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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.10 no.1 México ene./jun. 2014

 

Artículos

La psicosociología en México: una historia cultural

Social Psychosociology in México: a cultural history

Jahir Navalles Gómez* 

*Licenciado en Psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y maestro en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ). Profesor asociado en el Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa (UAM-I). Correo electrónico: <jahir.n@gmail.com>.


Resumen

El presente trabajo argumenta sobre los inicios de la psicología social en México, no como disciplina, no como ciencia, sino como costumbre o como producto del pensamiento social. Esto genera una polémica. Desde sus orígenes, la psicología social era una historia cultural. La discusión se ubica en la transición del siglo XIX al XX, con base en los discursos y escenarios que a partir del proyecto de la modernidad se desplegaron; se recreó entonces esa reunión entre lo académico, lo intelectual y lo coloquial de las descripciones cotidianas sucedidas a inicios del pasado siglo. Se argumenta que la psicosociología en México es autónoma de la psicología y de la sociología, disciplinas que también estaban en construcción. La psicología social puede ser rastreada en los problemas generados a partir de las transformaciones del entorno urbano, de los lugares de ocio y recreación y en las relaciones y prácticas sociales que realizaban personajes mundanos. Al final, reintroduce aquel proceso psicosocial que vuelve comprensible los cambios culturales, la imitación.

Palabras clave: psicología social; historia; cultura; ambiente; imitación

Abstract

The present work argues for the beginnings of social psychology in México. Not as a discipline, not as a science; perhaps like a custom or a social thinking stuff. The thesis one introduces a different discussion; social psychology was a cultural history. The discussion is located in the transition from the nineteenth to the twentieth century, from the speeches and scenarios from the project of modernity unfolded, there was recreated that meeting between the academic, intellectual and everyday colloquial descriptions taken at the beginning of the past century. It is argued that the psychosociology in Mexico is autonomous of the psychology and of the sociology, disciplines that also were constructed at the same time. Social psychology could be recognized at the urban environment, the places of free time and recreation and in the relations and social practices that those mundane characters realized. At the end, re-introduces that psychosocial process that turns understandably the cultural changes, the imitation.

Keywords: social psychology; history; culture; ambient; imitation

Preámbulo

Algunos dirán que escribir una historia disciplinar es innecesario, que .está de más porque al final de cuentas "eso ya se sabe", "alguien ya lo escribió", o "lo dijo más bonito", lo cual es cierto pero ni siquiera llega a ser un argumento. Empero, parece que dentro de la investigación social, "eso", el punto de partida de un campo de conocimiento, ya se nos ha olvidado. O hemos confiado ciegamente en los datos y presupuestos sobre una historia y sobre los orígenes de una idea, disciplina, sociedad o comportamiento colectivo. O en las voces de expertos en el tema, quienes en ocasiones, y con buena fe, inculcan lecturas o sugieren textos, de preferencia esos donde ellos o ellas escriben. Así, todos aquellos interesados —que no son historiadores sino aficionados desde una disciplina y se involucran con su historia institucional— en los orígenes de la dinámica y el pensamiento social, aspiran a tener el último dato que se vuelva la póstuma palabra sobre el cómo, el quién, el dónde; surgen y se difunden ciertos hábitos, discursos, comportamientos, premisas teóricas y metodológicas; el riesgo o el conformismo de quedarse con esa última palabra, y no ponerla en duda, o no re-significarla en un contexto contemporáneo, adolece de un exceso de soberbia y resignación porque lo único que impone es una especie de historia adjetiva, y de sentencias cortas que alguien dijo que pueden memorizarse e ideologizarse para después transmitirlas en cursos, conferencias y debates cientificistas.

Una historia disciplinar, en este caso la de la psicología social, será significativa mientras todavía se pregunte el porqué y para qué de su existencia, propuestas y argumentos que le permitan consolidarse, reconocerse en su originalidad y autonomía, distinguirse de otros campos de conocimiento que no pueden, o no quieren, o no les interesa, responder esas preguntas que desde aquí se están generando.

Sugerir que un campo de conocimiento o disciplina cuya pretensión fue instaurarse como científica en la transición de un cambio de siglo —del XIX al XX— tiene orígenes culturales,1 tal como sucedió con la psicología social en México, se torna relevante porque hasta la fecha, desde diversos apartados y discusiones (Stoetzel, 1970; Buceta, 1979; Farr, 1996; Álvaro y Garrido, 2003; 2003b), y durante más de un siglo, su definición ha sido confusa o recurrente, eso si somos políticamente correctos con lo previamente dicho. Por otro lado, y sin la mínima pre-tensión de quedar bien con nadie, la indefinición de la psicología social (en el ámbito mundial, local o gremial), seguramente es una irresponsabilidad de quienes la configuran, la describen, delimitan y transmiten a las posteriores generaciones, sean alumnos o colegas. Algunas veces dicen que ésta no es nada, y así, sacudiéndose las conciencias y las preguntas, siguen tan campantes por sus cubículos, como depositarios del saber. Otras veces dicen que es algo, pero no lo describen, y en otras más acaban conformándose con decir que la psicología social es "medio psicológica" o "medio sociológica", o que es el "hibrido" de las dos, o que es más o menos social y menos y más individual. Total, puro conocimiento basado en dicotomías. Individuos versus sociedad. Y eso, al final, no es más que sentido común.

El contexto

No es social ni individual sino psicosocial la aproximación que se desprende de este campo de conocimiento, y ese es el argumento central de la presente discusión. Para sustentarlo, habrá que dejar de pensar en quién dijo qué, y cuándo lo dijo; eso es importante pero complementario ya que lo que nos interesa es identificar qué fue lo que se pensó sobre el —o cómo se reaccionó al— contexto sociohistórico y su definición como problemática social. Por caso, lo que sucedió en la conformación de la psicología social en México.

"No somos los primeros en darnos cuenta de que la cultura, en nuestra concepción actual, tiene historia" dice Peter Burke (1997: 16). Y no seremos los últimos en interceder por las transformaciones culturales (Arciga, 2007), desde las que llevan tiempo, como la edificación de una ciudad o el asentamiento de una costumbre, hasta las que son efímeras pero impactantes en el devenir cotidiano, por caso, la efusividad afectiva en un concierto o una manifestación que se torna recuerdo y sentencia, pasado el tiempo. A eso se hace referencia cuando se habla de cultura, a las expresiones colectivas, a las prácticas cotidianas, y a cuánto permanecen en las conciencias, y quiénes, cómo y por qué las asimilaron, y quiénes no, y las descalificaron.

Una historia cultural proviene de la cotidianidad, se enfoca en un periodo sociohistórico determinado y se ve trastocada a partir de las versiones que sobre las prácticas comunes se van estableciendo, imponiendo y desapareciendo; esto es, dándole seguimiento al uso, o a la discontinuidad de una práctica, a la transformación de una en otra, a la instauración y el reconocimiento de diversos comportamientos que no serán sólo colectivos, sino personales, serán actitudes que toda una sociedad adoptó o asimiló para volver comprensible su entorno diario (Gonzalbo, 2006). Así, y en apego a lo que han sido las investigaciones históricas enfocadas hacia la cultura (Burke, 1997: 33-39), el presente texto coincide con esas premisas, y se interesa por los mismos "objetos de estudio". Apelando a "lo mundano", a "lo cotidiano", a "lo popular", a lo que se hacia en las tardes, o al despertar en las mañanas, o a lo que se dio por llamar "diversiones nocturnas", a los hábitos de lectura, a ver qué se leía y se escribía, a saber qué se decía del vecino y cómo se conspiraba contra tal o cual personaje, rechazándolo, segregándolo; a esos deambulares por la ciudad que parecían "normales"; a reconocer aquellos sitios que se frecuentaban para divertirse, convivir, departir y saber de los demás.

Y cómo todo eso se fue transformando, poco a poco o "de golpe y porrazo", aun cuando "visto desde dentro, lo cotidiano parece intemporal" (Burke, 1991: 26). La pretensión del texto es adentrarse en lo que fue cambiando en un cierto periodo histórico, por caso en la transición del siglo XIX al XX, y bosquejar sus consecuencias, de la mano de las disposiciones y reglamentos, y tomando como pretexto a la psicología social, no elogiando sus logros en aquel contexto, sino ahondando en lo que ésta, como otras tantas disciplinas, veía, diseccionaba, analizaba y categorizaba de la realidad social; lo que ésta podría asumir como "problemáticas sociales".

En los orígenes de una historia disciplinar se intenta resignificar esos datos duros, y construir otros tantos más, a partir de las formas de interacción mundana, de los discursos que se usaban para describir y hacer comprensible una realidad. Algo les interesó a los científicos sociales de la época, algo llamó su atención, algo con lo que convivían o que sobresalía, algo que creyeron que seria extraño, raro, enfermo o poco común. Sin embargo, en lo común es donde lo psicosocial tendría asiento.

