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Polis

versión On-line ISSN 2594-0686versión impresa ISSN 1870-2333

Polis vol.3 no.1 México ene./jun. 2007

 

Artículos

 

La construcción de la identidad colectiva en Alberto Melucci*

 

The Construction of the Collective Identity in Alberto Melucci

 

Aquiles Chihu Amparán** y Alejandro López Gallegos***

 

** Doctor en Ciencias Políticas y Sociales. Profesor de tiempo completo de la licenciatura de Ciencia Política. Profesor de la maestría y doctorado en Estudios Sociales, línea de Procesos Políticos, en la División de Ciencias Sociales y Humanidades, UAM-Iztapalapa. Correo electrónico: <chaa@xanum.uam.mx>.

*** Doctor en Estudios Sociales. Profesor titular de tiempo parcial en la licenciatura en Sociología, UAM-Azcapotzalco. Correo electrónico: <alejolo@yahoo.com.mx>.

 

Artículo recibido el 12 de junio de 2006
Aceptado el 14 de diciembre de 2006

 

Resumen

El objetivo de este trabajo es analizar la teoría de la acción colectiva en Alberto Melucci en dos de sus principales libros: Nomads of the Present y Challenging Codes. Para cumplir con este propósito, se muestran los postulados de este autor en torno a sus aportaciones sobre la introducción del paradigma de la identidad en la teoría de los movimientos sociales. Además, se esclarecen varios conceptos clave de su pensamiento.

Palabras clave: constructivismo, conflicto y poder en las sociedades complejas, nuevos movimientos sociales, identidades colectivas, ideología, visibilidad y latencia.

 

Abstract

This paper is aimed at analyzing the theory of collective action in Alberto Melucci, particularly based on two of his chief books: Nomads of the Present and Challenging Codes. The author’s postulates derived from his contribution about the introduction of the identity paradigm in the theory of social movements are shown herein. Moreover, several key concepts in his work are explained.

Key words: constructivism, conflict and power in complex societies, new social movements, collective identity, ideology, visibility and latency.

 

En el análisis de la identidad, durante la década de 1970, dominó la perspectiva microsociológica de la psicología social y el interaccionismo simbólico. Este enfoque se concentraba en la manera en que las interacciones personales modelaban al individuo. Ahora, en cambio, tal y como señala Karen Cerulo (1997), en la actualidad los estudios de la identidad se han volcado hacia el lugar de lo colectivo, hacia la investigación de las consecuencias políticas que resultan de las definiciones colectivas. Las primeras aproximaciones a la identidad colectiva definían atributos que compartían una serie de individuos y que, por ese hecho, forman parte de una colectividad, tales como características naturales o esenciales, características psicológicas, predisposiciones psicológicas, rasgos regionales, o las propiedades ligadas a localizaciones estructurales. Las investigaciones antiesencialistas contemporáneas, en cambio, promueven la construcción social de la identidad. Para el constructivismo social, toda colectividad se convierte en un artefacto social, es decir, una entidad modelada de acuerdo con los principios culturales y los centros de poder reinantes.

Uno de los temas que ha tratado el constructivismo social ha sido el de la identidad de género. La perspectiva constructivista cuestiona las dicotomías esencialistas del género y desestima las nociones que sostienen que la distinción de género tiene raíces primordiales. Conceptualiza el género como una realización interaccional, una identidad continuamente renegociada por la vía del intercambio lingüístico y el desempeño social. El constructivismo también explora las definiciones subjetivas de la feminidad y la masculinidad, atendiendo a los símbolos y las normas utilizados para dar sustancia a las clasificaciones dicotómicas. Asimismo, se investigan a los agentes de socialización, delineando su papel en la adquisición de la identidad de género: la familia, las escuelas, la cultura popular y los medios de comunicación. Mediante el cuestionamiento del significado de las distinciones biológicas, los constructivistas exponen los rituales sociales, los símbolos y prácticas que transforman tales diferencias en hechos sociales. La masculinidad y la feminidad socialmente definidas, según los constructivistas, constriñen severamente la conducta humana. Las definiciones subjetivas aprisionan a los individuos en esferas de acción y de expectativas prescritas. El género inscribe como principios sociales, a actitudes, conductas, emociones y lenguajes, y trata estos principios como signos naturales, asegurando que los miembros sociales se rindan ante la evidencia y recreen los estereotipos de la identidad de género. Otro de los temas que han estudiado los constructivistas es el de la identidad nacional. Estos estudios se han enfocado sobre la forma en que los actores, particularmente las elites, crean, manipulan o desmantelan las identidades de las naciones, de los ciudadanos, de los aliados y de los enemigos. Así, analizan a la identidad nacional como una construcción sociocognitiva. Otro terreno explorado por los constructivistas es el de la identidad política y la movilización colectiva. La primera es uno de los problemas centrales de los nuevos movimientos sociales, que pueden ser definidos como iniciativas colectivas autorreflexivas enfocadas sobre las acciones expresivas de los miembros de la colectividad. En los nuevos movimientos sociales, las identidades emergen y el movimiento surge debido a la acción colectiva conscientemente coordinada; los miembros del grupo, de manera consciente, desarrollan ataques y defensas, aíslan, diferencian y marcan fronteras, a la vez que cooperan y crean redes y lazos solidarios.

Este artículo tiene como propósito analizar la perspectiva constructivista sobre la identidad colectiva. Para ello se enfoca en Alberto Melucci, particularmente en dos de sus principales libros: Nomads of the Present (1989) y Challenging Codes (1996). Para cumplir con esta finalidad, se muestran los postulados de este autor en torno a sus aportaciones sobre la introducción del paradigma de la identidad en la teoría de los movimientos sociales. Además, se esclarecen varios conceptos clave en su pensamiento, tales como el constructivismo, el conflicto y el poder en las sociedades complejas, los nuevos movimientos sociales, la identidad colectiva, visibilidad y latencia.

Una observación acerca de los límites de este trabajo: en varias ocasiones Melucci desarrolla su concepción sobre las identidades colectivas y los movimientos sociales contraponiéndola con las deficiencias de otros esquemas de análisis sobre estos tópicos, en particular con la teoría marxista de la revolución, la teoría estructural-funcionalista y la teoría de la movilización de recursos. La forma en que debate con estos esquemas de análisis, así como las críticas elaboradas a su posición, por parte de autores identificados con ellos, resultan de un gran interés. Este tema debería ser abordado con atención para evitar cualquier forma de esquematismo. No obstante, este objetivo rebasa los alcances de este artículo, el cual más bien se propone exponer, de manera sistemática, algunos aspectos de la teoría de Melucci que consideramos particularmente rescatables para pensar los movimientos sociales en la actualidad.

 

El constructivismo

El 13 de septiembre de 2001 falleció el sociólogo italiano Alberto Melucci. Como legado dejó una extensa y original obra en la que se destacaron sus aportaciones al estudio de la acción colectiva y los movimientos sociales. Melucci nació en Rimini, Italia, el 27 de noviembre de 1943, en el seno de una familia obrera (su padre era ferroviario) y un ambiente cultural católico con tendencias izquierdistas. Cursó sus primeros estudios superiores en la Universidad Católica de Milán, donde obtuvo un grado de maestro en filosofía. En 1968, mientras trabajaba como asistente en la universidad, participó en el movimiento estudiantil. Aunque atraído inicialmente, las tendencias totalitarias al interior del movimiento estudiantil lo alejaron más que seducirlo y marcaron su posterior tendencia intelectual. Otra experiencia que lo previno respecto a las posiciones totalitarias en los movimientos sociales y en general sobre el estudio de la vida social, fue el contacto con el socialismo real, en especial con el que prevalecía en Polonia (donde realizó varias visitas de investigación a partir de 1968) y su relación directa con el Partido Comunista Italiano (Keane y Mier, 1989).

Melucci se formó en el panorama intelectual de la confrontación entre los dos grandes paradigmas de investigación social que dominaban en Italia en ese momento: el marxismo y el funcionalismo. Insatisfecho con estos enfoques recurrió a otras fuentes, encontrando una respuesta inicial en los escritos de la Escuela de Frankfurt, en especial en los de Jürgen Habermas. No obstante, su experiencia intelectual más relevante fue su doctorado en París, en 1970, bajo la dirección de Alain Touraine en la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Lo que más capturó su atención fue el énfasis que el sociólogo francés ponía en la autonomía de la acción social. Otro antecedente de importancia en la carrera intelectual de Melucci fue su segundo doctorado en psicología en la Universidad de París, en la UER Sciences Humaines Cliniques. Este encuentro con la psicología contribuyó a conformar su constructivismo. En el terreno de la psicología se alejó de las ideas del psicoanálisis sobre el comportamiento como algo determinado por el pasado del individuo. En cambio, se acercó al enfoque de la fenomenología que se fundaba no en explicaciones causales, sino en la acción de las personas y cómo pueden éstas cambiar sus vidas si así lo desean.

