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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.13 no.2 México jul./dic. 2017

 

Artículos

Maquiavelo, Julio II y el papado renacentista

Machiavelli, Julius II and the renaissance papacy

Roberto García Jurado1  *

1 Profesor investigador del Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, México. rgarcia@correo.xoc.uam.mx


Resumen:

Julio II (1503-1513) fue uno de los papas más controvertidos del Renacimiento. Su renombre se debió en gran medida a sus esfuerzos para reordenar el gobierno de la ciudad de Roma y los Estados pontificios, para expulsar a las potencias extranjeras del territorio italiano, y sobre todo por su vocación belicista, que lo llevó a encabezar personalmente importantes campañas militares. No obstante, para los propósitos de este escrito, la figura de Julio II resulta relevante porque su papado coincidió casi sincrónicamente con el periodo en que Maquiavelo sirvió al gobierno de Florencia como titular de la Segunda secretaría (1498-1512), lo cual le permitió observar muy cercanamente tanto a la curia romana como al propio Julio, sobre todo cuando fue enviado ahí como representante diplomático de la república. Esta cercanía y familiaridad le permitieron a Maquiavelo madurar sus opiniones políticas acerca de las dificultades que enfrentaba Italia para unificarse, siendo una de las más de las más importantes precisamente la presencia en su interior de los Estados pontificios y del papa, sobre todo uno como Julio II, obstruyendo así el tan anhelado fin de ver unificado al país.

Palabras clave: Papado; iglesia; renacimiento; ejército; florencia

Abstract:

Juluis II was a very important and controversial renaissance’s pope. He got his fame because he did great efforts to organize the government of Rome and the Pontifical states; to drive out the estrange powers from Italian territory; and mainly because his militarism, by which he led personally important military campaigns. However, to the objective of this paper, the figure of Julius II was significant because his papacy (1503-1513) coincide almost synchronously with the period in which Machavelli served as a holder of the Second chancery (1498-1512), when he could observe nearby the roman curia and the same Juluis, specially when he was send there as a diplomatic envoy. Thanks to this proximity and familiarity Machiavelli could mature his political opinión about the confronted trobles by Italy to unify the country, one of the the most important was the same Pontifical states and the pope, specially someone like Julius II, who actually and in spite of himself obstructed the Machiavelli’s yearn objective; the Italy’s unification.

Keywords: papacy; church; renaissance; army; florence

Maquiavelo tuvo una intensa relación con el papado durante su vida; una relación que no sólo le dejaría honda huella en su experiencia vital, sino que además condicionaría en un sentido muy particular muchas de sus convicciones políticas e ideológicas. Para comenzar, es conveniente recordar que Maquiavelo entró al servicio del gobierno de Florencia en 1498, pocos días después de que fuera ejecutado el monje dominico Girolamo Savonarola, quien había sido el líder moral y la figura preponderante del gobierno republicano a partir de 1494. Desde 1496 los ataques y diatribas de Savonarola hacia Rodrigo Borgia, el papa Alejandro VI, le habían producido a éste tal malestar e indignación que presionó incansablemente a Florencia para que el monje le fuese entregado. El gobierno florentino no accedió a ello, pero al final una insurrección popular propició que el monje fuera procesado y ejecutado, lo que condujo a una completa reestructuración del gobierno, sin la cual el ingreso de Maquiavelo a éste habría sido incierto.

Luego de este primer vínculo, que podría parecer fortuito, una vez que Maquiavelo se encontraba desempeñando su cargo como secretario en el gobierno florentino, fue enviado como legado ante la corte de Roma justo en el momento (octubre-diciembre de 1503) en que el cónclave ungiera como nuevo papa a Giuliano della Rovere, quien adoptó el nombre de Julio II. Desde ese momento, la mayor parte de las misiones diplomáticas que le fueron encomendadas estuvieron vinculadas directa o indirectamente con el pontificado y la política regional o europea que éste instrumentaba, lo que le ofreció una inmejorable perspectiva para observar e interpretar los entresijos de la curia romana y la propia personalidad del papa.

Los dos papas Medici que sucedieron a Julio II, León X (1513-1522) y Clemente VII (1523-1534), fueron igualmente importantes para él. Éstos no sólo pertenecían a la familia que había gobernado Florencia desde 1434, sino que luego de haber sido encarcelado por un supuesto complot en contra de los Medici, Maquiavelo fue liberado gracias a la amnistía general que con motivo de su designación decretó León X. Del mismo modo, una vez que asumió la tiara Clemente VII en 1523, encomendó a Maquiavelo algunos trabajos, de entre los cuales destaca la realización de la Historia de Florencia, una de sus obras más importantes.

Más allá de esta relación que podría parecer meramente incidental, Maquiavelo estaba muy atento e interesado en todo lo que tuviera que ver con el papado; con el gobierno de la ciudad de Roma y con la suerte de los Estados pontificios. Y no era para menos, durante el siglo xv y xvi el pontífice fue una pieza clave en las relaciones políticas de los Estados italianos y europeos; podría decirse incluso que en algunos momentos, como en 1512, pareció erigirse en el árbitro de Europa.

Maquiavelo tenía ante sí un amplio panorama actual e histórico de los movimientos y actuaciones de los papas del Renacimiento. Particularmente significativo fue el papado de Julio II (1503-1513), no sólo porque sus años de servicio en el gobierno de Florencia (1498-1512) coincidieron ampliamente con el periodo papal de aquel, sino porque Julio representó en muchos sentidos el clímax, la plenitud de lo que se llama aquí el papado renacentista. Por esta razón, el presente escrito se propone analizar los rasgos más sobresalientes del papado renacentista y cómo éstos pueden identificarse claramente en la gestión papal de Julio II, a partir de lo cual se hace un análisis y evaluación de los juicios tan críticos y ásperos que Maquiavelo expresó sobre el papado.

1. El papado renacentista

Cuando se habla del papado renacentista se puede aludir a él desde varias perspectivas, la primera y más evidente es la de presentar al papa y a la corte de Roma como promotores y mecenas del emblemático desarrollo artístico e intelectual del periodo. Como muchos otros príncipes y potentados italianos de la época, el papa protegió, patrocinó y encargó una gran cantidad de proyectos artísticos, literarios o arquitectónicos. Basta mencionar que la Capilla Sixtina, uno de los museos más visitados del mundo, fue construida por el papa Sixto IV (1471-1484), del que deriva su nombre, y quien para su decoración empleó a destacados artistas del momento, como Sandro Botticelli, Pietro Perugino y Domenico Ghirlandaio, a los que después sumó su trabajo Miguel Ángel, quien por encargo precisamente del papa Julio II pintó la célebre bóveda.

Varios papas realizaron una función similar, por lo que Roma se convirtió en algunos momentos en la mayor sede de la ebullición artística e intelectual de la época. En este sentido, es muy común señalar a Nicolás V (1447-1455) como el primer papa del Renacimiento, ya que se distinguió con toda claridad de sus antecesores por su compromiso con las artes y con el embellecimiento arquitectónico de la ciudad. Para citar sólo algunos ejemplos, puede recordarse que a él se debe una recopilación rica y meticulosa de libros que constituyeron la base de la Biblioteca vaticana; la reconstrucción de la Fontana di Trevi; y la que tal vez fuera su aportación más memorable: la monumental reconstrucción de la Basílica de San Pedro (Corbett, 1956: 48; Toews, 1968: 261; y Cronin, 1972: 19-31).