La cultura es una creencia, sugiere Pablo Fernández (2007); la cultura "es" en lo que la gente cree, lo cual significa que no hay una definición exacta ni verdadera ni única ni última de lo que la cultura es, provenga de donde provenga. La cultura es una contingencia; la cultura cambia, se transforma, y esos cambios son imperceptibles, por más control y seguimiento que se les pudiera hacer. Empero, creemos en la estabilidad del conocimiento, o de la vida social, y de su relación determinista; creemos en que ese conocimiento encauzó los comportamientos, los discursos, las prácticas sociales, y por eso nos apegamos a los datos (en este caso, históricos) que lo confirman; ideologizamos lecturas (básicas o secundarias, obligadas o pasajeras, de acuerdo con nuestros prejuicios, valores o humores), también autores, y aseveramos conclusiones de antaño. Sin embargo, otro puede ser el sendero por recorrer, dejando de ver los datos como verdades absolutas y mejor proponiéndolos como experiencias (Fernández, 2007: 34-40), posiblemente como historias que se entrecruzan en un cierto tiempo y lugar, y que gestan realidades, muchas, las necesarias, y no una sola realidad predominante. Así las cosas, la psicología social de principios del siglo XX en México fue una de las tantas historias que abrevó de las demás historias que se estaban sucediendo, y a la vez logró compartir algo con éstas, su preocupación por un proyecto de sociedad. Si lo logró o no, ya es otra historia.

De ahí la propuesta de visualizar los orígenes de la psicología social como una historia cultural, y no como una simple disciplina científica, sino como un escenario que se desprendió de lo cotidiano de las prácticas, las costumbres y los discursos. La psicología social se interesa por lo psicosocial, no por lo psico ni por lo socio, como dicen los manuales que es, y lo psicosocial se deriva de lo cotidiano.

Lo cotidiano, ese escenario del que todos hablan como si no lo vivieran, amerita una definición, una que no tenga reclamo y que sea dicha por alguien que si sabe del oficio (de historiar, por ejemplo). De esta manera, lo cotidiano será aquello que es lo común a todos y lo que a la vez es lo peculiar en un determinado colectivo, un momento y un lugar (Gonzalbo, 2006: 26). Para los fines del presente texto, coincidimos plenamente con esa definición.

En estas líneas se bosqueja aquella otra versión disciplinar que se ha omitido de los emplazamientos académicos involucrados en los orígenes de un campo de conocimiento, preocupados en señalar quiénes fueron los "padres fundadores" de la disciplina en una cierta localidad, y cuáles fueron sus aportaciones intelectuales, qué de ello es lo que ha perdurado, quiénes han sido influenciados y continúan por esa vertiente intelectual (eso si ya está muy leído). Por supuesto que son datos obligados, pero se tornan insuficientes cuando lo que nos importa no son tanto los nombres, ni su terruño científico, sino las formas coloquiales de relacionarse, identificarse, convivir y compartir acaecidas en un cierto periodo histórico, y cómo una comunidad científica estableció los presupuestos para redefinir de acuerdo con sus intereses esa realidad, y encauzarla, estandarizarla e institucionalizarla, según la ideología y los preceptos que en la época se exigía compartir y/o legitimar.

Los científicos sociales en la transición del siglo XIX al XX, abocados a la configuración de una realidad, elaboraron su propia versión, una que se distinguiera del conocimiento común, del común de la gente, de la gente común, enfocándose en ésta para elaborar categorías sociales, estereotipos, perfiles, estadísticas, quiénes más y quiénes menos, quiénes serían acreditados como normales y quiénes no tanto, o nada; quiénes serían parte de la vida social (y de un proyecto de sociedad moderna y positiva que se estaba impulsando), y quiénes deberían ser desplazados, expulsados, relegados de la misma. A saber:

La ciudad moderna

Cada ciudad tiene su voz propia,

sus exclamaciones particulares, su ruido especial,

algo que es como el conjunto de todos sus rumores...

Ángel de Campo (Micrós)

Según datos históricos (Valderrama, 1982-1983; 1984; 2004; Rodríguez, 2005; Álvarez, 2011), es en el ámbito pedagógico y educativo donde se ubican las primeras influencias de la psicología hacia la descripción de la realidad social mexicana, pendientes de las distintas ideologías gestadas, y de su impacto en las conciencias, de su transmisión, cuyo trasfondo va muy de la mano de los supuestos porfiristas enfocados en la instauración de aquella máxima preocupada por el orden y el progreso (López, 1999; Solis, 1999). Pero eso fue lo que sucedió con la psicología, no con la psicología social.2

La psicología social en México está contenida en una historia por demás interesante. Además de ser una mirada original, sus orígenes disciplinares exponen los prejuicios y las buenas intenciones de los intelectuales de principios del siglo XIX, de finales de ese mismo siglo y de los inicios de una época "moderna" y positiva (Zea, 1943; Gallegos, 1982-1983; Cházaro, 1994). Algunos de ellos tendenciosos, otros conservadores, otros llamados y vistos como liberales, y algunos más, engrosarán aquella comunidad de cronistas interesados en describir cómo la vida social se vivía y sobrellevaba. Y para justificar su pertinencia como fuentes de información, acudimos a algo dicho por Escalante:

La intervención de los escritores en la vida pública mediante manifiestos, declaraciones, cartas abiertas, es un fenómeno típico del siglo XX. Intervenian [...] no estrictamente como escritores sino como intelectuales: eran parte, parte central sin duda, de un grupo en que se integraban por igual pensadores, filósofos, universitarios, incluso algún periodista; en térmi nos generales, "gente de letras", cuya conciencia colectiva dependía de eso (2007: 22-23).

Y es que a éstos se acudía para esclarecer y resolver las problemáticas sociales, urbanas, demográficas, educativas y políticas de ese tiempo. La historia se ha interesado por todos estos escenarios, los ha abordado, y en su rastreo y configuración se han generado nuevas formas históricas de aproximación a la realidad (Le Goff y Nora, 1974; Burke, Darnton, Gaskell et al., 1991; Burke, 1997; Dosse, 2003), donde los grandes ejes de la vida social, lo político, lo económico, lo religioso, son puestos en entredicho, y donde esas nuevas versiones históricas de interesarse por la realidad, permiten evidenciar que aquel tipo de conocimiento en pos del orden, el progreso, la estabilidad, la vida moderna, cuya intención es ocultar cualquier problemática social evidente, es conformista y poco critica con sus excesos.

Empero, se vuelve necesaria una nueva mirada a la realidad conocida, deambulando entre los datos históricos sabidos, proponiendo que éstos no son los últimos ni los únicos, identificando relaciones entre éstos y nuevos datos, exponiendo lo que antes había sido omitido o desplazado o descalificado, incorporando a otros personajes para generar una nueva y distinta discusión, enfocándonos en un periodo, un quehacer intelectual y un contexto común, eso es lo que se pone a discusión. Todos estos elementos son los que dieron vida a la psicosociología en México, a saber.

Aquellos fueron los factores que institucionalizaron un conocimiento, en contraparte, apelar a una historia cultural implica el despliegue de un origen distinto, porque es una manera de contar la historia pero desde dentro, desde la cultura, igual de intangible y atmosférica que una historia cultural (Burke, 1997: 15), intercediendo por un desarrollo velado, una difusión contingente; características que impactaron a la psicosociología hecha en México y que la configuraron como un cam po autónomo, que a destiempo de los orígenes históricos registrados de la psicología social mundial (Gallegos, 1982-1983; Jurado, 1982; Moscovici y Markova, 2006; Rodriguez, 2007), gestaron esa mirada psicocolectiva interesada por las relaciones humanas, el intercambio y la difusión de los símbolos y significados que permitirían comprender las transformaciones culturales acaecidas en ese periodo histórico, colofón de esa transición entre siglos y de las polémicas constantes entre las dis tintas disciplinas preocupadas por definirse a si mismas al tiempo que pretendían definir la realidad.

De lugares y personajes

Con la psicología social se devela otro escenario, inmerso en los rumores, la literatura (la prensa, las crónicas, las novelas, los ensayos), los registros demográficos, las conversaciones mundanas que a partir de los temas en boga se desplegaban; en el sentido común expuesto por cada una de las clases sociales que se reconocían o se desconocían entre si; en las prácticas sociales que se realizaban; en la crítica cultural y política que se volvió, más allá de una afición, una discusión fundamentada; y en la descripción de la vida urbana y las implicaciones de sobrellevarla y adaptarse a la misma. Es en la transición del siglo XIX al XX cuando en la sociedad mexicana se reinterpretan esos elementos dispersos en la cotidianidad del país, en sus personajes, sus actitudes, ante esa realidad vivida y que puede proponerse como núcleo del mosaico psicosocial de la sociedad mexicana (Bisbal, 1963; González, 1990; Speckman, 2006; Piccato, 2010).

