de límites y alcances en la construcción de instituciones regionales en la región. Aun así, el proceso de construcción de la identidad nacional de México, Estados Unidos y Canadá no puede entenderse de forma aislada. La construcción de la identidad nacional, tanto de México como de Canadá, ha estado ampliamente ligada a la posición geográfica que comparten con Estados Unidos y al proceso histórico en común. Lo anterior ha determinado que la idea de la soberanía nacional de México y Canadá esté fundamentada en gran medida en contener la influencia directa e indirecta de Estados Unidos en sus procesos políticos y económicos. Por su parte, la política exterior estadounidense hacia América del Norte, desde su independencia hasta mediados del siglo XX, descansó en valores que fundamentaron el expansionismo hacia el sur y el norte de su territorio; dichos valores también constituían entendimientos de la soberanía nacional para Washington y, en mayor medida, para todo el continente. Esto significa que la idea del hemisferio occidental (IHO) contiene entendimientos específicos acerca de la soberanía, el gobierno representativo y los derechos humanos y, además, la demarcación del territorio del cual los europeos debían ser excluidos (Santa Cruz, 2011).

En suma, para este trabajo, el concepto de soberanía nacional es moldeado a través de un doble nivel: por un lado, por la interacción social a nivel nacional y, por otro, por la interacción de los actores estatales y no estatales a nivel sistémico. Es decir, la interpretación de la soberanía en cada caso está determinada en la medida que los actores interactúan para promover narrativas, ya sea para construir congruencia entre las normas e ideas extrajeras con las nacionales o para justificar y promover intereses políticos específicos tanto a nivel nacional como internacional. De esta manera, el concepto de soberanía no puede definirse de forma estricta puesto que depende de articulaciones concretas que están ligadas con narrativas hegemónicas, la identidad de los Estados o la membresía a una organización internacional de la cual derivan entendimientos soberanos específicos. Con base en lo anterior, la siguiente sección expone el impacto de la idea de la soberanía nacional en la construcción de instituciones regionales y en mayor medida en el proceso de consolidación regional en América del Norte. Asimismo, discute conceptos básicos tales como regionalismo, regionalización y, en menor medida, el de integración regional, con el fin de exponer la importancia de dichas categorías de análisis para entender el impacto de la soberanía en la construcción de instituciones regionales.

La idea de la soberanía nacional y la construcción de instituciones regionales

En sintonía con la hipótesis de esta investigación, la concepción de la soberanía nacional tiene un papel importante en el diseño de instituciones regionales y, en general, en la propia construcción y mantenimiento de una región. Lo que refiere el constructivismo con respecto a los procesos de construcción de instituciones regionales es que una región no sólo comprende un grupo de entidades o países que comparten un espacio geográfico, sino que existe todo un proceso de designación y construcción política, con un marco normativo representacional, narrativas, instituciones y prácticas en común que las hace posible (Archarya, 2007; Christiansen et al., 1999; Risse, 2000). Parafraseando a Hemmer y Katzenstein (2002), una región no es un hecho geográfico que tiene consecuencias sociológicas, sino un hecho sociológico que adopta una forma geográfica. Lo anterior significa que las regiones son producto de construcciones políticas concretas.

De acuerdo con lo citado por Archer, “las regiones son ‘comunidades imaginadas’, cuya existencia está precedida por constructores de regiones, ‘actores políticos que... imaginan una cierta identidad espacial y cronológica para una región, y difunden esta identidad imaginada a los demás’” (Archer, 2001: 47). En adición a lo anterior, Ghica (2013) distingue dos conceptos que ayudan a entender el proceso de construcción de instituciones regionales. Por un lado, el concepto de regionalización y, por otro, el concepto de regionalismo. Para Ghica, la regionalización es el acto de representar un área como distinta del resto del mundo. Asimismo, es también un acto de proyección política. Por otra parte, el regionalismo es “1) la creencia de que distinguir políticamente una región del resto del mundo es un medio deseable para lograr ciertos propósitos; 2) cualquier acción que haga tales distinciones; o 3) los resultados políticos de tales acciones o creencias” (Ghica, 2013: 742). Para esta autora,

La primera acepción del término expresa la idea de que el regionalismo puede ser una ideología. En el segundo sentido, el regionalismo es un proyecto o un proceso, mientras que el tercer significado se refiere al regionalismo como un producto. Por lo tanto, para evitar confusiones terminológicas, la regionalización debería referirse únicamente a la difusión del regionalismo como producto. En este sentido, la diferencia entre los dos conceptos es que el regionalismo siempre expresa un elemento intencional, mientras que la regionalización es el resultado del regionalismo. En consecuencia, la regionalización es un fenómeno, mientras que el regionalismo no lo es” (Ghica, 2013: 742).

Por su parte, Börzel y Risse (2019) entienden el regionalismo como un proceso que, principalmente, el Estado dirige en virtud de construir y mantener instituciones y organizaciones regionales formales entre al menos tres Estados. Similar a lo anterior, según Bow y Santa Cruz (2011), el regionalismo es la creación de instituciones para resolver problemas colectivos. Sin embargo, esta acepción debe ser entendida en relación al concepto de regionalización, el cual designa la promoción y proyección del regionalismo, es decir, la construcción y mantenimiento de instituciones regionales. Börzel y Risse (2019) sostienen que, para traducir las demandas funcionales de regionalismo en la oferta de instituciones regionales, se requiere de la construcción y promoción de una identidad regional por parte de las elites. Estos autores distinguen tres tipos de demandas funcionales que ayudan a promover la cooperación regional: en primer lugar están las relacionadas con la interdependencia económica: acceso a mercados, inversiones, liberalización del comercio, estabilidad política y estado de derecho a fin de atraer inversión y comercio; en segundo, las demandas por mayor seguridad regional; y en tercer lugar, están las que se promueven en virtud de asegurar la estabilidad y promoción de un régimen político estatal.

Lo que argumentan Börzel y Risse, a grandes rasgos, es que las demandas funcionales no explican por sí solas el éxito de la cooperación e integración regional. Por cooperación regional, se refieren, principalmente, a las relaciones intergubernamentales para resolver problemas de acción colectiva que no implican una transferencia significativa de autoridad al nivel regional. Mientras que por integración regional se refieren a la transferencia de al menos parte de la autoridad, si no de los poderes centrales del Estado, a las instituciones regionales (Börzel y Risse, 2019). En este sentido, los autores sostienen que la promoción de una identidad regional es fundamental para materializar las demandas funcionales en instituciones regionales: “los esfuerzos de las elites por movilizar las identidades regionales no son en vano, sino que parecen resonar en la opinión pública masiva y generar apoyo para la integración regional. Al mismo tiempo, las identidades nacionalistas excluyentes también pueden movilizarse contra la integración regional, como muestra la experiencia europea más reciente” (Börzel y Risse, 2019: 14).

Debido a lo anterior, el desarrollo de instituciones regionales no puede ser entendido sin contemplar la regionalización como un proceso discursivo y de creación de jerarquías normativas, instituciones y proyectos políticos que apuntan hacia una unidad representativa en común frente al otro, lo externo, aquello que es repelido con el fin de constituir la unidad regional (Barnett, 1995; Hoffman, 1991; Christiansen et al., 1999). En este proceso, la idea misma de soberanía nacional de cada Estado que conforma una región está en juego; por ello, resulta fundamental que los estudios regionales contemplen los factores ideacionales que pueden contribuir u obstaculizar el desarrollo de instituciones regionales.

De esta manera, este trabajo fija su atención en la idea de la soberanía nacional de los Estados que conforman América del Norte como principal variable para entender el desarrollo de instituciones regionales.

En suma, el constructivismo como marco analítico ayuda a entender el impacto de la idea de la soberanía nacional en la construcción de instituciones regionales; en primer lugar, lo hace a través del análisis político-discursivo de las narrativas que reflejan la identidad de los actores; en segundo, es a través del análisis discursivo de las estructuras normativas regionales. De la misma forma, los cambios en las nociones de soberanía que favorezcan un proceso de regionalización no sólo pueden ser entendidos por medio de la interacción entre estructura y agente, sino que la idea de la soberanía es articulada y rearticulada por la pugna entre narrativas nacionales. Lo anterior explica por qué los discursos regionalistas encuentran resistencia interna puesto que, al ser la soberanía inherentemente maleable, siempre existe la posibilidad de que los valores y significados en los que está cimentada cambien en detrimento o a favor de la construcción de instituciones regionales formales.

La concepción de la soberanía nacional en Estados Unidos, México y Canadá

Este apartado expone la identidad nacional de Estados Unidos, México y Canadá y su concepción de la soberanía nacional, específicamente la representada por las administraciones de Donald J. Trump, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador, así como de Justin Trudeau. Lo anterior es con la finalidad de examinar el impacto de la idea de la soberanía nacional de estos tres gobiernos en la renegociación y consolidación del T-MEC como institución regional formal.

