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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.12 no.1 México ene./jun. 2016

 

Artículos

Psique o Clío. Apuntes sobre las relaciones conceptuales entre la historia de las mentalidades y la psicología social

Psyche or Clio. Notes on conceptual relations between history of mentalities and social psychology

Rodolfo Suárez Molnar* 

* Profesor - investigador del Departamento de Humanidades. Universidad Autónoma Metropolitana -Unidad Cuajimalpa. Es licenciado en Psicología por la Facultad de Psicología de la UNAM. Maestro y Doctor en Filosofía de la Ciencia por el Instituto de Investigaciones Filosóficas y Facultad de Filosofía y Letras, también de la UNAM. Entre otros textos, es autor del libro Explicación histórica y tiempo social, Barcelona, Anthropos /UAM, 2007. Contacto: rrsuarez@gmail.com


RESUMEN

No es que la relación entre la historia de las mentalidades y cierto tipo de psicología social se haya vuelto una cuestión nodal para el desarrollo de cada una de estas tradiciones. Sin embargo, cada vez es más frecuente encontrar referencias cruzadas, conceptos importados de una a otra corriente de pensamiento y trabajos en los que se busca mostrar algo más que su potencial relación. Ciertamente, hay razones para ello. No obstante, parece que las fortísimas disputas intelectuales que cada corriente libra en su propia disciplina ha diluido las posibles discrepancias que entre ellas pudiéramos encontrar. Así, el objetivo es mostrar algunas de estas diferencias, con la única finalidad de hacer cada vez más factible esa relación.

Palabras clave: psicología social; historia de las mentalidades; tiempo psicológico; tiempo histórico

ABSTRACT

It's too much to say that the relationship between the history of mentalities and certain types of social psychology has become a nodal point for the development of each of these traditions. However, it is increasingly common to find cross-references, imported concepts from one to another and complete works in which it seeks to show more than their potential relationship. Certainly, there are reasons for this. However, it seems that the strong intellectual disputes that each tradition has in his own discipline has diluted the possible discrepancies between them. In this context, the aim is to show some of these differences, with the only purpose of making more likely that relationship.

Key words: social psychology; history of mentalities; psychological time; historical time

Introducción

Una somera revisión de los textos fundamentales de la psicología social o de la historia de las mentalidades sería suficiente para dejar la impresión de que los vínculos entre ambas son profundos y estrechos. La cantidad y la calidad de las referencias mutuas, y hasta la existencia de algunos episodios que alcanzan para una investigación prosopográfica todavía pendiente, justificarían sobradamente la hipótesis de que sus autores no han sido insensibles a los desarrollos conceptuales de la otra disciplina, e incluso han alcanzado a incorporarlos en el de la propia.

Pero no hace falta poner en tela de juicio la facticidad de la relación, para señalar que las conclusiones que de ella se sigan deben matizarse. En primera instancia, es más o menos obvio que ni la psicología ni la historia de las mentalidades son suficientemente unitarias como para creer que las relaciones puedan definirse sin tomar en cuenta las profundas divergencias entre sus teóricos más importantes. Pero aun concentrando el análisis en los posicionamientos en los que la convergencia sea mayor, se pueden observar todavía algunas discrepancias en la definición de los objetos de estudio, que no solo tienen importantes consecuencias al nivel de las duraciones contempladas, sino en el modo en que la historicidad repercute en las formas de explicación.

En este contexto, parecerá extraño, y hasta contradictorio, que Tomás Ibáñez (1994) haya incluido el problema de la historización de la disciplina entre los puntos pendientes de la agenda de la "nueva" psicología social, cuando en el mismo texto se aventura a decir que la historicidad de lo psíquico colectivo: "ha adquirido un estatus de evidencia tan incuestionable que cualquier científico social que emitiera la más leve duda al respecto haría inmediatamente el ridículo" (Ibáñez, 1994:217).

Sin embargo, es obvio que el mero reconocimiento del carácter histórico de lo psíquico social no implica directamente, aunque debería hacerlo, que las formas de la explicación psicológica hayan transitado hacia su efectiva historización, por lo que la contracción, de haberla, podría endosarse al desarrollo de la disciplina más que al trabajo de Ibáñez.

Por lo demás, tampoco es que el señalamiento de la a-historicidad que priva en la psicología sea precisamente una novedad que deba atribuirse a los teóricos que, como Gergen o Ibáñez, han venido insistiendo en la trascendencia de implementar en lo metodológico y conceptual las consecuencias de la historicidad de lo social (Gergen, 1998; Ibáñez, 1995). Sin buscar los orígenes, cuando menos 50 años antes, Braudel había hecho en La larga duración un apunte por demás similar, aduciendo esta evasión a dos propensiones que, a su juicio, han sido determinantes para la falta de historicidad de la explicación social:

las ciencias sociales, por gusto, por instinto profundo y quizá por formación, tienen siempre tendencia a prescindir de la explicación histórica; se evaden de ello mediante dos procedimientos casi opuestos: el uno 'sucesualiza' o, si se quiere, 'actualiza' en exceso los estudios sociales; [...] el otro rebasa simplemente al tiempo, imaginando en el término de una 'ciencia de la comunicación' una formulación matemática de estructuras casi intemporales (Braudel, 1958: 76-77).

