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Polis

On-line version ISSN 2594-0686Print version ISSN 1870-2333

Polis vol.12 n.1 México Jan./Jun. 2016

 

Artículos

Regularidad en la dispersión: La frontera agonismo/antagonismo en el pensamiento político de Mouffe*

Regularity in the dispersion. Agonism/antagonism border in Mouffe political thought

Julián González Scandizzi** 

** Doctor en Ciencia Política por el Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba. Docente e investigador del Instituto de Ciencia Política, Facultad de Ciencia Política, de la Universidad de la República y del Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Católica del Uruguay. Sus líneas de investigación son Filosofía política contemporánea y Teoría democrática. Contacto: juli_gonz@hotmail.com


RESUMEN

La concepción del pluralismo agonístico defendida por Chantal Mouffe rehabilita la perspectiva antagonista de Carl Schmitt. Ahora bien, una vez aceptado el supuesto según el cual toda comunidad política se constituye a partir de la exclusión del enemigo, inmediatamente se deben levantar ciertos reparos a fin de evitar las derivas totalitarias del pensamiento schmittiano. Este panorama nos invita a indagar sobre el necesario orden consensual -por más precario y contingente que este sea- al que debe apelar la propuesta agonística para identificar a un régimen político como un régimen político democrático. Desde esta arista, la conjugación de las nociones de consenso y conflicto resulta tan imprescindible como inevitable a la hora de abordar el proyecto político mouffeano.

Palabras clave: pluralismo agonístico; antagonismo; agonismo; consensos conflictivos

ABSTRACT

The antagonistic pluralism conception supported by Chantal Mouffe retakes the Carl Schmitt antagonist perspective. Once it is accepted the idea that every political community is constituted trough the enemy exclusion, it is immediately important to take into account the objections that allows us to avoid the totalitarian consequences of the Schmittian thought. In this context we are invited to inquiry the necessary consensual order that the agonistic proposal must appeal to identify a political regimen as a democratic one, no matter how precarious and contingent this order could be. From this point of view, the conjugation of the consensus and conflict notions is both indispensable and inevitable to examine the Mouffean political project.

Key words: Agonistic pluralism; antagonism; agonism; conflictual consensus

"¿Por qué deberíamos leer hoy a Carl Schmitt?" Con este interrogante Chantal Mouffe abre la introducción de su compilación de artículos titulada El desafío de Carl Schmitt.2 La pregunta que plantea Mouffe no tiene nada de inocente si se atiende a la centralidad que este autor ocupa en la estructura argumentativa de la pensadora belga. Volver a un autor como Schmitt, no ya para colocarlo como blanco de críticas sino para rehabilitar un razonamiento que desafía la naturalidad con que asumimos nuestros sistemas democráticos liberales, puede ser reputado como políticamente incorrecto y/o democráticamente inconsistente.

¿Por qué renovar entonces el interés por los conceptos de un pensador cuyos escritos abren las puertas al totalitarismo? ¿Por qué, después de todo, resucitar los riesgos a los que nos conducen las nociones schmittianas si, precisamente, lo que pretende Mouffe es radicalizar la democracia? En definitiva, la apuesta de esta autora debe enfrentarse a un doble reto. Por un lado, justificar la recuperación de un bagaje conceptual que bien sirve como basamento de sistemas totalitarios. Por otro lado, conciliar dicha apropiación con un modelo que apunta a potenciar el rasgo democrático de los modernos regímenes pluralistas y liberales.

La remisión de Mouffe al jurista alemán, trae a la palestra la provocación que el desafío schmittiano provoca en el pluralismo democrático contemporáneo. Claro que, para Mouffe, dicho desafío no deriva en un rechazo de este régimen político -tal como es el caso de Schmitt- sino que, por el contrario, permite advertir los riesgos a los que nos arrastran ciertos enfoques liberales decimonónicos que se asumen como plenamente inclusivos. Ahora bien, una vez que junto con Schmitt aceptamos la exclusión que reviste a toda comunidad política -incluso a una comunidad política democrática- inmediatamente tendremos que levantar ciertos reparos para no caer en derivas totalitarias. Tal es el camino que emprende la propuesta mouffeana.

Este panorama nos invita a indagar sobre el necesario orden -por más precario y contingente que este sea- al que habremos de apelar para identi ficar a un régimen político como un régimen político democrático. Desde esta arista, la vinculación de las nociones de consenso y conflicto resulta imprescindible para abordar el orden democrático. Incluso un planteo como el de Mouffe -tal vez el caso más radical de los enfoques democráticos contempéranos en lo que hace a supuestos conflictivistas- debe invocar ciertas figuras consensuales mínimas a partir de las cuales desplegar su proyecto agonístico. Esta es la idea central que defiende el presente trabajo.

Para desarrollar este argumento, comenzamos por delinear el horizonte argumentativo en el que Mouffe se reapropia de algunos de los conceptos políticos clave de Carl Schmitt a fin de remover la naturalidad con que asumimos nuestros sistemas democrático-liberales. Luego de admitidas estas premisas, sin embargo, inmediatamente habremos de enfrentar las consecuencias totalizantes a las que nos conduce el enfoque schmittiano y la difícil articulación entre dicho enfoque y el proyecto pluralista defendido por Mouffe (1). En este plano, cabe introducir la diferenciación propuesta por la autora entre agonismo y antagonismo. No obstante, el trazado de esta frontera aparece como una empresa compleja desde la perspectiva mouffeana. Pues, una vez aceptado el trasfondo ontológico antagonista todo orden social -incluso el agonismo- resultará precario y contingente (2). Apelaremos entonces a la concepción discursiva asumida por nuestra autora y a la aceptación de ciertos valores ético-políticos como posible alternativa a la disyuntiva entre la pura dispersión o la absoluta regularidad a la que nos conducen respectivamente el decisionismo schmittiano y el universalismo liberal (3). En esta línea, la noción de juego de lenguaje propuesta por Wittgenstein nos ayuda a configurar un tipo de pensamiento capaz de dar cuenta tanto de la constante inestabilidad del sistema político democrático como de los límites borrosos -pero límites al fin- que permiten cerciorarnos de estar enmarcados dentro de sus reglas de juego (4). En el apartado final, esbozamos algunas reflexiones en torno a la ineludible necesidad de asumir ciertos elementos consensuales mínimos que, aunque contextuales y precarios, configuran la identidad de un "nosotros" democrático (5).

