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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.5 no.1 México ene./jun. 2009

 

Artículos

 

Representaciones e ideología, una explicación psicosocial*

 

Michel–Louis Rouquette

 

Allport y Postman (1945; 1947) definieron con una gran sencillez uno de los paradigmas más eficaces en los estudios experimentales sobre el pensamiento social. Recordemos muy brevemente este procedimiento ya clásico: se construyen cadenas de personas (generalmente integradas por cinco o seis sujetos), en las cuales cada una debe transmitir a la persona siguiente el mensaje oral que ha recibido de quien le precede. Registrando las versiones sucesivas que son transmitidas de este modo, se observa a lo largo de la cadena un doble proceso de deconstrucción y reconstrucción de la "verdad": deconstrucción en relación a la verdad del mensaje inicial, que se deforma de una manera más o menos espectacular, y reconstrucción en relación con la verdad que es propia del pensamiento del grupo de pertenencia, es decir, si uno lo prefiere, se trata de una verdad que se adecua a dicha pertenencia.

Ilustremos estos dos aspectos complementarios con un ejemplo muy claro: luego de responder a un cuestionario de actitud, se constituyen cadenas homogéneas compuestas por cinco estudiantes que se encuentran ya sea a favor, ya sea en contra del aprendizaje de las matemáticas en psicología. El mensaje inicial es un discurso con argumentos a favor de este tipo de enseñanza, apoyado en los resultados de una investigación según la cual "más de 87% de psicólogos recién titulados lamentan amargamente no haber recibido una formación matemática suficiente". Si bien al final de las cadenas que son favorables se observa una mayor fidelidad con respecto al mensaje inicial, he aquí, en contraste, y a título de ejemplo, la reconstrucción del quinto integrante de una cadena desfavorable: "Una investigación realizada en 1970 con estudiantes de psicología muestra que ellos no querían estudiar matemáticas. 80% declaró que sólo les causaba molestias en el trabajo"; y este otro ejemplo: "En 1947 fue realizada una investigación que indagaba sobre el papel de las matemáticas en la psicología, y la investigación tenía como finalidad minimizar el papel de las matemáticas" (Rouquette, 1975).

Es suficiente, entonces, con transmitir un mensaje a través de sujetos "normales", para que una "información" se transforme, se altere y eventualmente se invierta, se contradiga. Allport y Postman quisieron así simular los fenómenos de los rumores con la finalidad de estudiar sus mecanismos constitutivos. Detrás de la sencillez aparente, la ganancia epistemológica no es menor, dado que el procedimiento permite pasar de la simple descripción de terreno al análisis fino de los procesos suscitados bajo condiciones controladas. Otra ventaja de esta técnica es que pone en evidencia y de modo muy concreto el papel fundamental de la comunicación interpersonal en los procesos de apropiación del pensamiento social.

A favor de la claridad de nuestro objetivo, es necesario señalar: poco importa que los sujetos encargados de transmitir la información estén más o menos ansiosos (ver, a este respecto, la síntesis de Rosnow, 1990), sean más o menos crédulos o tengan cualquier otro rasgo de personalidad. Las variables psicológicas individuales simplemente se quedan fuera, no intervienen en los resultados, como el dispositivo experimental mismo lo muestra, dado que dicho dispositivo es el productor (operador, si uno prefiere) de los fenómenos observados.

Allport y Postman reagruparon las transformaciones sucesivas del mensaje bajo tres grandes rúbricas descriptivas: la reducción, que es la traducción operacional del olvido; la acentuación, que corresponde a una reorganización de las temáticas sobresalientes del mensaje y, finalmente, la asimilación, que reagrupa todas las formas positivas de adecuación del mensaje con respecto a las expectativas, las creencias y los hábitos de la población implicada. Resulta inútil, sin duda, subrayar la pertinencia de esta descripción en el estudio de la génesis y de los avatares del sentido común, desde la recepción de las comunicaciones de masas hasta la memoria colectiva. Y es que evidentemente todo eso no tiene relación —es necesario subrayarlo— con el sujeto como sistema de tratamiento de la información: la "racionalidad limitada" o las capacidades no menos limitadas de la memoria humana, las inferencias, los scripts y los errores del razonamiento no explican nada, no tienen nada que ver, con las pertenencias sociales, las herencias culturales y las relaciones entre los grupos. Basta comparar la evolución de un mismo mensaje, supuestamente pertinente, en dos cadenas de individuos donde los miembros comparten intereses o valores opuestos, para constatar en una y otra cadena los efectos de reducción, acentuación y asimilación, lo cual, en suma, resulta trivial. En contraste, tales efectos se encontrarán directamente relacionados con la oposición de intereses o de valores puestos en juego en los integrantes de una cadena, cuestión que resulta mucho menos trivial y nos coloca en el centro mismo de la psicología social. Allport y Postman (1947: 33) destacaron ya que el tema debe tener "cierta importancia" para quienes reproducen el mensaje con el fin de que el proceso de transmisión se encadene; es necesario recordar o precisar que tal "importancia", se expresa luego de haber sido colectivamente engendrada. Es, por tanto, necesariamente compartida.

