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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.5 no.2 México jul./dic. 2009

 

Artículos

 

Las dificultades para desmontar las prácticas autoritarias en Brasil: el análisis de Raymundo Faoro sobre el inicio del proceso de "apertura" política en 1980

 

The difficulties in dismantling the authoritarian practices in Brazil: Raymundo Faoro's analysis on the beginning of the political 'opening' process (1980)

 

Maria José de Rezende*

 

* Investigadora y profesora de Sociología en la Universidad Estatal de Londrina, Brasil. Doctora en Sociología por la Universidad de São Paulo. Correo electrónico: <wld@londrina.net>.

 

Recibido el 5 de junio de 2008
Aceptado el 29 de mayo de 2009

 

Resumen

Este estudio tiene la finalidad de investigar los procedimientos políticos autoritarios que se plasmaron en las prácticas de varios agentes que constituían la vida política en Brasil en 1980. Los análisis se hacen a través de los artículos publicados cada semana por Raymundo Faoro en la revista Isto É. Se busca analizar lo cotidiano de la vida política en el denominado periodo de la apertura política, con el objetivo de comprender si había indicadores que apuntaban en el sentido de un proceso de destrucción de las actitudes, las prácticas y las acciones autoritarias en el país. Los textos de Faoro daban centralidad a la manera como la transición ponía en claro las desigualdades políticas y la colonización de la sociedad por parte del Estado.

Palabras clave: autoritarismo, política, apertura, democracia.

 

Abstract

The purpose of this study is to research authoritarian political procedures crystallized in the practices of several agents that constituted the national political life in 1980. The analysis is carried out through the weekly articles written by Raymundo Faoro, for the Isto É magazine, where he was a columnist. We intend to understand the political life characteristics of the so-called opening period, aiming to verify if there were signs that indicated a dismantling process of attitudes, practices and authoritarian actions in the country. His analysis focused on the way the transition made clear the political inequalities and the society's colonization by the State.

Key words: authoritarianism, politics, opening, democracy.

 

Introducción

Raymundo Faoro (1925-2003) fue uno de los principales partícipes del proceso político de transición que se instaló en la dictadura militar a partir de 1973. Su actuación como hombre de ciencia y hombre de acción se dio en varios ámbitos1 como interlocutor de diferentes segmentos sociales en los debates acerca de las medidas que se deberían tomar con el objetivo de desmontar el Estado autoritario y construir un Estado democrático de derecho. Su actuación al frente de la Orden de los Abogados de Brasil, entre 1977 y 1979 ayudó a aclarar los caminos hacia la concepción de acciones que tenían como propósito repeler las prácticas del estamento militar que estaba al frente de la dictadura instaurada en el país desde 1964.

Como parte de las acciones de militancia política en favor de la construcción de caminos por donde fuera posible construir un Estado de derecho democrático en Brasil, Faoro asumió la tarea de publicar colaboraciones semanales en una revista de gran circulación en la década de los ochenta. En la Isto É promovió un intenso debate sobre lo cotidiano de la vida política nacional, siempre con el fin de llamar la atención de los grupos progresistas y conservadores acerca de las consecuencias de cada acto, de cada actitud de los gobernantes para la apertura política que estaba en curso. Faoro se dirigía no sólo a los segmentos deseosos de ver desaparecer rápidamente la dictadura, sino también a los integrantes del grupo de poder, como Petrônio Portella, ministro de Justicia del gobierno de Ernesto Geisel (1974-1979). A ellos les hacía reflexionar respecto de las consecuencias que tenían en la distensión las actitudes asumidas por los gobernantes en ese momento.

Mientras Faoro intentaba politizar el debate sobre las (des)orientaciones de la distensión,2 el presidente Geisel trataba de llevar la discusión a una altura que suavizara los embates políticos en nombre de la búsqueda -en lugar de la propuesta de distensión- de un desarrollo humano que debería alcanzar todos los ámbitos de la vida social. El general Geisel afirmaba:

Pero la distensión no debe ser sólo política —ni predominantemente política. Lo que anhelamos para la Nación es un desarrollo integral y humano, capaz, por tanto, de combinar, orgánica y homogéneamente, todos los sectores —político, social y económico— de la comunidad nacional. Con ese desarrollo alcanzaremos la distensión -es decir, la atenuación, si no la eliminación, de las tensiones multiformes, siempre renovadas, que obstaculizan el progreso de la Nación y el bienestar del pueblo (Geisel, 1976: 152-153).

Obsérvese que Faoro llamaba la atención hacia la necesidad de promover un debate acerca de la vida social y política, y para eso buscaba convencer a políticos, liderazgos partidistas, dirigentes y líderes de los movimientos sociales y sindicales, integrantes del grupo de poder, entre otros actores, para la tarea de construir una amplia discusión sobre las (des)orientaciones del país, en caso de que permanecieran intactas las prácticas autoritarias sedimentadas a lo largo de la historia, incluso porque éstas se agravaron enormemente a partir de 1964. En tanto, el presidente Geisel concebía la distensión como un proceso continuo de paralización de la vida política, a grado tal que, para él, la distensión buscaba eliminar las tensiones y no posibilitar que ganaran espacio en la arena política.

El gran desafío, afirmaba Faoro, era desarmar los poderes autoritarios en una situación de colonización de la sociedad por el Estado.3 Colonización que poseía raíces profundas en la sociedad brasileña y alimentaba, de manera incesante, un modelo de dominio autoritario y un modelo de organización social excluyente y desigual que se reflejaba en la vida política a través de los desmanes y la privatización del poder público.

En este estudio serán analizados los artículos de Faoro publicados al inicio del año 1980, que tratan sobre todo de los ataques tanto de los segmentos políticamente convergentes, con el objeto de suplantar al régimen militar, como de los sectores que trataban, a partir de sus relaciones y sus intereses con el estamento militar, de controlar el proceso de cambio puesto en marcha por la denominada apertura política (1980-1985).

 

Cambios políticos y redefinición de las prácticas políticas

Entre las reformas políticas realizadas por el presidente de la República João Baptista Figueiredo (1979-1985), el regreso del pluripartidismo fue muy destacado por Raymundo Faoro, quien intentaba averiguar si tal reforma indicaba que habría posibilidades de que los diferentes grupos que actuaban en la sociedad civil encontraran canales de institucionalización de sus demandas. También pretendía indagar si el nuevo sistema partidista que emergía reafirmaba o no prácticas políticas vueltas hacia la circunscripción de los cambios a una lógica de acomodamiento de las alteraciones a un proceso que no pretendía vencer, al menos de manera significativa, la parálisis política instaurada en el país después de 1964 (Furtado, 1992). Cuando se hace referencia a tal paralización se tiene en mente que la actividad política:

... maduró significativamente en el periodo que va desde el fin de la dictadura de Vargas, en 1945, hasta el retorno de los militares al poder, en 1964. No es de extrañar que esa efervescencia del acontecer político, al incorporar segmentos de la población hasta entonces adormilados, haya asustado a las fuerzas conservadoras que controlaban el poder. Pero es innegable que, en esas dos décadas a que nos referimos, la participación del pueblo en la construcción institucional de Brasil lo marcó definitivamente (Furtado, 2002: 3).