Todo eso tuvo consecuencias, será por lo pintoresco y festivo, por lo irreverente -hacia las buenas costumbres y las normas sociales de unos cuantos- de los comportamientos y las actitudes, será porque el pensamiento conservador de la época exigía una gran dosis de recato y apego a la ideología cientificista que se estaba imponiendo en las instituciones políticas y educativas del país (López, 1999; Solís, 1999; Rodríguez, 2007; Álvarez, 2011) o será el sereno, es decir, el ambiente urbano que se venia desplegando, la atmósfera citadina, el clima social de una ciudad que se recreaba en la movilidad social y los asentamientos (González, 1990; Álvarez y López, 1999; Rodríguez y Navarro, 1999; Campos, 2001), el cual se tornó un nuevo personaje, ya no hecho de individuos ni grupos sociales, sino de interacciones, de distanciamientos, gustos o afinidades, de visitas asiduas a uno o muchos lugares, de recreaciones sobre las divisiones impuestas a las razas y las clases sociales (González, 1990; Buffington, 2001; López, 2002).

La frase cómica del párrafo anterior, más allá de su carácter coloquial, es un reconocimiento sugerente de las transformaciones urbanas, de las calles, de los espacios de ocio y esparcimiento, y asimismo de los lugares obligados de tránsito o de reunión, en donde cada cual impondría sus propias dinámicas para interactuar, siendo éstas el único requisito para convivir, dinámicas que harían evidentes las políticas públicas y gubernamentales preocupadas por la higiene y la salubridad, por el libre tránsito y por la designación de espacios y sus respectivas actividades (González, 1990; Álvarez y López, 1999; Barbosa, 2006).

Estas divisiones fueron las que demarcaron el cómo, el qué y el para qué de las prácticas sociales. Para unos, se volvería prioridad definir y clasificar a todos aquellos que contravinieran las normas, o confrontaran las jerarquías sociales, enfocados en quienes simplemente se vistieran distinto, o se relacionaran distinto, o estuvieran embebidos en hábitos que se calificaban de reprobables, de poco sanos, de anormales, de estrafalarios, y es que ya siendo identificados podrían ser catalogados, vigilados, relegados de la vida social y/o encarcelados, desplegando esa manera tan clásica de hacer uso del conocimiento y las técnicas de selección y exclusión social. Restringiendo su participación en la vida civil, y postulando todas las posibles dicotomías que permitieran controlar la realidad social, a saber, indio-mestizo, conservador-liberal, sano-insano, ciudadano o criminal o delincuente o vago, mujer-hombre, joven-anciano, útil-inútil.

Y estaban aquellos otros, los mismos que habrían sido calificados y relegados, pero daba la casualidad que ellos disfrutaban lo que hacían (y eso a los clasificadores les molestaba), y para nada veían, o interpretaban, o repudiaban sus acciones, porque las desempeñaban con gusto y algarabía, les encantaba la vida diurna y la nocturna, el festejo y los galimatías, el brindar por todo y con todos, y degustaban alcohol, pulque o aguardiente, y eran asiduos a los expendios donde los vendían y ahí mismo los consumían (las vinaterías, las pulquerías, las cantinas), y ahí también hacían alarde de los excesos. En consecuencia, les fascinaba la bravuconería, el machismo y el lenguaje imprudente, el albur y la lotería, el juego por el simple hecho de serlo, el rumor, el chisme y el cotilleo por el simple hecho de contarlo, la vida social por el simple hecho de vivirla. Así sobrellevaban su jornada, por ello valía la pena terminar aprisa las actividades del día, o mejor no hacerlas, o hacerlas mal, porque era preferible pasar por perezoso que por "aguafiestas", porque la tradición del "San Lunes" era más importante que la de "llegar a tiempo", o sobrio o limpio, y porque "la raya" —el antecedente colonial del sueldo moderno— no era lo mismo si no se despilfarraba, se apostaba y se perdía en un volado, en la rayuela cotidiana, o en cualesquier juego de azar, o si el mismo no se volvía botín de un robo, una injusticia o canallada de parte de los patrones, compañeros de parranda o mujer rentada (Viqueira, 1987; González, 1990; Núnez, 2002; Speckman, 2006).

Al final del siglo XIX, las prácticas y las costumbres, los hábitos y las maneras de ser se condensaron, se tornaron visibles, más que cuando por primera vez aparecieron,3 y su contraparte, la regulación de las mismas, a partir de técnicas y registros, también se impuso. En la literatura es donde pueden ser rastreadas, tanto en el dato duro proveniente de las estadísticas como en el dato ligero, coloquial; así, las novelas, más que la crónica, serán el documento donde la sociedad mexicana se reconoce, a saber, "un ambiente histórico y político" (Bisbal, 1963: 23) es el que delimita el nacimiento de la novela mexicana. Personajes, gestos, comportamientos, actitudes, diferencias entre clases sociales, estereotipos, son los que conciben el género literario, y las historias contadas, los relatos que se publican, aunque vistos como ficción o imaginarios, serán reales, actuales, cotidianos, dignos de ser un documento serio, a razón de exponer indirectamente el pensamiento de la sociedad, su transición y transformación de las costumbres, o lo que visto de manera racional y cientificista será definido como problemáticas sociales.

La literatura, tanto la científica como la corriente, se leía y se revisaba por cualesquier interesado, y se entremezclaba a partir de las discusiones acaecidas en los más diversos escenarios, bien podían suceder en las aulas universitarias o en las cafeterías de las diversas zonas de la ciudad, las cuales cada día eran más abundantes (Díaz y de Ovando, 2000; Campos, 2001).

Pero ¿qué significaba todo esto? Las querellas intelectuales sobre la realidad social de la época no se circunscribirían a un solo lugar, ni serian exclusivas de una sola disciplina; por ello, ni los eruditos las podían contener ni los legos las podían evitar, los primeros las difundían y los segundos las escuchaban al pasar. Empero, ese conocimiento devendría rumor y cotilleo; e inversamente, esa práctica social, la de escuchar, reconocer, difundir y reinterpretar [dice Marco Antonio Campos en su texto: "no hay cronista que en los dos siglos de existencia del café en México no ponga a cafeinómanos y chismográfos como gacetilleros orales [...] y los reconozca como personajes altamente dotados para emponzoñar el ambiente del local (2001: 23)]. Lo que se decía era la realidad, generaría más preguntas, escritos, disertaciones y políticas que en conjunto se tornarían el primer y único bastión al cual acudir para legitimar aquellas acciones en pos del registro sistemático, la vigilancia extrema, la selección arbitraria (Buffington, 2001; Piccato, 2010), la lógica higienista (Guerrero, 1901; Agostini, 2005), la moralidad exacerbada, la distinción tácita entre clases y razas y prácticas y preferencias (Urias, 2000), el enjuiciamiento del entretenimiento y el ocio (González, 1990).

El contexto exigía que las prácticas y comportamientos se regularan, y si no se hacía por las buenas, sucedería por las malas; o mejor dicho, si aquellos que hacían toda clase de actividades que atentaban contra la incipiente modernidad no reparaban en que estaban truncando ese proyecto, habría quienes si elaborarían estrategias para que los inconscientes reparasen en el daño infligido a la nación (Barbosa, 2006). A partir de la instauración desde el discurso científico de lo que el uso y asunción de las pruebas y perfiles, la diferenciación entre razas (Urias, 2000), los hábitos y las características físicas determinarían, y posiblemente esa es la palabra clave, el determinismo como estandarte, y su impacto en la división social y las relaciones que se podrían establecer en la sociedad mexicana.

Con el proyecto de nación que intentaría establecer el Estado porfirista (Colotla y Jurado, 1982-1983; López, 1999), la modernidad requería que se siguieran al pie de la letra las siguientes premisas: orden [limpieza] y progreso, porque en éstas no tendría cabida ningún exabrupto social, ni ninguna igualdad social. Las medidas a tomar ubicarían los presupuestos cientificistas como las directrices y cabria resaltar que el eclecticismo en la conformación del ámbito científico en la sociedad mexicana le proveyó de un abanico de posibilidades para instaurar y justificar cualesquier práctica.