Entonces, y de manera más precisa, ¿qué es eso que evidencia la técnica de Allport y Postman? ¿Cuál es el funcionamiento de estos mecanismos de los que observamos sus efectos discursivos? Es preferible partir siempre de fenómenos más que de teorías porque los primeros suelen ser más obstinados que las segundas. Sin embargo, la teoría nos brinda sentido y nos permite ubicar una anécdota dentro de una red de inteligibilidad. ¿Se trata entonces de actitudes, de estereotipos, de valores, de representaciones, de ideologías o de todo esto a la vez?

 

El problema de la ideología

La psicología social ha recurrido a la noción de ideología de forma alusiva y distante, como una suerte de límite de su propio campo, o bien a manera de "encantamiento", según la expresión de Deconchy (1989); es decir, como una última instancia explicativa que no tiene más plausibilidad que el deus ex máchina del teatro, ni mayor consistencia teórica que la "virtud adormecedora" dada al opio por los médicos de Moliere.

De manera más corriente, sin duda, en el conjunto de textos inscritos dentro de las ciencias sociales, la noción de ideología resulta ambivalente:

• En un sentido negativo es empleada para significar que las masas piensan mal, que se equivocan y normalmente se expresan violando la racionalidad.
Que estos errores y sus despliegues sean el resultado de la manipulación, la ilusión, la imperfección o el interés, no cambia en nada el resultado desde el punto de vista de los cánones del conocimiento científico.

• En un sentido positivo, y aquí es importante señalar que esto es más raro y ocurre sobre todo entre los antropólogos, quienes la refieren o la asemejan con una suerte de nebulosidad cognitiva, de modo que es necesario reconocer a la ideología como algo que da a los grupos su cohesión y que organiza su capacidad de adaptación. Así, adquiere un valor funcional de facto, que con frecuencia se confunde con la utilidad.

Cualquiera que sea la manera en que uno lo recupere, estos dos sentidos resultan innegables, y no sirve de nada esforzarse en tratar de separarlos. Ellos provienen de puntos de vista diferentes que no corresponden a las mismas sombras, ni a los mismos relieves. No es, entonces, la cabeza de cada hombre la que conferirá a la ideología el sentido de "abuso de confianza", como cuando se habla de abuso del lenguaje; o como resultado de un mero cálculo adaptable. Se retoman, así, los dos sentidos que acabamos de distinguir: el sentido negativo donde subrayamos que la ideología es abusiva, y el sentido positivo donde decimos que sirve a la adaptación de los grupos, que tiene un valor funcional.1 Se sigue de esto que, contrariamente a la posición del "individualismo metodológico" (Boudon, 1986), hay dos preguntas que todavía no han sido formuladas:

• Para empezar, aquélla sobre la racionalidad de las ideologías. Que éstas tienen un valor adaptativo y que contribuyen a normar una forma de coherencia es evidente (aunque sea curioso asimilar la racionalidad a la adaptación o, más restrictivamente todavía, a la eficacia);2 que su relación a la verdad lógico-empírica, tal como la construyen las ciencias sea al menos muy laxa, también.

• No se plantea de inicio el tema de la consciencia de las ideologías. Los individuos no están conscientes de las deformaciones que producen dentro de una cadena Allport-Postman o, de manera más general, en las conversaciones que se refieren a una declaración o algún acontecimiento. Estas personas no reponen, montan de nuevo el contenido de lo que piensan a las condiciones que hacen posible el contenido mismo. Aquí, como en otros casos, las "rutas de la razón" y las astucias de la sinrazón no tienen necesidad de pasar por la mediación de una deliberación individual. Sabemos muy bien construir realidades colectivas no reflexionadas: las ideologías, como las representaciones sociales, resultan opacas a ellas mismas en la medida en la que son definidas por quienes sostienen el orden mismo de la realidad.