Sin embargo, no es la perspectiva artística o humanística del papado renacentista la que interesa examinar en este escrito, sino la perspectiva política. Cuando Maquiavelo escribió El príncipe en 1513 y dedicó los primeros capítulos a la clasificación y análisis de los tipos de gobierno principesco que creía pertinente distinguir, consideró cinco tipos fundamentales; los hereditarios, los mixtos, los nuevos, los civiles y, también, los eclesiásticos. Al hacer esta clasificación estaba indicando que si bien los principados eclesiásticos tenían ciertas peculiaridades que los diferenciaban de los otros, y de ahí su individualización, por otro lado, también tenían ciertas características comunes con el resto, es decir, que debían ser considerados de la misma manera; como una unidad política íntegra, como un Estado político idéntico a los otros.

En este sentido, los Estados pontificios del Renacimiento poseían una serie de características en común con los otros Estados europeos de la época, varias de las cuales pueden considerarse embriones de los rasgos que poco a poco irían constituyendo la fisonomía del Estado moderno. Con el objetivo de señalar los más relevantes, cabe destacar: 1) la delimitación e integración del territorio estatal; 2) la afirmación del gobierno monárquico y la subordinación de los sectores aristocráticos; 3) la transformación del papa-sacerdote en papa-rey; 4) la consolidación del Estado soberano y la obtención del reconocimiento internacional; y 5) la construcción de un sistema administrativo y fiscal más integrado (Prodi, 2010; Partner, 1979; y Pellegrini, 2010).

Aun cuando se han señalado una gran cantidad de fechas para indicar el principio y fin aproximados del Renacimiento, para los fines de este escrito conviene establecer que el periodo considerado como el papado renacentista va de 1417 a 1527; ya que el primer año corresponde al inicio del pontificado de Martín V y el segundo al saco de Roma a manos de los ejércitos imperiales de Carlos V. Ésta, como toda periodización histórica, es una convención, ya que simplemente señala dos momentos significativos o culminantes de un largo proceso (Pellegrini, 2010: 10, 166; y Roberto, 2014: 227-247).

El pontificado de Martín V es todo un hito ya que con él termina la fase más grave de la larga crisis que atravesó la iglesia católica, la cual sufrió primero el Exilio de Aviñón (1309-1377) y luego el Cisma de Occidente (1378-1417), periodos durante los cuales el papado se debilitó notablemente, propiciando que el gobierno sobre la ciudad de Roma y el resto de los dominios papales se relajara hasta devenir en una seria descomposición política. Del mismo modo, el saco de Roma de 1527 señala simbólicamente el ocaso del Renacimiento en Roma, la remisión del protagonismo papal en Europa y la señal de arranque de la ofensiva reformista que abriría el paso al Concilio de Trento (1545-1563) y a la consecuente contrarreforma (Prosperi, 2001: 3-8). Además, a partir de este año se produjo no sólo una subordinación del papado y de los Estados pontificios a los dictados de las mayores potencias europeas, sino también fueron sometidos el resto de los Estados italianos, quienes perdieron la autonomía e independencia de la que hasta entonces habían disfrutado y cedieron a otras sedes europeas el protagonismo cultural que los había distinguido.

El primero de los rasgos relevantes del papado renacentista es la delimitación e integración del territorio estatal. Este logro se alcanzó a través de un largo proceso que podría remontarse incluso hasta el siglo iv, cuando Constantino el Grande le permitió a la iglesia cristiana poseer y transmitir propiedades dentro del Imperio, lo que dio pauta a la llamada Donación de Constantino, base del patrimonio territorial que comenzó a acumular la iglesia. En un principio, se trató simplemente de una propiedad privada al interior del imperio, que poco a poco se fue acrecentando gracias a las donaciones de otras propiedades por parte de algunas familias nobles romanas, y luego se expandió hasta extenderse por una amplia zona de la ciudad.

Podría decirse que el momento definitorio y clave en la construcción de los Estados pontificios se dio en 754, cuando Pipino el Breve, rey de los francos, le otorgó al papa pleno dominio sobre los que desde entonces se llamaron los Estados pontificios, que siguieron creciendo hasta alcanzar una porción muy importante en el centro de la península, alrededor de Roma, y al noreste de ella, ocupando una amplia extensión de la Romaña.

No obstante el grado de control que ya había alcanzado el papa sobre esta zona en los siglos XII y XIII, a partir del siglo xiv, con el Exilio de Aviñón y luego con el Cisma de Occidente, la integración territorial y política del Estado se debilitó a tal extremo que parecía destinado a su disgregación. No fue sino gracias a la tarea de sometimiento y control que el cardenal Albornoz estableció sobre Roma y los otros dominios papales a mediados del siglo XIV que se evitó el desastre absoluto (Binns, 1934: 134-137).

Así, cuando asumió el papado Martín V en 1417 aún había mucho por hacer, comenzando por la propia ciudad de Roma, en la cual las principales familias baroniales se habían aprovechado y habituado al vacío dejado por el papa. Luego de Martín V, los papas que le siguieron continuaron este esfuerzo de reordenamiento y control, cuyos frutos se manifestaron ya en el pontificado de Nicolás V (1447-1455), quien mediante una extensa red de vicarios y cardenales-legados comenzó a establecer una estructura administrativa dirigida a la integración territorial. A partir de entonces pudo apreciarse una transformación de la anterior estructura señorial y medieval de los dominios papales para transitar a una estructura más unitaria del Estado, incluso monolítica y absolutista. Podría decirse que este proceso alcanzó su plenitud con Alejandro VI (1492-1503) quien mediante su hijo, César Borgia, sometió a varios de los gobernantes rebeldes que hasta el momento habían sido renuentes a la soberanía papal. Ciertamente, la intención última de Alejandro y César no era propiamente fortalecer a la iglesia, sino crear un Estado patrimonial para los Borgia, pero en todo caso, el efecto inmediato fue la imposición de la voluntad papal.

En segundo lugar, la afirmación del gobierno monárquico y la subordinación de los sectores aristocráticos fue un proceso paralelo a la integración del territorio estatal. Este proceso de afirmación de la monarquía papal debió enfrentar cuatro restricciones básicas; 1) la superación de la limitación temporal de su mandato; 2) los residuos del espíritu republicano subsistentes en Roma; 3) la resistencia y oposición de las familias baroniales romanas y de otras ciudades; y 4) la oposición del movimiento conciliarista (Prodi, 2010: 37).

En el capítulo XI de El príncipe, cuando Maquiavelo trata las peculiaridades de los principados eclesiásticos, menciona que los papas duran en su encargo aproximadamente diez años, un promedio bastante acertado si se consideran los papados que van de 1417 a 1513, exceptuando el papado de Calixto III, que duró tan sólo tres años, y el de Pío III, que duró apenas 26 días. Indirectamente, Maquiavelo estaba haciendo aquí alusión a una de las características más importantes del papado, a su carácter electivo, facultad reservada ciertamente a un colegio electoral, pues en esta época y a partir del decreto In nomine Domine de 1059 emitido por Nicolás II (1059-1061), se excluyó al grueso del clero y al pueblo de cualquier participación en la elección del pontífice, reservando dicha atribución sólo a los cardenales (Corbett, 1956: 49).

Su carácter electivo colocaba al papa en una evidente posición de debilidad en comparación con los otros monarcas europeos, quienes veían fortalecido y legitimado su mandato no sólo por haberlo heredado de su familia, sino porque, además, frecuentemente ascendían al trono a edades muy tempranas, lo que les permitía un largo reinado. Los pontífices no tenían esa oportunidad, aunque eso no les impidió tratar de prolongar su influencia de varias maneras, la primera y más efectiva de ellas fue elevar al cardenalato al mayor número posible de sus familiares, lo que además abría la posibilidad de que alguno de ellos repitiera después como pontífice, lo que en efecto ocurrió con los Borgia, los Piccolomini, los della Rovere y los Medici (Maquiavelo, 2009: 59).