1. Carl Schmitt: el desafío al orden liberal y el desafío al pluralismo mouffeano

Mouffe recurre al pensamiento de Schmitt para enfrentar una visión sedimentada que percibe a las democracias liberales como sistemas ple namente inclusivos. En efecto, el jurista alemán nos muestra que siempre hay algo que permanece excluido. Tanto Schmitt como Mouffe vienen a coincidir en la trinchera de una guerra intelectual que se libra ante un enemigo común: una versión del liberalismo que pretende borrar las huellas políticas -y, por ende, excluyentes- que se encuentran en su origen.

El propósito de la reflexión schmittiana es hallar un criterio específico que asegure la autonomía de lo político frente a otros ámbitos sociales. En su clásica formulación, Schmitt sostendrá que "la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo" (Schmitt, 2002: 56). Esta definición asume la exclusión como condición determinante para la constitución de una comunidad política. De acuerdo con esto, no es posible establecer ningún lazo entre "nosotros" sin la diferenciación respecto de un "ellos" encarnado en la figura del enemigo político. Así, toda comunidad política existe merced a la exclusión de una exterioridad. A los ojos de Mouffe, aquí radica el gran mérito se Schmitt:

Al subrayar que la identidad de una comunidad política democrática depende de la posibilidad de trazar una frontera entre "nosotros" y "ellos", Schmitt destaca el hecho de que la democracia siempre implica relaciones de inclusión/exclusión. [...] Uno de los principales problemas del liberalismo, y uno de los que pueden poner en peligro la democracia, es precisamente su incapacidad para concebir esta frontera. (Mouffe, 2003: 59-60)

Claro que estos presupuestos no caen bien al interior del pensamiento de cuño liberal. En efecto, buena parte de esta tradición política ha presentado sus esquemas institucionales como portadores de una legitimidad inherente derivada del supuesto de la plena inclusión de los hombres libres e iguales. Este tipo de enfoques, "se imponen a sí mismos como la única solución racional ante el problema de la organización de las sociedades modernas; su legitimidad puede ser cuestionada sólo por elementos 'irracionales'" (Mouffe, 1999a: 3).

Si aceptamos con Schmitt que toda comunidad política se construye a partir de la oposición entre amigos y enemigos, entonces es posible advertir que la ambición teórica del proyecto político liberal -que se asume como plenamente inclusivo y universalmente racional- será, justamente, disolver los vestigios de esas exclusiones. En este plano, el rasgo decisionista de la concepción schmittiana sintoniza muy bien con el pensamiento político posfundacional en el que se inscribe la obra mouffeana (Marchart, 2009).

Según Mouffe, el proceso de despolitización y neutralización del orden liberal, anunciado tempranamente por Schmitt, no ha hecho más que profundizarse (Mouffe, 1999a: 2). Frente a ello, y en contra de tal pretensión de neutralidad, la politóloga belga sentencia:

En una sociedad liberal democrática el consenso es, y será siempre, la expresión de una hegemonía y la cristalización de unas relaciones de poder. La frontera que dicho consenso establece entre lo que es legítimo y lo que no lo es, es de naturaleza política, y por esta razón debería conservar su carácter discutible. Negar la existencia de ese momento de cierre, o presentar la frontera como algo dictado por la racionalidad o la moralidad es naturalizar lo que debería percibirse como una articulación contingente y temporalmente hegemónica del "pueblo" mediante un régimen particular de inclusión/exclusión. (Mouffe, 2003: 64)

Ahora bien, una vez que nos hemos valido de los argumentos de Schmitt para dar cuenta de las condiciones excluyentes en las que emerge todo orden político resulta dificultoso desembarazarnos de los pesados lastres que nos impone el rasgo anti-pluralista de su pensamiento3. En principio, la concepción política del pensador alemán no resulta fácilmente compatible con un proyecto democrático-pluralista como el defendido por Mouffe. Tal como la propia autora lo reconoce, en el modelo de Schmitt "no hay sitio para el pluralismo de una comunidad democrática" (Mouffe, 2003: 66-67).

Precisamente, uno de los principales blancos de la crítica schmittiana lo constituye el orden parlamentario de la República de Weimar. El jurista alemán cuestiona las graves contradicciones en las que, según su visión, queda atrapado un sistema que pretende representar al pueblo como pluralidad. Así, sostiene: "Toda democracia real se basa en el hecho de que no sólo se trata a lo igual de igual forma, sino, como consecuencia inevitable, a lo desigual de forma desigual. Es decir, es propia de la democracia, en primer lugar, la homogeneidad, y, en segundo lugar -y en caso de ser necesaria- la eliminación o destrucción de lo heterogéneo" (Schmitt, 1990: 12).

La objeción schmittiana hacia el parlamentarismo, va más allá del reparo coyuntural hacia un pesado mecanismo institucional surcado por intrigas y divisiones. Por el contrario, toda su concepción política se presenta como una impugnación de los modelos políticos que no aceptan la homogeneidad del pueblo como elemento necesario para la creación y mantenimiento del lazo social. De allí que, incluso para un sistema democrático, se debe contar con un concepto de pueblo homogéneo que aspire a la igualación sustancial de sus miembros: "Las dificultades del funcionamiento parlamentario y de sus instituciones surgen en realidad a partir de la situación creada por la moderna democracia de masas. Esta conduce en principio a una crisis de la democracia misma, porque no es posible solucionar a partir de la universal igualdad humana el problema de la igualdad sustancial y de la homogeneidad, necesarias en una democracia" (Schmitt, 1990: 20).

La equiparación que establece Schmitt entre la idea de pueblo y la unidad homogénea de ciudadanos iguales choca con cualquier intento por dar cabida a la pluralidad de cosmovisiones y formas de vida que emergen en las sociedades democráticas contemporáneas. Por otra parte, si se atiende al derrotero de la historia política del siglo pasado puede observarse lo bien que se concilia esta concepción con algunas formas de totalitarismo4. Por ello, no son pocos los que consideran que cualquier intento por aggiornar ciertos conceptos schmittianos para hacerlos compatibles con un modelo democrático-pluralista resulta una empresa imposible y riesgosa. Tal es el caso de Borón y González que rechazan de plano el propósito mouffeano:

¿Cómo no quedar perplejos ante los comentarios de algunos de nuestros contemporáneos -como Mouffe, por ejemplo- que [...] tienen la osadía de sostener que nuestras actuales democracias occidentales, ciertamente en crisis, pueden encontrar en la propuesta schmittiana un buen decálogo de consejos para su mejora y depuración? [...] Como se colige claramente de sus escritos, [...] es inútil tratar de hallar en la obra schmittiana las semillas de un pensamiento democrático. (Borón y González, 2004: 151-152)

Una objeción similar puede encontrarse en William Connolly quien resalta la contradicción en la que caería Mouffe al pretender hacer coexistir el decisionismo de Schmitt con un modelo pluralista: "Ella [Mouffe] insiste en el carácter ineliminable del decisionismo mientras resiste el impulso schmittiano a la homogeneidad. La dificultad es que la concepción schmittiana de lo social y lo político no soporta esta meta democrático radical" (Connolly, 2008: 314).