No hace falta un análisis detallado para mostrar que ambos procedimientos han operado en la psicología social, con las mismas magnitudes y consecuencias con que lo han hecho en la sociología. Ya sea porque el mecanicismo que a veces conduce a la explicación psicológica suele derivar en modelos transhistóricos, o por el eterno intento de escribir aquella historia del presente que los propios historiadores han proscrito en incontables ocasiones, lo cierto es que en la psicología social el tiempo histórico sigue siendo una dimensión adyacente a los problemas que la ocupan y que, cuando este cobra relevancia, la explicación suele mantenerse en los límites de la corta duración (Jodelet, 1989).

Pero lo que aquí interesa del apunte de Braudel no es solo lo que a partir de este pueda decirse respecto de las consecuencias epistémicas que en la psicología social tienen ambos procedimientos, sino la idea, sugerida por él mismo, de que la separación entre la historia y la ciencias sociales responda a dos versiones distintas del tiempo.

Tiempo histórico y tiempo psicológico

No es fácil reconstruir la concepción de temporalidad que pudiera estar en la base de la historización de lo psicológico colectivo. Aun concediendo a Ibáñez que el grosso de los psicólogos esté plenamente convencido del carácter histórico de su materia, lo cierto es que la cantidad de trabajos en los que la discusión se desarrolla es mínima, y que en la mayor parte la noción aparece, sin explicitarse, como parte de los argumentos con que aún hoy ciertas corrientes en psicología buscan contraponerse a los modelos de explicación nomológica y a las aproximaciones conductistas en cualesquiera de sus facetas. De allí que convenga retomar la definición que Tomás Ibáñez ofrece en el texto al que se ha venido haciendo referencia:

Todos los fenómenos sociales son producciones históricamente situadas, y por lo tanto son, por naturaleza, cambiantes con las épocas. La modificación de los fenómenos sociales resulta inevitable si se piensa que las prácticas humanas que los constituyen presentan, precisamente, la peculiaridad de ser unos procesos que crean en el transcurso de su desarrollo las condiciones para su propia transformación. Es cierto que la modificación de algunos fenómenos sociales es escasamente perceptible, incluso sobre la larga duración, mientras que las variaciones de otros son manifiestas, incluso sobre la corta duración. Pero ninguno es invariante y atemporal (Ibáñez, 1994: 217-218).

La idea debe parecer una versión bastante simple, y por ende fácilmente aceptable, de una noción casi trivial de la historicidad de lo social. Pero aun así resulta interesante como punto de partida, toda vez que en ella se expresa, aunque veladamente, una de las tensiones que ha determinado a la explicación psicosocial.

En la primera parte de la referencia (i.e., en aquella en que se señala que los fenómenos sociales son producciones históricamente situadas), Ibáñez parece comprometerse con una noción contextualista que conduce a pensar que la historicidad de un acontecimiento o fenómeno se desprende de una especie de localización temporal asociada a una versión "especializada" del tiempo histórico. Inmediatamente después, empero, Ibáñez parecería apuntar a una concepción no solo distinta, sino incluso contraria a la que recién habría defendido. Y es que, al poner ahora el índice en el carácter procesual de los fenómenos sociales, y al recuperar también las nociones braudelianas de duración, terminaría comprometiéndose con una versión en la que la historicidad se asimila al devenir, y en la que el tiempo histórico se concibe como un continuo en el más estricto sentido de la palabra.

Hasta cierto punto, se podría llevar esta digresión tan lejos como para asimilarla a la disputa metafísica entre el ser y el devenir (Nicol, 1950). Pero ni los motivos de este trabajo son tan amplios, ni es tan obvio que la discrepancia entre ambas tesis alcance estos niveles. En realidad, lo único que se está queriendo apuntar es la tensión que se desprende de concebir a lo psicológico colectivo como "producciones históricamente situadas" y como "procesos que crean en el transcurso de su desarrollo las condiciones para su propia transformación". La primera de estas nociones conduce a una versión objetualizada de los fenómenos sociales que requiere, dicho de modo genérico, un análisis de tipo estructural. La segunda, en cambio, no sólo presupone una movilidad difícilmente atribuible a un objeto históricamente situado, sino que involucra también una metodología distinta que nos permita dar cuenta de sus transformaciones: ya sea por la vía de suponer ciertos mecanismos que expliquen el cambio, o por medio de la narración del proceso en sí.

Lo que está en juego es la posibilidad de enlazar la dimensión estática y la dimensión dinámica de lo social. Desde luego, siempre podrá aceptarse, como lo sugiere Denisse Jodelet (1984) en el caso de las representaciones sociales, que estas son, al mismo tiempo, pensamiento constituido y constituyente, o para decirlo de otro modo: un proceso y un producto. Pero es evidente que la declaración por sí misma mal alcanzaría para responder a la cuestión que se ha planteado, como lo es también que el problema no se reduce al señalamiento de Tomás Ibáñez respecto a que: "la mayoría de los investigadores tienden a privilegiar uno solo de estos aspectos" (Ibáñez, 1994: 203).