Raymundo Faoro (1994) está de acuerdo con Celso Furtado acerca de la existencia, en la segunda mitad de la década de los cincuenta, de una significativa movilización política que fue detenida por el golpe militar de 1964. Para ambos había ahí un breve relámpago de modernidad política que fue destruido. Se trataba, según Faoro, de un proceso de organización de diferentes segmentos sociales que entraban en la arena política y trataban de delimitar las acciones de los sectores preponderantes. Dicha modernidad estuvo en la mira de los conductores del régimen militar como la gran responsable de los desórdenes y disturbios desafiantes del orden que se efectuaron en 1964. La paralización de la vida política puso fin a cualquier posibilidad de organización, reivindicación o impugnación de la dictadura. Se instauraba, así, una antimodernidad con divisiones significativas en las décadas posteriores. Y como el estamento dirigente concentraba en sus manos un amplio poder de mando y decisión, se abonaba el terreno para una amplia paralización política. Se iniciaba un proceso en que, incluso, segmentos como los industriales "no tuvieron voz [...] —ellos se transformaron, en escala sin precedentes en la historia nacional, en concesionarios de los 52 favores oficiales" (Faoro, 1994: 109).

Faoro demostró, en el último capítulo de Os donos do poder (1989), que la lógica del patrimonialismo* estamental se alimenta justamente de la paralización política y de la transformación de amplios sectores preponderantes en concesionarios de los favores oficiales. O sea, por un lado se impedía cualquier movilización de los sectores populares y, por otro, se intentaba traer a una órbita de subordinación a los segmentos de los grupos dominantes. Incluso estos últimos se subordinaron al estamento dirigente que tenía militares y civiles al frente. "La élite política del patrimonialismo es el estamento, estrato social con efectivo mando político" (Faoro, 1989: 742).

La transición política en curso en la década de los ochenta también estuvo orientada por la misma lógica que había estado vigente en los años sesenta y setenta. Subvertir esa lógica era el mayor desafío para aquellos que se empeñaban en abrir caminos por donde fuese posible desmontar el patrimonialismo estamental. Ésa era la condición fundamental para la construcción de caminos que llevaran a la implementación de un Estado de derecho democrático capaz de favorecer la organización de la sociedad civil y de espacios políticos no domesticados. Esa tarea era sobremanera difícil, porque:

... en la peculiaridad histórica brasileña, sin embargo, la capa dirigente actúa en nombre propio, provista de los instrumentos políticos derivados de su investidura de la organización estatal. Al recibir el impacto de nuevas fuerzas sociales, la categoría estamental las suaviza, domestica, embotándole la agresividad transformadora, para incorporarlas a valores propios, muchas veces mediante la adopción de una ideología diferente, sí compatible con el esquema de dominio. Las respuestas a las exigencias asumen carácter transaccional, de compromiso, hasta que el eventual antagonismo se diluya, perdiendo el color propio [...], en una mezcla de tintas que borra los tonos ardientes. Las clases sirven al modelo de dominio, sin que dirijan el cambio, frenadas o combatidas, cuando lo amenazan, estimuladas, si lo favorecen. El sistema se compatibiliza al inmovilizar las clases, los partidos y las élites, a los grupos de presión, con la intención de oficializarlos (Faoro, 1989: 743).

Según se demostrará enseguida, Faoro insistía en que esas características históricas, formadoras de la peculiaridad brasileña, continuaron delimitando el proceso político en curso en la década de los ochenta (Faoro, 1981). Bastaba con observar la movilización política que se instauró a partir de la segunda mitad de 1979, cuando el último presidente militar, general Figueiredo, liquidó el sistema bipartidista instaurado por el AI-2 (Acto Institucional) en 1965.4

La Enmienda Constitucional número 11, de 1978, complementada por la ley de reforma partidista, "instituyó el pluripartidismo limitado, limitado por los proyectos de formación de los partidos y limitado por su aprobación en las urnas" (Faoro, 1980f: 7). ¿Cuáles fueron los elementos más relevantes que podrían, de hecho, revelar la fisonomía de la nueva estructuración del sistema partidista? Para Faoro, el análisis de los programas de los nuevos partidos, surgidos a partir de 1979, revelaría lo sustancial de los cambios implementados en el sistema partidista.

A su parecer, se tenía la impresión de que la identidad de las militancias era independiente del programa de los partidos. Por eso, los programas de los nuevos partidos que aparecían en la escena política continuaban siendo genéricos, etéreos, retóricos, abstractos, meramente teóricos y no históricos. El dato más revelador es que los programas partidistas no se constituían en cualquier itinerario de acción política. O sea, no era posible entender lo que los partidos tenían en mente en cuestiones referentes a acciones políticas concretas. Esto, evidentemente, traía a la superficie las dificultades del proceso político que se anunciaba como constructor de una apertura política por donde debería fluir la democracia en el país.

En todos los sistemas la identidad de las agremiaciones se revela por los programas, que, en teoría, habilitan al elector a saber cómo será empleado su sufragio, dentro de una actuación prometida solemnemente y que se confirmará en la conducta de los electos. La lectura de esos documentos (programas partidistas), enriquecida por los que empiezan a ser impresos, pertinentes los últimos a la naciente orden partidista, está lejos de infundir la convicción de que se trata de un itinerario de acción política. En algunos casos no pasan de ejercicio de retórica, con el desgaste de viejos y cansados proverbios y lugares comunes. En la mejor de las hipótesis se pierden en el vago enunciado de principios generales, desdeñando cualquier contacto con la realidad concreta. Son, todos, declaraciones de propósitos, que serían válidas tanto para 1930 como para 1960, ausentes como están el tiempo y la evaluación de la situación particular, elementos que configuran el suelo en que se constituye y se articula la práctica de la actividad de los partidos (Faoro, 1980f: 7).

Los programas partidistas, al no dar alguna indicación acerca de las acciones políticas que se emprenderían en el transcurso de los siguientes años, dejaban ver ya los primeros síntomas de una dificultad política que se volvería crónica en los años posteriores. Las frases vacías y los lugares comunes demostraban que muy poco había de nuevo en el escenario político que se anunciaba al inicio de la década de los ochenta. La más significativa era, para Faoro, la despreocupación por establecer algún contacto con los problemas inherentes a aquella coyuntura política que se diseñaba al inicio de esa década. Los programas de los nuevos partidos pasaban por alto los desafíos económicos, sociales y políticos que se delineaban en el horizonte.

La prevalencia de discursos vacíos demostraba una distancia enorme entre un enunciado de principios generales y la realidad que se proyectaba en ese momento. Se puede preguntar lo siguiente: ¿eso era visible en todos los partidos que iban surgiendo en la arena política? Según Faoro, sí. ¿Pero cuáles eran los partidos surgidos de esta reforma partidista?

Suprimidos los dos partidos existentes, surgen: el PSD, el PMDB [Partido del Movimiento Democrático Brasileño] y el PTB [Partido Laborista Brasileño], que congregaban a los integrantes de la Arena [Alianza Renovadora Nacional], del MDB [Movimiento Democrático Brasileño], del antiguo PSD y del PTB. Los descontentos con la situación se congregaban en una u otra sigla partidista. Del PPB [Partido Progresista Brasileño] nació el PP [Partido Progresista], surgiendo también con la reformulación partidista el PT [Partido de los Trabajadores] y el PDT [Partido Democrático Laborista](Rezende, 1996: 139).

Es importante observar que el general Golbery do Couto e Silva, ministro del presidente Figueiredo, intentaba infundir la idea de que la razón del establecimiento del pluripartidismo se basaba en el intento del gobierno de hacer más representativas a las diferentes fuerzas políticas, ya que poseían, desde la reforma, mayores posibilidades de hacerse presentes en el escenario político. "Por la disociación pluripartidista se planeó mejor caracterización, mejor individualización de las fuerzas políticas, a través de partidos más homogéneos y auténticos en su representatividad" (Couto e Silva, 1981: 32).