En opinión de Melucci, los movimientos sociales constituyen construcciones en la medida en que la acción social es construida y activada por actores que recurren a bienes (limitados) ofrecidos por el medio ambiente dentro del cual interactúan. Los actores no se encuentran guiados sólo por un interés objetivo derivado de su posición social. La realidad social que estudia el analista se encuentra formada en alguna medida por la subjetividad de los actores. Su experiencia en la psicología lo llevó a interesarse tanto en las estructuras sociales como en la manera en que los actores se relacionan al interior de esas estructuras, así como en el estudio de las dimensiones afectivas de los actores. El constructivismo que caracteriza el trabajo de Melucci encuentra sus fundamentos en Touraine, quien estudia a los movimientos sociales en el contexto de una sociedad posindustrial caracterizada por la capacidad que tiene para actuar sobre sí misma. De esta manera, deviene central la idea de que mediante su acción, los actores sociales pueden modificar la sociedad. De acuerdo con Touraine, un rasgo característico que poseen los movimientos sociales es que no apuntan directamente al sistema político, sino sobre todo tratan de construir una identidad que les permita actuar sobre sí mismos (producirse a sí mismos) y sobre la sociedad (producir la sociedad). Este fenómeno encontraría sus orígenes en el hecho de que en la sociedad posindustrial se abandonan las nociones trascendentales que justifican el orden social (Dios, Razón) para dar paso a la autoproducción de la sociedad por sí misma (Touraine, 1995). Esto origina que la sociedad se produzca y reproduzca a través de prácticas que constituyen un sistema de conocimiento y de herramientas técnicas que permiten a la sociedad actuar sobre sí misma. El sociólogo italiano observa a la acción colectiva como una construcción social.1

Una de las principales contribuciones de Melucci al campo de la investigación sobre los movimientos sociales es su crítica a otros enfoques sobre los movimientos ubicados dentro de lo que denomina pensamiento dualista. Este tiende a enfatizar la importancia de las estructuras sociales, o bien a enfatizar el poder de las intenciones de los actores individuales en la generación de los movimientos sociales. Sin embargo, los movimientos como fenómenos sociales se ubican a medio camino entre los enfoques objetivistas y los subjetivistas. Éste constituye el punto analítico central de la teoría de los movimientos sociales del pensador italiano. Melucci se propone como tarea superar el pensamiento dualista. La forma de hacerlo es asumiendo el constructivismo, de manera que la acción colectiva no es percibida como un objeto. En cambio, se hacen intentos por descubrir el sistema de relaciones internas y externas que constituyen a la acción colectiva. El análisis se concentra, así, en las relaciones sistémicas, en lugar de la simple lógica de los valores o motivaciones de los actores. Y la acción no es analizada sólo por referencia a las contradicciones estructurales. El énfasis es colocado en sus metas y en el campo de oportunidades y restricciones sistémicas dentro del cual tiene lugar la acción (Melucci, 1989:22). El constructivismo trata de corregir, además, una forma de desviación característica de la teoría de la movilización de recursos: la exagerada importancia que se le asigna al sistema político, como punto de referencia de los movimientos sociales. Debido a esto último, los movimientos sociales son vistos, principalmente, como expresiones de conflictos políticos que pueden ser procesados por medio de la negociación en el interior del sistema político. Melucci quiere enfatizar, en cambio, que los movimientos sociales no sólo expresan conflictos políticos, sino también, y de manera fundamental, conflictos sociales.

Los movimientos sociales son sistemas de acción, es decir, el resultado de procesos sociales que se encuentran en tensión mutua. La acción colectiva es el producto de orientaciones intencionales desarrolladas dentro de un campo de oportunidades y restricciones. En esta concepción, las estructuras sociales (indicadas por la frase campo de oportunidades y restricciones) no producen un efecto mecánico que lleva a la formación de acciones colectivas. La producción de acciones colectivas requiere la mediación de las capacidades cognitivas de los actores individuales. En otras palabras, las oportunidades y restricciones para la ejecución de una acción colectiva no existen por sí mismas, sino que deben ser definidas por los actores sociales. Al mismo tiempo, la subjetividad de los actores entra en juego también en el sentido de que los actores individuales deben organizarse entre sí para formar la acción colectiva. Tampoco quiere decir esto que la acción colectiva es un simple resultado de las creencias y las motivaciones de los actores individuales. Para Melucci, las creencias y las motivaciones de los actores no son productos meramente subjetivos, sino que se forman al interior de un sistema de relaciones sociales. En este sentido, la definición que producen los actores acerca de las oportunidades y restricciones no es externa al sistema de acción que produce la acción colectiva. Esa definición es tanto determinante como determinada. Analíticamente, desde el punto de vista de Melucci, la acción colectiva es producto de un sistema de acción formado por tres vectores fundamentales: a) las metas de la acción; b) los medios utilizados, y c) el medio ambiente donde tiene lugar la acción. Los actores individuales, que forman parte de la acción colectiva, se colocan dentro de este sistema, y la acción colectiva es el resultado de las diferentes maneras en que los actores logran crear una cierta coherencia entre estos tres vectores que no son complementarios entre sí, sino que se encuentran en tensión mutua. Los actores colectivos negocian y renegocian continuamente cada una de estas tres dimensiones. Los patrones de liderazgo y las formas organizativas representan intentos por dar un orden más durable y predecible a estas negociaciones (Melucci, 1989:27). Al decir que estos vectores no son complementarios entre sí, Melucci quiere dar a entender que no existe una relación lógica de determinación entre ellos. El medio ambiente no determina las metas que los actores deben perseguir ni lo medios que deben utilizar; del mismo modo, la elección de una meta específica no determina los medios específicos. Es inevitable la intervención de las capacidades cognitivas de los actores individuales y, por ello, es también inevitable que la acción colectiva sea el producto de una negociación en el interior de este sistema. Esto permite plantear que la acción colectiva es una construcción social. Para Melucci es necesario desarrollar el constructivismo y las teorías cognitivas que permitan concebir a los actores como agentes activos capaces de construir la realidad social. Mientras que la perspectiva estructuralista sobre los movimientos sociales señala que las metas derivan de la posición que ocupan sus miembros en la estructura social, el constructivismo señala que las metas de un movimiento son el resultado de definiciones construidas por los actores.

 

Conflicto y poder en las sociedades complejas

En Challenging Codes (1996), Melucci trata de construir un modelo analítico del conflicto en lo que denomina sociedades complejas. Cuando este autor habla de las sociedades complejas, normalmente tiende a atribuir dichas complejidades a una transformación en la forma de producción dentro de las sociedades capitalistas avanzadas: la creciente mediación de sistemas de información y de símbolos en la producción de objetos materiales. Pero la complejidad de las sociedades contemporáneas no sólo remite a un cuadro histórico, sino que también tiene sus dimensiones analíticas.

1. Las sociedades son complejas porque son diferenciadas: esto quiere decir que los ámbitos de experiencias sociales e individuales se multiplican, y cada uno de esos ámbitos se rige por reglas propias. La idea es que las reglas que rigen cada ámbito de acción no se pueden transferir de forma libre. Esto implica que, en su vida cotidiana, los individuos deben ser capaces de manejar muchos códigos y reglas referidos a diferentes ámbitos de acción, lo cual supone un creciente uso de la capacidad cognitiva de los individuos.

2. Las sociedades son complejas porque cambian rápidamente, es decir, los parámetros básicos de nuestras acciones se modifican con celeridad. Pensemos únicamente los cambios en las relaciones laborales y personales.

3. Finalmente, las sociedades son complejas porque las oportunidades de acción abiertas, tanto por la diferenciación como por la aceleración del cambio, exceden con mucho a la capacidad de acción de los agentes humanos. Se multiplica, pues, la necesidad, la obligación de decidir, cada vez más sobre más cosas.

La complejidad de las sociedades contemporáneas se traduce, en la experiencia social, como una condición permanente de incertidumbre: hay que saber nuevas cosas en todo momento, hay que decidir sobre más cosas a cada paso, hay que saber aplicar códigos nuevos a situaciones novedosas. Melucci capta en esta generalización de la incertidumbre una paradoja. Por un lado, se amplía el campo de la libertad humana: cada vez más cosas dependen de mis decisiones que asumo libremente y no dictadas por una coerción externa. Pero por el otro, dada la extensión de la incertidumbre, dado el hecho de que cada vez debo elegir más cosas, soy más responsable de mis decisiones; de hecho, la libertad es experimentada como una imposición del sistema social:

[...] la elección y la decisión que comúnmente se asocian con la idea de libertad y de autonomía acaban siendo como un destino, una necesidad a la cual se nos somete porque sabemos que no decidir es una elección. Entonces continuamente somos orillados a decidir. La elección y la decisión se vuelven un destino y una necesidad social permanente (Melucci, 1999:87).