¿Cómo contestar con Mouffe a estas objeciones? La solidez de la res puesta dependerá de cuán seriamente se considere la distancia que toma la autora belga frente a las consecuencias anti-pluralistas del pensamiento de Schmitt y, a su vez, de cuán convincente resulte dicha diferenciación. Lo innegable, por el momento, es que el intento por establecer esa separación existe y no puede ser pasado por alto. Afirma Mouffe al respecto: "Encuentro en alguien como Schmitt un desafío. En este sentido, él es mi adversario favorito porque parto desde algunas pocas premisas que comparto con Schmitt, y en algún punto tomo la dirección opuesta" (Mouffe, 1999c: 171-172).

2. Del antagonismo al agonismo: hacia un modelo schmittiano no antagónico

Uno de los presupuestos fundamentales que Mouffe readapta a partir de Schmitt es la definición lo político como el momento ontológico en el que la disrupción antagónica instituye las prácticas sociales. Este nivel ontológico de análisis se diferencia de la dimensión óntica de la política, es decir, el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea y se desarrolla un determinado orden político (Mouffe, 2003, 2007, 2014). En este contexto, debemos aclarar mínimamente el sentido en que Mouffe utiliza la categoría "ontología" para volver luego sobre la manera en que ella se apropia del pensamiento de Schmitt.

Según Stephen White la idea de ontología viene ocupando un lugar destacado en desarrollos recientes de la teoría política (White, 2000). Sin embargo, la nueva apropiación de este horizonte conceptual ha perdido las connotaciones metafísicas clásicas asociadas a la pregunta por el ser o la entidad de los entes, adquiriendo, en cambio, la forma de una pregunta por la dimensión cuasi trascendental: "el cambio que se produce al pasar de los fundamentos 'realmente existentes' a su status -es decir a su condición de posibilidad- puede describirse como un movimiento cuasi trascendental" (Marchat, 2009: 29-30).

En esta misma dirección, White propone una distinción entre dos arquetipos de ontología. Mientras que la ontología fuerte se propone mostrar "el modo de ser del mundo" o "cuál es la naturaleza humana", en cambio, una versión ontológica debilitada reconoce dos supuestos principales:

Primero, acepta la idea de que todas las conceptualizaciones fundamentales del ser, del otro y del mundo son contestables. Segundo, asume que esas conceptualizaciones son asimismo necesarias o inevitables para una vida ética y política adecuadamente reflexiva. Esta última premisa exige de nosotros un gesto de construcción de fundamentos, la primera -por su parte- nos previene de ejecutar esta tarea al modo tradicional. (White, 2000: 8)

Siguiendo la caracterización de White, cabe sostener que es dicho sentido ontológico debilitado el que utiliza Mouffe y la mayor parte de los filósofos políticos contemporáneos. Al hablar de ontología Mouffe no refiere al ampuloso y fundamental sentido de la pregunta sobre qué es el ser o cuál es la entidad del ente, sino que remite a una indagación más modesta sobre las condiciones de posibilidad del pensamiento político.

En este contexto es posible caracterizar la manera en que la autora belga comprende la dimensión de lo político. Pues, el antagonismo -en tanto superficie ontológica a partir de la cual lo social se instituye- opera como un presupuesto cuasi trascendental que se constituye en condición de posibilidad del pensamiento político. A partir de esto, el antagonismo es definido como la "'experiencia' del límite de toda objetividad" (Laclau y Mouffe, 1987: 142) y permite asumir el carácter precario y contingente de todo fundamento de lo social. En este enfoque resulta de crucial importancia "reconocer la dimensión de lo político como la posibilidad siempre presente del antagonismo; y esto requiere, por otra parte, aceptar la inexistencia en todo orden de un fundamento final" (Mouffe, 2011: 83).

De manera paradójica, esta "posibilidad siempre presente del antagonismo" permite dar cuenta de los intentos parciales y siempre fallidos por instituir o fundar la sociedad como totalidad. Con ello, si bien la asunción ontológica del antagonismo "niega la posibilidad de un fundamento último, no cede a la tentación de suprimir la dimensión de los fundamentos en plural, ni el constante y siempre necesariamente parcial proceso de fundar" (Marchart, 2009: 202). Es en este doble movimiento de fijación/des-fijación, por el cual se sutura parcial y precariamente la objetividad de lo social, donde se muestra la dimensión antagónica como condición de posibilidad del pensamiento de lo político en tanto es "el modo mismo en que se instituye la sociedad" (Mouffe, 2007: 16).

A partir de esta caracterización es posible, no obstante, distinguir varios sentidos diferentes en los que Mouffe utiliza el término "antagonismo"; pues, resulta evidente que esta categoría no siempre representa la dimensión ontológica de lo político que acabamos de revisar. En este contexto, Benjamín Arditi nos previene sobre dicha ambigüedad:

A veces se refiere a él [al antagonismo] en el sentido de condición cuasi-trascendental, esto es, de condiciones simultáneas de posibilidad e imposibilidad de la democracia. En otras ocasiones Mouffe ve el antagonismo como un componente ontológico de la política que no puede ser erradicado, en cuyo caso no tendría sentido siquiera pensar en transmutar antagonismos en agonismos pues uno no puede contrarrestar lo ontológico a través de lo óntico. Incluso habla del "potencial antagónico presente en las relaciones humanas", lo cual genera más confusión dado que si es algo simplemente potencial, esto es, que puede suceder o no, entonces no tiene un estatuto ontológico sino que es una simple posibilidad de la política. (Arditi, 2012: 14-15, nota al pie N° 3)

Es posible suponer entonces que sólo en determinados momentos la autora utiliza este término en su acepción ontológica y, tal como vimos, siempre que así lo hace, refiere a un tipo de ontología debilitada. En otros contextos, en cambio, utiliza dicha categoría para referir a un elemento empírico y potencial que atraviesa todo el ancho del tejido social. Este tipo de antagonismo, como todo componente empírico, puede mutar en algo distinto.