La concepción de la soberanía nacional de Estados Unidos a través de sus doctrinas y valores

Estados Unidos constituyó su identidad nacional a partir de la declaración de independencia de las Trece Colonias del Reino de Gran Bretaña en 1776. Desde entonces, la concepción de la soberanía en esa nación se construyó en contraposición a las aspiraciones de Europa en América. La Doctrina Monroe sintetizó dicha concepción contra las ambiciones europeas en el continente, a su vez que le dio fundamentos para la acción:

En las discusiones a que ha dado lugar este interés y en los acuerdos con que pueden terminar, se ha juzgado la ocasión propicia para afirmar, como un principio que afecta a los derechos e intereses de Estados Unidos, que los continentes americanos, por la condición de libres e independientes que han adquirido y mantienen, no deben en lo adelante ser considerados como objetos de una colonización futura por ninguna potencia europea [... continúa]: Sólo cuando se invaden nuestros derechos o sean amenazados seriamente responderemos a las injurias o prepararemos nuestra defensa (U.S. DOS, 1823).

La Doctrina Monroe fundamentó el imperialismo estadounidense que culminó en la anexión de más de la mitad del territorio mexicano en el siglo XIX. Asimismo, esta doctrina, según Santa Cruz (2011), contribuyó a formar un bloque de Estados republicanos separados de Europa en América. A nivel nacional, la Doctrina Monroe respondió directamente a los valores de la Declaración de la Independencia, la cual afirmaba que el poder de los gobiernos deriva “del consentimiento de los gobernados”. Más concretamente, la declaración reza que:

todos los hombres son iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno… (U.S. DOS, 1776).

A partir de los valores fundacionales plasmados en la Declaración de la Independencia, Estados Unidos ha sustentado su identidad nacional y su propia concepción de la soberanía nacional. De la misma forma, Walter Russel Mead (2009) esboza cuatro tradiciones que han definido la identidad nacional y la idea de la soberanía nacional de Estados Unidos a lo largo de su historia. Dichas tradiciones definen, cada una de ellas y en conjunto, valores que fundamentan la política exterior de Estados Unidos: 1) la tradición hamiltoniana, 2) jeffersoniana, 3) wilsoniana y 4) jacksoniana. Este trabajo presta especial atención a la tradición jacksoniana, pues ésta ayuda a explicar la idea de la soberanía nacional de Estados Unidos durante la administración de Donald J. Trump.

En primer lugar, la tradición hamiltoniana considera que la primera tarea del gobierno estadounidense es promover la salud de las empresas estadounidenses en el país y en el extranjero. Históricamente, los hamiltonianos han intentado asegurar que el gobierno de Estados Unidos respalde los derechos de los comerciantes e inversores estadounidenses (Mead, 2009). Según Gil, la tradición hamiltoniana promueve “la creación de un sistema internacional de libre mercado. […] En consecuencia, los hamiltonianos defienden un gobierno federal fuerte e implicado en el mantenimiento de un orden mundial” (Gil, 2017).

En segundo lugar, la tradición wilsoniana, según Mead (2009), incluye a quienes creen que Estados Unidos tiene el deber tanto moral como práctico de difundir los valores estadounidenses en el mundo, ya sea por medio de la diplomacia o por la fuerza. Los wilsonianos, de acuerdo con Mead, están más interesados en los aspectos legales y morales del orden mundial que en la agenda económica apoyada por los hamiltonianos. Asimismo, los wilsonianos suelen creer que los intereses estadounidenses requieren que otros países acepten los valores estadounidenses básicos y conduzcan sus asuntos internos y externos en consecuencia (Mead, 2009). Según Gil, “los wilsonianos son los arquitectos de un sistema de gobierno mundial que promueva el imperio de la ley y los derechos del individuo” (Gil, 2017).

En tercer lugar, Mead afirma que la tradición jeffersoniana a menudo se ha opuesto a la política hamiltoniana y ha buscado la preservación de la democracia estadounidense y el aislacionismo. Según Mead, los jeffersonianos han “buscado sistemáticamente el método menos costoso y peligroso de defender la independencia de Estados Unidos al mismo tiempo que aconsejan en contra de los intentos de imponer los valores estadounidenses a otros países” (Mead, 2009: 87). Según Gil, “al igual que el wilsonianismo, este arquetipo considera que los valores de Estados Unidos son especiales. La diferencia estriba en que los jeffersonianos consideran que para proteger esos valores es mejor no propagarlos por la fuerza sino mediante el ejemplo” (Gil, 2017).

En cuarto lugar, la tradición jacksoniana, según Mead, representa una cultura populista profundamente arraigada y ampliamente relacionada con el honor, la independencia, el coraje y el orgullo militar en el pueblo estadounidense. Mead sostiene que los valores jacksonianos se basan en la admiración de los principios fundacionales de Estados Unidos: en el “reconocimiento histórico de que bajo su guía la república estadounidense ha disfrutado de una existencia política y material mucho más feliz que cualquier otra comunidad de tamaño comparable en la historia del mundo” (Mead, 2009: 96). De esta forma, los jacksonianos creen que el gobierno debe hacer todo lo que esté a su alcance para promover el bienestar político, moral y económico de la comunidad popular.

De acuerdo con Gil, “los jacksonianos creen que el gobierno debe trabajar en el exterior de una forma limitada y que esté subyugada a dos principios fundamentales: la seguridad física y el bienestar económico […]. Tampoco defienden una política exterior excesivamente aislacionista: cuando los intereses vitales de Estados Unidos están en juego una rotunda respuesta militar es vista como algo necesario” (Gil, 2017). En este sentido, de acuerdo con Mead (2009), “los jacksonianos brindan la base en la vida estadounidense para lo que muchos académicos y profesionales considerarían el enfoque más sofisticado de los asuntos exteriores: el realismo” (Mead, 2009: 244). Por lo tanto, los jacksonianos son profundamente desconfiados de los elementos de “mejoramiento global”. Según Mead, a menudo Estados Unidos se unirá en oposición a las intervenciones humanitarias o intervenciones en apoyo de las iniciativas de orden mundial wilsonianas o hamiltonianas (Mead, 2009). Lo anterior se debe a que los jacksonianos ven con malos ojos una política exterior de Estados Unidos que tome dinero de los impuestos de la clase media para financiar una “dictadura corrupta e incompetente en el extranjero” (Mead, 2009: 245).

Por otro lado, según Mead, una política comercial basada en valores jacksonianos “busca privilegios comerciales para los productos estadounidenses en el extranjero y espera negar esos privilegios a las exportaciones extranjeras” (Mead, 2009: 259). De acuerdo con Mead, los jacksonianos

ven la preservación de los empleos estadounidenses, incluso a costa de algún grado no especificado de “eficiencia económica”, como la tarea natural y obvia de la política comercial del gobierno federal. Se puede persuadir a los jacksonianos de que un acuerdo comercial particular opera en beneficio de los trabajadores estadounidenses, pero es necesario persuadirlos una y otra vez. Los jacksonianos también se muestran escépticos, tanto por motivos culturales como económicos, sobre los beneficios de la inmigración. Se considera que la inmigración pone en peligro la cohesión de la comunidad popular e introduce una nueva competencia por puestos de trabajo con bajos salarios (Mead, 2009: 259).

Según lo anterior, la tradición jacksoniana es esencialmente proteccionista. Dicha tradición está subordinada a la idea de protección del “ciudadano común” en detrimento de la participación de Estados Unidos en la construcción y mantenimiento de instituciones globales que promuevan la solución de problemas más allá de las fronteras de la nación estadounidense. Tal como anunció Donald J. Trump, en referencia a la salida de Estados Unidos del Tratado de París: “Fui elegido para representar a los ciudadanos de Pittsburgh, no de París” (cit. en El País, 2017).

En suma, las cuatro tradiciones que definen la política exterior de Estados Unidos explican los valores que fundamentan la idea de la soberanía nacional de esta nación. Las cuatro escuelas descansan en los valores fundacionales pactados en la Declaración de Independencia y en su proceso histórico revolucionario (Mead, 2009). Según Clarke y Ricketts (2017), mientras la tradición jeffersoniana y jacksoniana buscan perfeccionar y proteger las virtudes de la república, la hamiltoniana y la wilsoniana buscan rehacer el mundo a su imagen.

Esta distinción fundamental entre las cuatro tradiciones, según Clarke y Ricketts, hace referencia “al debate histórico sobre si Estados Unidos es una ‘tierra prometida’ o un Estado cruzado” (Clarke y Ricketts, 2017: 366). De esta forma, “las tradiciones, en el sentido empleado por McDougal y Mead, se refieren al desarrollo a lo largo del tiempo de narraciones coherentes sobre cómo Estados Unidos puede y debe comprometerse con el mundo” (Clarke y Ricketts, 2017: 367). Por lo tanto, “El ‘motor’ de las cuatro tradiciones, y el factor que explica su característica distintiva, es cómo cada tradición ha definido el interés nacional y los valores nacionales y ha relacionado los dos conceptos en una estrategia coherente de política exterior” (Clarke y Ricketts, 2017: 368).

