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Polis

versão On-line ISSN 2594-0686versão impressa ISSN 1870-2333

Polis vol.10 no.1 México Jan./Jun. 2014

 

Artículos

Políticas de la experiencia colectiva poscolonial

Collective postcolonial political experience

Donovan Hernández Castellanos* 

* Candidato a doctor en Filosofía por la UNAM. Participa en diversos proyectos de investigación en la Universidad Nacional Autónoma de México y la UACM. Es investigador asociado en el CEGE. Sus temas de investigación son el análisis del discurso con perspectiva de género, la teoría crítica y la genealogía de lo político en Occidente. Correo electrónico: <donovan.ahc@gmail.com>


Resumen

El presente ensayo, dividido en tres partes, defiende un argumento de conjunto: es necesario formular una crítica de la experiencia poscolonial desde sus dispositivos políticos. Por ello, mediante un procedimiento genealógico, se estudian las formas de la conmemoración vigentes en la cultura de la memoria transnacional, aunque sus efectos sean siempre locales, donde se insiste en el duelo tras el pasado traumático de la colectividad. En segundo lugar, se estudian las prácticas de la memoria vinculadas a los monumentos del colonialismo que constituyen una idea excluyente de la nación, haciendo su rastreo desde Centroeuropa. Finalmente, se analiza el discurso sobre la museística contemporánea, sobre sus fuerzas de representación y efectos políticos. Se concluye con una evaluación de la situación pos-colonial en África tomando como ejemplo Sudáfrica y sus políticas de reconciliación tras el apartheid. En todo el texto se propone una teoría performativa de la nación como narratividad.

Palabras clave: políticas de la experiencia; duelo colectivo; nación; narratividad; performatividad

Abstract

This paper has three parts. It argues that is necessary to make an immanent critic of postcolonial experience from it's political devices. The first part is a genealogical approach to the transnational culture of memory and mourning practices. The second part is a study about the colonial artifacts that performs an idea of the nation in itself. Finally, the third part is the discursive analysis of the contemporary museum in the political situation of postcolonialism in Africa. South Africa is the example elected. The paper proposes a performative theory of the nation as narrative.

Keywords: politics of experience; collective mourning; nation; narrative; performative

El presente ensayo se propone desarrollar una teoría de la nación como performatividad a partir del análisis del discurso político de sociedades poscoloniales. Se trata de un estudio de las políticas de la experiencia, sus artefactos y ceremonias cívicas, con las que se produce en nuestras sociedades la adscripción o la pertenencia a una comunidad imaginada (Anderson, 2013). Dentro de las actuales discusiones teóricas acerca de la conformación de los procesos civilizatorios en Occidente, específicamente los referidos a la conformación de las naciones y su estatus en la globalización contemporánea, se ha hecho necesario proponer nuevos modelos explicativos capaces de dar cuenta de la convivencia de diversas fuerzas históricas, sociales y políticas que confluyen en la heterotemporalidad de las sociedades poscoloniales (Chaterjee, 2008). El argumento principal del presente estudio, según se verá en el desarrollo del texto, sostiene que la nación debe entenderse como una maquinaria discursiva que, al postular narrativas fundantes y constitutivas de la comunidad, requiere de una suerte de pragmática que se concreta en rituales sociales que reiteran y producen retóricamente a la nación misma. Dicho de otra forma: el de "nación" no es un referente enunciativo, sino el producto de la actividad del discurso público que genera iden tidades civiles con base en narraciones fundamentales que construyen el pasado común mediante ceremonias de conmemoración pública. Lo que da el efecto de identidad, permanencia o "sustancia" a la nación es su reiteración en rituales cívicos que, siguiendo a George Mosse (2005), denominamos "liturgias cívicas".

Se trata, en suma, de hacer un estudio pragmático de los actos de la nación que performan las identidades colectivas en la modernidad. A lo largo del texto se mantiene la necesaria disonancia entre las liturgias cívicas que reiteran diferencialmente una identidad cívica sujetada por un relato hegemónico y lo que denominamos actos de la nación; vale decir: si bien toda liturgia cívica es un acto que produce la identidad nacional, lo cierto es que, en la medida en que la nación es un conjunto de actos sociales reiterados, sus identidades pueden cambiar y transformarse históricamente mediante la pugna política por extender, transformar o integrar nuevos significados políticos acerca de quién y cómo puede calificar como "sujeto nacional".

El análisis se detiene de modo específico en Sudáfrica por tratarse, quizá, de una de las sociedades poscoloniales donde las tensiones constitutivas del proceso de construcción nacional han adquirido una resolución modélica: Sudáfrica no es solamente una nación poscolonial, sino un país en donde la consolidación de la comunidad nacional posterior al apartheid mostró la necesidad de un proceso de reelaboración del pasado reciente, gobernado en exclusiva por la comunidad afrikáner. En este sentido, la comunidad afrikáner es hoy una entre otras y, sin embargo, permanece su autoimagen de comunidad seminal de la nación sudafricana. Entre otras cuestiones, esta posición singular obligó a una interrogación sumamente vigente acerca de la permanencia de los monumentos y símbolos públicos que conmemoran la llegada de los ancestros de los afrikáner. Luego de 1994, una de las preguntas abiertas en los ánimos emancipados fue: ¿qué hacer con esos artefactos que conmemoran el inicio de la colonización del Transvaal? En este texto se intentará hacer una genealogía de las respuestas que se han dado a estas problematizaciones sobre el pasado común y dividido de Sudáfrica, así como la revisión teórica de algunos usos y re-significaciones de los artefactos conmemorativos desde una perspectiva poscolonial.1

Uno

"Lo que, paradójicamente, nos ensenan la colonización y sus reliquias, es que la humanidad del hombre no viene dada: se crea. Y no se debe ceder ni un centímetro en la denuncia de la dominación y la injusticia, especialmente cuando ésta se comete por ella misma (...)" (Mbembe, 2008). Con esta sentencia que concluye su artículo Por un entierro simbólico del colonialismo, escrito en 2008, Achille Mbembe confronta una arraigada tradición en la conciencia africana: la del victimismo; legado perverso del colonialismo que se prolonga en el autoritarismo del potentado poscolonial que impone la evidencia desnuda de una existencia dañada (Adorno, 2004). En su lugar, el daño inscrito en la memoria y el cuerpo de los africanos debía ceder su lugar a la lección política, a la elaboración del trauma y no a su pasaje al acto autovictimizador. Estos acontecimientos forman parte de la política de la experiencia poscolonial contemporánea. Pero ¿qué formas debería tener esa elaboración del pasado traumático? Varios críticos han constatado recientemente que todos hemos sido testigos de la aparición de una cultura de la memoria trasnacional, cuyas formas espectaculares en el espacio público, vigentes en las prácticas museísticas pero también en la retórica memoriosa que importa los tropos empleados en la discursividad del Holocausto, desempeñan un papel en contextos nacionales y políticos diversos. Por lo anterior, conviene preguntarnos qué puede significar esta intensa atención al pasado y a la memoria traumática para la genealogía del presente. Andreas Huyssen argumentó con mayor empeño que el enérgico discurso de la memoria, hiperbolizado a partir de 1989, es claro síntoma de los cambiantes parámetros que afectan tiempo y espacio como efecto de la globalización. En su opinión, nos enfrentamos a un cambio estructural —posibilitado por el desarrollo tecnológico, el crecimiento urbano y sus marcas sobre la experiencia humana— en la percepción de la temporalidad de las naciones, formas que divergen del imaginario utópico del siglo XX, aquel de la liberación y la emancipación (Huyssen, 2010: 184). Esto tiene efectos importantes en los habituales ritos de la conmemoración política poscolonial.

La memoria nacional, hasta hace poco vivida todavía como natural, auténtica, coherente y homogénea, ha generado una suerte de "memoria diaspórica", alteridad presta a la hibridez, al desplazamiento y a la división interna del recuerdo. ¿Ello debería ser leído como la réplica memorial de la división en la ciudad, que atraviesa los conflictos políticos actualmente tras la internacionalización de la guerra civil que describen Foucault (2006), Traverso (2009) y Bruneteau (2006)?

Pese a todo, hay una afinidad estructural entre la memoria nacional y la generada en la diáspora, que siempre se basa en el desplazamiento temporal entre el acto de recordar (noético) y el contenido del recuerdo (noema); acto de búsqueda más que de recuperación. Sabemos que la memoria nacional suele ocultar su proceso temporario de resignificación mediante procedimientos retóricos, tanto como en sus emblemas y monumentos conmemorativos que diseñan estéticamente la experiencia civil del pasado común o dividido. El Heimat ya no es lo que era, ni para la nación ni para la diáspora en la época de la globalización. El discurso de la memoria, siempre con efectos locales, normalmente surge después de historias de violencia colectiva: genocidios, situaciones de apartheid, dictaduras militares y en relación con las luchas por asegurar la legitimidad y el futuro de un nuevo sistema de gobierno buscando, para ello, formas de conmemorar y atribuir los errores pasados a quien corresponda (Huyssen, 2010). Dominick LaCapra, al argumentar sobre la lógica suplementaria de la historia y la memoria que evita el cierre metafísico de ambas, sostiene que el acontecimiento traumático tiene su mayor y más claramente injustificable efecto sobre la víctima, pero de maneras diferentes afecta también a cualquiera que comparte el pasado dividido de lo político: victimario, colaboracionista, testigo, resistente, incluyendo las nuevas generaciones (LaCapra, 2009: 29). El trauma colectivo, la violencia política, perturba los problemas identitarios y las autoimágenes deseadas, incluyendo la imagen de la propia civilización occidental en el imaginario colonial y poscolonial. ¿Cómo evitar entonces la tendencia a repetir, revivir y ser poseído compulsivamente por las escenas traumáticas del pasado, tan propia de la lógica victimista de quienes enfrentan la transición de un pasado de horror hacia una política activa?