Si no diferenciamos estas distintas versiones en el uso del concepto no tenemos más remedio que aceptar las contradicciones planteadas por Arditi. Referir al antagonismo sólo en su acepción ontológica anularía a priori todo intento por contrarrestar lo ontológico a través de lo óntico. Pues, dicha pretensión implicaría modificar la base irrebasable sobre la que se estructura todo el pensamiento político mouffeano, cortando la rama del árbol que lo sostiene. Por ello, cabe concluir que es en el nivel empírico de análisis que la autora belga construye su propuesta democrática como un intento por transformar el antagonismo en agonismo mediante su "domesticación". Esta domesticación, por otra parte, resulta siempre parcial y precaria ya que no anula la persistencia del antagonismo como superficie ontológica irreductible.

Así, Mouffe sostiene que el antagonismo puede ser juzgado positivamente siempre y cuando se lo incorpore al interior de la unidad política, ya que sólo de ese modo es posible contrarrestar las tendencias totalizantes a las que conduce el pensamiento de Schmitt. Según lo expresa Mouffe, "al considerar la unidad tan sólo según el modo de unidad sustantiva, y al negar la posibilidad del pluralismo en el interior de la asociación política, Schmitt se mostró incapaz de observar que a los liberales se les abría otra alternativa, una alternativa que podía hacer viable la articulación entre liberalismo y democracia" (Mouffe, 2003: 71).

Es en este ámbito que la recuperación mouffeana del pensamiento de Schmitt pretende trocar la idea de antagonismo por la de agonismo: "Podríamos decir que la tarea de la democracia es transformar el antagonismo en agonismo. [...] El modelo adversarial [...] nos ayuda a concebir como puede 'domesticarse' la dimensión antagónica, gracias al establecimiento de instituciones y prácticas a través de las cuales el antagonismo potencial pueda desarrollarse de modo agonista" (Mouffe, 2007: 27). Esta propuesta procura proporcionar canales a través de los cuales pueda darse cauce a las voces disidentes de modo tal que no se construya al oponente "como un enemigo a destruir" sino como un "adversario"; esto es, "como alguien cuyas ideas combatimos pero cuyo derecho a defender dichas ideas no ponemos en duda" (Mouffe, 2003: 114).

Precisamente, lo que caracteriza al modelo pluralista que Mouffe patrocina "es la instauración de una distinción entre las categorías de 'enemigo' y de 'adversario'. Eso significa que en el interior del 'nosotros' que constituye la comunidad política, no se verá en el oponente a un enemigo a abatir, sino un adversario de legítima existencia y al que se debe tolerar" (Mouffe, 1999b: 16). De allí, también, que este proyecto político no apunta a romper con la ideología democrático-liberal sino a profundizar su elemento democrático.

Es posible constatar entonces que esta concepción democrático-pluralista representa un importante quiebre respecto del pensamiento de Carl Schmitt. Sin embargo, como lo señala la autora belga, "la categoría de 'enemigo' no desaparece, pues sigue siendo pertinente en relación con quienes, al cuestionar las bases mismas del orden democrático, no pueden entrar en el círculo de los iguales" (Mouffe, 1999b: 16). Con ello persiste el postulado schmittiano según el cual todo orden se edifica a partir de una otredad que permanece excluida y, por tanto, no existe posibilidad de un acuerdo plenamente inclusivo.

En este caso, la frontera del "nosotros" queda cortada a la medida de la aceptación y respeto del sistema democrático, es decir, a ciertas "formas de consenso -que han de apoyarse en la adhesión a los valores ético-políticos que constituyen sus principios de legitimidad y en las instituciones en que se inscriben" (Mouffe, 1999b: 16-17). Así, los adversarios democráticos, más allá de sus luchas agonísticas -o, más bien, gracias a que esas luchas se dirimen de modo agonístico-, constituyen un "nosotros" que se enfrenta al enemigo no-democrático5.

Por ello resulta tan importante para Mouffe tener siempre presente la frontera entre lo que puede tolerarse como legítimo dentro de una sociedad democrática y aquello que amenaza sus propias condiciones de existencia. En este sentido, la condición de posibilidad para que exista un pluralismo agonístico constituye, al mismo tiempo, la condición de imposibilidad de un pluralismo absoluto. Este último implicaría aceptar a quienes se oponen al pluralismo democrático, lo que llevaría a la aniquilación del sistema como tal. Así, "en orden a constituir una sociedad pluralista, no se puede tener un pluralismo total" (Mouffe, 1999c: 175).

El campo democrático queda configurado, por tanto, a partir de la aceptación de la conflictividad política como una conflictividad de tipo agonística: "El conflicto, para ser aceptado como legítimo debe adoptar una forma que no destruya la asociación política. Esto significa que debe existir algún tipo de vínculo común entre las partes [...] que, aunque en conflicto, se perciben a sí mismas como pertenecientes a la misma asociación política, compartiendo un espacio simbólico común" (Mouffe, 2007: 26-27). La pertenencia a este espacio simbólico depende de la aceptación por parte de sus participantes de los valores ético-políticos de la democracia liberal; es decir: la libertad y la igualdad. Tal exigencia resulta innegociable ya que esta dupla normativa, constituye el rasgo definitorio de la forma de vida democrática:

Estos principios determinan un cierto tipo de ordenamiento de las relaciones que los hombres establecen entre ellos y su mundo; dan una forma específica a la sociedad democrática, modelan sus instituciones, sus prácticas, su cultura política; hacen posible la constitución de un cierto tipo de individuo, crean formas específicas de subjetividad política y construyen modos particulares de identidad. Si la igualdad y la libertad son significadores básicos para nosotros es porque hemos sido construidos como sujetos en una sociedad democrática cuyo régimen y tradición han puesto esos valores en el centro de la vida social. (Mouffe, 1999b: 80)

Ahora bien, el aspecto diferenciador del pluralismo agonístico es que estas dos ideas se conciben como ámbitos simbólicos que permanecen en constante puja semántica. Sus significados nunca puede ser fijados completamente ya que siempre subsiste una lucha adversarial por hegemonizarlos. La multiplicidad de interpretaciones que se generan entorno a estas categorías, el modo adecuado de su institucionalización y el tipo de relaciones a las que deben aplicarse, debe garantizar que su significado último permanezca inaprehensible: "La verdadera característica de la democracia moderna es impedir esa fijación final del orden social y hacer imposible que un discurso establezca una sutura definitiva" (Mouffe, 1999b: 80).

No obstante, una vez que se han delineado las características distintivas de ese espacio simbólico común nos encontramos ante un atolladero. Queda claro que en el esquema mouffeano el orden democrático se define por la sujeción a los valores de libertad e igualdad. Ahora bien, si lo propio de su propuesta agonística reside en la apertura a una diversidad de interpretaciones conflictivas sobre sus significados, resulta problemático no disponer de ningún alegato propositivo respecto de los sentidos mínimos que deberían respetar dichas interpretaciones: ¿Cuán abiertos pueden estar los significados de esos conceptos para que todavía podamos reconocer a un orden político como un orden político democrático? ¿Cuánta inestabilidad semántica pueden albergar estas nociones sin correr el riesgo de caer en un relativismo agobiante, en un "vale todo" posmodernista o, lisa y llanamente, en la esquizofrenia colectiva?

