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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.7 no.2 México ene. 2011

 

Artículos conmemorativos por el 20 aniversario

 

México: una democracia expuesta a riesgos

 

Mexico: a democracy exposed to risks

 

Ricardo Espinoza Toledo*

 

* Profesor-investigador de tiempo completo de la licenciatura en Ciencia Política y la maestría y doctorado en Procesos Políticos de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Doctor en Ciencia Política por la Universidad París I-Sorbona. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Correo electrónico: <etr@xanum.uam.mx>.

 

Artículo recibido el 23 de septiembre de 2011
Aceptado el 28 de octubre de 2011.

 

Resumen

En México, las marcadas desigualdades y la inequidad limitan el ejercicio efectivo de los derechos políticos, civiles y sociales. La falta de equidad se observa en la exclusión escolar, en la carencia de empleos formales, en los bajos ingresos, en el déficit de bienestar social y en la pobreza. Esa falta de desarrollo asociada a las deficiencias en la participación y la representación debilitan, deslegitiman y ponen en riesgo a la joven democracia mexicana.

Palabras clave: desarrollo, democracia, equidad, desigualdad, derechos.

 

Abstract

In Mexico, the accentuated inequalities and inequity limit the effective exercise of political, civil and social rights. The lack of equity can be seen in school exclusion, the lack of formal jobs, low income, the deficit of social welfare and poverty. This lack of development associated with the impairing in participation and representation, weaken, undermine and jeopardize the toddling Mexican democracy.

Key words: development, democracy, equality, inequality, political, social and civil rights.

 

Introducción

El cambio democrático en México ha significado la conquista de libertades políticas; sin embargo, también ha acentuado la precariedad social de la mayoría, acelerado la desintegración de las fuentes colectivas de solidaridad y debilitado las bases de la reciente democracia. ¿La desigualdad es la causante de la baja participación o la escasa participación es causa de mayores desigualdades?

La Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2000) ha sostenido que entre más desigual sea una sociedad, será menos participativa, porque la pobreza conduce a la marginalidad. En esas circunstancias, los pobres no participan libremente en la vida económica, ni en la social, ni en la política; es decir, no tienen posibilidades de influir decisivamente para superar su situación de pobreza (Jaguaribe, 1993; Prats, 2000). Ese problema, sin embargo, no es unilateral, por que la desigualdad puede ser la causante de la poca participación y, por su lado, la baja participación puede ser el origen de mayores desigualdades. Las desigualdades sociales son concebidas como expresiones de las asimetrías del poder; el poder se refiere a la distribución y posesión de lo que Rawls (2000) llama bienes sociales primarios, esto es, acceso a servicios básicos, como salud, educación, trabajo y protección social. Así, la democracia es también un sistema creador de ciudadanía en el sentido que debe servir para que la inmensa mayoría disfrute todos los servicios como ejercicio efectivo de sus derechos (PNUD, 2010).

Se argumentará, con razón, que esta concepción se aleja de los argumentos clásicos de la democracia. En efecto, en las democracias occidentales consolidadas el individuo con derechos sociales y civiles existe antes de la extensión universalista de la ciudadanía política. Esta misma concepción fue elaborada y progresivamente implantada, al ritmo de la expansión del Estado moderno, como una doctrina legal que atribuyó condiciones de agentes a los individuos:

Tras una larga y compleja trayectoria histórica, en los países iniciadores –en general y no sin abruptas interrupciones– ocurrió la extensión bastante amplia de una (mayoritariamente masculina) ciudadanía civil, basada en la atribución legal de agencia en esta esfera. Esta fue la base, legal y sociológica, de un desarrollo posterior, la democracia política, centrada en la ciudadanía política. Esta a su vez se basó en una concepción de agencia ya desarrollada en esos países en el terreno de los derechos civiles (O'Donnell, Lazzeta y Vargas, 2003: 64).

En contraste con esos países, en la mayor parte de América Latina, comprendido México, los derechos políticos fueron obtenidos, o han sido recuperados recientemente, antes de completarse la generalización de los derechos civiles. En nuestros países, la penetración y efectividad de la legalidad estatal ha sido a intervalos y socialmente limitada. Además, en varios de estos países, incluso bajo gobiernos democráticamente electos, las regiones desprotegidas por la legalidad estatal no han disminuido y los derechos civiles han, incluso, retrocedido (PNUD, 2004).1

En este texto abordamos la relación desigualdad-democracia en México. Progresivamente analizamos: a) cómo la democracia se legitima en el progreso; b) la exclusión que se observa en el sistema educativo; c) un país de jóvenes sin empleo; d) en el que la pobreza se incrementa y e) el ingreso de las familias cae; f) con un deficiente bienestar social; g) cuyo problema central es la falta de equidad; h) con mecanismos débiles de rendición de cuentas así como i) el bajo aprecio ciudadano por las instituciones de la democracia.

 

La democracia se legitima en el progreso

Como la política es importante para las instituciones y las instituciones son importantes para el desarrollo, la política importa para el desarrollo (Valverde Viesca y Salas-Porras, 2005).2 Las instituciones relacionadas con la economía de mercado están necesariamente inmersas en un con-junto de instituciones políticas ajenas a esa economía. Para contar con instituciones eficientes relacionadas con la economía de mercado pareciera necesario disponer de instituciones políticas democráticas que permitan garantizar la creación de normas justas que se apliquen de manera equitativa y sistemática (Rodrik, 2000: 13; BID-IDEA, 2003).