Derivado directamente de lo anterior, tenemos la idea de que nuestra propia vida cotidiana es una producción: somos nosotros quienes constantemente realizamos decisiones que producen un tipo de vida específico: la localización de clase no supone un destino sobre el tipo de vida que hemos de llevar; tampoco el género es una barrera natural a nuestra producción de la vida cotidiana, de la misma manera que tampoco lo es nuestra localización geográfica. Somos productores de nuestras propias vidas.2 Lo que caracteriza a la experiencia social en las sociedades complejas es, por lo tanto, el imperativo de utilizar, cada vez más intensivamente y mejor, nuestras capacidades cognitivas. Por ello, en las sociedades complejas, el recurso social más importante es la información.

De este retrato de la sociedad compleja, Melucci extrae las consecuencias en términos de la naturaleza y la ubicación de los conflictos sociales. Parte de una crítica de las insuficiencias, tanto del marxismo como de las interpretaciones neoliberales acerca de la acción colectiva. Al marxismo le quiere demostrar que no existe un actor social conflictivo único y esencial, en el sentido de que la presencia de un conflicto antagónico involucra única y necesariamente la presencia del proletariado. Por lo que concierne a las interpretaciones neoliberales, les trata de mostrar que el conflicto social no es reformista, sino que puede adquirir características antagónicas apuntando a un posible cambio estructural en el sistema social. En este orden de consideraciones, la concepción del conflicto antagónico va asociada a una concepción de la producción. Para ello se parte del mismo supuesto básico del marxismo: que la base de todo sistema social la constituye la producción de los recursos básicos para su mantenimiento. Pero, al mismo tiempo, Melucci le agrega un elemento a la teoría marxista de la producción social: el carácter comunicativo y simbólico de las relaciones sociales de producción. La idea marxista de que el conflicto antagónico sólo puede darse en términos de actores definidos como clases sociales (las que, a su vez, están definidas en términos de la posición que ocupan en el sistema de relaciones de producción económicas) surge de la tendencia, en el capitalismo industrial, a establecer una relación de identidad entre la producción social, por un lado, y la forma económica de la producción social. En otras palabras, sólo durante el capitalismo industrial la producción social aparece como un encuentro cuantitativo entre fuerzas productivas y materias primas, cuyo resultado es medido también en los términos cuantitativos de la productividad. Dentro de esta perspectiva, la producción social en el capitalismo aparece como una producción sin actores. Pero la producción social no sólo involucra la relación entre medios de producción y materias primas. Implica la presencia activa de actores y de relaciones sociales. Esto quiere decir que la producción social es un proceso de conversión de la naturaleza en bienes sociales. Este proceso de conversión se da dentro de relaciones sociales cuya característica sobresaliente es que tienen un carácter comunicativo, basado en la construcción de significados y la utilización de símbolos que permiten asignar un sentido a las relaciones sociales. Desde esta perspectiva, la producción social no involucra sólo un aspecto cuantitativo y mensurable (la productividad del trabajo implementado), sino también un aspecto cualitativo y significativo (cuáles son los fines de la producción, cuál es el significado de producir tal o cual recurso, cómo se establecen las relaciones sociales de producción y qué sentido tienen para los actores involucrados en ellas). Para Melucci, esto significa que toda teoría de la producción social implica una teoría de la identidad, es decir, una teoría acerca de cómo los actores sociales se reconocen a sí mismos como actores productivos socialmente, capaces de asignar un sentido propio a su actividad social y de reconocer el producto socialmente producido como resultado de su acción en tanto productores.

La concepción de Melucci sobre el poder en las sociedades contemporáneas se distancia respecto a dos concepciones de gran influencia en el pensamiento contemporáneo. En primer lugar, la concepción de Michel Foucault, quien considera que los sistemas sociales están controlados por centros de poder que son invisibles, pero que extienden su influencia hasta los puntos más íntimos de la vida social. En segundo lugar, respecto a las concepciones inspiradas en el marxismo, las cuales plantean que el poder se concentra en un polo capitalista generalizado y se extiende a escala mundial. Por una parte, concebir el poder en las sociedades contemporáneas como una forma total de control impide pensar en la existencia de una dimensión conflictiva dentro de los sistemas sociales y que debido a la presencia de esa dimensión existen los movimientos sociales. En este sentido, el poder en las sociedades complejas se caracteriza por ser ambivalente, es decir, susceptible de ser utilizado tanto para la dominación como para la resistencia. Por otra parte, en las sociedades complejas el poder no se basa únicamente en la posesión de bienes materiales, sino que se funda, cada vez más, en el control sobre la producción y circulación de la información. En consecuencia, ya no puede considerarse que el poder se concentra en grupos sociales capitalistas, al menos tal y como se entiende dentro de la perspectiva marxista. Precisamente debido a estas características del poder en las sociedades complejas, se hace necesario estudiar la dimensión simbólica de los movimientos sociales. Los movimientos sociales de los periodos históricos premodernos estaban profundamente arraigados en las condiciones materiales de su medio ambiente y su capacidad para la representación simbólica era, comparativamente, más baja de lo que puede ser hoy en día. La capacidad para la simbolización y la representación cultural de la acción social se desarrolla en proporción directa a la capacidad social para producir recursos simbólicos. Esta capacidad social es sumamente poderosa en las sociedades complejas, de ahí la importancia que asume la información y las formas simbólicas en general para la reproducción de la vida social. El énfasis de los recursos simbólicos conduce a una nueva concepción de los fenómenos de la desigualdad y el poder. Para Melucci ya no es posible concebir la desigualdad únicamente como la distribución desigual de recursos económicos, resulta necesario añadir la posición desigual que ocupan los actores en el control de lo que llama códigos maestros, es decir, poderosos recursos simbólicos que enmarcan la información. Los códigos maestros son cruciales en las sociedades complejas, porque permiten dirigir y controlar el flujo de información y constituyen las llaves de acceso para otros tipos de información. La posición desigual que ocupan los actores en el control de los códigos maestros implica que existe una jerarquía de posiciones sociales que es distinta a aquella que predominó en las sociedades del capitalismo industrial. Esta situación sugiere que la investigación sobre movimientos sociales no sólo debe analizar los fenómenos de movilización popular, sino que también debe estudiar las nuevas formas de poder, localizar el discurso dominante e investigar a las nuevas elites. En general, Melucci sostiene que los centros de poder más característicos de las sociedades complejas son: a) el sistema mundial de medios de comunicación; b) las instituciones médicas y de salud mental; c) los lenguajes para computadoras; d) el conocimiento del medio ambiente, y e) el sistema político. Todos estos centros emplean recursos simbólicos para organizar la mente y el cuerpo de los actores sociales (Melucci, 1996:179).

 

Nuevos movimientos sociales3 e identidades colectivas

Aquí es donde Melucci establece la conexión entre la complejidad de las sociedades contemporáneas y los cambios que se producen en el seno de la producción capitalista. La creciente mediación de sistemas de información y simbólicos en la producción requiere de sujetos con capacidades cognitivas incrementadas para manejarlos y con capacidad para adoptar decisiones de manera rápida y autónoma:

El requisito sistémico es que los actores sean autónomos para hacer funcionar el sistema complejo. Imaginemos una red de computadoras en donde los operadores manejan sus máquinas; al no disponer de la capacidad ni de los requisitos necesarios para interpretar el mensaje que ven en la máquina, el sistema se bloquea; el operador de una red, de un sistema computarizado, debe ser relativamente autónomo, y es el sistema complejo el que debe distribuir el recurso de autonomía (Melucci, 1999:88).

Aquí se encuentra el núcleo antagónico de las sociedades complejas. El imperativo sistémico es la distribución del recurso información y alentar la autonomía de los sujetos. Pero al mismo tiempo, dada la gran diferenciación del sistema, por el hecho de que dependa de la coordinación de múltiples redes diferenciadas, existe un mismo imperativo sistémico de control cada vez más eficiente. Este imperativo sistémico de control debe tener más un carácter preventivo que correctivo: el sistema se orienta a prevenir las contingencias y no a reparar los errores. En términos de los sujetos, el imperativo sistémico es lograr una intervención tal que su acción sea previsible: "intervenir en las precondiciones de la acción: en la estructura motivacional-cognoscitiva-afectiva, que permite que los sujetos actúen" (Melucci, 1999:88). Así pues, dos imperativos sistémicos se enfrentan entre sí en las sociedades complejas: autonomía y control.

Según Melucci, los nuevos movimientos sociales tienden a articularse en torno a esta matriz antagónica. Por ejemplo, los movimientos juveniles expresan el deseo de los jóvenes de conservar la autonomía que se les ofrece, frente a los esfuerzos sistémicos de control provenientes del sistema educativo, del sistema policial y del mercado laboral. Lo mismo puede decirse, por ejemplo, de los movimientos autonomistas territoriales que reivindican el manejo independiente de sus recursos y su territorio frente a los imperativos sistémicos de integración económica (Melucci, 2001). En este sentido, nuestro autor observa en los nuevos movimientos sociales, más allá de sus diversidad indiscutible, un objetivo común (que, por supuesto, puede convertirse en el puente articulador de los diversos movimientos) expresado públicamente a través del discurso del derecho a la diferencia. Es decir, el derecho a la autonomía frente a los imperativos sistémicos.

