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Norteamérica

versão On-line ISSN 2448-7228versão impressa ISSN 1870-3550

Norteamérica vol.4 no.2 Ciudad de México Jul./Dez. 2009

 

Contribución especial

 

El artículo "América" en la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert (segunda parte)

 

Ignacio Díaz de la Serna*

 

* Investigador del CISAN, UNAM. idiazser@gmail.com.

 

De nuevo a Juan Araujo, feliz poseedor de la Enciclopedia,
porque en ocasiones es necesario repetir las cosas dos veces
para que se entiendan mejor.

 

Indicaba en el número anterior de esta revista que el artículo "América" en la Enciclopedia de Diderot y D'Alembert, en la edición de 1778, la tercera, es bastante extenso. Por ese motivo aparece ahora esta segunda parte, que lleva el subtítulo de "Indagaciones geográficas y críticas sobre la posición de los sitios septentrionales de América". Abarca de la página 364 a la 378 del primer tomo, y la firma E.

Van las siguientes líneas a modo de breve introducción.

Que dicha parte comience con una suerte de cuerpo axiomático obedece principalmente al afán racionalista, característico de esa época, por desbrozar lo verdadero de lo incierto y lo confuso. Esos axiomas se ajustan a un procedimiento metodológico que Descartes había ya inaugurado en el siglo XVII. Se trata del método analítico, cuyo carácter pragmático es evidente en este caso, pues va ayudando al autor a tomar un conjunto de decisiones sobre la veracidad o poca confiabilidad de tal relación o de tal testimonio acerca de las diferentes expediciones al vasto territorio de América del Norte.

En efecto, a medida que avanza en la lectura del texto que viene a continuación, el lector es conducido con parsimonia por los entresijos de un gran volumen de información proporcionada por diversas relaciones de viaje. Todas ellas intentan establecer las dimensiones geográficas de América del Norte con miras a trazar nuevas rutas comerciales. En el camino, durante varias décadas de exploración, franceses e ingleses irán topándose con múltiples tribus autóctonas, y, a partir de esa experiencia colonizadora, los europeos proseguirán elaborando, cimentada en coordenadas culturales ya modernas, su reflexión acerca de la alteridad, reflexión que había surgido previamente con el descubrimiento del continente americano y su conquista inicial por parte de españoles y portugueses.

Ante la proliferación de obras sobre las distintas expediciones que se habían internado en aquel territorio gigantesco, el autor acomete la ardua tarea de deslindar qué datos, qué recuentos, qué conclusiones resultan confiables y cuáles no. Sus indagaciones tienen el propósito de identificar la información veraz en medio de semejante marasmo de libros y testimonios. Aunque no la hace explícita, la meta última que persigue es algo que desde hacía bastante tiempo tenía ocupados y preocupados a muchos: fijar con exactitud las dimensiones reales de lo que hoy es la amplia zona de la frontera entre Canadá y Estados Unidos.

¿Para qué? Recordemos que desde el reinado de Isabel I de Inglaterra, los europeos se habían interesado sobremanera en hallar un paso marítimo que les permitiera navegar, a través de la región más septentrional del continente, desde el Atlántico hasta el Pacífico sin verse obligados a bajar hasta el estrecho de Magallanes. Ese interés dio lugar, por ejemplo, a las patentes reales que la reina otorgó, en primer término, a sir Humphrey Gilberty, posteriormente, a sir Walter Raleigh, autorizándolos a explorar América y fundar colonias allí.

Entre tantos libros sobre dicho tema, hay uno que destaca por su importancia y por la celebridad que obtuvo poco después de salir publicado. El autor de estas "Indagaciones" lo menciona en más de una ocasión. Aratos lo rebate, a ratos concuerda con él. Es el relato que La Hontan escribió de sus andanzas en América septentrional.

Al igual que en el número anterior, además de la versión al español de esta segunda parte del artículo "América"[fig.1], incluyo algunas ilustraciones procedentes de los Viajes de La Hontan.1 [Figs.]El lector llegará a sus propias conclusiones. Adelanto que no sólo tienen, me parece, un valor iconográfico indudable. Debido a su rareza, el valor etnográfico que poseen es también enorme, pues nos ayudan a comprender con qué tipo de figuración en torno al "salvaje", al radicalmente Otro, el europeo del siglo XVIII solía poblar su imaginario.

 

Indagaciones geográficas y críticas sobre la posición de los sitios septentrionales de América

Comenzaré exponiendo algunos axiomas o máximas que me servirán de guía en estas indagaciones.

1°. Sólo se puede establecer la posición de un país apoyándose en el informe de las personas que, habiéndolo visto, han ofrecido una relación pormenorizada.

2°. Las relaciones son más o menos auténticas, según las personas y las circunstancias. Los antiguos ofrecieron sobre las regiones apartadas sólo conocimientos vagos, conforme a los cuales se levantaron mapas tan fieles como fue posible, en espera de testimonios más precisos y más pormenorizados.

3°. En cuanto a las personas, hay una gran diferencia en el grado de credibilidad que merecen. Eso es lo que hay que examinar con atención y sopesar cuidadosamente. A menudo se ofrece una relación anónima. En ocasiones se presenta con el nombre de una persona cuya existencia no ha sido comprobada, o bien se le atribuye a ella sin razón suficiente; otras veces es la relación de un viajero considerada más o menos como verídica. Hay algunas que tienen como garantía toda una escuadra de navíos, o aun varias; otras, en fin, han sido publicadas una vez que ha finalizado el viaje emprendido por orden de un soberano o de una compañía, a quienes informan los que tomaron parte en el descubrimiento. De esas relaciones, algunas se imprimieron y se dieron a conocer en la época en que los descubrimientos se llevaron a cabo; otras sólo aparecieron mucho tiempo después de esa época. Unas han sido contradichas por otras, y algunas otras han sido recibidas como un hecho probado en la época en que se pudo haber demostrado su falsedad si hubiera tenido lugar la menor sospecha. Todas estas circunstancias deben examinarse con detenimiento, y en general, no hay que dar fe a las que pecan contra la verosimilitud, a menos que las apoyen otras marcas características de autenticidad.

4°. Si poseen el carácter de autenticidad, aunque daten de doscientos años, de cien o únicamente de diez años, esas relaciones deben tenerse siempre por irrefutables, aun cuando desde ese momento no tuviéramos otras acerca del país y de su situación, ya que la verdad permanece constantemente idéntica a sí misma, por más antigua que sea. Pero si nuevas relaciones, ofrecidas por viajeros dignos de fe que hubieran estado en el sitio, contradicen y corrigen las anteriores, resulta manifiesto que los testigos más recientes merecerán mayor crédito.

5°. Si relaciones con igual autenticidad se contradicen, hay que comparar los grados de autenticidad, las circunstancias, la probabilidad, aun la posibilidad de todo, y tomar una decisión al respecto, sin que, en esos casos, se considere el sistema adoptado como indubitable, sino solamente como probable, en espera de nuevas luces más seguras.

6°. Si los más antiguos y los más recientes descubrimientos concuerdan entre sí en todo o en parte, no hay que dudar siquiera un momento en preferirlos a todo lo contrario que los hombres, aun los más entendidos, hubieran escrito.

7°. Si un viajero ofrece una relación de la que se tiene duda porque es el primero en hablar de ello, y que, empero, fue la primera en ser publicada sin que la hayan objetado, o que una parte suya fue luego confirmada, poco a poco, por relaciones más modernas, pienso que debe recibirse por entero como tal, hasta que el testimonio de otros viajeros igualmente verídicos constate la falsedad de los otros hechos que aún no han sido plenamente confirmados.

8°. Cuando no existe en absoluto una relación sobre un país, está permitido recurrir a conjeturas, relacionando y combinando las relaciones sobre países vecinos, su situación, y todas las circunstancias que pueden contribuir a formar un sistema razonable, en espera de que hechos seguros puedan instruirnos mejor.