Éstas reagrupan, entonces, "tanto creencias, valores, actitudes y comportamientos como maneras de percibir y de pensar que son objeto de un acuerdo al punto de constituir un conjunto de normas para una sociedad, las cuales dictan tanto aquello que es deseable como lo que debe hacerse" (Jowett y D'Onnell, 1992: 213).

Sin embargo, ¿qué es lo que hay en común, en el fondo, entre una convicción política, una visión religiosa, un juicio moral y un estilo de vida? ¿No hemos obviado y colocado dentro del desván de la ignorancia las elaboraciones cognitivas heterogéneas? ¿No hemos agrupado también en una sola categoría comportamientos que no tienen nada que ver entre sí?

Es cierto que la intuición de que tienen un origen común y procesos semejantes se enfrenta a la diversidad de sus manifestaciones. También es cierto que existen, sin duda, ideologías "duras" o "cristalizadas" e ideologías "difusas". Unas forman una isla o una fortaleza, las otras forman parte de un ambiente. Si las primeras son más visibles y, en consecuencia, fáciles de identificar, no es sino por la oposición que suscitan; las segundas, frecuentemente desapercibidas, no son menos insidiosas. En el fondo, es una cuestión de percepción y de camuflaje; sin embargo, también se trata de una estrategia de difusión. Por ejemplo, el discurso ideológico moderno toma con frecuencia al discurso científico, o aparenta, al menos, apoyarse en él, por razones ligadas más al prestigio de su retórica que por su propia naturaleza. El empleo de un vocabulario técnico es, así, una maniobra de seducción más que una necesidad de orden conceptual. La connotación tiene, entonces, un efecto sobre la denotación, como puede verse, por ejemplo, en el lenguaje de la publicidad y de la propaganda. Cuando la ciencia no tenía el estatus que adquiriría en el siglo XIX, la ideología se servía de lo religioso o de lo mágico, y todavía lo hace, inclusive en el seno de las sociedades desarrolladas, en los medios poco expuestos a la cultura científica.

Aun cuando estos últimos muestran un importante desfase temporal en su recepción y utilización dentro de la ciencia: así lo muestran el uso de la noción de "fluido" o bien la de "ondas", que ha sido utilizada para explicar la acción sanadora o del adivino desde siempre. En el fondo, poco importa el valor intrínseco de tales "explicaciones" y el estatus lógico de sus argumentaciones: no fueron hechas sino para seducir, es decir, fueron construidas para establecer y confirmar una relación, no para convencer.

Otro ejemplo muy diferente merece toda nuestra atención. Se trata de la ideología liberal, que hoy domina a nuestras sociedades (cfr. Beauvois, 1994) y que tiene formas de dominación muy sutiles. Más allá del campo de la política, concierne, sin duda, a la vida cotidiana, y se aplica a una categoría más amplia de objetos a través de la teoría del individuo autónomo, aun más "libre" cuanto más y mejor "informado" se encuentre. Las normas que la caracterizan, particularmente la de la internalidad (cfr. Dubois, 1994), parecen no estar al beneficio de ningún grupo específico en la medida en la cual aseguran en apariencia la libertad interior de cada individuo. Sabemos también que incluso pudimos o quisimos tomar al liberalismo como el "fin de las ideologías", como si no se tratara más de una construcción social y sí de la restitución del hombre y la terminación de su verdadera naturaleza. Una pretensión como ésta no nos sorprende, ya que toda ideología, al parecer, se da por definitiva.

Es posible multiplicar los ejemplos, al menos en el tiempo y en el espacio, con el auxilio de la historia y de la antropología. Sus diversas apariencias sugieren que el concepto que se trata de delimitar se sitúa en un nivel de abstracción muy elevado. Ningún contenido particular puede consumirlo. Ninguna identidad psicosocial tiene aquí el monopolio. Estamos, así, en presencia de una abstracción vacía o bien de una realidad fundamental. Sin duda, se trata aquí de hacer una elección epistemológica entre eso que uno podría llamar el fenomenismo de la descripción y el teoricismo de la inducción. Si bien es cierto que el árbol se juzga por sus frutos, uno debería preferir en este sentido una recolección sistemática a una cosecha sin fin.