Melucci, de ninguna manera sostiene que estos nuevos movimientos sociales sean apolíticos en algún sentido. Antes bien, tienen un significado profundamente político. De hecho, como su acción se inserta en el cruzamiento de dos imperativos sistémicos, los movimientos sociales sirven como el signo de los dilemas fundamentales de la sociedad compleja. Más aún, la acción de los movimientos sociales puede tender a modificar el dominio de esos imperativos sistémicos. En otras palabras, los movimientos sociales contemporáneos influyen en los centros de poder real dentro de las sociedades complejas, los cuales no siempre son las instituciones políticas. Por eso, los movimientos tienen un significado político. En cambio, Melucci sostiene que la efectividad política de dichos movimientos depende de que mantengan la mayor distancia posible y se autonomicen respecto de las instituciones políticas. Los movimientos, dice Melucci, no deben convertirse en poder político, antes bien, la conservación de su autonomía es vital para que sigan funcionando como signos de los problemas centrales de las sociedades complejas. Como lo dice refiriéndose al movimiento de las mujeres:

El resultado político del movimiento de las mujeres en términos de igualdad permite que la diferencia sea reconocida. Pero el "éxito" en el campo político lo debilita, aumenta su segmentación, lleva a algunos grupos a la profesionalización y a la burocratización y a otros a un sectarismo de oposición (Melucci, 1999:76).

Melucci apunta, de hecho, a la necesidad de permitir un espacio en el cual sea imposible que los movimientos sociales sean cooptados de alguna manera por las instituciones políticas y conserven su fluidez organizativa:

Tal vez un nuevo espacio político esté designado más allá de la distinción tradicional entre Estado y "sociedad civil": un espacio público intermediario, cuya función no es institucionalizar los movimientos, ni transformarlos en partidos, sino hacer que la sociedad oiga sus mensajes y traduzca sus reivindicaciones en la toma de decisiones políticas, mientras los movimientos mantienen su autonomía (Melucci, 1999: 76).

Según Melucci, la novedad de estos movimientos sociales no puede ser captada con las teorías vigentes sobre los movimientos sociales. En general, se puede decir que en el estudio sociológico de los movimientos sociales han predominado dos paradigmas fundamentales. El primero es el paradigma de la ideología, sostenido tanto por los autores que analizan el comportamiento colectivo (Smelser, 1962) como por los marxistas en su análisis de la lucha de clases. El segundo es el paradigma de la organización y la racionalidad, que sostienen los teóricos de la movilización de recursos (Oberschall, 1973) y los teóricos del proceso político (Eisinger, 1973).4 Los analistas que sostienen el paradigma de la ideología consideran que los movimientos sociales son producto de un sentimiento de injusticia que se expresa en creencias e ideas que permiten a los actores concientizarse. La pregunta que intentan resolver es la de cómo se forman los movimientos. La respuesta la encuentran en el análisis de la estructura social que es considerada la matriz de las injusticias, que a su vez origina las ideologías que generan la movilización. En el modelo de la lucha de clases, en el marxismo, el movimiento obrero y su cristalización en la forma partido fue la imagen típica de los movimientos sociales. Ese paradigma consideraba que las contradicciones estructurales daban lugar mecánicamente a la organización y la movilización de los movimientos sociales. La teoría de la movilización de recursos surge como una respuesta al problema que plantean los teóricos del comportamiento colectivo y los marxistas en relación con el hecho de que la acción colectiva es el resultado de una injusticia percibida como tal por un determinado grupo que lleva a cabo esa acción con el fin de terminar la injusticia. No obstante, este enfoque dejaba una interrogante sin contestar: ¿por qué en una estructura social en donde se dan recurrentemente injusticias, las movilizaciones sociales ocurren con menos frecuencia de lo que se esperaría? Los teóricos de la movilización de recursos consideraron que las condiciones externas, las injusticias y las desigualdades sociales eran insuficientes para explicar la movilización social. La atención debería ser dirigida, en cambio, hacia las capacidades internas de los movimientos sociales para movilizar a la gente. La disponibilidad de recursos y las oportunidades para la acción colectiva fueron consideradas de mayor importancia que los agravios, en la formación del movimiento social. Bajo esta idea general, los teóricos de la movilización de recursos han analizado los procesos de movilización (cómo se involucran los actores en la acción colectiva), así como el papel que desempeñan las organizaciones y redes sociales que ya existían antes de que surgiera el movimiento social. Melucci consideraba que los dos paradigmas no se encontraban en posibilidades de comprender el significado de los nuevos movimientos sociales, que en su opinión se distinguen de los movimientos tradicionales por un rasgo fundamental. Los nuevos movimientos sociales desarrollan la dimensión de la identidad. Estos movimientos se encuentran asociados con un conjunto de creencias, símbolos, valores y significados relacionados con el sentimiento de pertenencia a un grupo social diferenciado, con la imagen que tienen los miembros de sí mismos y con nuevas atribuciones, socialmente construidas, de significado a la vida cotidiana. Los nuevos movimientos sociales no tienen una relación clara con los papeles estructurales de sus participantes. La base social de los nuevos movimientos sociales tiende a trascender la estructura de clases, ya que no se define por la pertenencia a una clase, sino por la pertenencia a una generación (ser joven), la pertenencia de género o la orientación sexual. Los nuevos movimientos sociales son difíciles de caracterizar en términos de orientaciones ideológicas claras. En su interior existe una pluralidad de ideas y valores, por lo que su orientación tiende a ser más pragmática que fundamentalista. Melucci considera que la búsqueda de identidad es un aspecto crucial en la formación de estos movimientos. Los motivos y factores de motivación tienden a ser temas culturales o simbólicos asociados con sentimientos a un grupo social diferenciado. Para Melucci, en los análisis de este tipo de movimientos permanece la idea de que en los actores sociales existe una necesidad intrínseca de tener un "yo social" (social self) integrado y continuo en el tiempo. Las sociedades modernas se caracterizan, precisamente, porque minan las bases para que los individuos mantengan un "yo social" de ese tipo. Los nuevos movimientos sociales alimentan la necesidad de formar identidades personales estables. Los individuos buscan nuevas colectividades y generan espacios sociales en donde se pueden experimentar y definir nuevos estilos de vida e identidades sociales emergentes.

Una dificultad que surge en la investigación sobre movimientos sociales es explicitar los procesos de su formación, es decir, cómo se forma la acción colectiva, cómo los individuos se llegan a involucrar en ella y cómo la protesta se consolida en un movimiento social. El concepto de identidad colectiva desarrollado por Melucci se orienta a responder esta interrogante. En la perspectiva de los nuevos movimientos sociales, uno de los postulados teóricos básicos se sustenta en la idea de que los movimientos sociales contemporáneos no se guían por el modelo estratégico de acción social. Más bien se guían por un modelo expresivo de acción social, en donde lo que se busca no son recursos materiales o poder, sino identidad, autonomía y reconocimiento. De acuerdo con Jean Cohen (1985), lo que caracteriza a los nuevos movimientos sociales es su conciencia y reflexión sobre la construcción de identidades. Lo distintivo de los nuevos movimientos sociales es que son conscientes de que la construcción de identidades es un proceso que implica una disputa contestataria centrada en la reinterpretación de normas, la creación de nuevos significados y un desafío a la construcción social de los límites entre los dominios de acción públicos, privados y políticos. Otro teórico que avanzó en esta dirección fue Alan Touraine (1995), quien observó a los movimientos sociales como resultado de una disputa entre actores sociales sobre el sistema de acción histórica y los principios culturales que norman el funcionamiento de la sociedad. Lo que está en juego son normas, identidades y relaciones sociales de dominación y resistencia. Touraine vincula estos cambios en los movimientos sociales con el surgimiento de un nuevo tipo de sociedad: la sociedad posindustrial. Para Touraine, ésta se caracteriza porque por primera vez en la historia, la sociedad se concientiza de su capacidad para producirse a sí misma. Esto origina que los centros de poder se extiendan desde sus terrenos tradicionales (como el Estado) a los campos de la producción de las normas culturales y de la vida social.