Por otra parte, para el cumplimiento del objetivo de este trabajo la tradición jacksoniana es relevante, ya que el propósito de este apartado es mostrar la concepción de la soberanía nacional de la administración de Donald J. Trump. El presente estudio identifica dos elementos en la administración Trump propios de la tradición jacksoniana: el aislacionismo y el proteccionismo económico. Los valores jacksonianos que fundamentan la idea de la soberanía nacional de Donald Trump, y su administración en general, son rastreables desde su toma de posesión del 20 de enero de 2017. En su discurso, Trump profirió las siguientes palabras: “Debemos proteger nuestras fronteras de la devastación de otros países que fabrican nuestros productos, se roban nuestras industrias y acaban con nuestros empleos. La protección nos brindará una gran fuerza y prosperidad” (McMaster y Cohn, 2017).

De la misma forma, en la Estrategia de Seguridad Nacional (National Security Strategy, NSS) de Trump, publicada el 18 de diciembre del 2017, puede observarse la concepción jacksoniana de la soberanía. La NSS esboza “cuatro pilares” que definen los intereses nacionales de Estados Unidos bajo la administración de Trump: “1) Proteger a nuestra patria, al pueblo estadounidense y al estilo de vida estadounidense; 2) promover la prosperidad estadounidense; 3) preservar la paz mediante la fortaleza; 4) impulsar la influencia estadounidense”. De esta manera, el entonces presidente estadounidense sostenía que su NSS “restablecerá la posición de ventaja de Estados Unidos en el mundo y afianzará las extraordinarias fortalezas de nuestro país”; esto último era bajo “el concepto de realismo basado en principios”.

Según Trump, “es una estrategia realista, pues reconoce el rol central del poder en la política internacional […] y se basa en principios porque se fundamenta en promover los principios estadounidenses que favorecen la paz y la prosperidad en el mundo”. Asimismo, en la NSS, Trump argumentó que conduciría una política exterior donde pondría a “Estados Unidos primero”, pues sostenía que “fortalecer la soberanía -el primer deber de un gobierno es servir a los intereses de su propio pueblo- es una condición necesaria” (White House, 2017) para proteger los “cuatro pilares” de su NSS.

Por otro lado, en septiembre de 2018, Trump dijo ante la Asamblea General de las Naciones Unidas que “las naciones soberanas e independientes son el único vehículo donde la libertad ha sobrevivido, la democracia ha perdurado o la paz ha prosperado”. Además, aseguró que “debemos proteger nuestra soberanía y nuestra preciada independencia por encima de todo” (U.S. Embassy, 2018a). En el mismo discurso, Trump afirmó lo siguiente:

Estados Unidos no proporcionará ningún apoyo en reconocimiento de la Corte Penal Internacional (CPI). En lo que respecta a Estados Unidos, la CPI no tiene jurisdicción, ni legitimidad ni autoridad. La CPI afirma tener una jurisdicción casi universal sobre los ciudadanos de todos los países, violando todos los principios de justicia, equidad y debido proceso. Nunca cederemos la soberanía de Estados Unidos a una burocracia global no elegida democráticamente e irresponsable (U.S. Embassy, 2018a).

Por su parte, el 4 de diciembre del 2018, en el Fondo Marshall, el entonces secretario de Estado, Mike Pompeo, pronunció las siguientes declaraciones que definieron la concepción de la soberanía de la administración de Trump: “Nuestra misión es reafirmar nuestra soberanía y reformar el orden internacional liberal. Queremos que nuestros amigos nos ayuden y que ellos mismos ejerzan también su propia soberanía. Aspiramos a que el orden internacional sirva a nuestros ciudadanos, no que los controle. Estados Unidos tiene el propósito de liderar, ahora y siempre” (U.S. Embassy, 2018b).

La tendencia aislacionista de la administración de Trump halló su fundamento en la tradición jacksoniana. Apenas asumió la presidencia, Donald Trump mandó colgar un retrato del expresidente Andrew Jackson en el despacho oval. Esta acción altamente simbólica lo acompañó durante el resto de su mandato. Según Frenkel (2016), la tradición jacksoniana está basada en una retórica más nacionalista que busca que Estados Unidos no dependa del sistema internacional. Clarke y Ricketts (2017: 369) sostienen que, según los jacksonianos, “el gobierno debería hacer todo lo que esté a su alcance para promover el bienestar -político, económico y moral- de la comunidad popular”.

En relación con lo anterior, para Donald Trump, el cumplimiento de los objetivos de política interna de su mandado dependió del éxito de su política comercial. La lógica de esta estrategia comercial, tan controversial para el país que promovió en su momento la cooperación y liberalización de las barreras al comercio, es simple y puede resumirse en palabras del mismo Trump: “Por mucho tiempo, los estadounidenses han sido forzados a aceptar acuerdos comerciales que ponen los intereses de operadores internos y de la elite de Washington por sobre los hombres y mujeres trabajadores de este país”, y añadió: “Como resultado de eso, ciudades y poblados de la clase trabajadora han visto el cierre de sus fábricas y el desplazamiento de empleos bien pagados al extranjero, mientras que los estadounidenses enfrentan un creciente déficit comercial y una base manufacturera arrasada” (cit. en El Economista, 2017).

En conclusión, tanto la NSS de Trump, como su política exterior, priorizaron la económica nacional. La narrativa suscrita bajo el lema “Estados Unidos primero” ofreció un entendimiento de la identidad nacional y, concretamente, de la idea de la soberanía nacional, basada en principios jacksonianos. Es importante destacar que dichos valores también hallan su fundamento en la identidad nacional formada mediante la Declaración de la Independencia; éstos son la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Asimismo, estos principios se fundamentan en la idea constitutiva que sostiene que el poder del gobierno deriva del consentimiento de los gobernados. En la práctica, la concepción de la soberanía nacional con base en valores jacksonianos trajo como consecuencias que Estados Unidos optara por una política comercial proteccionista y por una política exterior aislacionista. Las siguientes acciones son ejemplos que responden al aislacionismo y proteccionismo propios de la política exterior jacksoniana en la administración de Trump y a su alegato de protección de la soberanía nacional: la salida del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (Trans-Pacific Partnership, TPP), el abandono formal de Estados Unidos del Acuerdo de París, y la promoción de la renegociación del TLCAN.

La concepción de la soberanía nacional de Canadá a lo largo de la historia

La identidad nacional de Canadá y su idea de la soberanía nacional se ha constituido con base en la disputa entre sus dos pueblos fundadores. Por un lado, los francófonos quebequenses tienen una apreciación propia de la soberanía basada en su herencia histórica, mientras los canadienses de lengua inglesa han afirman otra concepción de la soberanía con base en la institucionalización de una política multiculturalista que sirve, por un lado, para sesgar las disputas soberanistas de los quebequenses y, por otro lado, en virtud de diferenciarse de Estados Unidos (Bourque y Duchastel, 1995). En este contexto, Estados Unidos ha desempeñado un papel relevante en la construcción de la identidad de Canadá representada por el gobierno posicionado en Ottawa. La serie de invasiones que Estados Unidos llevó a cabo contra territorio canadiense obedecieron a la pretensión de Washington de anexar el territorio donde estaba asentada la población francoparlante.

La invasión de 1775 tuvo como objetivo estratégico anexar la provincia británica de Quebec y, además, unir a las filas revolucionarias de las Trece Colonias a la población francoparlante. Por otro lado, la guerra entre Estados Unidos y Canadá, de 1812, influyó en la consolidación de la identidad canadiense moderna (Dale, 2001). Asimismo, el motivo por el cual la reina Victoria de Inglaterra consideró designar a Ottawa como la capital de Canadá obedecía al temor de otra invasión estadounidense. Según John Manley, “Ottawa era una ciudad de madera, tan oscura que la reina Victoria consideró que las tropas estadounidenses invasoras no podrían encontrarla…” (Alba et al., 2007: 38).

En este sentido, la formación de Canadá como nación no podría entenderse sin analizar el proceso de constitución mutuo entre esa nación y Estados Unidos. Como afirman Langlois y Valenzuela (1998: 101), “A menudo se oponen los principios que han guiado a los redactores del Acta de la América del Norte Británica de 1867 -paz, orden y buen gobierno- a los que inspiraron a quienes idearon la Revolución estadounidense: vida, libertad y búsqueda de la felicidad”. Sin embargo, la disputa soberana entre los dos pueblos fundadores de Canadá es lo que ha hecho difícil la identificación de una identidad nacional unificada. Según estos dos autores, “desde el punto de vista canadiense francés, el Canadá que se instauró durante la Confederación, desde 1867 hasta 1967, fue binacional. Durante este periodo, el Acta de la América del Norte Británica se definió como un pacto entre dos naciones, entre dos pueblos fundadores” (Langlois y Valenzuela, 1998: 94).