Sin embargo, se podía observar, a partir de los programas partidistas, una enorme dificultad de esas fuerzas políticas en la definición de un mínimo itinerario de acción política, según Faoro. ¿Por qué ocurría eso? "Son diversas las razones sociales que explican la inoperancia efectiva de los programas" (Faoro, 1980f: 7). Probablemente, el principal motivo era que las propuestas políticas verdaderamente nuevas sólo podrían surgir si el juego de poder estuviera vuelto hacia una incorporación, de hecho, de las fuerzas políticas emergentes. Según el análisis de Faoro, algunos partidos recién creados (PSD, PMDB, PP) difícilmente presentarían programas que no fuesen retóricos y abstractos. Sus miembros venían de la Arena y del MDB, para los cuales los programas eran irrelevantes en las condiciones en que actuaban desde 1966 hasta la década de los ochenta.

Sólo la ingenuidad, que no es especia del paladar de los políticos, no veía que ninguno de los dos partidos tenía algo que ver con el juego real, el juego del poder. Su alienación era, de esta suerte, una consecuencia de la estructura del sistema de mando. La oposición tenía un papel principalmente simbólico, mientras el gobierno reinó y administró sin que de sus decisiones participara el gremio oficial. Quien gobernó fue una entidad de contorno incierto, puesta por encima del pueblo y sus representantes (Faoro, 1980f: 7).

Las razones sociales de la inoperancia de los programas habrían de ser buscadas, entonces, en el hecho de que algunas agrupaciones (PSD, PMDB, PP) habían derivado de los dos partidos permitidos por el régimen militar, pero que, sin embargo, no participaban efectivamente del juego del poder. Esta condición explicaba la inoperancia de los programas de esos nuevos partidos que se presentaron al inicio de la década de los ochenta.

¿Pero, en cuanto al programa del PT? ¿Faoro lo consideraba también inoperante?, ¿vago?, ¿abstracto? Sí, decía él. Y lo era porque lo que aparecía en el programa indicaba un extravío para un "puro debate intelectual". La desconexión con los desafíos más candentes era obvia, ya que "en la separación del campo teórico del práctico se construye la práctica por la teoría, de lo que resulta la inmovilidad de la acción" (Faoro, 1980f: 7).

La principal consecuencia de ese proceso era, según él, visible en el modo de subordinación de la acción política a una acción meramente retórica. Afirmaba que "con programas etéreos también se llega a otro puerto, el más frecuentado por la historia reciente: la desvinculación real de las cúpulas partidistas, no sólo de los hechos reales, como se apuntó, sino de la voluntad y del mando del voto" (Faoro, 1980f: 7).

Faoro consideraba que era un tanto sorprendente el trazo retórico y abstracto del programa del PT que surgía al inicio de la década de los ochenta. La sorpresa estaba en el hecho de que era de esperarse que la emergencia de los sectores representativos de la sociedad civil, que tenían la intención de librarse de la tutela de los que dirigían el juego político desde 1964, traía a la arena política la exigencia de "programas que reflejasen ese encuentro de la teoría y de la práctica, para la realización de miras precisas y determinadas" (Faoro, 1980f: 7).

Las nuevas fuerzas que despuntaban en la arena política tenían su existencia basada, justamente, en la necesidad del establecimiento de objetivos concretos:

Lo que no se comprende, en grupos que quieren transformar la sociedad y dar contenido contemporáneo al universo político, es la inversión de la relación entre lo real y las ideas. La propuesta, por ser abstracta, no tiene contacto con el mundo real, y se extravía en el puro debate intelectual. Con eso, en la separación del campo teórico del práctico, se construye la práctica por la teoría, de lo que resulta la inmovilidad de la acción (Faoro, 1980f: 7).

Faoro destaca, entonces, que la existencia de un componente nuevo —la democratización que se delineaba en el horizonte en razón del hecho de que nuevos agentes se están adentrando en la arena política— no era suficiente para imprimir un carácter realmente nuevo en las prácticas políticas. La redefinición de tales prácticas sólo ocurriría si estas últimas estuviesen pautadas tanto en el rechazo de la inmovilidad política como en la efectividad de un itinerario de acción capaz de intervenir, de hecho, en la construcción de un proceso transfigurador de la realidad política brasileña.

Era previsible que los partidos provenientes del proceso de 1966 no lograran vencer el carácter puramente retórico y abstracto en sus programas, pero no se esperaba que un partido que se alimentaba del surgimiento de la sociedad civil organizada también presentara un programa etéreo, abstracto, como si se supusiera que la práctica sería construida por la teoría.

 

Apertura política y reafirmación de la lógica estamental y oligárquica

En el artículo "A quaresma das raposas" Faoro discutía la Ley de Reforma Partidista con el propósito de demostrar que ésta expresaba tanto la "esperanza del reordenamiento del gobierno autoritario" como la "ambigua desesperación de la oposición" (Faoro, 1980e: 41). En las particularidades de los procedimientos tomados por el gobierno del general Figueiredo al establecer que la reforma partidista no sería hecha por una ley extensa que contemplara todos los aspectos de los cambios políticos introducidos en la vida política nacional, había muchas más cosas de las que se podía imaginar. Entre las circunstancias que sirven para explicar los procesos de controles efectuados cotidianamente por el Ejecutivo para encuadrar la transición política en una lógica que perpetuaba procedimientos autoritarios estaban las acciones políticas gubernamentales que se habían puesto en marcha.

Al examinar con detenimiento la Ley de Reforma Partidista de 1979, Faoro descubrió que la estrategia del gobierno consistente en no efectuar una ley extensa que contemplase todos los puntos de la reforma tenía la intención de hacer evidente tanto la omnipotencia del Ejecutivo como la fragilidad del Legislativo. Este último se encontraba expresamente atado de manos y pies en lo que concernía a la ampliación de la reforma electoral, pues por decisión del Ejecutivo ésta estaba sometida a reglas que debían ser expedidas por el Tribunal Superior Electoral.

Dependía [la reforma partidista], contrario a las minuciosas reglas que la componen, de instrucciones que completasen, a ser expedidas por el Tribunal Superior Electoral dentro del plazo de sesenta días, plazo que acaba de expirar, entregando a los partidos extenso rol de exigencias y términos a cumplir. La indagación a hacer, en este inicio de cuaresma, fase de entusiasmo en depresión, concierne a la propia necesidad del 58 reglamento, una vez que la ley podría haber previsto exhaustivamente la materia, sin las demoras de las ulteriores enmiendas judiciales (Faoro, 1980e: 41).

Había, según Faoro, aquellos que trataban de explicar ese proceso como una "dimisión de la política en favor de órganos neutros" (Faoro, 1980e: 41). Pero no se trataba de eso, sino de la creación, por parte del Ejecutivo, de todos los expedientes posibles con miras a controlar la transición en curso. El régimen militar se mostraba dispuesto a subrayar que quien dirigía el proceso de cambio en curso era él y, por tanto, podía establecer todos los impedimentos para la expansión de acciones que impugnaran el curso de las reformas puestas en marcha a principios de la década de los ochenta.

Al determinar que la Ley de la Reforma Partidista sería complementada por el Tribunal Superior Electoral, el gobierno militar se mostraba firme en su propósito de anular prácticamente el régimen representativo. "Los jueces y tribunales electorales vigilan a los partidos y las elecciones y, para ejercer tan amplias atribuciones, expiden instrucciones y responden a consultas, funciones que difícilmente se hacen compatibles [con la] naturaleza del clásico Poder Judicial" (Faoro, 1980e: 41).

La idea de que la reforma partidista estaría bien conducida porque el Poder Judicial sería un árbitro mejor que el Ejecutivo y el Legislativo, permitía ver, detrás de la posible neutralidad del primero, que la política era invadida por el Judicial. Esto se hizo evidente cuando, por determinación del Ejecutivo, se vedó el espacio del Legislativo en la lucha por la redefinición del sistema partidista.