De ahí la unidad de las políticas democráticas, económicas y sociales, debido a que la eficiencia económica requiere de un gobierno que garantice el cumplimiento de los derechos individuales y promueva un entorno de respeto y justicia:

Hoy disponemos [...] de evidencias empíricas que abonan una correlación positiva entre desarrollo institucional y crecimiento económico. Tomando como indicadores de desarrollo institucional la garantía y asignación de los derechos de propiedad, la garantía de cumplimiento de los contratos, la existencia y fiabilidad de mecanismos de solución de disputas incluido el poder judicial, la vigencia efectiva del sistema de mérito y el grado de corrupción existente, se evidencia una correlación positiva entre estos indicadores y las mayores tasas de crecimiento de los países (Prats, 2000: 19).

Así, democracia y desarrollo se complementan y fortalecen mutuamente y, a la inversa, su divorcio puede conducir a la inviabilidad de ambos (PNUD, 2010). Su conjunción posibilita su permanencia debido a que la democracia se consolida con medidas económicas y sociales que propician el desarrollo, y viceversa: el desarrollo requiere de la legitimidad que solo otorga la participación democrática (Mirón, 2005).

Adam Przeworski (1995) sostiene que entre las condiciones para que un país sea democrático se encuentran, además de las instituciones democráticas, crecimiento, descenso de la desigualdad e instituciones parlamentarias. De acuerdo con este autor, el grado de desarrollo económico de un país tiene un efecto casi decisivo sobre las probabilidades de supervivencia de su democracia. Las democracias pobres, con ingreso per cápita bajo, son extremadamente frágiles (Sirvent, 2005).

En el pasado mexicano reciente, las crisis económicas recurrentes cancelaron las oportunidades de mayor bienestar social. Luego de la crisis económica de 1994-1995 y hasta 2008, el país logró la estabilidad macroeconómica. La crisis financiera internacional que estalló en 2008 afectó duramente a México debido a la caída de las exportaciones y de la actividad manufacturera, el aumento del desempleo (el desempleo abierto llegó a 5% a inicios de 2009), la caída de los precios internacionales del petróleo y la devaluación del peso. Diversos programas de combate a la pobreza, acompañados de más de una década de estabilidad macroeconómica, dieron lugar a su disminución parcial desde 1994. Pese a este logro, "la reducción de la pobreza entre 1996 y 2005 solo ha permitido restablecer los niveles de pobreza prevalecientes hasta antes de la crisis económica de 1995" (PEF, 2007: 144). Después, entre 2006 y 2008, la pobreza volvió a aumentar, hasta alcanzar cifras nunca antes vistas: la pobreza se extendió a más sectores de la población.

Las nuevas democracias, como la nuestra, se enfrentan a varios retos simultáneos. Por un lado, tienen la necesidad de consolidar las nuevas instituciones políticas; por otro, deben impulsar las reformas que eviten el colapso económico y recuperen el crecimiento económico y la distribución del ingreso. Estas medidas pueden entrar en conflicto y detener la consolidación democrática (Sirvent, 2005). De ser así, democracia y ausencia de desarrollo acaban siendo incompatibles. A pesar de que en América Latina la democratización estuvo conectada con la instrumentación de reformas políticas y económicas liberales, no han disminuido la pobreza ni la inequidad. Por esa razón, entre otras, la CEPAL ha concluido que es necesario reorientar los patrones regionales de desarrollo en torno a un eje principal: la equidad, es decir, la reducción de la desigualdad social en sus múltiples manifestaciones, especialmente cuando se trata de los países con mayores niveles de desigualdad del mundo. Eso debe ir acompañado de esfuerzos efectivos por construir tejidos sociales que permitan gestar sociedades más integradas, en el entendido de que esa construcción solo puede realizarse en el marco de sociedades más democráticas, lo que significa una ciudadanía fortalecida (Ocampo, 2000).

Vista de esa manera, la democracia es para el progreso. Se le concibe como un método de organización del poder y la sociedad para que sus habitantes progresen en la realización efectiva de sus derechos, entendiendo el paso de lo nominal a lo real como la creación de ciudadanía. La calidad de la democracia, a su vez, está directamente vinculada con su capacidad para generar ciudadanía. Y la ciudadanía consiste precisamente en hacer efectivos los derechos individuales (PNUD, 2010).

Con base en lo anterior, la democracia no se limita a procesos electorales transparentes, regulares y limpios, sino que va más allá: es una forma de organizar el poder para ampliar la ciudadanía en sus tres dimensiones (política, civil y social) y evitar o limitar la dominación de unos individuos o grupos sobre los demás. Así, se define por su origen, su ejercicio y su finalidad: su origen, la soberanía popular como fuente del poder; su ejercicio se da a través de las instituciones republicanas de gobierno, normado en el Estado democrático de derecho, y su finalidad es garantizar, materializar y extender los derechos ciudadanos en las tres esferas básicas de la ciudadanía (PNUD, 2010).

Las tres dimensiones de la ciudadanía son la política, la civil y la social:

La ciudadanía política refiere las formas de acceso y las condiciones de permanencia en los cargos públicos; la representación de mujeres y minorías étnicas; los mecanismos de toma de decisiones de gobierno (en particular en lo que respecta a las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo), y el diseño del marco constitucional y sus procesos de reforma. En el campo de la ciudadanía civil se consideran, a su vez, la vigencia de las libertades básicas, el acceso a la justicia y el acceso a la información pública; en el de la ciudadanía social, el deficitario acceso de las mayorías a servicios de salud, educación y protección social, y la enorme extensión de la pobreza y la desigualdad (Marshall, 1965: 22-23; PNUD, 2010: 16).3