Según María Teresa Gutiérrez Haces (2013: 27), “la construcción del imaginario identitario en Canadá ha enfrentado a través de su historia dos grandes desafíos: la diversidad cultural y el antagonismo provocado por una pluralidad lingüística políticamente compleja”. No obstante, las siguientes fechas ilustran la construcción del imaginario identitario canadiense. En 1938, Canadá llevó a cabo una reforma al Acta del Servicio Civil que pedía a los funcionarios gubernamentales que “hablaran el idioma de la mayoría de la gente a la que servían”. En 1947, la promulgación del Acta de la Ciudadanía Canadiense reconoció legalmente a la gente que vivía en Canadá como canadienses.

En 1947, el primer ministro W.L. Mackenzie King nombró una comisión ad hoc para investigar la ausencia del bilingüismo en los servicios públicos al descubrir que ni los reportes policiales respetaban esta situación. En 1958 se estableció la Capital Nacional. En 1965, Ottawa adoptó la bandera canadiense y, por consiguiente, fue abandonado el uso del Union Jack, símbolo del Reino Unido. Por último, en 1969, Canadá estableció que el bilingüismo debía ser usado por el gobierno federal (Gutiérrez Haces, 2013: 27-28).

En adición a lo anterior, en 1971, el gobierno de Pierre Trudeau adoptó el multiculturalismo como política de Estado para otorgarle a la identidad nacional otro fundamento. En 1973, Canadá creó el Ministerio de Multiculturalismo. Para 1988, Ottawa creó la Ley de Multiculturalismo, la cual instaba a interpretar la constitución a través de ese principio básico de Estado y promoverlo activamente (Esparza, 2017). Esta decisión fue percibida en Quebec “como un intento de dar una imagen trivial, en cierto modo, de la afirmación de su identidad al hacer de los quebequenses un grupo étnico entre otros. Esta interpretación no es compartida por el resto de Canadá, que considera que el multiculturalismo constituye una manera original de integrar a los nuevos inmigrantes, al mismo tiempo que le permite diferenciarse de los Estados Unidos” (Langlois y Valenzuela, 1998: 103). De esta forma, en el ámbito político, la identidad nacional de Canadá representada por el gobierno de Ottawa está fundamentada, desde 1971, por el multiculturalismo como valor constitutivo.

Por otra parte, según Dávalos, en el ámbito económico Canadá ha tenido tres momentos de política nacional relevantes: el primero, de 1879, englobaba las siguientes propuestas: “medidas proteccionistas entre las provincias, mediante aranceles al comercio exterior, se incentiva el desarrollo de las comunicaciones y el transporte, y se estimulan las migraciones hacia las regiones del oeste. Esta fase finalizó con la crisis de los años treinta del siglo XX” (Dávalos, 1999: 238). En la época de los años cuarenta, la segunda política nacional se caracterizó por el Estado benefactor y la aplicación de políticas económicas keynesianas. En el marco de la mundialización de los años ochenta, la tercera política nacional constituyó el proceso de adopción del neoliberalismo en Canadá por la administración de Brian Mulroney a partir de 1984; esta política de neoliberalización de la economía continuó con el primer ministro Chrétien en los años noventa. Sin embargo, concretamente, el proceso de liberalización de la economía canadiense tiene dos momentos importantes: en 1988 con el Tratado de Libre Comercio Estados Unidos-Canadá y luego, en la década de 1990, la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

El proceso de adopción del neoliberalismo en Canadá marcó un cambio importante en la identidad nacional canadiense y, asimismo, en su concepción de la soberanía nacional. Los canadienses equiparaban la apertura económica en América del Norte con el continentalismo, el cual era considerado, entre 1960 y 1970, como la negación de la identidad canadiense (Langlois y Valenzuela, 1998). “Maude Barlow, presidenta del Consejo de Canadienses, un grupo que se opone al libre comercio desde 1988, dijo que el tratado comercial erosiona la soberanía canadiense” (IPS, 1999).

Pese a lo anterior, Canadá se vio menos reacio que México a adoptar reglas pactadas por medio del TLCAN, aunque esto significara aumentar la influencia económica de Estados Unidos en su economía. Por ejemplo, el capítulo 11, relativo a la inversión, tenía como objetivo establecer un régimen abierto de inversión y un entorno predecible para el capital y la planeación de negocios (Cánovas, 2003). Según Cánovas, a “diferencia de México, para Canadá el capítulo 11 del TLCAN marcó un cambio evolutivo, no revolucionario, en la postura nacional frente a la inversión extranjera” (Cánovas, 2003: 212). “Como señalan Hart y Dymond, el capítulo 11 da cuenta plenamente de los cincuenta años de compromiso de Canadá con la elaboración de reglas internacionales y es congruente con la lógica de una economía que se globaliza y en la que prevalecen las empresas transnacionales” (cit. por Cánovas, 2003: 217). Dicho compromiso se ve reflejado en los anexos relativos a las “reservas en relación con medidas existentes y compromisos de liberalización” (Anexo I del TLCAN). Este anexo contiene las listas de las medidas que cada país ha elegido para proteger sus industrias sensibles; las listas de México son mucho más largas que las de Canadá y Estados Unidos. Por otro lado, en cuanto la adquisición de empresas nacionales, para México el tope era de veinticinco millones de dólares en bienes totales, con la promesa de elevar esa cantidad a ciento cincuenta millones en diez años, mientras que para Canadá el tope, en un principio, era de ciento cincuenta millones de dólares (Cánovas, 2003). En este sentido, Canadá tenía, ya para ese momento, un entendimiento de la soberanía basado en una idea de “soberanía extendida”. Es decir, la idea era que, para cumplir su propio interés nacional en un mundo globalizado, era necesaria la construcción y su adhesión a instituciones internacionales.

Como afirmaría John Manley, poco tiempo después de la primera Cumbre de Líderes de América del Norte, en 2005:

He tratado de inculcar en mis conciudadanos el concepto de lo que llamo “soberanía madura” […continúa]: Independientemente de que George W. Bush nos caiga bien o mal, o estemos de acuerdo con él o no, me parece evidente que los canadienses y los mexicanos necesitamos, como se dice comúnmente, “aceptarlo como es” y reconocer la necesidad de atender nuestros intereses y objetivos nacionales con un espíritu de egoísmo exaltado. Por lo tanto, los problemas relacionados con nuestra economía y seguridad nacional requieren que colaboremos con Estados Unidos sin ambages y de una manera seria y profesional. Así es como ejerceremos una soberanía madura (citado en Alba et al., 2007: 44-45).

La concepción de “soberanía madura” es equiparable a la noción de “soberanía extendida”. Sin embargo, la primera apela más al pragmatismo que a la construcción de una comunidad internacional o regional como lo requiere la segunda concepción. Lo cierto es que para Canadá su relación con Estados Unidos es una prioridad, mientras que la relación con México, a lo largo del tiempo, ha estado subordinada a los intereses que tiene con respecto a Washington. Según Jean Daudelin, “para Canadá la opción trilateral no deberá ir más allá de los acuerdos existentes, esencialmente en torno al tlc, excepto en situaciones ad hoc y evitando cualquier desarrollo significativo de instituciones; la relación bilateral de Canadá con Estados Unidos es vital y su administración no debe complicarse con la enorme complejidad de las relaciones entre México y Estados Unidos” (citado en Alba et al., 2007: 137). En la práctica, la apreciación anterior ha llevado a que Canadá priorice su relación bilateral con Estados Unidos en detrimento de la relación trilateral en América del Norte.

Una vez expuestos los fundamentos de la identidad nacional de Canadá y su concepción de la soberanía nacional, en particular, el propósito de este apartado es delinear de forma general la identidad representada por el gobierno de Justin Trudeau. La política exterior de Trudeau ofrece un entendimiento de la soberanía nacional basada en la idea de “soberanía extendida”.

Trudeau delinea su política exterior con base en el multilateralismo, el feminismo y la asistencia humanitaria de refugiados. Las prioridades de su gobierno están enmarcadas en una tradición liberal internacionalista canadiense: 1) reforzar la relación con sus aliados, especialmente con Estados Unidos; 2) ayudar en la prestación de asistencia a los más pobres y vulnerables del mundo; 3) negociar acuerdos comerciales beneficiosos y perseguir otras oportunidades con mercados emergentes; 4) renovar el compromiso con las operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas, así como continuar la lucha contra el terrorismo; y 5) revisar las capacidades existentes de defensa e invertir en la construcción de un ejército más ágil y mejor equipado.

En suma, el gobierno de Justin Trudeau y su política exterior están basados en una identidad liberal que prioriza la participación de ese país en el mundo. Su idea de la soberanía nacional apunta a la concepción de “soberanía extendida”, es decir, en el compromiso de Canadá con las instituciones internacionales. Sin embargo, es relevante la apreciación de “soberanía madura” de John Manley, quien fue ministro de Innovación, Ciencia e Industria de Canadá de 1995 al 2000 y, en 2022, se desempeñaba como presidente del Consejo de Administración de Banco Imperial de Comercio de Canadá, para observar el fundamento pragmático en la construcción de la identidad y la soberanía nacional de aquel país.