Las cuestiones políticas se hacen judiciales a favor de la imparcialidad, seguros todos de que, si la reglamentación de los partidos permaneciera por cuenta del Poder Ejecutivo, fatalmente pendería en favor de la situación política dominante, cuando no apropiado por un partido, su patrocinador ostensivo, siempre el más famoso, mientras no venga el señor lobo de las próximas elecciones parlamentarias y, a lo que se imagina, mayoritarias y directas. El gobierno perdió, con la medida, un arma para estrangular mejor a la oposición, pero, paradójicamente, nada ganó la oposición (Faoro, 1980e: 41).

En sus artículos sobre el proceso político en marcha a fines de los años setenta y principios de los ochenta, Faoro destacaba que, en vista de los amarres puestos por el régimen militar, la apertura política continuaba su lucha para minar las acciones que pudiesen cuestionar la paralización política sedimentada fuertemente desde 1964. Las maniobras del gobierno tenían el objetivo de hacer que la declinación del sistema de poder vigente en el país en aquel momento se equilibrara con el fortalecimiento de los gobiernistas que, de alguna forma, prolongarían el modelo de dominio político en vigor. O sea, llevándolo hacia afuera del propio régimen cuando éste se acabara en los años posteriores.

Mientras algunos analistas -como Antonio Candido en 1978- buscaban al calor del momento algunas brechas por donde se lograra identificar, en la organización de las nuevas fuerzas políticas y sociales, la posibilidad de vencer en los años venideros una cultura política conservadora que sobrevivía con un nuevo formato en el proceso de distensión y de apertura, Faoro examinaba los diferentes procedimientos y el juego de configuración vigente en aquel momento. Parecía tener muchas dudas en cuanto a la posibilidad de que las fuerzas sociales emergentes en la arena política tuvieran la fuerza sustancial para remover las prácticas autoritarias que se consolidaban, algunas veces con nuevos ropajes, en el interior del cotidiano político del país.

Se hacía evidente, entonces, que Faoro era un poco más pesimista que Antonio Candido -quien también era un hombre de acción y, por tanto, estaba envuelto en las disputas políticas de ese tiempo- en lo que se refería a la posibilidad de que las nuevas fuerzas políticas en surgimiento en las décadas de los setenta y ochenta derrotaran las acciones conservadoras que estaban ganando nuevos perfiles desde la distensión. Véase lo que decía Antonio Candido acerca del proceso de apertura:

Esa apertura política que es una especie de cuentagotas que, en gran parte, tiene una función de disfrazamiento de la realidad, porque a medida que se abre algo se da la impresión de que las cosas mejoraron realmente en exceso, que el régimen de hecho se alteró esencialmente, cuando nosotros sabemos que no es verdad. Pero esa apertura corresponde a una aspiración nuestra. Entonces, esta apertura es dada, no porque el gobierno la quiera, evidentemente, sino porque todos nosotros, cada uno en la medida de sus fuerzas, cada uno en su campo, hizo algo contra la censura, contra la opresión, contra la dictadura. Entonces, gracias a eso, veo alguna atenuación. De manera que es necesario ahora observar que 60 nosotros tenemos, de aquí en adelante, en esa fase de la cultura brasileña, de componer nosotros dialécticamente con la mentalidad del contrario (Candido, 2002: 364).

Raymundo Faoro se muestra convencido de que todas las acciones emprendidas contra la dictadura habían sido fundamentales para el surgimiento de la política de apertura, pero parecía intuir que todo lo que se había hecho era todavía una gota de agua en un mar de prácticas, actos, actitudes y procedimientos que tenían por objeto eternizar la misma lógica política en vigor desde 1964. En la Ley de Reforma Partidista, por ejemplo, se incluía algunas medidas que impedían la expansión política institucional de algunas fuerzas políticas que podrían tratar de organizarse como partido. Las maniobras restrictivas impedían o retardaban el surgimiento de procedimientos capaces de redefinir las prácticas políticas institucionales basadas, hasta entonces, en el patrimonialismo, por un lado, y en la exclusión, por el otro.

Quien podía cerrar las puertas de acceso a las instrucciones acerca de los partidos no sería, en verdad, el Ejecutivo, y sí el Legislativo. Éste tendría la facultad de cubrir toda el área electoral y excluir el Tribunal Superior Electoral de la expedición de instrucciones, que, a juicio de los partidos oposicionistas, hicieron inviable su presencia en el litigio municipal de este año. La obvia conclusión, siempre reconocida desde que entró en vigor la Carta de 67, será la de la impotencia del Legislativo, paralizado en su acción y en su competencia. Pero, además de esa formal fatalidad, aparece toda la dimensión del iceberg. Quien ata las manos del Legislativo no es el Judicial, sino la omnipotencia del Poder Ejecutivo, el cual, para no exponerse, manda hacia fuera de su radio de acción todas las demoras que, en otras circunstancias, habría de asumir directamente. El Ejecutivo, repítase de forma más clara, incluye en el proyecto la dependencia de instrucciones del Tribunal Superior Electoral para la eficacia de la ley con el fin de retirar del Legislativo el dominio total de la materia electoral (Faoro, 1980e: 41).

La dimensión del iceberg se iba revelando en las estrategias del Ejecutivo al hacer prevalecer las direcciones políticas que se pudieran controlar por la previsión de los resultados. Eso ya era suficiente para detectar el grado de control, por parte del gobierno, sobre el proceso de apertura en curso. El empeño por establecer políticas con resultados previsibles delineaba la práctica política del régimen militar. Esto era, sin duda, un obstáculo para que nuevas prácticas políticas florecieran y ganaran presencia. Con astucia y habilidad, el gobierno y los políticos cercanos a él innovaron sus métodos en el arte de ir incorporando nuevos cuadros a los grupos dirigentes, manteniéndose así, "el juego de los pases ágiles y de alcance corto" (Faoro, 1980e: 41).

Todos los avances de las fuerzas sociales que presionaron para que ocurriera una política de apertura eran, sin duda, muy importantes, pero había todavía mucho por hacer en un proceso de larga duración, de descifrar, en cada detalle, los procesos de estancamiento de los avances que se vislumbraban en el horizonte político. Faoro afirmaba que en ese momento -1980- lo significativo debía buscarse en los detalles de los procedimientos, de las acciones y de las actitudes tanto de los gobernantes y gobiernistas como de las oposiciones que se organizaban en la esfera política institucionalizada y fuera de ella. Finalmente, no había ninguna garantía de que serían vencidas las fuerzas que prolongaban la lógica estamental dominante en la vida política nacional.

¿Y en qué consistía esa lógica estamental al inicio del proceso de apertura? Era visible su mantenimiento en razón de que la propia reforma partidista intentaba establecer medios para inmovilizar a los partidos, los grupos sociales organizados y el mismo Legislativo (véase, por ejemplo, la discusión de Faoro sobre la manera como el Ejecutivo dirigió la Ley de Reforma Partidista). Otra estrategia reveladora de la persistencia de una práctica estamental estaba en la manera en que el gobierno hacía una reforma partidista que, en última instancia, trataba de favorecer a los gobiernistas. El proceso de apertura mantenía intacto el orden político estamental porque sus conductores tomaban todas las precauciones posibles para imposibilitar el surgimiento de controles populares institucionalizados. Eso se hacía evidente a través de los procedimientos políticos que reproducían innumerables anacronismos, los cuales pueden ejemplificarse en la fórmula política de una transición a cuentagotas que, según los dirigentes, sería dosificada de acuerdo con el comportamiento político de la sociedad como un todo. Cualquier intento por reivindicar la ampliación del proceso de apertura se tenía como un desafío inaceptable por los integrantes del grupo de poder. Se tiene ahí el mantenimiento de la misma lógica estamental establecida desde 1964. Obsérvese la afirmación de Faoro en el artículo "A maioria 62 de cada partido":

La institución del pluripartidismo limitado evolucionó a un pluripartidismo legalmente vigilado, rodeado de impedimentos y obstáculos sólo visibles a medida que se aproximan las elecciones. La primera sospecha, el riesgo temido, por un lado, y alentado, en otro campo, será la paradoja de un pluripartidismo de un solo partido, caricatura a que se puede llevar la hegemonía de una agremiación. Otro temor, éste más amplio y menos improbable, se vuelca a la denuncia a la manipulación de la estructura de oportunidades, por el miedo de uno de los platos de la balanza. El sistema electoral sería el medio más eficaz para dar cuerpo a ese temor y a esa sospecha (Faoro, 1980d: 9).