3. Libertad e igualdad como puntos discursivos privilegiados

Arditi nos advierte sobre una cuestión dilemática a la que debe enfrentarse el esquema agonístico. El problema aparece cuando interrogamos acerca de cómo se materializa esta propuesta; es decir, acerca de cómo se visualiza "la mecánica a través de la cual se lograría transformar a los enemigos en adversarios y a los antagonismos en agonismos sin apelar a una imposición autoritaria, sin requerir un acuerdo voluntario universal entre los miembros de una comunidad y sin invocar una idea regulatoria kantiana como la que inspira la ética comunicativa de Habermas" (Arditi, 2012: 15).

En la misma formulación de este problema, Arditi visualiza dos opciones dicotómicas: o bien volver los pasos hacia un tipo de decisionismo schmittiano que permita trazar autoritariamente la frontera del agonismo/antagonismo; o bien, aceptar una forma de "acuerdo voluntario universal". Precisamente la pretensión de la autora belga es evitar estas dos alternativas. En efecto, ella se esfuerza por poner en juego un concepto de democracia radical "según el cual el juicio desempeña un papel fundamental, que ha de ser adecuadamente conceptualizado para evitar caer en falsos dilemas entre, por un lado, la existencia de un criterio universal y, por otro, la regla de la arbitrariedad" (Mouffe, 1999b: 34). Cabe pensar que éste es precisamente el interrogante que atraviesa toda su propuesta democrática: cómo evitar aquellas posiciones que se asientan sobre fundamentos últimos y universales sin caer en esquemas puramente relativistas. En definitiva, se trata de delinear un modelo pluralista sostenido en fundamentos precarios y contingentes; es decir, un proyecto democrático cuyo basamento normativo descanse en lo que ella denomina "consensos conflictivos": "Estoy de acuerdo [dice Mouffe] con quienes afirman que una democracia pluralista exige cierta cantidad de consenso y que requiere lealtad a los valores que constituyen sus 'principios ético-políticos'. Sin embargo, dado que estos principios ético-políticos sólo pueden existir mediante un gran número de interpretaciones diferentes y conflictivas, tal consenso será forzosamente un 'consenso conflictivo'" (Mouffe, 2003: 116).

En este contexto, cabe recurrir a la idea de "discurso" y al tipo de comprensión lingüística que campea en la propuesta mouffeana. El trasfondo discursivo de su enfoque permite atisbar una tercera alternativa que nos exime de la dilemática disyuntiva entre el decisionismo schmittiano y el universalismo de corte liberal a la hora de fundamentar su modelo agonístico. La noción de discurso remite aquí a la "totalidad estructurada" que se constituye a partir de una práctica articulatoria y que adquiere un grado de coherencia similar al que Foucault postula para referirse a la "regularidad en la dispersión" (Laclau y Mouffe, 1987: 119). Resulta interesante detenerse en esta idea de regularidad, sin la cual no existiría discurso alguno:

Ni la fijación absoluta ni la no fijación absoluta son, por tanto, posibles. [...] Hemos hablado de "discurso" como de un sistema de identidades diferenciales -es decir, de momentos. Pero [...] un sistema tal sólo existe como limitación parcial de un "exceso de sentido" que lo subvierte. [...] La imposibilidad de fijación última del sentido implica que tiene que haber fijaciones parciales. Porque, en caso contrario, el flujo mismo de las diferencias sería imposible. Incluso para diferir, para subvertir el sentido, tiene que haber un sentido. (Laclau y Mouffe, 1987: 128-129)

En esta misma línea, pero apuntando explícitamente al terreno de los órdenes políticos, Mouffe nos llama la atención sobre uno de los peligros fundamentales al que puede quedar expuesta la democracia:

Este [peligro] consiste en la ausencia de toda referencia a esa unidad que, si bien, es imposible, es, sin embargo, un horizonte necesario para impedir que, en ausencia de toda articulación entre las relaciones sociales, se asista a una implosión de lo social, a una ausencia de todo punto de referencia común. Esta disolución del tejido social causada por la destrucción del cuadro simbólico es otra forma de desaparición de la política. (Laclau y Mouffe, 1987: 212)

Si, de un lado, tenemos una fortísima crítica a las posiciones que pretender suturar definitivamente el significado de la democracia a partir de un fundamento fijo e inamovible, del otro costado, resulta claro que con ello no se hace una apología del nihilismo ni se propugna una visión del mundo en la que nada tiene sentido. En efecto, existe "una necesidad práctica de imponer límites al vertiginoso desplazamiento del magma de la dispersión" (Arditi, 1992: 109). En este contexto, los denominados "puntos nodales" juegan un rol decisivo.

Según Mouffe, todo discurso "se constituye en un intento por dominar el campo de la discursividad, por detener el flujo de las diferencias, por construir un centro. Los puntos discursivos privilegiados de esta fijación parcial los denominaremos 'puntos nodales'" (Laclau y Mouffe, 1987: 129). Gracias a estos elementos la predicación resulta posible, ya que permiten sujetar parcialmente la cadena de significación limitando la productividad discursiva. Pues, "un discurso incapaz de dar lugar a ninguna fijación de sentido es el discurso del psicótico" (Laclau y Mouffe, 1987: 129). El contexto de emergencia de la expresión francesa point de capito, originalmente adoptada por Lacan, ilustra el alcance del concepto:

Su elección es bastante sintomática para un psicoanalista, cuya mirada se dirige frecuentemente al diván donde sus pacientes se recuestan durante la sesión de análisis: "point de capito" se traduce, literalmente, como botón de tapizado del tipo que se usa en sillones o divanes. Los botones se encargan de sujetar en un lugar el cuero o la tela que recubre al diván, tal como un ancla fija la posición del bote. En tanto lugares de anclaje, estiran y hunden el material de recubrimiento, forzando una cierta área de la superficie a converger hacia y en torno a ellos. Imprimen forma a una superficie que de otro modo sería lisa e indefinida; crean, por así decir, el "mapa" de esa superficie. (Arditi, 1992: 117-118)

A la luz de esta caracterización es posible sostener que, tal como apa recen en el enfoque mouffeano, las categorías libertad e igualdad actúan como puntos nodales que ordenan la dispersión del campo discursivo democrático6. Estas ideas constituyen los puntos privilegiados que dan forma y anclan esta trama discursiva, al modo en que lo hacen los bo tones con el tapizado del diván. Ambos significantes funcionan como "centros cuya especificidad consiste en operar como pulsiones sistémicas más allá de su ámbito interno, esto es, como pulsiones globalizadoras que mantienen en vigencia las reglas de juego" (Arditi, 1992: 122).