 

Una categoría genética

La ideología hace que un conjunto de creencias, actitudes y representaciones sean posibles y compatibles a la vez en el seno de una población. Por ejemplo, las personas hostiles a la pena de muerte tienen por lo general una actitud favorable hacia el aborto. (Lo inverso es verdad también, y que lo inverso sea verdadero brinda, de una manera general, el inequívoco signo de que necesitamos de una ideología. Retomaremos esta idea más adelante). Igualmente, puede haber correspondencia entre la representación social del delincuente y aquélla asociada al papel del Estado, entre el compromiso para proteger la naturaleza y la preferencia por los medicamentos suaves, etcétera. Lo que une en un mismo conjunto estas posturas (y otras) en los mismos vectores corresponde a un grado de determinación, al menos a un condicionamiento, que llamaremos ideológico. Éste se traduce entonces en correlaciones entre actitudes, creencias y representaciones. Podemos identificar, así, "tipos" descriptivos y "perfiles de personalidad" que por largo tiempo la psicología diferencial ha creído poderse apropiar como objeto de estudio sin interrogarse sobre su génesis colectiva.

De manera más esencial, la ideología se caracteriza por una tendencia intrínseca a la generalización de su pertinencia: dentro de su propia lógica tiende a manifestarse sobre todo. Tal "expansionismo" no debe ser interpretado moralmente. Esta tendencia traduce la función principal de la ideología, que es la de servir de referencia frente a cualquier experiencia del mundo, igual ante a la herencia del pasado que dentro de los acontecimientos del presente. En la medida en la que trata de una categoría de objetos tendencialmente universal, la ideología asegura la coherencia del universo práctico y la continuidad de la acción. Según la expresión de Geertz (1964), sirve de "mapa" que permite la orientación.3 Distribuye el bien y el mal, lo importante y lo fútil, lo comprensible y lo aberrante. Tales operaciones cognitivas de repartición son sin duda vitales en la medida en que permiten la toma de decisión, regulan las relaciones entre los hombres y definen la alteridad (al otro). Por lo tanto, no habrá formación social4 sin ideología. De ello se derivan dos consecuencias:

• Por una parte, el Principio: a formaciones sociales diferentes, ideologías diferentes. Podemos estar seguros de que la reciprocidad es verdadera y considerar como corolario que el contacto entre formaciones sociales se traduce inevitablemente en el contacto —mediato o inmediato— entre sus ideologías. Sin duda, existen niveles de emboitement5 o grados de intensidad de la diferencia según la distancia de las formaciones sociales consideradas; no obstante, es cierto que no disponemos de ningún tipo de medida que sea universal para conocer esa distancia, lo cual no altera en absoluto la validez del principio antes descrito. La transversalidad aparente de ciertas ideologías (como el humanitarismo contemporáneo) es a la vez el efecto de condiciones que tienden a la unificación, entre las cuales se encuentra la autoridad de los medios, y de modo más fundamental, establece una redistribución de la alteridad que ha sido rechazada al exterior de los modos de vida considerados "normales" y, por consecuencia "normativos".

• Parece, por otra parte, que la ideología tiene como modalidad interna el consenso, y como modalidad externa, la polémica. El consenso asegura a la vez la identidad y la permanencia de la formación social considerada; es indispensable la consistencia histórica de esta última, porque condiciona el rendimiento adaptativo y la relativa posición de autoridad. Los individuos se reconocen mediante el reconocimiento de su mundo.

Por su parte, la polémica es resultado de las "lecturas" o, si se prefiere, de las diferentes categorizaciones hechas del medio, de los eventos y de las prácticas; ello no es, en este sentido, una simple casualidad y sí un rasgo constitutivo. Las formaciones sociales se tropiezan en sus espacios cotidianos porque el poder no está claramente definido o bien porque se abre paso la posibilidad de la subversión. Es por ello, de hecho, que pensamos de manera espontánea que la política es el campo de los juegos de poder cuando de ideologías se trata. Finalmente, subrayemos que todo ocurre como si la construcción de la ideología requiriera de un adversario, al punto de inventar algunas veces, y crear desde su propio sistema, a los "herejes", a los "desviacionistas", los "complots" y las "sectas". Éstos no son accidentes del pensamiento o signos de la libertad, sino resultados del mismo sistema.

Una vez más, la historia y la antropología proporcionan materiales abundantes que no pueden sino enriquecer o renovar la reflexión de la psicología social. Sin embargo, considerada de modo aislado, y por significativa que sea, la anécdota nos pone en riesgo, de nuevo, de diluir lo esencial. Los mecanismos y las propiedades que buscamos tienen un carácter general (lo cual no significa ni "vago", ni "universal" sino formal y susceptible de instanciaciones diversas). Ello obliga a plantear una pregunta analítica por excelencia: ¿de qué están hechas las ideologías?