Por un lado, la instauración de un pensamiento positivista que regulase las ideologías y a las instituciones, las educativas en específico; por otro lado, la recuperación de textos escritos por juristas y criminólogos reconocidos y leídos en diversas latitudes europeas. De manera específica, se acudió a textos de Gabriel Tarde para hablar de procesos de imitación y de lógica social (Buffington, 2001; Núñez, 2002; Rodríguez, 2007: 237), no así aquellos otros del mismo autor que recuperarían el papel de los públicos, la conversación y los lugares de recreación; además basados en ese eclecticismo en la configuración de lo científico, asistieron a aquello que en algún momento podría ser reconocido como la psicología criminalística, o mejor dicho, la psicología colectiva italiana, o mejor ubicado, las tesis de Enrico Ferri y Cesare Lombroso (Cházaro, 1994; Núñez, 2002), que condensaban las reflexiones de la vieja escuela italiana que se basaba en estudios antropológicos y bioló gicos sobre el cómo identificar las influencias tanto del ambiente hacia el individuo como de éste hacia el ambiente. El enfoque del "criminal nato" tuvo tanto éxito en esa época y en las latitudes mexicanas (Piccato, 2010), que se intentó mantenerlo en los discursos hasta la década de los setenta del pasado siglo XX (Urias, 1996).

Ciertamente, el positivismo en todas sus vertientes influyó en las distintas formas de conocimiento a las cuales se podía acudir para afrontar problemáticas sociales o ambientales (Zea, 1943; Cházaro, 1994; Álvarez y López, 1999), porque se vislumbraron como las más adecuadas, porque serian enriquecidas y ejemplificadas con todas las manifestaciones o fotografías culturales y nacionalistas y porque allende las fronteras la imagen que se quería proyectar de la sociedad mexicana no era la de la recreación y ocio que la caracterizó (Viqueira, 1987; Gonzalbo, 2006), sino la de una sociedad que atajaba todas las manifestaciones y particularidades que le pudieran hacer quedar mal en el ámbito internacional (Aguado, Avendano y Mondragón, 1999; Piccato, 2010; Álvarez, 2011).

La psicología social que se gestó en México abrevó de todos esos escenarios; de los personajes y actitudes ordinarios, comunes, que se volvieron extraordinarios, estrafalarios, anómicos e imprudentes para ser expuestos en cualquier situación; y por eso se justificaba su represión y control, por eso las cárceles y manicomios se volvieron tan importantes, porque era mejor observar detalladamente a esos personajes que verlos interactuar en las calles (Barbosa, 2006). Con catálogo en mano, los distintos rostros de la sociedad mexicana conformaron un zoológico humano asentado en prejuicios y falsas creencias, en rumores, temores y desobediencias, y donde la única —y última— solución sería arrasar con todo eso, apagar las disidencias, imponiendo un solo discurso, sugiriendo un lenguaje lleno de tecnicismos, postulando una manera de vivir basada en las buenas costumbres, las élites respetables y las cientificistas aspiraciones como bandera (Rodríguez, 2005; Álvarez, 2011).

Es en la transición del siglo XIX al XX cuando sucede todo esto. Extrañamente, esos discursos y actitudes han perdurado hasta la fecha; será porque, o son muy creíbles o tienen un dejo de razón, o porque son cómodos y en raras ocasiones se les ha puesto en tela de juicio, o porque tanto a la psicología como a la psicología social reali zada en este país le importa un bledo su historia y sus emplazamientos disciplinares, y prefiere el olvido institucional a la crítica ontológica e histórica de sus orígenes.

Para la psicología social en ciernes, tanto el crimen como las estrategias pedagógicas, así como la descripción de los ambientes inscritos en la vida urbana y en la movilidad social, son procesos (psico)sociales que no estaban basados en premisas ni fisiológicas ni cientificistas sino en dinámicas más culturales y colectivas, y que se referían a sí mismas a partir de las nociones y asimilaciones coloquiales que la gente común y corriente hacía de los discursos que se les imponían para describirlas. Lo científico se recrearía en las nociones mundanas, y en las historias y narraciones que sobre la vida social se desplegaban y publicitaban. Por eso es que los estigmas impregnaron el discurso cotidiano y para cualquiera fue fácil acudir a ellos para describir al prójimo, a su vecino, para restringir las relaciones en familia y alejar a sus hijos de cualquiera que acreditara todas las características que se supondría tendría el criminal, el delincuente, el suicida, el vago, el indigente o el loco malviviente.

Empero, en estos últimos personajes mencionados recayó la mayor crítica y los desplantes cientificistas. Para cada uno de ellos hubo una descripción, un diagnóstico y una solución, y para cada uno, una institución de amparo o de reclusión: hospitales, hospicios, orfanatos, Lecumberri o La Castañeda [estas dos instituciones, junto con la Universidad Nacional, fueron construidas en la primera década del siglo XX (Valderrama, 1985; Solís, 1999)], asilos y albergues, pero nunca serian bien vistos en la calle, nadie los quería rondando por allí, saber de su existencia era tema de conversación, pero topárselos de frente significaba que el proyecto de realidad que se ofrecía no estaba resultando (Barbosa, 2006).

Los personajes que deambulaban en la calle exponían los contrastes de la vida social y cotidiana, estaban fuera de lugar, lo cual justificaba su exclusión, reclusión y segregación. Como contraargumento, estos mismos personajes eran asiduos, contingentes, aparecían, desaparecían y reaparecían en lugares específicos, sea por el puro gusto de estar ahí, sea porque de esa manera se generaría una concurrencia, un público, múltiples temas y conversaciones, clientes distinguidos y múltiples actividades por realizar.

Los cafés, por caso, son el emplazamiento cultural, político e ideológico que funcionaría como el referente de todas las discusiones. Ahí se construían y destruían reputaciones, buenaventuras y enemistades intelectuales, polémicas sobre lo que habría que hacer si se quería avanzar, o si se quería modificar las circunstancias. Sergio González sugiere que "el territorio neutro de los espacios públicos es el café" (1990: 93); pero, a decir de la historiadora Clementina Díaz y de Ovando: "Los cafés en México fueron, desde sus inicios, espacios de reunión, de conspiraciones políticas, de lectura de periódicos y penas literarias" (2000: 13). "[...] todo el mundo sabe que la convivencia literaria y el café son casi indisolubles" insiste el periodista Sergio González (1990: 93). Todo lo que le preocupaba a la sociedad mexicana pasaba por ahí, y cualquiera se podía integrar a la discusión, cualquiera podía opinar, y tal vez por eso, el atractivo de aquellos lugares de bebidas calientes y aroma particular se tornaría una total invitación a frecuentarlos.

¿Quiénes alternaban ahí? Cualquiera con curiosidad de escuchar, o de probar esas infusiones, espumas, sabores dulces o amargos; o cualquiera que quisiera debatir, o presumir, o contonearse por la ciudad, gestando un mosaico hecho de sujetos sociales, de personajes mundanos, de personificaciones, de registros gestuales y visuales. Como sea, el cronista y viajero Guillermo Prieto dio un listado inicial: "Militares retirados y en servicio, tahúres en asueto, vagos consuetudinarios, abogados sin bufete, politiqueros sin ocupación, clérigos mundanos y residuos de covachuelas, garitos y juzgados civiles y criminales" (citado por Campos, 2000: 25); una página adelante, y después de citar al cronista, el poeta y narrador Campos engrosa la lista: "galanes, jóvenes ociosos, bolsistas, colegiales, actrices, bailarinas, periodistas, literatos y jugadores de ajedrez y dominó" (Campos, 2001: 26).

Y aun cuando podría no parecer importante, la misma cita de Prieto la recupera Díaz y de Ovando, en su texto sobre Los cafés en México en el siglo XIX, texto crucial e imprescindible por ser de los primeros en voltear la mirada a esos lugares, y porque entre sus páginas uno puede ir recolectando "personajes que pasaban casi todo su tiempo en el café" (2000: 50), "los parroquianos del café" (2000: 18), como ella misma los llama, quienes eran el sonoro reflejo del ambiente que allí se gestaba y de lo que se discutía: "Los cafés eran también clubs políticos, centros de conspiración, de espionaje, de refugio de cesantes, vagos, empleados, jugadores, caballeros de industria, asilo de políticos, periodistas, militares, literatos, cómicos, niños de casa rica', dueños de haciendas, asombrados payos" (2000: 19). Todos confluían aquí, en el siglo pasado o en el antepasado. El desfile de personajes consolidaba todo un espectáculo, y al buen observador le permitía desplegar historias sobre la asistencia de aquellos cualquiera en aquel sitio; y la existencia de múltiples cafés sugería también que eran otras las conversaciones, posiblemente uno podría convocar la existencia de un personaje que los conoció a todos, un personaje que llevaba consigo lo que en otros sitios escuchaba, eso no se sabe.