9°. No se debe concluir que una primera relación está llena de fábulas, porque los nombres que los antiguos viajeros pusieron a ciertos países y a ciertos pueblos difieren de los que después se les dieron. No me refiero solamente a los nombres que los Europeos2 han impuesto a los países, cabos, bahías, ríos, etc. Sabemos que cada nación se ha tomado la libertad de poner los nombres que ha querido, y que los Españoles disfrutaron variar dichos nombres por mero capricho. Por ejemplo, si uno se toma la molestia de consultar los mapas de las costas de California, hallará casi por doquier una variedad en la denominación de lugares idénticos. Sucede lo mismo con los ríos que están al fondo de ese golfo, de sus costas, y de los lugares situados en el interior del país. Todo ha cambiado (excepto la realidad) en relación con los nombres, como si se tratara de países por completo diferentes; me refiero aun a nombres que los pueblos vecinos les dan. Sabemos que todos esos nombres son significativos, y que hay una infinidad de diversas lenguas y de dialectos entre las naciones americanas. Por consiguiente, si diez naciones distintas indican el nombre de sus vecinos, es posible que haya diez nombres diferentes. Lo que recibe el nombre de Teguajo, Apaches, Mocui, Xumanes, etc. en Nuevo México, los Misouris, los Panis, los Padoucas, los Cristianos, los Sioux, los Assinipoels, etc., los llaman de manera completamente distinta, sin que por ello se trate de otras naciones o de otros países.

10°. Todas las cartas geográficas deben fundarse en relaciones auténticas iguales, sin lo cual, nada prueban. Cada cual puede dibujar una según sus ideas. Se pueden copiar falsas que no están fundadas en relación alguna. Con frecuencia se siguen éstas en algún punto, y se les contradice el resto. No es suficiente; se debe rechazar todo lo que no ha sido probado, o que es inferior en su grado de autenticidad.

Después de estas máximas críticas en materia de geografía, buscaremos los descubrimientos menos dudosos de la parte septentrional de América, desde México, o mejor, desde los treinta grados hasta el polo. Sustituiremos lo que puedan tener de incierto por relaciones fundadas, no en cuentos objetados por otros, sino en relaciones de los salvajes que no estén en contradicción.

No obstante, enviaremos al artículo CALIFORNIA3 lo que concierne a esa península y todo lo que se encuentra al oeste suyo hasta el frente con Asia, incluidos todos los antiguos descubrimientos de esas regiones.

Groenlandia no merece, hasta hoy, que nos detengamos en ella. Su conquista no suscitó guerras; lo que tenga de notable encontrará por sí mismo su lugar en el transcurso de nuestras indagaciones.

Todos conocen los descubrimientos de Davis, de Bassin, de Thomas Smith, de Lancaster, de Button y, sobre todo, de Hudson, así como todos los viajes que se han hecho desde esa época en la bahía que lleva ese nombre. Ellis ofrece una relación de éstos, y ya tendremos la ocasión de hablar de ella en otra parte.

Desde el fuerte Nelson, antes Bourbon, se comenzó a conocer el interior del país. M. Jérémie, hombre activo e inteligente, supo aprovechar la larga estancia que hizo ahí en calidad de gobernador para recabar informes exactos que transmitió al público. Se apegó a las relaciones de los salvajes, quienes, a decir verdad, carecen de teoría, pero poseen conocimientos prácticos; han visto y oído, lo que vale mucho más.

Lo que M. Jérémie nos enseña, por boca de los salvajes, sobre las naciones que viven en el extremo norte, corresponde a los Costillas–Plana de Perro que llegan del norte, un poco del noroeste, desde una distancia de trescientas o cuatrocientas leguas, siempre por tierra, y que desconocen, por donde viven, el mar y los ríos.

La existencia del lago de los Assinipoels, hoy Michinipi o Gran Agua, me parece comprobada, como puede verse en el artículo ASSINIPOELS.

Dicen los salvajes que hay pigmeos y espíritus que viven en las partes más occidentales y septentrionales de América. Los que hablan de eso son los que viven al noroeste de la bahía de Hudson y los aliados de los Sioux. Varios autores refieren que se ha visto a hombres de muy pequeña estatura conducir a prisioneros de esas regiones, quienes no estaban sorprendidos por las naves, los distintos muebles y utensilios de los Europeos, ya que los habían visto en una nación vecina de su país. Es necesario hacer notar que esa gente venía de una región muy parecida a la que los habitantes de la bahía de Hudson dicen que está alejada de ellos varios meses de camino. Si los que conducían a esos prisioneros son, como todo parece indicarlo, los salvajes llamados Costillas–Plana de Perro, quienes, según M. Jérémie, llegan en ocasiones desde cuatrocientas leguas hacia el noroeste, podemos entonces ubicarlos entre los sesenta y cinco y los setenta grados de latitud. No hay por qué sorprenderse entonces de que en la misma latitud, hacia el oeste, un poco al este sudoeste, haya naciones de estatura pequeña como los Samoyedos, los Lapones, etc. Ésos son los pigmeos. Los escritores de la Antigüedad estaban convencidos de que, en dirección al polo, había naciones enteras de ellos.

Si los pretendidos Patagones de ocho pies son llamados gigantes, bien puede llamarse pigmeos a esos pequeños hombres del norte, de cuatro pies. Myritius los denomina Pygmaeos bicubitales.

En cuanto a los espíritus, no hay que tomar esa expresión al pie de la letra. Se sabe, por la relación del P Hennepin y de varios autores, que los salvajes dan ese nombre, con mucha sensatez, a los Europeos, porque en todo manifiestan mayor inteligencia que los salvajes, quienes tan sólo desearon indicar con esa palabra a una nación civilizada e ingeniosa que cultiva las artes, lo que concuerda a las mil maravillas con la relación de los que hablan acerca de los hombres barbudos, igualmente alejados, como de una nación civilizada.

Más lejos, hacia el oeste, en esa latitud, no se sabe otra cosa de aquellos territorios, ni siquiera por los salvajes, más que su extensión es inmensa. Que unos hablen de cien días, de tres, de cuatro o cinco meses de camino; otros, de mil leguas, lo que equivale casi a la misma distancia; que digan que esos territorios están bastante poblados por numerosas naciones siempre en guerra entre sí, es lo que ha vuelto inútiles todos los esfuerzos de M. Jérémie para procurarse un conocimiento más exacto del asunto. Sin embargo, no ha sido por negligencia suya; y tan pronto como esos salvajes, los únicos que pueden saber algo y que no les interesa embaucar a los Europeos, nos proporcionen una idea aproximada que no se contraponga a otras relaciones, con las que aún no contamos, el sentido común aconseja que la adoptemos hasta que podamos contrastarla con otras relaciones auténticas.

Si descendemos hacia el sur, hacia la latitud del lago superior Hurón, del Michigan, del Ontario, del Erie, hacia la parte superior del Misisipi y donde viven los Sioux del este, o Issats, hallaremos un territorio de gran extensión, hasta la longitud aproximada de doscientos cincuenta grados que, supongo, es la del Michinipi, donde las montañas impiden que ese lago sea conocido. Esa parte, en general, se ha corroborado tan bien que puede considerarse como precisa. Los descubrimientos de M. Jérémie desde la bahía de Hudson, los de los oficiales Franceses, referidos por M. de Buache, admitidos por los Ingleses y que pueden conciliarse con la descripción, aunque burda, del salvaje Ouagach, coinciden para aceptarlos como tales.

Por el contrario, hacia el oeste, tenemos algo más que vagas relaciones. La principal particularidad es la que relata el padre Hennepin sobre los aliados de los Issats, quienes habían recorrido más de quinientas leguas en cuatro lunas. Eso nos muestra ya una extensión considerable del país, cuya existencia queda fuera de duda. Añadamos lo que esos mismos salvajes le cuentan; a saber, que las naciones que viven más al oeste poseen un territorio de praderas y campiñas inmensas, dividido por ríos que vienen del norte, los cuales no han pasado por ningún gran lago, etc.; que los Assinipoels viven a seis o siete jornadas de ellas, o de los Issats, etc. Todo esto no concuerda con los varios meses o las mil leguas que hay que hacer en dirección al oeste más o menos, así como que un río corre hacia el oeste, etc. Después de esto, ya no deberíamos dudar que América se extiende mucho más allá de lo que señalan los mapas nuevos. Supongamos a los Sioux en los doscientos ochenta grados de longitud lo que prueba el Tecamionen, desde el cual se pueden recorrer mil leguas por agua (lo que incluye, siguiendo el razonamiento bien justificado de M. de Buache, el transporte de las embarcaciones a través de las montañas hacia el Michinipi, donde, del otro lado, a juzgar por las apariencias, ese río del oeste debe nacer) ¿cuántos grados son? Hay que valerse de conjeturas para calcular. Ese lago se encuentra más allá de los sesenta grados de latitud, hasta los sesenta y ocho o sesenta y nueve; el principal sitio no navegable sólo puede localizarse en los cincuenta y nueve o los sesenta. Dicho río debe morir aparentemente en el mar del estrecho de Anián. Llamaré así de ahora en adelante al estrecho que separa Asia de América, pues no disponemos aún de un nombre nuevo. Hasta hoy, no conocemos otros ríos más que el que se encuentra frente a los Tschrith, en los sesenta y cinco grados. Si sacamos la media, eso dará a lo sumo sesenta paralelos, de donde diez leguas por grado harán cien grados; nos hallaremos entonces alrededor de los ciento ochenta grados, conforme a mi sistema.