El funcionamiento de la lógica estamental venía al caso porque todo el sistema pluripartidista estaba rodeado de procedimientos destinados a favorecer a los gobiernistas. Se demostraba con claridad que el objetivo era el siguiente: quien había propuesto el cambio del bipartidismo al pluripartidismo debería cuidar todos los detalles para que esa modificación política no viniera a potenciar los desafíos del proceso de apertura en curso. De hecho, el sistema electoral se encuadraba en una lógica que tenía como objetivo favorecer sólo a los gobiernistas que se encargaban de fortalecer el proyecto de apertura política del estamento dirigente. Considérese que a principios de 1980 ganaba consistencia la discusión sobre la postergación las elecciones municipales para el año 1982.

Existía el riesgo de que sólo el Partido Social Democrático (PSD) -partido gobiernista cuyos miembros venían de la Arena, que había dado sustento al régimen militar- fuera capaz de cumplir las exigencias impuestas por la reforma partidista en curso. Por tanto, solamente este partido podría estar, de hecho, apto para competir en las elecciones de noviembre de 1980. Ante tal coyuntura política, miembros de otros partidos (PMDB, PP, PTB, PT) optaron por defender la aprobación del proyecto de ley que permitiera que, en las condiciones vigentes, las comisiones provisorias de los partidos que estaban en organización pudiesen indicar los nombres de los candidatos que contenderían en las elecciones municipales de noviembre de 1980. Se formaron, entonces, dos grupos. Mientras uno trataba de hacer viables las elecciones de ese año dentro de la lógica pluripartidista, el otro luchaba por el retraso. El pds ya tenía en las manos una enmienda que proponía diferir las elecciones para 1982 y prorrogaba el mandato de los prefectos.

El pluripartidismo vigilado, según denominación de Faoro, se proponía evitar que se formara un frente único de oposición al gobierno. El general Couto e Silva, en un pronunciamiento en la Escuela Superior de Guerra, en julio de 1980, se refirió al empeño del gobierno por desarmar cualquier intento de formación de un frente amplio y único de oposición. Los conductores de la apertura política se proponían crear múltiples frentes distintos. Couto decía: "La heterogeneidad innata de la oposición facilitaría alcanzar [...] tal objetivo, no por eso menos esencial también al progreso de la propia causa democratizadora y liberadora, tan insistentemente patrocinada por los sectores más articulados de las élites nacionales, desde lejana fecha distorsionados en los viejos ideales individualistas y liberales" (Couto e Silva, 1980: 3).

El análisis de esa coyuntura política revelaba que los ataques del gobierno en defensa del voto distrital formaban parte de ese pluripartidismo vigilado que se trataba de implementar. Sin embargo, era tal el grado de vigilancia que originó muchos descontentos tanto entre los que estaban a favor de la situación política dominante como entre quienes se oponían a ella. La propuesta gubernamental de aplicar el voto distrital ocasionó innumerables controversias. Se puede decir que "entre las estrategias casuísticas, originarias de las reformulaciones partidistas estaba la propuesta del gobierno de aprobación del voto distrital que era una forma de garantizar la victoria del partido de la situación política dominante y no posibilitar el crecimiento de partidos oposicionistas." (Rezende, 1996: 142).

Al analizar el voto distrital en su artículo "A maioria de cada partido", Faoro consideraba que con esta propuesta se pretendía poner en marcha en el país un pluripartidismo de un solo partido, o sea, del partido gobiernista. Era obvia la intención de reducir el peso del voto de los grandes centros urbanos debido a que las demandas sociales, que crecieron en la década de los setenta, tenían como locus las principales ciudades; por eso el temor de los conductores de la apertura de que los votos urbanos pudieran pesar en demasía contra las estrategias políticas del régimen. En tal situación, Teotónio Vilela, vicepresidente del PMDB, afirmaba:

El cambio de las reglas del juego tiene la finalidad de perpetuar en el poder el actual sistema [...] Se planea el voto distrital, se defiende la coincidencia electoral para promover el voto vinculado, etc. Esto significa que la oposición no estará en condición de llegar al poder y, lo más grave, la situación estará legitimada. Frente a eso, no podemos operar la vida política brasileña dentro del convencionalismo partidista (Vilela, 1980: 14).

Había temor de que la diversidad política expresada en las organizaciones que habían florecido en la sociedad civil desde 1973 pudiera emerger en busca de la institucionalización partidista. Esto, obviamente, era una molestia, no sólo para los gobiernistas, sino también para sectores de la oposición que preferían mantener las demandas sociales separadas del juego político partidista. Después de décadas de paralización de la vida política, una parte de los que estaban contra la situación política dominante se sentía incómoda ante la posibilidad de que nuevos agentes sociales se pudieran adentrar en la arena política institucionalizada. Cuando Vilela reivindicaba las condiciones mínimas para que pudiera operar el convencionalismo partidista, quedaba en evidencia que no estaba considerando las presiones de los segmentos históricamente excluidos de la arena política.

La propuesta de voto distrital mixto (que combinaba la representación por distritos con la representación por densidad poblacional), discutida en 1980, guardaba bajo la manga elementos importantes para descifrar los caminos que iba tomando la vida política nacional. Las estrategias de los conductores de la apertura proponían reforzar el partido mayoritario. Pero no era una ecuación sencilla. Entonces, Raymundo Faoro afirmaba que detrás de las facilidades políticas que se establecían para quienes estaban a favor de la situación política vigente, estaba un propósito de mayor relevancia: el mantenimiento de un modelo de dominio oligárquico y estamental.

Hacer prevalecer un juego político en el que la decisión electoral estuviera en manos de los votantes poco politizados, poco integrados en actividades políticas, era, entonces, el principal objetivo de los estrategas de la apertura. Vaciar el voto de los grandes centros urbanos se constituía en la meta que se debía alcanzar mediante las medidas políticas propuestas por los conductores de reformas como la del sistema partidista. "La confrontación, siempre en dos puntas, se decide en la conquista del elector poco politizado -neutro y potencialmente gobiernista-, cortejado con el sacrificio de la aspereza, de la intransigencia o de la definición ideológica. Estará ahí la clave del abismo." (Faoro, 1980d: 9).

Es evidente que esa búsqueda por mantener las preferencias electorales entre los votantes no politizados se daba en un cuadro abiertamente desfavorable para los gobernantes y gobiernistas. Faoro, en su artículo "As lideranças enfermas" (1980c), comentaba una investigación del Instituto Gallup, según la cual 71% de los encuestados consideraba que la década de los ochenta sería de grandes dificultades económicas. Mientras en 1969 68% de las personas había manifestado que creía en un futuro próximo mejor, en 1980 esa cifra había caído a 44%.

Para Faoro tales números indicaban que los liderazgos estaban debilitados, ¿pero era eso lo que revelaban tales datos? En 1980, casi la mitad de la población todavía mantenía esperanzas en que las cosas mejorarían en los años por venir, lo que no quería decir que circunscribieran sus expectativas positivas a los acontecimientos políticos en marcha. Por eso, Faoro llamaba la atención sobre los elementos objetivos y subjetivos que integraban los motivos de aquel 44% de encuestados que tenía expectativas positivas con respecto a la próxima década.