Consciente de que la experiencia de la política también debe dar lugar a la reflexión sobre las políticas de la experiencia, Achille Mbembe defiende que todo esfuerzo de superar el pasado traumático debe abrevar de la crítica inmanente de las segundas con la finalidad de brindar nuevas opciones al trabajo emancipatorio. Hablar de políticas de la experiencia querrá decir desmantelar la compleja relación entre saber y poder que da lugar a formas de subjetivación victimistas mediante dispositivos y tecnologías políticas, que recurren a narrativas nacionales, diseños urbanísticos y topologías de la memoria nacional.2 Puesto que la experiencia, como suponía Walter Benjamin (2008), es dependiente de la estructura de la memoria involuntaria y de las relaciones de poder y dominación que afectan, modifican y producen performativamente el cuerpo en el capitalismo tardomoderno. A la manera de Foucault, diremos que la experiencia del sujeto está atravesada por dispositivos de poder, formas del discurso, y comportamientos subjetivantes que tienen una genealogía específica (Foucault, 2005a: 112-125; 2005b). En la medida en que el sujeto es producido políticamente, podemos hablar de políticas de la experiencia constituidas por relaciones de poder que son a la vez no subjetivas e intencionales, que diseñan un complejo diagrama político en el que transcurre la vida de las poblaciones del orbe, como bien sabe el pensamiento poscolonial.

Genealogía de la experiencia, duelo y rememoración

En primer lugar, Mbembe recoge una lección histórica: pese a que la memoria del colonialismo no fue feliz, su maquinaria —típicamente occidental, mezcla de racionalidad y violencia— estaba lejos de ser un mecanismo infernal y omnipresente. Como todo dispositivo, el régimen colonial estaba atravesado por líneas de fuga hacia las que dirigía la mayoría de sus energías para controlarlas y luego utilizarlas como una fuerza constitutiva, capaz de autorregular su funcionamiento expropiador. Estas líneas de fuga, como bien comprendió la sabiduría en resistencia, fueron agenciadas por aquellos que el potentado ha relegado a la condición de "rebeldes" y de "muertos excedentes de la historia", sin una tumba digna de conservar sus restos ni una inclusión post mortem dentro de la "nación" reunificada. La segunda sería, si se quiere, una lección a la vez política y mnemónica, "pues —insiste Mbembe—, no podemos menospreciar lo simbólico y político de la presencia de estatuas y monumentos coloniales en los lugares públicos africanos" (Mbembe, 2008). Ambas lecciones de la experiencia resistente están íntimamente ligadas; estas construcciones, ruinas de la antigua celebración de la nación colonial, intervienen en las manifestaciones del duelo público con su presencia enfática y autoritaria; presencia que eventualmente puede ser incorporada en la construcción de la "nueva" nación como ocurrió en Sudáfrica. La memorialización —que pese a la extendida opinión que insiste en su vacuo universalismo, es de hecho siempre local y específica—, proceso puesto en marcha en los países que sufrieron la experiencia traumática del colonialismo (o de la violencia estatal como en el Cono Sur), empieza por una meditación sobre la "forma de transformar en presencia interior la ausencia física de todos aquellos que se han perdido" (Mbembe, 2008). Habría que pensar por ello si esta "presencia interior" se da en los proyectos que construyen nación y ciudadanía —siempre tensionales y propensos a la hybris de lo político— o en la violenta expulsión de la memoria de las víctimas y de sus instigadores en la escena pública. Sea como fuere, Mbembe establece que la meditación sobre esta "ausencia" recibe la forma de un imperativo incondicional, de un deber de memoria público que da toda su fuerza realizativa a la cuestión del sepulcro, es decir, del suplemento de vida necesario a la rehabilitación de los muertos en el seno de una nueva cultura que no debe, jamás, olvidar a los vencidos.

Esta recuperación, siempre polémica, de la benjaminiana "tradición de los oprimidos" se "traduce -según la fenomenología de la memoria colectiva habilitada en Mbembe- por la sepultura apropiada de los esqueletos de aquellos que murieron luchando; el levantamiento de estelas funerarias sobre los mismos lugares donde cayeron; la consagración de rituales religiosos tardocristianos destinados a 'curar' a los sobrevivientes de la ira y del deseo de venganza; la creación de muchos museos (el Museo del Apartheid, el Hector Peterson Museum) y de parques destinados a celebrar una común humanidad (Freedom Park); la floración de las artes (música, ficción, biografías, poesía); la promoción de nuevas formas arquitectónicas (Constitution Hill) y, especialmente, los esfuerzos de traducción de una de las constituciones más liberales del mundo en acto de vida, en cotidianidad" (Mbembe, 2008). El caso de Sudáfrica es bastante representativo de las acciones realizadas por asociaciones civiles y los esfuerzos estatales para la "construcción de la unidad nacional", artificial y precaria, basada en la retórica pública de la "reconciliación" entre opresores y oprimidos; actores sociales ambos que son incorporados en la narrativa histórica, expropiada de algunos por el colonialismo y el apartheid (claramente es el caso de los negros, los coloured, los hindús y asiáticos junto con las poblaciones "nativas" del complejo territorial que hoy llamamos Sudáfrica), sostenida por otros mediante una racista política de la autoctonía (como fue, obviamente, el caso de la población políticamente hegemónica de los afrikáner).

Es bien sabido que Sudáfrica intentó dar respuesta a todas estas demandas mediante la conformación de una Comisión de la Verdad y la Reconciliación (CVR) que entraría en la dividida escena política desde 1995, en el marco de toda una arquitectura estatal de la reconciliación y el perdón.3 Esta comisión actuaría dentro de la amnistía decretada por Nelson Mandela al asumir la presidencia y se instalaría de lleno en la ley de "Promoción de la unidad nacional y de la reconciliación"; su "política de la justicia" transicional basada, a decir de Sandrine Lefranc (2004), en el modelo de la justicia chilena se enfrentaría a problemas sumamente específicos: para el régimen autoritario sudafricano el problema no había sido tanto una lucha contra la "subversión" de orden ideológico —pese a que el fantasma del comunismo asediara al conservador imaginario afrikáner— cuanto la consolidación del monopolio del poder que la minoría blanca se había arrogado. En 1978, bajo las reformas dictadas por el primer ministro Pieter W. Botha, y con la Constitución de 1983 que instauró en el Parlamento sudafricano tres cámaras para representar a las diferentes "etnias", se intensificó la represión en nombre de una "estrategia total" contra la "amenaza comunista", y el aparato de Estado se vio reforzado por una estructura militar.4

La CVR se conformaría de acuerdo con los siguientes objetivos: establecer la "verdad" histórica sobre la violencia política entre 1960 y 1994; ofrecer a las víctimas un lugar donde contar los sufrimientos infligidos; adoptar medidas para la rehabilitación de las víctimas y la concesión de indemnizaciones, así como la facultad de hacer recomendaciones que permitiesen la prevención de violaciones de los derechos humanos (Lefranc, 2004: 57); indemnizaciones que todavía esperan las viudas y los huérfanos de las víctimas del último racismo de Estado. El efecto, a menudo hiperbolizado por los críticos de la política de reconciliación, fue que la CVR se convirtió en una suerte de "tribunal de lágrimas" y que los relatos testimoniales no lograron el alcance "liberador" que algunos de sus integrantes consideraban necesario para la sana unidad nacional. En opinión de Lefranc, la CVR no logró crear el consenso que buscaba. En su lugar se "eternizaron las versiones contradictorias de la historia sudafricana y los altos responsables políticos, en su conjunto, se negaron a asumir una responsabilidad que no fuese 'colectiva' o 'moral' en la violencia política" (Lefranc, 2004: 69), lo cual incluía un reconocimiento de los caídos y de las víctimas de la violencia estatal bajo el régimen del apartheid.

En esta escena del duelo público que constituyen algunas de las "políticas de la memoria", a menudo descentralizadas del Estado en transición a la democracia, recordar a las víctimas casi siempre fue un problema cronotópico: todo duelo en proceso, sea logrado — cerrado temporalmente — o irresoluble — debido a la memoria colérica que concibe la pérdida irremplazable del otro como una demanda también infinita de justicia —, tiene necesidad de instaurar un espacio conmemorativo donde el cuerpo del otro encuentre un lugar fijo para su recordatorio permanente. Derrida señalaba hacia 1994 que todo duelo político establece la demanda de un espacio para las víctimas, una suerte de ontologización de los restos que pueden encontrarse en "este lugar y sólo en este" de manera certera (mausoleos nacionales, cementerios adosados con memoriales donde los nombres de los ausentes sean numerados) (Derrida, 2003: 23 y ss.). Dar la sepultura adecuada al combatiente es también un deber de la memoria doliente que se articula con la construcción y la experiencia de una "nueva" nación, aunque ello implique reconocer y denegar el conflicto como lo propiamente constitutivo de lo político. No se puede desear una cosa sin la otra.5

Recientemente, Judith Butler ha defendido de modo heurístico que la experiencia del duelo abre la condición de vulnerabilidad como un problema político en tiempos de la violencia globalizada; debido a ello, pensar el duelo es una labor diferencial, puesto que ciertas vidas están altamente protegidas mientras otras no gozan de un apoyo inmediato ni forman parte de nuestra "ontología histórica". Por ello conviene preguntarnos: ¿Qué vidas son reales y cómo se construye ese estatus reconocido? ¿Aquellos que son "irreales" ya han sufrido la violencia de la desrealización? ¿Qué vidas deben ser recordadas en una nación y por qué? ¿La violencia las ha despojado de su estatuto ontológico de "ser humano"? Estas preguntas suponen que lo político es siempre anterior a lo ontológico. En el nivel del discurso, cabe asumir que ciertas prácticas de la memoria colectiva socializadas de manera cotidiana, funcionan como un instrumento por el cual se distribuye públicamente el duelo. Butler pensaba en los obituarios patrióticos posteriores al 11 de septiembre y a la guerra unilateral esgrimida por los Estados Unidos contra Irak, que se convierten en la prensa en la manera más eficaz de transformar una vida en un recuerdo digno de dolor, icono de reconocimiento nacional —de los soldados caídos en acciones bélicas y sobre todo de los que son reconocidos como integrantes de la nación más poderosa del orbe; alineados a opciones de vida, modelos culturales y formas de convivencia occidentales sin más—; entre otras cosas, el obituario y el monumento funcionan como el medio por el cual una vida llama la atención. "Así —sostiene Butler (2006: 61)—, tenemos que considerar el obituario como un acto de construcción de la nación." Como se verá, no es una cuestión simple, porque si el fin de una vida no produce dolor, no se trata entonces de una vida, no califica como vida y no tiene ningún valor. "Constituye ya lo que no merece sepultura, si no lo insepultable mismo" (Butler, 2006: 61).