Si se nos antoja suponer que ese río llegue hasta el mar del norte, tal circunstancia sería aún más favorable a mi sistema, ya que dicho río, al localizarse generalmente, al igual que el que discurre en el norte de Asia, en los sesenta grados, estaría más cerca que el estrecho, o lo que es lo mismo, éste estaría más lejos. Más aún: hablan de un largo viaje hasta un lago, donde hombres barbudos llegan a buscar oro. ¿Qué territorios se encuentran más allá? ¿De dónde provienen esos hombres barbudos? Sin importar cómo respondamos, nos veremos obligados a admitir que esa parte de América no puede tener la poca extensión que está representada en los nuevos mapas; y el resto de nuestras relaciones cuadran exactamente con lo que acabamos de decir.

Sigamos bajando poco a poco. La catarata San Antonio está casi en el mismo grado; están las colonias inglesas, al este del Misisipi, y no es necesario que hablemos de sus vecinos, los salvajes. Todo esto se encuentra fuera de duda. No sucede lo mismo con las naciones al oeste, y que el barón de La Hontan nos dio a conocer.

Llegó con sus compañeros del lago Michigan, desde la bahía de los Apestosos. Luego de un corto viaje por tierra se topó con los Onatouaks, aliados de los Eokoros. Desde ahí viajó río abajo por el Onisconsine, hasta entonces desconocido; río arriba por el Misisipi durante ocho días, y el 23 de octubre de 1688 alcanzó el río Largo o Muerto. Logró llegar a la tierra de los Eokoros, después a la de los Essanapés y, por último, a la de los Gnacsitares, donde halló algunos Moozemleks, quienes le hablaron de los Tahuglanks y de su país con bastante detalle. Señala que, desde los Eokoros, cada nación se mostró más amable, más civilizada, y los Moozemleks, que, empero, no lo son tanto como los Tahuglanks, le parecieron a primera vista Europeos. El río Largo corre siempre por el grado cuarenta y seis hasta el lago de los Gnacsitares; entre ellos y los Moozemleks hay una cadena de montañas, de la cual, por el otro lado, más al noroeste, nace un río que corre hacia el oeste y desemboca en el lago de los Tahuglanks, que tiene trescientas leguas de circunferencia y treinta de ancho. Navíos de doscientos pies de largo bogan en ese lago. Hacia el final del río, hay ciudades, países, pueblos. Una nación completamente civilizada, numerosa como las hojas de los árboles, así lo expresan esos pueblos. Otras naciones, también numerosas, viven al oeste suyo. No obstante, vemos que los pueblos frente a los Tzchsitchkz son tan sólo un poco menos bárbaros que éstos, y únicamente lo dicen para dar a conocer que tienen, a cierta distancia, vecinos que lo son todavía menos, entre ellos y los Tahuglanks, todo esto en distintos grados y lejanos entre sí, desde el sesenta y cinco al cuarenta y cinco, siempre hacia el sudoeste.

Veamos ahora a dónde nos conducen las distancias que proporciona La Hontan. AM. D. L. G. D. C. le parece que La Hontan tardó cincuenta y siete días para remontar el río Largo, hasta la tierra de los Gnacsitares, y treinta y cinco días para volver a bajarlo. Compensando una cifra con otra, obtendremos cuarenta y seis días que, a diez leguas por día, hacen cuatrocientas sesenta leguas. Conservemos sólo la distancia, ofrecida por el mapa, que es de cuatrocientas leguas hasta la frontera de los Gnacsitares con los Moozemleks; de ahí al lago de los Tahuglanks, hay ciento cincuenta leguas. Ese lago de trescientas leguas de circunferencia y treinta de ancho debería dar cien leguas de largo; sólo contamos ochenta, y tenemos ya seiscientas treinta leguas. Dijimos que a la altura del grado cuarenta y seis sólo deberíamos contar alrededor de catorce leguas por grado. Si contamos las veinte completas, obtendremos treinta y un grados y medio, los cuales, si se les restan doscientos ochenta y seis que es la mayor longitud que aparece en los mapas, quedarán doscientos cincuenta y cuatro grados y medio.

Destaquemos aun otros hechos importantes. Los Tahuglanks hacen la guerra a otros pueblos, que no ceden en poder ni en fuerzas; y aunque su número se compare con las hojas de los árboles, encuentran, sin embargo, pueblos más al oeste que no son menos numerosos. Así, pues, el continente debe extenderse mucho más lejos. También debemos señalar que La Hontan no dice que el río esté comunicado con el mar desde ese gran lago, pero hemos de creer que pasa por él y discurre siempre hacia el oeste; entonces correspondería bastante con la latitud que M. Muller ubica en los cuarenta y cinco grados, pero en los doscientos cuarenta y seis o doscientos cuarenta y siete de longitud, y es preciso salir del lago Oninipigon entre el grado cuarenta y siete y medio y el cincuenta de latitud. Es menos probable que ese lago sea el de los Tahuglanks que el que está al este y el que está al oeste de la cadena de montañas, sin tomar en cuenta que en el primero está el fuerte Maurepas, y que los Franceses deben conocer sus alrededores. Puede ser que se haya querido conciliar esas contradicciones, ya que hay una gran variación entre las longitudes y las latitudes debido a que el mapa trazado por Ouagach ofrece toda la libertad para que ella suceda. No obstante, esa conciliación es imposible si el lago de los Tahuglanks está alrededor de los cuarenta y cinco grados de latitud y al sur del río Misisipi, y que, por el contrario, todos esos lagos se encuentran al norte de aquél. En cuanto a la longitud, no se puede esperar la menor conciliación en el momento en que el último de esos lagos, el Oninipigon, debe hallarse en los doscientos setenta y cinco grados, mientras que el de los Tahuglanks sólo podría estar en los doscientos cuarenta y cinco o doscientos cincuenta, resultando una distancia mayor de la aceptable.

¿Qué ocurriría si se redujeran esas seiscientas treinta leguas en grados de catorce leguas, tal como deben medir indiscutiblemente en esa latitud? Serían cuarenta y cinco grados; el extremo occidental del lago de los Tahuglanks llegaría a los doscientos cuarenta y un grados de longitud, hacia la desembocadura del Fuca, y las naciones más apartadas estarían en pleno mar, que se supone debe estar al oeste suyo y al sudoeste. Pero si nos atenemos a los mapas antiguos, ese extremo occidental del lago de los Tahuglanks se hallará en dirección del reino de Tolm, o en el país de Téguajo, tan avanzado hacia el este en los mapas nuevos. Los doce grados de distancia entre Nuevo México y los Gnacsitares concuerdan al igual que las ochenta leguas que hay entre éstos y los vecinos salvajes de los Españoles, indicados por los Moozemleks.

Sé que varios han sido cautelosos contra la veracidad de La Hontan. El padre Charlevoix no tiene de él un juicio favorable. Sin embargo, dice en la lista de autores que ha puesto al final de su Historia de la Nueva Francia que era un hombre honorable, soldado, y luego oficial; agrega que en su relación lo verdadero se mezcla con lo falso, que el viaje por el río Largo es pura ficción, tan fabulosa como la isla de Barataria:4 "…pero que, sin embargo, en Francia y en otros lugares, la mayoría ha considerado sus memorias como el fruto de los viajes de un caballero que escribía mal, aunque con bastante soltura, y que no tenía religión, pero que contaba con bastante sinceridad lo que había visto".

Creo que esa mayoría razonaba bien, y M. D. L. G. D. C. todavía mejor, de una manera que me ha cautivado, pues en él se observa el mejor sentido común posible. Refiere que después de haber atravesado el lago Michigan y la bahía de los Apestosos, al cabo de un corto trayecto por tierra, La Hontan bajó por el río Onisconsine al Misisipi, y que hasta entonces esa ruta era desconocida; que remontó el Misisipi en ocho días hasta el río Largo, el cual viene del oeste y desemboca en la ribera occidental que ubica en el grado cuarenta y cinco de latitud.