Cuando el propósito esencial del desarrollo es la construcción de sociedades más equitativas, se coloca en primer plano la vigencia de los derechos civiles y políticos, que garantizan la autonomía individual frente al poder del Estado y la participación en las decisiones públicas, y la de los derechos económicos, sociales y culturales que responden a la igualdad, la solidaridad y la no discriminación, en tanto valores universales, indivisibles e interdependientes:

Si bien los derechos civiles y políticos y los derechos económicos, sociales y culturales pueden regirse por estatutos jurídicos diversos en cuanto a su carácter, exigibilidad y mecanismos de protección, todos ellos forman parte de una visión integral de los derechos fundamentales de las personas. De esta manera, si no se logran avances respecto de los derechos económicos, sociales y culturales, los derechos civiles y políticos [...] tienden a perder sentido para los sectores con menores recursos y más bajos niveles de educación e información. Pobreza y ausencia del ejercicio de la ciudadanía van muchas veces de la mano (Ocampo, 2000: 49).

Junto al método de elección de gobernantes y representantes, la democracia implica una garantía para que las libertades y todos los derechos vinculados a ellas sean efectivamente ejercidos en una sociedad. Por eso, la creación de ciudadanía es también creación de libertades. Otorga a los ciudadanos el ejercicio de los derechos que permiten que la libertad sea realmente practicada: el derecho a elegir, a vivir una vida digna, a la seguridad, a no ser perseguido, a la educación, a un trabajo y salario decentes, a la salud, a la protección social. La democracia tendrá mejores condiciones para perdurar en tanto sirva a la creación del bienestar individual y colectivo de una sociedad. Si fracasa en esa tarea, aumentará su debilidad y la probabilidad de ser reemplazada (PNUD, 2010).

En ese contexto, la disfunción democrática se expresa en autoridades políticas acusadas de actos de corrupción, en procesos y resultados electorales cuestionados por las fuerzas políticas de oposición y en la lucha continua del Estado por preservar el imperio de la ley contra influencias como las agrupaciones del crimen organizado, narcotraficantes (BID-IDEA, 2003) y otros poderes fácticos. Si bien eso ocurre en México, la característica dominante en este país es, sobre todo, el déficit de derechos sociales y civiles, lo cual se traduce en la exclusión.

 

La exclusión tiene lugar en el sistema educativo

El acceso a la educación proporciona la mejor posibilidad de construir ámbitos más equitativos, desde los cuales superar la desigualdad en el mercado de trabajo y la participación en el poder:

La educación es una llave maestra para incidir simultáneamente sobre la equidad, el desarrollo y la ciudadanía. Es crucial para superar la reproducción intergeneracional de la pobreza y la desigualdad. La educación mejora el ambiente educacional de los hogares futuros y, con ello, el rendimiento educativo de las próximas generaciones; mejora las condiciones de salud del hogar, y permite una mayor movilidad socio-ocupacional ascendente a quienes egresan del sistema educativo, proporcionándoles, además, herramientas esenciales de la vida moderna que eviten la marginalidad sociocultural (Ocampo, 2000: 53).

Con base en datos recuperados por el Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD, 2010), hacia el año 2010, en México había más de 32 millones de alumnos. De ellos, casi 25 millones eran niños que cursaban la educación básica y representaban el 77% del total. Los jóvenes en educación media superior eran 3 658 000 (11.3% de los educandos en el país) y los de educación superior cercanos a los 2 500 000 (7.6%). El número de mexicanos de entre 15 y 18 años, es decir, los que podrían estar cursando el bachillerato, ascendía a 8 392 millones. De ellos, solo 43% se encontraba incorporado a la educación media superior. Con esta tendencia, seis de cada 10 jóvenes en edad de ir al bachillerato se quedaban fuera. La cobertura en educación superior es todavía menor. De los casi 10 millones de jóvenes de entre 19 y 23 años en 2005 y hasta el año 2008 (9 692 116 personas), 25% tuvo cabida en la educación superior. Así, tres de cada cuatro jóvenes en edad universitaria no acceden a ella, esto es, 7 250 millones de jóvenes. Ese es el tamaño de la exclusión educativa que se ha acumulado en nuestro país (IETD, 2010). Aunque el sistema educativo mexicano ha alcanzado buenos niveles de cobertura en la educación primaria, existe un gran rezago en la educación, sobre todo, secundaria y superior.

La baja permanencia en la educación formal, junto con altos niveles de reprobación, deserción e inasistencia escolares concentrados en las zonas más pobres tiene relación directa con la reproducción intergeneracional de la pobreza, por un lado. Por otro, existe una dinámica de devaluación educativa debido a la cual, a medida que aumentan los logros educativos promedio y se acrecientan las exigencias productivas y culturales, se requieren más años de educación formal para contar con opciones de mejor inserción productiva y mayor movilidad social. Por este motivo, la falta de continuidad afecta con mayor dureza a quienes abandonan tempranamente el sistema escolar. Según cálculos de la CEPAL, actualmente se requiere, como promedio regional, un mínimo de 10 a 11 años de educación formal y, en muchos casos, completar el ciclo medio (12 años de educación) para contar con 90% o más de probabilidades de no caer, o no seguir, en la pobreza. Asimismo, solo dos años menos de estudio implican un pérdida de ingresos de alrededor de 20% durante toda la vida activa (Ocampo, 2000).