Decir que eran otras las conversaciones significaría que eran otros los públicos, lo cual implica que el acceso a estos emplazamientos muchas veces dependería de los que ahí se congregaban; empero, la distinción privado-público se volvió tajante -y digna de estudio (Gonzalbo, 2006). Semiprivadas las conversaciones, semipúblicos los espacios, así es como se construyen temas de interés, se enfocan problemáticas, se dividen los grupos y las experiencias. Así, darse una vuelta por algún café de la ciudad llevaría consigo una oportunidad de mejorar la propia existencia. "...escribanos, agentes de negocios, corredores sin título, empleadillos, jubilados, caballeros de industria, parásitos, anhelosos de trabajo y payos" (Díaz y de Ovando, 2000: 41) eran otros de los tantos personajes. Asimismo, hubo otros cafés que serían el refugio "de dandies, de gomosos, de lagartijos, de elegantes, de damas de abolengo" (2000: 61, cursivas en el original). En la escalada social, frecuentar un café era conocer, reconocer y desconocer, pláticas, intereses, personas, apodos, firmas, voces, nombres, rostros y apellidos. Práctica común, cotidiana, propia de cualquier lugar.

Para quienes se preguntan cuál es la relevancia histórica de los cafés, su constante alusión está estrictamente relacionada con que, a partir de esos emplazamientos, se generaron otros más, en algunos se relajaba la moral, en otros se pretendía la elevación cultural. Y como punto final, es el café uno de los estandartes espaciales de la vida moderna.

Cuando la concurrencia cambió, los cafés se vieron obligados a hacer lo mismo, tendrían que ser o más festivos o más intelectuales; más de plática, que de cotilleo; más de exhibición y malos hábitos, que de discursos pomposos y redundantes; o daban un giro de 180 grados o desaparecían del horizonte urbano, lo cual sucedió y provocó que otros protagonistas se mantuvieran en el límite de lo bien visto y lo mal intencionado, o que de día se dedicaran a "algo" y de noche fueran "alguien". Junto con la conversación, el baile fue una de las actividades que se incorporó a los cafés, y la exhibición, y la búsqueda de aventuras, ya no sólo valían como tema de conversación, ahora se trataba de vivirlas (Díaz y de Ovando, 2000; Campos, 2001; González, 1990).

Ese espacio semipúblico, el café (Fernández, 1991), se reconoce como un refugio para el ciudadano, personaje representativo de la modernidad, personaje que se distinguía claramente de los que no eran reconocidos bajo ninguna etiqueta, aquellos mismos desplazados de cualquier parte, en específico los que Vivian de —en— las calles (Barbosa, 2006), protagonistas que figuraban en las estampas sociales pero que la clase ilustrada desconocía como elemento primigenio de un proyecto de sociedad. Al café acudían sólo los individuos que tenían algo que decir, algo que conjeturar, algún tema del que podrían opinar; en el café se propondría una sutil estancia para conversar, una lógica sedentaria, llena de tranquilidad, reflejo digno de la modernidad. El café era —es— el lugar ideal para retirarse del barullo urbano, pero también para discutir, a la distancia, sobre el mismo. Según Fernández:

La razón por la cual parece necesario un espacio diferente al de la calle, es que la ciudad ya se ha vuelto demasiado grande, y entre mercantilismo e inmigración, demasiado poblada de desconocidos y extraños, por lo que se dificulta el establecimiento de una conversación más allá de las fórmulas de saludo y de trabajo (1991: 165).

Las calles eran —son— el espacio de transición para desplazarse de un lugar a otro; y las historias sucedían en las calles, pero se acordaban en ciertos otros espacios (el café, las aulas, la cantina, la pulquería o el hogar), y se quería llegar a estos para contar lo que se había visto en las calles, y para describirlo, en papel y con buena pluma, o compartirlo en sana prosa o concibiéndolo épicamente. Eso, los cronistas, los novelistas, los ensayistas, la "gente de letras" de la época, lo supieron hacer muy bien (Bisbal, 1963; De Campo, 1975; González, 1990; Escalante, 2007). Desde siempre, el café se ha reconocido como otro personaje literario, ahí sucedían encuentros, se iniciaban historias, se tramaban conspiraciones, tenían lugar romances y rompimientos, y todo eso fue registrado, vuelto recuento, dilema moral y exposición de la vida social. Como sea, "es en los cafés donde habita la sociedad civil" (Fernández, 1991: 165).

Pero no todo era la vida en el café; mejor dicho, no sólo en el café se discutió sobre el progreso, hubo otros espacios, lugares, emplazamientos, donde el reverso del espejo pulcro de la modernidad seria exhibido, con diferente iluminación, con una luz tenue y sugerente, o una oscuridad mediada. También aparecieron otros personajes, con sus respectivas dinámicas de convivencia, y nuevas prácticas (sociales, políticas, sexuales, higiénicas). Hubo cafeterías que degeneraron en prostíbulos y hubo prostíbulos que impondrían una nueva estética, aquella que proviene de la clandestinidad y la discreción. Como sea, en el café se fundaron algunos procesos psicocolectivos, el de la conversación y el de la opinión; y en los prostíbulos se generaron otros, los del intercambio y la sumisión.

De inicio, la prostitución se ubicaría en las esquinas, al ofrecer públicamente un servicio que se iba a disfrutar en lo privado; claro está, todo por un precio, al que habría de corresponder con caricias, insultos, vejaciones, y en ocasiones, los clientes solamente querrían a alguien que les hiciera compañía, que los escuchara, pero en otras se pagaría y se cobraría para disponer o asumirse, respectivamente, como un costal. "Nada más porque la ven a una parada en la esquina creen que estás dispuesta a todo", se lee en una entrevista-testimonio (Aranda, 1990: 101). Como ésta, muchas son las historias que se han contado, desde siempre, o mejor dicho, desde que el oficio tuvo registro (González, 1990: 62-63). Empero, por un lado están todas esas historias y por el otro estará la intención de hacer del oficio un dato histórico, una estadística, una problemática (Núñez, 2002: 11), un tumor que extirpar del cuerpo social.

De la prostitución se despliega esa doble moral que ha caracterizado por siempre a la sociedad mexicana: liberal en lo privado, conservadora en lo público, enfocada en desplazar personajes y a la vez incorporar afinidades. Esa actitud conservadora es más el producto de una presión social constante y de los juicios sumarios de los que nadie quiere ser sujeto, pero de los que siempre se querría participar. De ahí se desprende lo liberal que la modernidad izó como estandarte, que cada quien haga con su vida lo que quiera mientras que aquello que realice no impacte en mi persona, mucho menos en mi familia, o ya en extenso, en mi barrio o colectivo. Eso significaría que cualquier práctica seria bien vista mientras no tuviera lugar en los alrededores del vecindario, la colonia, la delegación. Disposiciones urbanas que se reconocerían a partir de las actividades y de los grupos y clases sociales que ahí construirían su residencia (Álvarez y López, 1999; Barbosa, 2002).

De la mano de la modernidad, se crearon personajes que pudieran ser relegados de ese proyecto, y técnicas de depuración, exclusión, reclusión serian asimiladas por la población, con el propósito velado de ubicarse dentro de las categorías que resonaban como parte de un proyecto de sociedad. El crimen y la delincuencia, por caso (Buffington, 2001), son parte de esa historia oculta respecto a lo que se hizo para respaldar los avances ocurridos en el México moderno.

El ocio y el esparcimiento, el qué hacia la gente en sus ratos libres, con quién se reunía y discutía, cuáles eran sus hábitos públicos y personales o qué hacía en la cama, con quién y dónde, se volvieron temas de interés, ¿objetos de estudio?, o ni siquiera de eso, sino que atrajeron la curiosidad de los investigadores de buenas conciencias, misóginos, juiciosos, y con los recursos y respaldos morales suficientes como para decir y señalar qué estaba bien hacer o practicar y qué seria penalizado, a saber, el pensamiento rígido del cientificismo positivo comenzó su atentado contra el libre albedrio.

Esa división, mejor dicho, esa segregación imponía sus propios criterios, los de la modernidad, los de la exhibición de una buena imagen, los de la pulcritud, los de una elevada moralidad. La bandera higienista se izó para territorializar las prácticas sociales. Cuando la modernidad se instauró en la sociedad mexicana, lo hizo de manera selectiva, omitiendo prácticas y exaltando discursos; lo científico seria el bastión de tal distinción, donde la cotidianidad seria puesta en un segundo o tercer plano de discusión.

Diversas tesis con connotaciones científicas se volvieron comunes entre los intelectuales, los académicos, los ciudadanos; cada una seria aplicada porque se confiaba ciegamente en sus presupuestos, resultaban creíbles aunque los ejemplos no fueran los más adecuados, eran universales aunque no tuvieran ninguna relación con la dinámica local, serian sentencias prácticas y oraciones cómodas pero nada éticas sobre un posible tratamiento enfocado hacia uno o varios individuos, un grupo en particular o toda una colectividad. Por ejemplo, Rodríguez (2007) documentó magistralmente lo que Julio Guerrero y su propuesta higienista hicieron para depurar la vida social, repetirlo aquí sería una necedad, y por ello mejor sólo menciono la investigación que ya se ha encargado de esa discusión.