Ingresó en el río Largo el 23 de octubre de 1688, y lo remontó hasta el 19 de diciembre, y tardó cerca de treinta y cinco días en viajar río abajo hasta el Misisipi. Proporciona un mapa de la parte del río que recorrió, diciendo que él mismo lo trazó, y otro mapa, cuyo original fue trazado en una piel por los salvajes, donde se ve un río que corre al oeste, no lejos de la fuente del río Largo. Entra en detalle sobre los pueblos que viven en la desembocadura de ese segundo río, asegurando que obtuvo tal información de salvajes, los Tahuglanks, situados en los alrededores del gran lago donde muere ese río del oeste, etc.

Todas las partes de su relación parecen sinceras, tienen coherencia entre sí, y resulta muy difícil persuadirse que únicamente son fruto de la imaginación del autor. Cuando salió publicada, nadie la puso en duda; sólo cuando se hizo poco caso a esos descubrimientos se comenzó a dudar de ella, se rechazó y se la trató como si fuera una quimera sin proporcionar prueba alguna.

M. Delisle, en su mapa de Canadá, había colocado el río Largo y lo había suprimido del mapa del Misisipi sin decir el motivo. El padre Charlevoix considera el descubrimiento del barón de La Hontan tan fabuloso como la isla de Barataria, pero no da pruebas. Sin embargo, habría que darlas antes de decidirse a tratar con tanto desprecio la relación de un viajero tan célebre, gentil hombre, oficial, quien no esperaría recibir recompensa por suposiciones tan burdas, las cuales lo habrían deshonrado.

Lo acompañaron varios Franceses que todavía vivían cuando se publicó su relación, y quienes lo habrían desmentido. No lo hicieron. Aquéllos que se tomaron el trabajo de desprestigiarlo, no pudieron aludir a prueba alguna. Por haber tenido la desdicha de disgustar al ministro, su desgracia habría podido influir en su obra, al igual que sus sentimientos demasiado liberales y tan poco devotos.

El padre Hennepin ubica un río a siete u ocho leguas al sur de la catarata San Antonio, que viene del oeste; el único que puede ser es el río Largo. Debe ser considerable, pues lo cita, dado que no hace mención de otros cinco o seis, los cuales M.M. Delisle, Ballin y Danville ubican del mismo lado. Uno de esos ríos, llamado por los geógrafos río Escondido, está casi a la misma latitud que la desembocadura del río Largo establecida por La Hontan.

Benavides habla de los Apaches–Vaqueros al este de Nuevo México. Desde ahí cuenta ciento doce leguas, en dirección al este, hasta Xumanes, Japios, Xabataos; al este de estos últimos, sitúa a los Aixais y a la provincia de Quivira, cuyos habitantes nombra Aixaraos, quienes se asemejan mucho a los Eokoros de La Hontan, y la distancia también corresponde.

Durante el descubrimiento de Nuevo México por Antonio de Espejo, los salvajes le dieron a entender que, a quince jornadas de camino, había un gran lago rodeado de aldeas, cuyos habitantes usaban vestimenta, tenían víveres abundantes, vivían en grandes casas, etc.

Los Españoles de la provincia de Cíbola y los habitantes de Zagato, a veinte leguas de Cíbola, confirman la misma cosa.

Todo esto concuerda con el lago y con la nación de los Tahuglanks. Los Españoles ubican al norte, allende las montañas de Nuevo México, un gran país, Teguajo, de donde pretenden que salió el primer Moctezuma cuando emprendió la conquista de México.

Está seguro que el Missouri tiene su origen en esa larga cadena de montañas que separan a Nuevo México de la Luisiana, y que los ríos que tienen ahí su origen, cada uno corre del lado en que ellas surgen de la tierra, hacia el oeste o hacia el este.

La ruta por el país de los Sioux se encuentra alrededor de tres grados más al norte que la de La Hontan. Las indicaciones que obtuvo de un río hacia el oeste, concuerdan bastante con las del salvaje Ouagach, que siguió M. Danville. La diferencia es de dos o tres grados de latitud, pero pudo equivocarse con facilidad, ya que sólo la copió de la piel donde los salvajes la dibujaron.

Estos hechos, y los razonamientos del defensor del barón de La Hontan, deberían sin duda ser suficientes para no colocar su relación en el rango de las fábulas. No obstante, procuremos transmitir mejor su coherencia mediante algunas reflexiones.

Tan sólo hay dos objeciones que hacer en contra de su autenticidad. Una, que las circunstancias de la relación no han sido confirmadas por otros; la segunda, que era un libertino, un hombre sin religión a quien no se le puede dar crédito. Pero, pregunto, ¿ésas son razones capaces de causar la menor impresión en un hombre imparcial y libre de acusación? Sé que ésa es la suerte de todos los antiguos descubrimientos, y la razón por la cual se rechazan las antiguas relaciones españolas. ¡Qué cosa más ridícula! Éstas, por ejemplo, fueron consideradas indubitables por todo el mundo. Se tenía la convicción de que varios cientos de personas, de todas las condiciones, habían sido testigos oculares. Por consiguiente, los hechos eran verídicos. Sin embargo, como desde hace ciento cincuenta años, o más, nadie ha querido viajar a esos mismos países, entonces sucede que lo que antes era verdadero, ahora ya no lo es. Pasa lo mismo con las islas Salomón, con diversas tierras australes, etc. En el caso que nos ocupa, ocurre igual, porque como desde La Hontan y sus compañeros nadie ha querido aventurarse tan lejos, resulta que todo lo que él dice es inventado; y lo que hay de más sorprendente es que los descubrimientos de De Fonte y de Fuca, que sólo se apoyan en posibilidades imposibles, son aceptados con avidez.

Más aún: el autor dedica el mapa de Canadá y esa obra al rey de Dinamarca durante la época en que todos los que lo habían acompañado todavía estaban vivos. ¡Qué atrevimiento! Qué desvergüenza pretender coaccionar a un gran rey, de quien esperaba quizás su fortuna en recompensa de sus afanes y de sus descubrimientos.

¿A quién se le puede ocurrir eso? Por otro lado, observamos que, gracias al extracto de El Mercurio que ofrecimos, la ruta seguida por La Hontan para llegar al Misisipi era desconocida antes de él, que hoy ya no lo es, que se encuentra tal como la describió, y que no pudo saber de ella por otros, ya que era desconocida. Si hemos hallado conformes a la verdad los detalles que pudimos reconocer después, ¿acaso no es injusto rechazar lo que no hemos visto sólo porque no lo hayamos visto? ¿No sería preciso creer entonces, de todos los hechos, de todas las relaciones, solamente lo que uno ha visto?

Es seguro que se ha descubierto un río en la misma latitud donde él sitúa la desembocadura del río Largo. Sé que ha parecido conveniente darle otros nombres: el de Saint Pierre o el de río Escondido. Otras cien personas podrían darle otros tantos nombres. No obstante, si por ese motivo se pretende reconocer igual número de ríos, ¿no estaremos multiplicando las cosas? Y, ¿no introduciremos una enorme confusión en la geografía, donde ya hay bastante?

La Hontan presenta una cadena de montañas que desciende de norte a sur, que marca los límites entre los Moozemleks y los Gnacsitares, que tiene seis leguas de largo, es difícil de cruzar, y da largos rodeos.

M. Buache, gracias a su ciencia física, proporciona la misma cadena, a decir verdad, mucho más al este, apegándose a su sistema, sobre el mar del oeste y abarcando la escasa anchura de California. Pero, al fin y al cabo, es la misma cadena. La Hontan no era hombre de estudio ni físico. ¿Cómo imaginar entonces que existía esa cadena si los Moozemleks en realidad no le habían informado de ella?

La observación de D. L. G. D. C. es importante acerca de la concordancia de esta relación con la de los Españoles de todas las épocas. Nada, en mi opinión, prueba tanto a favor de la autenticidad de una relación que su conformidad con los descubrimientos de la época inicial.

No ignoro que La Hontan no es siempre exacto con las latitudes; esto merece un poco de atención.