La crisis económica que invadía por completo al país al inicio de la década de los ochenta constituía la razón evidente por la cual 71% de la población preveía un escenario futuro con muchos problemas económicos.5 Faoro interpretaba ese dato como muestra de un descrédito creciente en los liderazgos gubernamentales, los cuales estaban recibiendo, además de ésas, muchas otras señales (burlas, huelgas, protestas, impugnaciones) de que su credibilidad estaba en declive. Intentar establecer algunas maniobras para alcanzar una votación favorable hacia el partido que daba sustento al gobierno era una forma de luchar contra el declive creciente de la credibilidad de los gobernantes entre los sectores organizados de la sociedad civil.

El escepticismo, al cual sigue el pesimismo, tiene límites circunscritos y trazos marcados. El pueblo nada espera del futuro. Eso está diciendo que el pueblo nada espera del futuro que fue y está siendo moldeado por las categorías dirigentes de la actualidad. Dentro de la estructura dominante hay un divorcio, que abarca a los líderes y sus recetas, entre quien dirige y quien es dirigido. Ese síntoma sería menos indignante, ya que las vaticinadas dificultades aluden a la economía, en un sistema donde el Estado no tuviese la presencia avasalladora que tiene entre nosotros. En consecuencia, el ciudadano alimenta demandas enormes, si no exorbitantes del poder público, que, cuando no corresponden a ayudas, se traducen en malestar. Obviamente ese oscuro voto de desconfianza no se dirige sólo a personas, sino, por medio de las personas, por vía de las individualidades, alcanza toda la columna de las relaciones entre líderes y liderados. Mejor: demuestra que los liderados se desencantan de los mandos, en escala creciente, hasta que cuestionen la propia legitimidad, la razón de por qué motivo se ha de continuar obedeciendo ciertas órdenes imperativas. Estamos, apenas, en el inicio de esa escalada (Faoro, 1980c: 7).

En este pasaje, Faoro hacía un análisis de la apertura política como un proceso en que los dirigentes iban a estar empeñados en administrar la decadencia de su credibilidad, en un contexto en que era necesario operar tanto la salida del estamento militar del poder como el mantenimiento de un determinado modelo de dominio excluyente basado en la perpetuación de la separación, históricamente arraigada en la vida política brasileña, entre quien dirige y quien es dirigido.

Nótese, mientras tanto, que cabe una crítica a Faoro en lo que se refiere a su afirmación de que el ciudadano en Brasil alimentaba demandas enormes o, incluso, exorbitantes en relación con el Estado. La desconfianza entre liderados y líderes provendría, para él, de la imposibilidad de que las demandas fuesen atendidas. Así las cosas, se queda uno con la impresión de que todo ciudadano brasileño se alimentaba de beneficios, subsidios, ayudas exorbitantes y otros beneficios del Estado. De hecho, durante la dictadura militar algunos segmentos preponderantes se beneficiaron realmente de muchos favores del poder público, pero eso no se aplicó, en momento alguno, al ciudadano en general. La mayoría de la población brasileña nunca logró hacer que sus demandas por salud, educación, habitación, saneamiento, fueran atendidas por las acciones gubernamentales. De ese modo, por lo general los segmentos populares no esperan demasiado del Estado y por ello reivindican en menor medida esas demandas. Mientras tanto, en la otra punta, las élites económicas no sólo esperan demasiado, sino que además presionan, de innumerables formas, para hacer que sus intereses sean atendidos.

Como Faoro discutía las dificultades para desmontar los mecanismos autoritarios que mantenían intacto, durante la apertura, un determinado modelo de organización social y de dominio, era necesario -en su texto intitulado "As lideranças enfermas" (1980c)- que esclareciera cuáles eran los beneficiarios reales de una estructura dominante fundada en la colonización de la sociedad por el Estado. De ese proceso se beneficiaron los segmentos sociales que se hicieron, durante el régimen militar, concesionarios de los favores públicos y no la sociedad como un todo, según el propio Faoro demostró con amplitud en diferentes artículos y libros (1989, 1990, 1991a y b, y 1994).

La apertura política reiteraba también un modo de mantenimiento de las prácticas políticas oligárquicas y estamentales a través del propio juego de configuración que la hacía posible. O sea, el modo como los conductores de la apertura política actuaban en relación con las fuerzas sociales y políticas que les daban respaldo (liderazgos del partido gobiernista, segmentos empresariales, etcétera), reiteraba formas de actuar que reforzaban las prácticas autoritarias. "Las concesiones se tornan el expediente de dirección más común, en la falta del consenso y con el agotamiento de los recursos de la fuerza" (Faoro, 1980c: 7).

 

Debate en torno a la Constituyente: del autoritarismo a la democracia

Los artículos intitulados "A constituinte necesária" (1980b) y "A caricatura e a constituição" (1980a), así como el libro Assembléia constituinte: a legitimidade recuperada (1981) -escritos por Faoro en los primeros años de la década de los ochenta- trazan el panorama sobre algunos embates políticos que cubrían el escenario nacional en un momento en que se requerían modificaciones institucionales urgentes para hacer efectivo el proceso de transición política en curso. Esos artículos intentaban responder la siguiente pregunta: "Si hay un Congreso Nacional en funcionamiento, dotado de competencia constituyente, ¿por qué la preocupación de llamar y reunir una Asamblea Nacional Constituyente?" (Faoro, 1980b: 17).

En esa indagación estaban contenidas las múltiples complejidades de este proceso de tránsito de un determinado régimen autoritario a un régimen democrático. Dicho de otra manera, sólo sería posible responder a esa pregunta si se analizaban las diferentes tonalidades y maneras singulares asumidas por el régimen militar en Brasil. Existían varios 68 compás de espera en el proceso de apertura en marcha. Muchos de ellos se alimentaban de aquella coyuntura política específica, pero otros se nutrían también de una realidad histórica que tendía a eternizar una lógica autoritaria y estamental.

Discutir la necesidad o no de instalación de un poder constituyente llevaba a una reflexión sobre la complejidad del poder autoritario que se había instalado en el país en 1964. Éste era un orden dictatorial que estaba fundado en la apropiación del poder constituyente. El Acto Institucional número 01, de abril de 1964, redefinía la actuación del Legislativo y del Ejecutivo y establecía que un pequeño grupo pasaba a retener el poder constituyente. Así, la supremacía del segundo sobre el primero generaba contornos tan nítidos y acentuados que habían estado en la base de todos los demás Actos Institucionales y de todos los procedimientos y acciones del grupo de poder en los años subsecuentes. De esa forma:

Se modeló la Constitución de 1967, aprobada por un congreso que se movió a partir del impulso de un Acto Institucional, el n. 04.6 Sobre ese texto se insertan doce enmiendas, siendo tres otorgadas, inclusive la de n.01, que dio configuración, forma y estructura al estatuto básico. La Constitución de 1967/69 se compone de un tejido mixto, impuesto parcialmente, parcialmente otorgado y votado en otra fracción, sin que, en el conjunto, haya emanado del pueblo, dogma fundamental de las democracias (Faoro, 1980b: 17).

Los múltiples tejidos que componían la Carta de 1967/69 estaban formados de hilos tanto impuestos totalmente como otorgados parcialmente, lo que daba, a los que se invistieron del poder constituyente, la posibilidad de testimoniar el carácter no autoritario de aquel documento ordenador de la vida nacional. Así, en nombre de una supuesta revolución (la del 31 de marzo de 1964), el estamento militar pasaba a justificar todos los desmanes como si estuvieran calcados y provinieran de un poder constituyente directo que se había hecho posible en razón de una determinada situación definida, por los militares, como revolucionaria, no golpista. En vista de eso, se justificaba que hubiera una supuesta necesidad de implementación y manutención de un tipo de poder capaz de controlar la distensión -lenta, gradual y segura- que se había puesto en marcha. Todos los propósitos y acciones del grupo en el poder iban, entonces, en ese sentido.