Desde lo individual hasta lo ideológico, el pensamiento científico positivista tendría alguna respuesta y solución (Urias, 1996, 2000; Buffington, 2001; Piccato, 2010). El caso más ilustrativo es el del registro y politización de la prostitución, una práctica que se justificaba porque entre las conciencias eruditas y populares se le vería como un "mal necesario"; podía existir pero se debía controlar, y ocultar de las miradas decentes e inocentes de una sociedad encaminada al progreso. Empero, habría que tener bajo estricta vigilancia los comportamientos de ese personaje, y en específico dar seguimiento a sus hábitos, justificando así el "promover la higiene privada de la prostituta, que es una mujer pública" (Núñez, 2002: 31). Los discursos provienen del siglo antepasado, y su instauración sucedió a inicios del siglo XX. Desde la antropología criminal, se categoriza a la prostituta como la versión femenina del "criminal nato" (2000: 17), ambos vistos como sujetos dignos, respectivamente, de disección y de extinción.

A partir de la versión científica, no de la novelada (Rodríguez, 2007: 327), responsabilidad de Luis Lara y Pardo, llamada La prostitución en México. Estudio de higiene social, de 1908, fue como a las involucradas en ese oficio se les repudiaría, por insalubres, primitivas, pobres y feas, adjetivaciones que, además de ridículas, fueron los criterios a los que se apegaron los higienistas para clasificarlas, o para — con la mejor de las voluntades — relegarlas a los lugares adecuados (Rodríguez, 1990), evidentes emplazamientos permisivos, instaurados claramente para que sus tarifas devinieran impuestos (Barbosa, 2002).

La relación prostitución-crimen-pobreza-fealdad generó toda una tipología cargada de prejuicios y desplegó una mentalidad y una actitud negativa a todo lo que proviniera de cualquiera de esas definiciones científicas conservadoras. Quién sabe si en realidad se asumieran como verdaderas, como reales; empero, se acudía a éstas para rechazar, descalificar, ideologizar, intimidar y humillar a quienes eran así catalogados. Y éstos, ni enterados.

Lugares, personajes, recorridos, deambulares, estancias, permanencias, narrativas, registros, placas, hábitos, asistencias, de todos estos elementos, por separado o en conjunto, se encargó la psicología social. Todo esto llamó su atención, ahí es donde se localizaban sus objetos de estudio. Lo que la definía como disciplina se relacionaba con lo que veía y describía a partir de la cotidianidad; le importaba cómo los grupos iban apareciendo, multiplicándose las prácticas, construyendo lugares, proponiendo conversaciones de mucha o poca relevancia.

En sus orígenes, la psicología social en México se interesó por la cultura, por lo que la gente común y corriente decía, hacia o pensaba, y no buscaba respuestas ni soluciones, era más comprensiva que explicativa, más descriptiva que analítica, más vivencial que comportamental. La paradoja es la siguiente: lo que nunca quiso ser es lo que la asumió como disciplina científica e independiente, una falacia intelectual, que hasta la fecha pervive, ya que aquellos objetos de estudio se desdibujaron en pos de otros más adecuados para ese hacer las cosas tan natural y cientificista.

Orígenes

La responsabilidad sobre esta manera de concebir la realidad es de la psicología general, una que se ha interesado por todos los individuos o colectividades que se distinguen de lo normal, y para los cuales se fueron elaborando etiquetas y perfiles e instrumentos de medición (Colotla y Jurado, 1982-1983). La realidad se volvería aprehensible a partir de estas técnicas; se volvería selectiva, se impondrían categorías, se rechazarían o aceptarían nuevos grupos y dinámicas sociales. Desde sus inicios, la psicología en México repetía e imputaba los criterios positivistas en la investigación,4 donde la imposición desplazaría otras maneras de aproximarse al contexto, y la repetición de esa ideología seria por comodidad: era más fácil catalogar a alguien o algo de anómico o diferente o extravagante o impresentable, que reconocerle su autenticidad como una forma, o una distinta relación social.

Pero con la psicología social seria otro cantar, ya que las clasificaciones, etiquetas y categorías serían vistas como formas de interacción, de relacionarse, y entonces las preguntas contrastaban con aquellas otras que intentaban reafirmar que todo lo diferente sería negativo, que su existencia o presencia afectaría el bienestar social, que las conductas deberían ser de una sola manera, que los comportamientos estaban regulados para ser practicados y bien vistos en un solo lugar, que las actitudes no eran algo que se media, registraba y se podría manipular, sino que las actitudes eran, relativamente, producto del pensamiento social.

La vida social y la psicología social

Saber algo no significa que uno pueda demostrarlo.

James Ellroy

La psicología social en México tiene un registro histórico, hay datos y documentos que lo avalan, pero los orígenes siempre se confunden o con una fecha o con un lugar,5 y pocas veces se pone atención a la narración, a la descripción, al despliegue de conocimiento entre las con-ciencias, en diversos escenarios —el académico6 y el cotidiano— y entre las personas -el intelectual, el científico, el lego de la calle, el disidente social. Entre todas se concibió una definición, contingente, relativa, justificada a partir de los juicios y de los acuerdos momentáneos, de las políticas educativas, de lo que se ensenaba en las aulas, o lo que se conversaba en los ratos de ocio, describiendo lo que se veía a diario y en los más pintorescos lugares, de lo que se hacía pasar, o se entendía, como "problemática social".

La pobreza era una y la insalubridad otra más, y entre las dos parecían evidenciar que el proyecto de la modernidad no estaba funcio nando como sostenían los discursos políticos e institucionales. Ver a los pobres en las calles y que ellos hicieran lo que les diera su regalada gana, a muchos no les parecía muy satisfactorio (Piccato, 2010); por ejemplo, los políticos los ignoraban pero en sus campanas los referían y mencionaban; los intelectuales, los cronistas, los periodistas, los novelistas, escribían sobre aquéllos, sobre las penurias y sobre las vejaciones, por increíbles, o porque uno nunca se imaginaria — desde una posición aco modada— lo que se necesita para sobrevivir; la literatura —la coloquial y la que pretendía ser documento serio— 7 en la transición de un siglo estaba hablando de "psicología social", y Ross (uno de los autores que publicó en 1908), si. Una aseveración arriesgada, ya que si lo psicosocial es un acuerdo, un paradigma postulado por una comunidad científica, esto nos obliga a discutir qué si y qué no es, en la actualidad, "psicología social". Y las reflexiones de Tarde, ahora, lo son (Fernández, 2006; Latour, 2013).a otro fue ilustrativa con respecto a los personajes o tipos sociales que iban apareciendo, que según se decía salían de las cloacas (González, 1990) o provenían de otras localidades (Barbosa, 2006) y realizaban toda clase de nuevas, atractivas y originales prácticas.

Reglamentos para las multitudes

Iniciado el siglo XX, lo que sucedió en la capital de la sociedad mexicana, fueron abundantes transformaciones culturales, provenientes de los más diversos flancos, por ejemplo, el urbanistico, que iba desde el trazo de las calles hasta la identificación de quiénes si podrían transitarlas; desde la instalación del alumbrado y la iluminación pública (López, 2002) hasta desplazar grupos, sujetos o colectividades hacia la sombras; desde la reglamentación de cierta clase de prácticas en las calles hasta el deambular justificado por la clandestinidad (González, 1990). Y será en las grandes urbes, en la instauración de ese proyecto, donde tendrán cabida imposiciones higienistas. "Orden y progreso", tal como rezaba la modernidad, sería un asunto de depuración y limpieza (étnica, racial, moral, de clase).

"Uniformizar a la población" (Barbosa, 2006: 117), al final eso fue lo que sucedió bajo la consigna de la modernidad. Los estereotipos surgieron de las clasificaciones cientificistas y de las categorías académicas enfocadas a las problemáticas sociales. Los reglamentos fueron los dispositivos para legitimar la higiene pública y la asistencia social, pero, a la vez, con los reglamentos se despliega una mentalidad, a saber: la del control, contención, delimitación, de lo que se asumía como amenazas a la estabilidad y lo que era obligado esconder. La modernidad y la verdad científica iban de la mano, ejerciendo coerción, y evidente exclusión, hacia cualquiera que se distanciara de las mismas.