Una posible salida a esto que parece más un dilema que una definición de historicidad propiamente dicha se puede desprender de la noción de tiempo histórico que Simmel desarrolla en uno de sus últimos textos y que, extrañamente, no ha sido incorporada a la discusión psicológica sobre el estatuto histórico de su materia; con todo y que, mutatis mutandis, su autor haya sido incorporado no solo entre los clásicos, sino entre los padres de la disciplina (Blanco, 1988; Fernández, 1994).

Sin pretender entrar en las honduras del texto, la idea central de Simmel es romper, primero, con una noción de historicidad por localización temporal vinculada con el mero ordenamiento cronológico (i.e., con la presuposición de que un acontecimiento se torne en histórico por su asociación con una fecha específica), para después sugerir que el carácter histórico de los acontecimientos se deriva del lugar que estos ocupan en el tiempo histórico o, lo que es lo mismo, en el conjunto total de lo acontecido. En sus propias palabras, hablamos de un hecho histórico

cuando lo sabemos inserto en algún lugar determinado en el marco de nuestro sistema temporal (donde esta determinabilidad puede tener múltiples grados de exactitud). [...] En primer lugar, se excluye con todo esto que un contenido de la realidad se torne ya en histórico por el mero hecho de que haya existido en cualquier tiempo. Si se descubriera, por ejemplo, en algún lugar de Asia un plano de una ciu dad enterrado y repleto de múltiples cosas interesantes, pero que no diera ni por su estilo ni por testimonios directos o indirectos la más mínima indicación sobre su antigüedad, entonces quizá serían estos restos altamente valiosos y significativos desde muchas perspectivas, pero no serían un documento histórico. En tanto que están solo en el tiempo en general, pero no en un tiempo determinado, están en un espacio históricamente vacío (Simmel, 1916: 77).

Una vez establecida esta distinción entre la historicidad y la mera ubicación cronológica, Simmel buscará mostrar el tipo de mecanismos que operan en la construcción del tiempo histórico, a fin de hacer notar que este no es un conjunto de acontecimientos ordenado mediante las relaciones de simultaneidad y sucesión, sino un "continuo" de figuras unitarias que si bien han sido conformadas a partir de los acontecimientos, en realidad terminan por trascenderlos.

La idea general es bastante sencilla. Si tomamos como punto de partida una acción específica (por ejemplo, Juan sembró rosas), es obvio que esta está constituida por una serie de hechos y actos (por ejemplo, Juan hizo un hoyo en la tierra, Juan puso en él una semilla, etc.) que por su pertenencia a la acción adquieren un significado "extra" al que por sí mismos les corresponda; a saber, el que se derive del lugar que ocupen en su desarrollo. Si llamáramos "histórico" al tipo de significados que estos hechos y actos adquieren por su colocación en la serie, será evidente que el significado "histórico" de esta última tampoco puede obtenerse de la mera conjunción de sus elementos, y que este solo podría conformarse a partir del lugar que la acción ocupe entre las otras con las que conforma, digamos, un acontecimiento.

El punto de Simmel, por supuesto, está en que así como el carácter histórico de una acción o de un acontecimiento es algo más que la mera suma de los hechos y actos que las conforman, el tiempo histórico tampoco podría componerse a partir de los acontecimientos ordenados por su sucesión. De allí que se haga necesaria la conformación de figuras unitarias "superiores", que a su vez podrán incluirse en figuras mayores, pero entre las que siempre opera un proceso similar al que se ha descrito entre las acciones, los hechos y los acontecimientos con que se constituye:

Las batallas particulares de la Guerra de los Siete Años que aisladamente consideradas son átomos desplazables a voluntad, pueden convertirse en elementos históricos tan pronto como la Guerra de los Siete Años se conceptúa como una unidad que indica a cada batalla su lugar, luego, a su vez, esta guerra en la política del siglo XVIII y así sucesivamente (Simmel, 1916: 89).

Se sobreentenderá que el mecanismo descrito por Simmel para la construcción del tiempo histórico dista mucho de ser un mero juego de "cajitas chinas". En lo fundamental, el argumento de Simmel está destinado a mostrar que la idea de que la historicidad de un acontecimiento se derive de su situación temporal solo es concebible mediante una noción distinta de temporalidad (i.e., una versión no cronológica del tiempo histórico), en la que el lugar específico que un acontecimiento ocupa en el tiempo es determinado por razones distintas a la fecha de su ocurren cia. Más claramente, en tanto sea la pertenencia a una figura unitaria la que determine a sus elementos la posición que cada uno de ellos ocupa en su desarrollo, y en tanto que cada una de estas figuras encontrará, mediante el mismo mecanismo, un lugar específico en una figura unitaria superior, el resultado final del proceso no podría ser otro que el que a cada elemento o figura le corresponda un sitio, ya no en la cronología, sino en el desarrollo del acontecer en general. De allí que, con base en esto último, no haga falta explicitar las razones que conducen a Simmel a concluir que

un acontecimiento es histórico cuando se fija unívocamente en un lugar temporal a partir de razones objetivas, completamente indiferentes frente a su lugar temporal. Así pues: que un contenido esté en el tiempo, no lo hace histórico; que sea comprendido, no lo hace histórico. Sólo es histórico allí donde las dos cosas se cortan, donde se temporaliza el contenido sobre la base del atemporal comprender (Simmel, 1916: 82).