Fundar la memoria y actualizar la nación a partir del discurso fúnebre ha sido, por otra parte, una práctica reiterada por la soberanía desde los griegos hasta nuestros días;6 pero ¿quiénes están fuera, pues, de los límites discursivos que asignan la inteligibilidad de lo humano? Dicho de otra manera, ¿cuál es la fuerza realizativa de un memento mori, de un monumento para la construcción de la idea de nación, que posteriormente servirá como marco de inteligibilidad y de protección de la vida civil? Puesto que no hay nunca vida desnuda, vida ajena a los actos reiterados de poder y resistencia, habrá que pensar en los marcos narrativos y políticos que producen la experiencia contemporánea. No puede haber "muertes excedentes de la historia" si no hay previamente un marco narrativo donde el relato de la historia considera como excedentes las vidas de los combatientes políticos.

Estos marcos narrativos están reificados en emblemas de la conmemoración nacional, en escenas de liturgia o fiestas públicas e incluso, más habitualmente, en monumentos nacionales que recuerdan actos de fundación. Las reliquias del pasado colonial en Sudáfrica, para continuar con nuestro ejemplo, tienen una fuerza tal que su mera presencia en el espacio público sudafricano, a más de diez años de la caída del apartheid, afecta el proceso de unificación nacional y de la democracia cotidiana hoy. Mbembe lo sabía: no menospreciar la presencia de estatuas y monumentos coloniales equivale a sopesar su impacto en la vida pública de los nuevos ciudadanos. ¿Cómo se constituye una nación —junto con sus formas subjetivas— mediante actos conmemorativos y políticas del olvido? ¿Qué pasa cuando los monumentos de la opresión que suscriben una narrativa legitimadora del colonialismo no son retirados de la nación? ¿Cuáles son los efectos de la permanencia muda y potencialmente agresiva de los monumentos en un espacio público poscolonial que abandona su pasado de opresión política?

Sostener que los monumentos tienen "poder simbólico" o que posibilitan la agencia de la significación opresiva incluso en las nuevas narrativas que construyen a la "nación" poscolonial, implica que los artefactos diseñados para autorrepresentar a la nación tienen una fuerza performativa: a través de ellos, en su presencia enfática y autoritaria, el pasado parece seguir vigente incluso si se le cree completamente superado. Actúan sobre el espacio público generando discursividad, pero ellos también habilitan una interpretación de lo que debe ser una nación. Los monumentos son actos de la nación a la que construyen simbólicamente; ponen en acción una cadena de significantes que puede ser apropiada, expropiada o ex-apropiada diseminalmente en las luchas a través del discurso. Como Coombes (2003), también estoy interesado en integrar un concepto de "acción" entendido como una manera de teorizar sobre los "santuarios" conmemorativos que han sido reinventados tras el apartheid. El mejor ejemplo para lograr esto es el caso de Sudáfrica, que decidió reintegrar los monumentos de los afrikáner en su política de la reconciliación, y, entre ellos, el más destacado para la memoria política colonial y segregacionista: el Voortrekker Monument. Defenderé que es posible pensar estos problemas desde la dinámica de crecimiento de las ciudades metropolitanas tardomodernas. El apartheid fue entonces un uso discriminatorio y racista del espacio público, diseñado políticamente a través de la ingeniería del "desarrollo separado". Para ello sostendré una concepción performativa de la política. Entiendo por performatividad la fuerza eficaz del discurso como las acciones reiteradas que producen sus referentes y realizan aquello que dicen hacer. La retoricidad7 constituye estos actos de habla por los cuales la "nación" es inventada.

Dos

Homi K. Bhabha sostuvo que la emergencia de la última fase de la nación moderna, desde mediados del siglo XIX, es también la emergencia de los más largos periodos de migración masiva dentro del Occidente, y de la expansión colonial en el Oriente. La nación, en este argumento, "llena el vacío dejado en el desarraigo de las comunidades y las familias, y transforma esa pérdida en el lenguaje de la metáfora" (Bhabha, 2002: 176). Por ende, cierta retoricidad es constitutiva de la nación en tanto narratividad performativa que interpela a un círculo cada vez más creciente de sujetos nacionales. La nación entonces es una cierta maquinaria discursiva, sin duda muy poderosa y ubicua, que constituye y postula performativamente su pasado y su presente, en una temporalidad que a menudo es cristalizada en objetos que la representan de maneras normativas. Estos objetos deben ser leídos como alegorías nacionales y como cristalizaciones dialécticas de experiencias, muy a la manera en que Walter Benjamin entendía esta noción en sus Tesis de filosofia de la historia.8 La metáfora —o la cadena metafórica y metonímica, propia de toda alegoresis— transfiere el sentido del hogar y la pertenencia a través de las estepas de Europa central, pero sobre todo a través de las distancias y diferencias culturales que separan la comunidad imaginaria del pueblo-nación. Como argumenta Bhabha, la nación occidental es una forma oscura y ubicua de vivir la localidad de la cultura, pero cuya territorialización semántica y pragmática se logra sobre todo por medio de la temporalidad social más bien que por la historicidad metafísica a la que todo pasado nacional apela (los orígenes puros, no contaminados por la migración, los mitos de autoctonía, entre otros). Su ubicuidad consiste en que, al postularse narrativamente como un acto fundacional sin historia —puesto que toda nación oscurece su violencia instituyente o la oblitera mediante políticas del olvido—, encubre el marco político que hace posible toda narración y memoria nacional. Por ende, la nacionalidad es una forma de afiliación social y textual cuya genealogía debe ser trazada. En la modernidad occidental, toda nación instituye —incluso violentamente— "una forma de vida que es más compleja que la 'comunidad'; más simbólica que la 'sociedad'; más connotativa que el 'país'; menos patriótica que la 'patria'; más retórica que la razón de Estado; más mitológica que la ideología; menos homogénea que la hegemonía; menos centrada que el ciudadano; más colectiva que 'el sujeto'; más psíquica que la urbanidad; más híbrida que la articulación de las diferencias e identificaciones culturales de lo que puede representarse en cualquier estructuración jerárquica o binaria del antagonismo social" (Bhabha, 2002: 176).

En toda nación, el tiempo de fundación es el tiempo espectral de la repetición, a través del cual la nación se autogenera performativamente al producir y reiterar una narrativa oficial y dominante de su fundación y de su agencia actual y vigente; la "nación" es el efecto reiterado de las prácticas discursivas e institucionales mediante las cuales se materializa en la historia y conserva su espesor, densidad y vigencia soberana. La iterabilidad le constituye diacrónicamente. La nación es entonces aquello que, al ser instaurado, no deja de ser performativamente (re)fundado a través de su narrativa instituyente y autogenerativa. Algo parecido sostiene Butler cuando afirma que "el estado-nación sólo puede reiterar su propia base de legitimación produciendo, literalmente, la nación que le sirve de base de legitimación" (Butler y Spivak, 2009: 65). Esto implica plantear los actos de habla que fundan o "instituyen" su propia referencia. Habrá, pues, que desarrollar una noción de la política como performativa. La circularidad de esta producción trabaja justamente con la temporalidad disyunta de la espectralidad, que genera aquel referente del que dice derivarse el discurso (aunque en realidad sea producido por la acción eficaz del propio discurso). La nación es entonces un metarrelato que vive de narrarse a sí mismo una y otra vez; estrategia repetitiva y recursiva de lo performativo, como acto que interpela a los sujetos nacionales mediante artefactos culturales, instituciones y formas conmemorativas. Ahora, toda nación, al fundarse, se instituye imaginariamente o, mejor, discursivamente sobre un escenario de fuerzas dividido y polémico; es por ello que "el lenguaje de la cultura y la comunidad está equilibrado sobre las figuras retóricas de un pasado nacional" (Bhabha, 2002: 178). Por ende, la pregunta fundamental por la representación nacional debe indagar sobre su proceso temporal de construcción performativa reiterada socialmente. Para Bhabha, sólo en el tiempo disyuntivo (fuera de sí y articulado en una temporalidad espectral que complica la división metafísica entre pasado, presente y futuro, a decir de Jacques Derrida) de la modernidad es posible formular las preguntas de la "nación como narración" (Bhabha, 2002: 178).