Había reglamentos para todo, porque se temía que cualquier práctica fuera de los acuerdos cientificistas podría atentar contra el avance que se anhelaba. Hubo reglamentos para vigilar las prácticas sexuales, para los hábitos alimenticios, para la vestimenta que se usaba públicamente, interesante, pero desviaría la atención sobre lo que en este texto se pretende; y no es que sean más "reales" o "verdaderas" las afirmaciones o sentencias de una y otra aproximación, sino que son válidas (Berger, 1977: 284) para continuar describiendo realidades, contextos, sociedades, 98 prácticas y costumbres. Para las actividades recreativas, para la velocidad al caminar las calles, para la apariencia e higiene personal, para el manejo del entorno y de la basura producida (Rodríguez, 1990; Núñez, 2002; Barbosa, 2006). Y su justificación era un asunto de percepción social, porque todas serian percibidas así, como inmorales, antihigiénicas, anormales e indecentes.

La descalificación fue un asunto generalizado. El desdén por lo que un amplio sector de la sociedad realizaba gestó a una entidad intangi ble y sin rastro en las estadísticas, en los documentos serios, en el dato duro que se intentaba crear, inaprehensible, eran "los seres fronterizos" (Rodríguez, 1990: 24), los fracasos de la modernidad, los ceros sociales, susceptibles de cualquier medida, y que, si no fuera por las crónicas, las novelas, los registros visuales de sus actividades, seguirían siendo invisibles para toda sociedad que se regodea en esa soberbia retórica de la modernidad.

Colofón

El discurso de la modernidad impactó en los incipientes campos de conocimiento, y lo que les cuestionó, para reconocerles, fue lo funcionales o útiles o impactantes, que serían esas primeras disertaciones. Según cada uno de los autores, las aportaciones que se podrían recuperar de aquellas primeras citas sobre una disciplina con tal nombre y apellido son variadas y dependen de lo que se intenta cuestionar con esos datos: por un lado, su cientificidad (Gallegos, 1981-82; Álvarez, 2011), y por el otro, su trasfondo sociocultural (Rodríguez, 2007).

Cada quien es libre de extraer sus propias conclusiones; lo único claro es que éstas tienen intencionalidad, y en la búsqueda o construcción de un dato histórico, se corre el riesgo de terminar emitiendo un juicio de valor. Eso es lo que ha pasado con los que se interesaron en la historia de la psicología, olvidando que los criterios para señalar qué vale y qué no en una disciplina no dependen de ellos, ni de sus comparsas, ni de hacerlo público en un texto, porque eso no es más que un proceso de ideologización.

Para el presente texto, lo que importa no es la psicología sino la psicología social, y a partir de un mismo dato —la impartición de una cátedra de psicosociología en la Escuela de Altos Estudios Profesionales en 1905 por James Mark Baldwin— tiene cabida otra discusión, proveniente de ese nuevo escenario, la psicosociología. ¿Qué sugería?, ¿cuáles serían sus aportaciones?, ¿cuál era el objeto de estudio que proponía?, ¿por qué un campo de conocimiento con esas características?, ¿quiénes hablaban de ésta en el mundo?, qué problemáticas se enfocaba en el ámbito local?, ¿para qué un curso con esas características enfocado en la realidad mexicana? Esas son las preguntas que guían la discusión.

Leer a Baldwin o a Tarde

La psicología social desarrollada en México abrevó de lo que, desde distintas latitudes políticas, culturales e intelectuales, propondrían. El contexto tan variado permitió que cualquier teoría desplegara una respuesta hacia las problemáticas sociales. Las tesis criminalísticas e higienistas son el ejemplo más a la mano que permite ilustrar todo esto. Su valor radica en la visibilidad de su "objeto de estudio", observable, medible y cuantificable, esto es, las conductas y comportamientos a los que se referían y su identificación como elemento de cambio en las prácticas cotidianas. Empero, toda conducta, todo comportamiento, proviene de una actitud, esto es, constituye una manifestación del pensamiento social, alguien lo inventó, a los demás les resulta atractivo y lo imitan, y fue a partir del intento de apegarse a esa primera versión, que su difusión y práctica cons tante permitió nuevas y distintas maneras de relacionarse.

J. M. Baldwin, quien podría pasar a la historia disciplinar como el introductor del término psicosociología, fue lo suficientemente hábil como para explorar aquel proceso psicosocial que Gabriel Tarde propuso como el objeto de estudio de la psicología social, un proceso "intermental" lo llamó el francés, "algo" que no surge del interior del individuo sino que se ubica "en medio de". Debatir quién lo dijo primero o quién de los dos elaboró una propuesta teórica más completa seria materia de otro texto. Lo que cabría señalar son los distintos puntos de partida para llegar a las casi mismas conclusiones. Baldwin (1897) abogó por la herencia social y el desenvolvimiento moral (será por eso que junto con las tesis higienistas y biologicistas, en México se vio con tan buenos ojos su propuesta); mientras que Tarde (1890) intercedió por la noción de interacción (noción que nadie sabía con certeza a qué se refería, o será que su escritura tipo ensayo siempre fue objeto de crítica y rechazo), y la psicología social que postuló no la llamó así, sino inter-psicología (término más que adecuado para sus propios intereses).

Para ejemplificar su propuesta, Baldwin convocó a la infancia, o mejor dicho, el registro de lo que cualquier niño realiza en sus etapas de desarrollo, lo que aprende y, más que nada, lo que imita o repite; y ahí radica la confusión: la imitación para Baldwin era la repetición de las conductas que observaba en su ambiente, cercano, local, de convivencia, y en esa repetición el niño se reconocía él mismo como un ser diferente; y a los demás, como sus iguales, sujetos sociales que podrían repetir lo mismo que él había realizado.

La propuesta de Baldwin llega a ser muy ilustrativa en el contexto mexicano a partir de la cantidad de nuevas actividades que se estaban efectuando, nadie sabía de dónde provenían, ni cómo y a partir de qué se estaban multiplicando. Cada actividad sugería un nuevo personaje, un obligado registro, una evidente reglamentación, un latente impuesto. Todas las actividades que llevaban a cabo hombres, mujeres, ancianos y niños, en la calle, en la casa, en la plaza, eran formas de subsistir, y dado el grado de excesiva insalubridad, insuficiente asistencia, visi ble pobreza, eran formas aprendidas en los círculos más cercanos para sobrevivir.

Esta versión, la de Baldwin, contiene dejos de paternalismo, altruismo y justificada sumisión si es que cualquiera desea modificar sus con diciones cercanas; no pasa lo mismo con lo propuesto por Tarde, y es que para el jurista francés, "la sociedad [completa] es imitación" (1890: 221), es el proceso constante en el cual estamos inmersos, con el que nos reconocemos y, con base en la imitación, pertenecemos a una sociedad. Imitamos todo, los gestos, el tono de voz, la ropa, el andar, los hábitos, y ciertamente aprendemos actividades y comportamientos que nos permiten sobrevivir, pero por sobre todas las cuestiones imitamos para convivir, por curiosidad y porque, visto en perspectiva, el apartado cultural del progreso se localiza en la contraparte de la imitación, esto es, la invención, al proponer algo distinto, diferente, al descubrir que con los mismos elementos, otra historia puede ser contada.

Tarde tenía un gusto exagerado por las estadísticas porque, según él, reflejaban lo que una sociedad hacia o había hecho durante un determinado espacio y tiempo. Puede ser que las problemáticas identificadas terminaran por volverse una cifra impactante, y ante la impresión que sugiere un número nada se podría ya hacer. Sin embargo, esas cifras, las conocidas y las ocultas, conllevan un trasfondo psicosociológico,8 en México, a través de todo lo que se quiso reglamentar, instaurar, prevenir, desplazar. Y otra historia hubiera sido si se hubiera leído a un autor en lugar de al otro.

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1Lo psicosocial es un asunto cultural e histórico, y en estricto apego a las interrogantes sobre el ¿qué es?, la respuesta incluye distintos escenarios, por ejemplo, los siguientes: uno, aquel que hace referencia a los comportamientos colectivos (Sharpe, 1991), o ese otro que se interesa por lo que la gente piensa o siente a diario (Burke, 1991), o uno más, enfocado en la descripción de algunos hábitos o prácticas que devienen conocimiento, malos o buenos, eruditos o profanos (Le Goff y Nora, 1974). Y esto no suena descabellado, al contrario, es totalmente coherente. Por caso, siguiendo con los ejemplos, y mal parafraseando a Gaston Bouthoul, sociólogo e historiador, él señala que el objeto de estudio de la psicología social son las mentalidades (1979: 126); asimismo, Serge Moscovici, filósofo de la ciencia y psicosociólogo en toda la extensión de sus honoris causa, se interesó en cómo describe la gente común un conocimiento erudito y lo vuelve mundano (1961), y algo que también llamó su atención fueron las formas como la gente se reúne (1981), para manifestarse, explotar, explorar, condensarse en una fuerza social y ejercer presión contra alguien o algo: pensamiento o tirano, o los dos. Y eso no devela más que el constante interés por expresiones, descripciones o relaciones hechas de "cultura".