Además de esta versión del tiempo histórico y de la historicidad, el argumento de Simmel contempla algunos otros principios que resultarían fundamentales para la discusión en torno al carácter histórico de lo psicosocial. En particular, cabría rescatar, primero, las razones que lo conducen a defender que la construcción del tiempo histórico está supeditada al establecimiento de lo que él mismo denomina un umbral de desmenuzamiento; y es que, en un exceso de microscopía, empezarían a considerarse como constituyentes de lo social una serie de hechos que, si bien forman parte del acontecer, carecen de las características que los hacen históricos (Simmel, 1916: 91).

Aunado a ello, ese autor presenta también un interesante alegato para mostrar que la unicidad de lo histórico no se desprende de que todos los hechos humanos sean estrictamente irrepetibles en lo que a su contenido respecta, sino debido al lugar que cada uno de los acontecimientos o figuras ocupan en el tiempo histórico (i.e., por su función en el desarrollo del acontecer general). Al punto, ni siquiera hace falta decir que lo que está en juego es una de las nociones básicas de la caracterización ideográfica que, desde Dilthey y Windelband, los historiadores han defendido respecto de su materia y oficio, y que ha sido el centro de su disputa, no solo con los modelos de explicación nomológica, sino con la teoría social en sí (Elías, 1965; Levi Strauss, 1949: 57 y ss).

Sin negar, entonces, la importancia que estas tesis tienen no solo en el contexto de la clarificación de la naturaleza histórica de los fenómenos psicosociales, sino hasta en el de la justificación misma de la existencia de la psique social, lo cierto es que para la motivación que conduce este trabajo resulta innecesario seguir el argumento de Simmel en todas sus aristas y en sus implicaciones. En realidad, su noción de tiempo histórico interesa por la facilidad con que se presta para mostrar cómo el tipo de problemas de los que regularmente se ocupa la psicología social, así como su particular abordaje de estos, tiene sustanciales repercusiones sobre la concepción de historicidad hacia la que la disciplina parecería conducirse.

En este contexto, resulta por demás relevante que en aquella intro ducción que Moscovici hiciera al texto del que él mismo es compilador, se aventure a definir la psicología social como la ciencia del conflicto entre el individuo y la sociedad (Moscovici, 1984: 18). Ciertamente, del leitmotiv que Moscovici establece a la disciplina se siguen consideraciones importantes respecto de la distinción entre la psicología social y algunas disciplinas aledañas (en particular, la sociología y la antropología), e incluso algún tipo de límites espacio-temporales sobre el tipo de fenómenos que pudieran ser objeto de la explicación psicosocial. Pero independientemente de esto, es casi obvio que la mayoría de los modelos y las teorías están de algún modo destinados a dar cuenta de los mecanismos que operen en la aparición de las propiedades emergentes con que Durkheim argumentaba la irreductibilidad de lo social a lo individual (Durkheim, 1972: 75-76).

Con esto último no se está queriendo decir que la psicología social se haya dedicado, por exclusividad, al análisis de los mecanismos que operan en la conformación de lo social, ni mucho menos que la función constituyente de los fenómenos psicológico-colectivos se pueda reducir a la configuración de lo que Simmel denomina "figuras unitarias". Aceptando, pues, que buena parte de los trabajos se mantienen al nivel de lo que el mismo Simmel (1917) denominó "sociología general", lo único que se ha buscado indicar es que casi toda la psicología social está de un modo u otro atravesada por esta hipótesis holista, y que tiene importantes consecuencias en la concepción de los procesos que operan en lo psicológico colectivo y, según se aprecia en Simmel, en el tipo de historicidad que con base en ella pueda concebirse.