La concepción de la soberanía nacional de México a través de su experiencia histórica y sus principios de política exterior

La influencia de Estados Unidos en la construcción de la identidad nacional mexicana es amplia. Los valores nacionalistas de México después de su Revolución de 1910 se cimentaron sobre un importante sentimiento antiestadounidense. Según Herrera y Santa Cruz, los principios de autodeterminación e igualdad jurídica de los Estados son, en buena medida, una reacción a la Doctrina Monroe (Herrera y Santa Cruz, 2011: 17). La pérdida del territorio frente a Estados Unidos en el siglo XIX marcó la política exterior de México y su nacionalismo. Según Lorenzo Meyer, desde 1836 el eje de las relaciones internacionales del país es el “factor norteamericano” […; además, Washington]: “ha sido una influencia constante, aunque a veces indirecta, en el proceso político interno” (Meyer, 2010: 203). Asimismo,

la concepción posrevolucionaria de la soberanía estaba formada tanto por la relación con ese país como por el nacionalismo revolucionario. Así pues, el aspecto interno y el externo estaban íntimamente relacionados; el énfasis en la soberanía permitiría garantizar que lo que se consideraba como asunto interno permaneciera de esa manera, y además obtener el reconocimiento de otros Estados; lo cual, a su vez, habría de contribuir a incrementar la dignidad nacional y el sentido de nacionalidad. Es por eso que Bernardo Sepúlveda afirmó que la soberanía y el nacionalismo son las “anclas de la identidad” (Herrera y Santa Cruz, 2011: 229).

La identidad nacional de México está reflejada en siete principios constitucionales que han guiado la política exterior de México después de la Revolución mexicana: la no intervención, autodeterminación de los pueblos, cooperación internacional para el desarrollo, solución pacífica de controversias, igualdad jurídica de los Estados, proscripción del uso o de la amenaza del uso de la fuerza en las relaciones internacionales y la lucha por la paz y la seguridad internacionales. Dichos principios, según Covarrubias, forman parte del derecho internacional, que también ha sido una de las principales guías del quehacer internacional de México (Covarrubias, 2006). Estos principios, aunque fueron añadidos a la constitución por medio de la reforma a la fracción X del artículo 89 constitucional el 12 de mayo de 1988, han fundamentado la idea de la soberanía nacional que guio y guía la política exterior de México.

En su estudio sobre América del Norte, Santa Cruz argumenta que “la soberanía como un todo indiferenciado no existe, sino que ha sido negociada conforme a los múltiples significados que la palabra ha adquirido de acuerdo con el tema y el momento histórico” (Herrera y Santa Cruz, 2011: 236). Bajo la lógica de esta hipótesis, el autor analiza cuatro momentos críticos en la relación de México con Estados Unidos que son útiles para entender la concepción de la soberanía nacional de México; éstos son: los acuerdos de Bucareli, en 1923; la expropiación de la industria petrolera, en 1938; la crisis de la deuda, en 1982; y el rescate financiero de 1995 (Herrera y Santa Cruz, 2011). Este trabajo destaca los tres primeros en virtud de ilustrar el cambio en la concepción de la soberanía nacional de México.

Por un lado, los acuerdos de Bucareli, según Velázquez y Schiavon, “representaron el arreglo entre México y Estados Unidos para la no aplicación retroactiva del artículo 27 constitucional. Así, Estados Unidos otorgó el reconocimiento a Obregón” (Velázquez y Schiavon, 2021: 158). Según Santa Cruz, “además de la faceta interna de la soberanía, estaba también la externa, entendida ésta como un derecho constituido por el reconocimiento mutuo. Era precisamente en la intersección de estas dos concepciones de la soberanía -como máxima autoridad dentro de un territorio definido y como atributo conferido por el sistema internacional- donde se pondría en juego el nuevo carácter del Estado mexicano” (Herrera y Santa Cruz, 2011: 244).

En segundo lugar, la expropiación petrolera, según Santa Cruz, “se trataba pues de una apuesta calculada. Aún más, el discurso del presidente Cárdenas -centrado, como es natural, en la soberanía- tuvo no sólo un efecto legitimador, sino también el de reforzar la posición negociadora del gobierno mexicano en el exterior (Herrera y Santa Cruz, 2011: 292). Como apunta Meyer (2010), la expropiación petrolera logró “capturar la esencia de la soberanía”.

En tercer lugar, la crisis de 1980 tuvo un impacto importante en la identidad nacional de México. Como apunta Santa Cruz, “la crítica situación enfrentada a comienzos de los años ochenta contribuyó a que el país redefiniera no sólo su paradigma de desarrollo y la relación de fuerzas entre los grupos que, al interior del régimen, debatían respecto al rumbo que debía seguir el país, sino también su concepción de la soberanía” (Herrera y Santa Cruz, 2011: 293-294). A partir de este momento, México transitó hacía el neoliberalismo en un proceso que Santa Cruz (2013) denomina como “integración silenciosa”, pues la crisis económica de 1982 llevó a que México sustituyera su modelo de desarrollo “hacia adentro” a uno que tenía la tendencia a la mundialización. Este proceso de apertura posibilitó un entendimiento de la soberanía nacional de México mucho más abierta al exterior.

El proceso de apertura que vivió México en la década de las ochenta y que culminó en la firma del TLCAN, en 1992, y su entrada en vigor en 1994, no sucedió sin resistencia: grupos nacionalistas abogaron por el rescate de los principios fundamentales de política exterior de México; incluso, la construcción del TLCAN tuvo consigo una alta carga de proteccionismo por parte de México. Lo anterior se refleja en que nuestro país optó por no negociar la apertura de sectores estratégicos para la soberanía nacional como el relacionado con el petróleo. Asimismo, las listas “negativas” para la protección de industrias especificas en los anexos del capítulo 11, relativo a las inversiones, tuvieron consigo una alta carga proteccionista -que apela a la soberanía nacional- por parte de México y abundan mucho más que las añadidas por Canadá y Estados Unidos (Cánovas, 2003: 205).

De la misma manera, según Covarrubias, “la apertura comercial al exterior no significó un cambio radical en todos los ámbitos de la política exterior de México” (Covarrubias, 2006: 411). Con respecto al principio de la libre autodeterminación de los pueblos, Covarrubias apunta que el secretario de relaciones exteriores de la administración de Salinas de Gortari, Fernando Solana, “subrayó que cada nación contaba con el derecho soberano de elegir su propio sistema político de acuerdo con su idiosincrasia y experiencia histórica, y que la democracia ni se conquistaba ni se fortalecía con acciones externas, unilaterales o multilaterales” (Covarrubias, 2006: 412). Sin embargo, a finales de los noventa, la posición de México con respecto a la soberanía, según Covarrubias, “se distanciaba de su posición tradicional: para el presidente mexicano, la democracia era necesaria para ‘preservar y fortalecer la soberanía nacional que tanto valoramos los pueblos iberoamericanos’” (Covarrubias, 2006: 412). Lo anterior muestra el proceso de cambio de la identidad nacional de México y el impacto en la concepción de la soberanía nacional dado por la apertura de México al exterior.

Existen tres momentos clave que ilustran el cambio en la identidad nacional: el primero tuvo lugar cuando México aceptó la participación de observadores internacionales en las elecciones de 1994, lo que permitía que actores extranjeros “intervinieran” en procesos políticos internos. El segundo momento tuvo ocasión durante el esquema de cooperación establecido entre México y Estados Unidos por medio de la Iniciativa Mérida a partir de 2007; esta iniciativa permitió que agencias de seguridad estadounidenses interviniera en la seguridad pública mexicana. El tercer momento tuvo lugar con las reformas neoliberales a la Constitución llevadas a cabo por Enrique Peña Nieto en 2012, específicamente, la reforma energética que privatizaba ese sector que había sido históricamente protegido y relacionado al entendimiento de la soberanía nacional (Santa Cruz, 2013).

En este contexto, Enrique Peña Nieto delineó su política exterior con base en la idea de “México con responsabilidad global”, política que tenía las siguientes prioridades: “contribuir a la prosperidad nacional, lo que implicaba promover a México como un destino atractivo para las inversiones, el turismo y como socio comercial confiable; promover el desarrollo incluyente y sostenible, buscando que la cooperación, la educación y la movilidad de personas contribuyan a elevar el nivel de vida de la sociedad; fortalecer el Estado de derecho, la paz y la seguridad” (Velázquez y Schiavon, 2021: 297). Estas prioridades definieron a la administración de Peña Nieto por su carácter neoliberal basado en una idea de la “soberanía extendida”, acorde con la inserción de México al proceso de mundialización.