Hoy día no tenemos nada mejor para responder a esta pregunta esencial que nuestras indicaciones especulativas, cuya base empírica resulta insuficiente, pero que, sin embargo, abren una perspectiva heurística y contribuyen a poner orden dentro de un campo bastante complejo. La principal idea es que las construcciones ideológicas provienen de formas y de matrices de significación previas que organizan su estructura y determinan, al menos parcialmente, los contenidos. Más precisamente, nos referimos a dos nociones, la de thêmata (Moscovici y Vignaux, 1994) y la de esquemas epistémicos (Rouquette, 1994, capítulo 6).

La primera nos coloca en el corazón de la categoría genética de la ideología a la cual le es consagrado el presente parágrafo. En efecto, "se trata en el caso del discurso del conocimiento ordinario, como dentro del discurso científico, de preguntarse sobre aquello que va a desempeñar el papel, que va a adquirir la función de convertirse en una noción básica en la producción de familias de representaciones en determinados ámbitos" (Moscovici y Vignaux, 1994: 43). Estos elementos primarios pueden aparecer en la descripción como "arquetipos del razonamiento ordinario o prejuicios establecidos de larga duración" (Moscovici y Vignaux, 1994: 64). Se presentan por lo general en la forma de oposiciones; por ejemplo, el bueno y el malo, lo justo y lo injusto, la teoría y la práctica, lo ideal y la realidad, lo superfluo y lo necesario, etcétera. Las ideologías, lo sabemos bien al comprenderlas, se construyen bajo oposiciones heredadas, que teorizan más o menos en función de las circunstancias. La propaganda, con frecuencia, las pone al desnudo en un esfuerzo didáctico de simplificación para atender al núcleo mismo de sus compromisos.

Más abstractos que los thêmata, los esquemas epistémicos organizan la expresión misma del conocimiento ordinario para hacerlo admisible al interior de una comunidad cultural dada. Ellos son, indisociablemente, formas de concepción y aceptación aplicables a una innumerable variedad de temas. Citemos el esquema de la personalización, de aparición sumamente reciente en nuestra historia, el cual permite identificar como real un sentimiento experimentado en el ámbito personal.

Se funda así o refunda la vivencia personal: las ideologías sobre el y su desarrollo son utilizadas y aplicadas directamente en espacios que conocemos bien, desde las ciencias de la educación hasta la comunicación publicitaria, pasando por las psicoterapias tan en boga hoy día. De este modo, el individuo es el último criterio (perentorio) y el primero (fundador) en la definición del verdadero conocimiento.6 Estos esquemas proporcionan pruebas evidentes que no son puestas en duda en una formación social particular.

Thêmata y esquemas epistémicos constituyen, en suma, las piezas básicas, que son diversamente combinadas en las construcciones ideológicas. Es cierto, probablemente existen otros y el estudio concreto de la retórica (Billig, 1991) puede resultar, en este sentido, particularmente fecundo. Sin embargo, cualquiera que sea el tamaño de nuestra ignorancia, comenzamos a entrever, desde una perspectiva propiamente cognitiva, lo que puede constituir el análisis de tales formaciones genéricas.

 

Las representaciones como especímenes

Dentro de la literatura psicosocial reciente, la confusión entre representaciones sociales e ideologías aparece como una constante a los ojos de un lector apresurado. Por ejemplo, cuando leemos: "Sistemas de interpretación de acontecimientos y del mundo mismo (las representaciones sociales) son vectores esenciales de opiniones, juicios y creencias y se encuentran dirigidos a asegurar la pertinencia y regularidad de nuestros vínculos y de nuestras conductas en colectividad" (Moscovici y Vignaux, 1994: 27). O incluso, "los fenómenos ideológicos entendidos como cogniciones y representaciones sociales" (Acosta, 1990: 42). Y Billig (1991), por ejemplo, pasa de modo muy natural de la noción de ideología, que él no define, a la teoría de las representaciones sociales. De manera muy flexible, Fraser le asigna como objeto de estudio las "creencias ampliamente difundidas" (widespread beliefs) y considera que puede tratarse de representaciones sociales, de actitudes, de opinión pública o de ideologías (Fraser y Gaskell, 1990; Fraser, 1994).