Pero seamos claros en que aquí no se está sugiriendo que el concepto de duración sea por demás intrascendente para la posible historización de la explicación psicológica. Además de la definición de Ibáñez a la que antes hemos recurrido, o de trabajos en los que los análisis de larga duración han permitido encontrar algunos elementos que determinan el contenido de ciertas representaciones sociales, existen en la propia tradición psicológica algunas nociones claramente asociadas al concepto de duración (Halbwachs, 1925; Fernández, 2004), y que bien podrían utilizarse para dar cuenta del problema que, según Vovelle (1982), es todavía un punto pendiente para la historia de las mentalidades: el de los procesos que permiten articular las distintas duraciones. En todo caso, a lo más que se ha querido llegar aquí es a anotar que la ahistoricidad de la explicación social diagnosticada por Braudel no reside únicamente en su exagerado interés por la coyuntura o en la búsqueda de modelos estrictamente intemporales. Ciertamente, en la psicología social priva, en particular, esta preocupación por los fenómenos de corta duración (Jodelet, 1989), pero aun así no queda claro que su historización haya de resolverse mediante la mera introducción del tiempo largo. Y es que, según parece, aquella distinción que él mismo señalara entre el tiempo del historiador y el del sociólogo no sólo es mucho más grave de lo que en su propio análisis parecería serlo, sino que, según Simmel (1916), la diferencia es tal que en el tiempo histórico del sociólogo apenas si hay espacio para la duración.

De la noción de colectivo

Según se ha tratado de mostrar en este texto, la hipótesis holista que de algún modo u otro ha definido la explicación psicológica, tiene importantes implicaciones en el tipo de configuración temporal mediante la que podría fundamentarse la historización de los fenómenos psicosociales y, por consiguiente, con las posibilidades de establecer una relación conceptual mucho más fuerte entre la historia de las mentalidades y lo que se ha denominado como psicología social europea. Sin embargo, no es solo la noción de historicidad la que podría determinar algún tipo de desencuentro entre ambas corrientes de pensamiento. Y es que, visto con cierto detenimiento, parecería haber también una profunda diferencia en lo que toca a la noción de colectivo desde la que ambas posiciones dan cuenta de sus objetos, y en la que, como era de esperarse, también participa el holismo desde el que se ha fundamentado el análisis anterior.

Como es sabido, las múltiples desavenencias político-académicas entre la segunda y la tercera generación de los Annales, tuvieron como consecuencia un importante distanciamiento conceptual entre la obra braudeliana y la historia de las mentalidades desarrollada al partir de los años sesenta (Burke, 1990). Aunque es obvio que la historia de las mentalidades mantiene un fundamental compromiso con los análisis de larga duración, no lo es menos que el propio Braudel no fue precisamente propenso a la noción de mentalidad ni a los análisis de los fenómenos psicológico-colectivos y que, por lo menos en algún punto de su desarrollo, esta nueva historia cultural de lo social conduce a un replanteamiento del proyecto braudeliano por abarcar los hechos sociales en su totalidad (Chartier, 1983).

Sin restar importancia a estos desacuerdos, es posible defender que, al menos al nivel de su definición (Le Goff, 1974), la historia de las mentalidades conserva algunos de los elementos nodales para la noción braudeliana de la civilización material:

He partido de lo cotidiano, de aquello que, en la vida, se hace cargo de nosotros sin que ni siquiera nos demos cuenta de ello: la costumbre -mejor dicho, la rutina-, mil ademanes que prosperan y se rematan por sí mismos y con respecto a los cuales a nadie le es preciso tomar una decisión, que suceden sin que seamos plenamente conscientes de ellos. Creo que la humanidad se halla algo más que semi-sumergida en lo cotidiano. Innumerables gestos heredados, acumulados confusamente, repetidos de una manera infinita hasta nuestros días, nos ayudan a vivir, nos encierran y deciden por nosotros durante toda nuestra existencia. Son incitaciones, pulsiones, modelos, formas u obligaciones de actuar que se remontan a veces, y más a menudo de lo que suponemos, a la noche de los tiempos. [...] Todo esto es lo que hemos tratado de englobar con el cómodo nombre -aunque inexacto como todos los términos de significado demasiado amplio- de vida material [...] esta vida mas bien soportada que protagonizada (Braudel, 1967).

Desde luego que con esto último no se está buscando sugerir que la noción de mentalidad esté presupuesta en la de civilización material, ni mucho menos que las formas de sentir y pensar a las que Bloch elevara a objeto de estudio en su multicitado capítulo de la Sociedad feudal se reduzcan, de facto, a las rutinas de los hombres del pasado (Bloch, 1939). No obstante, parecería que tanto por su intención de reaccionar ante la racionalidad teleológica incorporada por algunos modelos de explicación histórica, como por el de distinguirse de la historia intelectual propiamente dicha, los historiadores de las mentalidades pusieron un muy notable énfasis en el automatismo y el carácter inconsciente de la mentalidad; conservando con ello la distinción entre la esfera de la rutina (Zivilisation) y la esfera de la creatividad (Kultur) en que se basa la concepción braudeliana de la civilización material (Braudel, 1963).

Insistamos en que nada de esto tiene por qué interpretarse como un empeño por exacerbar la veta braudeliana que, sin duda, preserva la noción de mentalidad. De hecho, sería fácilmente defendible que esta propensión por lo automático y por las costumbres también pudiera compartir raíces con la noción de habtius concebida por Panofsky e, incluso, con el Essai sur les moeurs de Voltaire (Burke, 1990). Pero independientemente de las precisiones que puedan hacerse sobre su origen y ramificaciones, lo que aquí interesa son las discrepancias que con base en ello se sigan frente a la concepción psicosocial de lo colectivo; al menos en los términos en que esta ha ido definiéndose a partir de los trabajos de Tarde y Simmel (Tarde, 1969; Simmel, 1917).