M. Le Page da una distancia de trescientas leguas del Missouri a la catarata San Antonio, que sólo está de ocho a diez leguas arriba del río Largo y, sin embargo, un poco más allá de los cuarenta y cinco grados; de tal manera, son únicamente cinco grados por las trescientas leguas, lo que es un error manifiesto, al menos que no se cuenten tantas para remontar ese río rápido.

M. Bellin, en su mapa de la parte occidental de Canadá, sitúa al Onisconsine en un poco más de los cuarenta y tres grados, y el río Saint Pierre en los cuarenta y cinco. Podemos contar alrededor de treinta y seis a treinta y ocho leguas, y La Hontan dice que empleó ocho días para hacer ese viaje, cosa que es muy posible al remontar un río tan grande y tan rápido.

M. Danville, en el primero de sus cinco mapas, que juntos representan toda América, ubica al río Saint Pierre en un poco más de los cuarenta y cuatro grados, y el Onisconsine en los cuarenta y tres. Éste debe nacer, según todos los mapas, del lago de los Tintons, del cual hablaremos a continuación.

Sin detenernos más tiempo en este tema, concluyamos que ese descubrimiento de La Hontan, al no haber sido jamás contradicho por otras relaciones y que, por el contrario, lo poco que se ha descubierto después ha coincidido bastante con él, debemos considerarlo auténtico, tanto tiempo como acontecimientos seguros, que atestigüen lo contrario, no lo desmientan.

Llegamos a la segunda objeción, sobre la cual nada tengo que decir, salvo que si debemos dar crédito acerca de hechos y viajes sólo a las personas de buenas costumbres y a los buenos cristianos, habría que rechazar muchos y adoptar errores a menudo, ya que a veces gente muy honesta, por credulidad o por falta de carácter, refieren hechos erróneos.

Siempre se ha hecho la distinción entre los hechos históricos y los hechos de la religión. Aquí hemos de actuar de la misma manera. Nadie creerá que el Adario del barón de La Hontan fue un hombre de carne y hueso. Es evidente que se trata de él mismo, pero la relación del viaje no resulta menos auténtica al no tener la misma naturaleza que sus diálogos.

Aun debo subrayar que las relaciones que M. Buache acepta por entero, hablan del lago Du Brochy en la cadena de montañas, indicada tanto por él como por La Hontan. Dicho lago forma parte de los descubrimientos más recientes de los oficiales Franceses y de otros. Según algunos, se encuentra alrededor del grado cuarenta y ocho. El mapa inglés de Jefferi, de 1761, lo sitúa más allá del grado cuarenta y cinco, hacia el oeste. Todos ubican de ese lado el famoso río del oeste; supongo que es el que nace en la susodicha cadena al noroeste de los Gnacsitares y al noreste del lago de los Tahuglanks, en el cual muere. Dudo que se pueda ofrecer algo tan conforme. Por lo menos, aquéllos que lo representan saliendo del lago Oninipigon no pensaron que dicha cadena les cortaría el paso. Aun M. Buache, quien pretende apoyarse en el mapa trazado por Ouagach y conciliarlo con el de los oficiales Franceses, hace desembocar los ríos Poscoyac, Las Ciervas, el Agua Tumultuosa, el Saint Charles o el Assinibouls, en todos los lados de los lagos Bourbon, El Hierro, Las Ciervas, que forman juntos el de Oninipigon, y éste se reúne con el lago Las Ciervas, sin que ningún río nazca de él y corra hacia el oeste. Arriba de todos esos lagos sitúa los fuertes Bourbon, Delfín, La Reina, Saint Charles y Maurepas; si acaso existen, los Franceses tuvieron que saber de ellos. También ubica el lago Du Brochy en esas montañas, un poco más allá de los cuarenta y cinco grados. Esboza el trayecto de un río del oeste, pero que conduce, a dos pasos de esa parte, por decirlo así, al mar del oeste. La Hontan asegura, siguiendo el informe de los Moozemleks, que numerosos ríos que forman el río Largo nacen también en esas montañas, y que la geografía de todo esto contribuye a garantizar su veracidad. Es preciso hacer notar que en los trazos de Ouagach, el río del oeste se representa como grande, saliendo de inmediato del Oninipigon, precisamente donde M. Buache traza el río Poscoyac, como muriendo ahí. ¿De qué manera conciliar esto? Avancemos cinco grados más al sur y examinemos ese espacio entre el grado cuarenta y cinco y el cuarenta, el cual nos presentará cosas importantes. No hablo de lo que se observa al este del Misisipi. Hallaremos ahí, aun hasta el grado veinticinco, países que sólo son desconocidos para los ignorantes, tales como los autores de una gaceta de 1770, quienes aseguraban que las colonias inglesas, establecidas en ese espacio, deseaban apoderarse de todo el país, en los mismos paralelos hacia el oeste hasta el mar del sur, conforme la concesión que les había otorgado el rey Carlos, etc., a través de un río que, desde los Montes Apalaches, conducía ahí, sin preocuparse por los numerosos pueblos ni por la gran cantidad de ríos, ni siquiera por el Misisispi, que obstaculizan ese camino.

En dirección al oeste, a orillas del Moingona, del Misouri y de otros ríos, se encuentran solamente hasta el este y al norte de Nuevo México, los Misouris, los Cansez, los Panis Blancos, los Acansez, los Aionez y, sobre todo, los Padoucas, que llegan hasta muy lejos. Aun M. Buache así lo asegura y ofrece los detalles. Este geógrafo y varios otros refieren con unanimidad que los salvajes aseguran que el Misouri tiene, desde su nacimiento, ochocientas leguas de trayecto, y que al remontarlo, desde su punto medio, durante siete u ocho días hacia el norte, se halla otro río que tiene las mismas leguas de trayecto en dirección al oeste. Esto nos quedará aclarado cuando pasemos a la relación, ofrecida por M. Le Page du Praz en su historia de la Luisiana, del viaje del salvaje Yason, Moncacht–Apé, a la cual nos referiremos.

De tal modo, para dar una idea del ancho de la parte septentrional de América, calculemos un poco su ruta.

Su punto de partida debe tomarse al norte de la confluencia del Misouri con el Misisipi. M. Le Page, en su mapa, el cual debemos preferir a cualquier otro cuando se trata de esas regiones, ubica ese punto en los doscientos ochenta y cuatro grados y quince minutos de longitud y cuarenta de latitud. No hay que olvidar prevenir al autor que él desaprueba, en distintos lugares de su obra, la manera en que los otros mapas representan el curso de ese río.

En efecto, lo dibujan viniendo del noroeste, y algunos le atribuyen infinitas sinuosidades. Para M. Le Page, no comienza a descender sino en los doscientos ochenta y dos grados, del noroeste al sur; todo el resto de su curso es recto, del oeste al este, al igual que el del río Cansez, que se une a él. ¿Quién podía saber más que él, que recorrió el país en la época en que los Franceses tenían en el Misouri el fuerte Orleans, que se informó con los naturales del país, cuya relación era conforme a un mapa español, dibujado con esmero para servir de guía a un destacamento que había sido enviado, y cuando los Españoles debían estar mejor informados que todos los demás?

El curso del Misouri está marcado, en dicho mapa, generalmente entre el grado cuarenta y uno y el cuarenta dos de latitud.5 Pasó por el territorio de los Cansez, que está entre el grado cuarenta y el cuarenta y uno, quienes le aconsejaron marchar una luna y entonces ir en línea recta al norte, y luego de algunos días de marcha, encontraría otro río, el cual corre del levante al poniente. Caminó entonces durante una luna, siempre remontando el Misouri; vio montañas y tuvo miedo de cruzarlas por temor a herirse los pies.6 Posteriormente, se topó con cazadores que le hicieron remontar el Misouri todavía por espacio de nueve días y caminar después cinco días en línea recta hacia el norte, al final de los cuales halló un río de aguas claras y serenas que los naturales llamaban río Bonito.

Detengámonos aquí para iniciar nuestro cálculo. Dos grandes aldeas de los Cansez están marcadas en el mapa de M. Le Page; una en los doscientos ochenta grados, y la otra en los doscientos ochenta y dos. Acordemos a la última el punto de partida.