2Toda historia es un retorno a los orígenes, y a la vez es un reencuentro con las posibilidades acerca de una potencial —otra— realidad, disciplinariamente sugiere poner en entredicho los datos que se han asimilado, ideologizado, sobre quién, cómo, cuándo, dónde y por qué, no siempre completamente explorados, ni en ese orden ni con el suficiente interés, en ocasiones simplemente privilegiando respuestas que se adecuen y justifiquen teorías, personajes, ideologías y uno que otro método. Práctica intelectual que no resulta extraña, pero si omitida de los registros; cada quien reivindica a sus propios "padres fundadores", la ideología que más le acomoda y los escenarios que mejor le simpaticen. Entre psicólogos sociales puede ser o bien Wilhelm Wundt (Danziger, 1990), o Gabriel Tarde (Farr, 1996), o James M. Baldwin o Ezequiel Chávez (Valderrama, et al., 1994; Rodríguez, 2005), aunque al final, no serán los autores los que trasciendan el tiempo, sino la coherencia teórica de sus argumentos lo que se seguirá debatiendo.

3Valga una acotación. Las costumbres adolecen de exactitud histórica, no se sabe a ciencia cierta cuándo aparecieron, simplemente permanecen mientras se sigan realizando, y se van transformando de acuerdo con las necesidades y empatías, con los personajes que las practican, en nuevos o viejos discursos y descripciones de su existencia. Es posible rastrear un aproximado de su aparición, de su implantación en la conciencia colectiva, pero cabe la imposibilidad al identificar su erosión como dinámica social, y es que los grupos que las convocaban han desapa recido, ya no se reúnen para realizarla, ya no son de su interés; los grupos, o se volvieron otros, o la costumbre después de tanto tiempo quedó relegada de sus vidas (Halbwachs, 1925). Las costumbres son un recuerdo, son muchos recuerdos a la vez, y quienes las hacen las conmemoran, y quienes no, ya las han olvidado. Como dijera aquel sociólogo francés: "No existe idea social que no sea, al mismo tiempo, un recuerdo de la sociedad" (Halbwachs, 1925: 343). Recordar un periodo histórico no es lo mismo que conmemorarlo; en esto último se está resignificando, en lo primero, se está ideologizando.

4Ciertamente, el positivismo repercutió en las investigaciones que en México se realizaban. La propuesta incorporaba planteamientos originales y coherentes para describir la realidad. Asimismo, y al amparo de la cientificidad que propugnaba, a la comunidad intelectual le pareció adecuada la adopción de esa postura. Y se puede hablar tanto de las virtudes como de los excesos cometidos en todos los ámbitos en nombre del positivismo. Esta última acotación es la que más argumentos ha desplegado y se ha vuelto la tarea más común en la investigación en ciencias sociales. Según dice la maestra Laura Cházaro: "Parece ser, que algunos han querido únicamente mostrar cuánto el positivismo afectó a la educación, haciendo al positivismo la doctrina oficial del Porfiriato" (1994: 64), y en efecto, los científicos sociales han tratado de evidenciar las responsabilidades intelectuales del positivismo, y, a decir verdad, quién sabe si esa influencia sucedió en todos los escenarios, pero en el caso específico de la psicología y la psicología social si lo logró, permeó los criterios y las conciencias, los discursos, y se tornó una afirmación, de modo que ostentar una investigación con criterios positivistas serviría para descalificar cualquier otra investigación.

5Quién sabe si eso suceda en todas las disciplinas, o si la manera de hacer investigación imponga la ideologización de las fechas como el origen de un campo de conocimiento. Ciertamente, el dato es importante, pero no es absoluto. Las fechas, así como los lugares o latitudes geográficas, ponen en contexto, permiten reconocer cuándo y dónde se generó ese presupuesto, pero además permiten identificar las relaciones que se establecen con aquel apartado socio histórico. Esto implica preguntarse por qué se pensaba algo en ese momento, qué era lo que a los distintos grupos que conformaban esa sociedad les interesaba responder, qué era lo que les preocupaba, y en específico cómo es que todo esto generó una nueva mirada, "psicosocial" le podríamos llamar. Sin embargo, parece ser que es una la fecha que todo psicólogo social debe aprenderse y memorizar: 1908, avalando esa historia tendenciosa anclada en los manuales esco lares (Álvaro y Garrido, 2004), develando el impacto que tendría la publicación y divulgación de una idea. En efecto, en 1908 se publican dos textos con el mismo título en sus portadas, escritos desde latitudes geográficas distintas y por autores diversos, siendo esos datos los que se memorizarán para dar cuenta de los inicios disciplinares, y de la subsecuente división en el interior de la misma. Pero así como publicar un texto se volvió un dato histórico, no publicarlo también, por caso, lo que sucedió con el manuscrito de Gabriel Tarde, Psicología social y lógica social, que hubiera pasado a la historia como la primigenia teorización de psicología social si no se le hubiera obligado a dividirlo en dos partes, Las leyes de la imitación (1890) y La lógica social (1895), para su publicación (Ibáñez, 1990). Aunque la justificación —que no argumento— para que esto se refiriera así, es que según Collier, Minton y Reynolds (1991: 86), Tarde no sabía que

6Así como publicar es importante, disciplinalmente hablando tiene relevancia rastrear en qué contextos se comenzó a mencionar esa nueva mirada. Dos casos en específico nos permiten ilustrar lo dicho: el seminario que desde 1900 impartió el filósofo George Herbert Mead en la Universidad de Chicago y que llamó "psicología social" (Farr, 1996); y el proyecto histórico que elaboró durante 20 anos Wilhelm Wundt y que algunos reconocen como "psicología social" (Boring, 1950). Publicaciones, seminarios e instituciones se interrelacionan para dar cuenta de una historia disciplinar.

7"Tales intersecciones de la ficción literaria con la historia o la ciencia de la sociedad, lejos de ser recientes, se han venido produciendo, por lo menos, desde el siglo XVIII, época en que estas dos maneras de abordar el estudio de la vida social adquirieron su forma característicamente moderna" (Berger, 1977: 12). Productos de una misma época, reflejos del pensamiento social, exigencias sobre cómo aproximarse a la realidad, a la sociedad vivida, a las experiencias compartidas. Sin embargo, las exigencias de la modernidad obligaron a que cada una de estas maneras de describir el contexto fuese cada vez más distinguible, y que se pretendiera imponer una sobre otra. El debate surge a partir de las preguntas: ¿Cuál de las dos es más real?, ¿cuál de las dos es más verdadera? La respuesta, para los fines de este escrito, seria: por qué alguna de las dos tendría que serlo? Entramparnos en una polémica tal seria desgastante, y también

8Da la impresión de que "la cultura" es un tema de moda, pero no. Las prácticas mundanas, el lenguaje coloquial, la identificación de las costumbres de hoy, tienen mucho de las que se realizaban ayer, o el deambular callejero, o los emplazamientos clandestinos, o el arrabal, o el reconocimiento de personajes ordinarios y sus disertaciones, sus maneras de ver el mundo y la realidad, sus estrategias para afrontarla o aceptarla tal cual es o tal como la han vivido. Todo eso interesa para la psicología social. Y valdría una acotación: éstas no son temáticas exclusivas de ninguna disciplina o campo de conocimiento que se pregunte por lo que es "lo social". Cada cual trata de problematizarlo, en su muy particular forma, y bajo lo que propiamente sugieren como el método adecuado para hacerlo, hablan con las personas, les preguntan de qué va, por dónde andan y cómo ven al mundo; o las acampanan toda una jornada, y se interesan por lo que viven día a día, y les preguntan por qué es tan interesante su cotidianidad. Si ellas mismas la ven como tal o si solamente es una invención académica. Entonces ellos, o ellas, o todos, contestan, y dicen lo que saben, o lo que el mismo contexto les da a entender. Y adquieren conciencia de lo que han hecho, o de lo que han sido, o de lo que jamás van a ser o hacer; reconocen los juicios de valor a partir de los cuales se les ha preguntado por su vida, y a la vez las normas sociales que se han acordado o impuesto según sea el caso, o los grupos sociales a los cuales pertenecen, o se les ha forzado a pertenecer. Así, al llamarles "gente de la calle", "malvivientes", "desobligados", "baquetones", "mujerzuelas", "viciosos", "pobres", "desadaptados sociales", "vagos", gestan esas realidades. Dinámicas sociales que se desprenden de estos distintos sujetos, personajes ordinarios que dejan de serlo para volverse etiquetas, clasificaciones o estereotipos.

Recibido: 26 de Agosto de 2013; Aprobado: 25 de Abril de 2014

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