La monarquía papal era también frontalmente cuestionada por el espíritu republicano al que apelaban recurrentemente los enemigos del papa. Los frecuentes brotes de descontento popular, así como las rebeliones nobiliarias en Roma rescataban de su glorioso pasado republicano ideas y reclamos dirigidos en contra de la iglesia y del gobierno monárquico del papa. En uno de los momentos más delicados del papado, cuando tenía ya varias décadas radicado en Aviñón, Cola di Renzo encabezó en 1354 una de estas rebeliones republicanas que alcanzaron un prestigio épico. Casi cien años después, en 1453, se produjo nuevamente un complot republicano, encabezado esta vez por Stefano Porcari, que aun cuando se vio frustrado, descubrió los remanentes del arsenal ideológico que conservaban los partidarios del gobierno republicano (D’Elia, 2007).

En este mismo sentido, también en el capítulo 11 de El príncipe, Maquiavelo señala cómo la brevedad del mandato de los pontífices limitaba su capacidad para someter efectiva y duraderamente a las principales familias baroniales de Roma, agrupadas en las dos facciones rivales de los Orsini y los Colonna.

Desde la época de la dominación lombarda en el siglo viii, los barones romanos habían sometido a una constante presión al papado, al grado de interferir recurrentemente en la elección del papa y hacerle prácticamente ingobernable la ciudad, por lo cual Esteban III (768-772) propuso en el Concilio de Letrán de 769 que los papas debían ser previamente ordenados presbíteros o diáconos, con lo cual excluía de esta posibilidad a los segmentos más bajos del clero y a los laicos provenientes de las familias nobles. No obstante, la presión de las familias nobles continuó, y no bajó sustancialmente su intensidad hasta el pontificado de Juan XII (955-964) (Rendina, 2013: 186-190).

Las dos familias baroniales a las que se refiere Maquiavelo, los Orsini y los Colonna, habían irrumpido en la escena política y religiosa desde mediados del siglo XIII, cuando ambas se disputaron la primacía en la ciudad y el control del papado, llegando incluso a recurrir al apoyo externo para lograr sus objetivos, por lo que pronto optaron por alinearse al bando güelfo o gibelino.

La llegada al papado de Odo Colonna en 1417, quien adoptó el nombre de Martín V, le dio a esta familia una ventaja momentánea pero relevante frente a los Orsini. Ante ello, en cuanto asumió el pontificado Eugenio IV en 1431, trató de desmontar toda la estructura del poder baronial en Roma, principalmente la controlada por los Colonna, lo cual no estuvo exento de dificultades, al grado de tener que abandonar Roma por varios años y refugiarse en Florencia (Pellegrini, 2010:14).

Las disputas entre ambas familias continuaron hasta la llegada al pontificado de Alejandro VI, quien valiéndose nuevamente de su hijo César Borgia las despojó de muchas de sus propiedades, logrando así un sojuzgamiento que duró varios años, hasta su muerte, cuando, aprovechando el vacío, volvieron a levantar la cabeza y a sumir en la incertidumbre y la inestabilidad a la ciudad, al grado de amenazar e intimidar al mismo cónclave que elegiría a Julio II en 1503.

No obstante, cabe hacer notar que en este punto la ambivalencia de la apreciación de Maquiavelo; pues si en El príncipe presentaba a las familias de los Orsini y los Colonna como uno de los frenos o limitaciones del poder del papa dentro de Roma; en la Historia atribuye a una bendición divina el que aparecieran en Roma estas dos poderosas familias y pudieran contener al papa (Maquiavelo, 2010: 93; y Maquiavelo, 2009: 60).

Desde que en 1059 Nicolás II reservó la facultad de la elección papal al Colegio cardenalicio, logró reducir la intervención del emperador y de otros monarcas europeos de este proceso, así como la exclusión del clero inferior e incluso de los barones y del pueblo romano. Sin embargo, el costo que a la postre tendría este dispositivo fue darle al Colegio un protagonismo y una autoridad de que antes carecía. Esta relevancia se incrementó con el Exilio de Aviñón y el Cisma de Occidente, lo que implicó naturalmente el debilitamiento del papa y el cambio en la modalidad de la presión sobre éste; a partir de entonces, tanto los monarcas europeos como los barones romanos trataron de ganar para sí la nominación del mayor número posible de cardenales, para incidir así en la estructura de poder papal (Maquiavelo, 2009: 45, 48; y Pellegrini, 2010: 43).

En estas nuevas circunstancias, no faltaron justificaciones políticas y teológicas para darle mayor importancia al Colegio, e incluso pretender que podía erigirse por encima del mismo papa, origen del llamado conciliarismo.

El enfrentamiento entre el Colegio y el papa, es decir, entre el conciliarismo y el papismo, alcanzó su momento culminante entre el Concilio de Constanza (1414-1418) y el Concilio de Basilea (1431-1445), donde chocaron frontalmente las pretensiones de cada una de estas instancias para someter a la otra a su voluntad. No fue sino la habilidad de Martín V y Eugenio IV la que logró imponer la preeminencia del papado, esfuerzo culminado por Pío II mediante la bula Excecrabilis de1460, con la cual se reservó para el papa de manera exclusiva la facultad de convocar al concilio, condenando cualquier convocatoria que tuviera otro origen (Paredes, 2005; Prodi, 2010: 39 y Pellegrini, 2010: 10, 17).

En tercer lugar, la transformación del papa-sacerdote en papa-rey fue un logro para la monarquía papal, ciertamente, pero una pérdida para el vicario de Cristo. Durante el Renacimiento, los papas lograron consolidar los Estados pontificios al grado de llegar a ser considerados una entidad política tan independiente y autónoma como los otros Estados europeos con los que interactuaba, sin embargo, paralelamente, o más bien derivado de ello, su prestigio y proyección universal se vieron seriamente limitados y cuestionados.

El primer síntoma notable de este deterioro fue la misma composición del Colegio cardenalicio. Desde principios del siglo XII se había dado una intensa polémica acerca de su composición; había una persistente insistencia en que los miembros que se incorporaran a él lo hicieran a partir de una proporcionalidad acorde a la distribución de la población cristiana en el mundo; el mundo cristiano al menos, es decir, Europa. El mismo Colegio presionó en este sentido al papa, exigiendo además que las nominaciones fueran presentadas y aprobadas en consistorio (Prodi, 2010: 151).

A pesar de que se lograron importantes avances en esta materia en los siglos XII y XIII, el traslado de la sede papal a Aviñón implicó un importante retroceso. De los 134 cardenales nombrados por los 7 papas que radicaron en Aviñón, 113 fueron franceses, el 85%, lo que evidencia la enorme injerencia que llegó a tener el monarca francés en ello.

En el Concilio de Constanza ya se había atenuado esta francofilia, pero en su lugar se apreciaba un importante contingente de cardenales italianos, al grado de que los cardenales ingleses pidieron que no se votara por individuo, ya que eso daría ventaja a los italianos, sino por nación, partiendo de la base de que se encontraban representadas cinco grandes nacionalidades: italianos, franceses; ingleses, españoles y alemanes (Corbett, 1956: 46).