Podrá parecer extraña la decisión de introducir en este argumento alguna parte de la interpsicología tardeana. Más allá de que esta pueda tener algunas consecuencias individualizantes que siempre es necesario considerar, lo primero que salta a la vista en los trabajos aquí contemplados es que el interés de Tarde apunta a un periodo y proceso histórico sumamente específico: el de la constitución pública entre los siglos XVII y XIX. De allí que la viabilidad de extrapolar hacia la historia de las men talidades las conclusiones de aquel análisis estaría supeditada a las obvias limitaciones espacio-temporales del caso, y a la posibilidad de encontrar en periodos distintos procesos con condiciones estructurales semejantes.

Desde luego es tan cierto como evidente que para muchas de las tesis allí desarrolladas las limitaciones espacio-temporales serían, más que un inconveniente conceptual, una barrera estrictamente infranqueable. La idea, por ejemplo, de que tanto la identidad como los mecanismos tradicionales de reciprocidad, solidaridad, adscripción y jerarquía dependan cada vez más de grupos en los que las relaciones primarias no son personales está tan estrechamente ligada a la vida urbana, a su despersonalización y a la función que los mass media tienen en la configuración de estos grupos, que resulta prácticamente imposible suponer que procesos similares hayan tenido lugar en periodos anteriores.

Pero si obvian las especificidades que se desprenden del análisis de caso, el trabajo ya no solo aparecerá como aquel en que se adelantan buena parte de las tesis que Habermas (1962) sustentara en su análisis del mismo periodo y proceso, sino que incluso podría decirse que en él Tarde consigue desvelar el mecanismo básico con que se conforma lo psicológico colectivo.

Como se sabe, el motivo más fuerte para la famosa disputa que Tarde sostuvo con Durkheim radicó en la irreductibilidad de lo social a lo individual defendida por este último. Frente a ello, Tarde reclamó siempre el reconocimiento de que cualquier hecho social, y por tanto cualquier fenómeno o entidad psicológica colectiva, no podía describirse más que a partir de la imitación en que basó su interpsicología. Su individualismo no impidió que en su concepción de los públicos presupusiera la existencia de "una colectividad puramente espiritual, una dispersión de individuos físicamente separados, y cuya cohesión es enteramente mental" (Tarde, 1969: 53). Pero a lo que sí lo obligó fue a buscar un mecanismo que le permitiera explicar la composición de esta "colectividad espiritual", con base en los individuos a los que no pretendía eliminar en su carácter de fuente y basamento material de los hechos sociales.

Por esta intención manifiesta, y por las características específicas de los públicos y de la opinión, también pública, que de ellos emana, se facilita comprender que Tarde encontrara en la conversación el mecanismo que necesitaba para justificar que toda entidad social tenía origen en esas relaciones vis a vis en las que operaba el proceso de imitación del que se desprenderían los públicos, ahora sí, como unidades colectivas.

La idea de que buena parte de los fenómenos psicosociales se originen en la comunicación no solo ha sido ampliamente refrendada por las psicologías sociales posteriores (Moscovici, 1984), sino que se tradujo también, por la vía de Mead, en una sugerente línea argumentativa dirigida a mostrar que la individuación en realidad depende de los procesos de socialización y no a la inversa (Mead, 1927). Pero más allá de las repercusiones ontológicas que, muy a pesar de Tarde, se sigan de ello, lo que de su trabajo nos interesa, además del señalamiento de que los públicos sean actores efectivamente colectivos, es la idea de que la fuente de sus opiniones no es el debate especializado de la prensa o de la clase política, sino la conversación informal y sin motivo aparente alguno en la que los individuos se ven usualmente involucrados. Dicho por él mismo: "por conversación, me refiero a cualquier diálogo sin ninguna utilidad directa e inmediata, en la cual uno habla principalmente por hablar, por placer, como un juego de cortesías" (Tarde, 1969: 55).

Esta caracterización lúdica de la conversación le permite a Tarde mantener lo psicológico colectivo en la dimensión civil y cotidiana, e incluso le alcanza para conservar (mediante el encantamiento y la atención espontánea de la imitación) la componente afectiva que tan claramente determina las psicologías de las multitudes y de los pueblos desarrolladas por Gustave LeBon (1894, 1895); con la ventaja para Tarde de que la naturaleza misma de los públicos evita la entonces recurrente asociación entre la anomia social y los fenómenos colectivos. Aunado a ello, la concepción permite establecer, de nuevo a pesar de Tarde, el basamento conceptual que permite sostener la relativa autonomía que lo psíquico colectivo tiene respecto de las conversaciones particulares y los individuos que en ellas participan. La idea se aclara con bastante suerte en la noción de socialización desarrollada por Simmel:

Hasta qué punto la sociabilidad abstrae las formas sociológicas de interacción de las interacciones significativas por sus contenidos en otros ámbitos, prestándoles una existencia de sombras y haciendo que en cierto modo giren sobre su propio eje, esto es algo que se manifiesta, finalmente, en la conversación, que es el soporte más amplio de toda comunidad humana. Aquí hay que formular lo decisivo en la más banal de las experiencias: en la vida seria las personas hablan en función de un contenido que quieren transmitirse o sobre el que quieren ponerse de acuerdo, mientras que en la vida sociable hablar se convierte en un fin en sí mismo, pero no en el sentido naturalista, como palabreo, sino en el sentido del arte de conversar con sus propias leyes artísticas. [...] Para que este juego mantenga su suficiencia en la mera forma, el contenido no debe adquirir su peso propio: tan pronto como la discusión se ocupa de algo objetivo, deja de ser sociable; su punta teleológica gira en sentido contrario en el momento en que la averiguación de una verdad -aunque esta pueda ser su contenido- se convierte en su finalidad (Simmel, 1917: 93-94).

Esta sola referencia es suficiente para mostrar que Simmel compartió con Tarde aquella caracterización "lúdica" de la conversación. Pero debería serlo también para indicar que, en Simmel, lo que de ella se deriva ya no es solamente la calidad civil y cotidiana de lo psicológico colectivo, sino una importante distinción entre las formas de la socialización y sus contenidos:

Los instintos eróticos, los intereses materiales, los impulsos religiosos, los fines de la defensa y el ataque, el juego y el trabajo lucrativo, la prestación de ayuda, la enseñanza e incontables otros, hacen que el ser humano entre con los otros en una relación de estar juntos, de actuar unos para otros, con otros, contra otros, en una correlación de circunstancias, es decir, que ejerce efectos sobre otros y sufre efectos por parte de estos. Estas repercusiones recíprocas significan que los portadores individuales de estos impulsos causantes y fines forman una unidad, o sea una 'sociedad'. Todo aquello que en los individuos, en los lugares inmediatamente concretos de toda realidad histórica, está presente como impulso, interés, finalidad, inclinación, estado psíquico y movimiento, de tal manera que a partir de ello se produce el efecto sobre otros y se reciben estos efectos, esto lo llamo contenido, en cierto modo la materia de la socialización. En sí mismas, estas ma terias con las que se llena la vida, estas motivaciones que la impulsan, aún no son de índole social. Ni el hambre o el amor, ni el trabajo o la religiosidad, ni la técnica o los resultados de la inteligencia significan ya por su sentido inmediato una socialización; más bien solo la van formando al articular la yuxtaposición de individuos aislados en determinadas formas de ser con los otros y para los otros, que pertenecen al concepto general del efecto recíproco de la interacción (Simmel, 1916: 78)

En este contexto, los trabajos del propio Simmel sobre el coqueteo, la cultura femenina o las costumbres en la mesa se nos aparecen como algo más que la mera ampliación del tipo de fenómenos o relaciones por las que se constituye lo psicológico colectivo. Ciertamente, a partir de estos ejemplos es posible evidenciar que lo colectivo no se reduce a los públicos en los que Tarde reconoció aquellas comunidades espirituales. Sin embargo, la sociología formal de Simmel está lejos de ser esa sociología de la banalidad a la que la lectura común ha querido reducirla, y que solo podría justificarse si se pasa por alto que el meollo de la cuestión radica en el proceso de objetivación por el que estas formas terminan independizándose de las intenciones subjetivas de los agentes.

Así, lo fundamental de estos análisis de Simmel no es solo la indicación de la cantidad de actividades (tan superficiales como la conversación) a las que los seres humanos destinan más tiempo y energía que el que dediquen a la "vida seria", sino su intento por mostrar que todas ellas son claros ejemplos de actividades que, al igual que el deporte, el arte o la ciencia, han dejado de ser un medio para convertirse en un fin en sí mismas. Condición que, según Simmel, provoca un proceso de formalización por el que las actividades adquieren algún grado de autonomía respecto de la materia social a la que originalmente estuvieron asociadas:

Este proceso [el de autonomización] se realiza también en la separación de lo que llamé el contenido y la forma de la existencia social. [...] Estas formas adquieren ahora una vida propia, se convierten en ejercicio libre de todas las raíces materiales, que se efectúa puramente por sí mismo y por el atractivo que irradia esta libertad; este fenómeno es el de la sociabilidad. Seguramente es el resultado de necesidades e intereses específicos si los seres humanos se juntan en asociaciones de culto o en bandas de ladrones. Pero, más allá de estos contenidos concretos, todas estas realizaciones van acompañadas de un sentido por ellas, de una satisfacción por el hecho de estar socializado, por el valor de la formación de la sociedad como tal, de un impulso que tiende a esta forma de existencia y que es a veces el que primeramente provoca aquellos contenidos reales que sostienen una socialización en particular (Simmel, 1916: 78).