El pensamiento posfundacional de lo político entiende esta dimensión constitutiva de la experiencia como un problema latente y abierto de antagonismo y división. En Carl Schmitt, quien adoptó por primera vez la acepción trabajada aquí, lo político se distingue de la política en la medida en que consiste en la distinción efectiva y existencial entre el "amigo" y el "enemigo" de la unidad determinante concreta, que se constituye a sí misma como nación o pueblo por vía de la Constitución.9

En tiempo reciente, el pensamiento de la democracia radical, particularmente en Chantal Mouffe (1999), ha determinado el significado de esta noción apelando a la heideggeriana diferencia entre lo ontológico y lo óntico: lo político es la dimensión ontológica de toda formación propiamente política, mientras que la política consiste en todas las medidas adoptadas por una colectividad para domeñar la dimensión antagónica constitutiva de toda sociedad.

Claramente, el pensamiento francés, proveniente de la fenomenología o del postestructuralismo, ha insistido en el punto anterior. Destacable es, por lo demás, el esfuerzo de Claude Lefort por volver a pensar la dimensión de lo político como la institución de lo social que ata la divergencia constitutiva del vacío de sentido que conforma a la democracia moderna mediante el lazo de lo simbólico, como una puesta en escena que al postular la pluralidad de significaciones del espacio público conforma la posibilidad de superar el vacío antagónico de lo político por medio de la lucha plural por el poder democrático, el cual es completamente inapropiable por una agrupación dominante. La democracia moderna sería esa invención de la sociedad que no puede ser tomada por una facción y que no recibe representación alguna, como ocurre en el totalitarismo, que al movilizar una representación de lo político a través del partido o las metáforas del cuerpo social logra saturar el vacío de significación mediante la presencia plena de un organismo que rige los destinos del pueblo, al que articula en la "movilización total" ya sea a la manera del racismo (las leyes de la naturaleza rigen las organizaciones políticas) o bien a la manera del socialismo real (las leyes de la historia dictan el curso de la política humana).10 Para Foucault, por otra parte, lo político puede ser pensado bajo dos modelos distintos: el modelo de la guerra y el modelo del gobierno. Entre la política como la continuación de la guerra por otros medios y el modelo biopolítico del gobierno y la administración de las poblaciones es posible entender los diagramas del poder contemporáneos.

Ha sido, sin embargo, Derrida quien ha lanzado los aportes más decisivos para la nueva comprensión de lo político como performatividad discursiva al señalar que toda declaración que funda o "instituye" una nación moderna debe comprenderse a partir de una teoría de la escritura performativa. Por ejemplo, si nos preguntamos quién firma, y con qué nombre propio, el acto declarativo que funda una institución, cabría responder que el acto declarativo ejecuta, hace lo que dice hacer: la firma entabla con el acto instituidor, como acto de lenguaje y de es critura —por ejemplo de una Constitución—, un vínculo colectivo con fuerza de ley. En este sentido, sería propiamente imposible decidir si un "pueblo" existe antes de una declaración que funda en sentido estricto al pueblo que se dice y llama a sí mismo "soberano": el pueblo no existe antes de su declaración instituyente. La firma inventa al signatario como efecto retroactivo del acto instituyente (elipsis). "Pero —señala Derrida (2009: 18)— este futuro anterior, tiempo propio para ese golpe de derecho (como si dijéramos golpe de fuerza), no debe declararse, mencionarse, tenerse en cuenta. Es como si no existiera." De derecho no había signatario antes de la Declaración, que es entonces el acto propiamente instituyente de una nación, un pueblo o un Estado. Golpe de fuerza que crea o funda derecho e historia.

Hacia aquí conduce nuestra propuesta de pensar a la nación como metanarrativa, escritura o discurso performativo. Se trata siempre de "fuerza" performativa, de cierto ejercicio de la violencia que instituye y funda derecho, y otras positividades; fuerza ilocucionaria la llama Derrida, o incluso perlocucionaria como la que afecta los modos de la persuasión y su tejné retoriké.11 Pero también, y sobre todo, lo que hay que pensar es "por tanto ese ejercicio de la fuerza en el lenguaje mismo, en lo más íntimo de su esencia, como en el movimiento por el que se desarmaría absolutamente a sí mismo" (Derrida, 2008: 26). Puesto que si la nación es performatividad iterativa, entones está abierta a su transformación y a la deconstrucción de sus límites soberanamente decretados. Justamente la "ficción legítima" que a menudo cosifica su construcción temporaria, haciendo como si su acto de declaración instituyente no existiera como un golpe de fuerza performativo, es un suplemento de artificio debido a una necesaria deficiencia de la naturaleza, "como si la ausencia de derecho natural exigiera el suplemento de derecho his tórico o positivo, es decir, un suplemento de ficción" (Derrida, 2008: 30) y por ende de cierto recurso retórico de la narración autorizada que habilita toda autoridad nacional. Dado que la autoridad eficiente de la nación-como-narrativa consiste en postularse elípticamente a sí misma mediante ejercicios de memoria reiterados, cabe sostener que el momento instituyente y fundador del derecho y de la nación implica una fuerza realizativa, es decir, una fuerza realizativa y una llamada a la creencia. Como insiste Derrida, su momento de fundación o de institución nunca es un momento inscrito en el tejido homogéneo de una historia, puesto que lo que hace es rasgar toda continuidad historicista con la fuerza autoritaria de una decisión actualizada ritualmente. Así pues, la operación (retórica, pero no sólo) de fundar una nación consistiría en un golpe de fuerza que no es justo ni injusto en sí mismo, y que ninguna justicia ni ningún derecho previo y anteriormente fundador, ninguna fundación preexistente, puede garantizar, contradecir o invalidar por definición. El poder realizativo del discurso supone el silencio de la estructura violenta del acto fundador que requiere de la creencia de los sujetos: el fundamento místico de la autoridad.12

Dado que en definitiva el origen de la autoridad, la fundación o el fundamento, la posición de la ley [y la "nación", agregaría yo], sólo pueden, por definición, apoyarse en ellos mismos, éstos constituyen en sí mismos una violencia sin fundamento [...] No son ni legales ni ilegales en su momento fundador excediendo la oposición entre lo fundado y lo no fundado" (Derrida, 2008: 34).

Toda nación, en consecuencia, es fundada y es infundada, es violenta y garantiza la protección política contra la violencia. No hay ninguna "nación" y siempre hay más de una "nación". Esto no debe entenderse como un alegato más que conmina a las estados-nacionales a desaparecer en tiempos de la globalización. De hecho, su poder instituyente y soberano es muy vigente todavía. Como sostiene Judith Butler: "los modos de pertenencia nacional que definen la nación son clasificatorios y normativos: uno no es simplemente arrojado afuera de la nación; más bien, uno queda necesitado de ella y, por consiguiente, se convierte en un necesitado por medio de la definición de un criterio implícito y activo" (Butler y Spivak, 2009: 65). ¿Qué pasa con las "nuevas" naciones poscoloniales que, como Sudáfrica, buscan la manera de reconciliarse con un pasado de violencia dictando una política de lo que debe ser recordado, junto a las maneras de recordarlo? Creo que el señalamiento derrideano acerca del fundamento místico de la autoridad puede leerse de muchas maneras; una de ellas sería mostrando que la permanencia de las reliquias del pasado colonial en medio de la narrativa instituyente de la nación poscolonial genera nuevas narrativas en disputa sobre las maneras de elaborar críticamente el trauma colectivo, como ocurre con el apartheid.

Relíquias del pasado colonial: monumentos y conmemoraciones

Hacia 1949, a un ano de la toma del poder por parte del National Party de Sudáfrica, el "colonialismo interno" que estableció las leyes del apartheid como parte del racismo estatal consideró que era un buen momento para festejar el centenario de la llegada de los pioneros boer a terra nullius. Para ello, una comisión encargada de los festejos nacionales eligió el proyecto del arquitecto Gerard Moerdijk para la construcción de un monumental artefacto que condensara las experiencias míticas del Gran Trek. La hora de celebrar una política de la memoria nacional había llegado. Desde entonces, el Voortrekker Monument (monumento a los pioneros en aquella lengua, mezcla de holandés e idiolectos "nativos", que es el afrikáans) significó para la población negra africana el símbolo más ejemplar de la violencia segregacionista. Fue el monumento que conmemoró el inicio de la barbarie colonial. También es el artefacto que simboliza el nacionalismo afrikáner, tan particular en la historia de los nacionalismos racistas. Llegados al corazón de la actual Sudáfrica, los boers proclamaron en 1852 la independencia de Transvaal y, después, en 1854, el Estado Libre de Orange (Lefort, 1986: 26). Efecto de la traslación que desplazó a esta comunidad fundamentalmente rural hacia el territorio sudafricano, la historia afrikáner es en sí misma una "metáfora representacional" que se construyó a partir del tópico de la "excepcionalidad".

Como bien señala Mario Rufer, el origen boer en el remoto siglo XVII tiene raíces calvinistas y ancestros holandeses y hugonotes, cuyos conflictos con Gran Bretana a finales del siglo XIX -imperialismo bien dispuesto a eliminar la esclavitud y decretar la igualdad entre negros y blancos- posicionaron polémicamente a Sudáfrica en las llamadas guerras anglo-boer, entre 1899 y 1902. A partir de entonces, los afrikáner construyeron una autoimagen de "pueblo incomprendido" desarrollada en una matriz narrativa similar a la de las epopeyas de los héroes clásicos: el destierro injusto, el exilio, la realización, el regreso y la victoria política (Rufer, 2010: 209). Independiente de la Commonwealth británica, la teología-política de la nación afrikáner, basada en el calvinismo, fundó el metarrelato del pueblo elegido como base para su derecho a la tierra poblada por su propia manera de ejercer el colonialismo. Entre otras cosas, la nación fundada por la "beneficencia de Dios", postuló que, de hecho, una migración europea se había instalado en tierra sudafricana incluso antes de las oleadas migratorias de los nativos africanos en su propio continente. Como "prueba" de ello se proponían las ruinas del Gran Zimbabwe, cuyo uso de la piedra, argumentaba el nacionalismo afrikáner, destacaba por su técnica "europea" en la construcción artesanal. Entre otras falacias, esto apuntala una de las políticas de la autoctonía más agresivas de la edad moderna.