La ambigüedad aparente de tales asimilaciones puede desaparecer con facilidad si se distingue su nivel fenomenal (cualquiera que sea el nivel de teorización) y el de las condiciones de constitución y de coherencia de cada fenomenalidad. Así, las representaciones sociales son los medios, fenomenalmente aprehensibles, que permiten "asegurar la pertinencia y la regularidad de nuestros vínculos y de nuestras conductas en colectividad". Igualmente, los fenómenos ideológicos son accesibles en tanto que cogniciones y representaciones, mientras que los presupuestos de los cuales éstas provienen son principios más abstractos que les dan su coherencia. Ocurre lo mismo con las "creencias ampliamente difundidas", categoría puramente descriptiva que no presenta ninguna consistencia teórica. Siempre ha hecho falta distinguir el proceso del producto, o la función y el uso; es forzoso reconocer entonces que la "noción de ideología designa […] a la vez sistemas de representaciones socio–históricos específicos y las funciones y mecanismos psicosociales, de aspecto más general, que los caracterizan" (Lipianski, 1991).

La representación social tiene siempre un objeto: es representación del psicoanálisis, de la salud, del grupo ideal, de la empresa, de la banca, del cuerpo, mientras que la ideología —siempre lo hemos subrayado— trata sobre una clase de objetos entre los cuales las fronteras permanecen constantemente abiertas. Es así, por ejemplo, que el comunismo (en tanto que ideología) podría inspirar también juicios en torno al psicoanálisis (Moscovici, 1961).

Inclusive, tal religión instituida puede tomar a voluntad una posición en torno a temas profanos propios de la actualidad. Así, las "máquinas a interpretar" están hechas para interpretar y no para distinguir eso que es interpretable de lo que no lo es. En todos los casos, se trata de integrar lo novedoso al interior de un sistema de comprensión total del mundo y de regular, con mayor o menor fortuna, las conductas correspondientes. Los significados atribuidos a las prescripciones tienen su origen en el mismo cuerpo de principios de la inteligibilidad normativa que tiene la capacidad de singularizarse caso por caso.

La ideología aparece entonces como un conjunto de condiciones y restricciones cognitivas que preside la elaboración de una familia de representaciones sociales. Se sitúa conceptualmente a un nivel de generalidad mayor que el de estas últimas. Es ese nivel de generalidad lo que permite explicar la coexistencia y, más aún, la correspondencia, entre diversas representaciones sociales que tratan sobre objetos sin una relación aparente entre los mismos individuos o los mismos grupos. En otros términos, las concepciones generadoras comunes y el sistema de valores común en el nivel más alto de sus contenidos temáticos particulares son precisamente de orden ideológico. En eso, por ejemplo, se fundan las posiciones de la "derecha" y las de la "izquierda", y no en los principios que proponen los programas políticos específicos ni en relación con los efectos de su doctrina, sino en los dispositivos de aceptación propios de ciertas creencias y de ciertos criterios de juicio.

No debemos olvidar en este análisis, porque es sumamente importante desde el punto de vista estructural, el aspecto disyuntivo de la ideología: en ella, por una parte, se agrupan en un sistema ciertas representaciones; sin embargo también es, por otra parte, la que excluye de dicho sistema las representaciones orientadas o tematizadas de diferente manera. Tomemos como ejemplo las supersticiones: sabemos que en el medio rural las personas acuden con frecuencia con sanadores y que la práctica de la medicina tradicional toma muchas cosas de la magia (cfr. el clásico inventario de Bouteiller, 1966); en contrapartida, los agricultores muestran un rechazo total hacia la astrología y las ciencias paranormales (Boy y Michelat, 1986). Lo que ellos aceptan para sí, y que podríamos describir como una ruptura en la racionalidad ordinaria, lo critican en el otro. Sin embargo, aquí no hay contradicción posible, si no es a los ojos y desde la mirada exterior del analista obnubilado por la aplicación de sus propios principios. Claro que todo se juega aquí en términos de compatibilidad con otras representaciones, con otros valores y otras conductas; es decir, una vez más, al interior de un sistema específico donde la coherencia intelectual pese menos que la utilidad, y donde de todas maneras las construcciones posibles son limitadas.7 Las pertenencias sociales, bajo su doble aspecto de herencia adquirida y regulación permanente, validan o invalidan de entrada ciertos contenidos e imponen en consecuencia determinadas transformaciones al interior de las cadenas Allport–Postman.

Así, son las mismas condiciones y coerciones cognitivas seguidas de prácticas de la sociabilidad que, por una parte, vinculan las representaciones particulares y, por otra, rechazan las representaciones diferentes o antagonistas.8 Detrás de la diversidad aparente de las preferencias y de los compromisos, que con frecuencia incitan a los psicólogos a caer en la ilusión de una explicación individualista, se encuentran las reglas que dan forma al origen social.