En las siguientes décadas, la presencia de los cardenales italianos no sólo continuó siendo importante sino que se incrementó. Aun cuando las nominaciones al cardenalato siguieron siendo materia de negociación entre el pontífice y las familias nobles de Italia y los monarcas de otros Estados europeos, el número de cardenales italianos siguió en aumento, al grado de que para mediados del siglo XVI el 80% de los cardenales era italiano (Prodi, 2010: 153). Esta nacionalización del Colegio podía explicarse en buena medida por la misma nacionalización del papado, pues desde que Julio II fue elegido en 1503 hasta Juan Pablo II que lo fue en 1978, excepción hecha del breve pontificado de Adriano VI (1522-1523), todos los otros papas fueron italianos.

El otro de los síntomas evidentes de este proceso fue el descuido de la misión universal y unificadora del papa. Si bien el papa había sido en su origen sólo el obispo de Roma, los papas del Medioevo bregaron para presentarse como los vicarios de Cristo en la tierra, es decir, para presentar al papa como el pastor universal del cristianismo, cuya expresión culminante se dio con el Dictatus papae (1075) de Gregorio VII, que afirmaba la primacía del papa sobre cualquier otro prelado de la iglesia y su calidad de obispo universal exclusivo, es decir, el vicario de Pedro se transformaba para convertirse en el vicario de Cristo. Pero los papas del Renacimiento abandonaron esta misión. Desde Martín V, pasando por Nicolás V, Sixto IV y hasta llegar a Alejandro VI, el papa dejó de preocuparse y ocuparse de la conjunción universal de la cristiandad; ahora, dedicaron el máximo de su atención y sus recursos a la consolidación estatal de sus dominios. La cristiandad dejó de verse como un rebaño universal para constituirse en un conjunto de naciones cristianas (Pellegrini, 2010: 8, 177).

Aunque todos los papas incluidos en el periodo señalado expresaron su más entusiasta intención de organizar una nueva cruzada, ninguno de ellos se aventuró a comprometer sus esfuerzos y recursos en una empresa de este tipo. Ni siquiera después de la caída de Constantinopla en 1453 y la evidente y ascendente amenaza islámica, los papas se decidieron abierta y comprometidamente a organizar o comandar un esfuerzo de las naciones cristianas para combatirla. Más aún, a pesar de la inmejorable e irrepetible oportunidad que se le presentó a Eugenio IV para unificar las iglesias de Occidente y Oriente, al final pesó más su interés en consolidar el papado y los dominios papales (Rendina, 2013: 466).

El mismo papa dejó de verse a sí mismo como un sacerdote para verse como un monarca. A partir de Nicolás V los papas dejaron prácticamente de oficiar misa y de predicar. En lugar de evangelizar y atraer por medio de la fe, prestos desenvainaron su espada para someter a los pueblos y señores insurrectos (Prodi, 2010: 88).

El mismo nepotismo que se manifestó en su mayor plenitud con Inocencio VIII, quien fue el primer papa que reconoció abiertamente a sus hijos para que no fueran tratados como sobrinos, como nipotes, ilustra no sólo el grado de degeneración al que había llegado el sacerdocio, sino que además trasluce la intención subrepticia de los papas para legitimar la concesión de dignidades y propiedades a su familia como si se tratara de una familia real, la cual si bien tenía bloqueada la vía hereditaria de la sucesión, podía acceder a títulos vitalicios que prolongaran su influencia. Además, los papas practicaron también la política de matrimonios que ya por entonces interconectaba a la mayor parte de las cortes europeas, tratando de asegurar a su progenie, al menos, posiciones de príncipes consortes (Ranke, 1993: 32).

En cuarto lugar, la afirmación monárquica, territorial, soberana y nacional del papado debía verse coronada por el pleno reconocimiento internacional de los otros Estados europeos. Esto significaba sacrificar de alguna manera el carácter ecuménico del papado en aras de la soberanía estatal; significaba pedir y aceptar el trato de igual frente a los otros estados, y entrar así al sistema interestatal europeo tan sólo como un miembro más, sin ninguna prerrogativa o distinción (Toews, 1968: 264; y Mesquita, 2000).

Para ello fue necesaria una ardua y meticulosa tarea diplomática que los papas del Renacimiento desempeñaron con magistral cuidado y precisión. Desde principios del siglo XV Roma se convirtió en la principal sede diplomática de Europa, al grado de que para el pontificado de Nicolás V (1447-1455), ya era la sede europea con el mayor número de diplomáticos extranjeros acreditados; y para fines de siglo, el papado ya había correspondido a ello enviando también sus propios diplomáticos a casi todo el continente (Mattingly, 1965; Pellegrini, 2010: 81; Prodi, 2010: 280).

Uno de los productos más trascendentes de esta labor diplomática fue la serie de concordatos que se firmaron con otros Estados europeos, mediante los cuales se buscó esclarecer las competencias del poder civil y del espiritual en cada uno de ellos; así, estos monarcas ganaron facultades religiosas que antes no tenían, avalados y legitimados por el mismísimo papa, a cambio de reconocer a éste las facultades civiles que tendría en su propio Estado y con las cuales éstos no interferirían (Prodi, 2010: 275-279).

Martín V (1417-1431) fue quien sentó uno de los precedentes más importantes, pues firmó en 1418 varios concordatos con las monarquías más poderosas de Europa: Francia, España, Inglaterra y el Emperador (Pellegrini, 2010: 12, 178). Eugenio IV y Nicolás V recurrieron también al mismo expediente para asegurarse el apoyo exterior, como el concordato firmado con Bretaña en 1441, con Borgoña en 1442, con los príncipes alemanes en 1447, de nuevo con el Emperador en 1448 (Toews, 1968: 265). León X fue el último de los papas del Renacimiento que, mediante el concordato de 1516 acordado con Francisco I de Francia, hizo de este mecanismo uno de los recursos más valiosos para asegurar la posición internacional del papado.

En quinto lugar, la construcción de un sistema administrativo y fiscal más integrado fue uno de los mayores distintivos del Estado papal en el Renacimiento. En este rubro en particular, la administración financiera de los Estados pontificios era bastante más compleja que la de los otros. Lo más llamativo de esta particularidad era que el papa recibía ingresos por dos grandes vías: por principio, recibía los ingresos provenientes de todas las iglesias locales de la cristiandad por sus servicios religiosos, los que podrían llamarse ingresos espirituales; además, recibía los recursos provenientes de los dominios territoriales sometidos a su gobierno civil, es decir, las percepciones típicas de cualquier otro Estado, lo que podríamos llamar propiamente los ingresos fiscales.

Desde el siglo XII, la fortaleza adquirida por el papado se había visto reflejada en sus finanzas, logrando el mayor cúmulo de recaudaciones que hasta entonces hubiera tenido. No obstante, para principios del siglo XV y luego del Exilio de Avión y el Cisma de Occidente, uno de los rubros que más se había dañado era precisamente el de las finanzas papales, deterioro que significó la pérdida de aproximadamente un tercio de sus ingresos (Partner, 1980: 88).

No obstante, durante el siglo XV las finanzas papales se fueron recuperando gradualmente, al grado de que para mediados de éste se había operado ya una curiosa modificación, pues si hasta ese momento el grueso de los recursos provenían de los ingresos por servicios espirituales, a partir de entonces comenzó a invertirse la proporción para hacer de los ingresos fiscales la mayor fuente de financiación del Estado (Pellegrini, 2010: 73).

Dentro de los ingresos fiscales, la venta de cargos de la misma burocracia romana llegó a representar uno de los rubros más importantes. En un principio, la venta de cargos afectaba a muy pocos servidores estatales, pero conforme fue corriendo el siglo, se fueron multiplicando el número de cargos vendidos y el tipo de ellos susceptible de venta. Para cuando Alejandro VI asumió el papado, la venalidad de cargos había llegado hasta el propio cardenalato. Esta tendencia se sostuvo en los decenios siguientes, al grado de que para 1525 ya había cerca de 2 300 cargos venales que se valuaban aproximadamente en 2.5 millones de escudos (Partner, 1980: 23).