En opinión de Melucci, la identidad colectiva es una definición compartida y producida por varios grupos y que se refiere a las orientaciones de la acción y el campo de oportunidades en el cual tiene lugar la acción (Melucci, 1995:44). Por un lado, esta definición hace énfasis en las posibilidades que ofrece la identidad colectiva para que los actores calculen los costos y beneficios de la acción. Por el otro, esta definición enfatiza que una dimensión crucial de la identidad se origina en el hecho de que la acción colectiva también requiere de una inversión emocional, un sentido de pertenencia a la comunidad que no está basado en tal cálculo. Esta dimensión es crucial, pues si los actores sólo se involucraran en la acción colectiva mediante el cálculo del costo‑beneficio, la permanencia del movimiento social en el tiempo se vería en peligro. La comunidad emocional provoca que la identidad colectiva se convierta, en sí misma, en algo no negociable.5 De acuerdo con Melucci, la identidad se constituye en un proceso en el que se presentan tres elementos: a) la permanencia de una serie de características a través del tiempo; b) la delimitación del sujeto respecto de otros sujetos, y c) la capacidad de reconocer y de ser reconocido. De manera que en un conflicto también está en juego la identidad colectiva, es decir, la definición que sobre el campo social y sobre sí mismo produce el actor. La acción colectiva es el resultado de un proceso que combina tres tipos de elementos: propósitos u orientaciones de los actores sociales, recursos que se encuentran en el campo de acción y que son utilizados por los actores para implementar sus propósitos, y límites en términos de un campo de oportunidades que se le ofrece a los actores sociales. La acción colectiva surge cuando los actores definen cognitivamente el sistema de oportunidades. Una vez definido este campo, sus propósitos son evaluados en términos de las posibilidades y los recursos disponibles. La coherencia entre las distintas orientaciones que involucra la acción colectiva puede definirse también como la unidad de un sistema de acción. Los actores, a fin de llevar a cabo una acción colectiva, tienden a crear esa unidad del sistema de acción.

 

La ideología

Según Melucci (1996), la ideología es un conjunto de "marcos"6 simbólicos utilizados por los actores colectivos para representar sus propias acciones ante sí mismos y ante otros actores dentro de un sistema de relaciones sociales. En su opinión, todo sistema de relaciones sociales se encuentra inmerso en un proceso de producción simbólica, mediante el cual los actores insertos en dicho sistema pueden definir sus situaciones y sus acciones, haciendo de su realidad social una totalidad de significados dentro de los cuales las experiencias sociales adquieren sentido y consistencia. La reflexión de Melucci tiene sus antecedentes en Alan Touraine (1995), quien ha señalado que la ideología de un movimiento se constituye por tres componentes: 1) la definición que hace el actor de sí mismo; 2) la identificación del adversario, y 3) una definición de los fines, de las metas o los objetivos de la lucha.

Con el propósito de identificar al actor del movimiento social, Touraine (1995) propone tres criterios analíticos. En primera instancia, el principio de identidad, por medio del cual el actor da una definición de sí mismo; sin esta definición, el movimiento social permanecería en su estado potencial. El movimiento social no puede organizarse a sí mismo si no produce una definición consciente de sí mismo. Esta conciencia del principio de identidad es crucial; mediante este término, Touraine quiere señalar que la identidad de un actor colectivo no coincide de manera directa con una categoría social específica, es decir, la identidad de un movimiento social tiene que establecerse en la práctica misma, en el conflicto mismo. En segunda instancia, el principio de oposición, por medio del cual el actor puede dar una definición de aquello a lo que se enfrenta, aquello frente a lo cual se afirma la identidad. Tanto el principio de identidad como el principio de oposición aparecen en el seno de un conflicto social. La presencia de las desigualdades sociales posibilita el surgimiento de conflictos en las sociedades modernas. En torno a esos conflictos surgen actores que reclaman una identidad y definen aquellas fuerzas que, o bien les impiden constituir plenamente su identidad, o tratan de minar esa identidad. En tercera instancia, el principio que ayuda a identificar al actor de los movimientos sociales es el de totalidad. Los movimientos sociales se orientan hacia la totalidad del sistema de acción histórica. Si bien el conflicto puede aparecer en uno de los ámbitos de este sistema, el movimiento social tiende a cuestionar los modelos culturales que orientan el sistema de acción histórica en su totalidad.

De acuerdo con Melucci, una de las funciones esenciales de la ideología es estabilizar un campo de relaciones entre estos elementos; es decir, mediante la ideología, los movimientos sociales tratan de dotar a esos elementos de un carácter verdadero, como definiciones objetivas del campo de acción colectiva. Al tratar de crear este sentido de verdad, de objetividad, los movimientos sociales intentan legitimarse a sí mismos como actores y, al mismo tiempo, niegan todo tipo de legitimidad al oponente. En otras palabras, mediante la construcción ideológica, los movimientos sociales pretenden identificar sus propios intereses (con los de la totalidad del sistema de relaciones sociales) al argumentar que las metas que persiguen y los valores que sustentan son universales y que corresponden a todos los miembros de la sociedad y no sólo a los del movimiento social. Al mismo tiempo, al sostener que el adversario es el principal obstáculo para alcanzar esas metas e implementar esos valores universales, el adversario queda despojado de toda identidad social legítima, pues aparece precisamente como enemigo de la totalidad social. Este tipo de operación ideológica que enlaza la particularidad del actor con los valores sociales generales, es una de las dimensiones más importantes de la actividad de "enmarcado" de los actores colectivos. En la medida en que el actor colectivo se considera a sí mismo como el único intérprete de esa totalidad, se adjudica toda una serie de atributos positivos en términos culturales, políticos y morales. Por su parte, al adversario se le adjudican atributos negativos y, en ese sentido, es considerado como el obstáculo principal para la realización de las metas sociales y la satisfacción de las necesidades generales.

En opinión del sociólogo italiano, la ideología que producen los movimientos sociales es un sistema de representaciones que posee varios elementos:

1. La definición del grupo social en cuyo nombre se realizan las acciones; esta definición delimita la identidad colectiva y la legitimidad del movimiento.

2. La situación indeseable que da lugar al surgimiento de la acción colectiva y se atribuye a un adversario ilegítimo, el cual es definido usualmente en términos no sociales.

3. Clarificación de los objetivos o de las metas deseables; esos objetivos o metas son expresados como benéficos para la sociedad en su totalidad.

4. "Alineamiento",7 es decir, una relación positiva entre el actor colectivo y las metas generales de la sociedad (Melucci, 1996).

Los componentes generales de la ideología de los movimientos sociales adquieren configuraciones particulares, según se despliega la trayectoria temporal de la acción colectiva. Consideremos, en primer lugar, la fase de nacimiento de un actor colectivo, fase que Alberoni (1977) ha denominado como status nascendi. Luego viene la fase formativa, en la que según Melucci, dos elementos caracterizan la ideología del movimiento social. El primer elemento es el de la negación de la brecha entre expectativas y realidad. Melucci (1996) afirma que las etapas formativas de un movimiento social se caracterizan por la presencia de estados de ánimo desbordados entre los miembros, por la presencia de un entusiasmo que confía ciegamente en el logro de resultados positivos. La ideología, en este caso, trata de superar las carencias en la realidad. En efecto, en su etapa formativa, existe una capacidad débil de acción, debido a que el movimiento todavía no está organizado. En esta situación, el movimiento produce una gran cantidad de símbolos; éste es el momento de la fusión de los diversos componentes de un movimiento en una nueva forma de solidaridad en la cual prevalecen las dimensiones expresivas y la identificación emocional con las metas colectivas. El segundo elemento es el tema del renacimiento. En su etapa formativa, los actores colectivos hacen constante referencia a una era dorada a la cual se desea volver a través de la acción colectiva. Un movimiento aparece como la defensa de una identidad que es definida en referencia al pasado y mediante esa defensa se tratan de enfrentar los problemas actuales. Cuando surge un nuevo conflicto, los únicos puntos de referencia sólidos, el único lenguaje conocido, las únicas imágenes en las cuales se pueden apoyar las nuevas demandas pertenecen al pasado. De manera que un movimiento social establece un vínculo entre pasado y futuro, sostiene al mismo tiempo la defensa de un grupo social y demanda una transformación social. Los símbolos y los modelos culturales son buscados en el conjunto de las tradiciones del grupo social que proviene del pasado. De hecho, un nuevo movimiento siempre considera su acción como una suerte de renacimiento, una regeneración del presente a través de la reinvención mítica del pasado. La construcción ideológica que surge de esta experiencia de renacimiento es denominada por Melucci como utopía regresiva (Melucci, 1996:351). El carácter regresivo de las formaciones ideológicas que produce un movimiento, en su fase formativa, proviene del hecho de identificar la transformación global de la sociedad con un retorno al pasado y con el mito del renacimiento. Las producciones ideológicas modifican sus funciones en la medida que el movimiento crece y la acción colectiva gana estabilidad. Melucci distingue dos funciones de la ideología, la de integración y la de estrategia. Todo movimiento social se encuentra sujeto a presiones de disgregación, tanto por su propia fragmentación interna como por las acciones de su adversario. En estas condiciones, la ideología se convierte en una herramienta principal para garantizar la integración del movimiento. En primer lugar, la ideología coordina y hace coherentes las demandas particulares de los miembros del movimiento al ponerlas en relación con los principios generales. En segundo lugar, el control de la ideología y de los flujos de información se convierte en un recurso importante del liderazgo del movimiento, ya que se necesita una constante adaptación de las representaciones simbólicas a la situación presente. Finalmente, la ideología en la forma de prácticas rituales, consolida la identidad colectiva. Los movimientos, para persistir en el tiempo, necesitan incrementar su influencia sobre el sistema político e incrementar la base de su consenso involucrando a sectores cada vez más grandes de la sociedad. Es por medio de la articulación de significados simbólicos que los actores colectivos pueden incrementar su ventaja sobre los adversarios, por lo que la ideología también cumple funciones estratégicas. La ideología cumple la doble tarea de consolidar la lealtad de los actores sociales con respecto a las metas generales del movimiento y, al mismo tiempo, diferenciar estas metas con respecto a las metas que proponen los antagonistas. En este sentido, la ideología del movimiento tiende a atribuir la culpa de las situaciones negativas a las iniciativas del adversario, tratando de restarle legitimidad. Además, la ideología trata de mejorar la posición del actor colectivo con respecto al antagonista a los ojos de la opinión pública. Los enfrentamientos entre el movimiento y sus adversarios pueden ser considerados como encuentros dramáticos en los cuales se despliegan estrategias simbólicas con el propósito de producir significados positivos para el movimiento y significados negativos para el adversario.