Es necesaria la transformación educativa para lograr la equidad, entendida como igualdad de oportunidades y compensación de diferencias, y el desempeño, referido a la evaluación de los rendimientos y el incentivo a la innovación (Ocampo, 2000), de los cuales sigue alejado nuestro país. En conferencia de prensa realizada el 29 de junio de 2011, la líder del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, profesora Elba Esther Gordillo, declaró haber pactado con el candida-to presidencial del Partido Acción Nacional en 2006, Felipe Calderón Hinojosa, para otorgarle apoyo electoral a cambio de cargos públicos para sus seguidores. Seguramente eso explica por qué el presidente Calderón no emprendió la reforma educativa y desvirtuó la promesa gubernamental de "alcanzar una educación de calidad y superar el marasmo de intereses a fin de que la educación sea la puerta grande para salir de la pobreza" (discurso del 2 de septiembre de 2009). Esa alianza se tradujo en la imposibilidad de reformar y transformar el deficiente sistema educativo mexicano. Algo igualmente grave ocurre con el empleo.

 

Un país de jóvenes sin empleo

El empleo es el principal medio de generación de ingresos del grueso de los hogares y, además, un mecanismo de integración social y realización personal (Ocampo, 2000). El desempleo y el subempleo, a su vez, obstruyen el desarrollo.

La sociedad mexicana es mayoritariamente urbana, cada vez más escolarizada y aún joven en términos absolutos. Quienes tienen entre 16 y 30 años representan 26% de la población, mientras aquellos que tienen entre 31 y 50 años constituyen 25%. Total: más del 50% de jóvenes. Esta sociedad tiene más educación e información, pero medios de comunicación que ayudan poco a enmendar los rezagos en una cultura que privilegia los valores laicos y liberales en el terreno de los derechos de las personas y mantiene buena dosis de fanatismo e intolerancia.

Entre 2006 y 2010 se observó una ampliación de 1.3 millones de personas por año en la Población Económicamente Activa. Para evitar que el desempleo crezca es necesario generar ese volumen de puestos de trabajo anuales. De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en esos cuatro años sólo se generaron 817 000 nuevos empleos con prestaciones (es decir, los que incluyen acceso a instituciones de seguridad social), lo que implica apenas 204 000 nuevos empleos por año. En ese sentido, México tuvo un déficit de 1.1 millones de empleos formales por año en los primeros cuatro años del gobierno de Felipe Calderón.

El déficit en la creación de empleos formales en México en los últimos quince años se comprueba al contrastar la ampliación de los ocupados (10 millones y medio de personas) con los nuevos trabajadores asegurados en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), cuya cifra es inferior a los cuatro millones. Lo anterior significa que por cada empleo formal se ha creado un empleo y medio en el sector informal. Este ya era uno de los más graves problemas de México aun antes de que iniciara la crisis económica de 2008, cuyo efecto negativo agravó la situación general, al destruir altos volúmenes de empleo (más de 600 000 entre octubre de 2008 y los primeros dos trimestres de 2009, cifra que no se recuperó en el primer tercio de 2010). De esa manera, a la incapacidad para crear nueva ocupación formal se suman los efectos negativos de la crisis. México cuenta con jóvenes en edad de trabajar y producir, pero atraviesa un prolongado periodo de exclusión y carencia de empleo, con una consecuencia adicional: lo que pudo ser una oportunidad productiva, el bono demográfico, podría transformarse en tensión social sin punto de retorno (IETD, 2010).

Si se toma en cuenta que cada año se generan únicamente 204 000 nuevos empleos formales, puede ubicarse la difícil situación que enfrenta el bienestar de los jóvenes y los adultos. Los esfuerzos y las inversiones destinados a incrementar los logros educativos mediante la reducción de las tasas de deserción y reprobación tienen efectos positivos en términos de reducir la pobreza y la desigualdad:

El efecto de la educación en este ámbito es triple: mejora el ambiente educacional de los hogares futuros y, con ello, el rendimiento educativo de las próximas generaciones; incide positivamente en la salud reproductiva e infantil y, por último, permite una mayor movilidad socioocupacional ascendente de quienes egresan del sistema educativo. A mayor nivel de educación formal, menor es la probabilidad de ser pobre o caer en la pobreza. Por otra parte, la educación es el principal expediente para superar tanto la pobreza como las causas estructurales que la reproducen: baja productividad en el trabajo, escaso acceso a las herramientas de la vida moderna, marginalidad sociocultural, mayor vulnerabilidad de las familias en el plano de la salud, y discontinuidad y bajos logros en la educación de los hijos (Ocampo, 2000: 101).

La generación de empleos permanentes, que cuenten con una adecuada protección social, debe convertirse en el objetivo central de las políticas públicas. Flexibilizar la contratación laboral, como quiere la reforma promovida por priistas y panistas (2010-2011), no es una solución a los problemas de demanda de empleo. Por lo demás, una política macroeconómica cuyo resultado es un crecimiento económico inestable e insuficiente, como en México, difícilmente puede contrarrestar los efectos negativos que tiene sobre la generación de empleo.

 

La pobreza se incrementa y el ingreso de las familias cae

Hacia 2006, una población de 44 millones de mexicanos se encontraba en una situación que le imposibilitaba cubrir sus gastos de alimentación, educación, vestido, salud, vivienda y transporte. Antes de la crisis de 2008, el entonces Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (que desde 2008 se denomina Instituto Nacional de Estadística y Geografía, Inegi) informaba de una contracción en el ingreso de los hogares, de manera que más miembros del hogar deben trabajar y, aun así, el ingreso familiar es menor.

Los pobladores de áreas rurales y urbanas empobrecidas, los indígenas y los migrantes internos tienen escaso acceso al ejercicio de sus derechos económicos y sociales. Se calcula en unos 30 millones las personas que carecen de estabilidad laboral y de seguridad social. De ingresos bajos y sin capacidad para afiliarse al Seguro Popular o para acceder a una vivienda digna, tienen además dificultades para satisfacer sus necesidades básicas de alimentación, vestido y recreación. Para su subsistencia, muchos de ellos dependen en buena medida de los subsidios y apoyos que otorgan los programas gubernamentales de combate a la pobreza (Emmerich, 2009).