Del mismo modo, otro renglón muy importante de los ingresos fiscales del papado fue la deuda pública (Partner, 1980: 21; y Prodi, 2010: 108). De hecho, desde el fin del Cisma de Occidente las percepciones sobre la mayor fortaleza y estabilidad del papado se habían extendido notablemente, por lo que el papado comenzó a acceder a créditos más abundantes y a plazos más largos, un cambio que sirvió tanto a banqueros como al mismo Estado, abriendo incluso perspectivas favorables para el financiamiento público del resto de los Estados europeos, uno de los rasgos más prominentes de la naciente modernidad estatal.

2. Julio II y la consolidación de los Estados pontificios

Es muy probable que sin demasiadas objeciones pueda considerarse al papado de Julio II como el clímax en la consolidación del papado renacentista. Ciertamente, ya antes habían despuntado Nicolás V, Sixto IV o el mismo Alejandro VI, y después también destacaría notablemente León X, pero, atendiendo a las características más relevantes que en este escrito se han atribuido al papado renacentista, Julio II tiene un lugar preponderante (Cronin, 1972: 32-35).

En primer lugar, por lo que respecta a la delimitación e integración del territorio estatal, prácticamente desde que su tío Sixto IV lo nombró cardenal, entregándole el mismo título que él había tenido, el de San Pedro in Vincoli, le confirió además importantes funciones militares. La primera de ellas se dio en 1474, cuando le encomendó sofocar la rebelión que se gestaba en su contra en la región de Umbría, sobre todo en Terni, Spoleto y Cittá di Castello. La expedición de Giuliano fue doblemente exitosa, en primer lugar logró afirmar el control papal sobre esta región, pero además comenzó a forjarse una imagen de cardenal-condotiero similar a la que había tenido en su tiempo el cardenal Albornoz (Shaw, 1993: 11).

Sin embargo, la contribución más relevante en este aspecto se dio una vez que ya había asumido el pontificado. Seguramente desde el primer momento que se vio convertido en pontífice, se planteó como una de sus metas principales el control y sometimiento de todas las posesiones de la iglesia. No obstante, esperó hasta reunir la suficiente fuerza. En 1506 anunció en pleno consistorio su decisión de encabezar personalmente una campaña militar con el fin de someter al señor de Bolonia, Giovanni Bentivoglio, supuestamente feudatario del papado, pero quien se había declarado en franca rebelión. Una vez puesto en marcha, decidió hacer una escala en Perugia para someter a otro señor renuente a su soberanía, Gianpaolo Baglioni. En la medida en que sometió completamente a estos rebeldes y recobró el control de sus ciudades con relativa facilidad, ganó un enorme e instantáneo prestigio tanto dentro como fuera de Italia (Black, 1970; Baumgartner, 2010: 17; y Shaw, 1993: 152).

Para continuar con su proyecto de asumir completamente el control de los dominios pontificios, el siguiente objetivo de Julio fue recuperar las ciudades de la Romaña de las que Venecia se había apropiado en 1503, cuando aprovechó el vacío de poder que se había creado con la muerte de Pio III. En ese momento, utilizando el argumento de combatir a César Borgia, a quien presentaba como un peligro tanto para ella como para el nuevo papa, Venecia había extendido sus dominios a una importante porción de la Romaña. Así, arropado por la recientemente formada Liga de Cambrai (1508), Julio II se puso nuevamente a la cabeza de su ejército para dirigirse a esta región y recuperar los territorios ocupados por los venecianos. Emprendiendo la campaña en pleno invierno y, al decir de muchos, vistiendo una reluciente armadura, Julio aprovechó la estruendosa derrota que sufrió Venecia a manos de Francia en la Batalla de Agnadello de mayo de 1509 para aceptar la rendición y la paz ofrecida por los venecianos, acompañada respectivamente de la devolución de los territorios ocupados (Prosperi, 2001: X).

Luego de aceptar la restitución ofrecida por Venecia y la alianza, dirigió sus fuerzas para someter a Alfonso d’Este, duque de Ferrara, quien a pesar de que nominalmente le debía obediencia, mantenía una cercanía con Francia que más parecía súbdito del rey francés que del mismo papa (Maquiavelo, 2010: 48, 101). Para 1512, un año antes de su muerte, Julio no sólo había logrado el sometimiento de Alfonso, sino que también había anexado a los Estados pontificios las ciudades de Parma y Piacenza, pertenecientes a Milán, logrando así una dominación territorial en el centro-norte de la península que la iglesia nunca antes había tenido (Maquiavelo, 2013: 375).

En segundo lugar, por lo que se refiere a la afirmación del gobierno monárquico y la subordinación de los sectores aristocráticos, Julio también se distinguió por dar pasos consistentes en este sentido (Prodi, 2010).

Una de las principales limitaciones que enfrentó para afianzar su poder personal y contribuir así a la consolidación del gobierno monárquico fue la resistencia del Colegio cardenalicio. Podría decirse que una de las principales exigencias de los cardenales durante toda la segunda mitad del siglo XV fue la de que no se rebasara el número establecido de 24 purpurados. Cuando asumió el pontificado Sixto IV se comprometió a no nombrar más cardenales hasta que su número se redujera por debajo de los 24, cosa que no cumplió. Casi 35 años después, cuando el sobrino de Sixto era elevado al pontificado tomando el nombre de Julio II, uno de los principales compromisos que asumió en el cónclave con el resto de los cardenales, casi una condición, fue precisamente éste: hacer descender el número de cardenales hasta los mismos 24, lo cual tampoco cumplió (Shaw, 1993: 7).

Aun cuando a principios del siglo XVI ya se había perdido sustancialmente la fuerza que llegó a tener el conciliarismo cincuenta años atrás, los cardenales seguían siendo los personajes más prominentes de la iglesia después del papa. Por la misma razón, los monarcas europeos más potentes seguían estando interesados en colocar a sus allegados en esta posición, para desde allí presionar o coaccionar al papa.

Fue precisamente este recurso el que utilizó Luis XII de Francia para atacar a Julio cuando éste decidió romper los términos pactados de la Liga de Cambrai. Una de las cláusulas del Tratado establecía que ninguno de los coaligados podía firmar una paz por separado con el enemigo, Venecia, lo cual Julio realizó sin mayor escrúpulo. Una vez que los venecianos fueron derrotados por los franceses en la batalla de Agnadello en 1509, y que Julio aceptó unilateralmente la paz y la alianza ofrecida por Venecia, el conflicto entre el papa y el rey de Francia estalló abiertamente. Más allá del conflicto armado que siguió, Luis trató de debilitar a Julio por la vía religiosa, instruyendo a sus cardenales adictos a convocar un concilio con el fin expreso de destituirlo y nombrar a un nuevo papa, previsiblemente a George d’Amboise, el Cardenal de Rouen, quien era además su ministro y su consejero más importante. Fue así como se convocó al Concilio de Pisa (1511-1512), llevando el conflicto estatal-territorial al terreno eclesiástico, reviviendo el enfrentamiento entre el concilio y el papa que había sido uno de los principales factores de la debilidad del pontificado en los dos siglos anteriores (Shaw, 1993: 284-292).

No obstante, Julio tuvo la suficiente habilidad para no aceptar los términos del conflicto tal y como los había planteado Luis, es decir, entre el concilio y papa. Para responder en los mismos términos, Julio convocó a otro concilio, el Concilio Laterano V (1512-1517), protagonizado por los cardenales que le seguían siendo adeptos y logrando así que el enfrentamiento fuera entre concilio y concilio, un recurso que ya había utilizado Eugenio IV cuando convocó al Concilio de Ferrara-Florencia (1438-1439) para oponerlo al Concilio de Basilea (1431-1449) (Pellegrini, 2010: 18).