Levantado sobre una colina situada a medio camino entre Pretoria y Johannesburgo, el monumento al Voortrekker destaca por su solemnidad, espacio colosal y estilo grandilocuente. Sus frisos representan alegóricamente la historia mítica fundacional de la hegemonía afrikáner. Esta "especie de mausoleo tan barroco como grandioso erigido a la gloria del tribalismo boer y que celebra el matrimonio de la Biblia con el racismo", como lo llama Mbembe (2008), forma parte de la vieja tradición de las conmemoraciones nacionales que se desarrolló en Europa a partir del siglo XVIII. La nación del Volk en Sudáfrica fue reforzada por la reescritura del volksgeskiedenis basado en la ampliamente cargada noción romántica de un "pueblo civilizado en tierra bárbara". El monumento disenado por Moerdijk correspondía a este nacional-romanticismo, como agudamente lo llama el historiador de la arquitectura sudafricana Clive Chipkin (2008); espíritu para el cual "todo arte verdadero es nacional". La arquitectura jugó un papel crucial en la proyección ideológica del estado-nación afrikáner, amante de las formas colosales y los obeliscos egipcios. El papel estilístico de la arquitectura nacional, previamente eduardiana, recibió un alto impacto con la introducción en Sudáfrica del art déco —el sueño que sonaba con despertar, como irónicamente lo clasifica Benjamin—, que se convirtió en el subtexto de la modernización de los emblemas nacionales alrededor de los años treinta del siglo pasado. Dicha modernización de la emblemática patriótica, como se ha observado, jugó un papel importante en el desarrollo de los nacionalismos extremistas de Mussolini y de Hitler en Europa central, pero también en la tradición estadounidense del clasicismo imperial que se prolongó hasta bien entrados los años de posguerra.

Para 1950, la arquitectura moderna fue la herramienta burocrática para la implementación del apartheid. Producto de este romanticismo nacional fue la celebración monumental del Gran Trek en un objeto arquitectónico, fabricado idealmente con la finalidad de simbolizar el estado nacional, que recordaría los gigantescos frisos diseñados en Francia. Pero Moerdijk y sus colegas prefirieron orientar la nueva estilística nacional lejos del gusto europeo para insertar a la nación afrikáner dentro de la identidad africana, esencializada y reificada. Eso fue el Voortrekker Monument. Empero, su construcción reflejó las lecciones aprendidas de la liturgia cívica desarrollada en Europa desde las guerras napoleónicas, con la finalidad de nacionalizar a las masas.

La liturgia cívica

El siglo XX, entre otras cosas, introdujo una nueva dinámica dentro del proceso civilizatorio de Occidente, generó un nuevo estilo político que parecía transformar el proceso de consolidación del poder en un drama nacional. El mundo del mito y el símbolo en el que se movía la política de las masas proporcionó uno de los más efectivos instrumentos de deshumanización. Esta fue la lección del autoritarismo político y del fascismo en particular. A partir de entonces, los actos políticos se convirtieron en la dramatización de los nuevos mitos y cultos personificados en figuras de jefes de Estado, que movilizaban a las masas mediante festejos populares. Si toda revolución da lugar a nuevas formas políticas, nuevos mitos y devociones, el fascismo aprendió a utilizar antiguas tradiciones y adaptarlas a nuevos fines. Esta fue la estetización de la política que organizaba a las masas alienadas en figuras ornamentales donde el disfrute colectivo eliminaba la autonomía del sujeto ideado por la burguesía, que tanto Benjamin (2003) como Kracauer (2008) describieron con una prolijidad llena de espanto.13 Es también la "nueva política" tardomoderna, cuya genealogía ha trazado inmejorablemente George Mosse.

En estas políticas de la experiencia, el "pueblo" no se consideraba únicamente una reunión de individuos, sino que ejemplificaba una idea de belleza del alma que se proyectaba sobre el mundo exterior. Los conceptos estéticos se cargaron de significado político. De hecho, sostiene el historiador, "constituyeron la esencia y el marco del nuevo estilo político" (Mosse, 2005: 65). Debido a que el culto de mitos y símbolos de contenido político se basaba en el tropo de la "excepcionalidad", en el hecho de que se encontraban fuera del curso común de la historia y sólo podían entenderlos realmente quienes los defendían con heroísmo, la búsqueda de las masas se volcó hacia fenómenos extáticos de "experiencias que elevaran"; búsqueda que se llevó hacia el intento de representar estilísticamente a la nación y al pueblo de manera estetizada.

Aunque esto se llevó al paroxismo durante el siglo XX, probablemente lo que llamamos "estilo fascista" fue en realidad el clímax de una "nueva política" basada en una idea dieciochesca: la de soberanía popular. La Revolución francesa, junto con su radical republicanismo ilustrado, inventó los festejos que más tarde darían lugar a los ritos "cúlticos" de la nación; tradición que prefiguró el desarrollo de la liturgia cívica de masas reapropiada con motivos conservadores por el nazismo. Durante el siglo XVIII, la voluntad general se convirtió en una religión secular en la que el pueblo se adoraba a sí mismo, y la nueva política se encargó de guiar y formalizar ese culto desarrollando una "mística nacional". El culto al pueblo se convirtió en culto a la nación, y la nueva política trató de expresar esa unidad mediante la creación de un estilo político que en realidad se tornó en ritual secular. Este acontecimiento tuvo varias características, entre ellas, que el desarrollo de la liturgia permitía la participación al propio pueblo en dicho culto, consolidando performativamente su autoridad autogenerada. De manera paulatina, la caótica multitud que constituía al "pueblo" se convirtió en un movimiento de masas que compartía la creencia en la unidad popular a través de la mística nacional. Para Mosse, la nueva política transformó la acción del poder en un drama supuestamente compartido por el pueblo, constituido mediante una ficción o un drama actuado por la congregación masificada. En Europa, esta estética política estuvo aliada con el anti-parlamentarismo, como sabemos por la experiencia de la República de Weimar. En este argumento sería falso decir que el totalitarismo gobernó únicamente por medio del terror contra la población o por la formación de un líder carismático. Probablemente el éxito popular del fascismo se debió a fenómenos históricos mucho más complejos y de largo aliento. "Pero si el estilo político nazi era un fenómeno específico del capitalismo monopolista tardío, éste debía reinterpretarse a la luz de la época de la Revolución francesa y de comienzos del siglo XIX, porque fue en ese momento cuando se inició y desarrolló realmente la nueva política como acto de participación de las masas" (Mosse, 2005: 26).

Si la Revolución francesa levantó templos en honor de la diosa Razón, el nacionalsocialismo cohesionó a las masas mediante las formas monumentales, los mítines, los discursos litúrgicos, los desfiles populares y una estética de la virilidad masculina neoclásica — a menudo mezclada con cierta teatralidad romántica y posromántica como la celebrada en Bayreuth —, disciplinaria y biopolítica, en alianza con el diseño calculado de "espacios sagrados" que inducían al sentimiento de lo sublime a través de los monumentos nacionales. Lo artístico y lo político se habían fusionado.

Esta estética se materializó en la arquitectura. Para el historiador Thomas Nipperdy, los monumentos nacionales deben ser entendidos como las representaciones que de sí misma hace una nación, materializando los ideales que se supone la personifican. Sin embargo, no fue sino hasta el siglo XIX cuando esos monumentos comenzaron a incorporar a poetas y escritores, además de los ya consabidos reyes y jefes militares (Mosse, 2005: 69). La autorrepresentación nacional comenzó a desplazar el simbolismo meramente dinástico para ceder espacio a la liturgia de masas. El ideario griego estuvo naturalmente presente, pero fue entrelazado con la arquitectura monumental romana y el gusto egipcio por los obeliscos, aderezado eventualmente por tradiciones germánicas y románticas medievalistas (como en el Walhalla de Klenze o el exitoso Hermannsdenkmal, que casi resultó ser un centro de peregrinaje de la nación alemana en formación). Junto con ello, la idea del "espacio sagrado" — con la iluminación que induce a la solemnidad necesaria en todo culto litúrgico — había cobrado una importancia decisiva en la consolidación de las fiestas nacionales, que no tardarían en ser articuladas con los esfuerzos totalitarios de nacionalizar a las masas (Mosse, 2005: 86). "La conjunción de monumentos nacionales y festejos públicos proporcionó los mitos y símbolos que comprendían una liturgia nacional apropiada para la autorrepresentación nacional" (Mosse, 2005: 167). Autorrepresentación que, como todo ritual, requería de la reiteración en el espacio público para la consolidación de su propia narrativa en la historia. Si hasta aquí hemos puesto tanta atención al desarrollo de la liturgia cívica en Centroeuropa, la razón de ello la debemos buscar en el hecho de que el monumento al Voortrekker forma parte de esta genealogía de los ritos nacionales, que a través de sus actos conmemorativos reiteran una cierta pedagogía normativa que conforma a los sujetos nacionales mediante su apelación a ellos en autorrepresentaciones de la nación grabadas en sólidas construcciones y frisos alegóricos. Construcciones monolíticas que constituyen a la nación como espectáculo de masas. La "nación exhibida" fue un calculado intento de inventar una identidad afrikáner coherente donde no existía en realidad, tomando en préstamo el lenguaje del teatro que usó con efectos eficaces el nacionalsocialismo en Alemania y epitomizado por los mítines de masas en el estadio de Núremberg. De esta forma, la cultura visual y arquitectónica dramatiza las tensiones involucrados en los momentos de cambio y en la transformación de lo público. Estas formas estetizadas de la experiencia, cuestionables desde luego, informan las definiciones de la "comunidad" y la "nación", a las que contribuyen a constituir en términos de una liturgia cívica y política de la memoria (Coombes, 2003: 1 y 26).