Moncacht–Apé caminó durante una luna, o sea, treinta días. El autor hace un cálculo bastante moderado, diciendo que nuestro Anacarsis7 Americano le había asegurado que él caminaba más rápido de lo que camina comúnmente un piel roja, por lo que concluyó que éste sólo hacía alrededor de seis leguas por día si cargaba al menos doscientas libras; Moncacht–Apé, que no cargaba más de cien, a veces no más de sesenta, debía hacer a menudo hasta nueve o diez leguas. Tiene razón, pues el padre Charlevoix asegura que los Aoinez, en los cuarenta y tres grados y treinta minutos, hacen de veinticinco a treinta leguas por día8 si no llevan a sus familias consigo. Se conforma, empero, con siete leguas por día, que son, por lo tanto, doscientas diez leguas desde los Cansez, quienes se encuentran, dije, en los doscientos ochenta y dos grados. Esas doscientas diez leguas, a catorce leguas y media por grado, dan catorce grados y medio hasta el sitio donde se topó con los cazadores que se encuentran entonces en los doscientos sesenta y siete grados y medio. Se ve claro que la cuenta resulta demasiado corta.

Los salvajes dicen unánimemente que el curso del Misouri es de ochocientas leguas, y que a la mitad, o sea, a las cuatrocientas leguas, se viaja hacia el norte para encontrar el río del oeste. Ahí, Moncacht–Apé sólo avanzó hacia el oeste durante nueve días antes de dar vuelta hacia el norte. No contamos más que tres grados y medio, lo que nos conducirá solamente al grado doscientos sesenta y cuatro, y tan sólo dará, desde la conjunción del Misouri y el Misisipi, veinte grados quince minutos; y a catorce leguas y media por grado, alrededor de sólo doscientas noventa y tres leguas, en lugar de cuatrocientas. Así, como se verá, se concede demasiado.9

No cuento el corto camino que hizo Moncacht–Apé por el río Bonito para llegar a la nación de los Loutres. De ahí, bajó durante dieciocho días el mismo río con los Loutres, y llegó a otra nación. Dice que ese río es muy grande y rápido. Podríamos entonces suponer veinte leguas al día, por lo menos; contentémonos con quince, lo que dará doscientas setenta leguas, o alrededor de veinte grados. Nos hallaremos entonces en el grado doscientos cincuenta.

Llegó en muy poco tiempo a una nación, y en seguida bajó por el río sin detenerse más de un día con cada nación, pero no dice cuánto tardó en hacer ese trayecto. La última de las naciones donde se detuvo se encuentra tan sólo a una jornada de una gran extensión de agua o de un mar. Podemos añadir holgadamente veinte grados y aún más por este último viaje. Entonces encontraremos a nuestro viajero en el grado doscientos treinta. Se reunió con hombres que vivían más adelante, en esa costa, hacia el poniente, y continuaron sobre la costa entre el poniente y el norte. Tras llegar a la nación de sus camaradas, halló que los días eran mucho más largos que en su patria, y las noches muy cortas. Los ancianos lo disuadieron de pasar del otro lado, diciendo que la costa todavía se extendía mucho entre el frío y el poniente, que después giraba repentinamente hacia el levante, etc.

Si agregamos, pues, este nuevo viaje y las costas que aún se extienden mucho, se verá que eso se aproxima a los doscientos grados de longitud, o a los ciento noventa, que es donde sitúo el comienzo de América, de acuerdo con los antiguos mapas españoles. M. Le Page du Praz hace otro cálculo, el cual conduce esa distancia más lejos que yo. No podríamos quejarnos, empero, de que exagera en su cálculo.

Él parte conforme a este principio: Moncacht–Apé estuvo ausente cinco años. Dice que durante ese tiempo caminó, reduciendo el total a jornadas por tierra, treinta y seis lunas, de las cuales, dice el autor, habría que descontar la mitad por el regreso. A sólo siete leguas por día, eso hace tres mil setecientas ochenta leguas. Resta aún la mitad a causa de las desviaciones; eso está muy bien, me parece; quedan mil ochocientas noventa leguas. Aun cuando contáramos las veinte leguas por grado, harían noventa y cuatro y medio, y entonces habría estado en el grado ciento noventa y cuatro. Sin importar la manera en cómo contemos, se advertirá que el continente no puede extenderse menos de lo que yo señalo.

Las circunstancias deberían poner fuera de duda la veracidad de esta relación; helas aquí.

M. Le Page du Praz, en su historia de la Luisiana, al referirse la relación del viaje Moncacht–Apé, dice: "…que un hombre, Yason de nación, que visitó, le había asegurado que, de joven, había conocido a un hombre muy viejo que había visto esa tierra antes de que la gran agua se la hubiese devorado, la cual llegaba hasta muy lejos, y que en la época en que la gran agua estaba baja, en el agua aparecían rocas en el lugar en que había estado esa tierra".

Si alguien pusiera en duda esa relación, no podría certificarla. Sin embargo, dos reflexiones me hacen no considerarla una invención de M. Le Page.

1°. M. Dumont, quien ha proporcionado otra relación de la Luisiana, en la cual, o al menos su editor, tiene a menudo una opinión distinta de la de M. Le Page, muy lejos de contradecir ese viaje de Moncacht–Apé, ofrece un extracto de él en su obra. Ahora bien, dicen que M. Dumont permaneció veintidós años en ese país; habría reprendido a M. Le Page si éste sólo hubiera contado una fábula.

2°. En segundo lugar, hago notar que si hubiera sido fabricada por un Europeo, es preciso confesar que se superó a sí misma. No se podría imitar mejor la simplicidad del relato del piel roja; una narración tan conforme a su espíritu y circunstancias tan bien adaptadas a la narración –circunstancias poco convenientes para el relato de un Europeo y que convienen a la perfección a uno de esos hombres sensatos que llamamos salvajes. En fin, todo parece convencer a un lector distraído que el propio Moncacht–Apé es su autor, y que M. Le Page sólo la transmitió al público.

3°. M. Le Page asegura que ese salvaje era conocido entre dichas naciones con el nombre de Moncacht–Apé, que significa un hombre que ahoga la pena, o la fatiga, porque era infatigable en sus viajes, aun en los que duraban varios años. Los Franceses tenían un puesto con los Natchez, y ese hombre vivía a tan sólo cuarenta leguas de ahí. Por consiguiente, si ese relato fuera inventando, habría sido imposible que nadie hubiera descubierto su falsedad. No es que yo lo acepte completamente; lo hago por no tener las longitudes y las latitudes. Asimismo, sólo es por conjetura que he determinado su ruta sobre mi mapa. Véanse los mapas geográficos, suplemento núm. 1.

En el artículo CALIFORNIA se verán nuestras ideas acerca de los territorios situados al oeste, norte y noroeste suyo. La relación de Moncacht–Apé tan sólo debe servir para probar con mayor amplitud mi aserción sobre la inmensa anchura de América septentrional, así como la del padre Charlevoix habla de dos mujeres de Canadá halladas en Tartaria, quienes aseguraban que habían sido conducidas hasta ahí, de nación en nación, por tierra, salvo por algunos pequeños trayectos por mar.

Pueden verse en mis Memorias y observaciones geográficas y críticas sobre la situación de los territorios septentrionales de Asia y de América, impresas en Lausanne en 1765, in–4°, hechos esenciales que apoyan lo que establezco aquí. La naturaleza de esta obra no me permite extenderme más. Agreguemos algunas ideas particulares sobre ese gran número de naciones poco o nada conocido.

Se apreciará con facilidad, por lo que ya he dicho de paso al respecto, que soy de la opinión de que el vasto continente de América septentrional está habitado por innumerables pueblos, entre los cuales hay varios muy civilizados. Algunos aseguran que, en el gran lago de los Mistassins, al norte del río San Lorenzo y al este en el extremo de la bahía de Hudson, lago que se encuentra en todos los mapas, exceptuando en los más recientes –digo que en los alrededores de ese lago y en los territorios circundantes también se encuentran pueblos más civilizados que sus vecinos.