El fracaso absoluto del Concilio de Pisa no sólo fortaleció la posición de Julio, sino que canceló de forma definitiva este recurso como medio de deposición o cuestionamiento del papa. Había triunfado así definitivamente el principio monárquico sobre el conciliar en la iglesia católica.

Por lo que respecta a la subordinación de los sectores aristocráticos laicos, es conveniente hacer notar que Julio adoptó una estrategia completamente distinta a la seguida por Alejandro VI. Mientras que Alejandro combatió y despojó de sus posesiones a los Orsini y los Colonna, Julio trató desde un principio de contemporizar con ellos, para luego buscar un mayor acercamiento y asociación, al grado de casar a su única hija y a una de sus sobrinas con integrantes de cada una de las dos poderosas familias. Gracias a ello, no tuvo las dificultades para gobernar Roma que sí tuvo Alejandro, más aún, a su muerte, el pueblo romano acudió en masa a manifestar su pesar por la pérdida de quien consideraban había sido un buen gobernante, a diferencia de Alejandro, quien fuera sepultado marcado por la ignominia y el descrédito (Pastor, 1950: 189, 342; y Shaw, 1993: 183).

En tercer lugar, por lo que se refiere a la transformación del papa-sacerdote en papa rey, Julio también aportó una importante contribución. Durante su pontificado no faltaron voces que lo señalaron como alguien que tenía más dotes de general o de monarca que de sacerdote; el mismo Guicciardini llegó a decir que nada tenía de papa más que el nombre y el traje (Pastor, 1950: 153). Y es que en efecto, su personalidad podría muy bien ajustarse a la descripción del príncipe nuevo que hizo Maquiavelo, pues no reparó en obstáculo alguno para defender y fortalecer el Estado de la iglesia. Incluso cabe mencionar que él mismo expresó haber elegido el nombre de Julio no por honrar a Julio I, el férreo combatiente del arrianismo en los tiempos de Constantino el Grande, sino por honrar y recuperar el espíritu de Julio César. En este sentido, es bastante ilustrativa la anécdota que refiere cómo para celebrar la toma de Bolonia en 1506 Julio pidió a Miguel Ángel fundir su efigie en bronce, quien le preguntó si deseaba que le pusiera en la mano un libro o una espada, a lo que contestó que una espada, porque de libros no sabía nada (Baumgartner, 2010: 12; y Pastor, 1950: 153).

Durante su pontificado, Julio se olvidó completamente de la misión universal de la iglesia, de su función como pastor de la grey cristiana, y concentró toda su atención en la construcción y el fortalecimiento del Estado papal. Incluso el Concilio Laterano que convocó en 1512 lo usó sólo para descalificar al Cónclave de Pisa, dejando a un lado toda la agenda doctrinal que se había venido acumulando desde mediados del siglo XV y que comenzaba a ser una fuerte presión para reformar muchas instituciones y prácticas de la iglesia católica. Esta fue la última oportunidad de la iglesia para atajar la ola reformista que Lutero impulsaría tan sólo cinco años después, porque en la siguiente ocasión, en el Concilio de Trento de 1545, la iglesia protestante había hecho tales avances que era imposible revertirlos (Prosperi, 2001: 12-30; y Rendina, 2013: 500).

En cuarto lugar, en lo relacionado a la consolidación de la soberanía y la obtención del reconocimiento internacional para los estados pontificios, Julio se distinguió notablemente de todos los demás papas de su época. Cuando murió, en 1513, los Estados pontificios no sólo gozaban del respeto y la consideración de las principales potencias europeas, sino que dentro de Italia se había convertido en el árbitro y la fuerza equilibrante.

La relación de Julio con los otros Estados italianos y europeos fue bastante accidentada, particularmente su relación con Francia, la cual había adquirido un papel preponderante en Italia desde la intervención de Carlos VIII en 1494 (Pastor, 1950: 210).

En su época de cardenal, Julio cultivó una relación muy estrecha con Francia. Desde la muerte de Inocencio VIII en 1492 se había enfrentado ásperamente con el cardenal Rodrigo Borgia, el futuro Alejandro VI. El enfrentamiento se profundizó cuando Alejandro asumió el pontificado en 1492, al grado de que el año siguiente decidió auto-exiliarse en Francia para ponerse lejos del alcance de Alejandro y al amparo del rey francés. Durante todo ese tiempo, Giuliano estuvo incitando al monarca francés para que interviniera en Italia, destituyera a Alejandro, y abriera así la posibilidad de que él mismo fuera elegido papa (Baumgartner, 2010: 14; y Shaw, 1993: 81).

Giuliano no volvió a Italia sino hasta la muerte de Alejandro, albergando expectativas papales que se manifestaron plenamente en el cónclave que se reunió para elegir al sucesor de Alejandro. A pesar de que parecía llegar con todo el apoyo francés, en realidad el rey de Francia tenía otros planes, pues deseaba hacer papa a su propio ministro, George d’Amboise, Cardenal de Rouen (Pellegrini, 2010: 128). Además, en el cónclave también se manifestaron fuertes apoyos al cardenal Capranica, al grado de que las primeras votaciones arrojaron prácticamente un empate entre los tres. Este escenario de impasse fue el que propició la elección de un papa de transición, un papa provisional, para lo cual fue designado el cardenal Francesco Todeschini Piccolomini, sobrino del papa Enea Silvio Piccolomini, Pío II (1464-1471), quien a su vez adoptó el nombre de Pío III (Pastor, 1950: 137; y Shaw, 1993: 120).

Sin embargo, dado que Pío III se encontraba muy enfermo desde su designación, no duró en el cargo ni siquiera un mes, por lo que debió convocarse a un nuevo cónclave.

Contra todos los pronósticos, en este nuevo cónclave no se repitió el escenario que había tenido lugar apenas dos meses atrás. En este breve lapso, Giuliano tuvo la habilidad para atraerse los apoyos necesarios que lo hicieran papa, al grado de haber sido elegido prácticamente por unanimidad, y en un tiempo record, marcando uno de los conclaves más breves de la historia (Rendina, 2013: 497; Pastor, 1950: 131; y Shaw, 1993: 121). Por principio, convenció al Cardenal de Rouen de que lo apoyara, para lo cual le hizo ver que en ese momento difícilmente los cardenales españoles e italianos votarían por un francés, y menos por alguien tal allegado al rey; además, ofreció nombrar más cardenales franceses; por otro lado, le ofreció a César Borgia, quien controlaba al contingente de cardenales españoles, respetarle sus conquistas en la Romaña y nombrarlo capitán general de los ejércitos papales; del mismo modo, a los cardenales italianos les ofreció no encumbrar más cardenales para que éstos no perdieran su potencial relativo (Baumgartner, 2010: 14-15). Sí, parecían muchos compromisos, y el mismo Maquiavelo que en ese momento se encontraba como legado en Roma lo advertía…él ha prometido lo que se le ha pedido, por lo que se piensa que las dificultades vendrán a la hora de observar las promesas (Maquiavelo, 2013: 169).

Durante sus primeros años en el papado, Julio mantuvo su alianza con Francia, al grado de que la campaña militar que emprendió contra Bolonia en 1506 hubiera sido impensable sin el apoyo de las tropas francesas. Más aún, en 1509 se sumó a la Liga de Cambrai que el año anterior se había pactado entre Francia, España y el Emperador con el fin de atacar a Venecia y despojarla de todas las posesiones de que se había venido apropiando desde un siglo atrás, y que de una u otra manera eran reclamadas por estos Estados (Pellegrini, 2010: 130).