Las cifras de incremento de la pobreza en el país muestran también un escenario preocupante. De acuerdo con las mediciones del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (Coneval, 2009), los mexicanos en pobreza alimentaria pasaron de 14.4 millones a 19.5 millones entre 2006 y 2008 (de 13.8% a 18.2%), esto es, cinco millones de pobres extremos más en sólo dos años y ello sin incluir el efecto de la crisis financiera internacional de 2008. La pobreza de capacidades afectó en 2008 a 26.8 millones, por 21.7 millones en 2006 (pasó de 20.7% a 25.1% de la población). En situación de pobreza patrimonial hubo 50.5 millones de mexicanos en 2008, 5.8 millones más que en 2006 (pasó de 42.6% a 47.4%). De modo que tenemos un país más desigual y también más pobre. Los datos que incorporan los efectos de la crisis económica, indican que en 2009 se sumaron nueve millones de personas a la pobreza en América Latina, de los cuales 40% ciento corresponde a México. Así, el número de pobres mexicanos aumentó en 3.6 millones durante 2009, lo que hace un universo de 54 millones de pobres en 2010, casi exactamente la mitad de una población de 108 millones, en ese año, según el Consejo Nacional de Población (Conapo) (IETD, 2010).

En 2002-2004, un 5% de la población padecía desnutrición, porcentaje igual al registrado en 1990-1992 (World Bank, 2007). Ante esas carencias, los programas gubernamentales de combate a la pobreza han otorgado apoyos económicos destinados a alimentación, educación y salud a las familias más vulnerables como medidas de combate a la pobreza (Emmerich, 2009). Las personas voluntariamente inscritas en el Seguro Popular y niños afiliados al Seguro para una Nueva Generación, disponen de seguro médico, aunque no de alta calidad, al que se suman el imss y el Instituto de Seguridad Social al Servicio de los Trabajadores del Estado, carentes de equipamiento, medicamentos y de los médicos necesarios.

El bienestar ciudadano es el objetivo final del sistema democrático, una fuente de revitalización, duración y ampliación del sistema. Existe, sin embargo, un razonable acuerdo en que por debajo de un cierto umbral carecemos de condiciones necesarias para el desenvolvimiento democrático. La existencia de elecciones libres y transparentes, el respeto de la libertad y seguridad de las personas, la defensa de la libre expresión o una nutrición básica son algunos de los derechos indispensables que caracterizan el mínimo de ciudadanía que debe es-tar presente en una democracia. Un nivel de vida digno en la práctica implica la existencia de condiciones que permitan hacerlo. La igualdad de oportunidades debe ser una finalidad de la democracia. Para realizarlos, se requiere la construcción de consensos y de mayorías políticas. En este sentido, la alta concentración de ingresos y poder que exhibe nuestro país es un obstáculo básico para alcanzar el bienestar ciudadano e incompatible con el objetivo de redistribución de poder, conocimiento e ingresos esenciales para la democracia de ciudadanía (PNUD, 2010).

 

El bienestar social

La noción política de bienestar, bienestar ciudadano o sociedad de bienestar, pone el acento en la progresiva adquisición efectiva de derechos, y es el resultado de la ampliación de la ciudadanía (PNUD, 2010). Cuando existe un déficit de derechos sociales y civiles no pueden existir verdaderos ciudadanos. Un individuo que no tiene asegurados sus derechos sociales primarios, es decir, sus condiciones básicas de subsistencia, no es un ciudadano pleno porque no puede ejercer sus derechos políticos; como es comprensible, antes tiene que asegurar su subsistencia. En México, aproximadamente 50% de la población vive en condiciones de pobreza y pobreza extrema. Eso significa que la mitad de nuestros ciudadanos no puede hacer uso pleno de sus derechos políticos, sociales y civiles.

Hay suficientes razones para suponer que democracia y desigualdad son antitéticos, no pueden coexistir porque los excluidos de la economía y de los logros sociales solo tienen una participación política marginal o limitada (si es que tienen alguna), sin posibilidades de influir decisivamente para superar su situación de pobreza. Si, de acuerdo con el Inegi, el Coneval y el Conapo, aproximadamente la mitad de la población mexicana vive en condiciones de pobreza y pobreza extrema, la nueva democracia mexicana solo puede ser una democracia débil; si los poderes Ejecutivo y Legislativo no son capaces de diseñar las políticas públicas necesarias para ofrecer oportunidades, empleo y seguridad; si además tampoco pueden combatir eficazmente las desigualdades ni la corrupción, quiere decir que el gobierno, en su acepción general, no ofrece buenos resultados.

Lo realmente delicado es que en la base de esa estructura de poder se encuentran individuos desprovistos de derechos civiles y sociales. Cuando un individuo no tiene las posibilidades de alcanzar las más elementales capacidades, tales como las de vivir una vida larga y saludable, ser socialmente reconocido y disfrutar de un estándar de vida decente (O'Donnell, Lazzeta y Vargas C., 2003), no hay lugar para una democracia sólida. Sin auténticos ciudadanos solo puede haber una democracia frágil.