 

Visibilidad y latencia

De acuerdo con Melucci, los movimientos sociales tienen dos niveles de existencia. En primer lugar, un nivel de visibilidad, que se expresa en la movilización colectiva de actores sociales durante un tiempo determinado, en donde se despliegan una serie de acciones con las cuales se quieren expresar las demandas y la fuerza social que sustenta a esas demandas. En segundo lugar, un nivel de latencia, en el cual podemos ubicar a las redes subterráneas y en donde se construyen los códigos culturales alternativos que luego sustentan las demandas públicas del movimiento social. Los actores se vuelven visibles únicamente donde surge un campo de conflictos públicos; de otra manera permanecen en un estado de latencia. Latencia no significa inactividad. Más bien, el potencial de resistencia o de oposición es forjado dentro de la misma fábrica de la vida diaria. Se localiza en la experiencia molecular de los individuos o de los grupos que practican los significados alternativos de la vida cotidiana (Melucci, 1989:71). La latencia de los movimientos contemporáneos es su fuerza efectiva. Los movimientos sociales contemporáneos deben su fuerza no tanto a sus demostraciones públicas, como a la fortaleza de las redes subterráneas construidas, pues son ellas las que permiten sostener formas alternativas de organización de la vida social. La formación de redes subterráneas constituye una forma de resistencia poderosa en el contexto de las sociedades complejas, en donde las formas de control ya no sólo derivan de la acción estatal, sino de otros tipos de organizaciones.

Los movimientos sociales contemporáneos expresan conflictos individuales. No es que los movimientos sociales ya no expresen conflictos sociales, sino que los conflictos sociales en el contexto de las sociedades complejas tienen que ver, sobre todo, con la capacidad de los individuos para controlar el espacio, el tiempo y las relaciones interpersonales. Los movimientos sociales son la forma que tienen los individuos para conservar esa autonomía que es potencialmente negada por las tendencias racionales de la lógica del sistema. Los movimientos sociales contemporáneos son conflictivos, pero tienen poco que ver con la política. Los movimientos sociales contemporáneos expresan un conflicto central en las sociedades complejas, el enfrentamiento entre la lógica racional del sistema social y la búsqueda de autonomía por parte de los actores individuales, para construir sus propios sentidos acerca de la vida y la realidad social. Ese conflicto no puede expresarse en términos puramente políticos, es decir, en decisiones que trasladan los esfuerzos colectivos en cambios institucionales. Las metas perseguidas por los movimientos sociales contemporáneos, no pueden ser conseguidas, mediante acciones de las agencias estatales, sino que sólo pueden ser conquistadas por la acción directa de los actores, pues conciernen, principalmente, a la esfera de la vida privada. En este sentido, para Melucci, los movimientos sociales contemporáneos actúan en un nivel prepolítico y metapolítico. Las formas de acción de los movimientos sociales contemporáneos están, al mismo tiempo, antes de y más allá de la política. Son prepolíticos porque se originan en las experiencias de la vida diaria y son metapolíticos porque las fuerzas políticas nunca pueden representarlos completamente (Melucci, 1989:72).

 

Consideraciones finales

Las dos últimas décadas en la historia de la humanidad han presenciado la aparición de una serie de propuestas en favor de los derechos civiles de las minorías raciales, de la mujer, del pacifismo, de la defensa de la naturaleza, que constituyen las demandas de los denominados nuevos movimientos sociales. Éstos funcionan como portadores sociales de una sensibilidad en favor de unas relaciones sociales y políticas no discriminatorias. Muestran dónde están las contradicciones o conflictos sociales fundamentales y se convierten en agentes que se movilizan por la superación de dichas contradicciones. Es lo que se ha denominado crisis de la modernidad y en donde hay que ubicar a los nuevos movimientos sociales.

¿Cómo se han analizado los nuevos movimientos sociales? En primer lugar tenemos los análisis y el diagnóstico que Mardones (1996) denomina neoconservador, representado por sociólogos como Berger. Para estos analistas sociales, la contradicción fundamental de la sociedad moderna se localiza en el sistema sociocultural. Mientras que la producción moderna capitalista supone una lógica de la funcionalidad, fuertemente vinculada a los valores de la eficacia, la rentabilidad, la disciplina, el respeto a una jerarquía, la libertad cultural está guiada por una lógica estético-expresiva, donde la autoexpresión, la autorrealización, el goce, son valores fundamentales. Se trata de una crisis de valores y una crisis moral, vinculada a las tradiciones religiosas y, en este sentido, la crisis de la modernidad se manifiesta como una crisis espiritual. Los representantes sociales natos serían los pertenecientes a la denominada "nueva clase" de la intelectualidad de izquierda, enemiga de la cultura burguesa.

La segunda línea de análisis de la modernidad es la denominada crítica. Son sociólogos que se inscriben en la tradición de izquierda, como Habermas, quienes consideran que existe una crisis cultural de nuestro tiempo, pero no creen que las causas sean las que indican los neoconservadores. En su opinión se trata, por el contrario, de un saqueo o empobrecimiento cultural llevado a cabo por el predominio de esa mentalidad y lógica funcional que genera valores y comportamientos que van desecando las tradiciones culturales de la solidaridad y la comunicación intersubjetiva. De acuerdo con ellos, es el predominio de los sistemas del desarrollo capitalista, el económico y el administrativo, los que están en el fondo de la crisis cultural.

La tercera línea de diagnóstico se encuentra en los teóricos de los nuevos movimientos sociales, como Melucci, quienes consideran que la aparición de los nuevos movimientos sociales muestran la crisis de la modernidad y el malestar cultural de la modernidad. Estos movimientos se alzan en contra del predominio cultural y social de un modo de vida fundado en el productivismo, el militarismo y el patriarcalismo. Proponen un estilo de vida fundado en el ser y no en el tener. La composición social de los nuevos movimientos sociales se encuentra integrada por tres segmentos sociales. Los primeros son miembros pertenecientes a las llamadas nuevas clases medias. Hay que entender por tales a los profesionales, generalmente con buena cultura y un estatus económico asegurado, bien informados y que desean una participación política y social menos dirigida por las elites. Los segundos pertenecen a grupos periféricos, todos aquellos que se encuentran excluidos o marginados por el sistema de producción y de consumo y no pueden entrar en la lógica competitiva de la posesión, ascensión social y exhibición consumista. A ellos se agregan los jóvenes sin perspectiva de trabajo, las amas de casa, los ancianos y los jubilados. Los terceros son miembros de la vieja clase media, los propietarios rurales, pequeños comerciantes y artesanos.

Como hemos analizado en este artículo, Melucci maneja la noción de identidad colectiva en dos sentidos complementarios. En el primero, nuestro autor hace del término identidad colectiva un concepto que nos permite captar de una mejor manera el proceso que conduce a la conformación de actores colectivos y a explicar su continuidad o no en el tiempo. En efecto, para Melucci la identidad colectiva remite al proceso de construcción de definiciones compartidas de la situación social, que les permiten a los individuos involucrados en dicho proceso evaluar la situación y unirse a la acción colectiva. Este proceso de construcción, al que remite la identidad colectiva, según Melucci, no había sido captado por las teorías marxistas de la revolución ni por los análisis del comportamiento colectivo. El énfasis que hace Melucci sobre este proceso intermedio de construcción social de definiciones de la situación social lo lleva a rescatar, además, el importante trabajo ideológico que ocurre al interior de los movimientos sociales.

Pero en un segundo aspecto, la noción de identidad colectiva es utilizada por Melucci para indicar el carácter distintivo de los conflictos y de las acciones colectivas que tienen lugar en el contexto de las sociedades complejas actuales. Para Melucci, dadas las transformaciones del capitalismo actual, la esfera central del conflicto se ha desplazado al terreno cultural. En éste, lo que se encuentra en juego es la apropiación de los recursos de información y los simbólicos, que permiten construir y reconstruir las identidades, es decir, la manera en que los agentes son definidos por otros y se definen a sí mismos. En este segundo aspecto, la identidad colectiva no es sólo un concepto para estudiar los movimientos, es más bien el objeto mismo de la lucha en el terreno social.