Actos de la nación

El razonamiento que establece que toda nación es actualizada mediante la conmemoración y la autorrepresentación en narrativas que performan a los sujetos nacionales, también se aplica a las narrativas que construyen la nación poscolonial. En el caso de las últimas, es evidente que además se logran mediante procesos de duelo público que asignan un lugar a la memoria de la violencia dentro del proceso de anamnesis de la "unificación nacional". En Sudáfrica, esta narrativa apeló a la retórica de la reconciliación como parte de la nueva democracia postapartheid. ¿Cuáles fueron las prácticas que insertaron en la nueva dinámica refundacional de la nación sudafricana los antiguos monumentos que resguardaban la memoria del colonialismo interno? De Bhabha (2002: 179) habrá que recordar que el acto de escribir el relato de la nación exige que articulemos esa ambivalencia arcaica que da forma al tiempo de la modernidad, toda vez que la presencia del monumento al Voortrekker habilita el recuerdo de la violencia superada en la idea pero no en los hechos. Walter Benjamin habría, quizá, argumentado que este monumento afrikáner constituía una imagen dialéctica que condensaba sincrónicamente el pasado y la experiencia del apartheid junto con la construcción de la nación poscolonial.14 En tanto imagen dialéctica, el monumento conforma un protofenómeno que, al igual que las mónadas pensadas por la metafísica, agrupa en sí mismo los demás circuitos culturales de violencia retórica; es en este sentido una constelación tensional que cristaliza la complicada co-presencia de lo arcaico en lo moderno, así como la modernidad de lo arcaico; pasado mítico y colonial que pervive dialécticamente en la conformación de la nueva nación emergente, no racista y democrática. Su permanencia respondió a motivos de la Realpolitik. Era necesario para la estabilidad política en Sudáfrica que el pasado de la sociedad afrikáner fuera reconocido como parte integrante de una nación poscolonial, a la vez que esta nueva nación —con sus actores emergentes, previamente excluidos y ahora habilitados en términos políticos— se construía como un "triunfo" contra el apartheid.

La retórica de la "nación arcoíris" intentó introducir esta dinámica integradora reconociendo la diversidad y pluralidad étnica y política de Sudáfrica, al tiempo que construía un nuevo relato autohabilitador de la legitimidad estatal. La estrategia del Congreso Nacional Africano, al menos en la primera parte del gobierno, fue revigorizar los sentidos comunitarios pero borrando de ellos las pretensiones nacionalistas, para instalarlos en un discurso nacional homogeneizante. Más tarde, con la administración de Thabo Mbeki después de 2000, la nueva retórica oficialista reemplazó su sujeto dividido por un solo referente pluricultural; se habló entonces del "renacimiento africano"; ahora el Estado se asumió desde el principio como enteramente africano. En 1999 llegaría a su etapa culmen la discusión sobre qué se conservaría como "patrimonio" de la memoria "nacional" y cómo se haría ello, fundando el Consejo Nacional de Patrimonio. Éste desarrolló criterios de inclusividad, aproximación holística, diversidad en el contexto de la unidad nacional, integridad y Ubuntu (o solidaridad e interconexión, según las lenguas xhosa y zulu) (Rufer, 2010: 46-47). Sin embargo, ¿cómo se resolvió el problema del legado beligerante del monumento al Voortrekker? Como Coombes sostiene, los monumentos son animados y reanimados únicamente por medio de acciones, y las acciones o liturgias cívicas focalizadas alrededor de un monumento son coyunturales (Coombes, 2003: 12).

Los objetos monumentales como el Voortrekker Monument constituyen un objeto que espectaculariza la nación para las masas, pues es diseñado para visitas a gran escala y para ser visto desde largas distancias. Plantea a la nación como un espectáculo para ser visto, con una narrativa fundacional que concede legibilidad a ciertas vidas, pero no a otras. Sus paneles narran una versión de los incidentes centrales del Gran Trek desde El Cabo hasta Transvaal que sacralizan una historia, principalmente el cuento del heroísmo boer y su riguroso temor de Dios; miedo piadoso que no teme salvajizar al otro como un bárbaro, como ocurre con los zulúes.

A pesar de ello —o debido a ello—, los "no blancos" podían entrar a este "lugar sagrado" para ser conformados como el subalterno de esta biopolítica racista y segregadora. Como bien apunta Mario Rufer, la presencia del otro es parte de la eficacia de las tecnologías del poder. "Debemos recordar que los artefactos de producción de la diferencia y justificación de la dominación, sólo se hacen efectivos cuando involucran también al sujeto dominado para que él mismo construya la definición de su propia alteridad" (2010: 226).

Pero así como estos artefactos hacen visible y reiteran el relato excluyente — a la vez que autorrepresentan a la nación en actos públicos conmemorativos de la polis —, también puede haber lecturas que ejercen una crítica inmanente de los propios símbolos y tropos que marginan de la historia a una población que fue segregada y explotada por el apartheid. Hay lecturas, siempre locales y singulares, que traducen e intervienen el texto nacional usándolo contra sus modos discriminatorios; esta lectura performativa de la traducción, como argumentó Benjamin (2001), mo difica de hecho la narración del original.

En 1996, Tokyo Sexwale, por entonces un carismático ministro de la provincia de Gauteng, adoptó una estrategia de lectura distinta del pasaje al acto victimista que veía en los frisos del monumento al Voortrekker una narrativa opresiva que animalizaba a los actores africanos de color negro de la historia nacional. Sexwale lee el monolito contra el propio monolito; él performa efectivamente una traducción que revierte la significación del monumento, comenzando por la entrada. En torno a la edificación gigantesca, que fue simbólicamente disenada para proteger la "santidad de la nación contra cualquier ataque", según la guía citada por Coombes, Sexwale dice: "Ahora entiendo la mentalidad del laager. Pero estoy contento de que haya una entrada, o toda la nación afrikáner habría quedado atrapada adentro" (Coombes, 2003: 37). Sexwale invierte entonces el simbolismo: la nación afrikáner puede ahora quedar libre también de su pasado colonial y formar parte de una dinámica de reunificación, pues la historia del apartheid queda ahora dentro de los frisos, congelada y atrapada en aquel gigantesco mausoleo que antes conmemoraba a la nación. El pasado colonial quedóatrapado, pues, en el monumento al Voortrekker, donde debe quedar resguardado siempre, como una pieza de museo sin poder. Una suerte de redención imposible.

Tres

Un programa de acción: las políticas de la memoria y las prácticas museísticas

Los sitios de la memoria colectiva son generalmente sitios del trauma que pueden permanecer investidos con sus marcas, pero también sirven para elaborar una memoria crítica mediante el duelo público. ¿Cómo se logra esto? La narrativa de Sexwale es eficaz al momento de revertir la significación del texto colonial para lograr una nueva narrativa poscolonial, donde el sujeto de la nación puede olvidar su pasado y conservarlo al mismo tiempo. Lamentablemente no ha sido la única fuerza de producción de la memoria del trauma. ¿Cómo ejecutar entonces una política de la memoria y la experiencia poscolonial que deje de actualizar el lamento victimista de la melancolía y comience a elaborar críticamente, de manera distanciada aunque igualmente apasionada, el duelo por el pasado del autoritarismo reciente? El camerunés Achille Mbembe, con quien iniciamos nuestro ensayo, postula lo siguiente:

¿Qué hacer? Propongo que en cada país africano se proceda inmediatamente a una recolección tan minuciosa como (sea) posible de las estatuas y monumentos coloniales. Que se reúnan en un único parque, que servirá al mismo tiempo de museo para las generaciones futuras. Este parque-museo panafricano se usará como sepultura simbólica al colonialismo de este continente. Una vez realizado el entierro, que nunca más nos sea permiti do utilizar la colonización como pretexto para justificar nuestras actuales desgracias. Asimismo, prometamos igualmente dejar de erigir estatuas, sea a quien sea. Y que, al contrario, florezcan por todos lados bibliotecas, teatros, talleres culturales, en definitiva, todo lo que alimentará la creatividad cultural del mañana (Mbembe, 2008).

Esta propuesta destaca por dos razones: 1) al postular una memoria museística panafricana se está ejecutando, en el nivel del discurso y como efecto performativo de él, una generalización que une a todo un continente dentro de un mismo pasado de opresión al que se debe superar de manera activa como un frente común. El colonialismo y sus efectos vigentes conforman un reto que no deben afrontar las nuevas naciones poscoloniales como un evento particular, que competa a cada una de las maneras de ejercer su soberanía retomada individualmente por sus respectivos Estados, sino que debe ser considerado solidariamente como una necesidad política que afecta a todos los africanos, pese a sus históricas diferencias, como parte de una comunidad virtual fundada sobre la memoria del colonialismo y contra sus efectos paralizantes en la esfera pública; 2) la institución del parque-museo panafricano se concibe como una sepultura simbólica del colonialismo entero; a la vez acta de defunción y entierro de un pasado de oprobio, el parque-museo al aire libre, saturado con todas las reliquias del dominio europeo sobre África, se confirma como un espacio del pasado muerto, donde el cadáver del colonialismo, exhibido y despojado del poder mítico aliado con toda reliquia, queda neutralizado por un ejercicio institucional y coordinado de memoria colectiva.