El barón de La Hontan dice que encontró a los Eokoros en la parte oriental del Misisipi, y aliados de los Outagamis, en el lado opuesto, menos salvajes que todos los demás que había visto; que los Essanapés lo eran aún menos; que los Gnacsitares los sobrepasaban en cortesía; que los Moozemleks consideraban a éstos como bárbaros, y que éstos parecen ser superados por los Tahuglanks. La experiencia de todos los siglos y de todos los lugares prueba que siempre ocurre lo mismo. La barbarie aumenta y disminuye entre los pueblos de distancia en distancia. Notamos que los Esquimales, los Caribes, etc., quienes están lo más alejado hacia el este, son los más bárbaros. Así, hemos de estimar que desde los Tahuglanks hacia el borde del mar existen muchas naciones que más o menos lo son. La relación de Moncacht–Apé lo demuestra, y si se desea rechazar su testimonio y el de La Hontan, se aceptará, empero, la relación que han proporcionado los cabezas rapadas y los hombres barbudos, al igual que la de aquéllos que vendían, ya en época de Espejo, a los habitantes del norte de Nuevo México, mercancías desconocidas para los salvajes. Y M. De Mourgmont, cuya relación, ofrecida por M. Le Page, no se puede poner en duda, también encontró las naciones más afables, más educadas, más ingeniosas, a medida que avanzó hacia el oeste. El padre Charlevoix, que recorrió todo Canadá y obtuvo informes exactos de lo que no vio, se sorprendió mucho al enterarse de la manera tan civilizada en que vivían algunas naciones, y que, al no poder conciliarla con la idea que se tiene de los que llamamos salvajes, estaba persuadido de que en el norte de Nuevo México había colonias de Españoles o de otros Europeos desconocidas para nosotros. Todo esto da no poca credibilidad a la relación de La Hontan, de la que, sin embargo, era poco partidario.

Sabemos, además, que los Chichimecas, salvajes de los más bárbaros, eran los habitantes originarios de México; fueron perseguidos por los Navatlacas, provenientes de Nuevo México, quienes eran menos bárbaros. Siete naciones los constituían, y llegaron aparentemente del sitio, al norte de Nuevo México, donde los mapas antiguos ubican un lago y que ellos denominan septem civitatum patria, y donde los mapas posteriores situaron más o menos a los Moqui. Seis naciones llegaron una tras otra, la primera alrededor del año 800 de la era cristiana; trescientos veinte años después de la salida de las seis naciones, llegaron los Mexicanos. Todos permanecieron largos años en camino, y venían, según algunos, del noroeste de Nuevo México. Al ser los Mexicanos aún más civilizados que las seis naciones, debían provenir, pues, de un pueblo que lo era por igual. Todo parece indicar que la enorme fecundidad ha expulsado a menudo enjambres de pueblos, como ha sucedido en otros lugares. Sabemos que eso ocurrió, entre otros, en los pueblos septentrionales de Asia y de Europa, antes y después de la era cristiana. O bien fueron empujados por naciones más poderosas que los obligaron a buscar una nueva residencia. Quizás intervinieron ambas causas.

Que no se diga que América está habitada por bárbaros, y que, en consecuencia, los pueblos civilizados vinieron de otras partes. ¿No tenemos todos las mismas raíces? La razón, el carácter ¿no es lo que todos los hombres comparten, quien más quien menos? Tan sólo se trata de cultivarlos, como el cultivo de la tierra. Vemos aun, gracias a las historias antiguas, que las tierras más fértiles se vuelven estériles por no cultivarlas, y que un buen cultivo hace fértil al suelo más ingrato. Los Chinos, que son tan ingeniosos y tan laboriosos, no constituyen una comunidad distinta: realizaron varios inventos, como el de la pólvora, el de la imprenta, etc., antes de que los Europeos los conocieran. Los Peruanos, antes de la llegada de los Incas, eran tan brutos como los trogloditas. No obstante, se veían en sus países edificios antiguos que valían tanto como los que despertaban la admiración en la Antigüedad, sin que se pudiera descubrir a sus autores. De tal suerte, estaremos convencidos de que pueblos enteros, mediante revoluciones desconocidas, cayeron en la barbarie, que pueblos civilizados ya antes lo eran, y que otros salieron de ella y conservaron sus costumbres y avanzaron en las artes. ¿Por qué los Americanos habrían de ser los únicos privados de esas ventajas de la naturaleza?

A M. De Guignes le gustaría insinuar que los Mexicanos son de origen chino, al igual que los últimos Peruanos. Que me permita no compartir su opinión. Es verdad que estos últimos se parecen mucho a los Chinos, pero ¿cómo puede creerse, siquiera por un momento, que hayan hecho el inmenso trayecto por mar desde China hasta Perú? Más aun, es claro que el mar del sur permaneció largo tiempo desconocido para los Incas, quienes habían venido desde el interior del continente y habían alcanzado la costa tan sólo después del año 1200. M. De Guignes nada encuentra del viaje de los Chinos después del siglo V. ¿De dónde habrían llegado entonces? Confiesa que fueron de tierra en tierra, de China a Japón, de ahí a Jesso, luego a Kamtschatka, y por fin a América, y por doquier tardaron de cuatro a seis veces más tiempo de lo que habrían tardado marineros Europeos. ¿Cómo atravesaron entonces ese mar? Habría sido más plausible si hubieran llegado a China desde Perú; habrían tomado un descanso en las islas, ya que los vientos alisios los hubieran favorecido. Pero que llegaran a Perú desde China, cuando los Europeos sólo se aventuraban, temblando, a hacer el trayecto de las Filipinas a las Marianas, y de ahí a Acapulco, y tardaban de seis a siete meses, ¿quién podría pensar, por un momento, que los Chinos hubieran hecho ese viaje, no solamente a México, sino haber atravesado la línea del ecuador para buscar a Perú, del que no tenían la menor idea? Credat Judxus Apella.

Si se afirmara que siguieron la costa de México y de todos los países más abajo hasta Perú, preguntaría yo: ¿por qué no se encuentra alguna huella suya? ¿Por qué habrían preferido un país desconocido a las regiones fértiles donde abordaron?

Por lo que toca a los Mexicanos, la misma razón no tuvo lugar, pero existe otra de igual peso. Si alguna vez hubo pueblos distintos en todo, la figura, la vestimenta, las costumbres, la religión, etc., son los Chinos y los Mexicanos. Que se observe tan sólo –no diré su lengua, dado que la desconozco por completo, tanto como mis lectores– las palabras, la reunión rara de las letras, tantas terminaciones en huitl, la gran cantidad de l, de doble ll, de z, etc., de las cuales no se encuentran vestigios en ninguna otra lengua. Todo esto prueba que son muy antiguas en América.

Si los Mexicanos lo son, la nación civilizada de la que provenían debía serlo también. Ésta pudo cambiar, al estar separada cerca de mil años de las otras. Hubiera podido desarrollar otras costumbres, otra lengua, realizar nuevos inventos diferentes de los de los Mexicanos, olvidar algunos, etc. La historia ofrece ejemplos de ello. Podrían haberse mezclado, al menos algunos, fuese con vecinos, fuese con pueblos que los hubieran subyugado. Por lo tanto, creo que los hombres barbudos, de quienes se habla en diversas regiones, son al parecer antiguos habitantes civilizados de América, y que los otros, los cabezas rapadas y los de Moncacht–Apé, son extranjeros de origen o mezclados con naturales del país.

¿Qué extranjeros? En este punto comparto la opinión de M. De Guignes, con alguna reserva. No veo que los autores Chinos digan precisamente que Fonsang esté alejado de Tahan dos mil leguas por mar. Los Chinos atracaron de seguro en América, pero no puede saberse si, desde ahí, se trasladaron a otra parte del continente, o si, por lo menos, sus descendientes se adentraron en el país y formaron un establecimiento independiente. Tal vez fue durante la época en que se establecieron cuando expulsaron a los ancestros de los Mexicanos, y una parte de éstos se vio forzada a abandonar su antigua patria para buscar un nuevo sitio donde vivir. También es posible que los Chinos hayan llegado más lejos, y que entonces, los que echaron, salvajes y otros, se retiraron a las costas que los Chinos habían abandonado, lo que permitiría explicar con la mayor naturalidad por qué cesó la comunicación entre los Chinos de China y los de América. Los navíos que llegaron después, al ya no encontrar a sus compatriotas, sino en su lugar, a extranjeros salvajes que actuaban como enemigos suyos, habrán creído que todos los Chinos habían sido masacrados, y sin duda no habrán regresado. Los de América, separados de sus antiguos conciudadanos y de toda nación civilizada, habrán conservado algo de sus antiguos usos y costumbres; habrán adoptado o cambiado otras. A fin de cuentas, en el espacio de mil años, se habrán vuelto muy diferentes de los habitantes de China, al menos en varios aspectos. No es improbable, según M. De Guignes, que si viajaron constantemente a lo largo de Japón, varios de esa nación partieron con ellos, que algunos juncos de éstos hayan alcanzado la orilla de los Chinos Americanos, hayan sido bien recibidos e incorporados a la nación. De ahí la mezcla de rasgos de unos y otros.