 

Una arquitectura simple

¿Por qué interesarse en el pensamiento social cuando la evidencia empírica, la más inmediata, la más fragmentada también, se refiere a las creencias, las actitudes y las opiniones relativas a una indefinida variedad de temas que a su vez son susceptibles de expresar una indefinida variedad de situaciones? Cuando uno advierte que tales creencias, actitudes y opiniones pueden estar interconectadas al seno de un posicionamiento sociológico específico, el cuestionamiento propiamente psicosocial comienza: ¿de dónde proviene la coherencia de facto de ese dominio cognitivo?, ¿de qué principios derivan tales concepciones y cuáles son sus posturas? Es tiempo de poner un poco de orden en el recorrido realizado hasta aquí.

En resumen, es posible distinguir tres niveles de investigación:

1. Tenemos, de inicio, que identificar los estudios de representaciones sociales particulares que tratan sobre un objeto temático como generadoras de actitudes, convicciones y juicios y propias de un grupo específico en un momento dado de su historia.

2. Debemos recordar, igualmente, que los individuos de ese grupo comparten muchas representaciones, las cuales tratan sobre una diversidad de objetos temáticos que cubren tendencialmente el universo práctico. ¿Cómo ese conjunto de representaciones se mantiene en un mismo grupo de individuos y cómo se explica que otras representaciones (diferentes a éstas; es decir, desde el punto de vista del funcionamiento social, casi siempre opuestas) no se mantengan? Esta interrogante nos permite establecer, más allá de las tematizaciones particulares, la existencia de formaciones que podríamos denominar como ideológicas, y que son identificables por sus contenidos genéricos y de donde derivan de manera más o menos directa esas representaciones asociadas. Lejos de ser aleatoria la conjunción de estas últimas, igual que su disyunción, tienen una "razón" propia, en relación con otros sistemas representacionales.

3. Por último, podemos considerar los mecanismos generales productores de dichas formaciones ideológicas, ya descritos por la psicología social, como procesos cognitivos fundamentales.9 Se trata de los esquemas epistémicos organizadores de la manera en que aprehendemos el universo, y del juego estructurante de los thêmata. Sin duda, es a este nivel que las oposiciones convenidas entre los diversos modos de pensamiento y de conocimiento (entre la "ciencia" y la "magia", por ejemplo) podrán difuminarse.

Más allá todavía, se encuentra la cuestión teolológica por excelencia, aquella que tiene que ver con la función de la ideología al interior de la sociabilidad. Es inútil insistir en que las perspectivas siguen siendo, a este respecto, fuertemente especulativas y que ponen a flote más de la filosofía social que de una ciencia experimental, aun si los resultados de ésta tienen la posibilidad de apoyar una argumentación. Como quiera que sea, aquí, como en otros casos, la sospecha epistémica ha hecho su obra. Más precisamente, parece que falla al mantener, extendiéndola, la intuición heredada por Marx que atribuye a la ideología una función de enmascaramiento o, lo que es lo mismo, de desviación en relación con una realidad que resulta inaceptable. Es así que Deconchy (1981: 248) observa en el origen de la ideología "una tendencia funcional a inmunizarse cognitivamente contra la idea (y contra las situaciones y los discursos que podrían acreditar esta idea) que las actitudes, las conductas y los comportamientos humanos son adecuadamente introducidos y producidos por el juego de los determinismos propios de la especie y los constitutivos de la especie". Como consecuencia, se pondrán en marcha "filtros cognitivos" (Deconchy y Mazé, 1992) destinados a preservar las "antropologías dominantes y socialmente legitimadas". Para Beauvois y Joule (1981), el individuo es obligado, por la posición social que ocupa, a conductas de las cuales él no es el autor, él produce justificaciones más o menos argumentadas de ellas que le permiten preservar la ilusión de su autonomía, y sus "racionalizaciones" constituyen la ideología. Más allá de estos resultados experimentales, vayamos enseguida al mejor ejemplo, el de las conductas de sumisión en los campos nazis. Parece que el proceso compensatorio descrito por Beauvois y Joule funcionó igual, por lo menos en cierto nivel: "como quiera que sea en los casos particulares, es posible constatar la exigencia a la obediencia ciega, la solicitud de considerarse como un simple mecanismo al interior de una maquinaria, lo cual es característico de un sistema totalitario […]. La sumisión es presentada de inicio como una obligación […] Sin embargo, esta obediencia no es simplemente seguida, es también reivindicada. Someterse a leyes y a órdenes, es saber cumplir con el deber; uno puede entonces sentirse orgulloso e incluso considerarse como particularmente virtuoso de haberlo hecho; responder a las exigencias del Estado (que son en este caso las máximas exigencias) le proporciona una buena consciencia" (Todorov, 1994: 197–198).10