Decretar la muerte del colonialismo es una acción performativa que aglutina las generaciones por-venir, insertadas dentro de los nuevos caminos de las naciones africanas y del destino de África como un todo solidario. Aunque es dudoso que el duelo se pueda clausurar por la fuerza de un decreto — incluso cabe preguntarse si ello es deseable —, lo cierto es que la cultura aquí invocada (cultura colectivizada y panafricana) se interpreta como una fuerza activa capaz de llevar a buen puerto el trabajo de duelo con la finalidad de evitar recaídas en el victimismo. Esta propuesta sorprende por la gigantesca fuerza que se le atribuye a la institución moderna del museo, aunque sea como hipótesis política; puesto que excede, de hecho, las atribuciones que históricamente ha ejercido.

Que el duelo no sea nacional sino continental, y que realizarlo en un lugar y un espacio público conlleve asumir que las instituciones de la conmemoración y la memoria deben clausurar en el futuro toda posibilidad africana de caer en el victimismo irresponsable y apolítico, es una propuesta que repolitiza el ejercicio de la memoria poscolonial ("Una vez realizado el entierro, que nunca más nos sea permitido utilizar la colonización como pretexto para justificar nuestras actuales desgracias" defiende Mbembe). La condición de imposibilidad de esta propuesta apela y echa a andar, por su sola postulación retórica y sus efectos hiperbólicos y elípticos, una "comunidad panafricana" que se levanta y viene desde lo porvenir como un espectro en nombre de lo mejor, es decir, de un futuro sin sedimentos de dominación colonial y poscolonial. Esta "comunidad espectral panafricana" es actualizada en nombre de la emancipación de todos los pueblos anteriormente subyugados por el dominio europeo, a partir de una política hiperbólica de la memoria y de la experiencia hechas pasado común en un parque-museo al aire libre. Tal espectro es el efecto de una inyunción que complica la temporalidad de la nación. Sin embargo, aunque radicalizada por Mbembe, la idea estuvo bastante activa tanto en la resistencia de Europa tras el totalitarismo como en otras regiones de África; tiene una buena tradición en la sátira política, como género narrativo — y a menudo contestatario — en los medios impresos de aquel continente dolido. Se diría que la proclama del museo como una institución que al conmemorar a la nación realiza la nación misma como narrativa encriptada y alegórica de un por-venir otro, delineó todo un imaginario cívico y muchas veces también urbano acerca de la posibilidad, siempre tentativa, de superar definitivamente el pasado del autoritarismo y la violencia política.

Recientemente el fantasma del autoritarismo ha quedado marcado por la proliferación de museos, monumentos y memoriales dedicados al recuerdo institucional de los actos de oprobio. En opinión de LaCapra (2009: 24), los testimonios de los sobrevivientes ocupan un lugar de especial significación entre los sitios de la memoria y el trauma y tienen un espacio importante entre museos y exposiciones, pero también en la cultura gráfica popular y en el humor local.15 Así, en Sudáfrica, más de un caricaturista y escritor sonó con la posibilidad, así fuera satírica, de levantar una nueva comunidad nacional a partir de la construcción — siempre imaginada — de un museo al aire libre donde las estatuas del colonialismo fueran exhibidas como reliquias de un pasado colonial que nadie adora ni teme, sino que son objeto de burla y de la risa liberadora del carnaval; puesto que el propio colonialismo, hoy en día, es también un objeto grotesco, en el sentido a veces lúdico que el barroco supo otorgarle a este concepto, y su legado se nos presenta, en sus formas racistas más consumadas, como delirios ridículos.

Por ejemplo, Evita Bezuidenhout, embajadora de Bapetikosweti, declaró: "Todos los monumentos afrikáner deberían ser removidos del continente y colocados dentro de celdas en la prisión de Robben Island. Se le podría llamar entonces 'Boerassic Park'" (citado en Coombes, 2003: 19). La risa también sabe escarnecer, y al relegar los monumentos y esculturas del apartheid a un lugar conmemoratorio y a la vez satírico, donde la ominosidad de la opresión se trastoca en risa sanadora, se muestra al colonialismo como objeto arcaico y a la vez como un efecto de la modernización que puede ser ya superado. Esta declaración, junto con la hábil caricatura que con ese motivo trazara Jonathan Zapiro, forma parte de una heterotopía de la memoria emancipada, todavía porvenir. Sin embargo, no toda conmemoración del pasado autoritario ha sido lúdica. Como escribe Annie E. Coombes: "En el pasado reciente el futuro de la mayoría de las estatuas públicas en el centro y el este de Europa, como el infame Muro de Berlín, han sido objetos de un intenso debate" (2003: 19). Rusia, por ejemplo, siempre ha sido un caso de una lucha con el pasado que fue realizada a través de una lucha con sus monumentos. En Budapest existe un parque que sirve esencialmente como cementerio para los difuntos líderes del anterior régimen comunista (Coombes, 2003: 20). Después de todo, el concreto es más fácil de cambiar que la realidad. Asignar un espacio a los restos del otro, sea el opresor o el oprimido, es parte de esta política de la memoria.

Hasta aquí hemos visto que los monumentos, los rituales de la liturgia cívica y los discursos del duelo público son representaciones normativas que constituyen a la nación al narrarla. La nación es, entonces, el metarrelato que habilita toda forma de memoria pública, o al menos así ha sido durante una buena parte de la historia de Occidente; habrá que pensar cuáles son los efectos de la globalización sobre las hipótesis planteadas en este texto. Pese a todo, pareciera ser que es prerrogativa de la soberanía decidir qué vidas cuentan para el recuerdo público, y cuáles otras no. Más allá de ello, cabe preguntarse por las circunstancias en las que actualmente se desarrollan las políticas de la memoria en el África poscolonial. Dicho de otra manera, ¿existen las condiciones para que la memoria sanadora y crítica reemplace la autoimagen del victimismo?

Conclusiones

Pese a las alentadoras señales de un establecimiento de la democracia en las naciones poscoloniales de África, momento que despertó el entusiasmo de la llamada comunidad internacional, es probable que nuevas condiciones materiales para el ejercicio del autoritarismo soberano hayan tomado a contrabando la historia del continente. La actitud de los nacionalismos africanos poscoloniales no ha sido ni simple ni uniforme. Después de los movimientos de liberación, las nuevas naciones in-tentaron destacar su condición humana mediante el abandono de esos nombres que la conquista y la ocupación les otorgó. Se trataba de que al recuperar el nombre volverían a ser dueñas de sí mismas, propietarias orgullosas de un pasado que el colonialismo les expropió. Además, con ese gesto se prestaban a reanudar el lazo con una larga historia que el paréntesis colonial había interrumpido. Empero, el colonialismo fue algo más que un paréntesis o epojé de la historia. Sus mecanismos, economía política y estructura de clases también forman parte del presente de muchas de estas naciones. En otros casos sus efectos fueron mucho más devastadores. El "enmaranamiento" de las relaciones de poder africanas ha generado una nueva dinámica de desabastecimiento, desinstitucionalización, violencia generalizada y desterritorialización de la soberanía, entendida como el poder y la capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Una de las desembocaduras a las que conduce esta dinámica es la "salida del Estado".

En opinión de Mbembe, el repliegue de las sociedades africanas sobre sí mismas tiene lugar en un contexto marcado por el "desmantelamiento progresivo del Estado y por la negación de su intervención en el campo económico en nombre del aumento de la eficacia" (Mbembe, 2011: 80). Fenómeno que dio lugar a lo que el teórico camerunés denominó desde 1999 como "gobierno privado indirecto", inédita forma de estructuración de la sociedad africana que es resultado de la brutal revisión de las relaciones entre individuo y comunidad, entre los regímenes de violencia, de propiedad y el orden tributario. Esto se traduce en la liberalización de los monopolios de derecho, la privatización de bienes y servicios colectivos, y finalmente una transferencia total o parcial de todo cuanto fue parte de la titularidad pública a entes privados, de tal magnitud que el viejo concepto de "capitalismo de Estado" de la Escuela de Frankfurt es incapaz de describir actualmente. Existe ahora "en África una relación directa entre la primacía de la sanción mercantil, el aumento de la violencia y la implantación de organizaciones militares, paramilitares o jurisdiccionales privadas" (Mbembe, 2011: 82).

Cuando el Estado no es más el poder dominante, se privatiza la soberanía. Esta podría ser una forma de capitalismo inédito. El ciudadano poscolonial es quien puede tener acceso a las redes de economía sumergida y subsistir a través de dicha economía, cuya administración coercitiva tiende ahora a la descentralización y la privatización de parte de las camarillas locales. Esto ha generado, como era de esperarse, formas de convivencia en situaciones extremas o, en el peor de los casos, una intensificación de los sentimientos de pertenencia local, acompañado de prácticas de exclusión de todo lo alógeno, cierre identitario y potenciales genocidios. La distinción entre estado de guerra y estado de paz es cada vez más artificial. Según la tradición en las colonias del siglo XIX, el Estado, en la figura del rey, es el que dirige la vida, el honor y los bienes de sus sujetos; quienes no poseen sus bienes más que a título de usufructo. Como bien señala Mbembe, en realidad son propiedad del rey y el Estado, quienes únicamente permiten su disfrute. Como huella de la sumisión, los impuestos garantizaban a la vez las condiciones de seguridad civil. Actualmente el proceso poscolonial de privatización de la soberanía se ha mezclado con la guerra y se apoya sobre un entrelazamiento inédito de los intereses de los intermediarios, agentes y negociantes internacionales, junto a los plutócratas locales (Mbembe, 2011: 115-117). Ante esta economía desregularizada, las presiones propias de la identidad, las dinámicas de autonomía y de diferenciación, generan formas de etnorregionalismo, presiones migratorias, aumento de presencia religiosa y economías sumergidas del desabastecimiento; todo ello modifica "profundamente la organización espacial y social del continente, el reparto de las poblaciones, el funcionamiento real de los mercados y, por ende, desplazan las bases materiales del poder" (Mbembe, 2011: 100). Frente a este escenario, ¿cuál puede ser la efectividad de una museística de la memoria que, además, se rige por los criterios del mercado de la "experiencia traumática" y del "turismo de la memoria"?