 

La falta de equidad, el problema central

La democracia, así entendida, es también corresponsabilidad ciudadana. Los pilares del desarrollo son el Estado y los actores sociales. Para construir sociedades más participativas y solidarias no basta un Estado garante de derechos; es igualmente necesario contar con actores sociales que se preocupen por los diversos aspectos del desarrollo y por la ampliación de espacios deliberativos en los que se puedan concertar acuerdos y tomar decisiones que incidan en la vida de la comunidad. En este sentido, más ciudadanía significa más sociedad: una comunidad de personas que no se restringen a sus actividades privadas, sino que además concurren en el espacio y el debate públicos para participar en proyectos y en decisiones compartidas (Ocampo, 2000). El Banco Mundial estableció en su Informe de 1997 que "han fracasado los intentos de producir desarrollo sólo desde el Estado, pero también fracasarán los que pretendan hacerse sin él" (Prats, 2000: 32).

Desde esta perspectiva, la ciudadanía implica un compromiso recíproco entre el poder público y los individuos. El primero debe respetar la autonomía individual, permitir y promover la participación en la política y brindar, en la medida que el desarrollo lo permita, posibilidades de bienestar social y oportunidades productivas. Los segundos deben ejercer su capacidad de presión para que el Estado cumpla los compromisos indicados, pero a la vez deben contribuir con su participación en el ámbito público (Ocampo, 2000).

Como correlato del proceso de democratización, en México superamos las limitaciones que el sistema de partido hegemónico (Sartori, 1987) imponía al libre ejercicio de los derechos políticos. Sin embargo, solo hemos conquistado una limitada y parcial implantación de derechos civiles que, además, están poco extendidos para amplios segmentos de la población. Seguramente por ello el apoyo al régimen democrático es bajo y sigue disminuyendo (Véase infra).

A pesar de los programas gubernamentales que se han instrumentado, los resultados del desarrollo son insatisfactorios en términos económicos y sociales. Para una gran parte de la población esta situación va acompañada de una limitación de sus derechos ciudadanos, que en los terrenos jurídico y político se manifiesta en una desigualdad fundamental en el acceso a la justicia y una escasa participación en las decisiones políticas, mientras que en las esferas económica y social se traduce en disparidad de oportunidades, inestabilidad laboral, bajos ingresos e indefensión frente al infortunio. De allí que el principal desafío sea el de construir sociedades más equitativas. Este es el referente fundamental con que debe medirse la calidad del desarrollo (Ocampo, 2000) y de la democracia.

La equidad es la verdadera expresión de los objetivos de la sociedad, pues dentro de las formas de organización económica, tanto la actividad privada y el mercado como la intervención de Estado son solo instrumentos para lograr el bienestar colectivo. El artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos establece la existencia de la propiedad privada justificada por su servicio y utilidad públicos. El objetivo de elevar los niveles de bienestar del conjunto de la población no se logrará sin avances en la consolidación de economías dinámicas y competitivas. Ese es el contenido de la eficiencia, que significa capacidad para maximizar los objetivos sociales con recursos escasos (Ocampo, 2000). Pero cuando eso no se da, la democracia se aleja de sus objetivos y se debilita.

La insuficiencia de la redistribución estatal y la supervivencia de las prácticas patrimonialistas no han forzado a los partidos a generar proyectos políticos que alienten la organización y participación política de la gente, por lo que se presenta una disyuntiva: "O nuestras democracias son capaces de reformarse o no serán capaces de producir desarrollo para todos" (Prats, 2000: 40), con lo que dejarán el campo preparado para nuevos emprendedores políticos cuyo rumbo no tiene por qué ser democrático.

 

La rendición de cuentas

El Estado democrático de derecho es la protección de los derechos civiles y de participación. El poder político no es solamente para los ciudadanos sino también de ellos. La idea básica de la democracia política contemporánea, o poliarquía, es que el poder político (más precisamente, la autoridad para ejercer ese poder) proviene de los ciudadanos, que son la gran mayoría de los adultos que habitan el territorio delimitado por un Estado. Los ciudadanos son individuos con derechos, que incluyen el derecho de participar en los procesos para elegir gobernantes y representantes, y por lo menos un conjunto mínimo de derechos civiles sin los cuales no puede haber participación política. La efectividad de estos derechos es condición necesaria para la existencia del poder político democrático y de su autoridad para gobernar. En consecuencia, el ejercicio de este poder no puede violentar estos derechos; al mismo tiempo, a los gobernantes les corresponde fomentar su difusión y asegurar su goce. No es suficiente con disponer de reglas legales que reconozcan los derechos; se necesita de un sistema legal que los aplique eficaz y consistentemente en el territorio de un Estado (O'Donnell, 1998). En el Estado democrático de derecho nadie está por encima de las obligaciones establecidas por el sistema legal en su conjunto. Este principio nace del propósito de proteger los derechos civiles y de participación. Cuando los derechos civiles y de participación no están protegidos o garantizados, se atenta en contra de los ciudadanos.

Ahora bien, como hemos comentado antes, la existencia de procesos electorales razonablemente confiables es condición necesaria de la democracia, pero hacen falta otros mecanismos de control sobre los políticos, lo que globalmente se conoce como rendición de cuentas. La rendición de cuentas es débil en México. Tal vez lo que mejor ilustra esa debilidad es la corrupción. La corrupción consiste en ventajas ilícitas que los funcionarios obtienen para sí mismos o para su círculo cercano. Un problema semejante son las transgresiones, es decir, cuando alguna institución estatal sobrepasa los límites de su propia jurisdicción legalmente establecida, e invade los de otras. Estas prácticas constituyen un serio defecto de nuestra democracia, precisamente porque son acciones a través de las cuales se vulneran los derechos civiles y de participación (Espinoza, 2010).