Sin embargo, ahora la ambigüedad de la noción de ideología de la que hablamos al inicio reaparece bajo otra luz. Por supuesto que esas "inmunizaciones" o sus "racionalizaciones" no sirven sino para justificar lo peor o bien para conservar la ilusión; permiten también fundar cognitivamente la cultura y prolongar sus acciones. Eso que inspira al arte o a la ciencia, por ejemplo, y que organiza a la vez sus temáticas y modos de expresión, reemplaza dichos procesos sobrepasando la realidad misma. No se sigue que el arte y la ciencia no sean finalmente, y de parte en parte totalmente, artificios. ¿Y cómo estar seguro de que los efectos propiamente ideológicos no se cierran sobre sí mismos? El esclarecimiento de esta pregunta rebasa las capacidades de la psicología social.

 

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Notas

* Rouquette, Michel–Louis (1996) "Représentations et idéologie" en J. C. Deschamps y J.L. Beauvois, eds., Psychologie sociale. T. 2: Des attitudes aux attributions, Francia, Presses Universitaires de Grenoble, pp. 163–173. Traducción de la doctora Juana Juárez Romero, jefa del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa (UAM–I). Correo electrónico: <juana@xanum.uam.mx>. Este texto fue revisado y comentado por el autor durante su estancia en la UAM–I en febrero de 2009.

1 Nota del autor.

2 La eficacia local, deseada o no, de creencias mágicas, prueba su inserción coherente dentro de un modo de vida y de pensamiento (cfr., por ejemplo, Favret–Saada, 1977), lo cual no establece para nada, evidentemente, su racionalidad stricto sensu.

3 La metáfora del "mapa" es, sin embargo, aproximativa, y quizá inadecuada, en la medida en la que el mapa da cuenta de un territorio ya señalizado, lo cual no es el caso aquí. La imagen de la brújula, que permite al explorador ubicarse en cualquier territorio, resulta más conveniente.

4 La expresión "formación social" se entiende así en la línea de Bourdieu y Passeron (1970: 20) como "sistema de relaciones de fuerza y de sentido entre grupos o clases". Escapa así de la estática para referirse a un sistema dinámico.

5 "La palabra emboîtement se refiere a una acción a partir de las cual es posible guardar una caja pequeña dentro de una más grande, de modo que la más grande contiene una a una todas las cajas más pequeñas, igual que en las matrioskas o muñecas rusas. Al mismo tiempo, dicha imagen busca explicar que existe una articulación entre cada una de las cajas de modo que cada una de las nociones no sólo se articula con otra sino que está contenida, cada vez en una entidad mayor" (tomado de Juárez Romero y Rouquette, 2007: 50).

6 Esta interpretación, que coloca en el centro al individuo como la causa y el efecto de aquello que busca explicar, se sintetiza en la caracterización que hace Rouquette en Les espèces d'origine (2001), donde describe a la psicología como la "ciencia práctica de la ficciones individuales" (nota de la traductora).

7 Al comentar el concepto de consciencia posible según L. Goldmann, Ancori (1983) dice: "Por este concepto, Marx pone el acento sobre el hecho de que no se trata de saber lo que un grupo piensa, sino eso que puede pensar sin que la naturaleza esencial del grupo sea modificada".

8 Así es posible comprender la noción de belief–disbelief system de Rokeach (1960), si se admite que el "sistema" del cual se trata es a la vez de orden cognitivo y de orden social.

9 Los mismos mecanismos productores se encuentran en el origen de formaciones ideológicas diferentes como consecuencia de determinaciones sociohistóricas objetivas que son diferentes. Por ejemplo, por efecto de intereses antagonistas, de modo que unas pueden tener por justo eso que las otras consideran como injusto y viceversa; sin embargo, las unas y las otras utilizan el mismo tema como principio clasificatorio.

10 Subrayemos, sin embargo, que el problema central de la ideología es precisamente que esas racionalizaciones están orientadas dentro de un cierto sentido y son compartidas en el seno de una comunidad, lo cual las coloca por encima de los procesos estrictamente individuales.

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