Por otra parte, es importante para este trabajo exponer los valores en los que descansó la idea de la soberanía nacional de Andrés Manuel López Obrador (AMLO). Como presidente electo en 2018, una representación de AMLO formó parte en la renegociación del TLCAN. Por otra parte, la concepción de la soberanía nacional de AMLO puede leerse a través de su Plan Nacional de Desarrollo (PND 2019-2024) que, a grandes rasgos, tiene como fundamento el respeto de los principios de política exterior de México. Asimismo, AMLO argumenta, en referencia al periodo neoliberal, que “el mayor desastre de este periodo de 36 años fue sin duda la destrucción del contrato social construido por los gobiernos posrevolucionarios y la incapacidad de remplazarlo por un nuevo pacto. […] Sin faltar al principio de no intervención y en pleno respeto a la autodeterminación y la soberanía de las naciones, lo que edifiquemos será inspiración para otros pueblos” (Gobierno de México, 2019). De la misma forma, el PND criticaba a la elite neoliberal:

Su idea de que las instituciones públicas debían renunciar a su papel como rectoras e impulsoras del desarrollo, la justicia y el bienestar, y que bastaba “la mano invisible del mercado” para corregir distorsiones, desequilibrios, injusticias y aberraciones, fue una costosa insensatez. El Estado recuperará su fortaleza como garante de la soberanía, la estabilidad y el estado de derecho, como árbitro de los conflictos, como generador de políticas públicas coherentes y como articulador de los propósitos nacionales (Gobierno de México, 2019).

Sobre Estados Unidos y la soberanía nacional, el PND de la administración de AMLO planteaba que,

para paliar los sufrimientos, atropellos y dificultades que han padecido los mexicanos en Estados Unidos, las presidencias neoliberales mexicanas trataron de impulsar en el país vecino una reforma migratoria y en ese afán recurrieron al cabildeo legislativo y a la formulación de propuestas de negociación. Pero, en rigor, la política migratoria es un asunto soberano de cada país, y en ese sentido los representantes del viejo régimen incurrieron en prácticas intervencionistas injustificables y perniciosas, por cuanto debilitaban la defensa de la soberanía propia (Gobierno de México, 2019).

La concepción de la soberanía nacional de AMLO está fundamentada en valores los posrevolucionarios de México. El PND sugiere que la identidad nacional de nuestro país había sido corrompida por los gobiernos neoliberales que rigieron el destino de México de 1982 a 2018. Por lo tanto, la concepción de la soberanía de AMLO está basada en el rescate de los valores que constituyeron la identidad nacional de México a partir de la Revolución mexicana. En este sentido, el gobierno de AMLO se ha caracterizado por tener una concepción de la soberanía nacional proteccionista y nacionalista que apela a dos principios constitucionales básicos: la autodeterminación de los pueblos y la no intervención.

En conclusión, la identidad nacional de México y, en concreto, su concepción de la soberanía nacional ha variado a lo largo del tiempo. Los principios de política exterior de México ayudan a leer la concepción de la soberanía nacional y cómo esta se ha materializado en la política exterior de esta nación. De esta forma, este estudio señala, por un lado, el carácter globalista de la concepción de la soberanía de Peña Nieto; mientras que, por otro lado, el carácter proteccionista de la idea de la soberanía nacional de AMLO. El punto de conciliación entre ambas administraciones, como se observará más adelante, definió el destino de la renegociación del TLCAN.

El impacto de la idea de la soberanía nacional en la construcción de instituciones regionales en América del Norte

Hemos visto que el acercamiento trilateral como región de los países que estudiamos es nuevo. América del Norte sólo incluía a Estados Unidos y Canadá. La integración formal de México se dio con las negociaciones del TLCAN y su entrada en vigor durante los noventa; desde entonces, han surgido otras instituciones regionales como el ACAAN y la CCA que, si bien se ocupan del cuidado del medio ambiente, estuvieron subordinadas a los asuntos comerciales y financieros. También destaca la ASPAN y la Cumbre de Líderes de América del Norte, pero aquélla dejó de operar en 2009 y la Cumbre durante el mandato de Trump, por lo que la cooperación de los países de América del Norte como región ha estado orientada al ámbito económico. El acercamiento de los Estados de esta región geográfica ha sido más bilateral que trilateral, pues en ella se dan dos relaciones bilaterales en detrimento de una relación trilateral: la de México con Estados Unidos y la de Canadá y Estados Unidos (Velázquez, 2013). Lo anterior es así debido a la incapacidad de los Estados de América del Norte de construir una identidad colectiva regional por medio de instituciones regionales en este espacio geográfico de interacción.

El caso de América del Norte es complejo. Es difícil hablar de una integración regional amplia; la interacción de los países que conforman este espacio geográfico es desigual. La asimetría económica de México con respecto a Estados Unidos y Canadá crea los problemas necesarios que minan la relación trilateral; un ejemplo es la migración que sucede de México a Estados Unidos: los posicionamientos políticos en este país en contra de la migración están influidos y respaldados con base en su concepción de la soberanía nacional; asimismo, para México la cooperación en materia de seguridad es difícil por la concepción nacionalista de la soberanía nacional. A grandes rasgos, en Norteamérica, no existe una agenda regional sólida fuera de lo económico.

Desde 1994, el TLCAN trajo un aumento en el comercio regional en América del Norte. Las exportaciones mexicanas a Canadá crecieron un 114 por ciento entre 1993 y 2000, mientras que las exportaciones de Canadá a México lo hicieron un 241 por ciento en el mismo periodo. Asimismo, las exportaciones de México a Estados Unidos crecieron un 244 por ciento en esos mismos años, mientras las de Estados Unidos a México fueron un 182 por ciento en el mismo periodo. Desde una perspectiva regional, el comercio intrarregional en Norteamérica creció del 33 por ciento en 1980 al 56 por ciento para el año 2000. El comercio intrarregional en Europa en el año 2000 era del 61 por ciento. Según Robert Pastor, “quienes han estudiado el proceso de integración, argumentan que América del Norte está incluso más integrada que Europa” (Pastor, 2012: 38). Lo anterior no se ve reflejado en la construcción de instituciones regionales para atender temas más allá del TLCAN.

Las pretensiones de Vicente Fox de consolidar una ambiciosa agenda regional en Norteamérica no prosperaron por el cambio en la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos, producto del atentado del 11 de septiembre del 2001. A partir de ese momento, la agenda regional, al igual que la agenda internacional, se centró en la seguridad en contra del terrorismo. Los acuerdos bilaterales de fronteras inteligentes, la ASPAN, la Iniciativa Mérida, entre otras instituciones, funcionaron bajo esa lógica. Otro factor que impidió el desarrollo de respuestas regionales fue el miedo de Canadá de que los problemas mexicanos contaminaran la relación especial con Estados Unidos; en ese sentido, Canadá optó por priorizar sus relaciones bilaterales con Washington en detrimento de la relación trilateral (Santa Cruz, 2021: 355).

La pregunta fundamental es: ¿existe una identidad colectiva regional en Norteamérica? Robert Pastor ofreció, en su momento, una aproximación a dicha pregunta: “la idea de América del Norte”, la cual “significa que cada país tome en cuenta los intereses de los demás en su política interna y externa; significa que los tres países asuman la tarea de construir un futuro continental y una asociación que vaya más allá de la retórica para llevar una clara definición de comunidad en América del Norte” (Pastor, 2012: 9). Esta idea, para Pastor, implica que exista un sentido de pertenencia norteamericano, que los ciudadanos de Estados Unidos, México y Canadá se conciban a sí mismos como tal. Para Pastor el TLCAN significó un avance en la difusión de la “idea de América del Norte”; sin embargo, la institución carece de identidad colectiva regional. Según Pastor, esto se debe principalmente a la resistencia nacional que ha tenido el proceso de integración respaldada con base en argumentos soberanistas.

En conclusión, en América del Norte, hasta la renegociación del TLCAN en 2017, no existía una identidad colectiva regional plasmada en instituciones regionales. La cooperación entre México, Estados Unidos y Canadá, hasta ese momento, estuvo subordinada a la interdependencia económica. En el ámbito de la seguridad, las reuniones de ministros de Defensa de la región no han traído consigo una institución de seguridad regional; los esfuerzos son más bilaterales que trilaterales. En realidad, la defensa regional se ha caracterizado por un sistema de seguridad fragmentado (Velázquez, 2013). Por otro lado, la llegada al poder de Donald J. Trump marcó una pausa en los esfuerzos de integración regional; este presidente propuso, en primer lugar, la cancelación del TLCAN para después acceder a su renegociación. En este sentido, el siguiente apartado analiza la renegociación del TLCAN.