Para contribuir a reparar algunas de esas transgresiones, en nuestro país se introdujeron dos dispositivos legales: la controversia constitucional (cuando una autoridad invade las atribuciones de otra) y la acción de inconstitucionalidad (cuando una ley contraviene el espíritu y la letra de la Constitución). Casi simultáneamente se fueron creando otras agencias para prevenir riesgos de transgresión y corrupción entre los poderes públicos, como la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), las contralorías, los auditores y fiscales especiales legalmente encargados de supervisar, prevenir, desalentar, promover la sanción, o sancionar acciones u omisiones presuntamente ilegales de otras agencias estatales.

En 1990 se creó la cndh, así como sus similares en las entidades federativas, con la misión de atender quejas por violación a las garantías individuales por parte de autoridades. Sin embargo, estas comisiones no gozan de total autonomía y no pueden imponer sanciones, sino solo emitir recomendaciones de cumplimiento voluntario por las instancias a las que van dirigidas. En 2008, el gobierno federal aprobó el Programa Nacional de Derechos Humanos, con miras a su mejor protección y a erradicar vicios que limitan su eficacia (Emmerich, 2009).

Con todo, estas agencias, creadas para prevenir riesgos de transgresión o de corrupción, ofrecen algunas ventajas; por ejemplo, que pueden ser continuas en su actividad y eficaces en prevenir o disuadir acciones ilegales de las agencias que supervisan. Otra ventaja es que sus acciones se fundan en criterios profesionales y no corresponden a decisiones de los partidos políticos. Finalmente, por su carácter continuo y profesionalizado, estas agencias pueden desarrollar capacidades que les permiten examinar asuntos de políticas estatales. A todo ello se agregan los mecanismos sociales y mediáticos que pueden supervisar la legalidad de los procedimientos seguidos por políticos y funcionarios públicos (O'Donnell, 1998), como las organizaciones sociales y civiles de distinta naturaleza e incluso la prensa.

La tarea es muy compleja. En el encuentro del presidente Calderón con el representante del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, Javier Sicilia, que se llevó a cabo el 23 de junio de 2011, ambas partes reconocieron públicamente que entre las autoridades encargadas de combatir el crimen existe corrupción y colusión con la delincuencia. El presidente señaló las ventajas de expulsar de las corporaciones de policías a los elementos asociados con el crimen organizado porque es muy grave tener a esos delincuentes dentro de las corporaciones policiacas bajo el cobijo institucional y utilizando todos los recursos del Estado contra los ciudadanos.

 

Bajo aprecio ciudadano por las instituciones de la democracia

Los mexicanos quieren tener confianza en sus instituciones políticas, pues casi 60% tenía algo o mucha de confianza en el presidente de la República y más de 41% la tenía en los legisladores, según la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas de 2008, levantada por la Secretaría de Gobernación (Encup, 2008). Pero apenas 27% tenía una opinión similar sobre los partidos políticos. Paralelamente, se observa un muy marcado desánimo y desencanto con la democracia y sus instituciones, como se muestra en el Informe 2010 de Latinobarómetro, a partir de una serie de encuestas aplicadas en 18 países de América Latina, México incluido (Corporación Latinobarómetro, 2010).

El aprecio por la democracia en la región tiende a incrementarse, pero en México disminuye: de 1996 a 2009, México pasó del 53% al 42%, esto es, 11 puntos menos. A la pregunta de si los gobiernos democráticos están más preparados para enfrentar las crisis, México quedó en el penúltimo lugar de América Latina, con solo 40%. No obstante, 67% de los mexicanos contestó que la democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno.

A la afirmación de: "sin Congreso Nacional no puede haber democracia", en México 52% contestó que sí. Sólo 28% está satisfecho con la democracia y 21% afirma que los gobiernos actúan por el bien de todos. A la vez, 41% de las personas están de acuerdo con la afirmación de que "la democracia permite solucionar los problemas"; solo 15% cree que la distribución de la riqueza es justa; únicamente 23% considera que las elecciones son limpias y 24%, que el país está progresando; por último, un escaso 15% se siente satisfecho con la situación económica.

En la práctica, la ciudadanía mexicana está inconforme con la forma como opera la democracia en el país y no la convence su clase política Este posicionamiento revela que nuestra democracia adolece de una debilidad sustancial que se traduce en problemas de representatividad y participación.

Problemas de representatividad, en primer lugar, porque si bien la gente piensa que los partidos políticos son indispensables para el funcionamiento de la democracia, un porcentaje muy elevado cree que no defienden el bienestar colectivo, sino al contrario, que los intereses sectoriales, de grupos y personales son la prioridad de los partidos, y no el interés nacional. Las personas tienden a descalificar a los partidos porque los ven como espacios de conflictos interminables y sinónimo de corrupción, además de extremadamente costosos en materia de financiamiento. De esta suerte, los ciudadanos apoyan la democracia de partidos, pero no a los partidos ni a sus dirigentes y representantes. La desconfianza hacia los partidos va de la mano de la desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones del Estado porque consideran que son las que menos toman en cuenta la opinión de los ciudadanos. Al mismo tiempo objetan a la democracia tal y como funciona en la práctica, de la misma manera que rechazan la forma en que funcionan los partidos y la "mala" representación de los ciudadanos por parte de los políticos.