En fin, confieso que todo lo que digo de las naciones civilizadas que viven en las partes septentrionales y occidentales de América sólo se apoya en conjeturas, pero que no me parecen descabelladas. Encuentro en los viajeros tal cantidad de acontecimientos, tal cantidad de circunstancias, que ya no podré pensar en ellos sólo con el tiempo cuando se dejen de descubrir en ese continente naciones tan numerosas y civilizadas que constituyen reinos poderosos.

Los Franceses, si hubieran conservado la Luisiana, me parece, habrían tenido mayor capacidad para descubrirlos desde ese país que desde Canadá, tal como lo hicieron. Aprendieron a conocer a los Misuritas, los Cansez, los Padoucas, naciones que, en mi opinión, no se encuentran alejadas de las primeras naciones civilizadas, puesto que los Padoucas empleaban ya caballos cubiertos con pieles para ir a cazar, como los Tahuglanks.

Si avanzáramos, por tanto, hacía el río que llaman Saint–Pierre, y que creo que es el río Largo de La Hontan, siguiendo entonces la misma ruta, o si desde los Padoucas siguiéramos y pasáramos el Misuri, como hizo Moncacht–Apé, pronto tendríamos noticias de ellos. Considero el lago de los Tintons como uno de los lagos formados por el río Largo que están representados en el mapa de La Hontan, pues no concibo por qué le dieron el nombre de lago de los Tintons, añadiendo Tintons errantes. Si son más errantes que los otros salvajes, haciendo recorridos de varios cientos de leguas, no veo por qué se le da a un lago el nombre de una nación que jamás establece ahí su residencia.

Aún puede consultarse la Historia General de los Viajes, que refiere sobre una relación sacada, dícese, de El Mercurio galante de 1711,10 por M. Du Fresnoi, y ésta a su vez sacada de un manuscrito encontrado en Canadá sobre el descubrimiento realizado por diez personas que remontaron el Misisipi. De él entraron en otro río cuyo curso era hacia el sudoeste, y así, de río en río, llegaron hasta el territorio de los Escanibas, gobernados por un rey, Aganzán, que pretendía descender de Moctezuma, rey poderoso, manteniendo un ejército de cien mil hombres en tiempos de paz, pueblo que negociaba con otros pueblos, yendo en caravanas, las cuales permanecían seis meses de viaje. Acerca de esto puede leerse con amplio detalle en la gaceta de Londres del 30 de octubre de 1767.

En ella se lee que tres Franceses, salidos de Montreal el año anterior para llevar a cabo descubrimientos, después de mil doscientas leguas de marcha, encontraron un río en el que creyeron advertir movimientos de la marea.

Según los axiomas enunciados al comienzo de este artículo, considero semejantes relaciones de algunos aventureros como fábulas propias de los antiguos que, sin ser verdaderas, están fundadas, sin embargo, en la verdad, aunque aparezca ahí bastante desfigurada; al menos nos veremos obligados a confesar que sus autores creyeron indiscutiblemente que al oeste de Canadá existía un territorio inmenso con pueblos más o menos civilizados, y que ésa era la opinión general. (E).

 

BIBLIOGRAFÍA

Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des Sciences, des Arts y des Métiers. 1778. preparada por una Société des Gens de Lettres y dirigida por M. Diderot. La parte matemática estuvo a cargo de M. D'Alembert, vols. 2 y 5, 3ª ed., Ginebra, Jean–Léonard Pelly, Impresor de la República/Société Typographique.         [ Links ]

Laërce,Diogène. 1965. Vie, Doctrine y sentences des philosophes illustres, 2 vols., trad. de Robert Genaille, París, Garnier–Flammarion.         [ Links ]

Lom–D'Arce de La Hontan, Louis–Armand de. 1705. Voyages du Baron de La Hontan dans l'Amérique Septentrionale, qui Contiennent une Rélation des différens Peuples qui y habitent; la nature de leur Gouvernement; leur Commerce; leurs Coûtumes; leurs Religions, & leur manière de faire la Guerre : L'intérêt des François & des Anglois dans le Commerce qu'ils font avec ces Nations; l'avantage que l'Anglyerre peut ryirer de ce Païs, étant en Guerre avec la France. Le tout enrichi de Cartes & des Figures, 2 vols., 2ª ed., Ámsterdam, François L'Honoré.

 

NOTAS

1 La edición que he utilizado es la segunda, de 1705: Louis–Armand de Lom d'Arce de La Hontan, Voyages du Baron de La Hontan dans l'Amérique Septentrionale, Qui Contiennent une Rélation des différens Peuples qui y habitent; la nature de leur Gouvernement; leur Commerce; leurs Coûtumes; leurs Religions, & leur manière de faire la Guerre: L'intérêt des François & des Anglois dans le Commerce qu'ils font avec ces Nations; l'avantage que l'Anglyerre peut ryirer de ce Païs, étant en Guerre avec la France. Le tout enrichi de Cartes & des Figures, 2ª ed., Ámsterdam, François L'Honoré, 1705. La versión en español es propia.

2 En el presente artículo se ha respetado el uso de las mayúsculas en los gentilicios, tal como se presenta en el original en francés. [N. del Ed.]

3 El artículo CALIFORNIE se encuentra en: Enciclopédie ou Dictionnaire raisonné des Sciences, des Arts & des Métiers, preparada por una Société des Gens de Lettres y dirigida por M. Diderot. La parte matemática estuvo a cargo de M. D'Alembert, tercera edición, Ginebra, Jean–Léonard Pelly, Impresor de la República, Neufchâtel, Société Typographique, 1778. vol. 5, pp. 847–858.

4 Es la única isla en el mundo rodeada de tierra. Se encuentra en el corazón de La Mancha. Sancho Panza, el escudero de don Quijote, la gobernó sabiamente durante siete días.

5 Le Page du Praz, Relación de la Luisiana, tomo III, p. 89 y ss. (N. del autor.)

6 Debido a esto, parece ser que avanzó más allá de la mitad del trayecto del Misouri antes de cruzar el río Bonito. (N. del autor.)

7 Diógenes Laercio cuenta que Anacarsis llegó a Atenas cuando gobernaba el arconte Éucrates. Escita de origen, apreció mucho las costumbres griegas, al grado de que quiso cambiar las costumbres de su nación cuando regresó a Escitia. La referencia del autor es, sin duda, irónica, pues Anacarsis comulgaba muy poco con la vida atlética. Se sorprendió al ver que los Griegos elaboraban leyes contra la violencia al tiempo que recompensaban a sus atletas por darse unos buenos puñetazos. También decía que el aceite enloquecía porque, después de frotárselo, los atletas se comportaban unos con otros como verdaderos energúmenos. Véase Diogène Laërce, Vie, Doctrine & sentences des philosophes illustres, tomo I, trad. de Robert Genaille, París, Garnier–Flammarion, 1965. pp. 87–89.

8 Esto no parecerá exagerado si estamos dispuestos a considerar que los soldados Romanos, cargando un peso de sesenta libras, hacían de seis a siete leguas en cinco horas, ellos, que no estaban acostumbrados, como los salvajes, desde jóvenes, aun desde niños, a vivir únicamente de la caza y recorrer cientos de leguas para encontrarla en abundancia. (N. del autor.)

9 No obstante, confieso que, por igual, no debe insistirse siempre en las medidas de los itinerarios de los salvajes. Quiero creer que, desde la desembocadura del Misisipi hasta el sitio por donde se atraviesa el río Bonito, puede haber, incluidas las desviaciones, cuatrocientas leguas, pero que hay menos desde ahí hasta donde nace, cosa que los salvajes deben conocer mejor. Lo mismo digo del Misisipi, y puede que haya ochocientas leguas desde el mar hasta la catarata Saint Antoine, pero mucho menos desde ahí hasta donde nace, lo que los Sioux quizás nunca reconocieron por ellos mismos. De igual modo, para conceder más de lo que se puede pedir, estipulo el pasaje de Moncacht–Apé solamente en el grado ciento setenta. (N. del autor.)

10 Fue un periódico fundado por Donneau de Visé. Inicialmente aparecía una vez por semana; después se convirtió en una publicación mensual. Tenía el propósito de informar al público sobre una gran diversidad de temas. También incluía poemas e historias. El primer número salió a la luz en 1672.

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