¿Qué posibilidades ofrece, para la teorización de los movimientos sociales en América Latina, una obra como la de Melucci? Quizás el aspecto más problemático en este sentido sea el vínculo que establece Melucci entre la noción de sociedad compleja y la naturaleza de los movimientos sociales contemporáneos. Para este autor, las características de las sociedades complejas definen una esfera de conflictos específica, de la cual se deriva la naturaleza de los movimientos sociales. Melucci se esfuerza en demostrar que esa esfera de conflicto es inédita, como lo son también las sociedades complejas. En primer lugar, porque las sociedades complejas, aunque siguen siendo capitalistas, apoyan su reproducción en un mecanismo central que no parece esencial en la sociedad capitalista industrial:

Se requiere una intervención creciente en las relaciones sociales, en los sistemas simbólicos, en la identidad individual y las necesidades [...] Los bienes "materiales" se producen y consumen por la mediación de gigantescos sistemas de información y simbólicos (Melucci 1999: 69).

Por esta razón, Melucci sostiene que la esfera de conflictos específica de la sociedad compleja es la cultura. Pero ¿qué quiere decir esto de manera más concreta?

Centrémonos en las dos dimensiones que se perciben en la cita anterior. Primero en la producción. ¿Qué quiere decir que la producción de bienes materiales sea mediada por sistemas simbólicos y de información? Lo que expresa es que dentro del proceso de producción, la generación de valor no se concentra ya fundamentalmente en la fuerza de trabajo física, sino en la fuerza de trabajo inmaterial. Dentro del proceso de producción, lo que agrega más valor a un producto, no es su producción física, sino su concepción y su diseño. Por otro lado, en lo que se refiere al consumo, las mercancías se consumen cada vez más por mediación de actividades cognitivas complejas, es decir, el consumo requiere que el consumidor conozca cómo consumir de manera adecuada. Pensemos simplemente en un sector como los videojuegos para observar cómo el consumo está mediado por la existencia de códigos, saberes e informaciones en el consumidor. Melucci percibe en lo anterior una tendencia hacia la explosión de nuevas contradicciones en el seno de las sociedades complejas. Una de ellas es la que existe entre autonomía e integración. Las sociedades complejas requieren de individuos dotados de grandes capacidades de manipulación de sistemas simbólicos y de información. Pero al dotar a los individuos de esos recursos (principalmente mediante el sistema educativo) también los dota de la capacidad de utilizarlos de manera autónoma para realizar proyectos vitales personales. Esta autonomía es, de hecho, central para la innovación que se encuentra en el centro del sistema económico actual. Pero, por otro lado, las sociedades complejas son particularmente sensibles a dicha autonomía. Las sociedades complejas requieren de un control más ajustado que cualquier otra forma de sociedad, debido precisamente a su complejidad. Los movimientos sociales contemporáneos surgen en la arena configurada por esta contradicción.

¿Puede considerarse que las sociedades latinoamericanas son también complejas en el sentido en que lo maneja Melucci? Lo que una teoría como la de Melucci, tiende a dejar de lado es la relación de los movimientos sociales con respecto al Estado. Para Melucci, los movimientos sociales contemporáneos son ferozmente autonomistas. Se oponen a la colonización impuesta por los complejos sistemas de reproducción económica, pero al mismo tiempo reivindican el carácter prepolítico y metapolítico de sus demandas, es decir, reivindican su acción autónoma respecto al Estado; pero la relación con él resulta crucial para entender los movimientos sociales contemporáneos en América Latina. De manera general, ésta es la crítica que podría hacerse a los intentos por aplicar el paradigma de los nuevos movimientos sociales en el terreno de la política contenciosa en América Latina.

Como dice Diane Davis (1999), el paradigma de los nuevos movimientos sociales fue particularmente atractivo para quienes estudiaban los movimientos sociales en América Latina, porque interpretaban en él un énfasis en el papel de la sociedad civil y la esfera pública, para transformar sociedades donde predominaba un Estado autoritario. Sin embargo, esta atracción también es la fuente de su debilidad. Al poner el acento sobre la acción autónoma de la sociedad civil respecto al Estado, los teóricos inspirados por el paradigma de los nuevos movimientos sociales se vieron sorprendidos por la coincidencia en el tiempo de un proceso que implicaba al mismo tiempo el retiro del Estado de diversas esferas sociales y económicas y el auge de la reestructuración neoliberal. Preocupados más por los efectos dislocadores del Estado, los teóricos inspirados por el paradigma de los nuevos movimientos sociales fueron incapaces de responder a los efectos dislocadores de la extensión de los mecanismos de mercado. En suma, la articulación de la acción colectiva en torno a las identidades culturales y la búsqueda de autonomía presenta diferentes fuentes, debido a la diferencia de la complejidad entre las sociedades latinoamericanas y las sociedades capitalistas avanzadas. La complejidad de las sociedades latinoamericanas es producto de la convivencia en el tiempo de los procesos políticos de democratización (los cuales implican, al mismo tiempo, la extensión del campo de acción de los derechos civiles y políticos de la ciudadanía, con una relativa retracción del campo de acción de los derechos civiles, debido a una relativa retracción del papel del Estado en la sociedad y la economía), los procesos económicos de reestructuración e inserción en la economía global, la heterogeneidad cultural de sus sociedades y la larga tradición de desigualdad económica. En este sentido, el énfasis de Melucci sobre la búsqueda de construcción de esferas autónomas de acción, por parte de los actores colectivos, no es el del todo adecuada para captar la dinámica de los movimientos sociales en América Latina. No obstante, el hincapié que ha hecho Melucci en la centralidad de los procesos de construcción social de las definiciones de la situación social, y la recuperación de la dimensión ideológica de la acción colectiva, resultan absolutamente pertinentes en este contexto. Un ejemplo de ello son los diferentes movimientos sociales que se han articulado en torno a la lucha por la ciudadanía. Evelina Dagnino, por ejemplo, ha mostrado que en América Latina la lucha por la ciudadanía no es sólo buscar el reconocimiento legal de un conjunto de derechos, sino, ante todo, la lucha por la definición misma de lo que es la ciudadanía:

Como resultado de su creciente influencia, la noción de ciudadanía se ha convertido rápidamente en un objeto de disputa respecto a su significado. En la década pasada, ha sido apropiada y resignificada de diferentes formas por los sectores dominantes y el Estado. De esta manera, bajo la inspiración neoliberal, la ciudadanía ha empezado a entenderse y a ser promovida como una mera integración individual al mercado. Al mismo tiempo, y como parte del mismo proceso de ajuste estructural, los derechos establecidos de los trabajadores han ido disminuyendo a lo largo de América Latina. Un desarrollo relacionado ha sido la expansión, en número y alcance, de los proyectos filantrópicos del así llamado tercer sector, en un intento por hacer frente a la pobreza y a la exclusión, y que transmiten su propia versión de ciudadanía [...]. Hoy en día, las distintas dimensiones de la noción de ciudadanía y la disputa en torno a sus apropiaciones y definiciones, constituyen, en buena medida, el terreno donde se desarrolla la lucha política en América Latina. Esta disputa refleja la trayectoria seguida por la confrontación entre un proyecto democratizador participatorio de extensión de la ciudadanía y la ofensiva neoliberal, cuyo objetivo es obstruir las posibilidades de dicho proyecto (Dagnino, 2003:212).

Las ideas de Melucci sobre los procesos mediante los cuales los movimientos construyen su ideología, como un intento de alinear sus propios argumentos con las normas y valores de la sociedad en general, pueden ayudarnos a explorar la forma en que los movimientos sociales en América Latina tienen mayor o menor éxito para enfrentarse a las definiciones neoliberales de la ciudadanía. Pero esto será materia de otro artículo.

 

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Notas

* Aquiles Chihu agradece el financiamiento otorgado por el Conacyt para la realización de esta investigación, la cual forma parte de la línea de investigación: "Análisis del discurso en los movimientos sociales y los procesos electorales en México", en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa, Departamento de Sociología (en la licenciatura de Ciencia Política y en la maestría y doctorado de Estudios Sociales, Línea de Procesos Políticos); proyecto 46662 financiado del 2005 al 2008. Por su parte, Alejandro López agradece también al Conacyt el financiamiento otorgado para cursar sus estudios de doctorado en Estudios Sociales, Línea de Procesos Políticos, en la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Este trabajo es un producto colateral de la investigación doctoral.