Problemas de participación, también, en razón de que los dirigentes partidistas tienen una capacidad de influencia sobre los parlamentarios sin contrapeso de los electores. Un mecanismo muy eficaz de control dentro de los partidos deriva del control de los recursos financieros; otro, de la definición de las listas de candidatos, o sea, por medio del mecanismo de confección de las listas, cerradas y bloqueadas, de candidatos a diputados y senadores. Esto otorga a los dirigentes partidistas una capacidad de influencia sobre los parlamentarios mayor a la de los electores, mecanismos que les restan efectividad democrática pues desvirtúan la representación, bloquean la gobernabilidad y propician que los partidos se conviertan en organizaciones cupulares, es decir, fuera del alcance del ciudadano. Así, los partidos aparecen como organizaciones vaciadas de contenido ideológico porque han pasado de la utopía al empirismo y al pragmatismo; se les percibe como organizaciones de élite, partidos cerrados, orientados hacia el poder más que a la representación, como si su objetivo fundamental fuera acaparar todos los espacios de poder con su personal. Los políticos, a su vez, son vistos como un grupo o conjunto de grupos con intereses propios y autónomos que, para los ciudadanos, han confiscado en su provecho particular la representación popular.

La desconfianza se ha instalado en la vida pública mexicana. El malestar y la desesperanza son parte del ambiente. En ese ánimo, no extraña que en nuestro país, 27% de los habitantes diga que es probable que haya un golpe de Estado, aunque 56% no apoyaría en ninguna circunstancia un gobierno militar, según revela el Informe Anual 2010 de Latinobarómetro.

 

Reflexiones finales

Las dos llaves maestras del desarrollo –la educación y el empleo– no se han atendido eficazmente en México. Buena parte de la explicación de ese déficit estriba en el hecho de que, en esta joven democracia, las instituciones formales del Estado de derecho se hallan montadas sobre una economía con fuertes vestigios mercantilistas, corporativos y de captura de rentas, coherentes con un Estado patrimonial, burocrático, clientelar y altamente discrecional que dividen a la sociedad y perpetúan la exclusión y la pobreza (Prats, 2000). La baja eficiencia de la gestión de gobierno, a su vez, afecta su legitimidad al no resolver los problemas del país.

Asimismo, la producción y el comercio internacional de la droga han generado la narcoviolencia. La violencia, en general, es expresión de la debilidad del Estado y una prueba de su incapacidad para asegurar el derecho a la vida, un derecho fundamental de los ciudadanos y justificación de la existencia del mismo Estado. En lo que va del gobierno de Calderón, según se dice, las cifras de muertos a causa de la violencia van de los 40 000 a los 50 000, aunque se deben matizar en razón de que no todas esas muertes están relacionadas con el combate al crimen organizado (Escalante, 2011). Esa situación de desprotección fue el origen del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad que encabeza el poeta Javier Sicilia. Ajeno a banderas políticas, ese movimiento encarna la lucha social contra la corrupción, la impunidad, el abuso de autoridad, la delincuencia, y es una exigencia a las autoridades para que cumplan sus compromisos y funciones frente a la sociedad. La libertad de prensa y el derecho a la información pública también se ven afectadas en esas circunstancias.

La procuración y administración de justicia, otro aspecto de la ciudadanía civil, presenta problemas, pues la justicia no llega a todos. Todos somos iguales ante la ley, pero la ley no es igual para todos. Asimismo, el debido proceso y los derechos de propiedad registran un deterioro. Las debilidades institucionales se hacen evidentes en los escándalos de corrupción que involucran a funcionarios gubernamentales, en las deficiencias en la calidad de los servicios públicos y en los retrasos en el trámite de casos judiciales, su desatención o su mala atención. Además, subsisten violaciones a los derechos humanos: en su gran mayoría, estas violaciones constituyen otro aspecto de la incapacidad del Estado para controlar la fuerza pública, lo que está directamente asociado a la corrupción y la impunidad. En cuanto a la información, su diversidad y pluralidad y los derechos de la audiencia se limitan a medida que aumenta la concentración de la propiedad de los medios, como ocurre con el duopolio televisivo (Televisa y TV Azteca) en México.

Las encuestas de opinión pública muestran que en lugar de lograr un arraigo más profundo y una mayor legitimidad, las instituciones de la nueva democracia mexicana se debilitan y pierden credibilidad. Los ciudadanos tienen poca confianza en los partidos políticos, en el Congreso, en la administración pública y en el Poder Judicial, y les dan calificaciones bajas a los gobiernos democráticos en lo referente a su capacidad de mejorar el nivel de vida y reducir la pobreza, proveer servicios de calidad, y combatir la delincuencia y la corrupción.

Para terminar, aunque "la democracia se presenta como un régimen siempre marcado por formas de incompletud y de incumplimiento" (Rosanvallon, 2004: 196; PNUD, 2010), su objetivo es el bienestar ciudadano. Los menores niveles de bienestar no implican menos democracia, pero indican que la democracia se aleja de sus objetivos. Esto es fundamental para la legitimidad de la democracia a mediano plazo. En lo inmediato, aceptamos los gobiernos porque son votados, se justifican mediante leyes y pensamos que traerán bienestar. Cuando esto no sucede, se afecta la legitimidad de la democracia. Por eso es relevante el binomio democracia-bienestar. Su divorcio expone a la democracia a grandes riesgos (PNUD, 2010). Finalmente, las democracias latinoamericanas se encuentran entre las constricciones históricas y los desafíos de la globalización. Por esa razón, el estudio de los procesos nacionales debe enderezar una crítica a la ineficacia del régimen presidencial e incorporar también la dimensión internacional para evaluar las posibilidades de transformar la globalización de la pobreza por la de las oportunidades y del bienestar social.

 

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Notas

1 Esta obra incluye a un variado grupo de especialistas que hacen una enriquecedora y original reflexión acerca de los contenidos de la democracia en América Latina.

2 En el libro coordinado por Valverde Viesca y Salas-Porras se presentan diversas perspectivas sobre el desarrollo.

3 La clasificación de las tres esferas de la ciudadanía es de Marshall y ha sido recuperada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD).

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