Desde una arista histórica, la radicalización del ideario libertario/ igualador es la consecuencia misma de la "revolución democrática" que emerge con la entrada en la modernidad7. Será a partir de esta transformación que se logre "desplazar la igualdad y la libertad hacia dominios cada vez más amplios" (Laclau y Mouffe, 1987: 174). No obstante, si bien esta mutación simbólica constituye el terreno fértil sobre el que va a germinar dicho imaginario, en modo alguno determina la dirección en la que éste va a operar. Por esto, "el ámbito discursivo de la revolución democrática abre el campo para lógicas políticas tan diversas como el populismo de derecha y el totalitarismo, por un lado; y la democracia radical, por otro" (Laclau y Mouffe, 1987: 189).

4. La regularidad de lo disperso: los borrosos bordes del juego democrático (pero bordes al fin)

Hecho este recorrido por los argumentos mouffeanos pareciera, no obs tante, que estamos nuevamente en el punto de partida: ¿Cómo trazar, entonces, el límite entre el "nosotros" democrático y el "ellos" no democrático si carecemos de una base sólida en donde anclar este sistema? En palabras de nuestra autora:

¿Cómo determinar las superficies de emergencia y las formas de articulación de los antagonismos que debe abarcar un proyecto de demo cracia radicalizada? [...] es evidente que, en la medida que hemos cuestionado el apriorismo implícito en una topografía de lo social, es también imposible definir a priori las superficies de constitución de los antagonismos [...ya que] no hay una política de izquierda cuyos contenidos sean determinables al margen de toda referencia contextual. [...] Estamos exactamente en el campo de los juegos de lenguaje de Wittgenstein: a lo más que podemos acercarnos es a encontrar "family ressemblances'"8 (Laclau y Mouffe, 1987: 202).

Esta invocación wittgensteniana nos sirve como excusa para sumergirnos en otro registro de la respuesta a la compleja cuestión de cómo delimitar la frontera del orden democrático. El esquema de los juegos de lenguaje de Wittgenstein consigue equilibrar con bastante solvencia la inestabilidad constitutiva que atraviesa la apertura semántica de los valores ético-políticos propios de la democracia liberal y las fijaciones parciales que posibilitan la continuidad e inteligibilidad de sus sentidos.

Con Wittgenstein la filosofía consigue desembarazarse de la búsqueda de entidades esenciales e inmutables ya que los significados de las palabras remiten al uso que de ellas se haga en la multiplicidad de juegos en los que operan (Wittgenstein, 2004: § 116). De allí que resulte preciso indagar por la manera en que se estructuran dichos juegos lingüísticos. Según Wittgenstein, el concepto de "juego" aparece como un concepto de "bordes borrosos" (Wittgenstein, 2004: § 71). No obstante, esta idea continúa funcionando como una idea:

¿Qué hay común a todos ellos [los juegos]? [...] Pues si los miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que verás semejanzas, parentescos y por cierto toda una serie de ellos [...]. Vemos una compleja red de parecidos que se superponen y entrecruzan. [...] No puedo caracterizar mejor esos parecidos que como expresión de "parecidos de familia"; pues es así como se superponen y entrecruzan los diversos parecidos que se dan entre los miembros de una familia. (Wittgenstein, 2004: § 66 y 67)

Para Wittgenstein el lenguaje se desarrolla de la misma manera en que lo hacen los juegos. La analogía resulta útil para destacar el rol convencional de las normas que regulan tanto a los juegos como al lenguaje. Un ejemplo recurrente de esta analogía, es la que se da entre el lenguaje y el juego de ajedrez. En este caso, una palabra funciona al modo en que lo hace una figura colocada en el tablero de ajedrez. (Wittgenstein, 2004: § 108) La pieza puede hacer una variedad de movimientos de acuerdo a las reglas que ordenan el juego. Al peón le está permitido realizar determinadas jugadas que se le prohíben al alfil y viceversa. Lo mismo sucede con las palabras.

Lo que importa resaltar a partir del modelo lúdico wittgensteniano es que las normas que enmarcan los juegos lingüísticos no derivan de ninguna gramática subyacente que regule la totalidad de estos juegos. Wittgenstein reconstruye la trama lingüística que se entrelaza a partir de los múltiples juegos de lenguaje y de las formas de vida en las que estos vienen inscriptos. Dicha trama constituye una práctica que se urde en el conjunto de acciones cuyas reglas le son inmanentes ya que se generan a partir de la práctica misma y no hay nada que la preceda. De esta manera, el lenguaje aparece como "un factum más allá del cual no se puede encontrar alguna instancia trascendente de la que derivarlo" (Cabanchik, 2010: 86). En este sentido, las reglas gramaticales son arbitrarias en tanto no pueden justificarse por apelación a una referencia externa que las unifique y las ordene.

Wittgenstein sostiene que el dominio de los diferentes órdenes gramaticales es idéntico al conocimiento de una técnica (Wittgenstein, 2004: § 199). Según esto, se conoce un lenguaje cuando el sujeto se encuentra adiestrado en el dominio de su técnica y esto se logra mediante la observación de las conductas de otros individuos (Wittgenstein, 2004: § 54). Así, la regularidad y repetitividad de los comportamientos y los significados son requisitos sine qua non para que exista lenguaje. Si bien, por un lado, toda regla gramatical resulta arbitraria, por el otro, dicha arbitrariedad permanece indisponible para el sujeto individual en tanto debe asumir la intersubjetividad del lenguaje y no tiene más remedio que sujetarse a sus reglas convencionales para hacerse entender.

En este contexto, la noción wittgensteniana de juego de lenguaje aparece como una idea que permite dar cuenta de la doble lógica que opera en todo sistema lingüístico: la apertura continua de sentidos y la fijación parcial de significados. Según esto, todo concepto es pasible de una multiplicidad de acepciones o interpretaciones, tantas como así lo permitan las reglas del juego de lenguaje. Ante toda apertura de significación, posibilitada por la ausencia de una gramática única y estable, disponemos de una gama determinada de sentidos sedimentados en la forma de vida en la que se inscribe el juego de lenguaje.