La renegociación del TLCAN: entre pragmatismo y soberanía

La llegada al poder de Donald Trump en 2017 supuso un reto para la cooperación regional. Desde sus discursos de campaña, Trump argumentaba que el TLCAN era “el peor tratado jamás firmado”. Acorde con su eslogan de política exterior “America first”, el expresidente Trump propuso la cancelación del TLCAN; su argumento era que tratados de la naturaleza del TLCAN dañaban la seguridad nacional de Estados Unidos, en términos de soberanía nacional. Pese a la amenaza de cancelar el tratado, Trump estuvo de acuerdo con renegociar un nuevo acuerdo de libre comercio con México y Canadá. El 22 de enero de 2017, Donald Trump anunció una ronda de contactos para renegociar el TLCAN. Asimismo, el mandatario estadounidense afirmó que en las negociaciones hablaría de la inmigración y de la seguridad en la frontera, claramente refiriéndose a cuestiones relativas a una de sus principales promesas de campaña: la construcción de un muro en la frontera que comparte con México. Asimismo, Trump afirmó que México pagaría el muro.

La primera ronda de negociaciones fue llevada a cabo en agosto del 2017. Estas primeras pláticas concluyeron sin acuerdos. Los temas más controvertidos fueron “el alto déficit comercial que Estados Unidos mantiene con México; las reglas de origen para que la cadena productiva esté fundamentalmente en Norteamérica, particularmente del sector automotriz; controversias comerciales y el capítulo 19 del acuerdo; así como el planteamiento de mejorar sustancialmente los salarios en México” (Figueroa, 2017); asimismo, los mandatarios confirmaron la segunda ronda con sede en México el 10 de septiembre del mismo año. Por otra parte, de acuerdo con la declaración trilateral sobre la conclusión de la segunda ronda de negociaciones del TLCAN, que se celebró del 1 al 5 de septiembre, hubo un importante progreso en varias de las disciplinas, por lo que los mandatarios reafirmaron su “compromiso por tener una negociación acelerada e integral, con el objetivo compartido de concluir el proceso hacia el final de este año” (Gobierno de México, 2017). La declaración no contuvo ninguna afirmación que mostrara el avance de la negociación.

No fue sino hasta la tercera ronda de negociaciones llevadas a cabo en Ottawa del 23 al 27 de septiembre del 2017, que hubo un avance en diversas áreas. De acuerdo con la declaración trilateral (Gobierno de México, 2017), las negociaciones avanzaron significativamente, lograron consolidar propuestas de texto, “cerrando brechas y acordando elementos del texto de negociación”. Las áreas que tuvieron un amplio avance fueron la de telecomunicaciones, política de competencia, comercio digital, buenas prácticas regulatorias, aduanas y facilitación comercial. Además, una de las áreas que logró consolidarse de manera importante fue la de las pequeñas y medianas empresas (PYMES), pues se concluyó el capítulo. No obstante, los temas donde existieron diferencias más importantes fueron aplazados; entre éstos estaban “la revisión y solución de controversias, el tema laboral y el déficit comercial, siendo este último el principal argumento de Donald Trump para cancelar el tratado. Ejemplo de ello fue cuando, en 2016, el déficit comercial de Estados Unidos con México ascendió a sesenta mil millones de dólares y con Canadá, alrededor de los doce mil millones de dólares” (Etcheverry, 2017). Sobre estos datos se basó en su momento el discurso de Trump, quien argumentaba que la seguridad nacional de Estados Unidos era vulnerada por el tratado de libre comercio. En este sentido, Estados Unidos, en la misma ronda, propuso facilitar los juicios por dumping en la importación de productos mexicanos perecederos, además del endurecimiento en las compras de gobierno y medidas para la compra de textiles, puntos que aumentaron la dificultad de la negociación para México.

Por otro lado, en la cuarta ronda, celebrada del 11 al 17 de octubre del 2017, en Arlington, Virginia, Estados Unidos realizó propuestas que contaminaron la negociación, haciéndola aún más complicada. Una de sus propuestas era elevar el contenido en las reglas de origen del sector automotriz del 62.5 al 85 por ciento, y de las cuales el 50 por ciento debía ser estadounidense; otra idea de Trump era debilitar el sistema de solución de controversias dentro del tratado; además, Washington buscaba incluir una cláusula de extinción, que haría que el tratado dejara de existir cada cinco años, a menos que los tres países decidan renovarlo. Todos estos puntos hicieron más complicada la conclusión de las negociaciones, tanto para México como para Canadá (El Financiero, 2017; El País, 2017). Lo anterior fue debido a que las propuestas de la Casa Blanca, ampliamente criticadas por expertos, “aumentarían la incertidumbre en la región”, ya que afectarían la inversión privada y, asimismo, atentarían contra la esencia del tratado.

Las propuestas efectuadas durante la cuarta ronda que ilustran el impacto de la concepción jacksoniana de la soberanía nacional de Estados Unidos, bajo el eslogan de poner a “Estados Unidos primero”, y que contaminaron la confianza entre las partes, se resumen en los siguientes puntos: “1) la obsesión por reducir el déficit comercial de Estados Unidos con medidas restrictivas, 2) la eliminación de los mecanismos de solución de controversias, 3) el endurecimiento de las reglas de origen, específicamente en el sector automotriz, 4) la reducción al acceso de compras de gobierno, 5) las restricciones en materia de autotransporte fronterizo, 6) la estacionalidad agrícola, y 7) la cláusula de revisión con muerte súbita” (Behar, 2019: 18).

Por otro lado, la quinta ronda se celebró del 17 al 21 de noviembre del 2017, sin ministros, sólo entre grupos técnicos de los tres países. En enero del 2018, Donald Trump comunicó que, de no haber un buen acuerdo, Estados Unidos se retiraría del tratado, comunicado que ocasionó la depreciación del peso. Aunque estas afirmaciones puedan interpretarse como una estrategia de negociación, también tuvieron un alto impacto político, puesto que Trump utilizó ese discurso para legitimarse frente a sus seguidores. Es importante entender la estrategia de negociación de Trump con base en un análisis jacksoniano de la soberanía nacional, pues su postura fue firme en cuanto a poner a “Estados Unidos primero”, más allá de si los resultados esperados se hubieran alcanzado.

Otro suceso que complicó las negociaciones fue cuando Donald Trump, en enero del 2018, declaró que no firmaría el acuerdo si no se incluía que el muro en la frontera con México se pagase con el tratado. De acuerdo con Behar, “fue una iniciativa sin precedentes, ya que, por medio de la coerción política, Trump intentó vincular el problema migratorio con la cuestión comercial, que pertenecen a esferas completamente distintas” (Behar, 2019: 18). Las propuestas anteriormente mencionadas, por parte de Trump, obedecen a su idea de equiparar la seguridad nacional con la economía en términos de soberanía nacional.

La sexta ronda de negociación tuvo lugar del 23 al 29 de enero del 2018 en Montreal. En esta ronda participaron treinta grupos técnicos y más de un centenar de funcionarios de los tres países, según la página oficial del gobierno de México, y se registraron avances significativos en los capítulos de medidas sanitarias y fitosanitarias, telecomunicaciones y obstáculos técnicos al comercio, así como los anexos sectoriales de farmacéuticos, químicos y cosméticos (Gobierno de México, 2018). Por otra parte, en la séptima ronda de negociaciones efectuada del 25 de febrero al 5 de marzo, Estados Unidos, México y Canadá lograron resultados significativos: las partes lograron cerrar tres capítulos y, asimismo, afirmaron su compromiso de llevar a buenos términos el acuerdo. No obstante, el 8 de marzo, Estados Unidos aplicó un arancel del 25 por ciento a sus importaciones de acero y del 10 por ciento al aluminio. Washington eximió a Canadá y México con la condición de concretar el tratado de libre comercio a finales de mayo.

De acuerdo con Daudelin y Lilly, fue inútil el intento de Canadá de empapar al acuerdo de un toque progresista, pues “el gobierno de Trump veía al TLCAN como otro expediente comercial: un juego de suma cero en el que la victoria dependía de tácticas estratégicas” (Daudelin y Lilly, 2019: 23). En este sentido, el 7 de mayo se llevaron a cabo reuniones de alto nivel en Washington, debido a las rondas anteriores fallidas. En virtud de cumplir lo anunciado en relación con los aranceles al acero y al aluminio, Trump aplicó la medida a dichos minerales provenientes de México y Canadá, pues las partes no alcanzaron a concretar el acuerdo en la fecha límite impuesta por Estados Unidos. El argumento de Trump fue la fuerte dependencia del país de esas importaciones, pues “amenazaba la seguridad nacional”.

Como respuesta a la imposición de esos aranceles, el 5 de junio México suspendió el tratamiento arancelario preferencial a diversos productos provenientes de Estados Unidos (El Sol de México, 2018); asimismo, el 7 de junio nuestro país denunció a Estados Unidos ante la Organización Mundial de Comercio (OMC). Por su parte, el gobierno de Canadá percibió la medida como un insulto, “dado que el 95 por ciento y el 88 por ciento de sus exportaciones de acero y aluminio se venden a Estados Unidos y porque, además, implicaba que Canadá podía representar una amenaza de seguridad para su vecino” (Daudelin y Lilly, 2019: 23). Esto llevó a que las negociaciones se complicaran mucho más para Canadá que para México.