No habrá ninguna herejía en afirmar que hay, en el rellano del orden constitucional, un Estado de hecho, que se justificó al tomar el título de revolución, con el poder constituyente directo, traducido en fórmulas sin el consentimiento o la consulta al electorado. Falta, para que se le conceda el carácter democrático, la legitimidad, que no se confunde con la justificación (Faoro, 1980b: 17).

El debate en torno a la posibilidad de instaurar un poder constituyente, realizado a principios de la década de los ochenta, expresaba un contraste, según Faoro, entre un Estado autoritario prevaleciente en ese momento y una aspiración democrática que ganaba mayor consistencia en esos años. Como crecía la reivindicación por un régimen democrático, se discutía más y más el mantenimiento de una carta constitucional elaborada por un poder constituyente definido de modo autoritario por un régimen dictatorial.

Las discusiones acerca del tránsito hacia la democracia traían siempre a colación la necesidad de enmendar o de reformar la constitución vigente. Sin embargo, había propuestas que sugerían convocar a otra constituyente. Eran muchas las posibilidades que se señalaban; todas eran observadas con desconfianza por los dirigentes porque podrían subvertir la lógica transicional puesta en marcha desde 1973. Las reformas y enmiendas tendían a mantener la columna autoritaria diseñada por la Carta de 1967/69. Por eso, muchos debates defendían la necesidad de instalar un poder constituyente.

¿Cuál era el dilema que prevalecía en relación con esta última propuesta? La instalación de una asamblea constituyente dentro de la estructura del poder vigente en el régimen militar podría permitir que se mantuviera la tutela dictatorial intacta. Las maniobras de los conductores de la transición tenían por objeto alejar cualquier posibilidad de que hubiera un contexto para las reivindicaciones que emergían de la sociedad civil; esto quedaba muy claro en el debate sobre quién debería 70 encargarse de la elaboración de una nueva Constitución.

En ausencia de la soberanía popular, sólo nominalmente admitida, la clase política, los dirigentes, los gobernantes, envueltos en sus falacias, ensayaban coronar su dominio, con la apariencia de un sistema constitucional, especie de supralegalidad que absorbe todas las legalidades existentes, generadas por cualquier medio. El pueblo, en ese proyecto, deja de actuar, abiertamente, por medio de conductos desligados de él, o sustituido por organizaciones que irradian de la sociedad política y del Estado. En la mejor hipótesis, será la nación congelada la que decide y no el pueblo. La nación no se contrapone al pueblo sino que es pueblo articulado, congelado, jerarquizado y organizado según los modelos de arriba, con mecanismos de control instalados en favor del statu quo. Ésta es una hipótesis benevolente y optimista: las probabilidades de la práctica del poder no la autorizan plenamente. Lo que se ve es menos de lo que supone. Ni el pueblo está presente, ni la nación ocupa su espacio, sino que, arriba de ellos se congrega una clase política, armada y estamentalmente cimentada (Faoro, 1981: 70).

La fórmula política que mantenía el sistema autoritario en vigor desde 1964 continuó, entonces, intacta en todos los pasos dados por los dirigentes conductores de la transición. Las estrategias de control sobre cualquier posibilidad de que segmentos organizados de la sociedad civil tuvieran voz en el proceso de definición del ritmo del cambio político (el fin de la dictadura militar) que se delineaba en el horizonte cercano, revelaban lo difícil que sería superar el autoritarismo y expedir las bases para la democratización del sistema político.

Raymundo Faoro, en sus artículos de principios de la década de los ochenta, llamaba la atención sobre el hecho de que el camino de la construcción de la democracia en Brasil era muy remoto. Sin embargo, si no se trazaba una línea recta rumbo a la definición del sistema político, del sistema partidista, de la práctica, de los procedimientos y de las actitudes en el campo político, no se formaría nunca esa base sobre la cual se podría poner la primera piedra de un Estado y de una sociedad democrática en el país. En cierta forma, retomaba sus argumentos expresados en la segunda edición de Os donos do poder, de 1975 (1989). O sea que, si el viaje fuera redondo -circular, según el título de uno de los capítulos de esta obra-, no habría forma de romper con el autoritarismo tan densamente arraigado en Brasil.

Desde su punto de vista, las propuestas de enmiendas para reformar la carta constitucional vigente revelaban mucho más que la adecuación de la situación de transición a los intereses de sus conductores, incluyendo a civiles y militares. Traían a la superficie cuán difícil sería, en los años venideros, desmontar toda la columna autoritaria que había alimentado durante décadas modos de ser y de actuar incompatibles con la democracia y con el Estado de derecho.

Los procedimientos de transición puestos en marcha y permitidos por el estamento militar tenían el objetivo de preservar el modelo de dominio vigente; esto era visible en razón de los cambios (reforma partidista, propuesta de enmienda constitucional, modificaciones en la legislación electoral)7 dirigidos operar con todo cuidado para que las fuerzas sociales que aparecían en la arena política no encontraran espacios para expresar sus demandas. Faoro demostraba que la Constitución vigente, reformada o sin reformar, no podría hacer otra cosa sino preservar el arreglo de los detentadores del poder.

En las circunstancias brasileñas actuales, no hay una constitución, sino un arreglo firmado entre los detentadores del poder, fijado para, de manera elitista, poner barreras a la participación popular, reduciéndole la consistencia y la fuerza, aunque electoralmente manifiesto. El poder reformador, por ser un poder instituido o derivado, se delimita necesariamente por la letra y por la significación del documento que pretende alterar. Hay aquí una parodia de una parodia, en un intento por hilar de día para, por la noche, deshilar el tejido (Faoro, 1981: 76).

Las discusiones de Faoro, aunque históricamente fechadas por una coyuntura vigente en un determinado momento, ofrecen pistas importantes para comprender los meandros de las dificultades que la transición del autoritarismo hacia la democracia acabó por traer a la superficie. Los dilemas eran muchos. Las opciones eran pocas y circunscritas a innumerables arreglos producidos por "una constelación de poder que giraba en torno del gobierno" (Faoro, 1981: 76).

Ese dato es, tal vez, el más ilustrativo del proceso político brasileño en curso desde la transición política. O sea, el hecho de que los arreglos políticos se definieran en un juego de configuración en el que el gobierno se iba imponiendo en la batalla de la apertura política:

Por configuración entendemos el modelo mutable creado por el conjunto de los jugadores —no sólo por sus intelectos, sino por lo que ellos son en su todo, la totalidad de sus acciones en las relaciones que sustentan unos con otros. Podemos ver que esta configuración forma un entramado flexible de tensiones. La interdependencia de los jugadores, que es una condición previa para que formen una configuración, puede ser una interdependencia de aliados o de adversarios. [...] En el seno de las configuraciones mutables —que constituyen el propio centro del proceso de configuración— hay un equilibrio fluctuante y elástico y un equilibrio de poder, que se mueve hacia delante y hacia atrás, inclinándose primero a un lado y después al otro. Este tipo de equilibrio fluctuante es una característica estructural del flujo de cada configuración (Elias, 1999: 143).

El intento de los conductores de la transición —claro está, aquellos que estaban del lado de los gobiernistas de todas las cepas y orígenes— de hacer creer que en el año 1980 la transición terminaría con una enmienda constitucional que resolviera todo, daba muestras de cómo se movían los agentes en el poder decididos a guardar en sus manos los últimos retoques de las reformas políticas que se estaban estableciendo en ese momento. "Las alteraciones del texto mayor [...] perfeccionan el statu quo, mediante controles y trabas a un cambio mayor" (Faoro, 1981: 77).