Este punto nos dispensa un buen soporte para volver a la cuestión de la que habíamos partido. Señala Mouffe, citando a John Gray: "Las formas de vida dentro de las cuales nos desenvolvemos se mantienen unidas gracias a una red de acuerdos precontractuales, sin los cuales no habría posibilidad de entendimiento mutuo y, por lo tanto, tampoco de desacuerdo" (Gray, 1989: 252). Estos "acuerdo precontractuales" asumen, en la propuesta agonística mouffeana, la forma de los valores ético-políticos de la democracia moderna. Dichos patrones normativos se crean -y recrean- a partir de las prácticas comunicativas rutinarias de nuestra forma de vida. De allí que, según la autora belga, deba impulsarse "la identificación con los principios políticos de las modernas democracias pluralistas, esto es, la reivindicación de la libertad y la igualdad para todos. Por esto entiendo la lealtad a un conjunto de reglas y prácticas que constituyen un juego de lenguaje específico, el lenguaje de la ciudadanía democrática moderna" (Mouffe, 1992: 30).

En este escenario, nos encontramos con una dinámica paradójica: una regularidad que se sostiene en la dispersión de las prácticas concretas. Según el análisis de Aleta Norval, esta tensión constitutiva del lenguaje puede ser explicada mediante el fulgurar de un nuevo aspecto que emerge a partir de un determinado significante. El componente de disrupción -el fulgurar del nuevo aspecto- mantiene, no obstante, la referencia a la misma figura simbólica. De allí que, esta operación permite "dar cuenta de lo nuevo sin renunciar a la inteligibilidad" (Norval, 2007: 106). Así, la ruptura no puede ser tan radical como para perder la referencia a la figura en cuestión y al horizonte de significaciones previas que se enlazan a ella: "Precisamente este ensamble de la novedad y de la tradición, de la contextualización y la de-contextualización, es lo que ayuda a superar el brete entre enfoques de la subjetividad política que son o demasiado historicistas o demasiado voluntaristas. Justamente es este énfasis en la reactivación lo que permite pensar una concepción del cambio político que abre una opción entre la ruptura radical y la continuidad" (Norval, 2007: 117).

Por ende, es necesario hacer justicia con el delicado equilibrio en el que se inscribe la dinámica dual de apertura/clausura que estructura todo juego de lenguaje: "Si perdemos lo nuevo, quedamos atrapados para siempre en la tradición; si la tradición está completamente ausente, lo nuevo resultará ininteligible" (Norval, 2007: 128). Atender sólo al rasgo de continuidad de las normas que ordenan los juegos de lenguaje nos llevaría a un absoluto quietismo que contradice la dinámica propia de toda forma de vida. Por el contrario, ponderar exclusivamente el momento de ruptura nos conduce a una imagen irreal en la cual las mutaciones lingüísticas y sociales aparecen como saltos cíclicos que se suceden unos a otros sin ninguna conexión entre ellos. Este tipo de miradas hiper-rupturistas resultan insuficientes para explicar la persistencia tanto de nuestras prácticas lingüísticas cotidianas como de ciertos entramados institucionales.

En contra de esta última perspectiva, es posible argumentar que la capacidad de seguir una regla -una regla que se fundamenta sobre el inestable terreno de nuestras prácticas rutinarias- nos vuelve conscientes de estar participando de un determinado juego de lenguaje. En el diseño agonístico de Mouffe persisten este tipo de indicios relativamente estables, dependientes de las coerciones contextuales, que permiten reconocernos como partícipes del juego de lenguaje democrático. De allí que sea posible extraer de este enfoque "argumentos para entender la 'necesidad' de un orden que no es necesario, sino precario, pero del cual no podemos prescindir, al menos como horizonte para comprender nuestras prácticas contingentes" (Reano, 2009: 326). Tal como lo sostiene Stefan Rummens:

La idea de un espacio simbólico común [...] implica que las posiciones agonísticas están situadas en un campo discursivo continuo, antes que fracturado. Los adversarios democráticos participan de un espacio simbólico común sólo si su referencia compartida al núcleo valorativo de libertad e igualdad ciertamente es entendida por todas las partes como una referencia común. Esto presupone un solapamiento discursivo mínimo entre las posiciones adversariales en el sentido de una comprensión al menos parcialmente compartida y por tanto debatible del significado de esos valores. [...] En otras palabras, la referencia a los valores ético-políticos como una referencia común presupone como mínimo una interpenetrabilidad discursiva parcial de las posiciones adversariales. (Rummens, 2009: 383-384)

Con todo, la continuidad de los elementos intersubjetivos que configuran la trama discursiva democrática subsiste por encima del momento disruptivo propio de la conflictividad interpretativa que se genera en torno a sus valores ético-políticos. Mouffe, en este punto, afirma explícitamente que en toda comunidad política existen criterios suficientes para dirimir y separar lo aceptable de lo inaceptable y para determinar la sujeción o el desvío de la regla:

Siempre es posible distinguir entre lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo, pero a condición de permanecer al interior de una tradición dada, con ayuda de las pautas que esa tradición proporciona [...]. De aquí el error de un cierto tipo de posmodernismo apocalíptico que quisiera hacernos creer que nos hallamos en los umbrales de una época radicalmente nueva, caracterizada por la de riva, la diseminación y el juego incontrolable de las significaciones. (Mouffe, 1999b: 34-35)

A partir de esta caracterización, puede comprenderse mejor el doble movimiento conceptual al que nos invita Mouffe: si, por un lado, existe el rechazo manifiesto de cualquier suelo seguro o fundamental a partir del cual sostener una justificación universal del orden democrático, por otro lado, queda claro que para nosotros -en tanto comunidad política que comparte esta forma de vida específica- existe un orden que admitimos como democrático. Así, toda defensa que se haga de dicho orden debe emprenderse desde las trincheras de las propias prácticas situacionales.

5. A modo de conclusión: la persistencia del consenso en torno a la forma de vida

Desde la perspectiva de Mouffe, una vez que hemos reconocido -con Schmitt- la imposibilidad de un consenso plenamente inclusivo, debemos aceptar -con Wittgenstein- la necesidad de un tipo de racionalidad situada y encarna en la forma de vida sobre la cual asentar los parámetros de lo democráticamente aceptable: "Siguiendo a Wittgenstein, afirmo que nuestra lealtad hacia los valores e instituciones democráticos no se basa en su racionalidad superior, y que los principios democráticos liberales pueden ser defendidos sólo en tanto constitutivos de nuestra forma de vida" (Mouffe, 2007: 129). Dicha forma de vida constituye un marco simbólico lo suficientemente estable como para trazar las fronteras del orden social democrático.