Llegados a este punto, ya no debe ser necesario extenderse para explicitar las diferencias entre esta concepción de lo colectivo y aquella en la que los historiadores han fundado la caracterización de las mentalidades. Y es que, aunque algunos autores (por ejemplo, Durkheim o LeBon) pudieran consentir el carácter inconsciente de ciertos procesos y representaciones sociales, difícilmente ocurriría lo mismo con el automatismo al que la noción de mentalidad se asocia en algunas de sus definiciones.

Según se ha tratado de mostrar aquí, el punto medular de la concepción psicosocial no reside en la distinción entre actividades lúdicas y acciones lucrativas (i.e., en la separación de la vida seria y la vida sociable), sino en la tesis de que lo colectivo se conforma a partir de aquellos elementos de la materia social que se han objetivado al independizarse de los motivos e intereses particulares y subjetivos a los que originalmente habrían estado asociados. Así visto, es obvio que ambas posiciones concurren en la hipótesis de que lo colectivo es algún sentido autónomo con respecto a la intencionalidad de los actores, como lo es también que la discrepancia fundamental residiría en si de ahí se sigue que lo "no-intencional" ha de asimilarse a lo rutinario.

En este contexto, está claro que la asociación cobra sentido si se parte de la escisión que opere entre la esfera de la rutina (Zivilisation) y la esfera de la creatividad (Kultur). Pero si asume que es solo la objetivación lo que define lo colectivo, el vínculo se diluye lo suficiente como para dar pie al carácter plenamente creativo que Moscovici reconoce en las representaciones sociales.

Consideraciones finales

Las dos líneas argumentativas desarrolladas en este trabajo parecen estar vinculadas en un sentido no del todo trivial. Por un lado, es más o menos claro que la preocupación por la objetivación puede conducir a ver el tiempo histórico como un proceso de constante generación de figuras unitarias que trascienden sus contenidos al independizarse de ellos, o que sea la propia imagen del tiempo histórico la que obligue a buscar en las coyunturas el modo en que, en cada ocasión, la materia social ha ido formalizándose. Por el otro, no es menos evidente que la preponderancia de lo automático conduce a privilegiar análisis de larga duración en los que pueda mostrarse que lo rutinario va más allá de la mera repetición, como lo es también que a partir de un análisis de este tipo, lo colectivo pierde algunas de las características que normalmente se expresan en la coyuntura, y que aquella parte de las "formas de sentir y pensar" que sea capaz de subsistir en periodos tan extensos, habrá perdido casi toda relación con la materia social hasta aparecer como un automatismo cuya reproducción es ciertamente inconsciente para los agentes históricos.

Así visto, parecería que la psicología social tendiera a dejar sus objetos en el punto mismo en que la historia de las mentalidades los recoge. Pero ni eso, ni nada de lo dicho hasta aquí implica que las relaciones conceptuales entre ambas perspectivas sean del todo irrelevantes, o que estén tan restringidas a los límites temporales que al final se reduzcan al tipo de servicios que los análisis de la configuración de la opinión pública pudieran prestar a las intenciones de Chartier con respecto a la historia.

Para la historia, el vínculo con algunos de los conceptos y procesos básicos psicosociales bien pudiera servir para dar cuenta de fenómenos y representaciones cuya configuración no está determinada por las características estructurales de la vida urbana. Solo para ejemplificar, los mecanismos de objetivación y anclaje que Moscovici reconoce en la formación de las representaciones sociales quizá puedan abrir alguna posibilidad para explicar lo que condujo a Bloch a establecer el origen del poder de curación por tacto en el punto en que este se asocia con la figura real y no con una cualidad particular de algún monarca y, asimismo, desde el momento es que el poder queda limitado a la curación de las escrófulas y no de otro tipo de enfermedades (Bloch, 1924).

En el otro sentido de la relación, la psicología social podría obtener beneficios que van más allá de introducir en sus análisis el estudio de la génesis y función de los elementos arcaicos que participan, por ejemplo, de las representaciones. Sin negar la importancia que la larga duración pudiera tener en el camino de explicitar el vínculo entre la memoria colectiva y la representación social, cabría esperar que su introducción trascienda a esta problemática, y que en algún momento pudiera permitir que la historicidad de lo psicológico colectivo rebase la versión contextualista a la que hoy se mantiene firmemente asimilada.

Así, la intención de este trabajo no ha sido la de desestimar las posibilidades que la relación ofrece a cada una de las disciplinas, sino mostrar que esta está mediada por una serie de problemas y diferencias conceptuales que deben tomarse en cuenta al momento en que se pretende la vinculación. Más claramente, lo único que se ha querido decir aquí es que Braudel acertaba al señalar que la relación entre la historia y las ciencias sociales depende centralmente de la distinción entre el tiempo del historiador y el del teórico social, pero que la diferencia entre una y otra no queda en el apego de los psicólogos hacia su propio presente, ni en que los historiadores le hayan sido más o menos fieles al Mediterráneo.

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Recibido: 03 de Septiembre de 2015; Aprobado: 26 de Febrero de 2016

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