Una vez que Venecia sufrió la desastrosa derrota de Agnadello y que ofreció restituir a la iglesia las posesiones reclamadas, así como firmar un acuerdo de paz y cooperación, Julio aprovechó las circunstancias para impulsar la formación de la Liga Santa de 1511 integrada por España, Venecia y él mismo, con el fin de expulsar a Francia de Italia. Reanudadas las hostilidades con esta realineación de fuerzas, el ejército francés derrotó al ejército de la Liga en la famosa batalla de Ravena de abril de 1512, pero la victoria fue tan costosa, que a partir de ella el ejército francés no pudo reponerse y abandonó Italia ese mismo año. Así, con la salida de Francia del suelo italiano, Julio logró no sólo la afirmación de la soberanía de los Estados pontificios, sino también la expulsión de Italia de la potencia que desde hacía casi veinte años venía alterando el equilibrio de poder dentro de la península. Ciertamente, sólo tres años después, Francia volvería a incursionar en suelo italiano, pero eso nadie podía saberlo aún; en ese momento, en 1512, el papado aparecía como el factor de poder determinante en la península (Pastor, 1950: 248-286; y Pellegrini, 2010: 133).

Finalmente, en quinto lugar, Julio también continuó con el proceso de construcción de un sistema administrativo y fiscal más efectivo. Por principio, no dejó de presionar a las diferentes iglesias nacionales para que enviaran a Roma la proporción de sus ingresos que correspondían a la sede, por lo que se enfrentó con la fuerte resistencia no sólo de los monarcas, sino de sus mismos cleros, quienes veían con malos ojos toda esa extracción de recursos. Además, la acumulación de incontables indulgencias se hacía cada vez más intolerable (Baumgartner, 2010: 20). Particular resistencia ofreció la iglesia galicana, quien encontró protección y apoyo en su mismo monarca, al grado de sentar los precedentes del Concordato de 1516. Igual malestar se suscitó en las iglesias alemanas y británicas, semilla de posteriores rebeliones (Gilbert, 1980; Ranke, 1993: 27).

Además de estos ingresos provenientes de la rama espiritual, Julio continuó también con la recaudación de ingresos fiscales, sobre todo mediante la venta de cargos, una actividad que había seguido una tendencia creciente desde los tiempos de Sixto IV (1471-1484) y que para principios del siglo XV ya había alcanzado dimensiones desproporcionadas (Baumgartner, 2010: 20; Partner, 1979: 47-74; y Shaw, 1993: 176).

Por otro lado, así como Julio dio pasos importantes en la consolidación de un sistema fiscal y administrativo más moderno, de la misma manera sobresale su ánimo bélico, que se manifestara desde sus tiempos de cardenal condotiero. Así, destinó cuantiosos recursos a la organización y financiamiento de uno de los ejércitos más grandes de la Italia renacentista, que llegó hasta los 8 000 o 10 000 hombres, un ejército que poco a poco se fue profesionalizando, sentando así las bases de una de las instituciones más características del Estado moderno. Para brindar tan sólo una ilustración, basta recordar que en 1506 confió su guardia personal a los suizos, los mejores soldados del momento, de acuerdo con Maquiavelo, quienes desde ese entonces y hasta la fecha siguen desempeñando esta función, luciendo el vistoso atuendo que los distinguía y aún portan. Además, Julio recurrió nuevamente a ellos en 1510 para reforzar la coalición que le permitió expulsar a los franceses de Italia en 1512, afrontando los costos y la organización de un ejército profesional que se convirtió en una sobresaliente característica del Estado moderno (Mommsen, 1948).

3. Maquiavelo y el papado

Maquiavelo dedicó una parte muy importante de su atención y de sus escritos a la religión y a la iglesia, es decir, se ocupó tanto de los aspectos dogmáticos y espirituales de la religión como de los curiales e institucionales. De la religión en cuanto dogma de fe, como aproximación a la divinidad, le interesaba sobre todo su efecto ético sobre la población; y de la iglesia en cuanto institución, le interesaba principalmente la función del sacerdocio católico en el ejercicio del poder político, sobre todo el principado del papa en los Estados pontificios y la estructura de poder que le ayudaba a mantenerlos (Viroli, 2010).

La distinción de estos dos aspectos de la iglesia católica se aprecia claramente en el tratamiento que Maquiavelo le da en sus escritos. El capítulo XI de El príncipe está dedicado a los principados eclesiásticos, en donde analiza el poder terrenal de la iglesia y la función del papa como príncipe, prestando muy poca atención a las cuestiones dogmáticas de la fe o a la función del papa como sacerdote (Maquiavelo, 2010: 91-95). Sucede prácticamente lo contrario en los Discursos, en donde dedica los capítulos 11 al 15 del primer libro al análisis del problema religioso en sí mismo, su dimensión confesional, prestando muy poca atención al poder temporal del papa (Maquiavelo: 2005: 67-81). En la Historia también se ocupa de este problema, aunque ahí vuelve a concentrarse casi exclusivamente en los problemas del poder temporal del papa. En este sentido, vale la pena mencionar que ha pasado desapercibido para la mayor parte de la crítica especializada que casi todo el Primer libro de este texto se dedique a la historia del papado, postergando hasta el Segundo libro el inicio de la historia de Florencia, algo un poco extraño, que ni siquiera se justificaría por el hecho de que un papa, Clemente VII, hubiera sido el patrocinador del libro. En todo caso, podría explicarse en alguna medida por la importancia que Maquiavelo atribuía al papado en la historia de toda Italia, incluida evidentemente la propia Florencia (Maquiavelo, 2009: 29-75).

Maquiavelo menciona específicamente a Julio II en El príncipe varias veces, la mayor parte de ellas para destacar su gran contribución en la consolidación política y territorial de los Estados pontificios. En total, se refiere a él en cinco ocasiones, en los capítulos II, XI, XIII, XVI y XXV; de éstas, las últimas dos alusiones se relacionan sustancialmente con su carácter personal, y están formuladas como elogios. En el capítulo XVI, en donde Maquiavelo examina la cuestión de la tacañería y liberalidad de los príncipes, concluyendo que más vale ser tacaño que liberal, pues la liberalidad de un príncipe conduce necesariamente a la expoliación de sus súbditos, pone como ejemplo a Julo II, quien sólo presumió liberalidad para llegar al papado, pero una vez en él, actuó con bastante tacañería, sin la cual no hubiera estado en condiciones de hacer la guerra y consolidar la autonomía de los Estados pontificios (Maquiavelo, 2010: 111-114). El otro elogio se encuentra en el importante capítulo XXV, en donde Maquiavelo discierne acerca de la manera en que los hombres deben hacer frente a la fortuna, expresando su famosa afirmación con la que acepta que la fortuna dirija aproximadamente la mitad de nuestros asuntos, dejando la otra mitad al arbitrio propio (Maquiavelo, 2010: 151-156).