Los lieux de mémoire también son parte del dispositivo que reproduce las formas de dominación que se cuestionan aquí. Creer que la responsabilidad para con el pasado de violencia se resuelve con la museificación de la identidad nacional implica ignorar que las formas de conservación del "patrimonio" ya están organizadas por la mercantilización neoliberal de la experiencia. Quizá sea más importante la elaboración crítica de la experiencia que su representación en el espacio público. La proliferación de museos de la memoria no ha generado efectos sanadores ni pedagógicos, ha consolidado a la memoria como un nuevo mercachifle fetichizado. Por ejemplo, en la narrativa del Museo del Apartheid el objetivo, a decir de Rufer, era experimentar el apartheid en un acto de duelo y catarsis simultáneo. Sin embargo, esa experiencia es intransferible en términos absolutos. En ese pasado reordenado de forma tutelar, el apartheid es puesto entre paréntesis: se hace epojé de él. "De manera casi subliminal y tomando su narrativa in toto, lo que hace el museo no es exponer ese periodo traumático como testimonio narrativo y contemporáneo en sus efectos para una labor necesaria de duelo y reformulación social; lo que hace es exhibirlo desde la reclusión y, en parte, refractarlo" (Rufer, 2010: 198). Con ello se espectaculariza la memoria nacional, a la vez que se estetiza la experiencia empobrecida de los visitantes del artefacto museográfico. Por lo tanto, esta administración mercantil de la memoria no ha logrado evitar — aunque su propósito era ése justamente — el victimismo de las naciones poscoloniales, respecto a las cuales, los conflictos armados, el despliegue intensivo de la violencia, la economía desregulada y los autoritarismos emergentes han puesto en marcha la privatización de los poderes políticos. En consecuencia, la tarea de la resistencia se encuentra todavía por ser inventada de maneras nuevas y eficaces. ¿Cuáles serán las formas que deberá asumir?

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1El estudio elaborado aquí es sólo una aproximación que apunta a la construcción de un modelo teórico para el análisis de las pragmáticas de la nación en el mundo contemporáneo. Para una revisión minuciosa de otros elementos que contribuyen a la discusión, remito al lector a las fundamentales obras de Mario Rufer (2012) y Saurabh Dube (2011), quienes han contribuido al análisis de las sociedades poscoloniales contemporáneas. En este artículo nos decantamos por la teoría performativa de Judith Butler por tratarse de una herramienta teórica aplicable no sólo al género, sino a la constitución de otras identidades colectivas más o menos naturalizadas como la nacionalidad; además, ha sido utilizada por los estudios subalternos de Asia como se verá más adelante. No obstante, se trata solamente de un desarrollo teórico entre otros posibles.

2Como se verá en la segunda parte de este ensayo, mi estrategia consiste fundamentalmente en argumentar que la nación es de hecho una compleja maquinaria narrativa que interpela y produce a los sujetos nacionales mediante los artefactos culturales que son, a la vez, cristalizaciones dialécticas de las experiencias sociales y colectivas de la memoria.

3Sobre las Comisiones de la Verdad en Sudáfrica y otras naciones poscoloniales habría mucho que decir; en sí mismas constituyen importantes — y polémicas — "tecnologías" de producción de verdad que cabría analizar más a detalle. Uno de los problemas constitutivos de estos organismos es que el restablecimiento de la verdad queda supeditado a la generación de una sensibilidad civil acorde a la reconciliación; esto plantea nuevos y graves interrogantes a los conceptos de justicia en sociedades poscoloniales. Para los fines del presente artículo, es suficiente con señalar grosso modo las modalidades con las que operó en Sudáfrica. El lector encontrará un análisis detallado en el sugerente artículo de Mónica Cejas, "Memoria, verdad, nación y ciudadanía: algunas reflexiones sobre la Comisión de la Verdad y la Reconciliación en Sudáfrica" (2007).

4Cfr. Lefranc, 2004: 54. Como bien apuntaba René Lefort, en Sudáfrica, al igual que "en todo régimen totalitario, la ideología oficial no concibe al enemigo del interior sino manipulado por la subversión externa" (1986: 8). En este sentido, en el esquema del discurso autoritario de la instituciones racistas, Sudáfrica no tendría otra alternativa que la de sumirse plenamente en el "desarrollo separado", llamado segregación y más tarde — a partir de 1948 — apartheid, o caer bajo la férula de Moscú. Como se data históricamente, la clandestinidad y la lucha armada contra el apartheid comienza en los años sesenta del siglo pasado. Finalmente, el Congreso Nacional Africano (CNA), uno de los organismos más destacados en este combate político, estaba a favor de la abolición del carácter racial del Estado, de un Estado unitario y de una economía mixta, e insistía en la abrogación de la legislación del apartheid y en la liberación de los presos políticos.

5Para un análisis histórico de las prácticas del duelo público, de la retórica que acompaña las reliquias y la cuestión de la representación del cuerpo martirizado, conviene ver: Borja Gómez, 2008; Pérez-Sales y Navarro, 2007; Loraux, 2004.

6Cfr. Loraux, 2006; para una revisión minuciosa de la liturgia cívica en América Latina, no está de más revisar Sigal, 2006.

7En este texto se analiza el discurso poscolonial y sus retóricas públicas; no obstante, es pertinente distinguir entre retóricas y retoricidad: la retórica, en tanto saber, es una forma de producción de discursos que tiene un conjunto de técnicas de persuasión, de desempenños enunciativos y figuras de lengua y pensamiento (tropos) con los cuales constituye discursos públicos; la retoricidad, en cambio, apela a la dimensión constitutiva de la lengua: en lugar de ser una relación transparente entre signo y referente, nuestros hábitos de pensamiento se encuentran en la dimensión del discurso y, por ende, sujetos a los efectos de tropos y demás figuras descritas por la retórica. Esto implica que, lejos de asumir la transparencia de lengua y mundo, el discurso es una manera de actuar e intervenir en aquello que describe. Esto es particularmente notable si pensamos en conceptos importantes de las democracias contemporáneas: el enunciado: "el pueblo quiere...", propio de la soberanía popular y sus gramáticas, es de hecho una prosopopeya del discurso antes que un referente. Para una mayor profundización en este orden de argumen tos, remito al lector al libro de Paul de Man, Allegories of reading (1976).

8Ver Benjamin, 2005; para la alegoría en relación con la mónada y la historia natural en Benjamin, ver "El origen del 'Trauerspiel' alemán", 2007; para una mirada a la alegoría desde lo retórico en general, ver Beristáin, 2008.

9Ver Hernández, 2010a; y Schmitt, 2009 y 2006. Probablemente Schmitt haya formulado por primera vez una teoría de la escritura performativa de la Constitución, a pesar de sus efectos excluyentes y su compromiso con el nacionalsocialismo.

10Ver Lefort, 2004 y 1990; para un estudio comparativo, ver Flynn, 2008.

11Como intenté demostrar en otra parte (2010b), donde argumento que la estrategia sofística consiste en fundar lo político sobre lo retórico, como una acción que al elogiar a la ciudad produce performativamente el vínculo cívico basado en la concordia dentro de la polis. La retórica produce la homonoia o la concordia civil. Gorgias de Leontini implementó esta estrategia para conjurar el peligro de la stásis (o "guerra civil" y fratricida) que en la época del imperialismo griego amenazaba con destruir las ciudades desde el interior. Por otra parte la diferenzia que los sofistas establecen entre nómos y physis para defender la contingencia y el artificio de la ley humana, en lugar de su naturalidad esencialista, muestra la necesaria ficción en la que se basa el lazo discursivo de la polis; diferenzia que trabaja todavía el pensamiento contemporáneo y a la que Derrida se refiere también.

12Por ello es que Derrida insiste en la siguiente idea: "Ningún discurso justificador puede ni debe asegurar el papel de metalenguaje con relación a lo realizativo del lenguaje instituyente o a su interpretación dominante" (2008: 33). Ello nos obliga a asumir que todo acto o estrategia de resistencia depende de su inmersión y contravención subversiva de las significaciones dominantes y del esfuerzo de resistir activamente a la institución de lo social. La discusión, con todo, sigue abierta.

13Para un análisis contemporáneo, ver Buck-Morss, 2005.

14 Benjamin, 2009; para una exposición completa de la teoría de la imagen dialéctica como escritura ecfrásica ver: Weigel, 1999: 102; y Buck-Morss, 2001.

15En México, contamos con una abundancia de material para analizar los procesos de duelo, memoria y representación política a través de los cartones y otras formas de la cultura popular, que alegorizan y retoman tradiciones visuales varias en la composición de lo que debe y puede ser una "nación". Basta pensar en la genialidad de un grabador como José Guadalupe Posada para entender la prolijidad de la gráfica para actuar satíricamente sobre las representaciones dominantes.

Recibido: 13 de Diciembre de 2012; Aprobado: 25 de Abril de 2014

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