1 El constructivismo de Melucci implica un combate contra los dualismos conceptuales que caracterizan al pensamiento marxista clásico: el determinismo objetivo y el voluntarismo revolucionario. Este reduccionismo se encuentra en el núcleo de la teoría de la revolución en el marxismo, mediante la cual el proletariado se convierte en sujeto revolucionario. El marxismo consideraba a la acción colectiva como resultado de que un grupo de agentes compartieran las mismas condiciones estructurales (posición de clase) y, por ello, los intereses que se encuentran en la base de la acción colectiva no necesitan ser construidos por los actores, sino que están inscritos en la posición estructural que ocupan en la sociedad. La insuficiencia de esta concepción sobre la producción de la acción colectiva revolucionaria fue captada hace largo tiempo por el propio pensamiento marxista y estaría fuera de los límites de este artículo hacer una revisión completa de cómo el pensamiento marxista confrontó esta insuficiencia. Baste dar sólo algunas indicaciones. Lenin mismo desarrolló su estrategia revolucionaria haciendo intervenir un factor externo a las meras condiciones estructurales de clase: la participación de los intelectuales revolucionarios (Lenin, 1977). Gramsci exploró la forma en que los factores culturales e ideológicos construían la "hegemonía" de una clase e intervenían para impedir la acción revolucionaria de la clase obrera. La consecuencia era que toda estrategia revolucionaria implicaba, necesariamente, un trabajo ideológico y cultural para construir una "nueva hegemonía" (Gramsci, 1986; Portelli, 1973; Chihu, 1991). De forma más contemporánea, investigadores identificados con la etiqueta de "marxismo occidental" (Anderson, 1979) hicieron de los factores ideológicos un tema central para comprender las condiciones de la acción colectiva revolucionaria (véase, por ejemplo, Althusser, 1974). El historiador E.P. Thompson (1989), por su parte, estudió con enorme detalle el desarrollo histórico de la clase obrera en Inglaterra durante el siglos XVIII y XIX; mostró que la cultura desarrollada por los obreros ingleses durante este periodo influyó decisivamente en su comportamiento político, en especial en su alejamiento de la acción revolucionaria tal y como la pensaba Marx, y su vocación por los derechos políticos democráticos.

2 Esto tiene un aspecto económico central. En efecto, las decisiones con las que construimos nuestras vidas pueden afectar nuestro desempeño laboral. Baste pensar, por ejemplo, en los estudios que muestran la cantidad de horas laborales que se pierden por los hábitos de fumar o los hábitos alimentarios. Por cierto que este ejemplo muestra en acción la paradoja que mencionábamos anteriormente entre libertad e imposición en el terreno de la incertidumbre generalizada: cada vez somos más libres de decidir nuestro estilos de vida, pero al mismo tiempo se nos conmina (mediante la acción del Estado, aunque la publicidad privada también lo hace) a llevar un estilo de vida más sano.

3 En este apartado no pretendemos hacer una revisión exhaustiva de las principales tesis de lo que se ha llegado a conocer como el enfoque, o paradigma, de los nuevos movimientos sociales (identificado con la obra de Alain Touraine, Jürgen Habermas, Claus Offe y el propio Alberto Melucci). Existen reseñas exhaustivas al respecto (Pichardo, 1997; Buechler, 1995). No obstante, es conveniente señalar que este enfoque o paradigma no ha dejado de suscitar críticas y controversias. Por ejemplo, se ha sostenido que el énfasis que realizan los teóricos de los nuevos movimientos sociales sobre la identidad colectiva, los ha hecho desentenderse de las importantes cuestiones de estrategia y de las relaciones de los movimientos sociales con los sistemas políticos (Cohen, 1985; Davis, 1999). También se ha criticado su insistencia en la "novedad" de los nuevos movimientos sociales y sus reivindicaciones identitarias (Calhoun, 2002). Por otra parte, y sobre esto volveremos en el apartado de las conclusiones, el enfoque de los nuevos movimientos sociales gozó de una considerable aceptación en América Latina, especialmente durante la década de 1980 y la primera mitad de la de 1990. En efecto, para muchos intelectuales latinoamericanos, el énfasis que hicieron los teóricos de los nuevos movimientos sociales en la acción autónoma de grupos de la sociedad civil fue particularmente atractivo en el contexto de los procesos de transición a la democracia que se sucedieron en la región durante esos años (sobre la conexión entre la teoría de los nuevos movimientos sociales y la teoría de la sociedad civil, véase Cohen y Arato [2000]; un ejemplo de la entusiasta recepción del enfoque de los nuevos movimientos sociales para analizar la acción colectiva en América Latina es Escobar y Álvarez [1992]). Como trataremos de mostrar en las conclusiones, este aspecto no deja de tener sus aristas problemáticas en la teorización de los movimientos sociales en América Latina.

4 Diversos autores han sido englobados como representantes de la teoría del proceso político. Entre ellos los más importantes son Charles Tilly (2004), Doug McAdam (1982) y Sidney Tarrow (1994). Estos autores subrayan el papel que desempeñan las variables políticas contextuales para explicar el surgimiento, la forma y la intensidad de la movilización política colectiva (por ejemplo, revoluciones, movimientos sociales, protestas y conflictos políticos). Lo que estos diversos autores tienen en común es la idea de que la acción colectiva se explica, en parte, como una lucha política, cuya finalidad es lograr (o impedir) el acceso de nuevos grupos sociales a la toma de decisiones que tiene lugar en las instituciones del sistema político. Desde esta perspectiva, la aparición de acciones colectivas estaría en función, al menos en parte, de dos variables políticas contextuales. Por un lado, el grado de exclusión política existente en un sistema político y, por el otro, el tipo de estructura de oportunidades políticas que caracteriza al sistema político. Tarrow (1988) identifica cinco tipos de elementos que forman la estructura de oportunidades que caracteriza a los sistemas políticos nacionales: las oportunidades institucionales, la estabilidad de las coaliciones y los alineamientos políticos, las divisiones en las elites y/o la tolerancia a la protesta, la presencia de grupos de apoyo y aliados, y la capacidad de los Estados para llevar a cabo sus políticas. Todos estos elementos producen oportunidades (o, al contrario, cierran oportunidades) para la actividad de protesta, mediante una combinación compleja. Por ejemplo, las oportunidades institucionales pueden permitir amplios canales de participación a los actores que no participan regularmente en el proceso de toma de decisiones, desincentivando, así, la actividad de protesta; pero si el Estado carece de capacidad para llevar sus políticas (por ejemplo, por falta de recursos fiscales), entonces los actores pueden percibir que su participación en realidad no produce efectos, y pueden optar por acciones de protesta para tratar de ganar mayor influencia. Una reseña general sobre la teoría del proceso político puede encontrarse en Jenkins y Schock (1992) y en Cisneros (2001).

5 La dimensión emocional de la identidad colectiva y de los movimientos sociales, de manera más general, se ha convertido en un tema de actualidad. Uno de los autores que más se ha ocupado del tema es el psicólogo social James M. Jasper (véase Jasper, 1998; Polleta y Jasper, 2001; Goodwin y Jasper, 2006). Su trabajo se enfoca en tres puntos centrales. En primer lugar, asume una posición constructivista hacia las emociones. Según esta posición, las emociones no son estados psicológicos puros (muy cercanos a la vida instintual de los animales), sino que se constituyen a través de significados sociales compartidos; es decir, que los estados corporales internos sólo son reconocidos por los individuos como un sentimiento específico, por el significado social que se la ha atribuido. En segundo lugar, las emociones pueden ser clasificadas como un continuum cuyos límites son, por un lado, las emociones afectivas (como el amor, la confianza o el respeto) y, por el otro, las emociones reactivas (enojo, odio, asco); ambos tipos de emociones pueden estar presentes en los movimientos sociales. Finalmente, las emociones nos ayudan a explicar tanto la formación de un actor colectivo, como el mantenimiento de la acción colectiva. Por ejemplo, según Jasper, es probable que un individuo decida participar en un movimiento debido a un "schock moral" (moral schock), es decir, a la emergencia de una emoción poderosa, a partir de su encuentro con un evento o un pedazo de información. Esa emoción poderosa puede ser tanto afectiva (compasión) como reactiva (enojo).

6 Melucci recupera aquí el concepto de "marcos" desarrollado por autores como David A. Snow, Robert D Benford y William Gamson, a partir de la obra del sociólogo Erving Goffman (1974). Los marcos son "‘esquemas de interpretación’ que permiten a los individuos ‘ubicar, percibir, identificar y clasificar’ los acontecimientos ocurridos dentro de su espacio de vida y en el mundo en general. Al otorgar un significado a los eventos o acontecimientos, los marcos funcionan para organizar la experiencia y guiar la acción, sea individual o colectiva" (Snow et al., 1986:464). La perspectiva de los marcos en el estudio de los movimientos sociales se ha vuelto un importante enfoque de análisis sobre los aspectos culturales de la acción colectiva, y ha renovado el estudio de los aspectos ideológicos y discursivos de dichos fenómenos (para reseñas recientes sobre el análisis de marcos en el estudio de los movimientos sociales véase Benford y Snow, 2000; Williams y Benford, 2000).

7 El término "alineamiento" (alignment) es retomado por Melucci del artículo seminal sobre los "marcos para la acción colectiva" (Snow et al., 1986). La noción de alineamiento, en efecto, remite a los esfuerzos que realizan los activistas de los movimientos sociales para lograr que las creencias y valores que defiende el movimiento "coincidan" o tengan una cierta "resonancia" con las de individuos que están fuera del movimiento social (véase también Snow y Benford [1988], sobre la noción de "resonancia").

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