Sin embargo, más allá de esta conocida sentencia, Maquiavelo profundiza de una manera mucho más interesante en la sicología humana explicando que generalmente los hombres enfrentan a la fortuna con impetuosidad o con parsimonia, pero advierte que difícilmente se encuentra en ellos el carácter para adoptar casuísticamente una u otra, es decir, que la naturaleza humana no puede adaptarse flexiblemente en esta materia a las circunstancias cambiantes de su entorno; que actúa guiada por una regla fija, por valores inmutables y por costumbres arraigadas. Si tuvieran esta cualidad, afirma, dominarían sin mayor problema a la fortuna, pero como no la tienen, fracasan reiteradamente. Dado este contexto, los hombres sólo tienen garantizado el éxito ahí donde el entorno es propicio a su carácter. No obstante, concluye Maquiavelo, si hay que elegir, es mejor ser impetuoso, ya que la fortuna se muestra menos ingrata con este tipo de hombres. Y aquí es donde Maquiavelo pone el ejemplo de Julio II, quien pudo obtener sus objetivos gracias a su carácter enérgico e impetuoso, siendo favorecido además por la fortuna, que le presentó las circunstancias propicias para el éxito; una caracterización que repite aproximadamente en los mismos términos en los Discursos (Maquiavelo, 2005: 350, 438).

Las otras tres alusiones contenidas en El príncipe tratan de la consolidación territorial de los Estados pontificios que impulsó Julio. En los capítulos II y XIII Maquiavelo se refiere a la toma de Ferrara y al despojo sufrido por Alfonso d’Este, recuperación que llegó en el momento culminante del pontificado de Julio, mientras que la alusión del capítulo XI se refiere a la campaña de Bolonia de 1506, la que señalaría el principio de las campañas militares del pontífice.

En este mismo capítulo, Maquiavelo menciona dos cuestiones que exaltan la contribución de Julio a lo que se ha llamado aquí el pontificado renacentista, pues le reconoce haber emprendido estas campañas militares para lograr el engrandecimiento de la iglesia, propiamente de los Estados pontificios, y no para el engrandecimiento de un particular, es decir, para favorecer a su familia o entregarles un Estado, como habían hecho Alejando VI, Inocencio VIII y el mismo Sixto IV. Además, Maquiavelo menciona que Julio encontró medios para acumular dinero que no se habían usado antes de Alejandro, es decir, una contribución más al fortalecimiento del sistema fiscal que estaban construyendo estos papas.

En los Discursos Maquiavelo se refiere esencialmente al problema religioso y trata sólo marginalmente lo que se refiere al poder terrenal de la iglesia. En este sentido, y refiriéndose específicamente a Julio, menciona la importancia de la conquista de Bolonia, la expulsión de los Bentivoglio y la mala elección que hizo del gobernador que dejó a cargo de la ciudad (Maquiavelo, 2005: 105, 275). Del mismo modo, y adelantando un juicio que desarrollará con muchísima más amplitud en la Historia, señala que la iglesia romana siempre ha mantenido dividido al país.

El Libro I de la Historia es muy peculiar porque prácticamente en su totalidad está dedicado a la historia de Roma y el papado, remontándose hasta la época de las invasiones, cuando el rey de Italia se trasladó a Ravena, dejando a Roma sin jefe político, por lo que la vacante fue asumida por los papas (Maquiavelo, 2009: 29).

Maquiavelo se remonta hasta esa época para ir haciendo el recuento de cómo los papas fueron adquiriendo el poder terrenal en Roma y en el centro de Italia. No obstante, lo más relevante para nuestros objetivos es que, como lo hace parcialmente en los Discursos, responsabiliza directamente a los papas de haber llamado a los bárbaros al país, de haber producido su desunión, de ser los causantes de todas las guerras, de reproducir el nepotismo y de impedir que se construyese un gobierno nacional. Pueden parecer muchas acusaciones las que formula Maquiavelo en contra del papado, pero en verdad, quien lea el Primer libro de la Historia, no puede quedarse con otra impresión: que el papado fue el responsable de todas estas guerras, invasiones y discordias.

Más allá de la precisión histórica del recuento de Maquiavelo, lo que realmente importa aquí es el señalamiento que hace de que la presencia del papado en la península había hecho imposible que ésta se unificara para hacer frente a las grandes potencias europeas que ya por entonces se estaban formando. Es decir, si ciertamente el papado renacentista significó un fortalecimiento sin precedente de los Estados pontificios, al mismo tiempo y de manera espontánea significó también un debilitamiento de Italia, ya que no podía unificarse para constituirse en una gran potencia y eso la postraba ante las otras potencias europeas. En este sentido, podría decirse que la gloria del papado renacentista significo la ruina del proyecto estatal moderno para toda la península.

Por desgracia, la Historia sólo llega hasta la muerte de Lorenzo el Magnífico en 1492, y en el Libro primero, cuando hace el recuento del papado, se interrumpe mucho antes, en 1417, cuando es designado pontífice Martín V. No obstante, es muy probable que si Maquiavelo hubiera continuado su recuento histórico hasta Clemente VII, el papa en turno cuando escribió su libro, habría señalado a Julio II como corresponsable de todos los cargos que había hecho al papado.

Conclusiones

La opinión sobre la iglesia católica que Maquiavelo da en El príncipe es hasta cierto grado aséptica, neutra; se limita a establecer las fuentes de legitimidad y estabilidad de los principados eclesiásticos de una manera muy similar a la que se había referido a los otros tipos de principados. No obstante, los juicios y las críticas que dirige al cristianismo en los Discursos y en la Historia son demoledores. En los Discursos se concentra en la crítica del dogma religioso del cristianismo y en la pasividad y conformismo que imbuye en sus creyentes, mientras en la Historia arremete contra las instituciones del cristianismo, contra su iglesia y sobre todo contra el papado, a quien responsabiliza de tres graves problemas: 1) haber provocado todas las guerras en las que se había visto envuelto el país; 2) haber invitado o conducido a los bárbaros a su territorio; y 3) haber inducido y favorecido la desunión del país.

Desde que Carlos VIII de Francia incursionó en Italia en 1494 dando inicio a lo que se conocería como las guerras italianas dio comienzo un largo periodo, más de tres décadas, en el cual el país se vio sacudido por una violenta turbulencia social, política y militar. Los papas de este periodo, Alejandro VI, Julio II, León X y Clemente VII se vieron plenamente involucrados en este conflicto, y en ciertos casos se convirtieron en líderes, promotores o árbitros de algunos de sus episodios determinantes. Maquiavelo no sólo vivió y atestiguó estos acontecimientos, sino que además su gran interés en los asuntos políticos propició que los usara como fuente de sus análisis y reflexiones teóricas. Así, sus opiniones sobre el papado se nutrieron no sólo de la historia medieval, sino también de los acontecimientos que él mismo estaba presenciando, los que muy probablemente ejercieron una influencia todavía mayor. Aun cuando las opiniones que expresó sobre papas como Julio II pueden parecer ambivalentes, en el fondo, si se observan detenidamente las acciones que este papa realizó, se podrá concluir que su conducta se ajusta a los juicios más críticos que Maquiavelo había emitido sobre la historia y el presente del papado.

En la época del Renacimiento fue cuando se manifestó con mayor claridad la contradicción irresoluble entre el poder temporal y el poder espiritual de la iglesia católica. En este periodo fue cuando el empecinamiento de los papas por mantener y engrandecer los Estados pontificios chocó con las necesidades de integración y estabilidad política de Italia, propiciando su inviabilidad como Estado moderno, quedando en abierta desventaja frente a los otros países europeos que poco a poco iban consolidado este tipo de estructuras políticas. Maquiavelo estaba consciente de ello, y precisamente por esa razón es que sus juicios sobre el papado fueron tan ásperos y reprobatorios.

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Recibido: 26 de Junio de 2016; Aprobado: 20 de Octubre de 2017

* Doctor en ciencia política por la Universidad Complutense de Madrid. Licenciado y Maestro en Ciencia Política por la Universidad Nacional Autónoma de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, Nivel 1. Profesor investigador del Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. rgarcia@correo.xoc.uam.mx

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