En este punto, México negoció “discretamente” el acuerdo con Estados Unidos de forma bilateral. En este contexto, las elecciones en México en julio del 2018 trajeron incertidumbre a la negociación. No obstante, al resultar victorioso, AMLO reafirmó su compromiso de llevar a adelante el tratado. De la misma forma, Peña Nieto permitió que una representación de AMLO se uniera a la renegociación del tratado. AMLO asignó, de esta forma, a Jesús Seade Kuri como su representante en la mesa de negociación del acuerdo.

Según Behar, “Una vez que hubo certidumbre de que el resultado del nuevo acuerdo tendría el aval del nuevo gobierno, las conversaciones recobraron su ímpetu inicial. Seade aprovechó la oportunidad para colocar la agenda de López Obrador por medio del capítulo de energía. En este contexto, es posible afirmar que este capítulo fue uno de los pocos que se tuvieron que volver a negociar, y se redujo hasta ser una reafirmación de la soberanía de México sobre sus fuentes energéticas” (Behar, 2019: 19). El proyecto nacional de AMLO, basado en una concepción de la soberanía nacional proteccionista, logró coincidir con el enfoque del mandatario estadounidense.

El 6 de agosto del 2018, México aseguró que había nueve capítulos cerrados. Por consiguiente, el 27 de agosto, las naciones norteamericanas anunciaron el termino de negociaciones bilaterales entre Estados Unidos y México, por lo que presentaron a Canadá un ultimátum: firmar el pacto negociado entre Estados Unidos y México o quedarse fuera. Fue hasta el 30 de septiembre que Canadá regresó a la mesa de negociación, a nada de cumplirse el plazo legal en el que Estados Unidos debía presentar los textos finales al Congreso. De esta manera, el acuerdo alcanzado en la negociación se tituló, según Trump “United States Mexico Canada Agreement” (USMCA). A su vez, por medio de una encuesta en Twitter, el presidente electo, López Obrador, lo llamó Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC). Por su parte, el gobierno de Ottawa lo nombró Canada-United States-Mexico Agreement (CUSMA).

En suma, según Behar, “el principal motivo de los desacuerdos ha sido la ideología proteccionista de los líderes estadounidenses, que llevan a la mesa de negociación propuestas asimétricas y desequilibradas, las cuales en varios momentos han desembocado en caminos sin salida” (Behar, 2019: 15). Estas palabras ilustran el desafío que supuso llevar a cabo negociaciones con el gobierno del entonces presidente Trump. Por su parte, Trump fue coherente, en sus posicionamientos, con su idea jacksoniana de la soberanía nacional titulada “America first”, que se basaba en valores nacionales de proteccionismo para el fortalecimiento del bienestar económico y la protección de la “comunidad popular”.

Por otro lado, para Canadá fue inútil darle un toque progresista al acuerdo. Según Daudelin y Lilly, uno de los seis objetivos principales de Canadá en la negociación era “volver más progresista al TLCAN, mediante el aumento de sus componentes laborales y ambientales, la adición de capítulos sobre género y pueblos indígenas, y ‘reformando’ el mecanismo de resolución de conflictos entre los inversionistas y el Estado (capítulo 11)”. Como apuntan Daudelin y Lilly,

El T-MEC es un retroceso en la integración económica de Norteamérica, un desafío directo a la visión económica liberal compartida que lo sostiene. Es una parte importante de la agresiva renegociación unilateral de los compromisos de seguridad y comercio de Estados Unidos con el mundo y sus aliados por parte del gobierno de Trump. Los requisitos de contenido más estrictos del T-MEC están pensados para reorientar la inversión manufacturera hacia Estados Unidos y forman parte de la misma política de aranceles que impone a la importación de acero y aluminio. Envuelta en una retórica beligerante y justificada en motivos insostenibles de seguridad y economía (Daudelin y Lilly, 2019: 28).

Por otro lado, la renegociación del tratado de libre comercio, pese a todo lo previsto en relación con las amplias amenazas de Trump en contra de México, tanto en los temas de migración como con el déficit comercial, fue mucho más sencilla para México que para Canadá. Esto se explica debido al triunfo de López Obrador, ya que, según “especialistas los mensajes y señales que envió el presidente electo fueron básicos para destrabar las negociaciones” (Nájar, 2018). Además, AMLO decidió mantener una postura más flexible en cuanto a temas que la administración de Peña Nieto consideró no aceptables. Entre ellas se encuentran tres de suma importancia y que se relacionan con la visión proteccionista de la soberanía de AMLO:

El primer tema fue la revisión periódica del tratado: el acuerdo tendrá una duración de dieciséis años con posibilidad de ser sometido a revisión cada seis años, sin significar necesariamente que el tratado vaya a expirar automáticamente, como había previsto el gobierno de Trump. El segundo punto era relativo a la industria automotriz. Esta parte se centra en que, para eximir de aranceles a los automóviles, estos deben de, al menos, ser producidos en un 75 por ciento con partes fabricadas en los países que formen parte del tratado. Anteriormente esta condición era de un 62.5 por ciento. Asimismo, el automóvil debe ser fabricado, de un 40 por ciento a un 45 por ciento, por trabajadores que ganen al menos dieciséis dólares por hora. Con esta medida, Estados Unidos buscaba evitar la deslocalización de fábricas a zonas donde hubiera bajos salarios en México (Nájar, 2018). El tercer tema era relativo a los derechos laborales. El tratado incluyó un anexo en el cual los tres países se comprometieron a adoptar nuevas normas y prácticas laborales, hacerlas cumplir y no derogarlas de su legislación, conforme a lo establecido por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) (Nájar, 2018).

Por otro lado, la posición de Estados Unidos de llevar a cabo medidas más proteccionistas, dejando de lado los esfuerzos de antiguas administraciones de promover el neoliberalismo, tuvo como resultado un tratado acorde con el gobierno de López Obrador. Esto fue debido a que, según el PND de AMLO, su objetivo era mejorar la calidad de vida de las personas en México y así impedir la migración hacia Estados Unidos, lo cual tuvo una amplia afinidad con el enfoque de política exterior del mandatario estadounidense. De la misma forma, el capítulo 8 del tratado titulado “Reconocimiento del dominio directo y la propiedad inalienable e imprescriptible de los Estados Unidos Mexicanos de los hidrocarburos” ilustra cómo México refleja su idea de la soberanía mediante un producto institucional formal. Cabe resaltar que el TLCAN no contenía, en ninguno de sus artículos o anexos, la palabra “soberanía”. Finalmente, el producto final institucional derivado de las negociaciones dio como fruto un tratado mucho más proteccionista y carente de una narrativa que impulse una identidad regional en América del Norte.

Consideraciones finales

La concepción de la soberanía nacional de México, Estados Unidos y Canadá es una de las variables que explican por qué el proceso de integración regional en América del Norte ha estado formado con base en intereses nacionales pragmáticos y no en una idea de comunidad de intereses compartidos. Como se analizó en este artículo, la idea de la soberanía nacional de Trump estuvo fundamentada en valores jacksonianos que obstaculizaron los intentos de Canadá de dotar de un carácter progresista y liberal el tratado de libre comercio de Norteamérica. Por su parte, la idea de la soberanía nacional de AMLO impactó en que el T-MEC tuviera un toque más proteccionista, específicamente en lo referente al capítulo 8 del documento. Asimismo, el entendimiento compartido entre Trump y AMLO de que el destino de la nación era más importante que la cooperación regional explica la ausencia de un entendimiento representacional en América del Norte derivado del T-MEC.

Acorde con la hipótesis de esta investigación, el T-MEC refleja el pragmatismo impulsado por la idea de la soberanía nacional de cada Estado parte. De esta forma, es fundamental entender la importancia de las narrativas, ideas y representaciones normativas que moldean entendimientos específicos acerca de la soberanía tanto a nivel estatal como a nivel sistémico. Este proceso de construcción de identidad no sólo se hace en aras de construir y reconstruir los significados que definen la identidad nacional de los Estados, sino que también puede hacerse en virtud de la promoción de instituciones regionales.

El proceso de regionalización debe ser entendido, entonces, como un proceso de proyección política regional. Es decir, debe apuntar tanto a la construcción de instituciones regionales, como a la creación de una identidad colectiva regional. Este proceso es casi inexistente en Norteamérica. La evidencia presentada en este artículo demuestra la inexistencia de lo que Robert Pastor denominó como “la idea de América del Norte”. En detrimento de esta idea, México, Estados Unidos y Canadá han promovido sus propios intereses en la región con base en ideas divergentes de lo que significa la soberanía nacional. Esto crea un camino sinuoso para el futuro de América del Norte como región.

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Recibido: 03 de Agosto de 2022; Aprobado: 15 de Diciembre de 2022

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