En el juego de configuraciones establecido se mantenía intacto el esquema de las concesiones que iban agotando la posibilidad de cambios más sustantivos. Cuando el gobierno fingía no oír las solicitudes para la convocatoria de una constituyente, quedaba en evidencia, ya desde el inicio de la década de los ochenta, que la constitución de la democracia no estaba en el horizonte de los conductores de la transición. Se proponían, sí, encontrar caminos, dentro de las fórmulas políticas en vigor, para salir del régimen militar, lo que no significaba necesariamente que se pavimentarían los caminos de la democracia, pensada en términos de ampliación de la participación política de facto —y no de jure solamente—, aumento de los espacios públicos y de las demandas políticas y acotamiento a las acciones de los dirigentes.

Raymundo Faoro (1980a, 1980b y 1981) afirmaba que los caminos de la democracia no estaban siendo suficientemente pavimentados por la transición. Los conductores de esta última establecían fronteras casi infranqueables entre el modelo de dominio autoritario vigente y un posible modelo de dominio democrático que sería erigido con el fin de la dictadura. Eso ocurría porque el régimen militar en vigor "movilizaba, por la fuerza de su dinámica interna sólo los mecanismos del orden vigente" (Faoro, 1981: 78).

El régimen autocrático en vigor no podría ser transformado en régimen democrático por esa fórmula política basada siempre en la movilización de los mecanismos de poder del orden en vigor. Y era eso lo que se verificaba en cada procedimiento que llevaban a cabo los conductores de la transición política.

El propósito no confeso estaría en el encadenamiento de los legisladores y de los partidos en una acción homogénea, de suerte que impidiera anular o evitar el conflicto de opiniones. Habría, en este cuadro clandestinamente demagógico, la preocupación por trazar límites e imponer trabas a la democracia, de esta forma constitucionalmente delimitada, en el campo sensible de la realidad social. La sociedad no sería la "sinfonía discordante", propia de la libertad, sino la orquestación previamente ensayada de una ópera, no siempre cómica (Faoro, 1980e: 15).

 

Consideraciones finales

Raymundo Faoro demostraba, en sus artículos escritos a principios de la década de los ochenta, que la apertura política en marcha tejía tantos hilos controladores del proceso de transición que había una tendencia a que el aniquilamiento de la vida política, operado de manera contundente en los años de la dictadura, tuviera continuidad en los años subsecuentes. En lo que se refiere al modo de actuar, el análisis de las reformas dirigidas por los conductores del régimen militar mostraba que 74 guardaban muchas similitudes con las fórmulas políticas aplicadas desde 1964. La transición no rompía expresamente con la manera de operar estrategias que intentaban impedir el crecimiento de las demandas por parte de la sociedad civil.

El paso del régimen autocrático al régimen democrático se encontraba bloqueado por las acciones de los dirigentes que no regateaban esfuerzos para controlar el proceso en curso. El empeño por la previsión política marcó significativamente los embates del grupo en el poder para que no hubiera sorpresas incontrolables en el transcurso de la apertura. Las reformas partidistas y electorales, por ejemplo, se alinearon de manera tal que en las elecciones de los años venideros no se desmantelaran, al menos en su totalidad, las fórmulas políticas cuidadosamente utilizadas durante el régimen militar.

El reformismo daba, según Faoro, indicaciones de que los controles firmemente establecidos en los modelos tanto de organización social como de dominio político tenderían a mantenerse intactos en los años siguientes. Las posibilidades de que florecieran formas diversas de movilización popular eran el gran temor de los conductores de la apertura. Una parte expresa de los cuidados que tomaron durante las reformas que se iban efectuando se sustentaba por completo en este temor. El régimen se mostraba, hasta en sus últimos años, extremadamente preocupado con el surgimiento de nuevas fuerzas sociales que fueran capaces de deshacer una estructura de poder montada por él y cuidadosamente cultivada.

La ecuación de fuerzas que daba sustento a la dictadura militar no podría ser abatida, según los estrategas de la transición. De ahí el temor a las movilizaciones —todavía incipientes y necesitadas de expansión y de fortalecimiento— que se formaban en torno a la impugnación de las prácticas dictatoriales. Las reacciones del régimen a cualquier demanda popular indicaban cuán ardua sería, en los años venideros, la lucha para la construcción de un Estado de derecho democrático.

 

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Notas

Traducción de Antelma Cisneros <antelmacisneros@yahoo.com.mx>.

1 Raymundo Faoro se ubica entre los principales intelectuales brasileños. Su obra intitulada Os donos do poder, publicada en 1958, marcó un hito en el debate político e intelectual del país. A lo largo de casi 50 años buscó tanto interpretar como incidir en el cotidiano político nacional mediante innumerables artículos publicados en la prensa. Militó en favor del restablecimiento de la democracia en las décadas de los setenta y ochenta. Sus acciones como jurista buscaron caminos para superar el estado de excepción vigente en el país entre 1964 y 1985.

2 Acerca del proyecto militar de distensión política, ver Mathias, 1995; Skidmore, 1988; Stepan, 1983 y 1988, y Velasco Cruz y Martins, 1984.

3 Esta discusión fue abordada con frecuencia por Faoro en sus discusiones a finales de la década de los ochenta e inicio de la de los noventa. Ver Rezende, 2006a, b y c.

* Patrimonialismo: "Forma de organización social que se sustenta en el patrimonio considerado como el conjunto de bienes, materiales y no materiales, pero con valor de uso y de cambio, y que pueden pertenecer a un individuo o a una empresa, pública o privada". Dicionário Houaiss da língua portuguesa (nota de la traductora).

4 El 27 de octubre de 1965 fue promulgado el AI-2, en el cual quedaba establecida la elección indirecta y la extinción del pluripartidismo. En este Acto también se señaló que la esfera federal poseía poderes absolutos para intervenir en los estados de la federación. Sobre esto, ver Rezende, 1996.

5 A partir de 1981, la crisis económica se agravó enormemente. Hubo un proceso de recesión en curso que provocaría que la población no creyera que vendrían días mejores. En ese momento "crecieron los saqueos y tumultos. En el mes de septiembre de 1983, hubo 227 saqueos a supermercados" (Rezende, 1996: 90).

6 El Acto Institucional número 4, del 7 de diciembre de 1966, abrió camino para la "realización de la Constitución del 24 de enero de 1967. Su condicionante era manifiesto y expreso, en el sentido de deliberar acerca de un documento básico que institucionalizase los ideales y principios del 31 de marzo de 1964. Acto típico de poder, trazó los límites dentro de los cuales se deberían mover los 'constituyentes', sin omitir que se votaría el proyecto presentado por el presidente de la República, guarda y vigía de la tarea de ejecutar, escoltado por un partido oficialmente creado y mayoritario" (Faoro, 1981: 71).

7 Eran varios los artículos para operar modificaciones a la legislación electoral. Surgían diversas propuestas, entre las cuales estaban: la sublegenda [práctica electoral por la cual un partido político presenta más de una lista de candidatos a cargos de elección y los votos que éstos reciben se suman a la organización partidista. Dicionário Houaiss da língua portuguesa. Nota de la traductora] (ganaría el candidato que en la suma de la sublegenda hubiese tenido más votos); el fin de la prohibición de la coalición; la incompatibilidad para ser candidato; el voto facultativo; el cociente electoral (la representación en el Congreso sólo sería posible para los partidos que en las elecciones hubieran obtenido un mínimo de 5% de los votos y tal cifra no podría estar concentrada en un solo estado, por ejemplo, por eso era necesario alcanzar 5% en, por lo menos, nueve estados de la federación; el voto vinculado (el elector tendría que votar por candidatos de un mismo partido), etcétera.

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