Rechazada la idea de razón como instancia de juicio universal, sostenida en la imagen de un consenso plenamente inclusivo, queda en pie todavía una forma de razón situada que proporciona los criterios para cuestionar aquello que por no-democrático resulta -para nosotros- inaceptable. Para decirlo de una vez, en el enfoque de Mouffe persiste la referencia a un consenso que -aunque contextual, conflictivo y contingente- provee las razones compartidas que fundamentan la existencia del sistema democrático como tal. Sin ellas, la comunicación y el discurso resultarían una quimera, no existiría juego de lenguaje alguno sino una anárquica dispersión de sentidos que volvería imposible cualquier tipo de orden lingüístico y, por ende, cualquier tipo de formación social y política.

La estructura regular de ciertos elementos de significación comunes emerge en toda comunidad política como un componente tan constitutivo como lo es la inagotable y siempre conflictiva apertura semántica. Bien puede aseverarse que incluso para un enfoque como el de Mouffe, que parte de una matriz netamente conflictivista, "esa dimensión de conflicto no puede tampoco agotar el espacio de la política ni su definición: no hay ni podría haber política en una sociedad donde sólo hubiera división y antagonismo" (Rinesi, 2005: 19).

La traducción de los conceptos wittgenstenianos al ámbito del pensamiento político, tal y como lo emprende Mouffe, implica la aceptación por parte de toda comunidad política de un conjunto de criterios y reglas -formales e informales- que permiten decidir qué vamos a considerar como admisible y que vamos a rechazar como inaceptable, qué podrá ser justificado mediante razones compartidas y qué escapará a dicha posibilidad. No existe ningún parámetro externo a la comunidad que dicte tales regulaciones y, sin embargo, dichas regulaciones están ya siempre presentes en nuestra forma lingüística de vida. Imperceptiblemente nos atraviesan y prescriben las jugadas que tenemos permitido realizar con las palabras y, por ende, también con los valores ético-políticos que definen nuestros sistemas democráticos.

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*Una versión preliminar de este artículo se presentó como ponencia en el IV Congreso de Ciencia Política de la Asociación Uruguaya de Ciencia Política, realizado en Montevideo, en noviembre de 2012. Debo agradecer a los evaluadores anónimos por sus valiosos comentarios y sugerencias.

1Mouffe, C. (Ed.). (1999). The Challenge of Carl Schmitt. Londres: Verso.

2Una posición diferente a la que aquí reconstruimos -reconstrucción que pretende ser fiel a la apropiación que Mouffe hace del pensador alemán- puede encontrarse en Benjamín Arditi. Según su lectura, en Schmitt habría una distinción de tres tipos diferentes de "enemigos": el enemigo convencional, el enemigo real y el enemigo absoluto. Sólo este último cae fuera de la definición schmittiana de lo político. Esto implicaría la aceptación de un supuesto normativo y no político para decidir lo que es "bueno o malo para los asuntos políticos". Desde esta interpretación, la ulterior distinción establecida por Mouffe entre adversario y enemigo estaría ya contenida en la obra del jurista alemán por lo que "su propuesta de reemplazar enemigos con adversarios no es una innovación conceptual" (Arditi, 2012: 15).

3 Guillermo Duque Silva (2016) plantea una lectura que permite matizar el ras go totalitario del pensamiento de Schmitt. Su trabajo indaga sobre la primera etapa filosófica del jurista alemán y sostiene que "su comprensión del derecho y el poder es propia de un modernismo burgués conservador, diametralmente opuesto a lo que luego se definirá como poder, derecho y movimiento en la ideología nacionalista y obrero-revolucionaria, del Partido Nazi" (Duque Silva, 2016: 87). Según esta perspec- tiva, la adhesión schmittiana al nazismo se fundamentaría más en el oportunismo y la desesperación que en convicciones filosóficas profundas.

4El modo en que se dirime el antagonismo entre este "enemigo no-democrático" y el "nosotros democrático" resulta un aspecto poco tematizado en la comprensión política de Mouffe. Para un análisis crítico de las consecuencias que este cierto "vacío" conceptual acarrearía para el enfoque mouffeano, véase: Duque Silva, 2013.

5En esta misma línea, Isabel Gamero afirma: "ni la libertad ni la igualdad son atributos garantizados por la naturaleza humana, ni por la vida en comunidad, sino que se trata de lo que ella [Mouffe] denomina 'significantes vacíos'" (Gamero, 2009: 76). Si bien compartimos la descripción general que hace Gamero, cabe aclarar que en ninguno de sus escritos Mouffe se refiere a estas ideas como "significantes vacíos". Sí lo hace, por ejemplo, con la idea de "bien común" (a kind of floating empty signi fier) (Mouffe, 1999c: 177). Por ello, y para evitar confusiones, optamos por definir las categorías de libertad e igualdad como "puntos nodales" y no como "significantes vacíos". Tal como lo caracteriza Ernesto Laclau, el "significante vacío" tiene la función de representar al sistema discursivo como totalidad; una totalidad que, por otra parte, resulta siempre imposible. Dicha función es posible "sólo si el carácter diferencial de las unidades significativas es subvertido, sólo si los significantes se vacían de todo vínculo con significados particulares y asumen el papel de representar el puro ser del sistema" (Laclau, 1996: 75). Ahora bien, en el esquema de Mouffe la libertad y la igualdad no pueden vaciarse "de todo vínculo con significados particulares" y asumir la función de "representar el puro ser del sistema discursivo" democrático. Por ello, el concepto de "punto nodal" parece adaptarse mejor al rol desempeñado por estos significantes ya que se presentan como puntos privilegiados dentro de una estructura discursiva más amplia como lo es la gramática democrática.

6La idea de "revolución democrática", que Mouffe desarrolla a partir de Claude Le-fort, refiere al escenario simbólico abierto por la Revolución francesa. En la apropiación lefortiana que ensaya Mouffe, este episodio transformó radicalmente los fundamentos políticos del mundo, introduciendo una nueva conciencia del tiempo y una nueva idea de legitimación política, rompiendo también con el tradicionalismo cuasi-natural del orden monárquico: "Es allí donde se sitúa [...] la verdadera discontinuidad: en el establecimiento de una nueva legitimidad, en la invención de la cultura democrática" (Laclau y Mouffe, 1987: 175). Para una lectura de la rehabilitación de Lefort que pro pone Mouffe, véase: González Scandizzi, 2015.

7Si bien los autores refieren aquí a "democracia radicalizada" y a "política de izquier da" entendemos que dichas categorías podrían intercambiarse por las de "pluralismo agonístico" o "propuesta agonística".

Recibido: 26 de Abril de 2016; Aprobado: 18 de Julio de 2016

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